XLIV

RESEÑA DE LA JURISPRUDENCIA ROMANA - LEYES DE LOS REYES - LAS DOCE TABLAS DE LOS DECENVIROS - LEYES DEL PUEBLO - DECRETOS DEL SENADO - EDICTOS DE LOS MAGISTRADOS Y EMPERADORES - AUTORIDAD DE LOS LETRADOS - CÓDIGO, PANDECTAS, NOVELAS E INSTITUTA DE JUSTINIANO - I. DERECHOS DE LAS PERSONAS - II. DERECHOS DE LAS ENTIDADES - III. AGRAVIOS PARTICULARES Y ACCIONES - IV. DELITOS Y CASTIGOS

Yacen por el suelo todos los dictados insustanciales de las victorias de Justiniano, pero vive estampado el nombre del legislador en un monumento grandioso y sempiterno. En su reinado, y por sus desvelos, se fue coordinando la jurisprudencia civil en las obras inmortales del Código, las Pandectas y la Instituta;[582] el desempeño público de los romanos ha trascendido callada o expresamente a las disposiciones caseras de Europa,[583] y las leyes de Justiniano están todavía imponiendo acatamiento u obediencia a las naciones independientes. Cuerdo o venturoso será todo príncipe que hermane su nombradía y pundonor para siempre con los intereses de los pudientes. La defensa de su fundador es el empeño que en todo tiempo han tomado a su cargo los letrados más ingeniosos y eficaces. Ensalzan entrañablemente sus prendas, encubren o desmienten sus yerros, y escarmientan desaforadamente a cuantos se propasan, ciega o malvadamente, a mancillar la majestad de la púrpura. Tan descompasada idolatría, como suele suceder, ha enconado a los contrarios, y zahirió la ojeriza cuanto ensalzó la lisonja la índole de Justiniano, pues la sinrazón de una secta (los antitribonianos) apea de toda alabanza y merecimiento al príncipe, a sus ministros y a sus leyes.[584] Ajeno yo de toda parcialidad, amante tan sólo de la verdad acendrada de la historia, y al arrimo de guías expertos y atinados,[585] voy a entablar con fundada desconfianza el asunto de las leyes civiles, que ha estado embargando vidas enteras y eruditas, y sigue llenando los estantes de tantísima grandiosa biblioteca. En un capítulo solo, y si cabe harto breve, voy a eslabonar la jurisprudencia romana, desde Rómulo hasta Justiniano,[586] desentrañar los afanes de éste, y explayarme puntualizando los principios de una ciencia tan trascendental para la paz y la felicidad de los hombres. Las leyes de toda nación constituyen la parte más instructiva de su historia; y aunque me he propuesto escribir los anales de una monarquía menoscabada, me regalaré con la coyuntura de respirar el ambiente puro y entonador de la República.

Constaba el gobierno primitivo de Roma,[587] con atinada disposición estadística, de un rey electivo, un consejo de prohombres y junta general del pueblo. Encabezaba el magistrado supremo la guerra y la religión, compitiéndole la propuesta de las leyes que se desentrañaban en el Senado, y se revalidaban o desechaban, a mayoría de votos, en las treinta curias o barrios de la ciudad. Se decantan a Rómulo, Numa y Servio Tulio como legisladores primitivos, y a cada uno de ellos corresponde su particularidad, en la triple división de la jurisprudencia.[588] Leyes matrimoniales, la educación de niños y la autoridad de los padres, que al parecer dimana de la misma naturaleza, se atribuyen a la sabiduría innata de Rómulo. La ley de las naciones y del culto religioso que planteó Numa procedió de sus coloquios nocturnos con la ninfa Egeria. La ley civil se conceptúa producto de la experiencia de Servio; fue contrapesando los derechos y los haberes de las siete clases de ciudadanos, y afianzó con cincuenta observancias nuevas la fe de los contratos y el castigo de los delitos. Propendió en sus manos el Estado a la democracia, y Tarquino lo trocó en desaforado despotismo; y al volcar luego la dignidad real, vincularon en sí los patricios los fueros de la libertad. Las leyes regias se volvieron odiosas o anticuadas; nobles y sacerdotes estuvieron calladamente conservando el depósito misterioso, y a los sesenta años siguieron los ciudadanos de Roma lamentándose de que los magistrados los avasallaran más y más con sus fallos arbitrarios. Sin embargo, las instituciones de los reyes estaban ya barajadas con las costumbres públicas y particulares de la ciudad; el esmero de los anticuarios fue recopilando algunos fragmentos[589] de aquella jurisprudencia venerable,[590] y más de veinte textos manifiestan la tosquedad del dialecto pelágico de los latinos.[591] No he de repetir la historia tan sabida de los decenviros,[592] quienes mancillaron con sus actos el realce de estampar en bronce, madera o marfil, las Doce Tablas de las leyes romanas.[593] Las dictó allá la celosa tiranía de una aristocracia mal avenida con sus forzadas concesiones al pueblo. Pero el contenido de las Doce Tablas congeniaba con el temple del vecindario, y los romanos iban descollando sobre la barbarie, pues eran ya capaces de estudiar y apetecer las instituciones de sus vecinos más ilustrados. Logró la envidia ahuyentar de su patria a un efesio erudito, quien antes de aportar por el Lacio había ido notando los diversos aspectos de la naturaleza humana y de la sociedad civil; franqueó sus alcances a los legisladores de Roma, y el foro ostentó luego una estatua a la memoria perpetua de Hermodoro.[594] Los nombres y los quebrados de las monedas de cobre, única de un Estado en mantillas, eran de origen dórico.[595] Acudían las cosechas de Campania y Sicilia al asomo de un pueblo, cuya labranza solía interrumpirse, acosada por guerras y bandos, y entablado ya el comercio[596] los diputados salidos del Tíber podían volver de su encargo con una remesa más apreciable de sabiduría política. Habían las colonias de la Gran Grecia traído y mejorado las artes de sus metrópolis Cumas y Regio. Crotona y Tarento, Agrigento y Siracusa se encumbraron a la jerarquía de las ciudades más florecientes. Fueron los discípulos de Pitágoras aplicando la filosofía a la práctica del gobierno; las leyes verbales de Carondas se realzaban con la música y la poesía,[597] y Zaleuco legisló la república de los locrios, que se mantuvo inalterable por más de doscientos años.[598] Por engreimiento también de arranque nacional, tanto Tito Livio como Dionisio abundan en la creencia de que los diputados de Roma pasaron a Atenas bajo el régimen atinado y esplendoroso de Pericles, y las leyes de Solón se vaciaron en las Doce Tablas. Si tal embajada hubiera llegado de parte de los bárbaros de la Hesperia, se hubiera vulgarizado entre los griegos antes del reinado de Alejandro,[599] y el testimonio más escaso se rastrearía después y se decantaría afanadamente. Enmudecen sin embargo los monumentos atenienses, ni se conceptúa verosímil que los patricios emprendieran allá navegación tan larga y arriesgada en busca de una legislación popular. Asoman visos de semejanza entre las tablas de Solón y de los decenviros, con máximas que la razón natural pone de manifiesto en toda sociedad, y también pruebas de entronques comunes con Egipto y Fenicia;[600] mas en los rasgos capitales de jurisprudencia pública y particular se muestran los legisladores de Roma y de Atenas muy ajenos y muy encontrados.

Prescindiendo ahora del origen y el mérito de las Doce Tablas, lograron[601] entre los romanos aquel acatamiento ciego y apresurado que se complacen los legistas en profesar a sus instituciones solariegas. Cicerón[602] es un encarecedor ufano de su estudio, por halagüeño y por instructivo. Embelesan el ánimo con el recuerdo de voces anticuadas, y de costumbres ya lejanas; atesoran los principios más certeros de moralidad y de gobierno, y afirmo desde luego que la composición breve de los decenviros sobrepasa con castiza excelencia a las bibliotecas de la filosofía griega. «¡Cuán asombrosa —prorrumpe Marco Tulio con preocupación entrañable o estudiada–, es la sabiduría de nuestros antepasados! Sólo nosotros somos los árbitros del acierto civil, y descollamos tanto más, en tendiendo la vista por la jurisprudencia rastrera y casi ridícula de Dracón, Solón y Licurgo». Encomendáronse las Doce Tablas a la memoria de los mozos y a las meditaciones de los ancianos; se estuvieron copiando y desentrañando con hábil ahínco, se libertaron de las llamas de los galos, permanecían aun en tiempo de Justiniano, y los afanes de tanto crítico moderno han venido a restablecerlas imperfectamente.[603] Pero si bien se acataban y engrandecían como la norma del derecho y el manantial de la justicia,[604] las estaba ya anegando y oprimiendo un cúmulo de leyes nuevas, que al cabo de cinco siglos degeneraron en una plaga más insufrible que los vicios de la misma ciudad.[605] Había tres mil planchas de cobre con las actas del Senado y del pueblo depositadas en el Capitolio,[606] y algunas de ellas, como la ley Julia contra las estafas, pasaban de cien capítulos.[607] Desatendieron los decenviros la disposición de Zaleuco, que por tanto tiempo conservó cabal su república, pues todo Locrio que venía proponiendo una ley nueva tenía que presentarse al consejo con un dogal enroscado al cuello, y si se desechaba la propuesta quedaba el innovador inmediatamente ahorcado.

Se nombraron los decenviros y se aprobaron sus Tablas por un consejo de centurias, en el cual predominaban los pudientes. A la primera clase de romanos poseedores de quinientas mil libras [230.000 kg] de cobre[608] correspondían noventa y ocho votos, y sólo quedaban noventa y cinco a las seis clases inferiores, repartidas por la política solapada de Servio, según sus haberes. Pero luego los tribunos plantearon otro sistema harto más decoroso y popular, pues a cada ciudadano asistía igual derecho para legislar aquello que estaba obligado a cumplir. Convocaban las tribus, en vez de las centurias, y los patricios, tras desvalidos conatos, tuvieron que doblegarse a los decretos de una junta, en la que sus votos se barajaban con los del ínfimo plebeyo. Pero como las tribus siguieron pasando por los puentecillos angostos[609] y votando a voces, todo ciudadano se patentizaba a los ojos y oídos de sus amigos y compatricios. Los deudores insolventes acataban los deseos de sus acreedores, los ahijados se sonrojaban de cruzarse con sus padrinos; se iban tras su general los veteranos, y la gravedad de un magistrado aleccionaba a la muchedumbre. El nuevo sistema de bolas reservadas atajó zozobras, rubores y todo género de miramiento, y así el abuso de tanto ensanche redobló más y más los progresos de la anarquía y el despotismo.[610] Habían aspirado los romanos a la igualdad, y la lograron en el nivel de la servidumbre; dictaba Augusto, y acudían rendidamente tribus o centurias a formalizar su consentimiento. Una vez, absolutamente única, tropezó con resistencia entrañable y denodada. Se habían desprendido aquellos súbditos de toda libertad política, pero resguardaron la libertad de la vida casera. Una ley que revalidaba la obligación y robustecía los vínculos del matrimonio quedó alborotadamente desechada: vitoreó Propercio desde el regazo de su Delia el triunfo del amor desahogado, y hubo que postergar el intento hasta que fuese creciendo otra generación más avenible.[611] Aun sin este ejemplar estaba aquel usurpador ladino hecho cargo del desmán de toda junta popular y su exterminio labrado ya recónditamente por Augusto quedó cumplido sin resistencia, y casi aun sin mención, al advenimiento del sucesor.[612] Seiscientos senadores, cuyos honores, haberes y vidas pendían de la clemencia del emperador, desbancaron a sesenta mil legisladores plebeyos, formidables por su número y escudados con su desamparo. El don de la autoridad legislativa mitigó el malogro de su poderío ejecutivo y le cupo a Ulpiano afirmar tras la práctica de doscientos años que los decretos del Senado fueron válidos y vigentes al par de las leyes. Los acuerdos del pueblo solían ser, en tiempo de la libertad, disparos o desaciertos de un instante; acudieron individuos solos con las leyes de Cornelia, Pompeya y Julia a frenar los desatinos desaforados; pero en tiempo de los Césares el Senado se componía de magistrados y legistas, y en puntos de jurisprudencia privada, por maravilla, llegaban a descarriar sus fallos por recelos e intereses.[613]

