Capítulo 6
Las nubes se abrieron y unos tenues rayos de sol cayeron sobre la tierra húmeda. Las ramas de los árboles y la hierba dejaron ver su verde esplendor y la piedra brilló como si estuviese pulida. Las gotas de agua se extendían como un manto cubriéndolo todo, temblando, agitándose como una risa contenida. Pero Amber ignoró todo aquello, atenta únicamente a la confusión de Duncan. Su memoria amenazaba con despertar, alejando la penumbra.
- ¿Quién es el cuarto hombre? -preguntó la joven, clavando las uñas en la muñeca de Duncan.
- No lo sé -le respondió Erik.
- Averígualo.
- ¿Ocurre algo? -preguntó el joven lord, extrañado por la inusitada exigencia en el tono de su amiga.
Amber estaba aterrada. Si el cuarto caballero formaba parte del pasado de Duncan, y sus temores se cumplían, habría conducido al hombre al que había entregado su corazón a una muerte segura.
- No -mintió, poniendo cuidado en que su voz sonara calmada-, es sólo que temo la presencia de más guerreros en estas tierras.
- También lo teme Alfred -señaló Erik con sequedad.
- ¿Quién es Alfred? -preguntó Duncan, consciente de que la sonrisa de Amber escondía su angustia.
- Uno de mis mejores caballeros, el que monta el corcel blanco.
- Alfred -repitió Duncan, tratando de memorizar el nombre.
- Sí, Alfred -dijo la joven con tono despectivo.
- No le has perdonado nunca que te llamara bruja, ¿verdad? -El joven lord torció el gesto.
- La Iglesia le creyó.
Erik se encogió de hombros.
- El clérigo era un viejo tonto.
- Ese viejo tonto me puso las manos encima.
Erik se giró tan rápido que su caballo se agitó, asustado.
- ¿Cómo dices? -inquirió.
- Al parecer perseguía una alianza con el demonio por medio de un encuentro carnal conmigo -explicó Amber-. Cuando le rechacé, trató de tomarme por la fuerza.
- Bastardo malnacido -murmuró Duncan.
Erik estaba demasiado sorprendido para articular palabra alguna.
- Colgaré a ese maldito sacerdote en cuanto lo encuentre -prometió.
Amber esbozó una gélida sonrisa.
- Me temo que no podrás.
- ¿Qué quieres decir?
- Hace algunos años, el clérigo acudió al Círculo de Piedra para practicar magia negra. Pero en cuanto pisó terreno sagrado, el cielo se abrió y un relámpago se lo llevó al infierno que tanto le fascinaba. O, al menos, así me lo contó Cassandra.
- Ah, Cassandra. Una mujer sabia -asintió Erik, sonriendo como un lobo.
- Ese clérigo -le preguntó Duncan a Amber con urgencia-, ¿te lastimó?
- No. Usé la daga que me dio Erik.
Duncan recordó la daga de plata que la joven había usado para cortar sus ligaduras.
- No estaba tan equivocado al temerte, ¿no es cierto? -dijo con voz dura.
Amber le dirigió una sonrisa tan cálida como gélida había sido la anterior.
- Yo nunca te haría daño, mi oscuro guerrero. Sería como herirme a mí misma.
- Pero yo -la interrumpió Erik- no tengo ese problema. Te aseguro que yo sí te haría daño si te sobrepasas con ella.
Duncan miró por encima de Amber para encontrarse con los gélidos ojos de lobo del joven lord.
- Habrás observado, lord Erik, quién sujeta y quién es sujetado -señaló sin ambages.
Amber miró entonces su mano, que atenazaba la muñeca de Duncan y le clavaba las uñas en la piel.
- Lo siento -se disculpó retirando la mano rápidamente.
- Pequeña -murmuró Duncan sonriendo y ofreciéndole de nuevo la mano-, podrías clavarme esa daga tuya de plata y sólo conseguirías que te pidiera más.
Amber rió, sonrojada, aceptando la fuerte mano masculina e ignorando la mirada preocupada de Erik, al igual que el desconcierto de tres de los cuatro caballeros cuyas monturas se agitaban inquietas.
- ¿Lo entiendes ahora? -le preguntó Duncan al joven lord en tono imperativo-. No posees sobre ella derecho alguno de familia o clan, ni tienes más deber que el de asegurarte de que está protegida. -Hizo una pausa-. Cuando recobre la memoria, cortejaré a Amber para que acceda a convertirse en mi esposa.
