Capítulo 12

- Milord, un extraño peregrino exige veros -anunció Alfred.

Erik elevó la mirada de un manuscrito en el que se podía ver el dibujo de elegantes y enigmáticas runas. Los enormes perros lobo que estaban a sus pies también levantaron los ojos, que reflejaron el titilar naranja de las llamas del hogar.

- Un peregrino -repitió el joven lord con tono neutro.

- Sí. Eso dice. -Si las palabras de Alfred no habían dejado claro su desprecio, su voz y su gesto se encargaron de ello.

- ¿Por qué motivo desea verme? -preguntó Erik después de echarle un último vistazo al pergamino que estaba estudiando y dejarlo a un lado.

- Afirma tener información del Martillo Escocés.

El halcón de Erik emitió un agudo chillido que llenó la habitación.

- ¿Ah sí? Interesante -dijo Erik-. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿En qué situación? ¿Está seguro de que se trata, en realidad, del Martillo Escocés?

- Sólo ha dicho que quería veros a solas.

- Qué extraño -murmuró el joven lord.

Alfred asintió con un gruñido.

Erik se reclinó en la silla de roble veteado, sacó su puñal de plata y comenzó a recorrer las runas inscritas en su hoja. El curvado pico del halcón seguía cada movimiento de los dedos de su amo, como si aguardase el inicio de una cacería en cualquier momento.

- Tráemelo.

- Sí, milord.

Al darse la vuelta, Alfred lanzó una desconfiada mirada al halcón, del que se rumoreaba que había atacado a numerosos hombres.

Un suave silbido de Erik aplacó al ave salvaje, que desplegó sus alas, las recogió de nuevo y se dedicó a contemplar con intensidad los dedos de su amo acariciando la brillante hoja del puñal.

De pronto, un olor mezcla de avaricia, miedo, ambición y de la mugre de una piel que no había conocido el toque del agua desde el bautismo, anunció la llegada del peregrino al gran salón del castillo del Círculo de Piedra.

- ¿Acaso lo encontraste en un pocilga? -le preguntó Erik a Alfred con calma-. ¿O lo sacaste de debajo de una montaña de pescado podrido?

Alfred esbozó una socarrona sonrisa.

- No, milord. Vino por sí mismo.

- Es una lástima que no todos sientan el mismo aprecio por los placeres de un baño caliente -murmuró el joven lord irónicamente.

El peregrino, cuyo pelo sería rubio si estuviera limpio, se revolvió incómodo. Aunque las ropas que vestía eran de paño fino, no se ajustaban a su cuerpo, como si hubieran sido tejidas para otro hombre. O para varios. Examinó el gran salón con una serie de miradas fugaces, sin poder evitar el temor de ser sorprendido admirando las fuentes de oro y plata en sus correspondientes soportes cerca del estrado del señor.

Erik se percató del objeto de las ávidas miradas del peregrino y su boca se curvó en una sonrisa, en modo alguno agradable.

Cuando el peregrino se vio sorprendido, el olor de la codicia cedió su lugar al acre aroma del miedo. Los sabuesos se acomodaron y gruñeron ligeramente, pero el más grande se puso en pie bostezando y mostrando al peregrino una excelente vista de sus afiladas y destellantes fauces.

- Stagkiller -dijo Erik, dirigiéndose al perro-, deja de incordiar al visitante.

Las mandíbulas del sabueso se cerraron con un chasquido. Se rascó las cicatrices con sus largas y fuertes uñas, giró sobre sí mismo tres veces y se tumbó.

- Oh, gran señor -empezó el peregrino dando un paso hacia el joven lord.

Al verlo, los perros se levantaron de un salto.

- No te acerques más -le previno Erik con calma-. Huelen las pulgas y no las pueden soportar.

Alfred comenzó a toser pero se detuvo tras una penetrante mirada de su señor.

- Habla -le ordenó Erik al peregrino.

