LII
LOS DOS SITIOS DE CONSTANTINOPLA POR LOS ÁRABES - SU INVASIÓN DE FRANCIA Y DERROTA POR CARLOS MARTEL - GUERRA CIVIL ENTRE OMÍADES Y ABASÍES - LITERATURA ARÁBIGA - LUJO DE LOS CALIFAS - EMPRESAS NAVALES CONTRA CRETA, SICILIA Y ROMA - MENOSCABO Y DIVISIÓN DEL IMPERIO DE LOS CALIFAS - DERROTAS Y VICTORIAS DE LOS EMPERADORES GRIEGOS
Al desembocar los árabes de su desierto, no pudieron menos de pasmarse con la prontitud y facilidad de sus logros; mas al asomar en su carrera victoriosa a las orillas del Indo y a las cumbres del Pirineo, enterados ya repetidamente de los filos de sus alfanjes y de la pujanza de su fe, ya se admirarían igualmente de que nación alguna contrarrestase a sus armas, ni que se atravesasen límites que hubiesen de atajar el señorío del sucesor del profeta. Disculpable es la confianza de una soldadesca fanática, puesto que el historiador que se afana desde el sosiego de su escritorio para ir ahora mismo siguiendo las corridas disparadas del sarraceno, tiene que ahincar su conato para desentrañar los móviles que pusieron la Iglesia y el Estado en salvamento, sorteando aquella catástrofe tan inminente y al parecer inevitable. Pastorean allá los septentrionales, y extensión, clima, desamparo y valentía resguardan los yerros de Escitia y de Sarmacia; lejana e inaccesible yace la China; pero el conquistador mahometano está ya avasallando la mayor parte de la zona templada, desfallecen los griegos con las desdichas de la guerra y el malogro de las provincias más pingües, y temblar debían fundadamente los bárbaros de Europa con el vuelco repentino de la monarquía goda. Voy a echar el resto de mi ahínco en despejar los acontecimientos que rescataron nuestros antepasados de Bretaña y los vecinos de la Galia, del yugo del Alcorán; que apadrinaron la majestad de Roma y dilataron la servidumbre de Constantinopla, y que robustecieron la defensa de los cristianos, sembrando entre los enemigos las semillas de sus desavenencias y su menoscabo.
A los cuarenta y seis años de la huida de Mahoma de la Meca, asoman sus discípulos armados bajo los muros de Constantinopla[1699] (668-675 d. C.). Enardécelos un dicho allá fundamental; aunque soñado, del profeta, de que la primera hueste sitiadora de la ciudad de los Césares lograría el perdón de sus pecados, y que el cúmulo inmenso de triunfos romanos se trasladaría debidamente a los vencedores de la Nueva Roma; y así las preciosidades de mil naciones permanecerían atesoradas en aquel solar selecto del comercio y la soberanía. Derrumba el califa Muawiya a sus competidores, fundamenta su solio y se afana en purgar el delito de la sangre civil con el logro y la nombradía de aquella expedición sacrosanta;[1700] se aparata dignamente por mar y por tierra para tan esclarecido objeto; enarbola Sofián, guerrero veterano, el estandarte, pero enardece las tropas con su presencia y ejemplo el mismo Yezid, hijo y heredero presuntivo del caudillo de los fieles. Nada esperanzan los griegos, y nada temen sus enemigos, por el denuedo y los desvelos del emperador reinante, que está afrentando el nombre de Constantino, y remedando únicamente los años indecorosos de su abuelo Heraclio. Transitan los sarracenos sin demora ni contrarresto el canal desamparado del Helesponto, que, aun en el día, bajo el desgobierno turco se está resguardando como el antemural nativo de la capital.[1701] Fondea la armada arábiga, y desembarca junto al palacio Hebdomon a dos leguas [4,44 km] de la ciudad. Por largos días asaltos y asaltos se están repitiendo desde el amanecer hasta la noche, por toda la línea que corre y abarca desde la puerta Dorada al promontorio oriental, y los asaltadores delanteros tienen que ceder al empuje de los arrolladores de retaguardia. Mas conceptúan los sitiadores equivocadamente las fuerzas y recursos de Constantinopla. Cuerpos crecidos y disciplinados están guardando los encumbrados murallones; se retempla el denuedo romano con el peligro postrero de la religión y el Imperio; los fugitivos de las provincias avasalladas renuevan aceitadamente las defensas de Damasco y de Alejandría, y quedan los sarracenos despavoridos con el estrago horroroso de los fuegos artificiales. El tesón eficacísimo de aquella resistencia retrae las armas de intentos más practicables por las costas asiáticas y europeas de la Propóntida, y después de aguantarse en el mar desde abril a setiembre, a los asomos del invierno se retiran a más de veinticinco leguas [55,6 km] de la capital, a la isla de Císico, donde tienen almacenados sus despojos, pertrechos y abastos. Tan aferrado fue su tesón, y tan desvalidas sus operaciones, que siguieron por seis veranos repitiendo el avance y la retirada, menoscabando más y más su brío y sus esperanzas; hasta que el estrago redoblado de naufragios y dolencias, del acero y del fuego, les precisaron a orillar su empresa infructuosa. Cúpoles llorar el malogro y encarecer el martirio de treinta mil musulmanes, que yacieron en el sitio de Constantinopla, y las exequias solemnísimas de Abu Ayub, o Job, merecieron la curiosidad de los mismos cristianos. Aquel árabe reverendo, uno de los últimos compañeros de Mahoma, era de los ansares o auxiliares de Medina que abroquelaron la cerviz del Profeta fugitivo. Peleó de mozo en Bender y Ohud, bajo el estandarte sagrado; fue en su madurez amigo y secuaz de Alí, y dedicó las postrimerías de su pujanza y vida o una guerra lejana y azarosa contra los enemigos del Alcorán. Reverenciaban su memoria, mas quedó su sepulcro por cerca de ocho siglos desatendido e ignorado, hasta la conquista de Constantinopla por Mahometo II. Una visión oportunísima (como las que suelen fraguarse en todas las religiones) reveló el solar sagrado, al pie de las murallas y al extremo de la bahía, y la mezquita de Ayub ha merecido ser la escogida para la inauguración sencilla y marcial de los sultanes turcos.[1702]
Revive, con el paradero del sitio, en levante y poniente el concepto de las armas romanas, y empaña algún tanto los timbres sarracenos. Reciben halagüeñamente en Damasco los emires o koreishitas al embajador griego (677 d. C.); se ajusta paz, o tregua por treinta años, y luego se ratifica, entre los dos imperios, y el pacto de un tributo anual de cincuenta caballos castizos, cincuenta esclavos y tres mil piezas de oro, viene a desdorar el señorío del caudillo de los fieles.[1703] Ansiaba el califa anciano el goce de sus dominios, acabando sus días con bonanza y desahogo; mientras moros e indios se estremecen a su nombre, los marduitas o maronitas del monte Líbano, están insultando su palacio y ciudad de Damasco, hasta que la política asombradiza de los griegos desarma y traslada aquel antemural incontrastable del Imperio.[1704] Rebeladas la Arabia y la Persia, la alcurnia de Omiyah[1705] queda reducida a los reinos de Siria y Egipto; su conflicto y sus zozobras les precisan a acudir a las demandas encarecidas de los cristianos, acrecentándose el tributo de un caballo, un esclavo y mil piezas de oro por cada uno de los trescientos y sesenta y cinco días del año solar. Mas apenas se hermana y acabala con las formas y la política de Abdalmalek, se desentiende allá de aquella prenda de servidumbre, no menos amarga para su conciencia que para su orgullo, y el enojo de los griegos yace imposibilitado con la desatinada tiranía de Justiniano Segundo, la rebeldía legítima de los súbditos y el vaivén incesante de sus contrarios y sucesores. Habíanse contentado los sarracenos, hasta el reinado de Abdalmalek, con la posesión anchurosa de los tesoros persa y romano, y el cuño de Cosroes o de César; pero aquel califa plantea su moneda nacional de plata y oro, y el rótulo del Dinar, por más que lo tilden moralistas timoratos, está pregonando la unidad del Dios de Mahoma;[1706] y luego con el califa Walid la leyenda griega quedó excluida de la cuenta y razón en la hacienda pública.[1707] Si resultó de aquella mudanza el uso corriente de nuestros guarismos actuales, apellidados arábigos o indios, aquella disposición cancilleresca ha venido a proporcionar los descubrimientos más grandiosos de la aritmética, el álgebra y las ciencias matemáticas.[1708]
Mientras el califa Walid se tiende apoltronado en su solio de Damasco, y sus lugartenientes redondean la conquista de España y de la Transoxiana, allá se desparrama un tercer ejército sarraceno por las provincias del Asia Menor (716-718 d. C.), asomándose a la misma capital bizantina; pero el empeño y baldón del segundo sitio queda reservado para su hermano Solimán, cuyos impulsos ambiciosos aparecen más ardientes y denodados. En los vaivenes del Imperio griego, tras el castigo y venganza del tiranillo Justiniano, un mero secretario, Anastasio o Artemio, por acaso o por mérito, se engalanó con la púrpura. Le sobresalta el estruendo de la guerra, llegando un embajador de Damasco portador de nuevas pavorosas con el armamento que están los sarracenos aparatando por mar y tierra, sobrepujando a todos los anteriores y haciéndose en el día increíble. Se esmera y se precave Anastasio para contrarrestar el amago, pregona un bando para que salgan de la ciudad ejecutivamente cuantos carezcan de los abastos necesarios para mantenerse por espacio de tres años; rebosan de acopios los graneros y arsenales públicos; se reparan y robustecen las murallas; se van colocando por toda su extensión máquinas para arrojar piedras, dardos o fuego, guarneciendo también los bergantines de guerra y aumentando su número. Mas acertado y decoroso es el precaver que el rechazar todo peligro, y se ideó el intento, harto superior a la flaqueza griega, de abrasar los artilleros del enemigo y cuanta madera de ciprés cortada en el monte Líbano está hacinada por las playas de la Fenicia, para el servicio de la escuadra egipcia. Gallardísima empresa, frustrada por la cobardía o traición de las tropas que en el lenguaje nuevo del Imperio, se apellidaban del Tema Obsequioso.[1709] Degüellan a su general, desiertan de sus banderas en la isla de Rodas, se dispersan por el continente inmediato, y logran indulto o premio, revistiendo a un mero dependiente de rentas con la púrpura. Pudiera recomendarle su nombre de Teodosio al Senado y al pueblo; pero a pocos meses se empoza en un claustro, y pone en las manos más briosas de León Isáurico, la defensa urgentísima de la capital y el Imperio. El sarraceno más pavoroso, Moslemah, hermano del califa, está ya en las cercanías acaudillando ciento veinte mil árabes o persas cabalgando sus alazanes o camellos la mayor parte, y los sitios certeros de Tiana, Amorio y Pérgamo fueron de duración suficiente para amaestrarse y engrandecer sus esperanzas. Trasládanse por la vez primera del Asia a la Europa las armas musulmanas por el tránsito tan sonado de Abido en el Helesponto. Desde allí Moslemah, revolviendo por las ciudades tracias de la Propóntida, cerca a Constantinopla por la parte de tierra, resguarda sus reales con foso y parapeto, aparata y coloca su maquinaria para el asalto, y manifiesta de palabra y obra su ánimo aferrado de mantenerse esperando la vuelta de la sementera y de la siega, si la pertinacia de los sitiados venía a igualarse con la suya. Gustosos rescataran los griegos su religión e Imperio por medio de una multa o reparto de una pieza de oro por cabeza de cada vecino; pero no tiene cabida el grandioso ofrecimiento, y el desdeñoso Moslemah se engríe más y más con el asomo cercano de las armadas incontrastables de Egipto y Siria. Se dice que ascendían a mil ochocientas naves; pero este número está manifestando su cortísimo buque, y aun los bajeles mayores y empinados, torpísimos en los movimientos por sus moles, no traían más que cien hombres bien armados. Aquel aborto de armada va surcando con mar y viento bonancible hacia la embocadura del Bósforo; la haz del estrecho queda toda emboscada en lenguaje de los griegos con una selva movediza; y el caudillo sarraceno tiene aplazado el asalto general para la idéntica aciaga noche por mar y por tierra. Para cebar más y más el anhelo del enemigo, había el emperador desviado la cadena que suele atajar la entrada del puerto, y al titubear entre el afán de abalanzarse, y la zozobra de alguna asechanza están los monstruos asoladores a la mano. Lanzan los griegos sus brulotes contra los advenedizos; árabes, armas, naves, todo se arremolina en las llamas; los fugitivos, desbandados, se estrellan mutuamente o se hunden bajo las oleadas, y no asoma ya rastro alguno de aquella escuadra exterminadora hasta del nombre Romano. Pérdida más aciaga e irreparable es la del califa Solimán, muerto de una indigestión[1710] en sus reales junto a Kinisrin o Calcisen Siria, cuando se estaba aparatando para acaudillar sobre Constantinopla las fuerzas restantes del Oriente. Sucede al hermano de Moslemah un deudo y enemigo, y las virtudes inservibles, y aun perniciosas, de un santón vienen a desdorar el solio de un príncipe activo e inteligente. Mientras escrupuliza o despeja a ciegas su conciencia, va siguiendo el sitio en el invierno, más por el abandono que por las disposiciones del califa Omar.[1711] Crudísimo sobreviene el invierno, pues nieve densa está cuajando por más de cien días la tierra, y los naturales de aquellos climas abrasadores de Egipto y Arabia yacen allá entumecidos y como exánimes en el helado campamento. Raya la primavera y reviven; se había echado de nuevo el resto para socorrerles; les llegan dos escuadras cargadas de trigo, armas y tropa, la una de Alejandría, con cuatrocientos transportes y galeras, y la otra de los puertos de África con trescientos sesenta bajeles; pero arde el fuego griego, y si el exterminio es menos rematado, consiste en que el sarraceno, ya ducho sortea el peligro con la distancia, y luego los marinos egipcios desiertan alevosamente con sus naves al emperador de los cristianos. Restablécese la navegación y el comercio de la capital, y la pesca acude a las necesidades, y aun al lujo, del vecindario. La tropa de Moslemah es la que adolece de hambre y enfermedades, y aunque se alivia la necesidad, la epidemia cunde más y más siempre, con los abastos perniciosos y aun inmundos a que se tuvo que acudir en las sumas escaseces. Yerto yace el ímpetu conquistador y religioso, pues no pueden los sarracenos desviarse de su recinto, ni en particular, ni tampoco en partidillas, sin exponerse al encuentro implacablemente matador del paisanaje de Tracia. Recaba León con sus dádivas y promesas una hueste de búlgaros del Danubio, y aquellos auxiliares bravíos vinieron en parte a compensar sus estragos en el Imperio, con la derrota y matanza de veintidós mil asiáticos. Cunde estudiadamente la hablilla de que los francos y las naciones desconocidas del orbe latino, están en el disparador para acudir a la defensa de la causa cristiana por mar y por tierra, y su auxilio pavoroso se está esperando con diversísimos afectos en el campamento y en la ciudad. Desahuciado por fin Moslemah, tras un sitio de trece meses,[1712] recibe el anhelado permiso para retirarse. Marcha la caballería arábiga sobre el Helesponto y por las provincias de Asia, sin demora ni tropiezo; pero un ejército de sus hermanos queda destrozado por la parte de Bitinia, y los residuos de su armada padecen tantísimo con el fuego y las tormentas, que tan sólo cinco galeras logran aportar en Alejandría para ir contando la relación de sus varios y casi increíbles fracasos.[1713]
