Capítulo 11

Los asaltantes iban armados con puñales, estacas y una lanza improvisada. Duncan no pudo maniobrar al tener a Amber sobre su regazo, y los malhechores consiguieron arrastrarlos hacia el suelo.

Cuando uno de aquellos hombres agarró a la joven del brazo para arrancarle el valioso colgante, ella emitió un grito terrible. Una parte de aquel ronco grito fue causado por el dolor de ser tocada, aunque surgió también de la desesperación por conservar el sagrado talismán. Amber alcanzó al bandido con su daga y consiguió que apartara sus manos de ella, pero sólo por un instante. El asaltante intentó golpearla de lleno con el puño y ella consiguió girarse evitando el golpe en parte. Sin embargo, a pesar de su rápida reacción, quedó tan aturdida que cayó al suelo.

En su segunda acometida, el bandido blandió un puñal. Aun moviéndose para evitar el ataque, Amber pudo oír el espeluznante y peligroso silbido de una maza trazando círculos mortales en el aire. Se oyó un terrible golpe cuando el acero alcanzó su objetivo, y el malhechor cayó como un tronco.

Cuando su desmadejada mano entró en contacto con la joven, ella no sintió nada en absoluto. Estaba irremediablemente muerto.

Con rapidez, apartó la mano e intentó incorporarse. Pero un inesperado empujón de la mano de Duncan la devolvió al suelo.

- ¡No! -le ordenó-. ¡Quédate tumbada!

No necesitaba explicación de por qué el suelo era lo más seguro para ella en ese momento. El zumbido mortal de la maza había comenzado a sonar de nuevo.

Mirando a través de los mechones revueltos de su propio cabello, Amber observó la nueva carga de los bandidos. La única lanza de los malhechores fue destruida y con ella cayó otro bandido; no se movía ni emitía sonido alguno.

La contundente maza de acero mortal se había convertido en un círculo borroso sobre la cabeza de Duncan. Los asaltantes aún en pie dudaron y luego se prepararon para un último ataque, confiados en la superioridad aplastante que habían empleado para tirar a sus víctimas del caballo.

Sin previo aviso, Duncan avanzó y la maza acabó con otro bandido, consiguiendo levantar gritos de rabia entre los que todavía quedaban con vida.

Precavidamente, Duncan retrocedió hasta que Amber quedó entre sus pies, protegiéndola así de la única forma que le era posible.

- ¡Ataquémosle por la espalda! -gritó uno de los bandidos-. No podrá con todos nosotros.

Tres de los asaltantes se separaron del grupo y se situaron a la espalda del guerrero, poniendo buen cuidado en mantenerse fuera del alcance de la maza.

- Duncan, ellos van a… -comenzó Amber.

- Lo sé -la interrumpió bruscamente-. ¡No te levantes!

La joven apretó la daga en su mano y se preparó para defender al hombre que amaba lo mejor que pudiese La roja gema del arma emitía un siniestro brillo al seguir la hoja los movimientos del bandido más cercano.

Mientras la maza silbaba anunciando la muerte, la voz de Amber resonó temible, maldiciendo a los bandidos en una lengua olvidada por todos excepto por unos pocos Iniciados.

Uno de los asaltantes la observó espantado, comprendiendo demasiado tarde a quién se habían atrevido a atacar. Dejó caer su estaca de madera y salió corriendo.

El resto de los bandidos detuvieron su ataque por un instante, pero pronto intentaron buscar un hueco en el mortal círculo de la maza mientras los que seguían a la espalda del guerrero se abalanzaban sobre él.

- ¡Duncan!

Antes incluso de que Amber gritase su advertencia, el guerrero había girado con una agilidad casi increíble en un hombre de su tamaño. Tal era su fuerza y su destreza con la maza que el mortífero silbido del arma no disminuyó en ningún momento y, describiendo un pavoroso arco, dio muerte a los dos bandidos que habían pensado que la espalda de Duncan era un blanco fácil.

Antes de que los otros malhechores pudiesen aprovechar la ventaja, Duncan había girado de nuevo y los volvía a encarar.

La maza entonó otra vez su canción de muerte y siguió describiendo círculos incansables.