- He oído que hay una recompensa por aportar información de Duncan de Maxwell.

Erik asintió y el peregrino lanzó una fugaz mirada a Alfred.

- Puedes retirarte -le dijo Erik a su caballero.

Alfred, que estaba a punto de protestar, percibió un ligero movimiento del puñal de su señor.

- Como ordenéis, milord.

Cuando el eco de las pisadas del caballero se desvaneció, Erik lanzó una mirada velada al visitante.

- Habla rápido y sin rodeos, peregrino.

- Estaba en el bosque y oí un grito -se apresuro a decir el aludido-. Corrí para ver qué sucedía y…

- ¿En el bosque? -le interrumpió Erik-. ¿Dónde?

- A unas cuantas horas de aquí.

El joven lord miró en la dirección que señalaba el mugriento dedo del hombre.

- ¿Cerca del Círculo de Piedra?

El peregrino se santiguó nervioso y pensó en escupir en el suelo, pero se contuvo a tiempo.

- Sí -murmuró.

- ¿Qué hacías en mis tierras? ¿Te agrada quizá el sabor de los venados que habitan en mis bosques?

El olor del miedo se intensificó, inquietando a los perros.

- Soy un peregrino, milord, no un cazador furtivo.

- Ah, entonces cumples con una misión divina -señaló Erik, cortés.

- Así es -respondió el hombre, aliviado-. Soy un siervo temeroso de Dios.

- Excelente. Me complace tener a peregrinos piadosos en mis tierras y no a cazadores furtivos o malhechores.

Mientras Erik hablaba, el halcón agitó la cabeza y observó al visitante sin pestañear, acechante.

- Continúa -le instó-. Estabas en mi bosque, oíste un grito y corriste a ver qué estaba sucediendo.

- Sí.

- Bien. ¿Y de qué se trataba?

- Un grupo de bandidos asaltaron a un hombre y a una muchacha.

Erik enarcó las cejas y asintió.

- Los malhechores vieron las joyas de ámbar de la muchacha y… ¡Maldición!

El silbido estridente del halcón había interrumpido al peregrino e inquietado a los perros.

- Esa muchacha -preguntó Erik con suavidad, sin apartar la mirada del sucio visitante-. ¿Resultó herida?

- No, milord -contestó el hombre con rapidez-. Es lo que trataba de deciros.

- ¿Llegó alguno de los bandidos a poner sus manos sobre ella? ¿La tocaron?

- Eh… yo… -El hombre tragó saliva-. La tiraron del caballo y recibió algún golpe por clavar una daga a uno de los que trataba de llevarse sus joyas. Eso fue todo.

El joven lord cerró los ojos por un instante, temeroso de que el falso peregrino viera lo que estaba pensando y huyera antes de acabar su historia.

- La tiraron del caballo -dijo Erik con cuidada amabilidad-. ¿Y después?

- El hombre cayó con ella, pero se puso en pie y comenzó a defenderse con una maza.

Una gélida sonrisa se empezó a dibujar en el rostro del joven lord.

- ¡Que Dios me perdone! Pero parecía un hechicero con aquella maza -continuó el falso peregrino-. Enseguida me di cuenta de que yo… eh, los malhechores, no podrían hacer nada contra aquel hombre, aunque eran diez contra uno.

La sonrisa de Erik se amplió pero conservó su frialdad.

- Entonces la muchacha les lanzó maldiciones y me di cuenta de que era la bruja de ámbar de la que tanto se habla, la que vive cerca de este castillo.

El joven lord asintió por toda respuesta.

El falso peregrino exhaló un mudo suspiro de alivio al ver que Erik no iba a hacer más preguntas incómodas.

- Algunos de los asaltantes rodearon al hombre para atacarlo por la espalda -prosiguió-. Pero antes de que lo atacaran, la bruja gritó y él se giró con rapidez, acabando en apenas un segundo con los atacantes.

Erik aguardó.

- Sólo hay un hombre capaz de hacer eso -afirmó el bandido.