Los magistrados, revestidos con los timbres del Estado, promulgaban edictos peculiares para suplir a veces el silencio o la ambigüedad de las leyes,[614] regalía antigua que se traspasó luego a los cónsules y dictadores en sus cargos respectivos, como también a los censores y pretores; y aun los tribunos del pueblo, ediles y procónsules, se fueron luego apropiando iguales derechos. Pregonábanse en Roma y en las provincias las obligaciones del súbdito y los intentos del superior, y el pretor de la ciudad seguía reformando la jurisprudencia civil, como juez supremo, con los edictos anuales. Trepaba al tribunal, publicaba a voz de pregón, e inscribía en una pared blanqueada las máximas que trataba de observar en los casos dudosos, y el temple que estaba en ánimo de dar al rigor suma de los estatutos antiguos. Se introdujo en la República cierta ley del encaje más apropiada a la monarquía; los pretores se fueron sucesivamente amañando más y más en el arbitrio de acatar el nombre y burlar lo sustancial de las leyes; se idearon sutilezas y ficciones para trastornar el sentido más obvio de los decenviros, y siendo el fin saludable solían ser desatinados los medios. El ánimo recóndito o probable del difunto venía tal vez a prevalecer sobre el orden natural de la sucesión y las formalidades del testamento, y el demandante, apeado del concepto de heredero, aceptaba con igual complacencia de un pretor bondadoso la posesión de los bienes de su difunto deudo o bienhechor. Sustituíanse en los desagravios, compensaciones y multas a los rigores ya anticuados de las Doce Tablas; se aniquilaban el tiempo y el espacio con supuestos soñados, y el alegato de mocedad, engaño o tropelía anulaba la obligación, o descargaba del cumplimiento de un contrato incómodo. Jurisdicción tan desahogada y arbitraria estaba siempre en el disparador de rematados abusos: se solía sacrificar el quicio y la formalidad de la justicia al antecedente de la virtud, al ímpetu de cariño recomendable, el cohecho torpe del interés o del encono. Mas cesaban los errores o vicios de cada pretor con su cargo anual, y los jueces sucesores se atenían tan sólo a las máximas de la racionalidad o de la práctica; el rumbo de los procedimientos se patentizaba con el fallo de los casos nuevos, y toda propensión al desafuero se zanjaba por la ley Cornelia, que precisaba al pretor de aquel año a conformarse con la letra y la mente de su primera proclama.[615] Quedaba reservado para el tesón y la sabiduría de Adriano el realizar el intento ideado por la trascendencia del César, y el pretorado de Salvio Juliano, letrado esclarecido, se inmortalizó con la composición de su edicto perpetuo. Revalidaron el emperador y el Senado aquel código discretísimo; se zanjó ya el desvío dilatado de la equidad y la ley, y en vez de las Doce Tablas, el edicto perpetuo se planteó como la norma invariable de la jurisprudencia civil.[616]

Desde Augusto hasta Trajano, los Césares comedidos se ciñeron a promulgar sus edictos, según las varias jerarquías de magistrados romanos, y se insertaban acatadamente las cartas o arengas del príncipe en los decretos del Senado. Adriano es el primero[617] que asume revestido plenamente y sin disfraz la potestad legislativa. Le agradaba esta innovación por su actividad, por el rendimiento de aquel tiempo y por su dilatada ausencia del solio del gobierno. Siguieron su rumbo los monarcas sucesores y, según el símil harto inclemente de Tertuliano, a «el hacha de los mandatos regios y las Constituciones despejó la maleza lóbrega y enmarañada de las antiguas leyes».[618] En los cuatro siglos intermedios de Adriano a Justiniano, el albedrío del soberano fue el vaciador de la jurisprudencia pública y privada, y fueron poquísimas las instituciones humanas o divinas que permanecieron en su antigua planta. La oscuridad de los siglos y el pavor del despotismo armado encubrieron el origen de la legislación imperial; el servilismo, y quizás la idiotez de los letrados que se empapaban en el boato de la corte romana o bizantina, dieron en pregonar dos patrañas: 1° A instancias de los antiguos Césares, el pueblo o el Senado habían a veces concedido una franquicia personal de las obligaciones y penas de estatutos particulares, y cada otorgamiento venía a ser un acto de jurisdicción, ejercido por la República sobre su primer ciudadano. Su regalía humilde paró después en la prerrogativa de un tirano, y la expresión latina de «descargado de las leyes»[619] se conceptuaba ensalzadora del emperador sobre todas las trabas humanas, dejando a su conciencia y entendimiento la sagrada norma de su conducta. 2° Dependencia muy semejante se sobreentendía en los decretos del Senado, que a cada reinado iba deslindando los dictados y la potestad de un magistrado electivo. Mas ya se habían estragado los conceptos y el idioma de los romanos, cuando una ley regia[620] y un don irrevocable del pueblo se fraguaron por el albedrío de Ulpiano, o más probablemente por el mismo Triboniano,[621] y el origen de la potestad imperial, aunque falso en el hecho y servil en sus resultas, estribaba sobre un principio de libertad y de justicia. «El albedrío del emperador tiene el poderío y los efectos de la ley, puesto que el pueblo romano con la ley regia ha traspasado a su príncipe todos los ámbitos de su propia potestad y soberanía».[622] Y así quedaba convenido que el albedrío de un individuo, tal vez niño, se debía sobreponer a la sabiduría de los siglos y a la inclinación de millones; y la bastardía de los griegos se ufanaba en pregonar que en una sola diestra se debía colocar a salvo el ejercicio arbitrario de la legislación. «¿Qué interés o acaloramiento —prorrumpe Teófilo en la corte de Justiniano–, ha de alcanzar al encumbramiento bonancible y excelso del monarca? Es ya dueño de vidas y haciendas, y cuantos le desagradaron yacen allá con los difuntos».[623] Desdeñando lisonjas, confesará el historiador que en puntos de jurisprudencia personal el soberano absoluto de un imperio grandioso por maravilla se torcerá con desvíos particulares. El pundonor, y aun la racionalidad, estarán repitiendo a su ánimo desapasionado que es el celador de la paz y la equidad, y que el interés de la sociedad vive inseparablemente hermanado con el suyo. En el reinado de la maldad y el devaneo, la sabiduría e integridad de Papiniano y Ulpiano[624] estuvieron sentados en el escaño de la justicia, y lo más acendrado del Código y las Pandectas está encabezado con los nombres de Caracalla y sus ministros.[625] Solía el tirano de Roma ser el bienhechor de las provincias: una daga atajó las atrocidades de Domiciano, pero la cordura de Nerva revalidó las actas que, en alborozo del rescate, habían rescindido las iras del Senado.[626] Mas en los rescriptos[627] o contestaciones a las consultas de los magistrados, una manifestación parcial de los casos podía descarriar al príncipe más mirado; y aquel abuso, que ensalzaba sus decisiones atropelladas al nivel de las actas ventiladas y predispuestas de la legislación, fue desechado en balde por el tino y el ejemplo de Trajano. Los rescriptos del emperador, sus otorgamientos y decretos y pragmáticas sanciones, se firmaban con tinta encarnada,[628] y se remitían a las provincias como leyes generales o peculiares, que debían ejecutar los magistrados y obedecer los súbditos. Mas como se iban agolpando más y más, el rumbo de la obediencia se hacía diariamente más dudoso y enmarañado, hasta que se despejó y puntualizó en los códigos Gregoriano, Hermogeniano y Teodosiano. Dos letrados particulares fueron los fraguadores de los primeros, de los que sólo quedan fragmentos, para conservar las constituciones de los emperadores paganos, desde Adriano hasta Constantino. El tercero, que existe todavía, se coordinó en dieciséis libros, por disposición de Teodosio el Menor, colocando las leyes de los príncipes cristianos desde Constantino hasta su reinado. Pero merecían igual autoridad los tres códigos en los tribunales, y el acta que no aparecía en el depósito sagrado podía ser desatendida por los jueces como espuria o anticuada.[629]

Entre las naciones bravías se suple torpemente la carencia de letras con el uso de signos patentes, que llaman la atención y perpetúan la memoria de los convenios públicos o privados. Ofrecía la jurisprudencia de los romanos un tablado pantomímico; correspondían los ademanes a las palabras, y el menor yerro o descuido en las formalidades del procedimiento bastaba para anular lo sustancial de la demanda más terminante. El mancomún de la vida social se simbolizaba con los elementos imprescindibles del fuego y el agua,[630] y la mujer divorciada devolvía el manojo de llaves, de que se le había hecho entrega, al encargarse del manejo de la casa. La manumisión del hijo o del esclavo se formalizaba haciéndolo girar con una bofetadilla ligera; quedaba vedada una obra tirándole una pedrada; desgajando una rama cesaba la posesión; el puño apretado era emblema de una prenda o depósito; y la diestra era un don de fe y confianza. El afianzamiento de los ajustes era una paja quebrada; en todo pago mediaban pesos y balanzas, y el heredero que aceptaba un testamento tenía a veces que castañetear con los dedos, desarroparse, y brincar y danzar con júbilo entrañable o aparente.[631] Si un ciudadano se entrometía en pos de alhajas robadas en casa del vecino, tenía que arrebujar su desnudez con una toalla de lienzo, y taparse el resto con alguna mascarilla o palangana, por temor de tropezar con una doncella o matrona.[632] En una acción civil, el querellante tocaba la oreja al testigo, afianzaba por el cuello al demandado repugnante, y se ponía a implorar solemne y lamentablemente el auxilio de sus conciudadanos. Entrambos contendientes se asían de la mano, en ademán de luchar ante el tribunal del pretor, quien les mandaba presentar el objeto del litigio; se marchaban y volvían con pasos muy acompasados, poniéndole luego a los pies un terrón que representaba la heredad demandada. Esta ciencia oculta de palabras y ademanes forenses estaba vinculada en los pontífices y patricios; anunciaban, al par de los astrólogos caldeos, a sus clientes los días de negocios o feriados, y eran de tal entidad estas ridiculeces que estaban embebidas en la religión de Numa; y así, después de la publicación de las Doce Tablas quedó el pueblo romano esclavizado por su ignorancia de procedimientos judiciales. Por fin la alevosía de algunos dependientes plebeyos desenmarañó el arcano productivo: luego, en siglos más ilustrados, siguieron las acciones legales observadas, aunque escarnecidas, y la misma antigüedad santificadora de la práctica fue borrando el uso y la significación de aquel lenguaje primitivo.[633]

Arte más noble dieron luego en profesar los prohombres de Roma, quienes en suma pueden conceptuarse como autores de la ley civil. Variaron idioma y costumbres en Roma, y el estilo de las Doce Tablas siempre más y más desusado, tenía que explicarse trabajosamente con el estudio de los anticuarios legistas. Despejar los laberintos, deslindar los ensanches, aplicar los principios, desentrañar las consecuencias y ajustar las contradicciones reales o aparentes, era ya tarea más airosa y trascendental, y los expositores de estatutos antiguos asaltaron efectivamente los ámbitos de la legislación. Hermanáronse sus interpretaciones agudas con la equidad del pretor, para reformar la tiranía de siglos más nublosos; extraños y enmarañados eran los medios, pero aquella jurisprudencia artificial se encaminaba a restablecer los dictámenes obvios de la razón natural, y los alcances de meros ciudadanos se dedicaron provechosamente a socavar las instituciones públicas de su patria. El plazo de unos mil años, desde las Doce Tablas, hasta el reinado de Justiniano, puede dividirse en tres períodos casi iguales, y deslindados entre sí por el género de la instrucción y la índole de los letrados.[634] Contribuyeron la soberbia y la ignorancia en el primer período, para confinar en estrechos límites la ciencia de las leyes romanas. (303-648 A.U.C.). En los días públicos de mercado o junta, asomaban los maestros del arte paseándose por el foro, prontos para franquear su dictamen urgente al ínfimo conciudadano, con cuyo voto a su tiempo pudieran quedar pagados. Al crecer en edad y en honores aparecían sentados en casa sobre un sillón o trono, esperando con sufrida gravedad las visitas de sus ahijados, que desde el amanecer, desde el pueblo o el campo, acudían a golpear su puerta. El asunto general de aquellas consultas solía versar sobre puntos de la vida social, u ocurrencias de los procedimientos judiciales, y se formalizaba el parecer verbal o escrito del jurisconsulto, con arreglo a su concepto legal o prudencial. Admitían a los jóvenes de su jerarquía y familia en clase de oyentes; disfrutaban los hijos la ventaja de lecciones íntimas, y mereció suma nombradía la alcurnia Mucia, por su ciencia hereditaria de las leyes civiles. El período segundo (648-988 A.U.C.), el tiempo sabio y esplendoroso de la jurisprudencia, viene a correr desde el nacimiento de Cicerón hasta el reinado de Severo Alejandro. Se entabló un sistema, se plantearon escuelas, se compusieron libros, y así vivos y muertos aprovecharon para la instrucción de los alumnos. La Tripartita de Elio Peto, apellidado Cato, o el perspicaz, se conservaba como la obra primitiva de jurisprudencia. Aumentó su nombradía Catón por sus estudios de leyes y los de su hijo; la alcurnia grandiosa de Mucio Escévola se realzó con tres sabios juristas, pero la ciencia se consolidó en manos de Servio Sulpicio, su discípulo y amigo de Cicerón, y la serie dilatada que descolló con igual esplendor bajo la República y los Césares viene a cerrarse grandiosamente con los nombres esclarecidos de Papiniano, Paulo y Ulpiano. Sus apellidos y dictados se conservan muy puntualmente, y el ejemplo de Labeón suministra algún concepto de su afán y su fecundidad. Aquel descollante letrado repartía el año entre la ciudad y la campiña, entre los quehaceres y las composiciones, y se cuentan hasta cuatrocientas por el producto de su retiro. Cítase expresamente de las colecciones de su competidor Capitón el libro doscientos cincuenta y nueve, y pocos de aquella especie de catedráticos podían explayar sus dictámenes en menos de un centenar de volúmenes. En el período tercero (988-1230 A.U.C.), entre los reinados de Alejandro y de Justiniano, vinieron a enmudecer los oráculos de la jurisprudencia. Quedaba colmado el esmero: tiranos y bárbaros embargaban el solio, contiendas religiosas cebaban el denuedo intelectual, y los catedráticos de Roma, Constantinopla y Berito se daban apocadamente por satisfechos con ir repitiendo las lecciones de sus antecesores más ilustrados. De los adelantamientos pausados y el menoscabo ejecutivo de los estudios forenses cabe inferir, que requieren una situación pacífica y culta, pues se evidencia por el sinnúmero de letrados voluminosos que cuajan las temporadas intermedias que la carrera de tales estudios y escritos es dable desempeñarse con medianos alcances, práctica y ahínco. Descuella palpablemente el genio de Cicerón o el de Virgilio, aunque era imposible igualarlos o secundarlos en larguísimos siglos, pero los maestros más aventajados en leyes vivían seguros de sacar discípulos iguales o superiores a ellos mismos en mérito y nombradía.