- ¿Y si no recuperas tus recuerdos?
- Lo haré.
- ¿De veras?
- Hasta que no sepa qué votos contraje en el pasado no puedo adquirir nuevos compromisos. Y es imperativo que los adquiera.
- ¿Por qué? -insistió.
- Amber debe ser mía -afirmó Duncan sin rodeos-. Pero no pediré su mano hasta que no sepa quién soy.
- ¿Amber? -preguntó Erik, volviéndose hacia la joven.
- Siempre he pertenecido a Duncan. Y así será para siempre.
El joven lord cerró los ojos por un instante. Cuando los abrió de nuevo, se mostraron claros y fríos.
- ¿Y qué ocurre con la profecía de Cassandra?
- Hay tres condiciones. Sólo una se ha cumplido. Sólo una se cumplirá.
- Pareces muy segura.
- Lo estoy.
Los labios de la joven dibujaron una sonrisa agridulce. Sabía que Duncan no la tomaría como esposa mientras no recobrase su pasado.
Y si lo hiciera, Amber temía que ya no deseara ninguna unión con ella.
Enemigo mortal y la otra mitad de mi ser.
- Me pregunto si es posible que una profecía sólo se cumpla en parte -murmuró el joven lord-. O simplemente si ello importa.
- No hablas con claridad.
- Tampoco tú.
- La muerte querrá su presa -dijo Erik-. Pero una vida plena es siempre una posibilidad. Recuérdalo, Amber.
Tras dar su enigmático consejo, el joven lord se giró hacia los caballeros que lo esperaban.
Duncan dedicó a tres de los hombres una breve mirada, sin gran interés.
El cuarto era diferente. Clavó su mirada en él, casi seguro de que le conocía.
Pensó en interrogar al caballero, sin embargo, una ominosa sensación de peligro mantuvo sus labios sellados. Era la segunda vez desde Tierra Santa que Duncan sentía algo así. No podía recordar qué ocurrió aquella primera vez, pero estaba seguro de que algo grave había tenido lugar.
Si el cuarto caballero había reconocido a Duncan, nada pareció indicarlo. De hecho, aparte de una mirada incisiva con sus inquietantes ojos negros, no había despertado el interés del caballero.
Para el propio Duncan fue bien distinto. No pudo apartar la mirada del rostro del guerrero, medio oculto por el yelmo. Su cabello rubio y sus altos pómulos, como esculpidos en roca, hicieron resonar ecos lejanos en la memoria de Duncan.
Velas y salmos.
Una espada desenvainada. No, no una espada. Otra cosa.
Duncan agitó la cabeza con energía intentando inútilmente retener su recuerdo.
Llamas verdes.
No, no son llamas, sino ojos.
Ojos color esmeralda. Ojos llenos de esperanza.
Más ojos. Ojos de un hombre.
Ojos tan negros como la noche del infierno.
La fría hoja de un cuchillo entre mis muslos.
Duncan se movió sobre su montura con nerviosismo. Podría haber vivido el resto de su vida tranquilo sin recordar aquello, el instante en que sintió cómo el cuchillo de un enemigo se deslizaba por sus muslos, amenazando con castrarle si pestañeaba.
Frunció el ceño y, al mirar al cuarto caballero, advirtió que tenía los ojos tan negros como la noche del infierno.
¿Fue mi enemigo tal vez?
¿Lo es todavía?
Inmóvil, cauteloso, Duncan se esforzó en escuchar lo que tenía que decir el mensaje que tan trabajosamente luchaba por salir de las sombras. Pero tan sólo le llegaron dos certidumbres enfrentadas.
No es mi enemigo.
Pero sí representa un peligro para mí.
Lentamente, Duncan se irguió en su montura, obligándose a retirar la mirada del caballero desconocido. Y, al hacerlo, se dio cuenta de que sostenía la mano de Amber como si de una espada se tratara, en el preludio de la batalla.
- Perdóname -dijo disculpándose en un tono que sólo ella alcanzó a escuchar-. Te estaba haciendo daño.
- No me has lastimado -susurró la joven.
- Estás pálida.
