Capítulo 20
Doce días más tarde, Cassandra entró en la suntuosa estancia en la que Amber estaba prisionera.
Al escuchar sus pasos, la joven levantó la mirada del manuscrito que había estado intentando descifrar. No había sido capaz de hacerlo; su mente estaba ocupada sólo por una cosa: Duncan.
- Ariane está aquí -le comunicó Cassandra sin rodeos-. Tu esposo requiere tu presencia.
Durante un instante, Amber se quedó completamente inmóvil. Después soltó un largo y apagado suspiro y recorrió la lujosa alcoba con ojos que sólo percibían sombras y oscuridad.
- Simon ha traído consigo a un sacerdote, además de a la heredera normanda -siguió la anciana-. No cabe duda de que intentarán anular tu matrimonio.
Amber no respondió.
- ¿Qué vas a hacer? -prosiguió.
- Lo que deba.
- ¿Aún esperas que Duncan se permita amarte?
- No.
Pero el brillo de sus ojos decía sí.
- ¿Sigue acercándose a ti en medio de la noche, cuando ya no puede contener su deseo? -preguntó Cassandra.
- Sí.
- ¿Y qué sucede cuando ha saciado su sed?
- Viene la furia contra sí mismo y contra mí, contra las mentiras y las promesas que nos han atrapado a ambos. Entonces ya no me toca más. Es demasiado doloroso.
- Al menos siente deseo y ternura por ti.
La sonrisa de Amber fue mucho peor que cualquier grito de dolor.
- Sí -susurró-. Y aunque no lo sabe, mi dolor también le hace daño a él.
- Todavía tienes esperanzas de que algún día admita su amor, ¿verdad?
Los párpados de Amber descendieron hasta ocultar sus ojos.
- Cada vez que nos tocamos -dijo ella en voz baja-, hay más tormento debajo de la pasión, más oscuridad. Sin duda, donde yace tanta emoción, también existe una posibilidad…
- Permanecerás aquí mientras albergues alguna esperanza. -No era una pregunta sino una afirmación.
Amber asintió.
- ¿Y después? -inquirió Cassandra-. ¿Qué harás cuando prevalezcan las sombras y la esperanza ya no exista?
No hubo respuesta.
- ¿Puedo ver tu colgante? -le pidió la anciana.
Amber pareció sorprendida y, tras un momento de duda, buscó en el interior del escote de su vestido para sacar la milenaria joya.
Transparente, dorado, elegante, colgaba de la brillante cadena. Pero aunque conservaba su excepcional belleza, el ámbar había cambiado de un modo tan sutil que sólo una persona Iniciada sería capaz de ver que su luz empezaba a oscurecerse.
Cassandra tocó el colgante con la punta de un dedo que mostraba un pequeño temblor, a pesar de sus esfuerzos por ocultar la consternación que se acumulaba bajo su calmado exterior.
- Duncan te esta destruyendo -afirmó la anciana al tiempo que retiraba el dedo.
La respuesta de Amber fue el silencio.
- Gota a gota, sangrando en secreto -susurró Cassandra-, hasta que sólo quede la oscuridad, se extinga la luz y se agote la vida en ti.
La joven, de nuevo, calló.
- También está destruyendo a Duncan -dijo Cassandra sin rodeos.
Sólo entonces lanzó Amber un gemido de angustia, con el mismo dolor y la misma ira que conocía Duncan. Porque ella estaba atrapada con él, y cada día que pasaba, una nueva sombra les envolvía. Y así seguiría hasta que se extinguiera la luz, se agotara la vida y sólo quedara la oscuridad.
- Él no debe apartarte de su lado. -La voz de la anciana resonó tajante en la estancia-. Nunca he deseado la muerte para nadie, pero espero que esa perra normanda mue…
- ¡No! -la interrumpió Amber rápidamente-. No pongas tu alma en peligro por algo que he causado yo. Tú me enseñaste a tomar decisiones y a vivir con ellas.
- O a morir.
- O a morir -coincidió Amber-. En todo caso, si no se casara con esta heredera, lo haría con cualquier otra. Y no podemos sacrificar a inocentes doncellas, ¿no crees?
- No -respondió Cassandra con una risa tan triste como sus ojos-. No hay en el mundo suficientes doncellas acaudaladas que sacrificar, antes de que tu testarudo esposo se percate de lo que está haciendo.
La temida hechicera y su hija estaban unidas por poderosos hilos invisibles, aunque sus pieles no se rozaran, y juntas bajaron al gran salón para encontrarse con el señor del castillo.
Encontraron la estancia iluminada por el fuego del hogar, antorchas y la neblina que se colaba por las altas ventanas.
Duncan se hallaba sentado en la silla señorial de roble veteado. Simon cortaba un trozo de carne fría con su cuchillo y apilaba las finas lonchas en una fuente de plata.