La jurisprudencia que se había ido toscamente atemperando a las urgencias de los primeros romanos, se fue limando y engrandeciendo en el séptimo siglo de la ciudad, con su hermandad de la filosofía griega. El ejercicio y la experiencia amaestraron a los escévolas, pero Servio Sulpicio fue el primero que planteó su facultad sobre una teórica general y positiva.[635] Aplicó por pauta incontrastable la lógica de Aristóteles y de los estoicos a deslindar lo verdadero y lo falso, ajustó los casos particulares a principios grandiosos, y derramó sobre aquella mole monstruosa los reales del orden y la elocuencia. Cicerón, su contemporáneo y amigo, se desentendió del concepto de letrado; pero su numen sin par engalanó la jurisprudencia de su patria, convirtiendo en oro cuanto iba tocando. Compuso al remedo de Platón, su República, y para el uso de ella un tratado de leyes, en el cual se empeña en inferir un origen celestial a la sabiduría y la justicia de la Constitución romana. Según su hipótesis sublime, el universo entero viene a formar una república inmensa, dioses y hombres, partícipes de la misma esencia, son miembros de la propia comunidad; la razón está enseñando la ley de la naturaleza y de las naciones, y todas las instituciones positivas, por más que las amolden los acasos y las costumbres, dimanan de la norma fundamental estampada por la divinidad sobre todo pecho pundonoroso. Excluye de estos arcanos filosóficos a los escépticos, que se niegan a creer, y a los epicúreos, que no se avienen a obrar. Los últimos arrojan allá todo desvelo por la república, y así les aconseja que se adormezcan bajo las enramadas de sus jardines. Mas ruega comedidamente a la nueva academia que enmudezca, por cuanto sus reparos desaforados darían luego al través con el grandioso y simétrico edificio de su encumbrado sistema.[636] Tan sólo ensalza a Platón, Aristóteles y Zenón, como los únicos maestros que instruyen y habilitan a un ciudadano para el desempeño de su vida social. De los tres, la armadura de los estoicos[637] es la que conceptúa de más subido temple, y alzada principalmente en las escuelas de jurisprudencia, por gala y por defensa. En el pórtico se enseñaba a los letrados romanos a vivir, a razonar y a morir; pero se empapaban más o menos en las vulgaridades de la secta, y se hacían paradojistas, disputadores y enamoradizos de meras palabras y distinciones verbales. Se echó mano de la superioridad de la forma a la materia para afianzar el derecho de propiedad; y una opinión de Trebacio[638] apoyaba la igualdad de los delitos, a saber, que quien toca una oreja está tocando todo el cuerpo, y que quien cercena de un montón de trigo, o de una cuba de vino, es reo de robo por entero.[639]

Las armas, la elocuencia o la abogacía ensalzaban un ciudadano a la cumbre del Estado romano; y resplandecían más y más las tres carreras, cuando descollaba en todas ellas un mismo individuo. Al extender un edicto, todo sabio pretor encabezaba sus propios arranques; el concepto de un censor o de un cónsul merecía acatamiento, y el pundonor y los triunfos de un letrado abonaban una interpretación dudosa de las leyes. Allá el recóndito misterio estuvo mucho tiempo entoldando las mañas de los patricios, y en tiempos ya más ilustrados, el ensanche de las pesquisas planteó los principios generales de la jurisprudencia. Se despejaban los casos enmarañados y recónditos con las contiendas del foro: se acudía a reglas, axiomas y definiciones,[640] como productos castizos de la razón, y se fue interpolando el consentimiento de profesores legales en la práctica forense. Mas a estos intérpretes no les competía ni legislar ni poner en ejecución las leyes de la República, y cabía en los jueces desatender la autoridad de los mismos Escévolas, que solía ir al través con la oratoria o la sofistería de un abogado travieso.[641] Augusto y Tiberio fueron los primeros en acudir, como una palanca poderosa, a la ciencia de los letrados, y sus afanes serviles fueron ajustando el sistema antiguo al afán y a las miras del despotismo. Bajo el pretexto decoroso de escudar el señorío de esta profesión, la regalía de firmar dictámenes legales y valederos se vinculó en los sabios de jerarquía senatoria o ecuestre, aprobados de antemano por el concepto del príncipe; y siguió este monopolio hasta que Adriano restableció la franquicia de la profesión a todo ciudadano satisfecho de su propio desempeño. Entonces ya el albedrío del pretor tenía que doblegarse a los documentos de los alegantes; mandose a los jueces obedecer al comentario, al par que el texto de la ley, y el uso de los codicilos fue una innovación memorable que revalidó Augusto, con dictamen de los letrados.[642]

El mandato más terminante no pasaba de exigir que los jueces se conformasen con los letrados, si éstos estaban acordes. Mas las instituciones ya planteadas suelen ser productos de la costumbre y los prejuicios; las leyes y su idioma adolecen de antigüedad y arbitrariedad; cuando la razón no acierta a determinarse, media el afán de los argumentos, por la envidia de los competidores, el engreimiento de los maestros y la ceguera de los discípulos; y la jurisprudencia romana se embanderaba con las dos afamadas sectas de los proculianos y sabilianos.[643] Dos consumados en las leyes, Ateyo Capitón y Antistio Labeón,[644] valoraron la paz del siglo augustano; el primero logró suma privanza, cuyo menosprecio ensalzó más al segundo, contrastando adusta pero ilesamente al tirano de Roma. El sesgo diverso de su índole y sus principios trascendió a sus estudios jurídicos. Era Labeón republicano a la antigua, y su competidor se atuvo al auge sustancial de la nueva monarquía. Como todo palaciego se doblega y amansa, por maravilla se desviaba Capitón del rumbo, o por lo menos de las palabras de sus antecesores, al paso que el denodado independiente se disparaba con ínfulas de innovador y paradojista. Ceñíase éste sin embargo con todos sus ímpetus a la estrechez de sus propias conclusiones, y tramaba literalmente, al tenor de la letra, las mismas dificultades que su compañero avenible, se explayaba con los ensanches de una equidad más obvia y perceptible a la generalidad de las gentes. Si se sustituía un trueque decoroso al pago en metálico, conceptuaba siempre Capitón el ajuste como venta legal,[645] se atenía a la naturaleza para deslindar la mocedad, sin coartar su definición al plazo terminante de doce, catorce o más años.[646] Esta contraposición de dictámenes fue cundiendo por los escritos y las lecciones de ambos fundadores; se aferraron las escuelas de Labeón y Capitón en su reñida lid, desde el tiempo de Augusto hasta el de Adriano;[647] y se derivó la denominación de sus sectas de Sabino y Proculio, sus catedráticos más reconocidos. Denominábanse también los mismos partidos casianos y pegasianos, pero por un extraño trastorno la causa popular estaba en manos de Pegaso,[648] esclavo medroso de Domiciano; mientras Casio,[649] que blasonaba de su descendencia del asesino patriota, abogaba por el sistema de los césares. Zanjáronse en gran parte las desavenencias de las sectas con el edicto perpetuo, para cuyo desempeño el emperador Adriano antepuso al caudillo de los sabinianos, preponderaron los monarquistas, pero el comedimiento de Salvio Juliano fue imperceptiblemente hermanando a vencedores y vencidos. Los letrados del siglo de los Antoninos, al par de los filósofos contemporáneos, se desentendieron de la autoridad de todo superior, y tomaron de cada sistema las doctrinas más selectas.[650] Pero abultaron en demasía su colección, por carencia de unanimidad. Quedaba el ánimo del juez atascado con el número y el concepto de testimonios encontrados, y cuantas sentencias podía fulminar su interés, o bien su acaloramiento, se sinceraban con el arrimo de algún nombre respetable. La blandura de un edicto de Teodosio el Menor descargaba del afán de ir careando y contrapesando alegatos. Planteáronse por oráculos de la jurisprudencia Cayo, Papiniano, Paulo, Ulpiano y Modestino; la mayoría era decisiva, mas empatados los votos, competía el desempate a la sabiduría descollante de Papiniano.[651]

Al subir Justiniano al solio, la reforma de la jurisprudencia romana era muy ardua, pero imprescindible. En el espacio de diez siglos, el cúmulo de leyes y opiniones legales sumaba miles de volúmenes, que ningunos haberes podían adquirir y ningún entendimiento abarcar. No había libros a la mano, y los jueces, menesterosos en medio de sus riquezas, tenían que ceñirse al ejercicio de sus legos alcances. Ignoraban los súbditos de las provincias griegas el idioma que disponía de sus vidas y haciendas, y el dialecto ya bárbaro de los latinos se estudiaba escasamente en las academias de Berito y de Constantinopla. Aquel lenguaje fue familiar en su niñez para Justiniano; había cursado en su mocedad la jurisprudencia, y su elección imparcial fue seleccionando los letrados más doctos del Oriente, para esmerarse con su soberano en el afán de la reforma[652] (527 d. C. y ss.). Los abogados con su práctica y los magistrados con su experiencia alumbraron la teoría de los profesores, y el denuedo de Triboniano[653] abarcaba los ámbitos de la empresa. Aquel varón extraordinario, blanco de extremadas alabanzas y censuras, era natural de Side en la Panfilia, y su numen, cual el de otro Bacon, se prohijó todos los negocios y la sabiduría de su siglo. Componía Triboniano, tanto en prosa como en verso, sobre indecible diversidad de asuntos recónditos y peregrinos,[654] dos panegíricos de Justiniano, y la vida del filósofo Teodato; la naturaleza de la felicidad y las obligaciones del gobierno; el catálogo de Homero, y los veinticuatro géneros de metro; la norma astronómica de Ptolomeo; las mutaciones de los meses; las casas de los planetas, y el sistema armónico del universo. Juntó el uso de la lengua latina con la literatura griega; estaban depositados los letrados romanos en su biblioteca y en su entendimiento, y se dedicó con ahínco a las facultades que franqueaban la carretera a la abundancia. Desde la jerarquía de los prefectos pretorianos, se encumbró a los blasones de escritor, de cónsul y de maestre de los oficios: escuchaba el consejo de Justiniano su elocuencia y sabiduría, y la suavidad y el gracejo de sus modales acallaba la envidia. Las tachas de impiedad y de avaricia han mancillado el pundonor y la nombradía de Triboniano. Tildose, en una corte devota y perseguidora, a todo un ministro principal de reservadamente desafecto a la fe cristiana, y se le suponían arranques de ateísta y de pagano, que se solían achacar con harta torpeza a los últimos filósofos de Grecia. Más comprobada y más nociva se mostró su codicia. Si se dejó cohechar en el desempeño de la justicia, se atraviesa de nuevo el ejemplar de Bacon; ni alcanza todo el mérito de Triboniano a abonarle tantísima ruindad si desdoró el sagrado de su profesión y se dejó cohechar hasta el punto de legislar, cercenar o revocar, a impulsos del vil interés. En la asonada de Constantinopla, se otorgó su remoción a los clamores, y tal vez a la ira justísima del vecindario; mas luego quedó repuesto el cuestor, y siguió hasta su muerte disfrutando veinte años la íntima privanza del emperador. El mismo Justiniano encarecidamente celebra su rendimiento finísimo, mas aquella presunción agradecida no acertaba a deslindar tanta sumisión de los extremos indecorosos de la lisonja. Triboniano idolatraba las excelencias de su graciable dueño: no era la tierra acreedora a tamaño príncipe, y andaba aparentando una zozobra cariñosa de que Justiniano, como Elías o Rómulo, fuese arrebatado por los aires y traspuesto en vida a la morada celestial de la gloria.[655]