El rescate de Constantinopla en ambos sitios, debe principalmente atribuirse a la novedad, el pavor y el estrago positivo del fuego griego.[1714] Calínico, natural de Heliópolis en Siria, pasándose del servicio del califa al del emperador, trajo el arcano importantísimo de componer y disparar aquel incendio.[1715] Equivalió la maestría del químico y artillero al auxilio de escuadras y ejércitos, y aquel descubrimiento, y mejora en el arte militar cuadró venturosamente con el plazo infausto en que la bastardía de los romanos orientales no alcanzaba a contrarrestar el entusiasmo guerrero y el empuje sarraceno en toda su lozanía. El historiador que se empeña en desentrañar aquel artefacto, tiene que desconfiar de su propia inteligencia, cuanto más de la de sus originales bizantinos, tan propensos a todo lo portentoso, tan inadvertidos, y en esta ocasión tan malquistos con la verdad. Por sus apuntes allá enmarañados, y tal vez engañosos, aparece que el ingrediente principal era la nafta,[1716] o betún líquido, especie de aceite claro, pegajoso e inflamable,[1717] que brota de la tierra y se enciende con el contacto del ambiente. Mezclábase la nafta, no sé con que arbitrios y en qué proporciones con azufre y pez sacada de los pinos albares.[1718] De aquel amasijo humoso se disparaba una llamarada horrorosa y tenaz, que no sólo cundía en alto sino también por debajo y al derredor con igual ímpetu y rapidez; el agua en vez de apagarla aumentaba su rabiosa actividad; siendo únicamente la arena, los orines y el vinagre, los contrarrestos de aquel agente poderosísimo, que los griegos apellidaban con toda propiedad, líquido o marítimo. Causaba igual exterminio en el enemigo por mar y por tierra, en sitios y en batallas; ya lo vaciaban a calderadas desde las almenas, ya lo arrojaban en bolas caldeadas de piedra o hierro, o lo flechaban en dardos y venablos, con cáñamo o borra empapada toda en aceite inflamable: a veces lo llevaban metido en los brulotes, máquinas de mayor ejecución y trascendencia y solían aventarlo por un cañón largo de cobre, que abría un boquerón disparatado como de algún monstruo ideal, vomitando a raudales un fuego líquido y abrasador. Conservose en Constantinopla el importantísimo invento, como el paladio afianzador del Estado: tal vez se llegaron a franquear las galeras y aun la artillería a los amigos de Roma; pero la composición del fuego griego se reservaba escrupulosísimamente, y el enemigo quedaba más y más despavorido con su ignorancia y sobresalto. El autor allá regio del tratado sobre el régimen del Imperio,[1719] va apuntando las contestaciones y excusas más propias para burlar el ahínco desaforado y las preguntas importunas de los bárbaros. Dígaseles, encarga, que el fuego misterioso es revelación de un ángel, al primero y mayor de los Constantinos, con el mandamiento sagrado, de que tan sumo don del cielo, fineza vinculada en los romanos, jamás debía franquearse a nación extraña; pero príncipe y súbdito, tenían que enmudecer so pena de traición y sacrilegio, y así sobre el escarmiento temporal, aquel desliz impío se acarreaba la venganza del Dios de los cristianos. Tan suma cautela aprisionó el secreto en el pecho de los romanos orientales por más de cuatro siglos; y aun a fines del siglo XI, los pisanos, árbitros del mar y amaestrados en todas las artes, padecieron el estrago, sin calar el invento de aquel fuego. Lo descubrieron por fin, o lo agenciaron, los mahometanos; y en las guerras sagradas de Siria y Egipto, revolvieron el artificio inventado contra ellos sobre los mismos cristianos. Refiere un caballero, despreciador de alfanjes y lanzas sarracenas, con desahogo entrañable su propio susto, y el de sus compañeros, a la vista y al estruendo del aciago disparo con un raudal del fuego griego, llamado ya así por los primeros escritores franceses. Venía volando por los aires, dice Joinville,[1720] a manera de dragón alado y coli-largo, del macizo de media fanega, con el retumbo del trueno y la rapidez del rayo, ahuyentando la lobreguez de la noche con su pavorosa luminaria. Siguió la práctica del fuego griego, y ya sarraceno, hasta mediados del siglo XIV,[1721] cuando un compuesto de nitro, azufre y carbón, causó una nueva revolución en el arte de la guerra y en la historia del género humano.[1722]
Constantinopla y el fuego griego atajan a los árabes la entrada oriental en Europa; por acá al Occidente los conquistadores de España, tramontan el Pirineo y amagan, y aun invaden, las provincias de la Galia[1723] (753 d. C., etc.). El menoscabo de la monarquía francesa está brindando al avance a tan insaciables fanáticos. Desheredados yacen los descendientes de Clodoveo de su bizarría marcial y desaforada, y la desventura o el demérito acarreó el apodo de perezosos a los últimos reyes de la estirpe merovingia,[1724] pues subían al solio desvalidos y pasaban ignorados al sepulcro. Un palacio aislado, a las cercanías de Compiegne,[1725] les cupo allá por resistencia o cárcel; pero iban todos los años encaramados en una carreta de bueyes por marzo o por mayo, al consejo de los francos para dar audiencia a los embajadores y revalidar las actas de sus mayordomos, pues el palaciego había parado en ministro de la nación y dueño del príncipe, y un empleo público se había trocado en patrimonio de una alcurnia privada: dejó Pipino el mayor un rey de edad madura bajo la tutela de su propia viuda y de su niño, mas quedaron luego desposeídos tan endebles regentes con la eficacia del bastardo. Desquiciose un gobierno estragado y bravío, y los duques tributarios, los condes provinciales y los señorones hacendados, vinieron luego a menospreciar la flaqueza del monarca y a remedar la ambición de los mayordomos. Entre estos caudillos independientes, uno de los más arrojados y venturosos fue Eudes, duque de Aquitania, que en las provincias meridionales de la Galia usurpó la autoridad, y aun el título, de rey. Godos, gascones y francos acuden al pendón del héroe cristiano: rechaza el primer avance de las sarracenos, y Zama, lugarteniente del califa, pierde ejército y vida bajo los muros de Tolosa. El afán de la venganza da nuevas alas a la ambición de los sucesores, quienes se encumbran otra vez al Pirineo con ínfulas y denuedo de conquistadores. Vuelven los musulmanes a aposentarse en Narbona, por la situación aventajada que les mereció el asiento de una colonia romana:[1726] están pidiendo la provincia de Septimania, o Languedoc, por dependiente de la monarquía española; pues el soberano de Damasco y Samarcanda se halla poseedor de los viñedos de Gascuña y de la ciudad de Burdeos, y el mediodía de Francia, desde la desembocadura del Garona hasta la del Ródano, se avino a las costumbres y la religión de la Arabia.
Menosprecia tan estrechos linderos la gallardía de Abderramen, devuelto por el califa Hasshem a los anhelos de la soldadesca y el pueblo de España (751 d. C.). Aquel caudillo veterano y denodado doblega a la obediencia del Profeta cuanto faltaba de Francia o de Europa, y se aparata a ejecutar la sentencia, acaudillando una hueste pavorosa, plenamente confiado de arrollar todo tropiezo de la naturaleza o de los hombres. Se esmera ante todo en dar al través con un pueblo casero que estaba aposentado en los tránsitos principales del Pirineo; pues Munuza, caudillo moro, se había amistado con el duque de Aquitania, quien por motivos de interés público o privado sacrificó su hija hermosísima al tálamo de un feroz africano. Fuerzas irresistibles arrollan la Cerdeña con todas sus empinadas fortalezas; alcanzan y matan al rebelde por los despeñaderos, enviando cautiva su viuda a Damasco, para saciar el apetito y más probablemente la vanagloria, del caudillo de los fieles. Se descuelga Abderramen del Pirineo, y se adelanta al tránsito del Ródano para sitiar a Arles. Intenta una hueste cristiana socorrer la ciudad; pero los sepulcros de sus mandarinos se estaban todavía viendo en el siglo XIII, y el raudal arrebató a millares los cadáveres hasta el Mediterráneo. Prospera más y más con sus armas Abderramen por la parte del Océano, pues atraviesa sin contraste el Garona y el Dordoña, que juntan sus aguas en el golfo de Burdeos; pero tropieza luego con los reales de Eudes, quien formando nuevo ejército padece otro descalabro, tan infausto para los cristianos, que según su misma confesión dolorosa, tan sólo Dios podía contar los muertos. Victorioso el sarraceno, va recorriendo las provincias de Aquitania, cuyos nombres galos están todavía mal encubiertos con los de Perigord, Santonja y Poitú; tremolan sus pendones sobre las almenas, o por lo menos ante las puertas, de Tours y de Sens; y sus destacamentos se desparraman allá por la Borgoña hasta las ciudades notables de Lion y de Besanzón. Sonó por largos años el recuerdo de tanta asolación, pues Abderramen iba al par destrozando campiñas y vecindarios; y la invasión de Francia por moros o mahometanos dio campo a tantísima patraña, como se fue rematadamente desfigurando en las novelas caballerescas, tan primorosamente engalanadas por las musas italianas. En aquel menoscabo de la sociedad y de las artes, yermas las ciudades, podían cebar poquísimo la codicia de los sarracenos, y sus despojos más aventajados salían de las iglesias y monasterios, desnudándolos de sus ornamentos y entregándolos a las llamas; y aun aquellos santos titulares como san Hilario de Poitiers y san Martín de Tours se mostraron olvidadizos de su potestad milagrosa, en defensa de sus propios sepulcros.[1727] Por más de trescientas leguas [667 km] iba allá corriendo la línea victoriosa desde el peñón de Gibraltar hasta las orillas del Loira, y redoblando aquella marcha, se aposentaban los sarracenos en el confín de Polonia y en los riscos de Escocia; pues no es el Río más intransitable que el Nilo o el Éufrates, y a sus anchuras y sin choque naval pudo surcar una escuadra arábiga la desembocadura del Támesis. Acaso se estuviera en el día enseñando la interpretación del Alcorán en las escuelas de Oxford, y en sus púlpitos se estuviera igualmente demostrando a un auditorio circuncidado la santidad y la certeza de la revelación de Mahoma.[1728]
El numen y la dicha de un hombre libertan la cristiandad de tamaño fracaso (732 d. C.). Carlos, hijo natural de Pipino el Mayor, se contentaba con los dictados de mayordomo, o duque de los francos; mas vino a encabezar una alcurnia de reyes. Afánase por veinticuatro años en su desempeño; restablece y sostiene el señorío del solio, y los rebeldes de Germania y Galia van quedando soterrados con el ahínco arrollador de un guerrero que en una misma campaña va tremolando sus banderas por el Elba, el Ródano y las playas del océano. Amagada la patria de tan sumo peligro, está clamando por su diestra, y el duque de Aquitania, su competidor, tiene que asomar en la comitiva de sus rendidos o fugitivos, «¡Ay Dios! —prorrumpen los francos—; ¡qué desventura!, ¡qué baldón! Estuvimos oyendo allí el nombre y las conquistas de los árabes; por levante nos acosaba la zozobra de su avance; tienen conquistada la España, y están ya invadiendo nuestro país por la parte de poniente. Pues en número y (puesto que vienen desabroquelados) en armas nos son muy inferiores». «Si os atenéis a mi dictamen —contesta el mayordomo cuerdamente— no hay que atajarles la marcha, ni atropellar nuestro avance. Son como el raudal, pavoroso en el ímpetu de su carrera; sedientos de presa y engreídos con tanto logro, se envalentonan más y más, y el denuedo se sobrepone al gentío y a las armas. Aguantemos hasta que los abrume la mole de sus despojos; siendo ricos, todo se les volverá desavenencias, y ya son nuestros». Quizás los escritores arábigos soñaron política tan refinada, y aquellas largas de Carlos se motivan con los apuros de su situación y el anhelo ruin de doblegar las ínfulas del rebelde duque de Aquitania con la asolación de sus provincias; pero se hace todavía más probable que tanta demora le fue repugnante, pero inevitable. Ni la primera ni la segunda casta tuvieron ejército de planta, y luego más de la mitad del reino paraba en manos de los sarracenos: según sus respectivas situaciones, los francos de Neustria y de Austrasia se desentendían o se horrorizaban con el peligro inminente; y allá el auxilio voluntario de gépidas y germanos caía muy desviado de los estandartes del general cristiano. Agolpadas por fin sus fuerzas, busca y halla el enemigo en el corazón de Francia entre Tours, y Poitiers. Resguardan cordilleras de cerros su atinada marcha, y parece que su inesperada presencia sobrecoge a Abderramen. Las naciones de Asia, África y Europa se adelantan con igual denuedo al encontrón de una refriega, que debía variar la historia del orbe. Por los seis días primeros en los trances de guerrilla, los jinetes y flecheros orientales salen por lo más airosos; mas en el día séptimo, al estrechar el encuentro, se postran los levantinos al brío y estatura de los germanos, quienes con pechos forzudos y manos de hierro,[1729] afianzan la libertad civil y religiosa de su posteridad. El adjetivo de Martel o Martillo, añadido al nombre de Carlos, está retratando sus tremendos e irresistibles martillazos; el desagravio y la emulación estimulan el valor de Eudes, y sus compañeros asoman para el historiador como los verdaderos Pares o Paladines de la caballería francesa. Tras batalla sangrientísima, en que fenece Abderramen, y después de anochecido, se acogen los sarracenos a su campamento, y en el desconcierto y desesperación, las diversas tribus del Yemen, de Damasco, África y España se provocan y traban mutuamente contienda; los residuos de la hueste se descarrían, y cada caudillo procura su salvamento retirándose atropellada y arbitrariamente. Amanece, y los cristianos victoriosos malician doblez en aquel sosiego que están presenciando; informados por los escuchas, se arrojan a escudriñar las preciosidades de las tiendas vacías; pero exceptuando tal cual reliquia afamada, cortísimo es el despojo que se devuelve a sus legítimos dueños. Cunde repentinamente el notición por todo el orbe católico, y los monjes de Italia se atreven a afirmar y creer, que trescientos cincuenta mil, o trescientos setenta y cinco mil mahometanos, quedaron machacados con el martillo de Carlos,[1730] al paso que fenecieron tan sólo mil quinientos cristianos en las campiñas de Tours. Mas no cabe desproporción tan increíble con la suma cautela del caudillo francés, en extremo aprensivo con los ardides y añagazas que se receló en el alcance, y así despidió los germanos a sus acostumbrados bosques. Vencedor sosegado, está denotando crecida mengua en fuerzas y sangre, pues el escarmiento más atroz suele practicarse no tanto en la línea de batalla, como sobre las espaldas del vencido. Fue sin embargo la victoria de los francos cabal y terminante, pues las armas de Eudes recobran la Aquitania; los árabes ya nunca entablan la conquista de la Galia, y Carlos Martel y su valeroso linaje los aventan luego allende el Pirineo.