Amber pensó que no había nadie más en la estancia y sólo cuando habló Duncan se dio cuenta de que Simon no estaba preparando la carne para él sino para otra persona.
- Lady Ariane -dijo Duncan, levantándose de la silla-, me gustaría presentaros al arma que utilizo para extraer la verdad de la gente, una bruja llamada Amber.
Una mujer ataviada con un vestido negro de lana se dio la vuelta. Sostenía entre sus manos una pequeña arpa, un instrumento que era habitual que llevasen las damas de la corte francesa.
Durante un instante, Amber pensó que Ariane estaba cubierta por una capucha de reluciente paño negro y brocados de tonos plata y violeta. Pero luego se dio cuenta de que se trataba del cabello de la normanda, trenzado y recogido. Los adornos plateados brillaban a la luz de las velas y las amatistas relucían casi a escondidas con cada movimiento de la heredera.
- Acércate a ella, Amber -le ordenó Duncan.
Durante un momento la joven no pudo moverse. Pero instantes después sus pies obedecieron las órdenes de su mente, antes que las de su corazón.
- Lady Ariane -saludó con una inclinación de cabeza.
La curiosidad confirió algo de vida a unos ojos de un color violeta tan intenso como las piedras semipreciosas que adornaban el cabello de Ariane. Luego, aquellos ojos desaparecieron bajo unas tupidas pestañas negras.
Al abrirlos de nuevo pareció como si se hubiese cerrado una puerta. Ya no mostraban un ápice de curiosidad o de la emoción anterior. Los ojos de la heredera eran tan fríos y distantes como las amatistas que la adornaban.
- Me complace conoceros -la saludó Ariane.
Tanto su fría voz como su pronunciación revelaban su procedencia normanda. Y no hizo ademán alguno de entrar en contacto con la «bruja» que le había sido presentada.
- Habéis tenido un largo viaje -comentó Amber, sospechando que era el carácter de Ariane y no un aviso previo de Duncan lo que la hacía mostrarse distante.
- Las posesiones deben ir a donde son requeridas -respondió la normanda, dejando a un lado su arpa con un grácil gesto.
Amber sintió que un escalofrío recorría su espalda. Era obvio que Ariane no deseaba casarse con el señor del castillo del Círculo de Piedra.
- Supongo que ahora entiendes por qué he requerido tu presencia -dijo Duncan con ironía, dirigiéndose a Amber-. El entusiasmo que muestra mi prometida me recuerda que su padre considera a los sajones como enemigos. Y supongo que pensará lo mismo sobre los escoceses.
Ariane no se movió ni respondió nada. En la pálida perfección de su rostro, sólo sus ojos parecían vivos como lo estaría una gema, reflejando la luz más que irradiando una luz propia.
- Me recuerda el matrimonio de Dominic -siguió Duncan.
- Sí -añadió Simon, cortando otro trozo de carne de una sola tajada-. Lord John dio a su hija en venganza y no como gesto de buena voluntad entre clanes.
- Exacto -convino Duncan-. No desearía descubrir cuando fuera demasiado tarde que me he casado con una mujer de la que se sabe de antemano que no puede darme herederos.
Amber sintió el estremecimiento involuntario que recorrió a la normanda, a pesar de que intentaba aparentar indiferencia.
Cassandra también lo sintió. Y, por primera vez, miró a la heredera con verdadero interés.
Simon dejó frente a Ariane una fuente con carne, quesos y frutas especiadas. Al rozar su manga con la mano, la joven dio un respingo y lo miró con la ferocidad de un animal atrapado.
- ¿Cerveza? -preguntó Simon con tranquilidad.
- No gracias.
Ignorando aquella respuesta, Simon dejó una jarra del espumoso líquido junto a la fuente.
- Parecéis muy frágil -le espetó sin contemplaciones-. Comed.
Tras decir aquello retrocedió alejándose de la joven, que dejó escapar un suspiro entrecortado. Cuando extendió la mano para servirse una tajada de carne, su mano temblaba.
Impasible, Simon observó a Ariane masticar, tragar y servirse un trozo de queso.
- Lady Ariane necesita descansar -señaló Simon mirando a Duncan-. Cabalgábamos sin pausa durante el día, y las noches no fueron muy distintas. Tras Carlysle, no hayamos refugio donde guarecernos de las tormentas.
- No la retendré por mucho tiempo -le aseguró Duncan Hizo una pausa y luego se dirigió a Amber-: Toma su mano, bruja.
La joven sabía que aquello iba a suceder desde el mismo instante en que Duncan habló de herederos. Por ello, su mano era firme cuando la alargó hacia Ariane.
La expresión de la heredera normanda no dejaba lugar a dudas de que le incomodaba que la tocaran, pero aun así, dejó que la bruja lo hiciera.