Amber no sabía cómo decirle que su palidez e inquietud no provenían del firme agarre de la mano de Duncan, sino del eco de sus recuerdos.
Ahora no.
No con tantos caballeros alrededor. Si Duncan es el enemigo que temo, lo matarían ante mis propios ojos.
Y si así fuera, yo… yo perdería la cordura.
Un instante antes de soltar a Amber, Duncan se llevó su mano a los labios, provocando que un leve temblor de placer recorriera el cuerpo femenino.
La joven no fue consciente de que el color volvió a sus mejillas con celeridad, ni de que sus ojos brillaron con el fulgor de las llamas atrapadas en gemas doradas. Tampoco se dio cuenta de cómo se inclinó hacia Duncan, ansiosa de su roce, tan pronto como dejó de estar en contacto con su piel.
El cuarto caballero sí lo percibió y sintió como si alguien hubiera deslizado un cuchillo entre sus muslos. Jamás lo habría creído si no lo hubiera visto con sus propios ojos. Sus largos y fuertes dedos rodearon la empuñadura de su espada mientras se preparaba para la batalla.
- He encontrado dos guerreros para vos, milord -dijo Alfred rompiendo el silencio-. El que se encuentra ahora junto a mí se halla cumpliendo una misión sagrada, pero está deseoso de quedarse un tiempo y luchar contra los que incumplen la ley.
- ¿Cuál es tu nombre? -preguntó Erik, mirando al cuarto caballero.
- Simon.
- Dos de los caballeros a mi servicio también tienen ese nombre.
Simon asintió. No era ni mucho menos un nombre infrecuente.
- ¿Quién fue vuestro último señor? -inquirió Erik.
- Sir Robert.
- Hay muchos Robert.
- Así es.
- No se puede decir que el caballero que has encontrado hable mucho -comentó Erik secamente dirigiéndose a Alfred, que mantenía una expresión hosca y distante, aunque en la batalla era un hombre en el que se podía confiar-. ¿Ha hecho votos de silencio?
- Su espada habla por él -afirmó Alfred-. Donald y Malcolm dieron con sus huesos en el suelo antes de saber qué demonios les había pasado.
- Estoy impresionado -reconoció Erik, volviéndose hacia Simon-. ¿Has entrado en batalla?
- Sí.
- ¿Dónde?
- En la Santa Cruzada.
Sin sorprenderse, Erik asintió.
- Tu espada parece hecha por los sarracenos.
- Le gusta la sangre de los malhechores tanto como la de los infieles -adujo Simon con calma.
- Bien. Aquí tenemos malhechores de sobra.
- Tenéis tres menos que antes.
Las cejas del joven lord se arquearon con sorpresa.
- ¿Cuándo?
- Hace dos días.
- ¿Dónde?
- Cerca de un árbol golpeado por un rayo y un riachuelo que surge de unos riscos junto a la montaña.
- Esos son los límites de las tierras de mi padre -señaló Erik.
Simon se encogió de hombros.
- No me pareció que fueran las tierras de nadie.
- Eso va a cambiar.
En silencio, el joven lord examinó al caballero con minuciosidad, incluyendo las armas, las costosas ropas y el magnífico caballo que montaba.
- ¿Tienes armadura?
- Sí. Necesitaba un arreglo y la dejé en vuestra armería. -Simon hizo un gesto parecido a una sonrisa-. Verla fue lo que me incitó a quedarme.
- ¿A qué te refieres?
- Me intrigaba saber más de un señor que construye una armería, un pozo fortificado y barracones antes que aposentos donde descansar.
- Tu acento me indica que has vivido en tierras normandas -dijo Erik tras una pausa.
- Es difícil no hacerlo. Gobiernan muchas.
- Demasiadas -repuso Erik con cierto pesar-. ¿Por qué fuiste la primera vez a la Cruzada?
- El lugar donde nací era demasiado tranquilo para alguien como yo.
Erik rió, miró a Alfred y asintió para mostrar que aceptaba a Simon.
- ¿Qué hay del otro hombre, el que dices que también has encontrado para mí?
- Sigue persiguiendo malhechores -contestó Alfred.
- ¿De dónde es?
- Creo que del norte, aunque habla nuestro idioma. Se llama Sven. Su piel parece la de un fantasma y lucha como uno de ellos. Nunca he visto ningún hombre que se mueva con tanta rapidez, excepto vos, quizá.