- Así es.

El joven lord sabía por experiencia que esa maniobra de defensa era extremadamente difícil. De hecho, sólo conocía a un guerrero que fuese capaz de demostrar semejante combinación de fuerza y habilidad. De ahí le venía su apodo.

El Martillo Escocés.

- Me gustaría haberlo visto -comentó Erik.

Y era sincero.

El falso peregrino gruñó. Su expresión sugería que podría haber vivido toda su vida muy tranquilo sin haber visto luchar al Martillo Escocés.

- ¿Qué ocurrió entonces? -preguntó Erik.

- Los bandidos que todavía estaban en pie salieron huyendo, y la bruja y el guerrero se alejaron a caballo del lugar.

- ¿Hacia este castillo?

- No. En dirección opuesta. He venido aquí lo más rápido que he podido para contaros lo que vi y conseguir la recompensa.

En silencio, Erik miró la hoja de su puñal.

- ¿No me creéis? -dijo el bandido angustiado-. Era Duncan de Maxwell, os lo aseguro. Es más alto que la mayoría de los hombres, de pelo oscuro y fuerte como un buey.

El puñal centelleó mientras giraba en las manos del joven lord.

- No es lo primera vez que veo a ese hombre -añadió rápidamente el malhechor-. Estaba en Blackthorne durante mi… peregrinación cuando se enfrentó a Dominic le Sabre Que se me lleve el diablo si miento.

- Sí -asintió Erik-. Creo que has visto a Duncan de Maxwell, el Martillo Escocés.

- ¿Y la recompensa, milord?

- Te la daré -dijo Erik con gran amabilidad.

Las alas del halcón se extendieron bruscamente, forzando al bandido a retroceder. Su repentino movimiento hizo que se levantaran las cabezas de los siete perros lobo para mirarlo.

El malhechor se paralizó.

- ¡Alfred! -llamó Erik elevando la voz para que se escuchase más allá del gran salón.

El caballero se apresuró a llegar hasta su señor.

- ¡Sí, milord!

- Tráeme treinta piezas de plata.

- ¡Enseguida, milord!

- Sólo una cosa más, mi buen peregrino -dijo Erik con suavidad, mirando al bandido sin pestañear.

- ¿Sí?

- Vacía tus bolsas.

- ¿Qué?

- Ya me has oído. Hazlo. Ahora.

La cortesía en la voz de Erik no vanó un ápice, pero el bandido finalmente comprendió qué escondían sus suaves maneras. No se enfrentaba a un señor magnánimo sino a un terrible guerrero.

Temblando, el bandido empezó a vaciar las bolsas que tenía atadas bajo su ropa sobre la mesa que le indicó Erik con la punta del puñal.

La primera contenía dos dagas con empuñaduras de plata y hojas de acero. Ambas estaban manchadas de sangre. La siguiente bolsa arrojó tres pasadores de plata cuyos delicados diseños indicaban que habían pertenecido a damas de alta alcurnia. Un largo mechón de cabello rubio seguía prendido en un pasador, como si lo hubiesen arrancado de la cabeza de una mujer.

Erik lo observaba todo con aparente indiferencia, pero sin perder detalle.

Pan, carne, queso y un puñado de monedas de cobre aparecieron en la mesa. En ese punto, el malhechor levantó los ojos y, al enfrentarse a la mirada de Erik, maldijo entre dientes y derramó el contenido de otra bolsa sobre la mesa. En aquella ocasión, hubo un destello de plata y un centelleo de oro.

- Eso es todo -murmuró el bandido.

- No lo creo.

- Milord, ¡os aseguro que no tengo nada más!

Erik se levantó de su silla tan rápidamente que el asaltante no tuvo tiempo de huir. En un segundo, el joven lord pasó de estar reclinado en su silla a agarrar el pelo grasiento del bandido y descansar la punta de un puñal de plata contra su garganta mugrienta.