Si el César hubiera llegado a redondear la reforma de las leyes romanas, su numen trascendental, ilustrado con el estudio y la reflexión, habría dado al orbe un sistema castizo y original de jurisprudencia. Por más que la adulación lo endiosase, el emperador de Oriente se retrajo de plantear su concepto individual como norma de equidad; dueño de la potestad legislativa, acudió al arrimo del desengaño, y su recopilación afanosa se atesora hoy mismo por los sabios y los legisladores. En vez de una estatua vaciada en un mero molde por mano de un artista, el producto de Justiniano está retratando el pavimento ajedrezado de fragmentos antiguos y costosos, pero por lo más inconexos. Desde el primer año de su reinado, encargó al leal Triboniano con nueve doctos asociados que revisasen los ordenamientos de sus antecesores, que se hallaban, desde el tiempo de Adriano, en los códigos Gregoriano, Hermogeniano y Teodosiano (13 de febrero de 528 d. C.-7 de abril de 529 d. C.), acrisolarlos de yerros y contradicciones, cercenar lo anticuado y superfluo, y seleccionar las leyes atinadas y saludables, más conformes con la práctica de los tribunales y el uso de los súbditos. Despachose la obra en catorce meses, y los doce libros o la tablas que dieron a luz los nuevos decenviros parece que eran un remedo de las tareas de sus antecesores romanos. Realza el nombre de Justiniano el nuevo Código, revalidándolo con su regia firma: dedicáronse los escribanos y pendolistas a extender copias auténticas: se remitieron a los magistrados de las provincias europeas, asiáticas y luego africanas, y se pregonó la legislación del Imperio en las festividades solemnes por los atrios de las iglesias. Restaba todavía un afán más trabajoso, y era el ir apurando la mente de la verdadera jurisprudencia de las decisiones y conjeturas, de las cuestiones y contiendas de los letrados romanos. Nombró el emperador a diecisiete legistas acaudillados por Triboniano, para ejercer un predominio absoluto sobre los trabajos de sus antecesores. Si cumplieran con su encargo en el término de diez años, quedara Justiniano pagado de su eficacia, y el arreglo ejecutivo de las Pandectas o Digesto,[656] en tres años (15 de diciembre de 530 d. C.-16 de diciembre de 533 d. C.) se hace acreedor a elogio imparcial, según su desempeño. Eligieron de la biblioteca de Triboniano cuarenta de los letrados de nota de tiempos anteriores;[657] compendiaron mil tratados en cincuenta libros, y se recordó esmeradamente que tres millones de renglones o sentencias[658] habían venido a reducirse al número comedido de ciento cincuenta mil. Se dilató la publicación de tan grandiosa obra hasta un mes después de la Instituta, y parecía fundado que los elementos antecedieran al cuerpo de la legislación romana. Aprobado el conjunto por el emperador, revalidó con su potestad legislativa las aclaraciones de aquellos ciudadanos particulares: sus comentarios sobre las Doce Tablas, el edicto perpetuo, las leyes del pueblo y los decretos del Senado seguían en autoridad al texto, y aun éste vino a quedar arrinconado como un documento apreciable, pero inservible, de la Antigüedad. Se declaró que el Código, las Pandectas y la Instituta eran el sistema legítimo de la jurisprudencia civil, comprendiéndolos vinculadamente su cabida en los tribunales, y enseñándose únicamente en las academias de Roma, Constantinopla y Berito. Envió Justiniano al Senado y a las provincias sus oráculos sempiternos, y su orgullo, con el disfraz de religiosidad, atribuyó la consumación de aquel intento grandioso al amparo y la inspiración de la divinidad.

Puesto que el emperador declinó la nombradía y la envidia de la producción original, tan sólo le podemos exigir método, tino y fidelidad, prendas comedidas, pero imprescindibles, de un recopilador. Entre varios enlaces de conceptos, se hace arduo atinar con los más acertados, mas como la coordinación de Justiniano es diversa en las tres obras, cabe que las tres sean erradas, y desde luego es cierto que dos han de ser reprensibles. En la preferencia entre las leyes antiguas, parece que trató desapasionadamente a sus antecesores, no se encargó más que hasta el reinado de Adriano, y el deslinde equívoco entre el paganismo y el cristianismo, que introdujo la superstición de Teodosio, quedaba abolido con el consentimiento de las gentes. Pero la jurisprudencia de las Pandectas está ceñida al plazo de un siglo, desde el edicto perpetuo hasta la muerte de Alejandro Severo; los letrados del tiempo de los primeros Césares rara vez logran hablar, y sólo tres nombres corresponden al tiempo de la República. Se ha alegado que el favorito de Justiniano temió encontrarse con los destellos de la libertad y el señorío de los sabios romanos. Sentenció Triboniano al olvido la sabiduría castiza y solariega de Catón, los Escévolas y Sulpicio, al paso que estaba invocando pechos que se hermanaban con el suyo, los sirios, griegos y africanos que se agavillaban en la corte imperial, para estudiar el latín como idioma extranjero, y la jurisprudencia como profesión gananciosa. Mas encargose a los comisionados de Justiniano[659] el esmerarse no en averiguaciones de anticuarios, sino en el provecho inmediato de los súbditos. Les incumbía valorar la parte práctica de las leyes romanas, y los escritos de los republicanos, aunque discretos y sobresalientes, ya no cuadraban para el nuevo sistema de costumbres, religión y gobierno. Tal vez si viviesen todavía los maestros y amigos de Cicerón, nuestra ingenuidad tendría que manifestar cuán en zaga se quedaban, excepto en los primores del idioma,[660] por el mérito esencial respecto de Papiniano, Ulpiano y sus escuelas. Crece pausadamente la ciencia legal con el tiempo y la experiencia, y los autores más recientes descuellan naturalmente con el método y la sustancia. Los letrados del tiempo de los Antoninos habían estudiado los trabajos de sus antecesores: sus ánimos afilosofados habían ido despuntando los aceros de la Antigüedad, simplificando las formalidades del procedimiento, y aludiendo competencias y celos de las sectas encontradas. Quedó al juicio de Triboniano la elección de autoridades que constituyen las Pandectas, mas no cabía a todo el poderío del soberano, descargarle de la obligación sagrada de la certidumbre y la lealtad. Justiniano, como legislador del Imperio, podía revocar las actas de los Antoninos, y condenar por sediciosos los principios sostenidos por el último letrado romano.[661] Mas no abarca el despotismo la existencia de hechos ya pasados, y el emperador incurrió en el delito de fraudulento y falsario, si modificó el texto, encabezó con nombres respetables las palabras y conceptos de su reinado servil,[662] y cercenó de mano armada los ejemplares castizos y auténticos de sus dictámenes. Se disculpan los trastrueques e interpolaciones de Triboniano y sus compañeros, a pretexto de la uniformidad, mas fueron insuficientes sus desvelos, y las antinomias o contradicciones del Código y Pandectas están todavía ejercitando el ahínco y sufrimiento de los legistas modernos.[663]

Los enemigos de Justiniano hicieron cundir la hablilla infundada de haber reducido a cenizas la jurisprudencia de la antigua Roma, creyendo neciamente que era o falsa o superflua. Sin desdorarse con paso tan torpe, podía a su salvo el emperador dejar a cargo del tiempo y de la ignorancia aquel anhelado exterminio. Cabía sólo a los ricos el arrostrar, antes del invento de la imprenta y el papel, el coste de los escritos, y prudencialmente se puede regular el importe de los libros a cien tantos del de ahora.[664] Escaseaban y se conseguían recatadamente los traslados; el cebo del interés movía a los pendolistas a ir raspando los caracteres antiguos, y un Sófocles o un Tácito tenían que tributar sus pergaminos a los misales, homilías y la leyenda dorada.[665] Si tal suerte cabía a las composiciones esclarecidas del numen, ¿que consistencia se podía esperar de obras áridas y desabridas de una sabiduría anticuada? Los libros de jurisprudencia interesaban a poquísimos, y a nadie halagaban; su valor dependía del uso del día, y allá se empozaban para siempre con las innovaciones de la práctica, el mérito descollante o la autoridad pública. En la gran temporada de paz y ciencia entre Cicerón y los Antoninos, se estaban ya padeciendo cuantiosos malogros, y algunas de las lumbreras de la escuela o del foro tan sólo llegaban a noticia de los curiosos por la tradición o las citas. En trescientos sesenta años de trastorno y menoscabo, se abocó más y más la lobreguez, y cabe suponer que de cuantos escritos se culpa a Justiniano haber desatendido, muchos no se hallaban ya en las bibliotecas del Oriente.[666] Los traslados de Papiniano y Ulpiano, vedados por el reformador, se conceptuaron indignos de mención venidera; fueron desapareciendo más y más las Doce Tablas y el edicto pretorio, y la envidia o ignorancia de los griegos arrinconó los monumentos de la antigua Roma. Peligraron en extremo las mismas Pandectas en el naufragio general, y la crítica ha venido a declarar que todas las ediciones y manuscritos del Occidente dimanan de un original solo.[667] Copiose en Constantinopla a principios del siglo VII fue a parar al fin con los vaivenes de la guerra y del comercio en Amalfi,[668] Pisa,[669] y Florencia,[670] y está depositado ahora, como reliquia sagrada,[671] en el palacio antiguo de la República.[672]

El esmero principal de todo reformador se cifra en precaver cualquier reforma venidera. Vedose el uso de cifras y abreviaturas con sumo rigor, para conservar el texto de las Pandectas, Código e Instituta, y recapacitando Justiniano que el edicto perpetuo yacía sepultado en una mole de comentarios, fulminó sentencia de falsario contra todo letrado temerario que osase interpretar, o descarriar, la voluntad de su soberano. Los estudiantes de Acursio, Bartolo o Cuyas, se sonrojarían de su redoblada demasía, a menos de arrojarse a disputar de todo derecho, para aherrojar el albedrío de sus sucesores, y la independencia fundamental del entendimiento. Mas no alcanzaba tampoco el emperador a parar su propia inconstancia, y mientras blasonaba de renovar el trueque de Diómedes, de cambiar el cobre en oro,[673] advirtió la precisión de acendrar su oro de la liga de su ínfima ley. Aún no mediaban seis años desde la publicación del Código cuando ya dio por descabalada la empresa, publicando una edición nueva y más esmerada de la misma obra (16 de noviembre de 534 d. C.) realzándola con doscientas leyes suyas y cincuenta decisiones sobre los puntos más recónditos y enmarañados de la jurisprudencia. Iba señalando por años y, según Procopio, por días, su largo reinado con alguna innovación legal. Solía ser el rescindidor de sus mismas actas; fuéronlo también los sucesores, y lo ha sido principalmente el tiempo; pero el número de dieciséis edictos y ciento sesenta y ocho Novelas[674] ha tenido cabida en el cuerpo auténtico de la jurisprudencia civil. En el concepto de un filósofo sobrepuesto a las vulgaridades de su profesión, todas aquellas alteraciones incesantes, y por lo más baladíes, sólo caben interpretarse con el temple venal de un príncipe que estaba vendiendo sus sentencias y sus leyes.[675] Es cargo del historiador secreto exterminante y vehementísimo, pero el único ejemplar que alega puede achacarse tanto a la devoción como a la codicia de Justiniano. Un acaudalado timorato había dejado su herencia a la iglesia de Emesa, y su importe se abultó con la mafia del pendolista que añadió confesiones de deudas y promesas de pago, bajo dos nombres de sirios riquísimos. Alegaron la posesión, reconocida de treinta a cuarenta años; mas quedó su defensa soterrada con un edicto retroactivo que rezagaba la demanda de la Iglesia hasta el plazo de un siglo; edicto tan plagado de sinrazón y trastorno que, tras aquel trance ocasional, quedó cuerdamente abolido en el propio reinado.[676] Que la imparcialidad exculpe al emperador mismo, y traspase a su mujer y a los favoritos aquel cohecho la sospecha de torpeza tan fea desdora desde luego la majestad de sus leyes, y cuantos aboguen por Justiniano habrán de confesar que tamaña liviandad, prescindiendo del móvil, es indigna de todo un legislador, y aun de un hombre cualquiera.

Rara vez se allanan los monarcas a ser catedráticos de sus vasallos, y así Justiniano es acreedor a cierta alabanza, por disponer que una gran mole quedase reducida a un tratadillo breve y elemental (21 de noviembre de 533 d. C.). Entre las varias instituciones de la legislación romana,[677] las más populares en levante y poniente eran las de Cayo,[678] y su práctica es un testimonio de su mérito. Fueron seleccionadas por los encargados imperiales Triboniano, Teófilo y Boroteo, y el desahogo castizo de los Antoninos quedó engastado en los materiales toscos de un siglo bastardo. El mismo tomo que encaminaba la juventud de Roma, Constantinopla y Berito al estudio sucesivo del Código y las Pandectas, se hace todavía apreciable al historiador, al filósofo y al magistrado. Divídense las Institutas de Justiniano en cuatro libros y van procediendo con método acertado de: I. Las Personas a II. Las Entidades, y de éstas a III. Las Acciones, y el artículo IV. de los Agravios particulares se termina con la ley Criminal.