[1731] Parecía que el clero había de canonizar, o vitorear por lo menos entrañablemente, al redentor de la cristiandad, debiéndole la existencia; pero había tenido el mayordomo del palacio que acudir en aquel conflicto a las riquezas, o bien a las rentas de obispos y abades, para sostener el estado y premiar su soldadesca. Se olvidan sus merecimientos; pero se tiene su sacrilegio muy presente, y un sínodo galo se arroja a decir por escrito a un príncipe carolingio que su antecesor está condenado, pues al abrir su tumba quedó atónita la concurrencia con hedor o fuego y el aspecto de un dragón pavoroso, y que un santo de aquel tiempo se había estado regalando con la visión halagüeña de Carlos Martel ardiendo y revolcándose en cuerpo y alma por toda una eternidad en los abismos infernales.[1732]
El malogro de un ejército o de una provincia allá por el orbe occidental, se hizo menos doloroso a la corte de Damasco que el asomo y engrandecimiento de un competidor casero (746-750 d. C.). Nunca la alcurnia de Omiyah había merecido privanza en el concepto público, pues la vida de Mahoma estaba recordando su perseverancia en la idolatría y la rebelión; había sido su conversión forzada, y su encumbramiento desconcertado y banderizo, cimentando su solio sobre la sangre más esclarecida y sacrosanta de toda la Arabia. Omar todo religioso, el mejor de la alcurnia, estaba mal hallado con su propio título, y las prendas de todos eran escasísimas; para sincerar aquel desvío del orden de la sucesión, clavando los fieles a porfía sus ojos y sus anhelos sobre el linaje de Hashem y la parentela del Apóstol de Dios. Eran en esto los fatimitas ya temerarios y ya pusilánimes pero los descendientes de Abás estaban halagando con denuedo y advertencia las esperanzas de su declarado encumbramiento. Arrinconados en Siria, destacan allá reservadamente sus agentes y misioneros para pregonar por las provincias orientales su derecho hereditario e incontrastable, y Mahomed, hijo de Alí, hijo de Abdalah, hijo de Abás, tío del Profeta, da su audiencia a los diputados de Jorasán, y acepta el regalo de cuatrocientas mil piezas de oro. Muerto Mahomed, se juramenta con Ibrahim rendido, y desaladamente un sinnúmero de sus afectos puestos en el disparador para la primera señal con su competente caudillo, y el gobernador de Jorasán sigue lamentándose de sus advertencias infructuosas, y del aletargamiento mortal de los califas de Damasco, hasta que él mismo y todos sus allegados quedan excluidos del palacio y ciudad de Meru por las armas del rebelde Abu Moslem.[1733] Aquel fraguador de reyes, y autor, como se le apellida, del llamamiento de los abasíes, cargó al fin, por su mérito supuesto, con el galardón corriente en las cortes; pues una ralea ruin, y tal vez advenediza, no alcanzó a contrarrestar la pujanza lozana de Abu Moslem. Amantísimo de sus mujeres, dadivoso de sus caudales y pródigo de la sangre propia y ajena, blasonó ufana y tal vez verdaderamente de haber soterrado a seiscientos mil enemigos; y era tan denodada la entereza de su espíritu y semblante, que nadie le vio risueño, sino en un día de batalla. Se abanderizan los fatimitas con el distintivo verde, los Omíades con el blanco y los abasíes prohijan el negro, como más contrapuesto. Aquel color lóbrego cuaja sus turbantes y ropajes; dos estandartes negros con sus astas de nueve codos de largo, se enarbolan en la vanguardia de Abu Moslem, y sus apellidos alegóricos de noche y sombra simbolizan enmarañadamente el enlace indisoluble y la sucesión perpetua de la alcurnia de Hashem. Estremécese el Oriente desde el Indo hasta el Éufrates con la reñida contienda entre los bandos blanco y negro: por lo más vencen los abasíes, pero queda nublado tanto logro con la desventura personal de su caudillo. La corte de Damasco se desaletarga al fin, y dispone precaver la romería a la Meca emprendida con esplendorosa comitiva por Ibrahim, para granjearse al mismo tiempo su privanza con el Profeta y con el pueblo. Ataja un destacamento de caballería su marcha y afianza su persona, y el desventurado Ibrahim, al ir a empaparse en el embeleso de la soberanía, fenece aherrojado en las mazmorras de Haran. Sus hermanos menores Safah y Almanzor, burlando las pesquisas del tirano, permanecen ocultos en Cufa, hasta que el afán general y el asomo de sus amigos del Oriente les facilitan el exponerse ante el ansioso pueblo. Llega el viernes, y Safah, con los atavíos de califa y los matices de su secta, se encamina con boato religioso y militar a la mezquita; trepa al púlpito, reza y predica a fuer de sucesor legítimo de Mahoma; parte, y el vecindario se juramenta con su parentela para seguirle con lealtad. Mas la gran contienda se zanja, no en la mezquita de Cufa, sino en las márgenes de Zab, donde todo redunda en ventaja de la facción blanca: con la autoridad del gobierno ya establecido, un ejército de ciento veinte mil hombres, contra la sexta parte de aquel gentío, y la presencia y merecimientos del Califa Mervan, el catorceno y último de la alcurnia de los Omíades. Antes de encumbrarse al solio, había logrado por su desempeño guerrero en Georgia, el dictado relevante de jumento de Mesopotamia;[1734] y se colocara allá entre los mayores príncipes, a no mediar, dice Abulfeda, el decreto sempiterno de aquel trance para el exterminio de su alcurnia, disposición incontrastable para toda cordura y fortaleza humana. Se equivocan o se desobedecen los mandatos de Mervan; con la vuelta de su caballo, del cual se acaba de apear por una urgencia, cunde la aprensión de su muerte, y Abdalah, tío de su competidor, enardece y escuadrona con maestría la milicia negra. Huye el califa, tras su descalabro irreparable a Mozul; pero asoma sobre las almenas el color de los abasíes; atraviesa repentinamente el Tigris, tiende una mirada melancólica sobre su palacio de Haran, atraviesa también el Éufrates, se desentiende allá de las fortificaciones de Damasco, y sin detenerse en Palestina, planta sus reales aciagos y postreros en Busir sobre las orillas del Nilo.[1735] Atropella su escape por el eficacísimo alcance de Abdalah, que se va reforzando y afamando más y más a cada paso; quedan por fin vencidos de remate los residuos de la facción blanca en Egipto, y el lanzazo que acabó con la vida y las congojas de Mervan, fue quizá no menos apetecible para el caudillo desventurado que para el victorioso (10 de febrero de 750 d. C.). La pesquisa despiadada de éste desarraigó hasta los vástagos más lejanos de la ralea enemiga: aventaron sus osamentas, maldijeron su memoria, y quedó desagraviado de sobras el martirio de Hosein en la posteridad de sus tiranos. Convidan a ochenta omíades, confiados en la clemencia y palabra de los vencedores, a un banquete espléndido, y atropellan las leyes del hospedaje matándolos indistintamente; cubren luego la mesa sobre sus cadáveres, y sus gemidos moribundos sirven de contrapunto a la algazara de la beodez. Afiánzase, con aquel paradero de la guerra, la dinastía de los abasíes; pero a los cristianos tan sólo era dado triunfar con los mutuos enconos y descalabros generales de los discípulos de Mahoma.[1736]
Pero tantos millares como guadañó la guerra se repusieran muy pronto con nuevas generaciones, si de resultas de la revolución no se fuesen ya disolviendo la unidad y el poderío del Imperio sarraceno. Proscritos los omíades, un mancebo regio llamado Abdalrahman se salva a solas de la saña del enemigo que sigue cazando al desterrado vagaroso desde las orillas del Éufrates hasta las cañadas del monte Atlas. Al presentarse por las cercanías de España revive el afán de la parcialidad blanca (757 d. C.). Son los Persas los primeros desagraviadores de los abasíes; no alcanza al Occidente la plaga de armas civiles y los sirvientes de la familia apeada siguen poseyendo como feudo arbitrario la herencia de haciendas y destinos del gobierno. Rebosan sus pechos de agradecimiento, de ira y de zozobra, y brindan al nieto del califa Heschem con el solio de sus mayores, y en aquel sumo trance los extremos de la temeridad y de la cordura vienen a darse la mano. Vitoréanle al aportar en Andalucía, se afana, batalla y vence, y plantea por fin Abderramen el trono de Córdoba, encabezando los Omíades de España, que estuvieron imperando por más de dos siglos y medio desde el Atlántico hasta el Pirineo.[1737] Mata en batalla a un lugarteniente de los abasíes, que con un ejército y escuadra invade su señorío; y la cabeza de Alá, embebida en sal y alcanfor, amanece colgada por un mensajero denodado ante el palacio de la Meca, y el califa queda allí paladeando su resguardo, por mediar tierras y mares desde el alcance de contrario tan pavoroso. Guerras se aparatan y declaran mutuamente sin resultas, pero ya la España, en vez de ser el embocadero para la conquista de Europa, queda desgajada del tronco de la monarquía, comprometida en hostilidad perpetua contra el Oriente, y propensa a entablar paz y amistad con los príncipes cristianos de Constantinopla y de Francia. La alcurnia castiza o supuesta de Alí, los edrisitas de África y los fatimitas más poderosos de la misma y del Egipto: tres califas batallan en el siglo X por el solio de Mahoma, reinando en Bagdad, en Cairuán y en Córdoba, excomulgándose mutuamente y acordes tan sólo en un principio de encono a saber que un sectario es más abominable y más criminal que un incrédulo.[1738]
Era la Meca el patrimonio del linaje de Haschem, mas nunca trataron los abasíes de residir en la patria o ciudad del Profeta. Mancillado quedó Damasco, no sólo por la preferencia, sino también con la sangre de los omíades; y tras alguna suspensión, Almanzor, hermano y sucesor de Safah, plantea a Bagdad[1739] para asiento imperial de su posteridad por espacio de cinco siglos.[1740] El solar escogido cae a la orilla oriental del Tigris, como a quinientas leguas [1111 km] más arriba de las ruinas de Modain, era el recinto circular y dos veces amurallado; y creció tan arrebatadamente aquella capital, reducida hoy a un pueblecillo de provincia, que ochocientos mil hombres y sesenta mil mujeres asistieron a las exequias de un santón afamado, siendo todos de Bagdad y sus aldeas cercanas. Los abasíes en aquella ciudad de paz,[1741] en alas de su opulencia oriental, esquivaron allá los ayunos y estrecheces de los primeros califas, aspirando a competir en boato con los monarcas persas. Tras tantísimo desembolso en guerras y edificios, deja Almanzor en oro y plata más de cien millones de duros,[1742] y los rasgos o devaneos de sus hijos apuran aquel tesoro en pocos años. Su hijo Mahadi, en una sola romería a la Meca, derrocha hasta cien millones de dinares de oro. Cabe en un impulso religioso o caritativo santificar la fundación de cisternas y caravanzeras o paradores, que va repartiendo con medida cabal por una carretera o rumbo de más de doscientas leguas [444,4 km]; pero sus recuas de camellos cargados de nieve, tan sólo conducen para pasmar a los naturales de la Arabia y refrescar la fruta y los licores del banquete regio.[1743] Encarecían los palaciegos las larguezas del nieto Almanzor que expende cuatro quintos de las rentas de una provincia; esto es, dos millones y medio de dinares de oro, antes de sacar el pie del estribo; y mas cuando el mismo príncipe en sus desposorios diluvia perlas crecidas a puñados sobre la cabeza de la novia,[1744] para luego holgarse con los caprichos o finezas de la suerte en una lotería de casas y haciendas. Se menoscaba el Imperio y crece más y más el boato de la corte cabiendo a un embajador griego el admirarse o condolerse de la magnificencia del apocado Moctader. «El ejército entero del califa —dice el historiador Abulfeda–, tanto de caballería como de infantería, estaba sobre las armas componiendo hasta ciento sesenta mil hombres. Sus palaciegos y esclavos predilectos estaban junto a él todos engalanados con sus tabalíes cuajados de oro y pedrerías; seguían siete mil eunucos, blancos cuatro mil, y los restantes negros, y luego setecientos porteros. Surcaban el Tigris falúas y barquillas con exquisitos adornos y realces. No era menos esplendorosa la suntuosidad del palacio, con treinta y ocho mil colgaduras, de las cuales doce mil quinientas eran de seda y recamadas de oro; y eran veinte y dos mil las alfombras tendidas por los suelos. Se presentaron hasta cien leones, cada cual con su respectivo leonero;[1745] y entre otras preciosidades portentosas, había un árbol de oro y plata que desparramaba sus diez y ocho ramas grandiosas, sobre las cuales y por sus pimpollos se paraban sin número de pajarillos de los mismos metales, como también las hojas. Al ir meneando arbitrariamente cierto mecanismo, las varias aves se ponían a gorjear sus melodías respectivas; y tras este vistosísimo aparato condujo el visir al embajador griego a las gradas del solio del califa».[1746] Por el Occidente los omíades de España están ostentando con igual boato el dictado de caudillo de los fieles. El tercero y más descollante de los abdalrahmanes construye en honor de su predilecta sultana, a una legua [2,22 km] de Córdoba la ciudad, el alcázar, los pensiles de Zahra, dedicándoles el fundador veinte años y quince millones de duros: su finura grandiosa brinda a los artistas de Constantinopla y a los arquitectos y escultores preeminentes de su tiempo, sosteniendo y realzando los edificios hasta mil doscientas columnas de mármol de España, de África, Italia y Grecia. El salón de audiencia está revestido de oro y pedrería, y un estanque anchuroso en el centro está cercado de figuras lindas y costosísimas de aves y de cuadrúpedos. Empínase allá un pabellón en medio de los jardines; y uno de aquellos estanques y fuentes tan deleitosas en un clima ardiente reverbera, no con agua, sino con purísimo azogue. Asciende el serrallo de Abdalrahman con esposas, mancebas, y eunucos negros, a seis mil trescientas personas, y su guardia en campaña es de doce mil jinetes con tahalíes y alfanjes guarnecidos de oro.[1747]