A pesar de que Amber se había preparado para lo que vendría, el caos, el terror, la humillación y el sentimiento de traición que inundaban el corazón de Ariane casi la hicieron desfallecer.
- Lady Ariane, ¿sois estéril? -preguntó Duncan.
- No que yo sepa.
- ¿Aceptaréis vuestra obligación como mi esposa5
- Sí.
Amber se tambaleó al intentar equilibrar las furiosas emociones que yacían ocultas bajo el rígido control de la muchacha normanda.
- ¿Amber? -dijo Duncan.
Ella no lo oyó. Sólo podía escuchar el despavorido grito de traición que embargaba a Ariane.
- Amber -repitió Duncan.
- Dice… la verdad -respondió con voz entrecortada al tiempo que soltaba la mano de Ariane. No podía soportar por más tiempo el dolor y la furia que embargaban el alma de la heredera.
- Hija mía, ¿te encuentras bien? -se preocupó Cassandra-. Lo que ella siente, ¿es… soportable?
Al oír aquellas palabras, Ariane miró a Amber indignada.
- ¡Lo sabes! -la acusó-. Maldita bruja, ¿quién te ha dado permiso para desgarrar mi alma?
- Silencio -ordenó Cassandra con ferocidad, acercándose a ellas. Sus ropajes escarlata contrastaron vivamente contra el negro vestido de Ariane y el tono dorado de la capa de Amber.
- Es mi hija quien ha sido desgarrada -le aseguró la anciana-. Miradla y sabed que sea lo que sea lo que consume vuestra alma, también la consume a ella.
Ariane palideció.
- Vuestro secreto está seguro -continuó diciendo Cassandra-. Amber percibe las emociones, no los hechos.
El silencio se volvió opresivo mientras la normanda observaba la palidez del rostro y la fina línea que formaban los apretados labios de la joven que le había sido presentada como «arma».
- ¿Sólo las emociones? -susurró Ariane.
Amber asintió.
- Entonces, decidme lo que siento -le pidió en voz baja.
- No podéis hablar en serio.
- Creía que ya no me quedaban sentimientos. Decidme, por favor, ¿qué es lo que siento?
Fue el tono de curiosidad sincera lo que impulsó a Amber a contestar.
- Furia -susurró-. Un grito impronunciado. Una traición tan profunda que casi destruye vuestra alma.
El silencio se hizo más y más denso.
Entonces Ariane se giró hacia Duncan con los ojos entrecerrados destilando desprecio.
- Me habéis obligado a compartir lo que yacía oculto, incluso para mí -le acusó-. Y a ella la habéis obligado a soportar lo que nunca se mereció.
- Tengo derecho a saber la verdad sobre nuestro compromiso -le espeto Duncan.
Ariane le interrumpió con un gesto brusco de su mano.
- Habéis menospreciado tanto mi honor como el de la joven a la que llamáis vuestra «arma» -afirmó con parquedad.
- He sido traicionado por aquellos en los que confiaba -rugió Duncan, golpeando con el puño el brazo de la silla-. Ésta es mi manera de asegurarme de que no sucederá de nuevo.
- Traicionado -repitió Ariane sin un ápice de emoción en su voz monocorde.
- Sí.
- Eso es algo que compartimos. Pero ¿será suficiente para soportar nuestro matrimonio?
- No tenemos ninguna otra opción. -Duncan se inclinó hacia adelante, con una mirada fría como el hielo-. ¿Me daréis vuestra lealtad a mí, en vez de a vuestro padre?
La joven normanda observó la feroz expresión de su prometido durante un instante antes de volverse a Amber y extender la mano.
- Sí -dijo Ariane.
- Sí -repitió Amber.
- ¿Cambiará algo si mantengo a Amber como mi amante, viviendo en el castillo y compartiendo mi cama siempre que yo lo desee?
Amber se tambaleó como si hubiera sido azotada.
- En absoluto. -La voz de Ariane fue clara y contundente-. Lo agradecería.
Duncan se mostró sorprendido.
- Cumpliré con mis obligaciones -aseguró la normanda con tono gélido-, pero la idea de compartir mi lecho me repele.
- ¿Pertenece vuestro corazón a otro?
- Yo no tengo corazón.
Duncan arqueó sus cejas y sólo preguntó:
- ¿Amber?
La respuesta de la joven fue el silencio. Estaba demasiado concentrada tratando de controlar sus propias emociones como para hablar.
Amante.
Amante.
Día tras día la oscuridad cerniéndose, destruyendo…
Todo.
- ¿Y bien, bruja?
- Dice la verdad -afirmó Amber con voz ronca, obligándose a tomar aire-. En todo.
- Bien. -Duncan se reclinó asintiendo con la cabeza, con una expresión tan sombría como el mismo invierno-. Nos casaremos al llegar el día.