I. La distinción de jerarquías y personas es el quicio incontrastable de un gobierno mixto y limitado. Viven y descuellan todavía en Francia los timbres de la libertad, al arrimo del denuedo, honores y aun preocupaciones de cincuenta mil nobles.[679] La alcurnia de doscientas familias va suministrando, en la legislatura inglesa, el segundo brazo entre el rey y los prohombres, y equilibran así la Constitución. Una gradería de patricios y plebeyos, de extranjeros y súbditos, ha ido sosteniendo la aristocracia de Génova, de Venecia y aun de la antigua Roma. La igualdad cabal de los hombres es el punto en que se equivocan los extremos de la democracia y el despotismo, puesto que la majestad del príncipe, o del pueblo, quedaría lastimada si descollase alguna sien sobre el nivel de sus consiervos o conciudadanos. En la decadencia del Imperio Romano fue aboliendo el esmerado deslinde, y el raciocinio o el instinto de Justiniano completó la estampa sencilla de una monarquía absoluta. No estaba en manos del emperador desarraigar el acatamiento popular que siempre acompaña al poseedor de riquezas hereditarias y al descendiente de antepasados memorables. Se complacía en realzar con dictados y renumeraciones a sus generales, magistrados y senadores, y su dignación insubsistente extendía algunas ráfagas de su esclarecimiento a sus consortes y niños. Pero todos los ciudadanos romanos eran iguales ante la ley, y todos los súbditos del Imperio eran ciudadanos de Roma. Aquel carácter inestimable vino a parar en el desdoro de mera denominación. Ya no competía al voto de un romano legislar, o nombrar a los encargados anuales de su poderío; sus fueros frenaban el albedrío de un juez, y el aventurero denodado de Arabia y Germania tenía cabida con igual privanza al mando militar o civil, que sólo competía antes al ciudadano, sobre las conquistas de sus padres. Los primeros Césares habían seguido deslindando esmeradamente, lo que era decidido por la condición de su madre, y los de nacimiento castizo o servil, la ley se daba por cumplida si su libertad se acreditase en cualquier instante, entre su concepción y su alumbramiento. Los esclavos libertados por la generosidad de sus dueños se alistaban luego en la clase media de horros o libertos, mas nunca se los descargaba de su obligación de obediencia y agradecimiento; cualesquiera que fuesen los productos de su industria, el patrón y su familia heredaban el tercio, y aun todos sus haberes si morían intestados o sin hijos. Respetó Justiniano los derechos de los patrones, pero su indulgencia eliminó los distintivos de mengua de las dos clases inferiores de libertos: cuantos dejaban de ser esclavos lograban sin reseña ni demora la regalía de ciudadanos; y al fin la recomendación de nacimiento castizo que la naturaleza había negado se suplía, o se fraguaba, por la omnipotencia del emperador. Cuantas restricciones de edad, formalidades o número se habían planteado en lo antiguo para frenar el abuso de las manumisiones, y el acrecentamiento sobrado ejecutivo de los romanos ruines y menesterosos, todo lo dejó abolido, y la mente de su legislación embebía la extensión total de la servidumbre casera. Hervían con todo, en tiempo de Justiniano, las provincias orientales, con muchedumbre de esclavos, o nacidos o comprados para el uso de sus dueños, y el precio desde diez a setenta piezas de oro crecía o menguaba, según su edad, pujanza y educación.[680] Pero el influjo del gobierno y de la religión iban aliviando más y más las penalidades de aquel Estado, y ya el súbdito no podía jactarse con el señorío absoluto sobre la vida, y el bienestar o malestar de sus esclavos.[681]

La ley natural está enseñando a los irracionales a amar y criar a sus hijos, y la razón natural está repitiendo al linaje humano el pago del cariño filial; pero el señorío absoluto, exclusivo y perpetuo del padre sobre su prole se halla peculiarmente vinculado en la jurisprudencia romana,[682] y es al parecer coetáneo con la fundación de la ciudad.[683] El padrino paterno se sustituyó o revalidó por el mismo Rómulo, y tras el ejercicio de tres siglos se estampó en la tabla cuarta de los decenviros. En el foro, en el Senado y en el campamento, el hijo adulto de un ciudadano disfrutaba los derechos públicos y particulares de una persona; en la casa paterna era meramente una entidad, barajada en las leyes con los muebles, el ganado y los esclavos, a quienes un dueño antojadizo podía enajenar o deshacer, sin la menor responsabilidad, ante tribunal ninguno de la tierra. La diestra repartidora del sustento diario era árbitra de retraer su don voluntario, y cuanto el hijo se granjeaba con su afán o su fortuna, se empozaba de improviso en los haberes del padre. Sus bienes robados (sus bueyes o sus hijos) podían recobrarse con la idéntica acción de robo;[684] y si alguno había incurrido en demasías, le quedaba el arbitrio de optar entre compensar el daño, o entregar allá al agraviado el viviente reo. El menesteroso o el avariento podía recabar del padre de familia la cesión de sus hijos o sus esclavos; pero la suerte de éste solía ser más aventurada, por cuanto al primer rescate recobraba su enajenada independencia; el hijo retrocedía a su descastado padre, pudiéndolo condenar a la servidumbre, hasta dos y tres veces, y tan sólo a la cuarta quedaba ya expedito de la potestad casera,[685] de que tan repetidamente se abusaba. Castigaba el padre a su albedrío las culpas efectivas o soñadas de sus hijos con azotes, cárcel, destierro, o sujeción en el campo, para trabajar aherrojado en medio de los ínfimos sirvientes. Ejercía la majestad del padre la potestad de vida y muerte,[686] y los ejemplos de ejecuciones tan sangrientas, celebradas a veces y jamás castigadas, asoman en los anales de Roma, aun más acá de los tiempos de Pompeyo y de Augusto. Ni edad, ni jerarquía, ni cargo consular, ni el blasón de un triunfo eximían al ciudadano más esclarecido de los vínculos filiales;[687] embebíanse sus propios descendientes en la familia del padre mayor, y los fueros de la adopción no eran menos sagrados e inexorables que los de la misma naturaleza. Sin zozobra, aunque no sin peligro, de los abusos, los legisladores romanos habían cifrado una confianza suma en los arranques del cariño paterno, y la certidumbre de que a cada generación había de llegarle la vez de ejercer el señorío augusto de padre y dueño desacibaraba las amarguras de la opresión.

Atribúyese a la rectitud y la humanidad de Numa la primera coartación de la potestad paterna; y la muchacha que con anuencia del padre se había enlazado con un liberto quedaba resguardada de la mengua de parar en esposa de un esclavo. En los primeros tiempos, cuando los latinos y toscanos inmediatos acosaban y desabastecían a la ciudad, se debió practicar con frecuencia la venta de niños, mas como no era lícito a un romano comprar la libertad de sus conciudadanos, iría escaseando tal género de feria, y las conquistas de la República extinguirían aquel comercio. Se hizo por fin partícipes a los hijos de cierta propiedad escasa, y se deslindó en el Código y en las Pandectas la distinción triple de profecticio, adventicio y profesional.[688] El padre tan sólo otorgaba de sus pertenencias el uso, reservándose el señorío; mas vendiéndose los bienes se exceptuaba la cuota del hijo, con una interpretación favorable de las demandas del acreedor. En cuanto a gananciales por enlace, don o herencia transversal, quedaba la propiedad afianzada al hijo, mas gozando, a no mediar exclusión formal, el usufructo durante su vida. El soldado sólo adquiría, disfrutaba y testaba los despojos del enemigo, como galardón, debido al denuedo militar; y la franquicia se extendía, por consecuencia obvia, a los productos de toda profesión liberal, a los sueldos del servicio público y a las sagradas larguezas de emperadores o emperatrices. Estaba menos expuesta la vida de un ciudadano que sus haberes a las demasías de la potestad paterna. Mas podía su vida contrarrestar a los intereses o propensiones de un padre descastado: el mismo desenfreno que procedía de la liviandad, en tiempo de Augusto, lastimaba ya más a la humanidad, y el bárbaro Erixo, que azotó a su hijo de muerte, se salvó, con el amparo de aquel emperador, de la saña justiciera de la muchedumbre.[689] Un padre romano, por las demasías de un señorío servil, tuvo que revestirse de la gravedad y el comedimiento de un juez. La presencia y el dictamen de Augusto revalidó la sentencia de destierro, pronunciada contra un parricidio intentado, por el tribunal casero de Ario. Trasportó Adriano a una isla al padre celoso que, a manera de salteador, se había valido de la proporción de una cacería para asesinar a un joven, amante incestuoso de su madrastra.[690] Toda jurisdicción particular se contradice con el sistema monárquico; de juez vino el padre a quedar en fiscal, y mandó Alejandro Severo a los magistrados que escuchasen su querella y ejecutasen su sentencia. Ya no le competía quitar la vida a su hijo, incurriendo en el delito y castigo de homicidio, y hasta la pena de parricidio descargada por ley Pompeyana se impuso terminantemente por la justicia de Constantino.[691] Correspondía igual amparo a todos los plazos de la existencia, y la racionalidad tiene que encarecer la humanidad de Paulo, por achacar el delito de homicidio a todo padre que aboga o desampara sin alimento a su recién nacido, o bien lo abandona en un sitio público, implorando la conmiseración que él mismo le está negando. Mas era un vicio dominante y empedernido en la Antigüedad el de los niños expósitos. Ya se mandaba, ya se consentía, y por lo más se practicaba impunemente, aun por personas muy ajenas de conceptuar la potestad paterna a la romana; y los poetas dramáticos, retratistas del corazón humano, representan con suma indiferencia una costumbre popular cohonestada con razones de economía y lástima.[692] Aferrándose el padre en arrollar sus propios afectos, estaba a salvo si no de la crítica, por lo menos del castigo legal; y el Imperio Romano siguió ensangrentándose con infanticidios, hasta que los homicidas quedaron comprendidos por Valentiniano y sus compañeros en la letra y la mente de la ley Cornelia. No alcanzaron los documentos de la jurisprudencia[693] y del cristianismo a desarraigar práctica tan inhumana, hasta que el pavor del castigo capital acudió a robustecer aquel influjo halagüeño.[694]

La experiencia muestra que los bravíos andan siempre tiranizando al sexo femenino, y que los afectos de la vida social suavizan la suerte de las mujeres. Esperanzado de lograr descendencia pujante había Licurgo atrasado el plazo conyugal. Numa lo fijó a la edad tempranísima de doce años, para que el marido romano pudiera ir labrando a su albedrío el ánimo candoroso de una doncella sumisa.[695] Según costumbre antigua, feriaba la novia de sus padres y ella completaba la venta, con tres piezas de cobre, como resguardo para su introducción en el albergue, con sus dioses caseros. Tributaban los pontífices una ofrenda de frutos, en presencia de diez testigos; sentábanse los contrayentes en la misma zalea, cataban una torta salada de trigo y arroz, y esta confarreación,[696] que estaba demostrando el sustento antiguo de Italia, simbolizaba la unión mística de cuerpo y alma. Pero esta unión, por parte de la mujer, era estrecha y desigual, pues renunciaba al nombre y al culto de la casa paterna, para empeñarse en nueva servidumbre, condecorada únicamente con el dictado de adopción. Una ficción legal, ni fundada ni airosa, otorgaba a la madre de una familia[697] (su denominación propia) el concepto extraño de hermana de sus propios niños, e hija de su marido o dueño, quien estaba revestido de toda la plenitud de la potestad paterna. Aprobaba, reprendía o castigaba éste su conducta, por reflexión o por antojo, ejercía jurisdicción de vida y muerte, y se suponía que en los casos de adulterio o embriaguez[698] tenía mucha cabida la sentencia. Adquiría o heredaba únicamente en beneficio de su señor, y tan terminante era la definición de la mujer, no como persona, sino como entidad, que en defecto del título fundamental podía reclamarse como otras alhajas, con el uso o posesión de un año entero. El marido romano según su inclinación se allanaba o desentendía del débito conyugal, tan esmeradamente requerido en las leyes judaicas y atenienses,[699] más, siendo desconocida la poligamia, nunca podía hacer partícipe de su lecho a otra más linda, o más apetecida, consorte.