Tenemos los particulares que enfrenar nuestros anhelos por escaseces y sujeción; pero vidas y afanes de millones se abocan al servicio de un déspota cuyas disposiciones se obedecen a ciegas, y cuyos consejos se cumplen instantáneamente. Aquel embeleso nos embarga la fantasía, y pese a nuestra racionalidad pocos se desentenderían aferradamente de un ensayo en los regalos y afanes de la soberanía. Podrá por tanto redundarnos en algún provecho el desengaño de Abdalrahman, cuya magnificencia nos pasma y tal vez nos encela, trasladando un apunte auténtico, hallado en el escritorio del monarca difunto: «He estado ya reinando más de medio siglo empapado todo en victorias y en paz; amado de mis súbditos, temido de mis enemigos y bien quisto con mis aliados. Riquezas y timbres, poderío y deleites han rebosado a mi albedrío; ni hubo dicha terrena que no se agolpase a halagarme: en tan sumos logros, he ido recapacitando los días en que vine a paladear acendrada y cabal felicidad, y ascienden a catorce». ¡Oh hombre, no cifres tu cariño en el mundo actual![1748] El gran lujo de los califas, inservible para su dicha personal, relajó la pujanza y atajó los vuelos de su imperio. Los primeros sucesores de Mahoma se vincularon allá en su conquista temporal y espiritual, y acudiendo a las urgencias de la vida abocaban escrupulosísimamente sus rentas todas al grandioso intento: pobrean los abasíes con un sinnúmero de apetitos y con su menosprecio de la economía; pues orillando el hito de su ambición encumbrada se están desalando y desviviendo a todo trance por el boato y los deleites; mujeres y eunucos cargan con los galardones de la valentía, y un lujo palaciego está empachando los reales de la milicia. Cunde el desbarro por los súbditos del califa, pues el tiempo y la prosperidad van quebrantando su adusto entusiasmo, ansiando ya caudales por el rumbo de la industria, nombradía con las tareas literarias y felicidad en el sosiego de la vida casera. Ya no se abalanza el sarraceno a la guerra, y ni aumento de paga, ni redoble de donativos alcanzan a cebar la posteridad de aquellos campeones voluntarios que se arremolinaban tras los pendones de Omar o de Abubeker esperanzados con los despojos y el Paraíso.
Vinculáronse los estudios mahometanos bajo el reinado de los omíades, en la interpretación del Alcorán y la elocuencia y poesía de su idioma nativo (754-813 d. C., etc). Un pueblo guerreando y peligrando a toda hora no podía menos de apreciar la trascendencia benéfica de la medicina, o más bien de la cirujía; pero hambreaban los médicos arábigos susurrando lamentos de que el ejercicio y la templanza los iba en gran parte defraudando de su desempeño.[1749] Tras las guerras civiles e internas, se desaletargan los súbditos de los abasíes y se dedican fina y ahincadamente a las ciencias profanas. El califa Almamon es el adalid en aquel afán, siendo, además de letrado, astrónomo sobresaliente; pero al empañar Almamon VII de los Abasíes el cetro, acabala al punto los intentos de su abuelo y galantea a las musas en su antiguas aras. Sus embajadores en Constantinopla y sus agentes en Armenia, Siria y Egipto, andan en pos de la sabiduría griega; dispone el traslado de sus escritos por los literatos más consumados en la lengua arábiga; encarga a los súbditos que se atareen estudiando tan instructivos partos, el sucesor de Mahoma acude todo comedido y placentero a la enseñanza y las conferencias de los sabios. «Constábale —dice Abulfaragio–, que son los escogidos de Dios sus sirvientes mejores y más provechosos vinculando su vida toda en el realce de la racionalidad. La ruin ambición del chino y del turco blasona del primor de sus manos y de los regalos de la sensualidad; pero aquellos mañosos artífices tendrán que estar mirando desahuciadamente los hexágonos y pirámides de las celdillas de una colmena;[1750] estos héroes bizarros se estremecen con la fiereza de un león o de un tigre; y en sus goces amorosos desmerecen respecto a los irracionales más torpes e inmundos. Los maestros de la sabiduría son las lumbreras y los legisladores del orbe, sin cuyo auxilio todo se empoza en la idiotez y la barbarie».[1751] Remedan el afán y despejo de Almamon los príncipes posteriores de la alcurnia de Abás, sus competidores los fatimitas en África, y los omíades en España, apadrinan a los literatos al par que acaudillan a los fieles; los emires independientes de las provincias están clamando por igual prerrogativa regia y con su emulación cunde más y más el gusto y el galardón de la ciencia desde Samarcanda hasta Bujara, hasta Fez y hasta Córdoba. El visir de un sultán tributa hasta doscientas mil piezas de oro a la fundación de un colegio en Bagdad, dotándolo con la renta anual de quinientos mil dinares. Revertíase la semilla de la instrucción quizá en diversos plazos, a seis mil discípulos de varias clases desde el hijo de un noble hasta el de un menestral, había su situado competente para los estudiantes menesterosos, y se correspondía debidamente al merecimiento y a la aplicación de los catedráticos. Copiábanse por todas las ciudades los partos de la literatura arábiga por el ansia de los estudiosos o la vanagloria de los pudientes. Rehusó un doctor particular de Buhara el brindis de un sultán por cuanto el transporte de sus libros necesitaba cuatrocientos camellos. Constaba la biblioteca real de los fatimitas de cien mil manuscritos primorosamente copiados y encuadernados lujosamente, que se franqueaban sin rédito y sin reparo a los estudiantes del Cairo. Pero no es abultada esta colección, si creemos que los omíades de España llegaron a componer una biblioteca de seiscientos mil volúmenes, empleando hasta cuarenta y cuatro en solo el catálogo. Su capital Córdoba, y las ciudades de Málaga, Almería y Murcia, habían dado a luz más de trescientos escritores, y en los varios pueblos de la Andalucía y su reino se abrieron más de setenta bibliotecas públicas. Continuó floreciendo la literatura arábiga por quinientos años hasta la irrupción descomunal de los mongoles, contemporánea de la temporada más yerta y lóbrega de los anales europeos mas desde el punto de rayar las ciencias en el Occidente fueron ya los estudios orientales amainando y desfalleciendo.[1752]
En las bibliotecas arábigas, así como en las europeas, lo más abultado de tantísimo volumen atesoraba tan sólo partos locales y de mérito señalado.[1753] Cuajaban sus estantes oradores y poetas, cuyo estilo congeniaba con el gusto y las costumbres de sus compatricios; historias generales o particulares, acompañadas luego con otras en cosecha abundante de nuevos personajes y acontecimientos; códigos y comentarios de jurisprudencia, cuya autoridad estribaba en la ley del Profeta, intérpretes del Alcorán, tradiciones peregrinas, y la muchedumbre de teólogos, disputadores, místicos, escolásticos y moralistas, lo sumo de la excelencia, o lo ínfimo de la ridiculez, según el concepto de los creyentes o los incrédulos. Las obras de trascendencia científica, se reducían a los cuatro ramos de filosofía, matemáticas, astronomía y medicina. Se tradujeron los sabios de Grecia y se ilustraron en arábigo, y tratados, perdidos ya en sus originales, han asomado luego en las versiones del Oriente,[1754] que estaba poseyendo y estudiando los escritos de Aristóteles y de Platón, de Euclides y de Apolonio, de Tolomeo, Hipócrates y Galeno.[1755] Entre los sistemas ideales que han ido variando con la moda por temporadas, prohijaron los árabes la filosofía del Estagirita, igualmente ininteligible, o enmarañada por igual, para los lectores de todos los siglos. Escribió Platón para los griegos, y su numen alegórico aparece empapado en el idioma y la religión de la Grecia. Tras el vuelco de aquella creencia, se desarrinconan los peripatéticos, campean en las contiendas de las sectas orientales, y los mahometanos de España lo reponen mucho después en las escuelas latinas.[1756] La física, tanto del Liceo, como de la Academia, planteada toda, no sobre observaciones sino en argumentos, ha venido a rezagar los conocimientos. La metafísica de lo limitado y lo infinito engolfada allá en la divinidad, ha venido a dar alas a la inapeable superstición. Pero el artificio y la práctica de la lógica fortalece las potencias, y los diez predicamentos de Aristóteles, reuniendo y hermanando los conceptos,[1757] disparan el flechazo agudo del silogismo en el vaivén de la contienda. Los sarracenos se amaestraron en su manejo, pero como cuadra mejor para atajar el desbarro que para desentrañar la verdad, no se hace extraño que nuevas generaciones de maestros y discípulos estén todavía dando vueltas y revueltas en la idéntica estrechez de la lógica recóndita. Descuellan las matemáticas con su privilegio indisputable, de ir siempre y de siglo en siglo adelantando más y más, sin cejar un ápice; pero la geometría antigua, si no estoy mal enterado, yacía en el mismo atraso, cuando la recibieron los italianos en el siglo XV; y el álgebra, sea cual fuere el origen de su nombre, fue parto del griego Diofanto, según atestiguan modestamente los mismos árabes.[1758] Se encumbraron más en la ciencia sublime de la astronomía, elevadora del entendimiento, y despreciadora de este menguadillo planeta y de nuestra existencia volandera. Suministraba el califa Almamon los instrumentos costosísimos para las observaciones y el territorio de la Caldea, seguía siempre brindando con el mismo ensanche de llanura y el idéntico y despejadísimo horizonte. Por los páramos de Senaar, y por segunda vez en los de Cufa, estuvieron sus matemáticos midiendo esmeradamente un grado del gran círculo de la Tierra, y computaron en ocho mil leguas [17776 km] la redondez cabal de nuestro globo.[1759] Desde el reinado de los abasíes hasta el de los nietos de Tamerlan, se estuvieron observando los astros sin anteojos; pero con sumo ahínco, y las tablas astronómicas de Bagdad, España y Samarcanda,[1760] enmiendan tal cual yerro menor, sin osar desentenderse de la hipótesis de Tolomeo, adelantar un paso para descubrir el sistema solar. Idiotez y devaneo eran los promovedores únicos de las verdades científicas en las cortes orientales y desatendido quedara el astrónomo a no envilecer su sabiduría con las predicciones disparatadas de la astrología.[1761] Pero los árabes lograron merecido aplauso en las ciencias médicas. Los nombres de Mesué y de Jeber, de Rasis y de Avicena, están aún sonando con los de muchos maestros de la Grecia, y en la ciudad de Bagdad se facultó a ochocientos setenta médicos para ejercer su profesión harto productiva.[1762] En España se solía cifrar la vida de príncipes católicos en el desempeño de los sarracenos,[1763] y la escuela de Salerno, parto suyo legítimo, resucitó en Italia y Europa la enseñanza médica.[1764] Causas extrañas o personales daban más o menos realce a sus catedráticos, pero nos cabe deslindar más fundadamente sus conocimientos en anatomía,[1765] botánica[1766] y química,[1767] el triple cimiento de la práctica y la especulativa. Reverenciando griegos y árabes supersticiosamente los cadáveres, tenían que disecar únicamente irracionales; describiéronse en tiempo de Galeno las partes sólidas y patentes; pero el desentrañar por ápices las interioridades humanas, quedaba reservado para el microscopio y las inyecciones modernas. Actividad requiere la botánica, y la zona tórrida alcanzó a enriquecer el herbario de Dioscórides con millares de plantas. Se sacramentaban allá noticias tradicionales en los templos y monasterios de Egipto, habían progresado muy provechosamente en artes y en manufacturas, pero la ciencia química es deudora de su origen y adelantamientos a la ingeniosidad de los sarracenos. Inventaron y apellidaron así el alambique para las destilaciones; analizaron las sustancias de los tres reinos de la naturaleza; deslindaron las afinidades de los ácidos y álcalis, y trocaron los minerales ponzoñosos en medicamentos halagüeños y saludables. Pero el afán desalado de la química arábiga se aferró en la trasmutación de los metales y el elixir de sanidad inmortal; la racionalidad y los haberes de infinitos se fueron evaporizando en las retortas de la alquimia, y el recóndito misterio, la patraña y la superstición se agolparon para la consumación de la obra de las obras.
