Capítulo 19

Los rumores de una visita de Cassandra recorrieron el castillo casi con tanta celeridad como el verdadero nombre de Duncan dos días atrás. A Amber le llegaron con los susurros de los sirvientes que llevaban agua caliente para su baño, a la estancia que había compartido con su esposo.

Pero ya no la compartían.

Amber no había vuelto a ver a Duncan desde que él le pidiera a Simon que la acompañara a la suntuosa estancia. Se había convertido en prisionera, aunque no se la llamara así, y su única compañía eran los sirvientes que iban y venían sin anunciarse. Ni siquiera se atrevían a hablar con ella. Parecía que temieran la posibilidad de verse sorprendidos hablando con la señora del castillo.

De pronto, por las contraventanas a medio abrir, se coló una voz procedente del patio que interrumpió los sombríos pensamientos de Amber. La joven, que estaba a punto de entrar en la amplia tina de madera llena de agua humeante, se quedó paralizada.

- Está aquí. ¡Créeme! La he visto con mis propios ojos. Su pelo es plateado y lleva ropas del color de la sangre.

Amber intentó escuchar algo más sobre la presencia de su Maestra, pero fue en vano. Con un suspiro, se deslizó en la tina.

¿Vendrá ahora Duncan a verme? ¿Admitirá, por fin, que me necesita tanto como yo a él?

Amber no recibió más que el silencio como respuesta a aquellos pensamientos que estaban a medio camino entre el miedo y el deseo. El mismo silencio que había marcado siempre su vida aunque nunca lo hubiese percibido. Entonces no sabía lo que era despertarse y sentirse protegida por los brazos de Duncan, ni sentir su calor, su risa, su deseo, su tranquilidad, su fuerza, todo cuanto significaba Duncan envolviéndola con una emoción tan intensa que jamás había podido imaginar que existiera.

Pero ahora sí lo sabía y, con ello, aprendió lo que significaba sentirse completamente sola.

No, Duncan no vendrá.

Sueño con negras alas batiendo sobre mí, susurrándome una furia inimaginable, un dolor indescriptible.

Temo que ese sueño pudiera materializarse si le toco ahora.

Tengo miedo.

Y sin embargo, ansío…

A pesar del alegre fuego que ardía en el hogar, Amber sintió escalofríos de pronto, y la temperatura del agua le indicó que había estado demasiado tiempo pensando en inútiles lamentos.

Comenzó a lavarse con rapidez sin apenas percatarse del aroma a siemprevivas y otras hierbas que desprendía el jabón. Aquella fragancia enseguida llenó la estancia, como también lo hizo el sonido de las salpicaduras de la tina.

- Milady -la llamó una voz desde el otro lado de la puerta.

- ¿Otra vez? -murmuró Amber-. ¿Qué sucede?

- ¿Puedo entrar?

Aunque la tina estaba oculta por celosías de madera que guardaban el calor, a Amber no le apetecía que entrase Egbert.

- Como te he dicho hace unos minutos, me estoy dando un baño.

Tras sus palabras, se produjo un extraño silencio, seguido por el sonido de pisadas contra el suelo de madera.

- Lord Duncan requiere vuestra presencia -insistió Egbert.

- Enseguida bajaré.

Nada en el tono de Amber parecía sugerir que estuviese deseosa de dar por concluido su encierro.

O que estuviese ansiosa por ver a su esposo.

- Milord ha dicho que es… urgente.

- Entonces pregúntale si le gustaría verme en el gran salón sólo vestida como cuando salgo de la tina.

Egbert respondió con el sonido de sus pies abandonando el corredor.

Apenas un instante más tarde, las llamas de las velas se estremecieron por una ráfaga de aire que llenó la habitación. Amber no se dio cuenta de ello, pues se estaba enjugando el rostro; pero cuando levantó la mirada, se quedó paralizada.

Alguien estaba en la estancia, justo detrás de la celosía.

Observándola.

Era Duncan, estaba segura.

- ¿Sí, milord? -preguntó.

A pesar de que procuró que su voz sonase calmada, no lo consiguió. Su corazón se había acelerado al ser consciente de la cercanía del hombre que amaba.