La abrumadora habilidad de Duncan con la maza acabó por desanimar a los asaltantes. Uno de ellos trató de llevarse a Whitefoot pero abandonó su empeño cuando la yegua relinchó con violencia. El resto dio media vuelta y echó a correr hasta perderse entre el bosque y la niebla, abandonando a los muertos tras ellos. Duncan vigiló su huida durante unos tensos instantes antes de acallar su maza.

Con un ágil movimiento de muñeca, la cadena dejó de describir su círculo de muerte y se detuvo obediente. Se la colgó al hombro equilibrando el peso de la esfera de metal, que pendía de su espalda, con el de la cadena, que colgaba del tórax, dejándola así preparada por si tuviera que volverlas a usar.

Lista para matar.

Los dorados ojos de Amber contemplaron al desconocido sin nombre que había llegado de entre las sombras, y cuya verdadera identidad acababa de descubrir.

Se habían cumplido sus más temibles miedos.

Duncan de Maxwell, el Martillo Escocés.

- ¿Estás herida? -le preguntó-. ¿Te han tocado esos bastardos?

La caricia masculina en su pálida mejilla hizo que la joven quisiese llorar por lo que nunca podría ser.

Enemigo mortal y, a la vez la otra mitad de mi alma.

Su amado enemigo, arrodillado frente a ella, los ojos ensombrecidos por la preocupación, había conseguido con aquel simple roce que Amber sintiera un torrente de cálido placer recorrer su cuerpo.

- ¿Amber?

El último rescoldo de esperanza se desvaneció ante los ojos de la joven. Aunque Duncan había mostrado indicios de conocer la cultura de los Iniciados, y al Martillo Escocés jamás se le había instruido en aquella disciplina, ella no podía negar la mortal destreza de Duncan con la maza.

No podía albergar ya dudas, ni cabía esperanza alguna, ni excusa para no decirle a Erik que había salvado la vida de uno de sus enemigos.

Había traicionado a su amigo de la infancia al no transmitirle sus temores sobre la secreta identidad de Duncan.

Pero, ¿Cómo puedo traicionar a Duncan, mi amado, mi enemigo, la sangre que recorre mis venas?

Unos fuertes brazos levantaron a la joven del suelo, y unos suaves labios rozaron sus mejillas, sus ojos, su boca.

- No estoy… herida -alcanzó a decir Amber, que sentía cada caricia como un puñal que se clavaba en su alma.

- Estás muy pálida. ¿Nunca habías presenciado una pelea?

La entrecortada respiración de la joven le impidió responder a aquella pregunta.

- Tranquila, pequeña. Estás a salvo -susurró Duncan, acariciándole la mejilla con la calidez de su aliento.

Incapaz de hablar, ella sólo pudo agitar la cabeza.

- ¿No tienes miedo, verdad? Puedo protegerte de peores cosas que de un grupo de malhechores. Lo sabes, ¿no?

Amber no pudo evitar reír casi con violencia. Después enterró su rostro en el pecho de Duncan y rompió a llorar.

Duncan de Maxwell, el Martillo Escocés. Sí, sé demasiado bien que me puedes proteger.

De todo, excepto de la profecía.

Y de mí misma.

Sobre todo de mí misma. ¿Cómo proteger un corazón queja ha sido entregado?

La mitad que complementa mi ser.

Mi enemigo.

Un rayo quebró el cielo estremeciéndolo todo, seguido por un estruendo pavoroso.

- Los caballos -le recordó Amber entrecortadamente.

- Quédate aquí -le ordenó Duncan, recostándola-. Iré a por ellos.

Cuando él le dio la espalda, la joven vio una mancha roja en su túnica.

- ¡Estás herido!

Duncan no se detuvo.

- ¡Duncan!

Con el corazón desbocado, Amber corrió tras él.

- Tranquila -susurró, abrazándola-. Espantarás a los caballos.

- ¡Déjame! ¡Sólo conseguirás que empeore tu herida!

Los labios del guerrero esbozaron una sonrisa al ver la preocupación en los ojos de Amber. La dejó en el suelo y, tras varias zancadas, agarró las riendas de Whitefoot.