Como si fuera una respuesta, el aullido de un lobo salvaje resonó tras el muro del castillo.
Al instante, Amber y Cassandra se giraron hacia el sonido.
Y al girarse, otro sonido, el graznido de un enfurecido halcón peregrino, llegó hasta ellas. Antes de que el eco se desvaneciera, Erik entró en el gran salón. No llevaba acompañante alguno, aparte de la espada en el costado. Bajo su capa granate portaba una cota de malla, y un yelmo cubría su cabeza.
Duncan, que también llevaba cota de malla, se incorporó de un salto, se colocó el yelmo con un rápido movimiento, y la maza que siempre estaba a su alcance apareció en su mano derecha.
- Saludos, Duncan de Maxwell. -dijo Erik, con amabilidad-. ¿Cómo está tu esposa?
- No tengo una auténtica esposa.
- ¿Está la Iglesia de acuerdo con eso?
- Sí -afirmó Dominic desde el umbral.
Erik no se volvió, limitándose a observar a Duncan con la penetrante mirada de un halcón.
- ¿Está decidido entonces?
La amabilidad de su voz provocaba escalofríos en Amber.
- Sólo tengo que aplicar mi sello al documento -intervino el señor de Blackthorne.
De nuevo, Erik evitó mirar a Dominic.
- Y tú, Duncan, ¿estás de acuerdo con esto?
- Sí.
El lobo aulló de nuevo, y fue contestado por el agudo grito del halcón.
Erik sonrió con fiereza.
- Reclamo derecho de sangre para combatir contra Duncan.
- No tienes ningún pariente aquí -replicó el señor de Blackthorne.
- Te equivocas, bastardo. Amber es mi hermana.
Un impactante silencio se extendió después de aquellas palabras.
Erik miró entonces por primera vez a Amber desde que entró en la estancia. Sonrió con pesar y extendió su mano.
- Tócame, hermana. Conoce la verdad. Al fin.
Aturdida, Amber se acercó para rodear con sus dedos la muñeca de Erik.
- Eres la hija de lord Robert del norte y de lady Emma -declaró rotundo-. Naciste unos minutos después que yo. Somos gemelos, Amber. Pero no me odies. La verdad me fue revelada hace tan sólo unos días mediante un sueño.
La realidad de las palabras de Erik atravesó a Amber como un trueno.
- Pero ¿por qué?… -susurró la joven, antes de que su voz se rompiese.
- ¿Por qué se te despojó de tus derechos de nacimiento? -terminó su hermano por ella.
Amber asintió.
- Lo ignoro -le aseguró Erik-. Pero sospecho que fue el precio por mi alumbramiento.
- ¿Que yo fuera rechazada?
- Que fueras entregada a la mujer Iniciada que no soportaría a un hombre a su lado el tiempo suficiente para procrear a su propio hijo.
Cassandra reprimió un apagado sonido.
- ¿Es eso cierto? -inquirió Amber, mirando a la anciana.
- Cuando naciste… -La voz de Cassandra se desvaneció en el silencio.
- La profecía -musitó Amber.
La muerte querrá su presa.
- Sí. La profecía ambarina -gimió Cassandra-. Emma la temía, y también a ti. Ella rechazó criarte.
Amber cerró los ojos y ardientes lágrimas se deslizaron como un río de plata por sus pálidas mejillas.
- Pero yo te quise desde tu primer aliento -le aseguró Cassandra con fuerza-. Eras tan pequeña, tan perfecta… Creí que si te guiaba con sabiduría podrías tener una vida dichosa.
La risa de Amber fue más triste que sus lágrimas.
Mejor hubiera sido que me entregaras a los lobos.
Pero las palabras nunca salieron de su boca, pues la joven no deseaba herir a la mujer que había acogido a un bebé rechazado y lo había criado como suyo.
- No aproveché tus enseñanzas, Maestra. Me guié con el corazón y ahora debo pagarlo -susurró Amber.
- La culpa es mía. Debí… Debí… -Cassandra no pudo continuar hablando.
Amber tan sólo agitó la cabeza en sentido negativo.
Tras unos instantes abrió los ojos, miró a Erik… y vio a su hermano por primera vez. Lágrimas incontenibles surgieron de nuevo, pero esta vez eran distintas. Tocó sus mejillas, sus labios, sus manos, dejando que la verdad la invadiera.
- Mi destino está sellado -dijo Amber en voz baja-. No puedes desviar su curso. Déjalo. Olvídalo.
Antes de que el joven lord respondiese, el halcón se acercó volando hasta las contraventanas a medio cerrar que le separaban de su amo. El espeluznante graznido del ave contrastó con la gentileza de la voz de Erik cuando contestó:
- Jamás.
- ¡No quiero que lo hagas!