Mas quedaron defraudados los musulmanes de sus principales logros, cifrados en el trato íntimo con Grecia y Roma, el conocimiento de la Antigüedad, el gusto acendrado y el desahogo del pensamiento; pues engreídos con el caudal de su propio idioma esquivaron el estudio de los demás. Entresacábanse los intérpretes griegos de los súbditos cristianos: quienes trasladaban ya el texto original o ya la versión siria, y con el cúmulo de astrónomos y médicos, no asoma orador, poeta o historiador que se dedicase a la lengua sarracena.[1768] La mitología de Homero no podía menos de estomagar enconadamente a fanáticos tan adustos; estuvieron poseyendo con idiotez apoltronada las colonias de los macedonios y las provincias de Cartago y Roma; olvidados yacían los héroes de Plutarco y de Tito Livio, y la historia del mundo anterior a Mahoma se reducía a un compendillo de los patriarcas, los profetas y los reyes persas. Quizás nuestra educación en las escuelas griegas y latinas, nos clavó ya en el interior una norma de gusto exclusivo, y no me propaso a menospreciar la literatura y los dictámenes de naciones, cuyos idiomas ignoro; pero me consta que los clásicos tienen muchísimo que enseñar, y estoy creído de que en los orientales hay poquísimo que aprender; el señorío entonado en el estilo, las proporciones donosas en el arte, la estampa de la beldad visible o ideada, el retrato cabal de índoles y de afectos, la gala en la narración y en la oratoria, y la planta garbosa de la poesía épica y dramática.[1769] El predominio del tino y de la verdad tienen más deslindada su traza, y los filósofos de Atenas y de Roma disfrutaron la dicha y plantearon los derechos de la libertad civil y religiosa. Sus escritos morales y políticos pudieran haber ido descerrajando los grillos del despotismo oriental, para luego entonar el temple de las investigaciones y de la tolerancia, y hacer al fin que los sabios árabes maliciasen que su califa era un tirano y un impostor su Profeta.[1770] El instinto de la superstición se sobresaltó ya al asomo de las ciencias abstractas, y los doctores más asombradizos de la ley, abominaron de los afanes de Almamon.[1771] Sedientos del martirio, empapados en el Paraíso, y creídos de la predestinación, príncipes y pueblos se disparan con entusiasmo incontrastable, y el alfanje sarraceno se fue ya embotando, al desviarse la juventud del campamento al colegio, y al dedicarse las huestes de los fieles a la lectura y la crítica. Pero la vanagloria desatinada de los griegos se encolaba con sus estudios, y comunicaba muy a su pesar el fuego sagrado a los bárbaros del Oriente.[1772]
Pelean de muerte omíades y abasíes, y acuden los griegos a la oportunidad de al fin desagraviarse y rehacerse (781-805 d. C.), pero Mohadi extrema su despique, aquel tercer califa de la nueva dinastía que por su parte afianza la coyuntura de hallarse una mujer y un niño; Irene y Constantino, aposentados en el solio de Constantinopla. Marcha una hueste de cerca de cien mil persas y árabes, desde el Tigris hasta el Bósforo de Tracia, a las órdenes de Harun[1773] o Aaron, hijo segundo del caudillo de los fieles. Sus reales en los cerros contrapuestos de Crisópolis o Scútari, participa a Irene en su mismo palacio la pérdida de sus tropas y provincias. Firman los ministros con su anuencia una paz afrentosa, y el trueque de algunos agasajos regios no encubre el tributo anual de setenta mil dinares de oro, impuesto sobre el Imperio Romano. Internado el sarraceno temerariamente en territorio remoto y enemigo, prométenle para su retirada apetecida guías fieles y mercados abundantes, y no hay un griego que se atreva a boquear la especie de que tanta fuerza ya postrada pudiera muy obviamente acorralarse y destruirse en su tránsito imprescindible entre unos riscos resbaladizos y el río Sangario. Cinco años después de esta expedición, Harun asciende al solio de su padre y su hermano mayor como el más esforzado y poderoso de los monarcas, cual ninguno de su alcurnia, conocido incluso en el Occidente como aliado de Carlomagno y perpetuado como héroe también para los niños en los cuentos árabes. Mancilló su dietado de Al Rashed (el Justiciero) con el exterminio de la alcurnia bizarra, y tal vez inocente de los barmesidas, pero escuchó la queja de una viuda desamparada, a quien sus tropas habían saqueado, y entonando un paso del Alcorán se arrojó a amenazar al déspota inadvertido con el juicio de Dios y de la posteridad. Boato y ciencia realzan su corte; pero en un reinado de veintitrés años, va repetidamente visitando sus provincias desde Jorasán a Egipto; peregrina nueve veces a la Meca; asalta ocho el territorio romano, y habiendo un rezago en el tributo tienen que palpar al punto cómo un mes de correrías les resulta más costoso que un año de rendimiento; mas una vez depuesta y desterrada la madre desaforada de Constantino, el sucesor de Nicéforo se empeña en aventar aquella prenda de baldón y servidumbre. Alude agudamente el emperador, en su carta al califa, al juego del ajedrez que había cundido ya desde Persia por la Grecia. «La reina (hablando de Irene) os tuvo por un alfil, siendo ella un peón. Apocadilla la mujer se avino a pagaros un tributo doble del que debía imponer a unos bárbaros. Devolved por tanto el producto de esas tropelías, o aveníos al trance del acero». Y tras estas palabras arrojan los embajadores un lío de espadas sobre las gradas del solio. Sonriose el califa al amago, y desenvainando su alfanje, arma de nombradía histórica y anovelada, destroza los espadines griegos sin aportillar el filo, ni destemplar la hoja. Dicta luego una cartita de pavoroso laconismo. «En nombre de Dios todo misericordioso, Harun Al-Rashid, caudillo de los fieles, al can romano. Leí tu carta, hijo de madre incrédula. No has de oír, pero sí has de ver mi contestación». Escríbela en letras de sangre y fuego por las llanuras de la Frigia, y el ímpetu guerrero de los árabes tan sólo amaina con engaños y muestras de arrepentimiento. Retírase triunfante el califa, tras el afán de la campaña, a su alcázar predilecto de Raca, sobre el Éufrates,[1774] pero la distancia de más de doscientas leguas [444,4 km] y la crudeza de la estación, incitan a su contrario para quebrantar la paz. Atónito se muestra Nicéforo con la marcha osada y rapidísima del caudillo de los fieles, quien tramonta en el rigor del invierno el nevado Tauro; echa el resto de sus ardides políticos y militares; y el griego alevoso tiene que huir del campo de batalla con tres heridas, y dejando allá tendidos hasta cuarenta mil súbditos. Avergüénzase sin embargo el emperador de todo rendimiento, y se afana el califa en pos de la victoria. Se alistan y se pagan ciento treinta y cinco mil soldados, y marchan hasta trescientos mil individuos de todas clases bajo el estandarte negro de los abasíes. Barriendo van la faz del Asia Menor muy allende Tiana y Ancira, y cercan a la Heraclea Póntica,[1775] floreciente allá en su tiempo y en el día población ruincilla; capaz a la sazón de contrarrestar con sus murallones antiguos las fuerzas del Oriente. Total es su exterminio y colmado el despojo, pero a estar versado Harun en la historia griega, se condoliera de la estatua de Hércules, cuyos atributos, masa, arco, aljava y piel del león estaban cincelados sobre oro macizo. Con la asolación de mar y tierra, desde el Euxino hasta la isla de Chipre, tiene el emperador Nicéforo que desdecirse de su altanero reto. Quedan por el nuevo tratado para siempre los escombros de Heraclea, como lección y trofeo, y se acuña el tributo con la estampa y el rótulo de Harun y sus tres hijos.[1776] Pero aquel redoble de señores redunda en menor baldón del nombre Romano, pues muerto el padre, se disparan sus herederos en destempladas desavenencias; el vencedor, el garboso Almamon vive harto atareado en restablecer la paz casera e introduir la ciencia advenediza.
Bajo el reinado de Almamon en Bagdad y de Miguel el Balbuciente en Constantinopla, quedan sojuzgadas la islas de Creta[1777] y de Sicilia (823 d. C.) por los árabes. Callan la conquista de aquella sus propios escritores, ajenísimos de la nombradía de todo un Júpiter y un Minos; pero la mencionan muy cabalmente los historiadores bizantinos, que van empezando a despejar algún tanto sus negocios contemporáneos.[1778] Una porción de andaluces voluntarios, mal hallados con el clima y el gobierno de España, se engolfan allá en aventuras marítimas; pero navegando con una decena, o cuando más veintena, de galeras, vinieron desairadamente a piratear. Como banderizos del partido blanco, les correspondía guerrear contra califas negros. Una facción rebelde los entromete en Alejandría;[1779] degüellan a diestro y siniestro, prescindiendo de partidos, saquean iglesias y mezquitas, venden más de seis mil cristianos cautivos, y se afianzan en la capital de Egipto, hasta que las fuerzas y la presencia misma de Almanzor los avasallan. Siguen pirateando desde el Nilo al Helesponto por las islas y costas de griegos y musulmanes; ven y envidian y saborean la fertilidad de Creta, y vuelven luego con cuarenta galeras y formalizan su embestida. Andan los andaluces recorriendo las campiñas, pero al acudir con su presa a la playa, ven su bajeles ardiendo, y su caudillo Abu Caab se manifiesta él mismo como autor del fracaso. Claman contra su desvarío y su traición. «¿De qué os estáis ahí lamentando? —les contesta el taimado emir—. Os he traído a un país rebosante de leche y miel. Ésta es vuestra verdadera patria, descansad de tantísima fatiga, y olvidad el paraje de vuestro nacimiento». «¿Y nuestras mujeres y niños?» «Vuestras hermosas cautivas harán veces de esposas, y en vuestra coyunda luego seréis padres de nueva prole». El campamento fue su primera vivienda, con su parapeto y foso en la bahía de Lada; pero un monje apóstata los conduce a otro sitio preferente hacia levante, y el nombre de Candax, su fortaleza y colonia, se ha ido extendiendo a toda la isla bajo la denominación estragada y moderna de Candía. Las cien ciudades del tiempo de Minos habían menguado hasta treinta, y de estas una sola acaso, Cidonia, tuvo aliento para conservar en lo esencial su libertad, y la profesión del cristianismo. Los sarracenos cretenses en breve se rehicieron del malogro de sus naves, lanzando los leños del monte Ida a su golfo, y por cerca de ciento cuarenta años anduvieron los príncipes de Constantinopla hostilizando a tan desaforados corsarios, con cruceros infructuosos y armas desvalidas.