- ¿Deseas morir sin confesar antes tus pecados? -preguntó Erik calmado.

- Yo, yo… -tartamudeó el bandido.

- El ámbar. Suéltalo.

- ¿Qué ámbar? No soy tan rico como… ¡ay!

Las mentiras cesaron en el momento en que el puñal traspasó ligeramente la piel. Las manos del malhechor rebuscaron entonces frenéticas bajo el manto. Surgió otra bolsa y al desatarla, un brazalete roto cayó sobre la mesa lanzando destellos dorados.

Era de ámbar, puro y transparente, sólo al alcance de los señores más acaudalados.

El pesado silencio que se impuso se rompió con los apresurados pasos de Alfred al entrar en el gran salón. Por un momento se mostró confuso al ver el puñal de su señor amenazando la garganta del bandido, pero un segundo después blandía un gran puñal de combate.

- ¿Tienes la plata? -le preguntó Erik.

El tono amable del joven lord hizo que Alfred deseara estar en cualquier otro sitio.

- Sí. Treinta monedas.

- Excelente. Dáselas a este peregrino.

De inmediato, Alfred depositó las monedas en las temblorosas manos del bandido.

- ¿Tienes nombre? -inquirió Erik.

- B… Bob.

- ¿Bob el Traicionero, quizás?

El bandido se quedó pálido, al tiempo que su rostro se perlaba de sudor.

- Todos en estas tierras saben -continuó Erik- que la dueña de ese brazalete está bajo mi protección.

- Está a salvo, milord, ¡lo juro por la tumba de mi madre!

- Y también saben todos qué castigo recibirá el que se atreva a poner las manos sobre ella.

El bandido hizo ademán de responder, pero Erik siguió hablando lenta e implacablemente.

- Alfred, llévate a Bob a ver al sacerdote. Que se confiese. Y luego, cuélgalo.

Al escuchar aquellas palabras, el bandido se giró y trató de escapar. Al instante, Erik le golpeó con rapidez y le; hizo caer.

- No me hagas arrepentirme de mi misericordia -le advirtió el joven lord.

- ¿Misericordia? -repitió el malhechor aturdido.

- Sí, misericordia. De acuerdo con la ley, podría cortarte las manos, los testículos y sacarte la piel a tiras antes de arrancarte las tripas por el ombligo, trocear tu cuerpo y dejar tu alma pecadora a merced del diablo hasta el segundo advenimiento de Cristo.

El bandido gruñó en voz baja.

- Pero soy un hombre misericordioso -prosiguió Erik-. Dejaré que te confieses y morirás en la horca, que; es un destino mucho mejor que el tú le diste a la muchacha cuyos cabellos están prendidos en el pasador de plata y cuya sangre mancha tu puñal.

El miedo invadió al bandido.

- ¡Sois un Hechicero! ¡Sólo uno de ellos podría saber eso!

- Entrega la plata y el resto de las posesiones de este desgraciado a los siervos más pobres -le ordenó Erik a Alfred.

- Sí, milord.

El caballero hizo una pequeña reverencia y comenzó a arrastrar al bandido, pero antes de que llegasen a la puerta del gran salón, Erik lo llamó.

- ¡Alfred!

- ¿Sí, milord? -preguntó el aludido mirando sobre su hombro.

- Cuando hayas terminado, quema la cuerda.

Amber desmontó antes de que Duncan pudiese acercarse para ayudarla. Las rodillas se le doblaron al principio pero luego aguantaron su peso con seguridad.

La boca de Duncan se torció en una mueca al comprobar que la joven ya no buscaba su contacto. No la culpaba. Lo que debería haber sido una dulce iniciación en los misterios del sexo se había llevado a cabo con salvaje brutalidad.

- Gracias Egbert -dijo Amber cuando el escudero se adelantó a tomar las riendas de Whitefoot-. ¿Ha regresado lord Erik de Sea Home?