Pasaron varios segundos sin que hubiese respuesta alguna. La furia y el deseo luchaban en el interior de Duncan. El aroma a siemprevivas lo invadió y los minúsculos sonidos que las gotas producían al caer parecieron amplificarse.

Cada instante, Duncan era más y más consciente de la cálida presencia de Amber al otro lado de la celosía.

Desnuda.

El mazazo de deseo que sintió el guerrero lo hizo temblar.

- Cassandra ha preguntado por ti -consiguió decir finalmente.

Su ronca y forzada voz hablaba de la abrasadora pasión que lo consumía, de la brutal tensión de su cuerpo y del irrefrenable deseo de poseerla. Ni siquiera tocando a Amber hubiera podido transmitirle lo que sentía con más claridad.

Su mente quería odiarla, pero su cuerpo se negaba a ello.

Amber gimió levemente al ser azotada por una ola de desgarrador deseo, y rogó por que Duncan no hubiera oído su respiración entrecortada.

Y rogó, también, que lo hubiera hecho.

Tanto su instinto como sus dotes de Iniciada le indicaron a Amber que tenía que sobreponerse, fuese como fuese, a la rabia de Duncan antes de que los destruyese a ambos, así como a los habitantes del castillo del Círculo de Piedra. Y si el deseo era la única manera de llegar hasta Duncan…

Que así sea.

- Dile a Cassandra que me estoy dando un baño -dijo Amber en tono seco.

Se giró a propósito en la tina para que se adivinase el perfil de su cuerpo a través de la celosía y, de forma lenta y elegante, aclaró sus hombros y senos. Las cristalinas gotas de agua se deslizaron entre sus pechos y se acumularon resplandecientes alrededor de sus pezones, erectos por la simple voz de Duncan.

Amber escuchó de pronto la agitada respiración del guerrero. Tal y como había esperado, él la observaba por los huecos de la celosía.

A ella le hubiera gustado poder verlo del mismo modo.

E igualmente desnudo.

- No sueles bañarte a esta hora -señaló Duncan con voz dura.

Amber se encogió de hombros, provocando que las gotas de agua desprendieran insinuantes combinaciones de luz y sombras sobre sus pechos.

- Tampoco suelo tener la condición de prisionera -replicó al tiempo que elevaba sus brazos para recoger algunos mechones sueltos de su cabello, haciendo que sus senos se balancearan levemente.

Su silueta, recortada contra el fuego, parecía ser acariciada por tiernas llamas.

Con un sordo resoplido, Duncan se obligó a apartar la mirada de la tentación que suponía el bello cuerpo de la joven. Lo primero que vio fue la cena, llevada horas antes a la habitación. Amber apenas la había tocado.

- ¿Le pasa algo malo a la comida? -preguntó con aspereza.

- No.

- Debes comer más.

- ¿Para qué? Un prisionero no necesita demasiada energía.

Su tranquilo comentario enfureció a Duncan. No sabía qué responder pero le irritaba la idea de que no se alimentase bien.

Haciendo uso de todo su autocontrol, giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta. En aquella ocasión no intentó ser silencioso. El roce y tintineo de su cota de malla, guardabrazos y espada anunciaban que el señor del castillo estaba preparado para la batalla.

Pero no había esperado encontrar a su enemigo desnudo.

- Termina tu baño -le ordenó desde el umbral-. Si no estás en el gran salón antes de que me impaciente, enviaré a una criada para que te vista y te traiga sin contemplaciones.

Sin más, salió y cerró la puerta de un golpe.

Un sentimiento de furia y desilusión embargó a Amber, pero se apresuró a salir del baño. Aunque Duncan no fuese consciente de ello, la joven prefería ser azotada antes que soportar que la tocasen, a excepción de tres personas.

Cassandra era una de ella. Erik era otra. La tercera acababa de abandonar la estancia hecha una furia.

Apenas habían transcurrido unos minutos cuando Amber hizo acto de presencia en el gran salón vestida con una túnica del color de los pinos de las tierras altas. El ancestral colgante de ámbar destacaba como una llamarada sobre el verde oscuro de su vestido, y su cabello estaba recogido de forma elegante con un pasador adornado con piedras de ámbar.

Duncan la miró como si fuese una desconocida y giró la cabeza de inmediato para dirigirse a la Iniciada, cuyos ojos grises nunca habían estado tan llenos de sombras.