Aspiraron las matronas romanas, tras los triunfos con los cartagineses, a las ventajas generales de una república rica y opulenta. Los padres y los amantes las agraciaron en sus anhelos, arrollando la gravedad de Catón el Censor.[700] Se desentendieron del ceremonial antiguo de los desposorios, desbarataron el plazo anual con la ausencia de tres días, y sin desprenderse de su nombre o de su independencia se avinieron a un contrato matrimonial decoroso y terminante. Alternaron en el uso de sus haberes propios, con reserva de su propiedad; un marido desarreglado no podía enajenar ni empuñar los haberes de la mujer; la solicitud de las leyes les vedó sus cesiones mutuas; y su desgobierno podía acarrear, para entrambos igualmente, una demanda de robo. No fueron ya de esencia de este convenio anchuroso y voluntario los ritos religiosos, ni aun civiles, y entre personas de igual clase; la cohabitación patente se suponía testimonio suficiente de su enlace. Restablecieron los cristianos los reales del matrimonio, que cifraba toda su gracia espiritual en las plegarias de los fieles, y la bendición del sacerdote o del obispo. El origen, la validez y las obligaciones de institución tan sagrada se formalizaron con la tradición de la sinagoga; los preceptos del Evangelio y los cánones de los sínodos generales o provinciales,[701] y la conciencia de los cristianos acataba los decretos y censuras de los superiores eclesiásticos; mas los magistrados de Justiniano se desentendían de la autoridad de la Iglesia; el emperador consultaba con los letrados incrédulos de la Antigüedad, y las leyes matrimoniales del Código y Pandectas se fueron entresacando con respecto a los motivos terrestres de justicia, política y libertad nacional de ambos sexos.[702]

Además del consentimiento de las partes, cimiento de todo contrato acordado, requería el enlace romano la anuencia previa de los padres. Se podía precisar a un padre, en virtud de nuevas leyes, a acudir a las urgencias de una hija casadera, pero aun la demencia no se conceptuaba suficiente para eliminar la necesidad de su consentimiento. Variaron mucho entre los romanos[703] los motivos para la disolución de un matrimonio, pero el sacramento más solemne, y la misma consagración, podía siempre anularse con los ritos contrapuestos. En los tiempos remotos, el padre de familia era árbitro de vender a sus hijos, y la mujer entraba en la misma clase; podía el juez casero sentenciar a muerte al reo; o su dignación lo podía arrojar de su lecho y su casa, pero la esclavitud de la desventurada consorte era desahuciada y perpetua, a menos que le acomodase su varonil prerrogativa del divorcio. Se han vitoreado hasta lo sumo las virtudes de los romanos, que se abstuvieron de privilegio tan halagüeño voluntariamente por más de cinco siglos;[704] pero el mismo hecho está evidenciando la desigualdad de un enlace, en el que el esclavo no era árbitro de esquivar a su tirano, ni éste se avenía a soltar a su esclavo. Luego que las matronas romanas pararon en compañeras iguales y voluntarias de sus dueños, se entabló una jurisprudencia nueva, el matrimonio a fuer de aparcería podía disolverse con el desvío de uno de sus asociados. En tres siglos de prosperidad y descarríos, aquel mismo principio se fue ampliando con la práctica, y terminó en abuso pernicioso. A impulsos de acaloramiento, interés o capricho, eran ya incesantes los divorcios; una palabra, una seña, un mensaje, una esquela, o el recado por un liberto, declaraban la separación, y la intimidad humana más entrañable se avillanó a mero enlace de ganancia o deleite. Recayó alternativamente sobre entrambos sexos el desdoro y el quebranto, según la jerarquía de los interesados, una esposa variable trasladaba su riqueza a una familia nueva, desamparando allá una prole crecida, y tal vez bastarda, en la autoridad paterna y los desvelos del anterior marido; podía una doncella linda verse al fin por el mundo, anciana, menesterosa y desvalida, pero la repugnancia de los romanos, al estrecharlos Augusto con el matrimonio, está demostrando que las instituciones vigentes eran menos favorables para los varones. Toda teoría deslumbrante queda aventada con este experimento libre e incontrastable, pues patentiza que la libertad del divorcio no contribuye al recato y a la felicidad. Aquella facilidad para el desvío destronca la confianza recíproca, y encona la reyerta más baladí: la escasa diferencia que asoma entre un marido y un extraño, y que tan facilmente se elimina, queda todavía más fácilmente olvidada; y la matrona que en cinco años se aviene a estrecharse en los abrazos de ocho maridos se desentenderá de todo miramiento recatado.[705]

Se acudió a remediar tardía y flojamente aquel mal general y progresivo. El antiguo culto de los romanos aprontaba a una diosa especial para oír y hermanar a los consortes desavenidos; pero su dictado de viriplaca,[706] harto está mostrando por qué lado había de aparecer la sumisión y el arrepentimiento. Fiscalizaban los censores los actos de todo ciudadano; el primero que usó del privilegio del divorcio tuvo que acreditar sus motivos,[707] y destituyeron a un senador, por despedir a su consorte virgen sin consultar con sus amigos. Llegando a entablar demanda por el recobro de la dote, el pretor como celador de la equidad se enteraba de la causa y de las índoles, y solía inclinar suavemente la balanza a favor de la parte inocente y agraviada. Augusto, reuniendo la potestad de ambos magistrados, se valió de sus diversos arbitrios para contener o castigar el desenfreno del divorcio.[708] Requeríase la presencia de siete testigos romanos para la validez de acto tan solemne y deliberado; si el marido había sido el provocador principal, en vez de la demora de dos años tenía que reponer inmediatamente, o en el término de seis meses, la suma, mas si podía tildar el recato de su mujer tenía ésta que purgar su desliz o liviandad con la pérdida de la sexta u octava parte de su dote. Los príncipes cristianos fueron los primeros que especificaron los motivos justos del divorcio; sus instituciones, desde Constantino hasta Justiniano, están en vaivén con la costumbre del Imperio y los deseos de la Iglesia,[709] y el autor de las Novelas suele andar reformando la jurisprudencia del Código y de las Pandectas. Aun en las leyes más extremadas, quedaba la mujer condenada a aguantar a un jugador, un beodo y un mujeriego, a menos que resultase reo de homicidio, envenenamiento o sacrilegio, en cuyos casos parece que el matrimonio debía disolverse por mano del verdugo. Mas se sostenía el derecho sagrado del marido, por libertar su nombre y familia del borrón del adulterio: la lista de los pecados mortales de marido o de mujer fue creciendo y menguando con varias disposiciones, y los tropiezos de impotencia incurable, ausencia dilatada y profesión monástica rescindían terminantemente la obligación matrimonial. Cuantos atropellaban lo permitido por la ley padecían varios y graves castigos. Quedaba la mujer despojada de sus galas y dijes, hasta del rascamoños; si el marido contraía otro desposorio, la desterrada tenía opción para embargar los haberes de la advenediza. Solía el embargo terminar en multa, recargada a veces en traslado a una isla o confinamiento en un monasterio; la parte agraviada quedaba liberada de los vínculos del matrimonio, pero el ofensor por toda la vida, o por el término de diez años, quedaba inhábil para otro desposorio. Condescendió el sucesor de Justiniano con las instancias de sus desventurados súbditos, y restableció la libertad del divorcio por consentimiento mutuo: unánimes estaban los letrados,[710] pero desavenidos los teólogos,[711] y la voz ambigua que manifiesta el precepto de Cristo se doblega a cualquiera interpretación que acomode a la cordura de un legislador.

Se coartaban entre los romanos los ensanches del cariño y del matrimonio con estorbos naturales y civiles. Parece que un instinto innato y universal está vedando el trato incestuoso[712] de padres con niños en la serie infinita de las generaciones ascendientes y posteriores. En cuanto a las ramas oblicuas o colaterales, la naturaleza se desentiende, la racionalidad enmudece, y la costumbre varía antojadizamente. Los egipcios admitían sin escrúpulos el enlace entre hermanos y hermanas; un espartano se casaba con la hija de su padre, y un ateniense con la de su madre y los desposorios de tío con sobrina se recomendaban en Atenas como unión venturosa de íntimos deudos. Ni el interés ni la superstición inclinaron a los legisladores profanos de Roma a redoblar la prohibición de grados, pero condenaron incontrastablemente el enlace de hermanos con hermanas, titubearon en abarcar con su veda a los primos hermanos; reverenciaron el estado inmediato de tíos y trataron la afinidad y la adopción como un remedo cabal de los vínculos de la sangre. Según las máximas orgullosas de la República, tan sólo los ciudadanos libres podían contraer matrimonio legal; se requería un nacimiento honrado, o por lo menos castizo, para consorte de un senador, pero la sangre de reyes nunca podía mezclarse en boda legítima con la de un romano; y el nombre de extranjeras desdoró a Cleopatra y Berenice,[713] para vivir como mancebas de Marco Antonio y de Tito.[714] Aquel adjetivo, en verdad tan indecoroso para la majestad, no cabe aplicarse sin conmiseración a las costumbres de aquellos reinos orientales. La manceba, según el sentido estrecho de los legistas, era mujer de nacimiento servil o plebeyo, única y fiel compañera de un ciudadano romano que vivía soltero. Su clase apocada, inferior al timbre de esposa, y superior a la afrenta de una ramera, estaba aprobada y reconocida por las leyes; desde el tiempo de Augusto hasta el siglo X, era corriente el uso de este enlace secundario en levante y poniente, y se solían anteponer las prendas candorosas de una ramera al boato y la insolencia de una matrona esclarecida. Con tal enlace, ambos Antoninos, el blasón de los príncipes y de los hombres, disfrutaron las conveniencias del cariño casero; remedaron su ejemplo varios ciudadanos, mal hallados con el celibato, pero deseosos de sucesión. Apeteciendo legitimar su prole, se procedió a celebrar aquel tránsito por medio de un desposorio con una pareja fecunda y leal, por experiencia. Con el adjetivo natural se deslindaban la descendencia de la manceba y la cría bastarda del adulterio, abandono e incesto, a la cual Justiniano concede, a su pesar, el alimento preciso para la vida; y estos hijos naturales eran tan sólo capaces de heredar en la sexta parte a su padre putativo. Según las leyes, los bastardos tan sólo eran acreedores a la esfera y el nombre de la madre, de la cual podían recabar hasta la clase de ciudadanos. Los desechados de la familia se prohijaban sin tacha por el Estado.[715]

La relación de padrino y ahijado, o en voces romanas de tutor y pupilo, que encabeza varios capítulos de la Instituta y las Pandectas,[716] es de suyo muy sencilla y uniforme. La persona y los haberes de un huérfano se deben confiar siempre al resguardo de algún amigo inteligente. Si el padre difunto no expresó el nombramiento, los deudos o parientes más inmediatos suyos tenían que proceder como padrinos naturales; recelaban los atenienses de poner a los niños en manos de los interesados en su fallecimiento, mas era axioma de la jurisprudencia romana que el gravamen de la tutoría debía invariablemente acompañar a las obvenciones de la sucesión. Si el nombramiento del padre o su alcurnia no suministraban tutor efectivo, se suplía la quiebra por la elección del pretor de la ciudad, o el presidente de la provincia. Pero el nombrado para este encargo público podía legalmente descargarse por demencia o ceguera, por ignorancia o torpeza, por encono anterior o intereses encontrados, por el número de niños o tutorías con que estuviere ya recargado, y por las inmunidades concedidas a los afanes importantes de magistrados, legistas, médicos y profesores. Hasta que el niño pudiese hablar y discurrir, lo representaba el tutor, cuya autoridad cesaba al entrar en la mocedad el interesado. Ningún acto del ahijado lo obligaba en daño suyo, sin la intervención del tutor, aunque sí podía obligar a otros en su beneficio. Es de más el advertir que el tutor debía estar afianzado, y tenía que rendir cuentas, y que la falta de eficacia o pureza lo exponía a una acción civil y casi criminal, por violador de tan sagrado encargo. Los letrados fijaron temerariamente la mocedad a los catorce años, y como el entendimiento es más pausado de medros que el cuerpo, se interponía un curador para resguardar los haberes de un joven romano de su bisoñez y sus disparos. El pretor era al principio el elector de aquel encargado, para preservar a la familia de los ciegos estragos de un pródigo o un frenético; y las leyes precisaban al menor a solicitar aquel amparo para valorar sus actos hasta que fuese mayor de veinticinco años. Yacían las mujeres sentenciadas a la tutoría perpetua de padres, maridos o tutores, dando por supuesto que un sexo nacido para agradar y obedecer jamás llegaba a la edad de la razón y la experiencia. Tal era a lo menos la adustez y la mente altanera de la legislación antigua, que se había ido ya suavizando antes del tiempo de Justiniano.

II. El derecho fundamental de propiedad tan sólo cabe sincerarse por el acaso o por el mérito de la posición primitiva; y los letrados lo fundan acertadamente sobre este cimiento.[717] El salvaje que ahueca un árbol, enmanga una piedra con un palo, o ajusta una cuerda a la rama elástica, resulta en el estado natural dueño legítimo de la canoa, del arco y del machete. Yacían los materiales bajo el albedrío de todos; la hechura, producto de su tiempo y su maña corresponde únicamente a él mismo. Sus hermanos hambrientos ya no pueden, sin percibir su propia injusticia, arrebatar al cazador la presa alcanzada o muerta con su pujanza y su tino. Si sus próvidos desvelos amansan y multiplican vivientes, se granjea para siempre el uso y los servicios de sus redobladas crías, que penden únicamente de su asistencia. Si acota y cultiva un campo, para el sustento propio y el de los suyos, queda un erial convertido en huerto, la semilla, el abono y el afán acarrean nuevo valor, y el galardón de la cosecha queda devengado colmadamente con las tareas del año entero. En los varios tránsitos de la sociedad, el cazador, el vaquero y el arador pueden resguardar sus haberes con dos razones que definen eficazmente el concepto humano: que cuantos están disfrutando el producto de su industria y que cuantos envidian sus logros tienen en su mano el granjeárselos igualmente con semejante ahínco. Cabe verdaderamente tanta plenitud y libertad en una colonia aventajada por alguna isla pingüe, mas el gentío crece y el espacio es el mismo; los derechos comunes y la herencia igual de todos viene a vincularse en los traviesos y mañosos; campiña y bosque se acotan por el dueño receloso, y debe celebrarse con especialidad la jurisprudencia romana, en ajustar el derecho de primer ocupante a las mismas fieras, el ambiente y el agua. En el camino desde la equidad primitiva hasta la suma injusticia son callados los pasos, casi imperceptibles las diferencias, y al fin el estancamiento final se escuda con leyes terminantes y raciocinios estudiados. El móvil eficacísimo e insaciable del amor propio es el fomentador de las artes y el aspirante a los galardones de la industria, y una vez instalados el gobierno civil y la propiedad exclusiva, ya son imprescindibles para la existencia del linaje humano. Excepto en las instituciones singularísimas de Esparta, todo legislador cuerdo desaprobó las leyes agrarias, como innovaciones falsas y azarosas. Entre los romanos la desproporción descompasada de los haberes arrolló el contrarresto ideal de tradiciones dudosas y estatutos anticuados; era la vez de que al más menesteroso secuaz de Rómulo le cupieron por herencia perpetua dos yugadas,[718] y el estatuto reducía las fincas del ciudadano más rico a quinientas yugadas. El territorio primitivo de Roma consistía únicamente en unas cuantas millas de bosque y pradera, por las orillas del Tíber, y con los cambios caseros nada disminuía la cuota nacional; pero los bienes de todo extraño o enemigo estaban legalmente de manifiesto al ocupante de mano armada, se acaudalaba la ciudad con el tráfico provechoso de la guerra, y la sangre de los hijos era el precio único para vender el ganado Volico, los esclavos bretones y la pedrería y el oro de los reinos asiáticos. En el idioma de la jurisprudencia antigua, corrompido y trascordado antes del tiempo de Justiniano, se apellidaban los despojos manceps o manicipium, asidos con la mano, y al venderlos o emanciparlos, requería el comprador el resguardo competente de haberse quitado al enemigo, no al conciudadano.[719] Sólo podía desmerecer su derecho un ciudadano por desamparo manifiesto, lo que no era de suponer de alhaja alguna. Mas según las Doce Tablas, la posesión de un año por bienes muebles, y la de dos por los sitios, quitaba todo derecho al poseedor antiguo, adquiriéndolos el actual por contrato honrado de la persona que conceptuaba legítimamente dueña.[720] Esta injusticia corriente, sin asomo de engaño o tropelía, mal podía dañar a los individuos de una república reducida, pero los varios plazos de tres, diez y aun veinte años, dispuestos por Justiniano, cuadran mejor con los ámbitos de un imperio dilatado. En el plazo de esta posesión, han señalado los legistas la distinción de haberes positivos o personales, y su concepto general de la propiedad es el de un dominio sencillo, uniforme y absoluto. Las excepciones derivadas de uso, usufructo,[721] o servidumbres,[722] impuestas en beneficio de algún vecino de hacienda o casa, están desmenuzadas por extremo en los jurisconsultos, desentrañando con sutilezas metafísicas los fueros de la propiedad revueltos, divididos o transformados en otras entidades.