- Lo sé. Pero debe hacerse.
- ¡No! -gritó Amber, aferrándose con desesperación a su poderoso brazo.
- Mi hermana arrebató el alma de Duncan de las sombras -dijo Erik alzando la voz.
De pronto, una cadena metálica inició su canto de muerte, ya que Duncan describía sobre su cabeza letales círculos con su maza.
- Le entregó su propio corazón para llenar el vacío en el alma de Duncan -continuó Erik implacable-. Y por ese regalo excepcional, ahora él la convertirá en su amante.
Las anillas de metal chocaron y se retorcieron como si cobrasen vida propia, guiadas por la furia de Duncan.
Erik tomó los fríos dedos que agarraban su brazo, los besó y se apartó de Amber. Entonces, por primera vez, se encaró con Dominic le Sabre y observó el pasador de plata que sujetaba su manto.
- Como ves, lobo de los glendruid -dijo Erik-, el vínculo sanguíneo es innegable.
- Así es.
- ¿Le concedes permiso a tu vasallo para que se enfrente a mí en combate cuerpo a cuerpo?
- Duncan es mi igual, no mi vasallo.
- Así que ese rumor también es cierto. -Los labios de Erik esbozaron una irónica sonrisa-. Eres, sin duda, un estratega formidable, Dominic le Sabre.
- Al igual que tú. Nadie más podría haber defendido tantas posesiones con sólo un puñado de caballeros y la reputación de ser un hechicero -reconoció el señor de Blackthorne.
Erik comenzaba ya a girarse hacia Duncan cuando lo detuvieron en seco las cortantes palabras de Dominic:
- Tu afición a entrar en los castillos por pasadizos que nadie más conoce resulta, sin duda, muy útil a tu reputación.
- Sin duda -convino Erik con voz aterciopelada.
- Sin embargo, dejará de ser un problema en el futuro.
- ¡Oh! ¿Por qué?
- Ya que has sido tú quien lo ha retado, es Duncan quien debe elegir las armas para la lucha. Eres hombre muerto, Erik, hijo de Robert. -Dominic hizo una pausa y se volvió hacia el Martillo Escocés-. Puesto que una vez fuiste mi vasallo, te insto a elegir la maza para tu próximo combate.
Cassandra se sobresaltó al oír aquello.
Con gesto ausente, Duncan miró el arma que se agitaba y se retorcía, impaciente por pasar a la acción. Hasta ese momento, no había sido totalmente consciente de que blandía la maza.
- Erik es un guerrero imbatido con la espada -siguió Dominic-, pero, que se sepa, no muestra demasiada destreza con la maza. Y yo te necesito vivo.
Sorprendido, Duncan lo miró.
- Si mueres, el castillo del Círculo de Piedra caerá pronto en manos de las tribus del norte -le explicó el lobo de los glendruid-. Y si eso sucede, no hay demasiadas posibilidades de que Blackthorne sobreviva los próximos años.
Duncan miró la maza que aguardaba en su mano y que parecía formar parte de él tanto como sus brazos.
Luego miró a Amber.
Los bellos ojos femeninos proclamaban su desesperación y sus manos tapaban su boca como si intentase contener un grito. Fuese quien fuese el ganador, ella había perdido.
Duncan lo sabía tan bien como ella.
- Mientras te decides -añadió Dominic-, recuerda que Erik pensó que un hombre de origen legítimo tenía tan poco honor que no le daría importancia al hecho de ser traicionado.
La cadena que sostenía la maza pareció cobrar vida.
- Que así sea -siseó Duncan-. Lucharé con la maza.
Amber cerró los ojos al tiempo que su hermano asentía como si no le sorprendieran aquellas palabras.
- Que me traigan una maza de la armería -exigió Erik.
- Si prefieres luchar con espada y puñal, puedes hacerlo -concedió Duncan despreocupado.
Un sonido de triunfo proveniente de la garganta de un lobo penetró las gruesas paredes, expresando así la satisfacción de Erik.
- Espada y puñal -se limitó a decir.
- Simon -dijo Duncan, sonriendo con salvaje anticipación-, trae escudos de la armería.
Sin decir palabra, el caballero dejó la estancia para regresar rápidamente con dos grandes escudos en forma de lágrima. Uno de ellos mostraba el escudo negro del lobo glendruid en una pradera plateada. El otro, la plateada cabeza de un lobo en una pradera negra.
Dos lobos enfrentados, observándose.
Cassandra se acercó a Amber mientras el capellán del castillo confesaba a los dos hombres que pronto entrarían en combate.
- Si pudiera, asumiría tu lugar -susurró con voz rota-, me metería en tu piel para sentir tus emociones, llorar tus lágrimas, expresar tus temores, soportar tu dolor…
- Pase lo que pase, no es culpa tuya -la consoló Amber-. Ni tampoco la muerte que se acerca como un río negro.