- Como puedes ver -dijo Duncan cortante, señalando hacia la puerta-, Amber está ilesa.

La anciana se giró y miró a la joven que había criado como a su propia hija.

- ¿Cómo te encuentras? -le preguntó Cassandra.

- Tu profecía está a punto de cumplirse.

El dolor ensombreció la expresión de la Iniciada al escuchar las suaves palabras de Amber. Vencida por un momento, dejó caer la cabeza sobre el pecho; pero cuando se irguió de nuevo, su rostro resultaba inescrutable.

- Gracias, milord -dijo con voz calmada, girándose de nuevo hacia Duncan-. No causaré más molestias.

- Aguarda -le ordenó él, cuando Cassandra estaba a punto de irse.

- ¿Sí? -preguntó.

- ¿Qué profetizaste para Amber?

- Nada que pueda afectar tu capacidad para gobernar este castillo, sus gentes o sus tierras.

- Amber -la llamó Duncan sin dejar de mirar a Cassandra-. Toca a la Iniciada mientras la interrogo.

El rostro de la joven mostró una absoluta incredulidad que, al momento, se convirtió en furia.

- No hay motivos para dudar de su palabra -afirmó Amber con frialdad.

- Al contrario. -La sonrisa de Duncan reflejaba la misma frialdad que los ojos de Cassandra-. Dado que eres su pupila, existen múltiples motivos.

- Hija mía -dijo la anciana, extendiendo su mano-. Tu esposo está intranquilo. Tranquilízalo.

Amber se acercó a ella y entrelazó sus dedos con los suyos. Las emociones que la atravesaron eran complejas y dolorosas por todo cuanto se había arriesgado.

Y perdido.

Amber cerró los ojos y luchó contra las lágrimas que Cassandra no derramaría.

- No he profetizado nada que pueda afectar el gobierno de este castillo, sus gentes o sus tierras -repitió la anciana.

- Es la verdad -dijo Amber.

Llevó la mano de Cassandra a su mejilla, en una breve caricia, para luego soltarla.

La intranquilidad dominó a Duncan. Aunque no se dijo una sola palabra más, podía sentir la tristeza fluir entre las dos mujeres.

Parecía que se estuviesen despidiendo.

- ¿Qué profetizaste para Amber? -exigió saber de nuevo.

Ninguna de las mujeres respondió.

- ¿Qué viste?

Cassandra miró a Amber y agitó la cabeza.

- Ésa es una cuestión entre Amber y yo -aseguró la anciana, mirando otra vez a Duncan.

- Soy el señor de este castillo. ¡Respóndeme!

- Sí -asintió la Iniciada-, eres el señor de este castillo. Y mi respuesta es que cuanto Amber y yo compartimos nada tiene que ver con la seguridad de este castillo.

Duncan observó con detenimiento los calmados ojos grises de Cassandra y supo que no obtendría ninguna otra respuesta de ella.

- Amber, tú me dirás lo que busco -exigió.

- Utilizar mi don para satisfacer la mera curiosidad sería indigno. Eres dueño y señor de las gentes de este castillo, no de sus mentes.

Sin previo aviso, Duncan se levantó bruscamente de la silla de roble y agarró a Amber del brazo.

Ella apenas pudo prepararse para las intensas sensaciones que la invadieron. Ira y deseo, desprecio y anhelo, refreno y amargura, un tormento que no conocía límites, sin comienzo ni final, ni manera alguna de escapar de ello.

El dolor de Duncan y el suyo, unidos.

Un gemido de angustia escapó de los labios femeninos.

- ¿Amber? -dijo Duncan con rudeza.

Ella no contestó. No era capaz. Todo lo que podía hacer era resistir el horrible dolor que la atravesaba.

- Sería menos cruel si la azotaras con un látigo -le espetó.

Cassandra con amargura-. Pero no sientes piedad hacia ella, ¿verdad?

- ¿De qué estás hablando? -exigió saber él con voz áspera-. No estoy apretando lo suficiente como para lastimarla.

- Si rompieras sus huesos ella no sentiría más dolor.

- ¡Habla claro!

- Ya lo estoy haciendo. Tu contacto, leve o fuerte, es un tormento para ella.