La muerte determina el título personal del primer dueño, pero la posesión, como invariable, sigue pacíficamente en sus hijos, como asociados en sus afanes y partícipes de sus haberes. Ampararon los legisladores en todos tiempos y lugares un género de herencia tan obvio, y estimula al padre, en sus conatos eficaces y dilatados, la esperanza entrañable de que una posteridad crecida ha de disfrutar el producto de su tesón. Universal es el principio de la sucesión hereditaria, pero varía el método, por la conveniencia o el antojo, por el rumbo de las instituciones nacionales, o con ejemplos parciales que allá primitivamente se planteasen con engaño o violencia. Desviose al parecer la jurisprudencia romana de la igualdad natural, pero mucho menos que las instituciones judaicas,[723] atenienses[724] o inglesas.[725] A la muerte de un ciudadano, toda la descendencia, a menos que estuviese ya libre de la potestad paterna, acudía a la herencia. Desconocíase la engreída prerrogativa de la primogenitura; nivelábanse los sexos; hijos e hijas eran todos acreedores a su cuota igual del patrimonio, y sobreviniendo la temprana muerte de algún individuo se repartía su porción por los restantes. Si faltaba la línea recta, recaía la sucesión en las ramas colaterales. Van los letrados deslindando los grados de parentesco,[726] ascendiendo desde el poseedor al padre común, y descendiendo desde éste al heredero inmediato; mi padre está en el primer grado, mi hermano en el segundo, sus hijos en el tercero, y los demás de la serie se abarcan con el pensamiento, o se retratan en el árbol geneálogico. En esta regulación mediaba también otro deslinde esencial en las leyes, y aun en la Constitución de Roma, los agnados o deudos por la línea masculina eran llamados, estando en el mismo grado, a igual cuota; pero la hembra era inhábil para trasladar el derecho legítimo y los cognados de toda esfera, sin exceptuar la relación entrañable de madre e hijo, quedaban desheredados por las Doce Tablas, como extraños y ajenos. Entre los romanos una alcurnia, o linaje, se hermanaba con el nombre común y ritos caseros; los varios sobrenombres y apellidos de Escipiones, o Marcelos, deslindaban mutuamente las ramas dependientes de las familias Cornelia o Claudia; la carencia de agnados del mismo apellido se suplía con la denominación más anchurosa de deudos o gentiles, y el desvelo de las leyes seguía conservando, bajo el mismo nombre, la descendencia perpetua de religión y haberes. La ley Voconia[727] procedía de un principio parecido, pues anulaba el derecho de la herencia femenina. Mientras las doncellas se siguieron dando o vendiendo para el matrimonio, adoptada la mujer quedaba desahuciada la hija, pero la sucesión independiente y aun igual de las matronas sostenía su engreimiento y el boato, y podían trasladar a una casa extraña las riquezas de sus padres. Mientras se acataron las máximas de Catón,[728] se encaminaban a perpetuar en cada familia una medianía razonable y decorosa; hasta que las añagazas mujeriles fueron imperceptiblemente triunfando, y toda contención saludable se disparó con la grandeza descompasada de la República. La equidad de los pretores iba mitigando la tirantez de los decenviros. Restablecieron sus edictos los derechos naturales a los niños póstumos y emancipados; y a falta de agnados anteponían la sangre de los cognados al nombre de los deudos, cuyo título y esfera se fue luego empozando en el olvido. La humanidad del Senado estableció con los decretos Tertuliano y Orficiano la herencia recíproca entre madres e hijos; pero se vino a introducir otro régimen nuevo y más imparcial, con las Novelas de Justiniano, que se esmeraba en resucitar la jurisprudencia de las Doce Tablas. Se barajaron las líneas masculina y femenina, se deslindaron escrupulosamente los eslabones ascendentes, descendentes y colaterales, y según la inmediación de parentesco y cariño fue cada grado sucediendo a las posesiones vacantes de un ciudadano de Roma.[729]

La naturaleza coordina de suyo las sucesiones, o en su vez lo hace la racionalidad general y permanente del legislador; pero suele atropellarse aquel orden por el albedrío antojadizo y parcial que dilata el predominio del testador hasta mas allá de la muerte.[730] En el estado sencillo de la sociedad, rara vez asoma este uso o abuso del derecho de propiedad; introdujéronlo en Atenas las leyes de Solón, y las Doce Tablas autorizan el testamento de un padre de familia. Antes de los decenviros,[731] un ciudadano manifestaba su ánimo ante el concejo de las treinta curias o barrios, y motivándolo la ley general de herencias, quedaba suspendido por un acto accidental de la legislatura. Tras el permiso de los decenviros, cada legislador especial promulgaba su testamento de palabra o por escrito, en presencia de cinco testigos, que representaban las cinco clases del pueblo romano; el sexto testigo acreditaba su existencia, un séptimo pesaba la moneda de cobre, pagada por un comprador supuesto, y se rescataba el haber con una venta soñada y quedaba inmediatamente libre. Esta ceremonia,[732] tan extraña que pasmaba a los griegos, se seguía practicando todavía en tiempo de Severo; mas ya los pretores habían dispuesto un testamento más sencillo, para el cual requerían las firmas y los sellos de siete testigos, libres de toda excepción legal, y citados expresamente para el desempeño de aquel acto trascendental. Un monarca particular que estaba reinando sobre las vidas y haberes de sus hijos era árbitro de ir luego repartiendo sus respectivas cuotas según los grados de sus merecimientos y su cariño; y su desagrado voluntarioso castigaba a un hijo ruin con la pérdida de su herencia, y la amarguísima preferencia de un extraño. Pero el desengaño de ver a muchos padres descastados impuso algunas limitaciones a la potestad testamentaria. Un hijo, y por las leyes de Justiniano, también una hija, no quedaban ya desheredados con el mero silencio; tenían que nombrar al reo y especificar el agravio, y la justicia del emperador fue deslindando las causales únicas que podían justificar tamaña contravención a los principios fundamentales de la naturaleza y de la sociedad.[733] A menos que se reservase la legítima, esto es, la cuarta parte, para los hijos, eran éstos árbitros de querellarse de un testamento inoficioso, suponer que el entendimiento yacía menoscabado, por la edad o por dolencia, y apelar acatadamente de sentencia tan violenta a la sabiduría circunspecta del magistrado.

Mediaba en la jurisprudencia romana distinción esencial entre la herencia y los legados. Los herederos de la unidad cabal, o de algún doceavo de los haberes del testador, representaban su personalidad civil y religiosa, resguardaban sus derechos, cumplían con sus cargas, y aprontaban las donaciones amistosas o graciables que su voluntad postrera había señalado, bajo el nombre de legados. Mas como la inconsideración o prodigalidad de un moribundo pudiera sobrepujar a la herencia, y dejar tan sólo riesgos y afanes al sucesor, le cabía a éste la cuota Falcidia; y rebajar antes del pago de los legados la cuarta parte en su beneficio. Se franqueaba un plazo razonable para enterarse del balance entre deudas y haberes, para determinar si se aceptaba o se desentendía del testamento, y admitiéndole a beneficio de inventario, las peticiones de los acreedores no habían de exceder al justiprecio de las existencias. Podía la última voluntad de un ciudadano alterarse en vida, y alterarse en muerte: los sujetos que nombraba podían morir antes que él, rechazar la herencia, o estar expuestos a utilidades legales. En vista de tales acontecimientos, era árbitro de sustituir segundo o tercer heredero, para irse colocando según el orden del testamento; y la incapacidad de un demente o de un niño para disponer de lo suyo podía suplirse con una sustitución semejante.[734] Pero aceptado el testamento, fenecía la potestad del testador. Todo romano adulto y cabal de razón se entregaba con señorío absoluto de la herencia, sin que alterasen la sencillez de la ley gravámenes inapeables que cercenan el desahogo de la libertad por largas generaciones.

Las conquistas, y luego los trámites de la ley, acarrearon el uso de los codicilos. Si un romano fallecía en provincia lejana del Imperio, dirigía una esquela a su heredero legítimo o testamentario, quien desempeñaba pundonorosamente, o trascordaba a su salvo, aquel encargo póstumo que los jueces no eran árbitros de exigir antes del tiempo de Augusto. Podía el codicilo extenderse en cualesquiera términos e idiomas, pero se requerían cinco firmas de testigos que lo abonasen. Solía ser su ánimo recomendable y adolecer de ilegalidad, y la invención de los fideicomisos, o padrinos, resultó del contraste de la justicia natural y la jurisprudencia positiva. Un extranjero de Grecia o África, podía ser amigo o bienhechor de un romano sin hijos, pero nadie sino un conciudadano podía obrar como su heredero. La ley Voconia, aboliendo la sucesión femenina, coartó el legado o herencia de una mujer a la suma de cien mil sestercios,[735] y una hija sola quedaba como extraña en la casa solariega. El afán amistoso y el cariño de la sangre idearon un ardid garboso; se nombraba en el testamento a un ciudadano honrado, con el encargo encarecido de que devolviese la herencia a la persona verdaderamente acreedora. Variaban los padrinos en tal conflicto; habían jurado cumplir con las leyes patrias, y el pundonor los estaba incitando a atropellarlas; y, si a vueltas de su patriotismo anteponían realmente su interés, se desconceptuaban con los sujetos virtuosos. Con la declaración de Augusto se zanjaron sus dudas, y se desentrañaron comedidamente las formalidades y cortapisas de la jurisprudencia republicana,[736] sancionando legalmente los testamentos judiciales. Pero como la nueva práctica de los padrinazgos vino a degenerar en abuso, se le otorgó al padrino por los decretos Trebeliánico y Pegasiano la reserva de una cuarta parte del haber, o encabezar sobre el heredero efectivo todas las deudas y pleitos de la sucesión. Interpretábanse los testamentos llana y literalmente, pero el contexto de los codicilos y padrinazgos daba más ensanche a los letrados que solían extremar su esmero facultativo y prolijo.[737]

III. Las relaciones públicas y privadas imponen obligaciones generales a los hombres, pero estos compromisos específicos pueden tan sólo resultar de: 1º, promesa, 2º, beneficios, 3º, agravio, o cuando la ley revalida aquellas condiciones, la parte interesada acude a precisar a su desempeño, por medio de una acción judicial. La jurisprudencia de los letrados de todos los países estriba sobre este principio, que es la conclusión honesta de la racionalidad y la justicia.[738]