- Sí. Os espera en el gran salón. Apresuraos. Está de un humor de perros.

Duncan observó al escudero con ojos interrogantes.

- ¿Ha ocurrido algo? -preguntó.

- Hizo colgar a un hombre no hace ni siquiera una hora.

Amber se volvió hacia Egbert tan rápidamente que la capucha de su capa dejó de cubrir su desmadejado cabello.

- ¿Por qué? -inquirió con presteza.

- El hombre tenía un brazalete de ámbar en su bolsa y se dice que es vuestro.

La joven echó un rápido vistazo a su muñeca izquierda y comprobó que dónde antes había tres brazaletes de ámbar, ahora sólo quedaban dos. Lo ocurrido después del asalto le había impedido darse cuenta de la ausencia de la joya.

- Comprendo -murmuró.

Se recogió la falda y cruzó rápidamente el patio hacia el edificio principal. El portón estaba abierto, como si alguien estuviese impaciente por verla.

Duncan la alcanzó antes de que llegase a la puerta del gran salón y entraron juntos en la estancia.

Lo que encontraron allí no fue tranquilizador. Sólo un perro lobo y el halcón podían disfrutar de la calidez de la estancia, y su nerviosismo no sugería que el humor de Erik fuese bueno.

- ¿Es cierto que has mandado colgar a un bandido? -demandó Amber antes de que Duncan pudiese abrir la boca.

Tras un instante, Erik apartó el manuscrito que había estado leyendo. Primero miró a Amber y luego a Duncan.

- La horca es el castigo para cualquiera que se atreva a tocar lo que está prohibido -afirmó.

La joven respiró con un sonido ronco. Duncan había hecho mucho más que tocarla.

Y Erik, de algún modo, lo sabía.

- ¿Es tuyo, verdad? -preguntó el joven lord, sacando un brillante brazalete de ámbar de debajo del manuscrito y mostrándoselo a la joven.

Ella asintió en silencio.

Los enigmáticos ojos del hechicero se fijaron entonces en Duncan.

- He oído que has luchado bien. Por ello tienes mi gratitud.

- No eran más que vulgares ladrones.

- Eran diez contra ti -siguió Erik-. Armados y astutos. Han mancillado y matado al menos a una dama y vencido a tres caballeros que viajaban solos. Gracias de nuevo.

- ¿Puedo hablarte a solas? -solicitó Duncan.

- El último hombre que pidió lo mismo tuvo un final desafortunado -señaló Erik sonriendo ligeramente-. Pero a ti te tengo en mucha más estima. Los guerreros de tu destreza son muy escasos.

Duncan miró a la joven esperando a que se fuera. Ella le devolvió la mirada pero no se movió.

- Amber -le pidió Erik con calma-. ¿Nos dejas solos?

- No. Creo que lo que aquí se va a decir me afecta directamente.

Erik enarcó las cejas y miró a Duncan, sin embargo, éste ni siquiera lo advirtió. Seguía mirando a Amber con pesar.

- Quería evitarte que escucharas lo que tengo que decir -susurró Duncan.

- ¿Por qué? Fue cosa de dos, no de uno -adujo ella.

- No -negó con amargura-. Fue sobre todo cosa de uno.

Antes de que Amber pudiese discutir, el guerrero se volvió hacia Erik.

- Quiero pedirte la mano de tu protegida en matrimonio -declaró Duncan con tono grave.

El halcón emitió un extraño graznido de satisfacción.

- Te la concedo -aceptó Erik de inmediato.

- ¿Acaso no puedo opinar? -intervino Amber.

El joven lord esbozó una divertida sonrisa que relajó su expresión.

- Ya has dado tu permiso.

- ¿Cuándo? -inquinó Amber retadora.

- Cuando yaciste con Duncan.

Amber palideció y luego se ruborizó.

Duncan dio un paso al frente interponiéndose entre Amber y Erik.

- Ella no tuvo nada que ver -afirmó tajante.