Duncan miró a Amber con atención. Su tez había adquirido la lividez de la muerte. Sus pupilas se habían dilatado al máximo, una capa de sudor cubría su piel, y su fuerza se agotaba visiblemente con cada bocanada de aire que tomaba.

Horrorizado, la soltó con presteza.

Amber se desplomó en el suelo, se abrazó atenazada por el frío, y luchó para controlar el dolor. Ahora era posible, una vez que su esposo había dejado de tocarla.

Posible, pero angustioso.

- No lo entiendo -murmuró Duncan-. Mi roce le proporcionaba placer. ¿Es porque ahora he recuperado la memoria?

Amber negó con la cabeza.

- Entonces, por lo más sagrado, ¿qué esta sucediendo?

La joven intentó hablar, pero sólo pudo seguir negando con la cabeza.

- Tu ira -le aclaró Cassandra.

Duncan se giró hacia ella. Su mirada habría hecho retroceder al más feroz de los guerreros, sin embargo, la anciana no se movió ni siquiera un milímetro.

- Explícate -le ordenó Duncan.

- Es muy simple. La ira te consume. Cuando tocas a Amber, ella siente tu odio hacia ella tan intensamente como una vez sintió tu placer. Golpearla hasta dejarla inconsciente sería menos doloroso para ella.

Totalmente asombrado, Duncan se miró las manos como si fueran las de un desconocido. Nunca había golpeado a un caballo, una mujer o un niño. La idea de causar un dolor tan intenso en Amber le producía náuseas.

- ¿Cómo pudo Erik utilizar su don como un arma? -preguntó Duncan en voz baja-. ¿Cómo pudo ser tan cruel?

- No -consiguió decir Amber-. La mayoría de la gente sólo me produce unos breves instantes de dolor.

- ¿Y qué ocurrió con Simon? -inquirió Duncan-. Te desmayaste.

- El odio de Simon hacia mí es tan intenso que me sobrepasó por completo.

- ¿Y qué ocurre cuando te toca Erik?

- Él siente aprecio por mí. Y yo por él.

Las facciones de Duncan se crisparon, al igual que las de Cassandra.

Haciendo un esfuerzo visible, Amber se incorporó. Dio un paso, se tambaleó, y se habría caído de no haberla sujetado Duncan antes de reparar en el dolor que su contacto le causaría. En cuanto estuvo de pie y pudo mantenerse por sí misma, la soltó.

- No quería…

La potente voz de Duncan se apagó y sus manos esbozaron un gesto de incomprensión. No importaba lo furioso que pudiera estar con la mujer que le había traicionado. La mera idea de que su contacto le causara dolor le perturbaba de tal modo que ni siquiera se atrevía a pensar en ello.

- No ocurre nada -le tranquilizó la joven en voz baja-. La segunda vez no ha sido tan dolorosa como la primera.

- ¿Por qué razón?

- La ira estaba ahí, pero la superaba tu horror a causarme tanto dolor.

Duncan torció el gesto al ser consciente de la claridad con la que Amber veía en su interior. Con más claridad que él mismo.

Con más claridad de la que le gustaría.

- Entonces -dijo Cassandra de pronto-, todavía hay esperanza.

- ¿Esperanza? -preguntó Duncan-. ¿Esperanza de qué?

Ninguna de las mujeres contestó.

Con un sonido de frustración, él se dio la vuelta y ocupó de nuevo su puesto en la silla señorial.

- Veo que ya estás recuperada -observó Duncan dirigiéndose a Amber.

La joven tembló levemente al comprender que la amabilidad de su esposo había sido sólo temporal.

- Así es -confirmó, sin emoción en la voz.

- Entonces, continuemos. ¿Están los Iniciados tramando un plan contra mí? -preguntó Duncan implacable.

La mano de Cassandra acarició la mejilla de Amber.

- No -dijo la anciana.

- No -repitió Amber.

- ¿Desea tu Maestra que eso suceda?

- No -negó Cassandra.

- No -repitió Amber.

Durante un tiempo sólo hubo silencio, roto únicamente por el silbido del viento colándose por las ventanas del castillo, y el canturreo de un sirviente mientras sacaba agua del pozo.