La yegua resopló nerviosa pero se dejó dominar por Duncan quien, de un simple movimiento, sentó a Amber sobre el animal y la miró con una sonrisa.

- El golpe de Simon dolió más que… -comenzó.

- Pero estás sangrando -lo interrumpió la joven.

- Es una herida leve, no te preocupes.

Antes de que ella pudiese objetar algo, Duncan se giró y montó su propio caballo con agilidad.

- ¿Hacia dónde queda el castillo del Círculo de Piedra? -preguntó.

Amber no prestó atención a aquellas palabras. Su única preocupación era curar la herida de Duncan.

- En aquella dirección -dijo Amber señalando el norte.

Otro trueno hizo estremecer el suelo bajo sus pies.

- También la tormenta está en esa dirección. ¿Hay algún refugio cerca?

- En el centro del sagrado Círculo de Piedra hay un túmulo con un refugio dentro.

- Vayamos entonces allí.

La joven pareció dudar mientras observaba el cielo con ojos preocupados. La sensación de inminencia que había experimentado en el Desfiladero Espectral o en otros lugares sagrados crecía de nuevo en su interior.

- Amber, ¿qué sucede? ¿No conoces el camino?

Un rayo partió el cielo iluminándolo todo y cayendo cerca del camino que conducía al castillo, como una advertencia de que era mejor no regresar. El trueno avanzó como una avalancha por la cañada y Amber sintió que se le erizaba la piel.

¡Pero debemos volver! Duncan está herido.

Otro brillante rayo cayó aún más cerca.

Amber sintió que la estaban empujando, obligando, conduciéndola hacia la boca de un túnel cuyas estrechas paredes sentía pero no podía ver. La sensación de peligro crecía dentro de sí hasta que se volvió insoportable.

- ¡Corramos hacia el castillo! -gritó Amber, espoleando a su yegua.

Un nuevo rayo cortó su camino y Whitefoot echó a correr, desbocada, en dirección opuesta, dejando atrás el retumbar del trueno.

La joven intentó recobrar el control de su montura, pero pronto cedió a los deseos de la yegua, aceptando lo que no podía cambiar. Miró sobre su hombro y vio que el caballo de Duncan la seguía al mismo ritmo desenfrenado.

El sagrado lugar que guardaba el Círculo de Piedra se les apareció antes de que pudiesen detenerse o escoger otro camino. Whitefoot se apresuró a atravesar el primer anillo de piedras y no aminoró su paso hasta alcanzar el círculo interno. Una vez dentro, la yegua se calmó al instante, como si insistir en su desbocada huida fuese lo último que se le ocurriría hacer.

Amber desmontó de un salto, se recogió la falda y corrió hacia el círculo externo. Tal y como había temido, el caballo de Duncan se negaba a avanzar. Él espoleaba su montura sin cesar pero el animal no hacía sino retroceder.

- ¡Espera! -gritó Amber-. No es capaz de distinguir el camino.

- ¿Qué quieres decir? -se extrañó Duncan-. Hay suficiente espacio entre esas rocas para que pasen cinco caballos.

- Sí, pero no lo puede ver.

Amber se apresuró a tomar las bridas del caballo e intentó tranquilizarlo. Cuando lo consiguió, puso una de sus manos sobre el hocico del animal y con la otra asió las riendas.

Con un leve tirón y una palabra de ánimo, el caballo echó a andar. El recelo de sus cascos revelaba lo poco que le gustaba aquel lugar, y no dejó de mover las orejas hasta que no llegó al anillo de piedras interno. Una vez allí, resopló y relajó su guardia, recobrando la calma.

Duncan miró en derredor extrañado de que el caballo sintiera que estaba a salvo en aquel lugar.

- ¿A qué te referías cuando dijiste que el caballo no podía ver el camino? -preguntó.

- A que nunca ha estado en aquí.

- ¿Por qué debería importar? -se extrañó Duncan.

- Para entrar en los lugares sagrados, Whitefoot tuvo que aprender a confiar en mí y no en lo que veían sus ojos en algunos recodos del camino.

- ¿Como en el Desfiladero Espectral?