La sonrisa del joven lord se desvaneció como si jamás hubiese existido.

- Amber -preguntó sin rodeos-. ¿Duncan te ha forzado?

- ¡No!

- Ella era inocente -aclaró Duncan-. Yo no. Yo soy el único culpable de lo que ha ocurrido.

Erik escondió una sonrisa mientras hacía un movimiento innecesario colocando a un lado el manuscrito.

- No quiero oír una palabra más sobre culpables -dijo después de un momento.

- Te muestras generoso -admitió Duncan.

- Quieres a Amber y ella te quiere a ti. No hay razón alguna que se oponga a vuestra unión y sí mucho a favor. Os casaréis de inmediato.

Las sombras se movieron y agitaron dentro de Duncan, advirtiéndole que no debía, que no podía… que se convertiría en un traidor si se casaba con Amber.

Y también lo sería si no lo hacía. Le había dado su palabra a Erik.

Si mancillo la inocencia de Amber, me casaré con ella.

El guerrero cerró los ojos, luchando contra la parte de sí mismo que insistía en que había una razón de peso para no casarse.

En su mente tomo forma un nombre brillando en la oscuridad de su memoria, destellando entre las sombras que fluían y cambiaban, ocultándose para luego revelar.

Sólo eso. Nada más. Un nombre de su pasado maldito y olvidado.

Un nombre, un ruego, una razón para no casarse.

Pero era una razón, un nombre y un ruego que pertenecían a una época anterior al momento en el que Duncan había tomado la inocencia de Amber, dándole a cambio tan sólo dolor.

De pronto, unos dedos más fríos que el viento gélido del otoño rodearon su muñeca. Amber. El guerrero miró sus ojos apesadumbrados y un escalofrío recorrió su espalda.

La joven estaba asustada.

¿De él?

- Amber -le aseguró Duncan en voz baja-, casados o no, no te volveré a tocar basta que no me lo pidas-. ¡Lo prometo!

Los ojos femeninos apenas podían retener las lágrimas, aumentando así su pesar y su belleza. Cuando agitó la cabeza lentamente, las lágrimas se deslizaron en silencio por sus frías mejillas.

Amber quería decirle a Duncan que no le temía, pero le resultaba imposible. Si abría la boca, temía que de ella saliese un doloroso lamento.

Había oído un nombre de mujer susurrado entre las sombras de los recuerdos de Duncan, un eco que se desvanecía y regresaba del pasado olvidado desgarrándole el corazón.

- ¿Amber? -la llamó Erik, preocupado.

La joven cerró los ojos y soltó la muñeca de Duncan. Pero en el preciso instante en que lo soltaba, acarició con la yema de sus dedos las venas donde latía la fuerza de su vitalidad.

Erik sentía el dolor de Amber con la misma claridad con la que sentía su amor por el oscuro guerrero que la miraba angustiado.

- Duncan -exigió el joven lord-, déjanos solos.

- No. No permitiré que avergüences a Amber por algo que no es culpa suya.

Erik miró a Duncan directamente a los ojos y supo que su control pendía de un hilo. Se preguntó qué recuerdos estaría recobrando y a qué velocidad, y de cuánto tiempo dispondría antes de que despertase por completo y descubriese que era el Martillo Escocés.

El enemigo de Erik.

El amante de Amber.

Prometido a una heredera normanda a la que no conocía.

Vasallo de Dominic le Sabré.

Erik torció el gesto con impaciencia cuando recapacitó en el poco tiempo que quedaba, en todo lo que podía salir mal y en todo lo que estaba en juego.

Deben casarse.

Inmediatamente.

- No humillaré a Amber más de lo humillaría a mi propia hermana -afirmó Erik escogiendo sus palabras-. La tengo en gran aprecio. Además, la conozco bien.

Se volvió hacia la joven, la miró fijamente y le preguntó:

- ¿Quieres que Duncan se quede mientras hablamos de… la boda?