Entonces Amber percibió que alguien entraba en el gran salón, a pesar de hallarse de espaldas a la puerta. No se dio la vuelta para ver de quién se trataba. Sólo prestaba atención al orgulloso guerrero que era su esposo y que la observaba ojos sombríos.

- Por fin he encontrado al escudero que buscabas -gruñó Simon desde el umbral.

Duncan miró más allá de Amber y sonrió ligeramente.

- Quédate cerca, Simon, si es posible.

El aludido asintió en respuesta.

- Egbert -ordenó Duncan-. Avanza un paso.

Amber escuchó los primeros pasos del escudero, luego pareció dudar, y después se reiniciaron en una dirección distinta, eludiéndola.

- Colócate junto a la bruja -le exigió Duncan.

- ¿Cuál de ellas, milord?

El señor del castillo clavó una fría mirada en el escudero.

- Amber.

Egbert se acercó lo suficiente como para que la joven pudiera ver su cabello rojizo por el rabillo del ojo.

- Tócale -ordenó Duncan sin dudarlo, mientras miraba a su esposa.

Un escalofrío recorrió a Amber al escuchar aquellas palabras.

- Tan sólo unos instantes de desagrado, ¿no fue eso lo que dijiste? -preguntó Duncan con voz suave.

Amber se giró lentamente hacia Egbert, que la miraba con ojos llenos de miedo.

- Esto no te dolerá -le tranquilizó con calma-. Extiende tu mano.

- Pero lord Erik me colgará si os toco.

- Erik -aclaró Duncan con voz amenazante- ya no es el señor de este castillo. Yo lo soy. Tu mano, escudero.

Temblando, Egbert extendió la mano hacia Amber, que poso sobre ella la punta de su dedo índice. Parpadeó levemente, y se volvió hacia Duncan.

La palidez de la piel de la joven contrarió de nuevo a Duncan.

- ¿Por qué palideces, bruja? -exigió saber-. Es evidente que Egbert no te odia ni siente ira hacia ti.

- ¿Es ésa una pregunta? -se limitó a decir Amber.

Duncan apretó los labios y concentró su furiosa atención en el escudero.

- Si permaneces en el castillo, ¿me serás leal?

- Yo… yo…

- ¿Amber? -exigió Duncan.

- No -dijo ella en tono monocorde-. Te traicionaría. Su lealtad pertenece a Erik. Puede que a Egbert no le guste trabajar pero tiene en alta estima su honor.

- Partirás hacia Winterlance al amanecer -gruñó Duncan dirigiéndose a Egbert-. Si se te ve fuera del lugar que se te ha asignado para dormir antes de tu marcha, se te considerará un enemigo y recibirás el tratamiento que mereces. Vete.

Al instante, Egbert salió corriendo de la estancia.

- Que pase el siguiente, Simon.

Cassandra movió su mano de modo involuntario como si quisiera intervenir.

- Si quieres quedarte no importunes -le espetó Duncan con frialdad-. Erik utilizó a la bruja como arma una vez. Ahora es mi turno.

El fuego del hogar fue alimentado en tres ocasiones antes de que el señor del castillo discriminase entre los escuderos, guardias y sirvientes del castillo. Todos los escuderos eran leales a Erik. Los guardias eran de la zona y su lealtad pertenecía más al castillo que a un señor concreto. Y lo mismo ocurría con los sirvientes, que provenían de familias asentadas en el castillo mucho tiempo atrás.

Cuando el último escrutinio fue realizado, Amber se desplomó en una silla cercana a la chimenea, demasiado débil incluso para acercar sus gélidas manos al fuego. La palidez de su rostro era un reproche mudo hacia el hombre que la había utilizado sin piedad.

- ¿Puedo ofrecerle algo de alimento a mi hija? -preguntó Cassandra.

Aunque el tono de la anciana era neutro, Duncan sintió como si le hubiesen abofeteado.

- Está al alcance de su mano -le espetó cortante-. Si desea beber o comer, no tiene más que alargar el brazo.

- Está exhausta.

- ¿Por qué? -replicó Duncan furioso-. Ella misma dijo que tocar a alguien que no la odiaba apenas le provocaba unos momentos de desagrado.

- Hay una vela junto a ti -le indicó Cassandra-. Coloca tu palma sobre la llama.