- No me importa su aspecto siempre que se dedique a cazar forajidos y no a mis vasallos.
Alfred rió y luego señaló con la mirada a Duncan.
- Veo que no soy el único que ha encontrado buenos guerreros.
Un vistazo a Duncan fue la única respuesta de Erik, que después posó su mirada en Amber. Aunque no dijo nada, ella le conocía lo suficiente para saber que no le convenía discutir fuera lo que fuera a suceder ahora.
- Es un hombre poco común -dijo Erik con calma-. Hace casi dos semanas le encontré cerca del Círculo de Piedra.
Un murmullo se extendió entre los caballeros, seguido de movimientos fugaces al santiguarse.
- Estaba más muerto que vivo y se lo llevé a Amber -continuó el joven lord-. Ella lo sanó, pero no ha salido indemne. No recuerda nada de su vida antes de llegar a estas tierras. -Hizo una pausa y luego prosiguió-: Ni tan siquiera su nombre. Pero Amber vio signos de batalla en su cuerpo y le llamó «oscuro guerrero».
Una sutil tensión se apoderó del cuerpo de Simon, tensándolo para la lucha o la huida mientras sus ojos se transformaban en escrutadoras rendijas negras al cambiar su mirada de Erik a Duncan, y después a Amber, que parecía resplandecer bajo la luz del sol.
Nadie lo notó excepto Duncan, que no había perdido de vista al extraño de ojos negros.
- ¿Sois sanadora? -preguntó Simon dirigiéndose a Amber.
La pregunta era amable y el tono gentil, pero el brillo sombrío de sus ojos era peligroso y amenazador.
- No -dijo Amber.
- Entonces, ¿por qué os lo confiaron? ¿No hay nadie más apropiado en estas tierras?
- Duncan llevaba un talismán de ámbar -fue la única explicación que ella le dio.
Simon se mostró desconcertado.
Duncan también.
- Pensaba que me habías dado tú ese talismán mientras yacía inconsciente -le dijo a Amber frunciendo el ceño.
- No. No fui yo. ¿Qué te hizo pensar eso?
- No lo sé. -Confundido, negó con la cabeza.
- Intenta recordar cuándo viste por primera vez el colgante -susurró ella, alargando la mano para posarla en la áspera mejilla masculina.
Duncan permaneció inmóvil mientras retazos de recuerdos se agolpaban en su mente.
Unos ojos verdes preocupados.
Un brillo dorado de ámbar.
Un beso en la mejilla.
Que Dios te guarde.
- Estaba tan seguro de que una mujer me había dado el talismán… -Su voz se fue apagando hasta acabar en una imperceptible maldición. Y de pronto, su puño golpeó el pomo de su silla con tanta fuerza que el caballo se agitó-. ¡Recordar sólo retazos de mi pasado es peor que perder la memoria para siempre! -estalló.
La joven retiró su mano de la piel de Duncan, temiendo el lacerante dolor que vendría si continuaba tocándole mientras estaba tan furioso.
Erik miró a Amber con ansiedad.
- ¿De qué se trata? -exigió saber.
Ella simplemente meneó la cabeza.
- ¿Amber? -preguntó Duncan.
- El talismán te lo dio una mujer -susurró la joven con pesar-. Una mujer de ojos verdes como esmeraldas; el color distintivo del clan de los glendruid.
La palabra inquietó profundamente a los caballeros.
Glendruid.
- ¡Ha sido hechizado! -exclamó Alfred lleno de temor mientras se santiguaba.
Amber se aprestó a negarlo, pero Erik fue más rápido.
- Sí, es bastante probable. -El joven lord habló de forma lenta y clara-. Eso explicaría muchas cosas. Pero Amber está segura de que si Duncan estuvo bajo la influencia de un hechizo en el pasado, ahora está libre de él. ¿No es así, Amber?
- En efecto -se apresuró ella a confirmar-. Si hubiera algo maligno en él no podría llevar el talismán de ámbar.
- Muéstraselo, Duncan -le ordenó Erik.
Sin pronunciar palabra, el aludido se abrió la camisa y sacó el colgante de ámbar.
- Hay una cruz en uno de los lados, y en ella esta grabada una oración cristiana -afirmó Erik-. Miradlo y convenceos.