Una tropelía supersticiosa acarrea la pérdida de Sicilia.[1780] Un mancebo enamorado roba una monja de su convento, y el emperador lo sentencia a que le corten la lengua (827-878 d. C.). Apela Eufemio a la racionalidad y política de los sarracenos de África, y vuelve luego con su púrpura imperial, una escuadra de cien naves y un ejército, de setecientos caballos y diez mil infantes. Apostan en Mazara junto a las ruinas del antiguo Selino; y tras algunas ventajillas libertan los griegos a Siracusa.[1781] Yace difunto el apóstata bajo sus muros, y sus amigos los africanos tienen que alimentarse con la carne de sus caballos. Acuden luego a libertarlos sus hermanos andaluces; la parte mayor y occidental de la isla va quedando sucesivamente reducida, y escogen el fondeadero comodísimo de Palermo para el solar del poderío naval y militar de los sarracenos. Sigue conservando Siracusa por medio siglo su fe jurada a Jesucristo y al César, y en el sitio postrero y azaroso, descuella todavía su vecindario con asomos de aquella bizarría con que arrostraron la potestad de Atenas y de Cartago. Contrastan por más de veinte días arietes y catapultas, minas y conchas de los sitiadores; pudiera socorrerse la plaza, a no emplearse los marineros de la escuadra imperial allá en Constantinopla, edificando una iglesia a la Virgen María. Arrebatan del altar, aherrojan y arrastran hasta Palermo al diácono Teodosio y al obispo y clero, para luego empozarlos en una mazmorra, y tenerlos sin cesar como colgados entre la muerte y la apostasía. Sus lamentos patéticos y aun elegantes pueden conceptuarse como el epitafio de su patria.[1782] Desde la conquista romana hasta la catástrofe postrera, Siracusa muy mermada y embatida en la isla de Ortijea, se había ido siempre menoscabando; pero atesoraba aún restos preciosísimos; pues pesó la plata de la catedral cinco mil libras, y todo el despojo se reguló en un millón de piezas de oro (dos millones de duros), y los cautivos no pudieron menos de sobrepujar a los diecisiete mil cristianos, trasladados del saqueo de Tauromenio a la servidumbre africana. Idioma y religión de los griegos quedaron descartados en Sicilia, y a tal extremo llegó la docilidad de la nueva generación que hasta quince mil niños quedaron circuncidados en un solo día con el hijo del califa fatimita y con el idéntico ropaje. Las bahías de Palermo, Biserta y Túnez desembocan escuadras arábigas sobre ciento cincuenta pueblos de Calabria y Campania destruidas y saqueadas; ni el nombre de César y de los apóstoles alcanza a escudar los arrabales de Roma; y si anduvieran acordes los mahometanos, la Italia toda paraba fácilmente en ramillete esclarecido del Imperio de su Profeta. Mas carecen ya los califas de Bagdad de todo predominio en el Occidente, pues los aglabitas y fatimitas tienen usurpadas las provincias del África, los enemigos de Sicilia ostentan ínfulas de independientes, y el intento de conquistas y señorío bastardeó más y más con redobladas piraterías.[1783]
Entre los ayes de la Italia exánime, el nombre de Roma despierta recuerdos grandiosos y lamentables. Una escuadra sarracena de la costa africana osa entrometerse por la desembocadura del Tíber (846 d. C.), y asomar sobre la ciudad que, aun en medio de su postración, se está todavía reverenciando como la metrópoli del mundo cristiano. Trémulo el vecindario acude a guardar puertas y almenas, poniendo de manifiesto los túmulos y templos de san Pedro y san Pablo en los arrabales del Vaticano y de la carretera de Ostia. Habíalos escudado su santidad invisible contra godos, vándalos, y lombardos; pero el árabe se desentiende de Evangelios y leyendas, y los mandamientos del Alcorán aprueban y enardecen su destemple siempre robador. Quedan las imágenes cristianas despojadas de sus costosísimas ofrendas, arrebatan un altar de plata del sagrario de san Pedro; y aunque en nada escrupulizan, dejan intactos los cuerpos y edificios, merced a su atropellamiento, pues siguiendo el rumbo de la carretera Apia, saquean a Yundi, sitian a Gaeta: mas cejan de las murallas de Roma, y con sus desavenencias se salva el Capitolio del yugo del Profeta de la Meca. Sigue el peligro amagando a la cerviz romana, y sus fuerzas propias no alcanzan a contrarrestar a un emir africano. Claman todos por el amparo de su soberano latino; pero un destacamento de bárbaros atropella el estandarte carolingio: tratan de reponer los emperadores griegos, mas era alevoso el intento, y el auxilio lejano y contingente.[1784] Agrávase su conflicto con el fallecimiento de su caudillo temporal y espiritual, pero el trance insta y arrolla formalidades y amaños para la elección, y el nombramiento unánime del papa León IV[1785] es el salvamento de la iglesia y de la ciudad. Este pontífice es todo un romano; arde en su pecho el denuedo de los primeros tiempos de la república, y se irgue en medio de las ruinas de su patria, como una de aquellas columnas grandiosas y empinadas que encumbran sus cabezas sobre los trozos del foro romano. Dedica los primeros días de su reinado a purificar y retraer las reliquias con plegarias, procesiones y demás ejercicios religiosos que embelesaron los ánimos y esperanzaron a la muchedumbre. Desatendida yacía la defensa pública, no ya por confianzas pacíficas, sino por el desamparo y conflicto de los tiempos. Manda León y asomando las murallas antiguas con sus reparos, en cuanto cabe con la escasez de medios y de tiempo; edifica o renueva hasta quince torreones en los parajes más expuestos, dos en una y otra orilla del Tíber, y cruza una cadena de hierro en el raudal para atajar la subida de toda armada enemiga. Algún desahogo cabe a los romanos con la nueva de estar levantado el sitio de Gaeta, y de que parte de los robadores, con su sacrílega presa, ha fenecido en el golfo.
Mas si abonanzó la tormenta, estalla luego con redoblada saña (849 d. C.); pues el Aglahita reinante en África[1786] hereda de su padre un tesoro y una escuadra; y esta, cargada de árabes y moros, tras una arribada de refresco por las bahías de Cerdeña, fondea sobre la desembocadura del Tíber, a cinco leguas [11,1 km] de la ciudad, y con su disciplina y gentío amaga, no una correría relámpago, sino un intento formal de conquista y señorío. Pero los desvelos de León tienen fraguada alianza con los súbditos del Imperio griego, y con los estados libres y marítimos de Gaeta, Nápoles y Amalfi; y sus galeras acuden al peligro, aportando en Ostia a las órdenes de Cesario, hijo del duque napolitano, mozo ilustre y valeroso, vencedor ya de escuadras sarracenas. Convidan a Cesario y a sus principales compañeros al palacio Lateranense, y aparenta el mañoso pontífice informarse de aquella incumbencia, y aceptar gozosísimo aquel socorro sobrehumano. Las compañías ciudadanas acompañan al padre hasta Ostia, donde va revistando y bendiciendo a sus libertadores generosos, quienes le besan los pies, comulgan con ademán guerrero y devoto, y escuchan la plegaria de León entonando, como aquel mismo Dios, que fue sosteniendo a san Pedro y san Pablo sobre las aguas del piélago, va a robustecer las manos de sus campeones contra los enemigos de su santo nombre. Con plegaria muy semejante, y con igual denuedo, se abalanzan los musulmanes sobre las galeras cristianas, que se mantienen aventajadamente puestas por la playa. Ya la victoria se está inclinando hacia la parte de los aliados, cuando se decide a su favor con una tormenta repentina, que frustra la maestría y el denuedo de los marineros más esforzados. Abríganse los cristianos en su bahía amistosa, al paso que los africanos se van estrellando y sumergiendo por los islotes y peñascos de una costa enemiga. Los que se van salvando del naufragio y del hambre, ni logran, ni merecen conmiseración de mano de sus perseguidores implacables; pues el acero y la horca merman la muchedumbre azarosa de los cautivos, y los restantes se emplean más provechosamente en perfeccionar los edificios sagrados que intentaban derribar. Encabeza el pontífice ciudadanos y aliados al tributar agradecido acatamiento a los sagrarios de los apóstoles, y entre los despojos de la victoria naval, se cuelgan trece arcos arábigos, de plata fina y maciza sobre el altar del Pescador de Galilea. Emplea León su reinado en defender y realzar el estado romano; se renuevan y hermosean las iglesias; se dedican cerca de cuatro mil libras de plata a reparar los quebrantos de san Pedro, y se condecora el santuario con un ornamento de oro de doscientas dieciséis libras [99,1 kg], realzado con los retratos del papa y del emperador, y orlado de perlas. Pero esta magnificencia vanidosa redunda en menos timbre a las glorias de León, que el esmero paternal con que reedifica los muros de Horta y Amería, y traslada el vecindario descarriado de Centumcella a su nueva fundación de Leópolis, a cuatro leguas [4,9 km] de la costa.[1787] Plantea su largueza en el apostadero de Porto, sobre la desembocadura del Tíber, una colonia de corsos, restableciendo para su vivienda la ciudad ruinosa, repartiendo su campiña y viñedo en el nuevo vecindario, y aun le auxilia con caballos y rebaños; y aquellos desterrados, exhalando venganza contra los sarracenos, juran vivir y morir bajo las banderas de san Pedro. Cuantas naciones acudían del norte y del poniente a visitar el umbral de los Apóstoles, habían ido formando el arrabal crecido y populoso del Vaticano, y sus barrios diversos se diferenciaban, según el habla de aquel tiempo, en escuela de griegos y godos, de lombardos y de sajones. Mas aquel solar venerable yace siempre expuesto a desacatos sacrílegos: el empeño de amurallarlo y cerrarlo apura cuanto la autoridad puede disponer o franquear; la caridad y el afán fervoroso de cuatro años se enardece más y más a toda estación y a toda hora con la presencia del pontífice infatigable. El apego a la nombradía, arranque grandioso, pero mundano, asoma en el nombre de la ciudad Leonina con que apellida al Vaticano (852 d. C.); pero la humildad y las penitencias cristianas doblegan el orgullo de su dedicatoria. Obispo y clero, descalzos, con saco y cenizas, van hollando el recinto; rocían los muros con agua bendita, y se termina la ceremonia con una plegaria, para que bajo el ahincado desvelo de los apóstoles y de la hueste angelical, la antigua y moderna Roma se conserve acendrada, próspera e inexpugnable.[1788]
Descuella el emperador Teófilo, hijo de Miguel el Balbuciente, como uno de los príncipes más ejecutivos y eminentes que reinaron en Constantinopla. Por cinco veces marchó personalmente en guerra defensiva y ofensiva contra los sarracenos, denodado en el avance, merecía el aprecio del enemigo, aun en medio de sus quebrantos y derrotas (838 d. C.). Se interna en su expedición postrera por la Siria, y sitia el pueblecillo arrinconado de Sozopetra, patria casual del califa Motazem, cuyo padre Harun en paz y en guerra iba siempre acompañado de su esposa y mancebas predilectas. Embargado se hallaba a la sazón con todas sus armas en la rebeldía de un impostor persa, y tan sólo le cupo interceder por un sitio, que le merecía allá cierto cariño filial; pero aquellas instancias estimulan al emperador para lastimarle cabalmente en lo más vivo. Arrasa a Sozopetra; va marcando o lisiando con afrentosa crueldad a los prisioneros sirios, y arrebata de aquel territorio hasta mil cautivas. Entre ellas, una matrona de la alcurnia de Abas está invocando, en el trance de su desesperación, el nombre de Motazem; y el desacato de los griegos compromete el pundonor de su deudo para vengar la tropelía, y contestar a su llamamiento. En el reinado de los dos hermanos mayores, la herencia del menor se redujo a la Anatolia, Armenia, Georgia, y Circasia; aquel apostadero fronterizo había sacado a luz su desempeño militar, y entre sus varios realces para apellidarse Octonario,[1789] el más esclarecido era el de las ocho batallas ganadas o tenidas contra los enemigos del Alcorán. Para esta contienda personal, se reclutaron las tropas de Irak, Siria y Egipto con tribus de Arabia y rancherías turcas: numerosísima había de ser su caballería, aunque cabe rebajar largos miles de los ciento treinta mil caballos de las caballerías reales, valuándose el costo del armamento en veinte millones de duros, o cien mil libras de oro. Los sarracenos se adelantan desde Tarso, punto de reunión, en tres divisiones por la carretera de Constantinopla; manda Motazem mismo el centro, y encarga la vanguardia a su hijo Abas, el cual en el extremo de sus proezas pudiera descollar con mayor timbre o desacertar con menos desaire. El califa lleva el desagravio por el mismo rumbo que el desacato. Era el padre de Teófilo natural de Amorio[1790] en Frigia; y como solar de la alcurnia imperial, mereció el blasón de privilegios y monumentos; y prescindiendo del vecindario, competía con la misma Constantinopla, a los ojos del soberano y de su corte. Todo sarraceno ostenta en su escudo el nombre de Amorio, y los tres ejércitos se agolpan bajo sus muros. Pero consejeros más atinados opinaron por la evacuación de Amorio, la traslación de su vecindario y el desamparo de sus edificios vacíos, a los embates enconados de los bárbaros; mas el emperador se atuvo al dictamen más airoso de resguardar con sitio y batalla la patria de sus antepasados. Al arrostrarse las huestes, la línea mahometana aparece a los romanos como una espesura de lanzas y venablos; mas el éxito del trance no favorece, por una ni otra parte, a las tropas nacionales. Quedan los árabes arrollados; mas es por los alfanjes de treinta mil persas, avecindados y asalariados por el Imperio Bizantino. Salen los griegos rechazados y vencidos, pero es por los flechazos de la caballería turca; y a no sobrevenir luego lluvia que empapa y afloja sus arcos, poquísimos cristianos se salvaran con el emperador del campo de batalla. Respiran en Dorileo, a tres jornadas; y Teófilo, al revistar sus trémulas legiones, tiene que indultarlos por la huida propia y ajena. Patente ya su flaqueza, mal puede esperanzar alivio por la suerte de Amorio; y desecha el califa inexorable con menosprecio sus ruegos y promesas, deteniendo a los embajadores romanos para que presencien su ejemplarísima venganza, después de haber casi presenciado su desdoro. Gobernador leal, guarnición veterana y vecindario desesperado contrarrestan los recios asaltos de cincuenta y cinco días, y tienen ya los sarracenos que levantar el sitio; cuando un traidor casero les muestra el paraje más endeble de la muralla realzado con las estatuas de un león y de un toro. Logra Motazem su anhelo con empedernida saña; cansado y no saciado de asolaciones, regresa a su nuevo palacio de Samara, en la cercanía de Bagdad, mientras el desventurado[1791] Teófilo está implorando el auxilio tardío y dudoso de su competidor occidental, el emperador de los francos. Mas habían fenecido en el sitio de Amorio más de setenta mil musulmanes, cuyo malogro queda vengado con la matanza de treinta mil cristianos, y los padecimientos de igual número de cautivos, tratados como reos infames. La necesidad recíproca solía a veces acarrear canjes o rescates imprescindibles de prisioneros;[1792] pero en aquel guerrear nacional y religioso de ambos imperios la paz es mal seguro e implacable la contienda. Por maravilla se da cuartel en el campo, y aun los exentos ya del filo del acero, quedan condenados a servidumbre desahuciada y tormentos extremados; y un emperador católico refiere, con manifiesta complacencia, cómo ajustició a los sarracenos de Creta, desollándolos vivos o chapuzándolos en calderas de aceite hirviendo.[1793] Había Motazem sacrificado a un puntillo de honor una ciudad floreciente, doscientas mil vidas y los haberes de millones. El mismo califa se apea de su caballo y se quita el manto por acudir al apuro de un anciano caduco, y caído con su asnillo cargado en una acequia. ¿En cuál de estas gestiones cavilaría con más complacencia al estarle llamando el Ángel de la muerte?[1794]