- ¿Crees que he perdido el juicio? -preguntó él, mirando a la anciana como si se hubiese vuelto loca.

- Creo que no pedirías a tus caballeros algo que tú mismo no estarías dispuesto a hacer. ¿Estoy en lo cierto?

- Sí.

- Excelente -siseó Cassandra entre dientes-. Entonces, coloca tu palma sobre la llama, milord, el tiempo de respirar dos veces, no más de tres.

- No -se negó Amber-. Él no lo sabía.

- Entonces aprenderá. ¿No es cierto, orgulloso señor?

Duncan entrecerró los ojos ante el evidente desafío en la voz de Cassandra. Sin pronunciar palabra, se despojó de un guantelete y sostuvo su mano sobre la llama.

Respiró dos veces.

Tres.

- ¿Y ahora? -desafió a Cassandra, retirando la mano.

- Hazlo de nuevo. La misma mano. La misma piel.

- ¡No! -dijo Amber, alcanzando una copa vino-. Estoy bien, Maestra, ¿ves? Puedo comer y beber.

Duncan puso su mano en la llama de nuevo. La misma mano. La llama en el mismo lugar.

Respiró una vez, dos veces, tres.

Después retiró la mano y miró a Cassandra.

Ella sonrió furiosa.

- Otra vez.

- ¿Es que estás…? -comenzó a decir Duncan.

- Y otra vez más -continuó Cassandra-. Y otra más después. Treinta y dos veces.

Duncan comprendió de pronto lo que la anciana quería decir y sintió que una fría garra atenazaba sus entrañas. Aquél era el número exacto de personas que él había exigido que Amber tocase para extraerles la verdad.

- Hasta que tu piel quede humeante y queme y quieras gritar; pero no lo hagas, pues no cambiaría nada, sobre todo el dolor.

- Ya basta.

- ¿Por qué te alteras, orgulloso señor? -se burló Cassandra-. La vela no puede compararse a una hoguera. Pero la llama… con el tiempo… quema igual.

- No lo sabía -afirmó Duncan apretando los dientes.

- Entonces deberías conocer la naturaleza del arma que blandes, o podrías quebrarla con tu arrogante ignorancia.

- Tenía que saber lo que piensa la gente del castillo.

- Sí -reconoció Cassandra-. Pero podría haberse hecho con mucha más delicadeza.

- ¿Por qué no me dijiste lo que te ocurría? -La voz de Duncan estaba teñida de preocupación cuando se volvió hacia Amber.

- Las armas no protestan -replicó ella-. Sólo se las usa. ¿Has terminado de usarme por ahora?

Las manos de Duncan se transformaron lentamente en puños y luego, poco a poco, se volvieron a abrir de nuevo.

- Vuelve a tu alcoba -le ordenó.

Amber dejó la copa de vino sobre la mesa y salió de la estancia tambaleándose, seguida de la angustiada mirada de su esposo.

Cuando Cassandra se disponía a seguir los pasos de su pupila, Duncan le señaló una silla.

- Siéntate -le exigió-. No me eres leal, pero harás cuanto puedas para ayudar a la bruja que llamas hija, ¿no es así?

Cassandra apretó los labios.

- Amber es una Iniciada, no una bruja.

- Responde a mi pregunta.

- Sí. Haré cuanto pueda para ayudar a Amber.

- Entonces quédate en el castillo y habla en su nombre cuando sea demasiado testaruda para hacerlo por sí misma.

- Así que la valoras -susurró Cassandra.

- Más que a mi puñal y menos a mi espada.

- Erik debería verte ahora.

- ¿Por qué?

- Pensó que tus sentimientos hacia Amber serían más fuertes que tu orgullo. Me gustaría mostrarle lo equivocado que estaba -se lamentó la anciana con amargura-. Debería ser él quien sufriera las consecuencias de su propio error.

Antes de que Duncan pudiese responder, Simon y Dominic irrumpieron de pronto en la enorme estancia.

- Tengo noticias que abrirán tu apetito, Duncan -le comunicó Dominic, observando la cena intacta.

- ¿Qué sucede? -preguntó el aludido, levantándose. -Sven ha estado indagando y afirma que la gente del castillo está dispuesta a aceptarte como su señor. Duncan sonrió y miró a Cassandra. -¿Decepcionada? -se burló.