Alfred hizo que su caballo avanzara unos pasos hasta que pudo observar el talismán colgando del puño de Duncan. Las letras grabadas de la oración formaban una cruz con doble travesaño. Lentamente, con gran esfuerzo, Alfred leyó las primeras palabras.
- Como decís, milord, es una simple oración.
- Las runas en el otro lado también son una oración de protección -intervino Amber.
Alfred se encogió de hombros.
- La Iglesia no me enseñó a leer runas, muchacha. Pero he aprendido a confiar en tu palabra a pesar de que hace años desconfié de ti. Si dices que no hay nada malo en las runas, te creeré.
- Bien -aprobó Erik-. Saludad a Duncan como vuestro igual. Su pasado quedó atrás. Es el futuro lo que importa, y ese futuro depende de mí.
Se hizo el silencio mientras el joven lord recorría con la vista a sus caballeros, uno a uno. Todos excepto Simon asintieron, aceptando a su nuevo compañero de armas tal y como su señor ya había hecho. Simon se limitó a encogerse de hombros, como si el asunto no fuese con él.
Amber dejó escapar un prolongado suspiro. Sabía que el rumor de que albergaba a un desconocido se había extendido por la zona en los últimos doce días. Aun así, Erik se había arriesgado mucho al revelar que Duncan había perdido la memoria. Sus caballeros podrían haberse sublevado contra él y haberle derrocado acusándole de ser un instrumento de la magia oscura.
Como si pudiera escuchar los sombríos pensamientos de su amiga, el joven lord le hizo un gesto de complicidad, indicándole así que sabía bien cómo reaccionarían sus hombres.
- Alfred, ¿has comprobado personalmente las habilidades de Simon? -inquirió Erik.
- No, milord.
- ¿Te gustaría empuñar la espada de nuevo? -preguntó entonces Erik, girándose hacia Duncan.
- ¡Estoy deseándolo!
- ¡No! -se opuso la joven casi al mismo tiempo-. Todavía te estás reponiendo de la enfermedad que…
- Tranquila, Amber -la interrumpió Erik con presteza-. No es una lucha real lo que propongo sino un mero ejercicio.
- Pero…
- Mis caballeros y yo necesitamos conocer el temple de los hombres que van a luchar a nuestro lado -adujo él, ignorando sus protestas.
- Duncan no tiene espada -señaló Amber, a pesar de que la mirada de su amigo indicaba que cualquier discusión sería inútil.
Con una destreza indolente que hablaba de su fuerza y habilidad, el joven lord sacó su propia espada.
- Usa la mía -dijo Erik ofreciéndole el arma a Duncan en un tono que no admitía réplicas.
- Será un honor -afirmó el guerrero tomando la espada.
En el preciso instante en que probó el alcance y equilibrio del arma, se produjo un sutil cambio en él que dejó al descubierto al fiero guerrero que había permanecido tras las sombras.
Erik observó cada uno de sus movimientos y sintió un gran alivio. Amber había estado en lo cierto. Aquél era sin duda uno de los guerreros más peligrosos que había visto jamás.
- Un arma excelente -comentó Duncan tras probarla-. No creo haber tenido otra mejor. Trataré de estar a su altura.
- ¿Simon? -dijo Erik con voz neutra.
- Tengo mi propia espada, milord.
- Adelante entonces, caballeros. ¡Ya deberíais estar luchando!
La inquietante sonrisa de Simon provocó que Amber se mordiese el labio con angustia. Aunque Donald y Malcolm no fueran los mejores caballeros con los que contaba Erik, sí eran valientes, fuertes y obstinados. Y Simon los había derrotado con facilidad.
- Nada de sangre ni de huesos rotos -les advirtió Erik bruscamente-. Sólo quiero ver cuál es el alcance de vuestra habilidad. -Entendido?
Ambos contendientes asintieron.
- ¿Lucharemos aquí? -preguntó Simon.
- No. En la falda de la montaña. Y a pie -añadió Erik-. El caballo de Duncan no se puede comparar al tuyo.
El campo de liza elegido era un prado húmedo por la lluvia y cubierto de niebla.
Duncan y Simon desmontaron a un tiempo, dejaron sus mantos sobre las sillas de montar y caminaron hacia el prado. El olor de los matorrales, castigados por el sol y empapados por la lluvia, inundaba el aire. Cuando llegaron a un terreno lo suficientemente llano y libre de barro, se giraron hasta quedar enfrentados.