La sonrisa de Amber era incluso más triste que sus lágrimas. Lentamente, agitó la cabeza.

Sin una palabra, Duncan giró sobre sus talones y abandonó la estancia.

Erik espero a que se desvaneciera el eco de las pisadas del guerrero. Pero Amber mantuvo su silencio. Siguió allí de pie, inmóvil, y sus pálidas mejillas adoptaron un tono nacarado a causa de las lágrimas que no podía evitar derramar.

Al joven lord le invadió la inquietud. Conocía a Amber muy bien y jamás había percibido en ella aquel enorme pesar, como si hubiese perdido algo muy querido.

- Si no temiese lastimarte -dijo Erik-, te tomaría entre mis brazos y te consolaría como a una niña.

La risa de Amber se asemejó a un sollozo.

- Solo hay una persona que me puede abrazar sin provocarme incomodidad -susurró.

- Duncan.

El semblante de Amber mostraba toda su angustia.

- Si Él es el único.

- Serás su esposa en pocas horas -le aseguró Erik-. ¿Que es lo que te aflige tanto?

- No puedo casarme con Duncan.

- ¡Maldito sea! ¿Tan mal te ha tratado?

Durante un instante, Amber no comprendió a qué se refería Erik. Cuando lo hizo, el rubor tiñó sus pálidas mejillas.

- No -contestó.

Su voz era tan suave que él apenas la oyó.

- ¿Estás segura? Algunos hombres se portan con brutalidad con las mujeres -expuso Erik crudamente-. No importa lo mucho que yo necesite a Duncan, no te condenaré a pasar el resto de tu vida con alguien que te maltrate.

Amber se llevó las manos a sus cálidas mejillas.

- ¡No sigas!

Erik maldijo entre dientes, se levantó violentamente y se acercó a la joven tanto como pudo, sin llegar a tocarla.

- Mírame, Amber.

Una mezcla de arrepentimiento, ternura y preocupación teñían tanto la voz del joven lord como la expresión de su rostro.

- ¿Es que Cassandra nunca te habló de lo sucede entre hombres y mujeres?

Amber negó con la cabeza, lo que hizo que Erik suspirase exasperado.

- Seguramente pensó que jamás podrías tocar a un hombre sin que ello te produjese dolor y mucho menos yacer con él.

Amber emitió un leve sonido acongojado y apartó la mirada del hombre que conocía desde que era una niña.

- No hay nada de lo que avergonzarse en la unión de un hombre y una mujer -la tranquilizó Erik-. ¿Acaso lo encontraste desagradable?

Amber negó con la cabeza.

- ¿Doloroso?

- No -musitó ella.

- Entonces, ¿te tomó demasiado aprisa? -insistió Erik-. ¿Acaso no es hábil o experimentado?

- Erik -le reprochó Amber débilmente-. ¡No deberíamos hablar de eso!

- ¿Por qué no? No tienes madre ni hermana, y Cassandra jamás ha estado con un hombre. ¿O es que preferirías hablar de estas cosas con un sacerdote?

- Preferiría no hablar de ello con nadie.

Erik se sintió aliviado cuando Amber recobró el tono habitual de su voz. No sabía qué podría ocurrirle a la joven si creyera que había perdido a Duncan, ni tampoco quería averiguarlo.

- Debes hablar de ello -afirmó el joven lord-, aunque sólo sea esta vez.

Una mirada de soslayo convenció a Amber de que Erik no iba a darse por vencido, así que asintió de mala gana.

- Si Duncan no es hábil a la hora de poseer a una mujer -dijo Erik con naturalidad-, puede solucionarse. Pero si utiliza la fuerza, no hay remedio posible.

- No es el caso.

Erik suspiró aliviado. Luego, sonrió.

- Comprendo -fue todo lo que dijo.

- Me alegro de que al menos uno de los dos lo haga.

Erik escondió su sonrisa.

- He oído que la primera vez para una mujer no es, precisamente, la más memorable.