- Sí -asintió la joven-. Pero tu caballo no ha aprendido a confiar en ti de la misma manera, ni ha estado jamás en este lugar. Por eso no podía encontrar el camino por sí mismo.

Pensativo, el guerrero recorrió con la mirada el círculo milenario. Al igual que había sucedido con el caballo, su sexto sentido le indicó que aquel lugar era mucho más de lo que a primera vista pudiera parecer. La sensación de peligro había desaparecido de su mente con la absoluta certeza de que allí estaban a salvo.

- Es asombroso -murmuró Duncan-. Este ±lugar esta encantado.

- No. Sólo es diferente. Aquí reina la paz para aquellos que son capaces de ver entre las piedras.

- Los Iniciados.

- Antes habría dicho que sí sin dudarlo. Pero ahora… -Amber se encogió de hombros.

- ¿Qué te ha hecho cambiar de parecer?

- Tú.

- Quizás fuese un Iniciado en una época que no recuerdo -bromeó Duncan.

Amber esbozó una sonrisa agridulce. Sabía con toda seguridad que el Martillo Escocés no era un Iniciado.

- O quizás hayas nacido para serlo y nadie te guió cuando lo necesitabas.

Duncan sonrió ligeramente y comenzó a explorar aquel remanso de tranquilidad que parecía vibrar dentro del Círculo de Piedra, mientras una espectacular tormenta se desataba sobre el camino que acaban de seguir.

Recorrió en unas treinta zancadas el largo del montículo central del Círculo y en ocho, su ancho. El propio túmulo del centro estaba cubierto con piedras. El paso del tiempo, las tormentas y el sol habían cambiado aquel entorno, pues el montículo parecía un verdadero jardín de flores conocidas y especies menos habituales que crecían entre las piedras.

Aparte del montículo, no había dónde esconderse y mucho menos un lugar apropiado para defenderse. Aunque el bosque rodeaba el círculo externo de piedras, el interior parecía una pradera, con un único árbol en su interior que apenas podía proveer refugio para guarecerse de la tormenta.

A pesar de ello, Duncan no podía dejar de observar aquel árbol. De líneas elegantes y armoniosas, el serbal dominaba el círculo desde su solitaria posición en lo alto del montículo.

- ¿Qué sucede? -preguntó Amber, que percibió la quietud de Duncan.

- Ese árbol, el serbal. Siento que… lo he visto antes.

- Podría ser. Erik te encontró bajo él.

Duncan miró a Amber sorprendido.

- El serbal me protegió mientras dormía -afirmó.

Desmontó y comenzó a subir el montículo en dirección al serbal. El miedo atenazaba el corazón de Amber, que fue tras él en contra de su voluntad pero sabiendo que debía hacerlo. Cuando lo alcanzó, Duncan estaba ya bajo el árbol, apoyando las palmas de las manos en la corteza, estudiando el serbal como si estuviera tratando de decidir si era amigo o enemigo.

- ¿Has recuperado tu memoria? -preguntó ella en voz baja.

Duncan, muy despacio, extendió una de sus manos hacia Amber.

- ¿La estoy recobrando? -preguntó a su vez.

En cuanto la joven posó su mano en la de él, percibió el cúmulo de complejas emociones, sueños y esperanzas que conformaban a Duncan de Maxwell. Jamás lo había percibido con tanta claridad.

Exaltarían tras la batalla victoriosa.

Miedo por ella en la tormenta.

Rabia por su memoria perdida.

Y luego, cuando la calidez de Amber se transmitió a su piel, llegó una oleada de deseo tan intenso que casi hizo que la joven se desvaneciera. No podía ver nada o percibir otra cosa que no fuera la pasión de Duncan, inundando su mente y su cuerpo.

Duncan.

Aunque Amber no había pronunciado su nombre, él abrió los ojos y la quemó con su mirada.

Los dedos masculinos aprisionaron la muñeca de la joven como grilletes de acero, y la atrajo hacia sí con una firmeza que habría sido imposible de resistir, aunque hubiese querido. Lo único que Amber ansiaba era saciar aquella necesidad acuciante que irradiaba de cada fibra del cuerpo del hombre que amaba.