- Sólo del trato que has dispensado a tu esposa.

- Entonces ya no tienes que preocuparte más -intervino Simon-. El matrimonio será anulado.

Duncan y Cassandra se giraron al unísono para mirar al caballero.

- No puede anularse, ya que fue consumado -adujo la anciana.

- No importa si se consumó o no -repuso Dominic-. El matrimonio tuvo lugar bajo falsas premisas. Ningún obispo lo aprobaría.

- En especial si no se presentó ofrenda alguna como muestra de respeto -señaló Simon con ironía.

Cassandra se volvió hacia Duncan y lo miró fijamente a los ojos. -Intercambiasteis votos sagrados -susurró-. ¿Vas a renegar de tu palabra?

Mi palabra -repitió Duncan con una mueca mezcla de dolor y desprecio-. No, no renegaré de ella.

La anciana cerró los ojos visiblemente aliviada. -Cumpliré la auténtica palabra que di cuando mi mente estaba lúcida -afirmó Duncan-. Me casaré con lady Ariane de Deguerre.

- ¿Y qué hay de Amber? -preguntó Cassandra, desesperada.

Duncan se volvió hacia Dominic sin responder.

- Manda traer a mi prometida -dijo con voz amarga-. La boda se llevará a cabo tan pronto como la Iglesia lo acepte.

- ¿Y qué hay de Amber? -repitió la anciana. En silencio, Duncan se levantó y abandonó la estancia sin mirar a nadie. -¡Qué hay de Amber! -gritó Cassandra.

El eco del grito de la Iniciada siguió a Duncan por los estrechos corredores del castillo. Incluso cuando ya se había desvanecido, seguía oyendo aquellas palabras resonando en el sombrío silencio de su mente.

¿Qué hay de Amber?

¿Y tus votos sagrados?

Amber.

Sagrados.

Amber. Amber. Amber…

Aquella noche, Duncan recorrió sin descanso las vacías estancias del castillo. El grito lo acompañaba; formaba parte de sí mismo al igual que el dolor de sus recuerdos y de la traición que había sufrido.

No encontraba paz alguna. El pasado regresaba una y otra vez para atormentarlo; primero con la voz de Amber y luego con la suya propia.

Me haces sentir tan protegida, tan a salvo…

Siempre será así, pequeña. Antes me cortaría una mano que lastimarte.

Aquel recuerdo era demasiado cruel y angustioso. Duncan lo apartó, ocultándolo en el lugar más oscuro de su mente.

Pero la voz de Cassandra lo perseguía; sus palabras se precipitaban sobre él como una lluvia de gotas de fuego.

Negarse a la verdad del pasado o del presente te destruirá igual que lo haría una espada que se clavara en tu corazón.

Recuerda lo que te he dicho cuando el pasado vuelva y haga parecer que el presente es una mentira.

¡Recuérdalo!

Su mente era incapaz de descansar. En el silencio de los oscuros corredores podía escuchar la voz de Amber describiendo cómo se usaban la pasión, el orgullo y el honor como armas de guerra.

Erik sabía que no me amabas, que no te casarías conmigo si recobrabas la memoria.

Y también sabía cuánto me deseabas.

Duncan aún la deseaba. Traidora o fiel, bruja, amante o esposa, conseguía que su cuerpo latiese por ella con el abrasador calor del infierno. Y ese deseo salvaje superaba todo lo demás.

Incluso la traición.

De pronto, Duncan fue consciente de que estaba frente a la puerta de Amber, con las manos convertidas en puños a los costados. No estaba seguro de cuánto tiempo había estado allí. Sólo sabía que debía estar dentro, con ella.

La puerta de la alcoba no hizo ningún ruido cuando la abrió. Las velas estaban casi consumidas y en la chimenea sólo quedaban algunos rescoldos, pero los cortinajes de la cama brillaron en la oscuridad cuando Duncan los retiró.

Amber yacía en un sueño inquieto; las mantas estaban retorcidas y su dorado cabello se esparcía desordenadamente sobre las almohadas. Durante un instante, Duncan recordó el momento en que la vio en la tina, con sus turgentes pechos cubiertos por una fina capa de humedad que reflejaba el fuego, y sintió que su control amenazaba con quebrarse.