La anciana se estremeció y entrelazó sus dedos dentro de las largas mangas escarlata.
Una vez concluida la labor del capellán, el señor de Blackthorne se acercó a los combatientes.
- Has lanzado el desafío, Erik, hijo de Robert -dijo Dominic-. ¿Deseas que el combate sea a muerte?
- Sí.
- Que así sea. -Dominic retrocedió con una rapidez que hizo ondear los pliegues de su manto y gritó-: ¡Que empiece la lucha!
Erik avanzó con una agilidad tal, que provocó que los allí congregados diesen un grito ahogado.
Duncan se protegió con el escudo en el último momento, y el ruido del metal contra metal produjo ecos que llenaron la estancia.
La fuerza del golpe hizo que Duncan retrocediese y tuviese que apoyar una rodilla en tierra antes de recomponerse. Cualquier otro hubiera caído vencido.
Sin dar tregua a su enemigo, la espada de Erik descendió silbando con una rapidez endemoniada con la intención de acabar con el combate.
Duncan elevó el escudo de nuevo sin perder un instante. Pero esta vez estaba preparado para el golpe. Absorbió el impacto y su otro brazo comenzó a moverse con fuerza.
La maza empezó a girar.
El chirriante sonido del metal resonaba en el salón, erizando el vello de Amber. Sus ojos permanecían cerrados. Al igual que no había querido ver el ataque de Erik, caracterizado por una rapidez sobrehumana que mataba con la celeridad de un halcón, tampoco quería ver el ataque de Duncan, impulsado por la excepcional potencia de su brazo.
La joven no necesitaba ver morir a ninguno de los dos para saber que había muerto.
El sonido de la maza terminó con un estallido metálico que provocó gritos de los presentes en el salón. El impacto fue de tal potencia que melló el escudo de Erik y lo derribó. Pero giró sobre sí mismo en el suelo y se levantó con una rapidez que hizo soltar una maldición a Simon.
La maza descendió otra vez. Erik se defendió con el escudo, recibiendo toda la fuerza del golpe y desviándola al tiempo que lanzaba un mandoble con la espada.
Duncan interpuso su escudo, aunque no con tanta celeridad como la última vez. Era como si su brazo estuviera resentido por todo el castigo que había soportado.
Erik sonreía con la desatada furia del infierno. La espada silbaba e impactaba una y otra vez en el escudo de su oponente tratando de acorralarlo contra la pared, en cuyo caso, Duncan no podría maniobrar con la maza.
Otro golpe brutal puso a Duncan de rodillas y la maza dejo de sonar. Sin perder un segundo, Erik avanzó alzando la espada con la intención de acabar con la vida de su enemigo.
Súbitamente, la maza recobró fuerza y dibujó un círculo desde la dirección opuesta, a menos de un palmo del suelo.
La cadena se enroscó en las piezas metálicas que protegían las piernas de su oponente y Duncan tiró con fiereza hacia sí, provocando que Erik cayera al suelo con tanta violencia que su yelmo salió despedido.
Con un grito ronco, Duncan sacó su puñal y se arrodilló junto al caído antes de que éste pudiera reaccionar. Incapaz de respirar, menos aún de luchar, Erik miró a los ojos del oscuro guerrero que pronto habría de matarle.
Un puño levantado, una daga brillante, y un acero que descendió como un rayo se mezclaron con el grito de una mujer desgarrando el silencio.
Sin embargo, en el último instante, Duncan desvió la trayectoria del puñal y lo clavó en el suelo de madera con tal fuerza que la hoja se hundió en él y se partió por la mitad.
- No puedo matar a quien me mira con los mismos ojos de Amber -exclamó Duncan furioso-. Es todo tuyo, Dominic. Haz con él lo que te plazca.
Tras decir aquello, arrojó el puñal roto al otro lado del salón y desenroscó con un ágil movimiento la cadena de los tobillos de Erik, liberándole.
Amber hizo ademán de acercarse a ellos, pero la mano de Cassandra la retuvo.
- Aún no ha terminado -le advirtió la anciana con voz inexpresiva-. Ahora veremos si Dominic le Sabre está a la altura del broche glendruid que muestra su manto.
El arpa que Ariane sostenía entre las manos emitió un extraño sonido cuando sus dedos se relajaron de golpe. Fue el único signo externo de emoción que había mostrado por lo que acababa de presenciar.
Dominic sacó su espada y apoyó la peligrosa punta entre la cota de malla y la barbilla de Erik.
Durante unos instantes que parecieron eternos se midieron el uno al otro.
- Me complacería más una alianza que un funeral -dijo Dominic al fin.
- No -se negó Erik con voz ronca.
- Si mueres, tu padre se verá obligado a abandonar las rivalidades entre clanes y me declarará la guerra.