Se extingue con Motazem, octavo de los abasíes, el timbre de su alcurnia y de su nación; pues tendidos ya los conquistadores arábigos por el Oriente, y revueltos con la chusma servil de Persia, Siria, y Egipto, van perdiendo la gallardía y el engreimiento batallador de su desierto (848-870 d. C.). Parte de la disciplina y de la preocupación es el denuedo artificial del mediodía; amaina el entusiasmo, y los califas van ya reclutando su gente asalariada por aquellos climas del norte, donde el valor brota de suyo con toda pujanza: alista turcos,[1795] habitantes robustísimos de allende el Oxo y el Yaxartes, apresados en la guerra, o feriados en el tráfico, y criados en el ejercicio de las armas y en la profesión mahometana. Escuda la guardia turca el solio de su bienhechor, y sus caudillos van usurpando el predominio del palacio y de las provincias. Introduce Motazem, autor de ejemplar tan azaroso, en la capital, hasta cincuenta mil turcos: se desmandan y enfurecen a los naturales; y sus contiendas inducen al califa a desviarse de Bagdad, y plantear su residencia y campamento con los bárbaros predilectos en Samara sobre el Tigris, como a doce leguas [26,7 km] más arriba de la ciudad de la Paz.[1796] Su hijo Motawakel es un tirano asombradizo y cruel, y como malquisto con los suyos allá se enajena en manos de los advenedizos; quienes, a fuer de ambiciosos y desconfiados, se ceban con las promesas grandiosas de una revolución. A impulsos, o al menos por interés, de su hijo, se agolpan a su estancia mientras está cenando y lo descuartizan en siete trozos con los idénticos alfanjes recién repartidos a la guardia de su vida y solio; y colocan en él, bañado aún todo con sangre del padre, al triunfante Montaser para agonizar seis meses con las ansias de una conciencia traspasada. Si llora al presenciar en una alfombra el atentado y castigo del hijo de Cosroes, si el pesar y el arrepentimiento le acortan la vida, condolámonos algún tanto de un parricida, que prorrumpe, al espirar atenaceado por el remordimiento, que ha perdido este mundo y el venidero. Tras el rapto de su traición los mercenarios advenedizos van confiriendo y arrebatando las insignias de la soberanía, el manto y el bastón de Mahoma, hasta el punto de encumbrar, deponer y degollar en cuatro años a tres caudillos de los fieles. En acalorándose los turcos por zozobra, saña o codicia, arrastran por los pies a sus califas, los cuelgan desnudos al sol abrasador, los magullan con mazos de hierro, precisándolos a desear un breve plazo de su inevitable suerte, con la renuncia de su señorío.[1797] Se desvía por fin o desembravece la tormenta; los abasíes vuelven a Bagdad; una diestra más pujante y certera doblega el desenfreno turco, que mengua o se desparrama con guerras lejanas. Mas están ya las naciones de Oriente enseñadas a hollar los sucesores del Profeta, y logran por fin la dicha del sosiego casero, amainando en su brío; pues la tiranía de su disciplina, y los desafueros del militar despotismo se dan tantísimo la mano, que estoy como repitiendo el pormenor de los pretorianos de Roma.[1798]
Amortiguada más y más la llamarada del entusiasmo con los negocios, recreos y estudios del siglo, seguía ardiendo, reconcentrada en los pocos pechos sobresalientes que ansiaban a competencia el reinar en este mundo o en el venidero. Sin embargo, por más esmeradamente que el Apóstol de la Meca sellara el libro de las profecías, los anhelos, y aun (si cabe profanar este nombre) la racionalidad del fanatismo, podía creer que tras aquellos misioneros, Adán, Noé, Abraham, Jesús y Mahoma, el mismo Dios con el tiempo había de revelar otra ley más cabal y permanente. A los doscientos setenta y siete años de la Hégira, por las cercanías de Cufa (890-954 d. C.), un predicador árabe llamado Carmath entona allá los dictados altisonantes e inapeables de Guión, Director, Demostración, Palabra, Espíritu Santo, Camello y Heraldo del Mesías, quien había conversado con él en figura humana; como representante de Mahoma, hijo de Alí de san Juan Bautista y del ángel Gabriel. Robustece, acrisola y realza en su librito místico los mandamientos del Alcorán; desahoga las obligaciones de lavatorios, ayunos y romerías; franquea a discreción el uso del vino y de alimentos vedados, y reenfervoriza más y más a sus discípulos con la repetición diaria de cincuenta plegarias. El ocio y la fermentación de la chusma montaraz embarga la atención de los magistrados de Cufa; pero su persecución medrosa da alas a la nueva secta, que reverencia con mayor ahínco a su Profeta al verle dejar este mundo. Sus doce apóstoles se dispersan por los beduinos, «ralea de gente», dice Abulfeda, igualmente destituida de racionalidad y de religión, y la bulla de sus predicaciones amaga a la Arabia entera con nueva revolución. Están ya los carmatas en el disparador, puesto que se desentienden allá de la alcurnia de Abas, y aborrecen de muerte el boato pomposo de los califas de Bagdad; y aparecen pronto a disciplinarse puesto que juran rendimiento ciego y absoluto a su imán, encargado del ejercicio profético por el voto de Dios y del pueblo. En vez del diezmo legal, les requiere el quinto de sus productos y trofeos; los pecados más horrendos quedan en gestiones desobedientes, y los hermanos se enlazan y se ocultan con juramento de sigilo. Traban la más sangrienta batalla, y vencen por la provincia de Bahrein hasta el Golfo Pérsico; el cetro, o más bien el alfanje de Abu Said y su hijo Abu Taher avasallan a diestra y siniestra las tribus del desierto; y aquellos imanes rebeldes llegan a contar en campaña con ciento siete mil fanáticos (900 d. C., etc.). Desfallecen los asalariados del califa al asomo de un enemigo, que ni da ni admite cuartel, y la suma diferencia que media entre ellos está demostrando la mengua de fortaleza y aguante que en tres siglos de prosperidad ha padecido la índole de los árabes. Ya para ellos toda refriega es descalabro; les saquean las ciudades de Baca y de Balber, de Cufa y de Basora; Bagdad está despavorida, y tiemblan allá los califas tras los velos de su alcázar. Con sólo cinco mil caballos se adelanta Abu Taher en un avance osado allende el Tigris hasta las puertas de la capital. Manda Moctader terminantemente que caigan los puentes, y como caudillo de los fieles, está por puntos esperando que le lleven la persona o la cabeza del rebelde. El lugarteniente, por compasión o por temor, participa a Abu Taher su peligro, encargándole su salvamento ejecutivo: «Vuestro amo —dice el denodado carmata al mensajero–, está acaudillando a treinta mil soldados, pero le faltan tres en toda su hueste». Vuélvese a tres de sus compañeros manda al primero traspasarse el pecho con una daga, al segundo arrojarse al Tigris y al tercero derrumbarse por un despeñadero; obedecen sin chistar. «Referid —continúa el imán–, cuanto habéis visto: antes de la noche vuestro general ha de estar aquí atrahillado con mis perros». Antes del anochecer quedan asaltados los reales y ejecutada la amenaza. Santifican los carmatas sus rapiñas con la antipatía al culto de la Meca, roban una caravana de peregrinos y desamparan allá veinte mil musulmanes devotos exhaustos de hambre y abrasados de sed en los arenales. Otro año dejan transitar sin tropiezo a los peregrinos, y en medio de la festividad fervorosa asaltan la ciudad sagrada, huellan las reliquias (929 d. C.) más venerables de la fe mahometana, degüellan a treinta mil ciudadanos o forasteros, mancillan el recinto sacrosanto enterrando a tres mil cadáveres, cuajan de sangre el paso de Zennem, desencajan de su sitio el grifo dorado; los sectarios impíos se reparten el velo de la Caaba, y se llevan triunfalmente a su capital la piedra negra, el monumento fundamental de la nación. Tras aquel aborto de sacrilegio y de crueldad, siguen infestando el confín de Irak, de Siria, de Egipto; pero el arranque vividor de su entusiasmo se agosta en su raíz; sus escrúpulos o su codicia franquean de nuevo la peregrinación de la Meca, reponen la piedra negra en la Caaba, y es de más el pararse a escudriñar sus muchas subdivisiones, y los alfanjes que acaban de exterminarlos. Aquella secta puede conceptuarse como la segunda causa patente del menoscabo de los califas.[1799]
La causa tercera y más obvia es la mole misma y grandiosidad del Imperio. Podía el califa Almamon blasonar engreídamente de que le era más llano el señorear el Oriente y el Ocaso que el manejar una tabla de ajedrez de dos pies en cuadro.[1800] Pero yo malicio que al par por entrambos juegos estuvo desbarrando por varios deslices, pues se echa de ver que allá en las provincias remotas la autoridad del primero y más poderoso de los abasíes se iba ya desmoronando (800-809 d. C.). La traza del despotismo va revistiendo al representante con la majestad cabal del mismo príncipe; aquel desvío y contraposición de potestad viene a desatender el ejercicio de la obediencia y tal vez estimula al súbdito atropellado a enterarse del origen y el régimen del gobierno civil. Por maravilla, quien nació en la púrpura se hace acreedor a vestirla; pero el encumbramiento de un particular, acaso labriego o esclavo inclina a suponerle arrojo y desempeño. El virrey de un reino lejano se esmera en afianzarse el asiento y herencia de aquel encargo volandero; las naciones se complacen con la presencia de su soberano y el mando de ejércitos y de tesoros viene a pasar en objeto a un tiempo e instrumento de su ambición. Mudanza imperceptible sobrevenía mientras un lugarteniente del califa se hallaba satisfecho con este dictado mal seguro, y en tanto que instaba por la renovación para sí o para sus hijos del otorgamiento imperial, y seguir conservando en la moneda y en el rezo público el nombre y prerrogativas del caudillo de los fieles. Mas ejercitando dilatada y hereditariamente su potestad ostentaban las ínfulas y atributos de la soberanía, pues la alternativa de paz o guerra estaba pendiente de su albedrío, al par de los premios y castigos, reservando las rentas de su gobierno para destino, locales y magnificencia propia. En vez del apronto arreglado de gente y dinero, los sucesores del Profeta se pagaban del regalo ostentoso de un elefante, de unos baleones peregrinos, de un juego de colgaduras, o de algunas libras de ámbar o de almizcle.[1801]
Rebelada ya la España contra la supremacía temporal y espiritual de los abasíes, estallan por la provincia de África los primeros asomos de inobediencia. Ibrain, hijo de Aglab, lugarteniente del vigilante y rígido Harun, deja a la dinastía de los Aglabitas la herencia de su nombre y poderío (600-941 d. C.). El apoltronamiento o la política de los califas se desentienden del malogro y desacato, persiguiendo tan sólo con envenenamiento al fundador de los Edrisitas,[1802] quienes plantean el reino y la ciudad de Fez en las playas del piélago occidental.[1803] En el Oriente la primera dinastía es la de los Taheritas[1804] (815-872 d. C.); posteridad del valeroso Taher, el cual en las guerras civiles de los hijos de Harun había servido con excesiva pujanza y acierto en la demanda del hermano menor Almamon. Envíanle en destierro decoroso al mando de las orillas del Oxo, cohonestando la independencia de sus sucesores, quienes vienen a reinar en el Jorasán hasta la cuarta generación, con su desempeño comedido y atento con el bienestar de los súbditos y con el resguardo de la raya. Derrócalos uno de aquellos aventureros tan continuos en el Oriente quien deja su ejercicio de cervecero (apellidándose de allí los Sofarides) por el de salteador. Va de noche a la tesorería del príncipe de Sirtan, Jacob hijo de Leith, tropieza en un gran terrón de sal, y la prueba inadvertidamente con su lengua. Simboliza la sal entre los orientales el hospedaje, y el salteador timorato se retira sin presa ni daño (872-902 d. C.). Se descubre aquel arranque pundonoroso y en pago indultan y favorecen a Jacob, quien campea acaudillando una hueste al pronto para su bienhechor, después para sí, con la cual avasalla la Persia y amaga la residencia de los abasíes; pero enferma en su marcha para Bagdad, recibe en cama al embajador del califa y a su lado, sobre una mesita, se manifiestan un alfanje desenvainado, un mendrugo de pan moreno y un manojillo de cebolla. «Si muero —prorrumpe–, sale vuestro amo de zozobra; si vivo éste decidirá el trance; y si quedo vencido me avendré de nuevo al ejercicio de mi mocedad». El vuelco desde su encumbramiento no podía ser tan blando y volandero: fallece y queda afianzado su sosiego y el del califa, quien paga con cuantiosos dones la retirada de su hermano Amrú a los palacios de Shiraz y de Ispahán. Demasiado endebles para batallar, y en extremo altaneros para desentenderse, los abasíes acuden a la dinastía poderosa de los Samanides quienes atraviesan el Oxo con diez mil caballos (874-999 d. C.) tan menesterosos que traen los estribos de madera, pero tan valientes que arrollan la hueste de los Sofarides, ocho veces mayor. Aherrojado llega Amrú en ofrenda halagüeña a la corte de Bagdad, y contentándose el vencedor con la herencia de la Transoxiana y el Jorasán, quedan devueltos los reinos de Persia por algún tiempo a manos de los califas; pero los esclavos turcos de la ralea de Tulun y de Ikshid,[1805] les desmembran por dos veces las provincias de Siria y Egipto. Aquellos bárbaros, compatricios de Mahoma en religión y en costumbres se descuelgan de sus sangrientos vaivenes en el interior del palacio, a mandos lejanos y solios independientes (864-968 d. C.); suenan por entonces con pavor sus nombres, mas los fundadores de entrambas dinastías manifiestan en palabras y obras el devaneo de la ambición. El primero está implorando al morir la conmiseración de Dios para un pecador, atropellador de los límites de su poderío; el segundo en medio de cuatro mil soldados y ocho mil esclavos, encubre a los palaciegos las estancias en donde trata de acostarse. Sus hijos se vestían como hijos de reyes, y a los treinta años recaban y poseen los abasíes tanto el Egipto como la Siria; pero van decayendo, y los príncipes árabes de la tribu de Hamadan se apoderan de las ciudades grandiosas de Mosul y Alepo, con toda la Mesopotamia (831-1001 d. C.). Podían los poetas cortesanos entonar sin rubor que sus rostros se crían para la hermosura, sus labios para la elocuencia, y sus manos para la liberalidad y el denuedo; pero la relación positiva del ensalzamiento y reinado de los Hamadanitas es un cuadro de traiciones, matanzas y parricidios. En aquel aciago plazo usurpan el reino de Persia los bowides (955-1055 d. C.), con el alfanje de tres hermanos apellidados bajo diversos nombres arrimos o columnas del estado, quienes desde el mar Caspio hasta el océano ningún tirano toleran más que ellos mismos. Resucitan en su reinado el idioma y el numen de la Persia, y a los trescientos cuatro años de la muerte de Mahoma, quedan defraudados del cetro del Oriente.