- No es cierto -se apresuró a decir Amber-. Lo recordaré toda mi vida. Sentir su placer dentro de mí fue… extraordinario.

Las mejillas de Erik se tiñeron de un rojo escarlata que nada tenía que ver con el fuego del hogar. Después inclinó la cabeza y soltó una carcajada.

- No era necesario entrar en tanto detalle -se burló con suavidad.

Al escuchar aquellas palabras, Amber se echó a reír a pesar de su azoro.

- No pretendía avergonzarte -le aseguró.

- Lo superaré -ironizó-. Ahora, arréglate el pelo y la ropa antes de que haga llamar al sacerdote. Te casarás a medianoche.

La joven perdió su sonrisa.

- No es posible.

- ¿Por qué?

- Duncan ha recordado el nombre de una mujer.

- ¿Ariane? -apuntó Erik con despreocupación.

Durante un instante, Amber se quedó tan sorprendida que ni siquiera pudo hablar.

- Tu oscuro guerrero es Duncan de Maxwell, el Martillo Escocés.

La joven se tambaleó.

- ¿Lo sabías? -susurró.

- Primero lo dudé, después confié en que así fuera; luego lo supe.

- Entonces también sabes por qué no me puedo casar con él.

- No, no lo sé.

- Duncan está casado con Ariane a pesar de que tiene la certeza de que jamás ha contraído matrimonio.

- No. Está prometido a una heredera normanda que ni siquiera conoce y cuyo nombre sólo ha oído en una ocasión, cuando Dominic le Sabre le informó del acuerdo.

- Duncan le debe vasallaje a Dominic le Sabre -le recordó Amber con voz entrecortada, cerrando los ojos-. Si se casa conmigo, traicionará su voto de lealtad.

- ¡Maldición! -estalló Erik-. ¿Cómo puedes ser tan testaruda? Abre los ojos y mírame.

La fría autoridad de Erik hizo que Amber obedeciera.

- El destino te ha enviado al único hombre cuyo contacto no te produce dolor. -Hizo una pausa significativa-. Y a mí, me ha enviado al único hombre que puede poner fin al asedio que sufren las tierras de mi padre.

- Pero…

- El matrimonio es la mejor forma de transformar al enemigo en un aliado -continuó Erik sin dar tregua. Si se casa contigo, Duncan será mi vasallo, no el de Dominic le Sabre.

Un incómodo silencio siguió a aquellas palabras, que se alargó hasta vibrar como la cuerda de un arco demasiado tensa.

- No. No es así -adujo Amber-. Duncan vino hasta aquí como un caballero con sus propias riquezas, la promesa de unas tierras y una esposa noble para darle herederos.

- No -la rebatió Erik-. Duncan llegó al Círculo de Piedra más muerto que vivo, sin recuerdos, y tú le salvaste la vida. Ha vuelto a nacer y me pertenece.

- Está recobrando la memoria -le recordó Amber con pesar-. Poco a poco, las sombras se desvanecen.

- Por eso te casarás con él a medianoche.

- No. La profecía…

- ¡Al diablo la profecía! -rugió Erik-. Te has labrado tu propio destino y lo asumirás como la esposa de Duncan.

- Cassandra…

- Aceptará lo que no puede cambiar -afirmó Erik implacable, haciendo caso omiso de los argumentos de Amber.

- Se han cumplido ya dos partes de la profecía. ¿Es que no significa nada para ti?

- Significa que no le podrás entregar tu alma.

Un tenso silencio cayó sobre ellos antes de que Amber agitase la cabeza.

- No. No puedo casarme sabiendo lo que sé. Eso sería traicionar al hombre que amo.

La expresión de Erik cambió radicalmente y, por un instante, el brillo ambarino de sus ojos recordó la gelidez de un atardecer invernal.

- Te casarás con él a medianoche.

- ¡No!

- Si no lo haces, enviaré a Duncan a la horca.

* * *