- Los Iniciados serán los primeros en luchar -amenazó Cassandra-. ¡Yo misma los guiaré!
Ninguno de los que oyeron aquellas palabras dudó de que lo hiciera.
- Perderíais -vaticinó Dominic-. El rey Henry nunca cedería sus dominios del norte a sajones y escoceses.
- Puede que no tenga otra alternativa -le espetó Erik.
- Quizás, pero Henry ha conseguido defender todas las posesiones por las que ha luchado.
Erik guardó silencio.
- Si Ariane es rechazada en el altar -continuó Dominic- también habrá guerra. El barón de Deguerre es un noble orgulloso y no pasará por alto la humillación de su hija.
Ariane se irguió con un tenso movimiento, pero no dijo una sola palabra.
- Si tuvieras aliados en el norte, podrías ganar al barón -afirmó Erik con voz áspera.
Dominic asintió ligeramente y aguardó sin dejar de apoyar la punta de su espada contra la garganta del joven lord.
- Sin embargo, si el matrimonio se lleva a cabo, tus dominios de Blackthorne entrarían en guerra con el ejército de mi padre y las tribus del norte -afirmó Erik.
- ¿Te gusta acaso la idea de la guerra? -preguntó Dominic con curiosidad.
- No, ni tampoco me gusta ver que mi hermana se convierte en la amante de Duncan.
Dominic entrecerró los ojos.
- La bruja traicionó a Duncan.
- Perder a Duncan es un castigo mucho peor para Amber de lo que puedas imaginar -dijo Erik con voz gélida.
- ¿Y tú? ¿Cuál será tu castigo por disponerlo todo para que Duncan fuera traicionado?
- Te aseguro que ver lo que le ocurrirá a Amber será una tortura para mí. Lo entenderías mejor si fueras un Iniciado.
Dominic parpadeó al mirar a Cassandra. Ella asintió sólo una vez, pero el dolor que se apreciaba en su rostro le indicó al señor de Blackthorne cuanto quería saber. Volvió a centrar su atención en Erik y le preguntó:
- ¿Y qué hay del castigo de Duncan? Sospecho que también deseas hacerle pagar.
La única respuesta que ofreció Erik fue una sonrisa cruel.
De pronto, se oyó el fiero y, a la vez, victorioso graznido de un halcón en el exterior.
- ¡Erik! -gritó Amber-. ¡No! ¡Duncan no lo entiende!
- Duncan será el primero en comprender su castigo -señaló Erik con tono amable, sin dejar de mirar al señor de Blackthorne-. Pero cuando lo haga será demasiado tarde para él.
Un ominoso silencio cayó sobre el gran salón mientras Dominic sopesaba las palabras de Erik.
- ¿Sobrevivirá Duncan a su castigo? -preguntó finalmente.
- No lo sé.
- ¿Y qué es lo que sabes, orgulloso señor? -preguntó Dominic, dejando caer cuidadosamente un poco más del peso de su espada sobre la piel de Erik.
- Que Duncan y Amber están unidos de una forma que desafía el entendimiento. Si la rechaza, se rechaza a sí mismo. Si la humilla, se humilla a sí mismo. Si la hiere…
- Se hiere a sí mismo -le interrumpió Dominic-. Un hombre puede sobrevivir herido, pero no podría hacerlo en estas tierras sin el oro necesario para comprar caballeros.
- Duncan lleva a Amber en su sangre; forma parte de él -expuso Erik con franqueza-. Dime, ¿cuánto tiempo puede vivir un hombre sin sangre? ¿Cuánto tiempo querría vivir?
Dominic miró primero a Duncan, que estaba de espaldas y parecía haberse desvinculado de lo que allí ocurría, y después posó sus ojos en Amber. La palidez del rostro de la joven y el intenso temor en sus ojos le reveló más de lo que quería saber.
- Me debes la vida -dijo Dominic, volviendo su atención a Erik, y envainando su espada con un movimiento lento y fuerte-. Úsala para ayudar a Duncan. Debo conservarle con vida y al mando del castillo del Círculo de Piedra. Es el único modo de evitar la guerra.
- Sin duda, milord -intervino Cassandra, dedicándole a Dominic una apagada risa que sorprendió a todos los presentes-, estáis a la altura necesaria para llevar el broche de los glendruid.
Erik se mantuvo en silencio.
- Sólo tengo piedad una vez con el mismo hombre -le advirtió fríamente Dominic al joven lord-. Si estalla la guerra, morirás. Tienes mi palabra.
Inmóvil en el suelo, con la espada todavía en la mano, Erik sabía que podía atacar a Dominic, posiblemente matarlo, y con certeza morir también él allí mismo, o aceptar los términos del acuerdo y, con esa excusa, tratar de salvar a su hermana de su terrible destino.