Cuando la tomó en sus brazos, lo hizo con tanta fuerza que ella casi no podía respirar.

La joven no emitió ninguna queja, pero Duncan lo supo.

- Respiraré por ti -le dijo al oído en voz baja. Después tomó posesión de la boca de Amber en un beso que podría haber sido brusco de no haber estado ella tan ávida de su aliento, de saborearlo más profundamente, de fundirse con él.

Inmerso en aquella marea de salvajes y placenteras sensaciones, apenas se dio cuenta de que había arrastrado a la joven al suelo y de que ella forcejeaba intentando apartarlo.

- Por favor -susurró, deseoso de sentir la suave piel femenina contra la suya-. Te necesito.

Amber pronunció un sonido indescriptible y, Duncan, intentado controlarse, consiguió alejarse de ella a pesar de que su cuerpo temblaba de deseo.

En cuanto la joven se vio libre, gimió desesperada.

- ¿Duncan? -Le temblaba la voz y la mano que extendió hacia él.

- Me abrasas; quemas mis entrañas, mi cuerpo, mi alma. -dijo Duncan fuera de sí, queriendo consolarla pero sin confiar en si mismo-. Si te vuelvo a tocar, te haré mía.

- Tócame entonces.

- Amber…

- Tómame.

Durante un instante eterno, Duncan miró aquellos ojos dorados y la mano extendida de la mujer que deseaba más que a su propia vida. Luego la atrajo hacia sí con una fuerza que apenas podía controlar y la cubrió con su cuerpo mientras su boca reclamaba la suya con feroz urgencia, devorándola con ansia primitiva.

Amber gimió y sus manos recorrieron el cuerpo de Duncan luchando por liberarlo de su ropa para sentir su piel desnuda y aliviar así el tormento de su excitación compartida, un suplicio que era también un salvaje placer.

Para el guerrero, sentir las manos de la joven en su rostro, en su pecho… era el paraíso y el infierno a la vez. Y cuando por fin acarició su palpitante miembro, el placer casi lo sobrepasó. Sus caderas se movieron contra ella una, dos, tres veces, y un ronco jadeo surgió de las profundidades de su garganta.

- Enséñame cómo complacerte -le suplicó Amber, consciente de que estaba torturándolo con sus caricias-. No puedo soportar el deseo que te desgarra.

El sonido que emitió Duncan al escuchar aquellas palabras fue el de un hombre atormentado. Unos dedos recios agarraron con brusquedad las caderas de la joven apenas un instante; después, sin apenas poder tomar aliento, las poderosas manos masculinas levantaron las faldas del vestido de Amber hasta la cintura.

La joven ni siquiera notó el frío latigazo del otoño en su piel desnuda, debido a que el deseo de Duncan la aturdía haciéndola olvidar todo lo demás. Cuando una decidida mano buscó la conveniente abertura de su ropa interior y comprobó que ella estaba húmeda y preparada para él, el sentimiento de triunfo del guerrero la traspasó.

Al instante llegó un lacerante placer ya que, al retirar la mano, él rozó el centro de su placer, lo que hizo que buscara instintivamente otra de esas caricias arqueándose bajo el cuerpo de Duncan en muda petición.

- Sí -susurró él salvajemente-. Yo tampoco puedo esperar más.

Sus manos separaron los suaves muslos femeninos y, sin más, entró en ella.

Un dolor desgarrador paralizó a Amber, pero al instante fue barrido por una ola de indescriptible placer que llegó desde Duncan al sentirse completamente unido a ella. Un segundo más tarde, sobrevino un momento de calma e incredulidad.

Duncan respiró hondo esforzándose por recuperar un control ya perdido. Pero resultó imposible. Sentía a Amber como terciopelo acariciando cada centímetro de la dura longitud de su miembro y, cediendo a la tentación, salió de ella para volver a hundirse en su suavidad una y otra vez, buscando la liberación.

Cuando eyaculó salvajemente en el interior de la joven, ella emitió un largo y vacilante suspiro y cerró sus brazos alrededor de su espalda, sintiendo el éxtasis palpitando en él.