Rahdi el vigésimo de los abasíes y el trigesimonono sucesor de Mahoma (336 d. C., etc.) es el postrero que merece el dictado de caudillo de los fieles,[1806] el último, según Abulfeda, que habló al pueblo o conversó con los eruditos; y el último que en el aparato palaciego está remedando la riqueza y el boato de los antiguos califas. Tras él los dueños del mundo oriental yacen sumidos en sumo desamparo, y expuestos a los golpes y desacatos de una esfera servil. Rebélanse las provincias y queda su señorío reducido al recinto de Bagdad; mas era aún crecidísimo su vecindario y engreído con su grandeza pasada, mal hallado con su situación actual, y acosado con las demandas de un erario, antes colmado con los despojos y tributos de mil naciones. Ocioso, disputador y pendenciero abriga a los secuaces de Hanbul,[1807] quienes se entrometen por las casas plebeyas y principales, derraman el vino, apalean a los músicos, les destrozan los instrumentos y afrentan con sospechas infames a los asociados con hermosos mancebos. En siendo tan solos dos individuos de una profesión, el uno era apasionado y el otro opuestísimo de Alí; y clamando los sectarios agobiados sobresaltan a los abasíes, negándoles todo título y maldiciendo a sus mayores. Tan sóla la faena militar alcanza a frenar un vecindario desmandado; mas ¿quién saciará la codicia y disciplinará los mismos asalariados? La guardia turca y la africana desenvainan y cruzan sus alfanjes; y los caudillos principales, los emires en Omia[1808] encarcelan o apean a sus soberanos, atropellando el santuario de la mezquita y del serrallo. En huyendo los califas al campamento o corte de algún príncipe vecino, su salvamento era una mudanza de servidumbre, hasta que, a impulsos de su desesperación, acuden los bowides sultanes de Persia cuyas armas irresistibles aplanan los bandos a su albedrío. Moczaldaulat se apropia la potestad civil y militar; aunque el segundo de los hermanos y su generosidad señala un estipendio de cerca de sesenta mil libras esterlinas para el gasto particular del caudillo de los fieles; pero a los quince días en la audiencia de los embajadores de Jorasán y en presencia de la trémula muchedumubre derrumban al califa de su solio y lo empozan en una mazmorra por disposición del advenedizo, y con las manos violentas de sus dilenitas. Le saquean el palacio, le arrancan los ojos, y aún la ambición ruin de los abasíes aspira a la colocación vacante, pero expuesta y afrentosa. Aquellos califas lujosos, amaestrados con la adversidad, recobran las virtudes circunspectas y frugales de sus primitivos tiempos. Sin armas y sin ropajes, ayunan, rezan, estudian el Alcorán y la tradición de los sonitas; desempeñando con afán y acierto las funciones de su cargo eclesiástico. Acatan todavía las naciones a los sucesores del Apóstol, como oráculos de la ley de la conciencia de los fieles, y la flaqueza o las desavenencias de sus tiranos restablecían a temporadas los abasíes en la soberanía de Bagdad. Pero el triunfo de los fatimitas, descendencia castiza o bastarda de Alí, acibara más y más sus desconsuelos. Venturosos competidores que descuellan por los extremos del África y anonadan en Siria y en Egipto la autoridad temporal y espiritual de los abasíes, y el monarca del Nilo está insultando al apocado pontífice de las orillas del Tigris.
Van a menos todos los califas por todo aquel siglo que media después de la guerra de Teófilo con Motacem (960 d. C.), y cuantas ocurrencias militares sobrevienen se reducen a tal cual correría por mar y por tierra, parto de la vecindad y de su encono implacable. Mas al yacer quebrantado y exánime el orbe oriental, se desaletargan los griegos, esperanzados de venganzas y conquistas. Adormecíase el Imperio Bizantino en paz decorosa, desde el ascenso de la alcurnia Basilia, pudiendo sostener algún emir menguadillo, mientras los enemigos nacionales de su misma fe mahometana los estaban sin cesar amagando y maltrayendo. Los dictados altisonantes de lucero del alba y muerte de los sarracenos[1809] se aplicaban en las aclamaciones públicas a Nicéforo Focas, afamado en sus reales y malquisto en la capital. En su alta esfera de gran doméstico, o general del Oriente, avasalla la isla de Creta, exterminando aquel nido de piratas, que por tan largo plazo había estado retando a su salvo la majestad del Imperio.[1810] Descuella su numen militar en el desempeño y logro de aquella empresa, que solía acarrear quebranto y desdoro. Atónitos quedan los sarracenos al desembarco de la tropa por puentes llanos y firmísimos, que va colocando desde los bajeles a la playa; emplea siete meses en el sitio de Candia; enardecen la desesperación de los cretenses auxilios frecuentes, que reciben de sus hermanos de África y España, y aun después de allanados el macizo murallón y los dos fosos, pelean todavía desahuciadamente contra los griegos por las calles y casas de la ciudad. Ríndese con la capital toda la isla y el pueblo sumiso recibe el bautismo del vencedor.[1811] Vitorea Constantinopla el olvidado boato de un triunfo, pero la diadema imperial es el galardón único que alcanza a pagar los servicios y saciar la ambición de Nicéforo.
Muerto Romano, el menor y el cuarto de la alcurnia basilia, su viuda Teofania vino sucesivamente a desposarse con Nicéforo Focas y con su asesino Zimirces, los dos héroes del siglo. Reinaron como ayos y compañeros de sus niñas tiernas, y los doce años de su mando militar forman la temporada más esplendorosa de los anales bizantinos (963-975 d. C.). Acaudillaron entre súbditos y confederados, por lo menos para la vista del enemigo hasta doscientos mil hombres, y de ellos hasta treinta mil pertrechados de corazas:[1812] con una brigada de cuatro mil mulos, y solían fortificar sus reales con parapeto y una empalizada de chuzos. Una continuación de refriegas sangrientas pero inconsiguientes abultan únicamente como floreo o anuncio de la que naturalmente debía resultar en pocos años: y así voy a compendiar las conquistas de entrambos emperadores desde los cerros de Capadocia hasta el desierto de Bagdad. Descuellan desde luego con su tesón y maestría las tropas en los sitios de Mopsuestia y Tarso en Cilicia, acreditándose sin disputa de acreedoras al dictado romanas. En la ciudad como duplicada de Mopsuestia, dividiéndola el río Saro, se agolpan hasta doscientos mil musulmanes, predestinados a la muerte o la esclavitud,[1813] vecindario asombrosamente crecido, que incluiría al menos a los moradores de sus dependencias. Lo cercan y cogen todo por asalto pero Tarso tiene a la larga que rendirse por hambre, y al entregarse en términos decorosos presencian desconsoladamente allá distantes los auxilios navales y ya infructuosos del Egipto. Despídenlos con su salvoconducto al confín de la Siria; parte de los antiguos cristianos había vivido sosegadamente bajo su mando, y las viviendas vacantes se pueblan con una nueva colonia. Truecan la mezquita en establo, abrasan el púlpito: varias cruces riquísimas de oro y pedrería, despojos de las ciudades asiáticas, sirven de ofrenda halagüeña a la religiosidad o a la codicia del emperador, trasportando las puertas de Mopsuestia y de Tarso, que se clavan en los muros de Constantinopla como un monumento sempiterno de la victoria. Fuerzan y afianzan las angosturas del monte Amano para internarse repetidamente con la guerra hasta el corazón de la Siria. Pero en vez de asaltar las almenas de Antioquía, la humanidad o la superstición de Nicéforo quiere acatar la antigua metrópoli del Oriente, pues se contenta con circunvalar la ciudad y encarga a su lugarteniente que esté sufridamente esperando el asomo de la primavera. Pero en medio del invierno y en noche lóbrega y lluviosa, un arrojado subalterno con trescientos soldados, se acerca a la muralla, arrima las escalas se apodera de dos torreones inmediatos, contrarresta el turbión de la muchedumbre, y mantiene gallardamente su puesto, hasta que su caudillo acude tardíamente y con repugnancia, pero aún a tiempo a sostenerlos. Amaina el primer desconcierto de saqueo y matanza; se restablece el reinado del César y de Jesucristo; y el embate de cien mil sarracenos de ejércitos de Siria y de escuadras de África se estrella en las murallas de Antioquía. Manda Sofeidorolat en la regia ciudad de Alepo, y aunque de la dinastía de Hamadan, nubla todos sus timbres con el desamparo atropellado de su capital y reino a manos de los invasores romanos. En su grandioso alcázar por elegido de Alepo, apresan ufanos grandes acopios de armas, mil quinientos mulos en las caballerías y trescientos saquillos de plata y oro; pero sus murallones burlan el disparo de los arietes, y los sitiadores acampan por los cerros vecinos de Faushan. Con su desvío se enconan los odios de la tropa y el vecindario; desamparan la guardia de puertas y muros, y mientras pelean sañudamente en el mercado, los sobrecogen y destrozan sus enemigos comunes. Degüella el acero a los varones; llevándose cautivos diez mil jóvenes; no alcanzan las acémilas a cargar con todo el despojo, y queman el sobrante; y tras su goce de diez días se ausentan los romanos de aquella ciudad desnuda y ensagrentada. En sus correrías por la Siria mandan a los campesinos que sigan cultivando sus campiñas para luego esquilmarlas, avasallan a más de cien ciudades, y abrasan dieciocho púlpitos de mezquitas principales, para aventar el sacrilegio de los alumnos de Mahoma. Reverberan instantáneamente en el raudal de las conquistas los nombres clásicos de Hierápolis, Apamea y Emesa; acampa el emperador Zimisces en el paraíso de Damasco y acepta el rescate de un rendido vecindario, sin que lo ataje la carrera sino la fortaleza inexpugnable de Trípoli en la costa de Fenicia. Yace el Éufrates desde el tiempo de Heraclio allende el Tauro intransitable, y aun casi invisible para los griegos; pero franquea ya indefenso su tránsito al victorioso, Zimisces, y el historiador tiene que remedar el arrebato con que recorre las tan afamadas ciudades de Samorata, Edesa, Martirópolis, Amida[1814] y Nisibis, lindero antiguo del Imperio por las cercanías del Tigris. Arde en el ansia de abalanzarse a los tesoros virginales de Cebatania,[1815] nombre muy sonado, bajo el cual el escritor bizantino encubre la capital de los abasíes. Despavoridos los fugitivos, van más y más dilatando el susto de su nombre; mas la codicia y profusión de tiranos caseros había ya desvanecido las soñadas preciosidades de Bagdad. Insta el vecindario, y requiere con adustez el lugarteniente de los bowides al califa que acuda al resguardo de la capital: pero el desvalido Mothi contesta que le han arrebatado de las manos armas, rentas y provincias, y está pronto a traspasar un señorío que no alcanza a sostener. Sigue inexorable el emir, véndese el ajuar de palacio; y el cortísimo producto de cuarenta mil piezas de oro desaparece instantáneamente en lujosos devaneos. Mas cesan las zozobras de Bagdad con la retirada de los griegos; la sed y el hambre, son los antemurales del desierto de Mesopotamia, y el emperador, rebosando de gloria y cargado con los despojos orientales, regresa a Constantinopla ostentando en su triunfo sedas, aromas y treinta millones de plata y oro. Pero doblegó no más el huracán pasajero el poderío del Oriente sin quebrantarlo. Vanse los griegos, y los príncipes fugitivos acuden a sus capitales; los súbditos se desentienden allá de sus forzados juramentos de vasallaje; purifican los musulmanes de nuevo sus templos y derrumban los ídolos de santos y de mártires; los nestorianos y jacobitas anteponen un dueño sarraceno a otro católico, y ni el número ni el brío de melquitas alcanzan a sostener la iglesia y el estado, y al fin de tan dilatadas conquistas tan sólo Antioquía con las ciudades de Cilicia y la isla de Chipre quedan recobradas y en aumento permanente y provechoso del Imperio Romano.[1816]