- Solicito perdón por las heridas que pueda infligir -dijo Simon-, y ofrezco lo mismo por las que pueda recibir.
- Que así sea -replicó Duncan-. Solicito y ofrezco lo mismo.
Simon sonrió y desenvainó la espada con una agilidad felina y una rapidez, tan deslumbrantes como el acabado en negro de la hoja.
- Eres rápido -señaló su oponente.
- Y tú muy fuerte -repuso Simon con una sonrisa extraña-. Pero es una lucha a la que estoy acostumbrado. Mi hermano es tan fuerte como tú. Esa es una de las dos ventajas que hoy tengo sobre ti.
- ¿Y cuál es la otra?
- Ya lo sabrás.
Las espadas chocaron con un sordo ruido metálico y después se separaron. Los dos hombres empezaron a caminar en círculos y a tantearse, buscando los puntos débiles del contrario.
Sin previo aviso, Simon saltó como un felino hacia adelante y descargó la parte plana de su espada sobre su contrincante con un silbido. Era el mismo vertiginoso ataque que había tumbado a Donald y Malcolm.
En el último momento, Duncan alzó su espada prestada y los aceros se encontraron con horrible violencia. Duncan retiró entonces su espada como si no pesara más que una pluma, dejando a Simon sin apoyo. La mayoría de los hombres habría caído de rodillas ante una pérdida de equilibrio tan brusca, pero Simon consiguió recomponerse y, al mismo tiempo, girar bajo la espada que descendía, lanzando a la vez un golpe a las piernas de su oponente.
Duncan gruñó y se balanceó sobre una pierna, esquivando a su contrincante y, antes de que Simon pudiera aprovechar su ventaja, lanzó un poderoso golpe hacia atrás que requería de una fuerza en el brazo y el hombro casi sobrehumanas.
Simon esquivó el ataque con gracia felina y las espadas volvieron a encontrarse con una potencia que resonó por todo el prado. Durante unos momentos que parecieron eternizarse, las armas permanecieron cruzadas mientras los hombres trataban de sacar ventaja.
Finalmente, inevitablemente, Simon cedió ante la fuerza superior de Duncan dando varios pasos hacia atrás, pero, en el último instante, se hizo a un lado desequilibrando a su oponente.
Duncan dobló una rodilla y, con rapidez, levantó su espada y cambió su peso hacia la izquierda, apenas a tiempo de evitar el ataque de Simon. Las pesadas hojas chocaron y se mantuvieron unidas, como si estuvieran encadenadas.
Durante unos segundos los dos hombres permanecieron enganchados, jadeando, y con su aliento elevándose en plateados jirones sobre las espadas cruzadas. Con cada inspiración, sus pulmones se llenaban con la incisiva fragancia del pasto, la tierra húmeda y la hierba.
- Huele como los verdes prados del castillo de Blackthorne, ¿no es cierto? -preguntó Simon con tono despreocupado.
Blackthorne.
La palabra se clavó en Duncan como un puñal, rasgando las sombras de su pasado para liberar la verdad que yacía en el fondo de su mente. Pero antes de que pudiera saber de qué verdad se trataba, la oscuridad se cernió de nuevo sobre la herida, cerrando la hendidura como si nunca hubiera existido.
Duncan, desorientado, sacudió la cabeza, dándole a su oponente la ventaja que necesitaba. Simon se giró con la velocidad del rayo, liberando las espadas y lanzando un golpe al cuerpo de su contrincante que lo tiró al suelo.
Sin perder un segundo, Simon se arrodilló y se inclinó sobre Duncan.
- ¿Puedes oírme? -Habló apresuradamente, pues sabía que disponía de poco tiempo antes de que el resto de los caballeros llegaran hasta ellos.
Duncan asintió, sin aliento para hablar.
- ¿Es cierto lo que dijo la bruja? -inquirió Simon-. ¿Que no recuerdas nada antes de llegar aquí?
Duncan volvió a asentir.
Simon se levantó y se dio la vuelta, ocultando su furiosa expresión.
Ojalá Sven se reúna pronto conmigo. Por fin hemos encontrado a Duncan, pero él todavía está perdido.
Condenada bruja del infierno. Le ha robado la mente.
¡Y la sonrisa!