Exhausto, Duncan cayó sobre ella. Después, con cuidado, se tumbó a su lado y observó pesaroso la sangre de Amber en su miembro y en los muslos femeninos.

- Te he lastimado. ¡Dios! Jamás fue esa mi intención. ¿Qué es lo que me pasa? ¡Nunca había tratado así a una mujer!

- No -le tranquilizó Amber, rozando su mejilla-. No estoy herida.

- ¡Estás sangrando!

- Es normal que las vírgenes sangren la primera vez que reciben a un hombre en su cuerpo.

- ¿Eras virgen? -exigió saber.

- ¿Acaso lo dudas? -preguntó Amber con una media sonrisa-. Mi sangre todavía no se ha secado sobre tu piel.

- Pero tu reacción no ha sido la de una virgen.

- ¿Ah no?

- ¡No! ¡Maldita sea'

- No podría saberlo -dijo ella con sencillez.

Duncan cerró los ojos, sopesando el alcance de lo que acababa de hacer. Amber le había entregado su virginidad… y él sólo había correspondido con dolor.

Había sentido el momento en el que la frágil barrera cedió ante su implacable avance, pero se había negado a creerlo a pesar de todo.

Si mancillo la inocencia de Amber, me casaré con ella.

¿Con o sin recuerdos?

- Sí.

Te haré cumplir tu promesa.

Con dedos poco firmes, Duncan cubrió a Amber con sus ropas.

Ella lo miraba aturdida, sin comprender. Su contacto le decía que él estaba furioso y contrariado al mismo tiempo, pero no conseguía percibir el porqué.

- Duncan -susurró-. ¿Qué pasa?

Él la miró con ojos sombríos y su boca se torció en una mueca.

- Nunca habías estado con un hombre -dijo él con dureza-, y yo te he tomado como un animal. ¡Dios! ¡Merezco ser azotado!

- ¡No! No me has tomado por la fuerza.

- Tampoco te he dado placer.

- ¿Qué quieres decir?

La mirada confusa de Amber no ayudó a Duncan.

- El placer que te di en el Desfiladero Espectral no se ha repetido hoy -siseó él.

- Pero hoy he podido sentir tu placer con más intensidad. ¿Acaso eso es malo?

Duncan gruñó con desagrado y se apartó, incapaz de soportar el reflejo de sí mismo en aquellos bellos ojos.

- Mi oscuro guerrero -susurró Amber al tiempo que le cogía de la mano para tratar de aplacarlo.

La voz quebrada de la joven atrapó a Duncan.

- Dime qué he hecho mal -suplicó ella.

- Nada.

- Entonces, ¿por qué te apartas de mi lado?

- Intento alejarme de mí mismo -le explicó con rudeza-. Deja que lo haga.

Amber apartó su mano con rapidez y Duncan se puso en pie. Se ajustó la ropa con movimientos secos y se quedó de pie con los puños cerrados a los costados.

- ¿Puedes montar a caballo? -preguntó tenso.

- Sí.

- ¿Estás segura?

- Duncan -estalló exasperada-, he venido aquí contigo a caballo, ¿recuerdas?

- Y después yo te he desgarrado hasta hacerte sangrar. Dime la verdad: ¿puedes montar?

- Claro que sí.

- Bien. Hemos de llegar al castillo rápidamente.

- ¿Por qué?

No hubo respuesta.

Amber miró hacia arriba. Lo que hasta hacía poco había sido un cielo amenazador e iluminado por los rayos, mostraba ahora un gris perlado.

- ¡La tormenta se ha alejado! -exclamó sorprendida.

Duncan lanzó al cielo un rápido vistazo. Después se giró malhumorado y miró al serbal que vigilaba el sueño eterno del montículo.

¿Estás complacido, serbal?

Habría sido mejor que me hubieras dejado morir antes que vivir para convertirme en un salvaje que no se puede controlar, que mancilla la inocencia de las vírgenes.

Había tomado aquello que estaba claramente prohibido. Debía asumir las consecuencias y rezar por que al cumplir una de sus promesas no estuviese rompiendo otra, una promesa que no recordaba.

- Vamos -la instó Duncan con sequedad, caminando hacia los caballos-. Tenemos que preparar una boda.

* * *