Se despojó de los pesados atavíos de batalla que había llevado todo el día y, cuando estuvo completamente desnudo, apartó las sábanas y se acostó junto a Amber.

Lentamente, alargó una mano hacia ella, pero justo antes de que sus dedos rozaran sus labios, recordó lo que había sucedido al tocarla unas horas antes; Amber, pálida de dolor, tambaleándose, y las descarnadas palabras de Cassandra describiendo lo que le ocurría.

Siente tu ira. Acotarla con un látigo sería menos doloroso para ella.

Pero la joven no había mostrado dolor la segunda vez que la tocó, cuando su preocupación por su dolor era mayor que su ira por haber sido traicionado.

Dividido entre el deseo y la ira, se quedó inmóvil durante largos minutos y se obligó a centrarse exclusivamente en la pasión de Amber por él, una pasión que ella nunca había sido capaz de disimular.

Erik sabía cuánto te deseaba… eras la luz tras toda una vida de oscuridad.

La idea de ser deseado de ese modo una vez más le provocó una oleada de dolorosa excitación. Lo único que le refrenaba era el temor de herir a Amber en vez de darle placer. Deseaba su pasión intacta, su desbocado anhelo por unir sus cuerpos tan salvaje y primitivo como el suyo; volver a adentrarse en ella, sentir el ritmo de las contracciones que evidenciaban su placer alrededor de su rígido miembro, acogiéndole, envolviéndole en su firme y húmeda perfección.

Musitando unas palabras que eran al tiempo una oración y una maldición, Duncan hizo a un lado cualquier pensamiento de odio y hundió la mano en el cabello de Amber hasta que su palma acarició su cabeza.

La joven se despertó de pronto bajó una avalancha de devastadoras sensaciones.

- Dios mío, Duncan, tu deseo…

Amber trató de respirar, de hablar, pero todo lo que pudo hacer fue estremecerse de anhelo y sentir cómo su cuerpo respondía a la pasión de su esposo.

- Tiemblas -susurró Duncan con voz ronca-. ¿Dolor o deseo?

La joven no pudo hablar, enmudecida por las olas de deseo que la desgarraban. Despacio y con infinita suavidad, la mano de Duncan descendió acariciando su cuerpo, buscando la respuesta de un modo que no arrojara dudas.

La húmeda calidez con la que el cuerpo de Amber lo recibió rompió su control.

Se colocó sobre ella con agilidad, separó sus piernas y la hizo suya de una poderosa embestida, al tiempo que Amber se arqueaba contra él gritando de placer con total abandono. Sentirse unido de nuevo a ella intensificó salvajemente su feroz urgencia y, con un descarnado gemido de satisfacción, se derramó en su interior.

Pero no era suficiente.

Duncan quería fundir sus cuerpos en uno, quería que el fuego ardiera por siempre, que no acabara nunca, quería… a Amber.

Sin permitirse una tregua, cubrió la boca de la joven con la suya y comenzó a moverse de nuevo penetrándola una y otra vez, conduciéndolos a ambos a los más profundos, oscuros e insondables límites de la pasión.

Se amaron durante toda la noche, y por fin, exhaustos, al filo del amanecer, durmieron entrelazados compartiendo los rescoldos de la pasión.

Pero también compartieron las pesadillas, inquietantes y frías sombras de traición, promesas que no podían mantenerse sin romper otras, furia ante lo que no se podía deshacer, un deseo primitivo por todo lo que no podía ser.

Muy despacio, Amber se retiró hasta que dejó de tocar a Duncan. Sus ojos, llenos de lágrimas, recorrieron la oscuridad reflexionando con amargura sobre lo que le había hecho a él y a sí misma.

Dominic le Sabre había comprendido la esencia del alma del Martillo Escocés.

Más allá de cualquier duda, más allá de cualquier tentación, Duncan era un hombre de palabra. Y se la había dado a Dominic le Sabre.

Amber lo sabía ahora.

Demasiado tarde.

Si Duncan se permite sentir su amor por mí, no podrá dejar que nuestro matrimonio se rompa. Deberá mancillar su honor y volverle la espalda a Dominic le Sabre.

Duncan de Maxwell, el Traidor.

Si mancilla su honor, se odiará; al igual que a mí.

* * *