- Si la sabiduría de los Iniciados puede ayudar a Duncan -declaró el joven lord- se le ayudará.
- Tienes siete días para hallar una solución al problema de Duncan. Entonces sellaré la anulación y dejaré que el diablo imponga su voluntad.
- ¿Sólo siete días?
- Sí.
- De acuerdo.
Espada en mano, Erik se incorporó con un ágil movimiento. Al instante, Simon dio un paso adelante con una rapidez vertiginosa.
- Tienes mi palabra. -Erik esbozó una leve sonrisa mientras envainaba la espada-. Amber puede verificarlo.
- No será necesario.
- Mostrará a los Iniciados que mi compromiso se hace en libertad, y como tal, debería ser respetado por todos ellos.
Dominic arqueó una ceja y decidió en silencio que la próxima vez que Meg tratara hablarle sobre los Iniciados prestaría más atención.
- Hermana -dijo Erik, extendiendo su mano hacia Amber.
La joven avanzó hacia él con piernas temblorosas, pero cuando llegó a su lado, en vez de tocar su mano, lo abrazó como si fuera un árbol en medio de una tormenta. Erik la estrechó contra sí en respuesta, sintiendo cómo las lágrimas de la joven se derramaban sobre su fornido cuello.
- Te quiero, hermano -musitó ella.
- Yo también a ti, hermana. Ésa es la única razón que me ha llevado a aceptar el acuerdo.
- Lo sé -susurró Amber, emocionada por lo que Erik le transmitía con su contacto-. Puedo sentir lo mucho que deseas ayudarme.
Lentamente lo soltó y, aunque ya no le tocaba, permaneció a su lado.
Pero era Duncan quien reclamaba toda su atención. Deseaba acudir junto a él, abrazarle, asegurarse de que estaba bien.
Sin embargo, Duncan no la había mirado desde que perdonó la vida de Erik.
Pasado el peligro, Simon envainó la espada, Duncan colocó la maza sobre su hombro en equilibrio, y Dominic acudió a Meg ofreciéndole una sonrisa tranquilizadora.
Cassandra lo observaba todo con una sonrisa irónica.
- Es extraño, ¿no es cierto? -le preguntó a Dominic.
- ¿Que la vida de Erik haya sido perdonada?
- No. Que todos vosotros aceptéis la palabra de una mujer a la que se está agraviando de una manera tan vil.
Dominic se encogió de hombros.
- Es evidente que Amber ama a Duncan, pero aun así, lo traicionó.
- Sin esa «traición», Duncan habría sido ahorcado y estaríamos en guerra.
- Así es.
- Entonces decidme -gritó Cassandra-, ¿de qué modo lo traicionó?
- Pregúntale a Duncan -contestó Dominic con voz calmada-. Es él quien da la espalda a Amber. Es él quien desea tener esposa y amante.
- Duncan. -La voz de Cassandra contenía toda la autoridad que le confería ser una Iniciada.
Lentamente, Duncan se giró hacia la anciana.
- Libera a Amber -le exigió Cassandra sin rodeos.
- Jamás. Es mía -afirmó rotundo.
Cassandra dejó escapar un suspiro roto. Cuando habló de nuevo, su voz era suave, y se escuchó por todo el salón como una espada que sale de una vaina metálica.
- Amber me dijo exactamente lo mismo, y exactamente del mismo modo, cuando sugerí que te llevase al Círculo de Piedra antes de que recuperases la consciencia.
Duncan se estremeció de una forma tan leve que sólo podría haberlo detectado alguien que hubiese esperado esa respuesta.
Y Cassandra estaba esperando algo así con ojos de ave predadora.
- Dime, ¿repondrá tu honor convertir a Amber en tu amante… o lo herirá aún más?
Duncan guardó silencio.
- Libera a Amber -le exigió de nuevo la anciana.
- No. No lo haré nunca. -El tono de Duncan fue tajante.
Cassandra sonrió con tal fiereza que Dominic sintió en su mano un hormigueo que le instaba a sacar su espada.
- ¿No lo harás? -repitió con sorna-. ¿O es que no puedes hacerlo?
Duncan no respondió.
- Llegué a pensar que te mataría con mis propias manos cuando hubieses terminado de arrancar el alma de Amber de su cuerpo -siseó Cassandra-. Ahora sé que no lo haré.
- ¿Piedad de la bruja Iniciada? -preguntó Duncan en tono burlón.
- ¿Piedad?
Cassandra soltó una risa cruel.
- No, oscuro guerrero. Dejaré que sobrevivas y te des cuenta demasiado tarde de lo que has hecho.
Duncan se quedó paralizado.
- Entonces -sentenció Cassandra-, veré cómo muere tu alma del mismo modo que estás destruyendo la de Amber… paso a paso.