1. La diosa de la buena fe, pues se trata de la humana y social, merecía cultos, no sólo en sus templos, sino en el albergue de los romanos, y si la nación adolecía de suyo de egoísmo y despego pasmaba a los griegos, con el sencillo y entrañable cumplimiento de sus compromisos más gravosos;[739] en el mismo pueblo, no obstante, según el sistema adusto de los patricios y decenviros, un mero pacto, una promesa, aun juramentada, no producía obligación civil, no corroborándose bajo la forma legal de un convenio. Prescindiendo de su etimología latina, siempre llevaba consigo el concepto de un contrato valedero e irrevocable, que se formalizaba invariablemente en preguntas y respuestas. «¿Me prometéis entregarme cien piezas de oro?» era el interrogante entonado de Seyo; y «lo prometo», era la contestación de Sempronio. Los fiadores de Sempronio quedaban judicialmente responsables, según el albedrío de Seyo, y el beneficio de descuento; y las resultas de pleitos recíprocos se fueron desviando más y más del cimiento sólido del convenio. Requeríase un consentimiento recatado y detenido para resguardar la validez de una promesa voluntaria, y el ciudadano que no se escudaba con su afianzamiento legal quedaba indiciado de engaño, y pagaba el daño de su descuido. Mas cavilaban los legistas, y lograban trocar los meros compromisos en convenios solemnes; los pretores, en calidad de celadores de la fe pública, admitían todo testimonio formal de un acto voluntario y reflejo, que venía a causar en su tribunal una obligación equitativa, para la cual franqueaban acción y arbitrio.[740]

2. Las obligaciones de segunda clase, contraídas con la entrega de una cantidad, llevan para los letrados el dictado especial de efectivos.[741] Débese agradecimiento a todo beneficiante, y el encargado de haberes ajenos se ha vinculado a la correspondencia sagrada de la restitución. En el caso de un rédito amistoso, el mérito de la generosidad es propio del prestamista, y el de un resguardo es peculiar del agraciado; pero en una prenda, y cuanto media en el trato interesado de la vida común, el beneficio se compensa con su equivalente, y varía la obligación del resarcimiento, según los términos del contrato. El idioma latino expresa acertadamente la diferencia fundamental entre lo aprontado y correspondido, que nuestra escasez tiene que significar a bulto bajo el nombre de rédito. En el primer caso, el agraciado tenía que devolver idénticamente la entidad que le habían aprontado, para acudir a sus urgencias; en el segundo, se empleaba en su uso y consumo, sustituyendo el mismo valor específico, según su justiprecio en número, peso y medida. En el contrato de venta se traslada el dominio absoluto al comprador, y correspondía al beneficio con la suma competente de oro o plata precio y tipo universal de todo lo vendible. Más complicado es el contrato de arriendo, pues toda finca, afán o habilidad puede alquilarse a plazos, y cumplidos éstos puede la entidad idéntica devolverse al dueño, con el aumento de la ocupación o empleo beneficioso. En estos contratos gananciosos, a los cuales se pueden añadir los de aparcería y comisiones, andan los legistas cavilando entregas de objetos, y a veces soñando el consentimiento de las partes. La prenda palpable ha venido a parar en los derechos invisibles de un empeño o hipoteca, y el ajuste por determinado precio recarga desde aquel punto los acasos de quebranto o ventaja, a cuenta del comprador. Se puede racionalmente suponer que cada cual obra a impulsos de su interés, y admitiendo el beneficio, tiene que arrostrar el desembolso del convenio. En asunto tan interminable, el historiador se parará a notar el alquiler de finca o caudal, el producto de la primera, y el interés del segundo, por cuanto trasciende eficazmente a la prosperidad de la agricultura y el comercio. El hacendado solía tener que aprontar el caudal y los aperos de la labranza, y contentarse con la partición de sus frutos. Si el arrendador desvalido padecía quebrantos de esterilidad, epidemias y tropelías, acudía a las leyes, en pos de algún alivio proporcionado a sus desmanes; cinco años era el plazo corriente, y escasas mejoras cabían en el arrendador que, con la venta de la finca, estaba a toda hora expuesto a ser despedido.[742] La usura,[743] motivo de quejas inveterado en la ciudad, desalentada en las Doce Tablas,[744] había quedado abolida con el clamoreo del pueblo. Retoñó con los apuros de la ociosidad, tolerose con la cordura de los pretores, y por fin se deslindó en el código de Justiniano. Aun la jerarquía esclarecida tuvo que ceñirse a la ganancia comedida del cuatro por ciento, se dispuso que el seis fuese la cuota corriente y legal del interés; otorgose el ocho al fomento de manufacturas y tráfico; el doce a los seguros marítimos, que los antiguos más cuerdos no trataron de fijar; pero excepto en este arriesgado empeño se frenó severísimamente toda usura exorbitante.[745] El clero, tanto de levante como de poniente, condenaba hasta el interés más escaso,[746] pero el concepto del mutuo beneficio, que prevaleció sobre las leyes de la República, contrastó con igual poderío y aun mayor a las preocupaciones de las gentes.[747]

3. La naturaleza y la sociedad están clamando por la justicia del desagravio, y al paciente, por alguna sinrazón particular, le cabe el derecho personal de querella legítima. Encargados de propiedad ajena, serían más o menos intensos nuestros desvelos, al par que crezca o mengüe el producto de la posesión temporal; rara vez respondemos de los acasos, pero las resultas del yerro voluntario deben recaer sobre su cometedor.[748] Entablaba un romano su acción civil de robo, en demanda de bienes usurpados; pudieron ir pasando por manos puras e inculpables, pero se requería la posesión de treinta años para anular el derecho primitivo. Sentenciaba el pretor su devolución, y se compensaba el quebranto duplicando, triplicando, y aun cuadruplicando el daño, según se había cometido la demasía, por fraude o salteamiento, y según se cogiera al delincuente in fraganti o se lo descubriera con las pesquisas. Resguardaba la ley Aquilia[749] la propiedad viviente del ciudadano, en esclavos y reses, de mano airada o de desamparo: concedíase el precio sumo del año en cualquier punto antes del menoscabo, si se trataba de animales domésticos, y se otorgaba proporcionalmente el ensanche de treinta días a otros bienes. Todo agravio personal se acibara o se mitiga con las costumbres reinantes y la sensibilidad del individuo, y no cabe justipreciar, con un equivalente pecuniario, la pena o la afrenta de una expresión o de un golpe. La jurisprudencia tosca de los decenviros barajaba todas las tropelías que no llegasen a una lisiadura, multando indistintamente en veinticinco ases. Pero la misma moneda nominal se fue reduciendo en tres siglos, de una libra [460 g] al peso de media onza [14,35 g], y la insolencia de un romano adinerado, se complacía disfrutando la baratura de golpear a diestro y siniestro, cumpliendo con la ley de las Doce Tablas. Corría Veracio por las calles apaleando o abofeteando a los confiados transeúntes, y lo seguía un pagador que inmediatamente desembolsaba la multa, y los acallaba con el brindis legal de veinticinco piezas de cobre, esto es alrededor de un chelín.[750] La cordura del pretor iba escudriñando y deslindando el mérito de cada querella, pues al justipreciar los daños procuraba enterarse de las circunstancias, del tiempo, sitio, edad y jerarquía que podían agravar la vergüenza y el padecimiento del agraviado; pero si se conformaba, o si se ceñía a multa, o castigo ejemplar, ya se entrometía en la competencia; y quizás cubría las nulidades de la ley criminal.

La ejecución del dictador Albano, descuartizado por ocho caballos, es en concepto de Livio el ejemplo primero y último de crueldad romana, en el castigo de los delitos más atroces;[751] pero aquella justicia o venganza recayó sobre un enemigo extraño en el acaloramiento de la victoria, y por disposición de un solo individuo. Las Doce Tablas suministran una prueba más terminante del temple nacional, puesto que se arreglaron por lo más selecto del Senado, y se aceptaron libremente por el pueblo, y aquellas leyes, a semejanza de las de Dracón,[752] estaban escritas con letras de sangre.[753] Aprueban el principio inhumano y desigual de las represalias, la pena de ojo por ojo, diente por diente y miembro por miembro se exige inexorablemente, a menos que el ofensor pague su indulto con una multa de trescientas libras [138 kg] de cobre. Repartieron colmadamente los decenviros las penas menores de azotes y servidumbre, imponiendo pena capital a nueve delitos de diversísimo temple. 1º. Todo acto de alevosía contra el Estado, o correspondencia con el enemigo público. Ajusticiaban al reo con martirio y afrenta; le velaban la cabeza, lo maniataban a la espalda, y azotado por un sayón, se lo encaramaba en medio del foro sobre una cruz, o algún árbol aciago. 2º. Reuniones nocturnas en la ciudad, bajo cualquiera pretexto de recreo, religión, o bien público. 3º. El homicidio de un ciudadano, por el cual los afectos naturales están pidiendo la sangre del matador. Es el veneno aun más horroroso que la espada o el puñal, y extrañamos el hallar, en dos casos afrentosos, cuán temprano plagó aquella maldad estudiada la sencillez de la República, y las virtudes recatadas de las matronas romanas.[754] El parricida, violador de los impulsos de la naturaleza y del agradecimiento, era arrojado al río o al mar, cosido en un saco, y luego les fueron añadiendo sucesivamente un gallo, una víbora, un perro y un mono, como compañeros muy proporcionados.[755] No hay monos en Italia, mas tampoco se pudieron echar de menos hasta que, a mediados del siglo VI, asomó la atrocidad de un parricidio.[756] 4º. La bastardía de un incendiario. Tras la ceremonia de los azotes, lo aventaban a sus mismas llamas, y tan sólo en este ejemplo la racionalidad propende a celebrar la justicia de las represalias. 5º. Perjurio judicial. Despeñaban al testigo cohechado o perverso de la roca tarpeya, para purgar su falsedad, que redundaba más aciaga con la violencia de las leyes penales, y la falta de testimonios por escrito. 6º. El cohecho de un juez que admitía regalos por sentenciar inicuamente. 7º. Libelos y sátiras, cuyo tosco destemple solía alterar el sosiego de una ciudad idiota. Machucaban al autor con una cachiporra, castigo dignísimo, mas no consta que expirase con la descarga de las mazadas del verdugo.[757] 8º. La tala nocturna de la sementera de un vecino. Colgaban al reo como víctima grata a Ceres; mas no eran tan implacables los dioses silvanos, pues el desmoche de un árbol mucho más apreciable quedaba satisfecho con el pago moderadísimo de veinticinco libras [11,5 kg] de cobre. 9º. Ensalmos, que para la aprensión de los vaqueros del Lacio alcanzaban a postrar al enemigo, acabar con su vida, y desarraigarle sus lozanos plantíos. Queda por mencionar la crueldad de las Doce Tablas contra los deudores insolventes, y voy a preferir el sentido literal de la Antigüedad a los afeites vistosos de la crítica moderna.[758] Tras la prueba judicial del reconocimiento de la deuda, se daban treinta días de tregua antes de entregar al reo a la potestad de su conciudadano. En aquella cárcel casera se le daban doce onzas [344,4 g] de arroz de ración, se lo podía aherrojar hasta el peso de quince libras [6,9 kg], y se manifestaba, hasta tres veces, en el mercado su desamparo para mover a la compasión a sus amigos y paisanos. A los sesenta días se saldaba la deuda con la pérdida de la libertad o la vida, pues el insolvente o moría o era vendido para esclavitud extranjera allende el Tíber; pero si acudían varios acreedores igualmente pertinaces y empedernidos, podían legalmente descuartizarlos, y saciar su venganza con partición tan horrorosa. Cuantos abogan por ley tan irracional alegan que su eficacia retraería del engaño y de la ociosidad, y por consiguiente evitarían deudas impagables; pero la experiencia anonada el pavor benéfico demostrando que no asomaría acreedor que exigiera aquella pena inservible de la vida, o de un miembro. Al paso que los romanos se iban civilizando algún tanto, quedó más y más arrinconado el código de los decenviros, con la humanidad de los querellantes, jueces y testigos, y así la exorbitancia del rigor vino a redundar en impunidad. Las leyes Porcia y Valeria vedaban a los magistrados el imponer a ningún ciudadano libre pena capital y aun corporal, y los estatutos anticuados de sangre se achacaron estudiadamente, y tal vez verdaderamente, a la violencia de la tiranía, no de los patricios, sino de los reyes.

Con la carencia de leyes penales y la insuficiencia de las acciones civiles, se mantenían muy escasamente el sosiego y la justicia de la ciudad, con la jurisdicción llana de los ciudadanos. Los malhechores que pueblan nuestras cárceles son la hez de la sociedad, y las demasías que los apenan son abortos de ignorancia, de irracionalidad y desamparo. Para cometer desafueros semejantes podía un plebeyo villano abusar del carácter sagrado de individuo de la República, pero mediando prueba o sospecha de algún delito contra el esclavo o el extranjero se le clavaba a una cruz, y justicia tan sumaria y ejecutiva se podía ejercer sin reparo sobre la mayor parte del gentío de Roma. Albergaba cada familia su tribunal casero que no se ceñía, como el del pretor, a los actos externos; la enseñanza inculcaba principios virtuosos y trascendentales, y el padre romano era responsable frente al Estado de las costumbres de sus hijos, puesto que disponía sin apelación de su vida, libertad y herencia, y en ciertas urgencias estrechas cabía en el ciudadano el desagravio público y el privado. Concordaban las leyes judaicas, atenienses y romanas en aprobar el homicidio de un salteador nocturno, aunque un ladrón en medio del día no se podía matar sin testimonio anterior de peligro y queja. Quien sorprendía al adúltero in fraganti podía libremente ejercitar en él su venganza;[759] el provocador abonaba todo contrarresto sangriento y antojadizo,[760] y hasta el reinado de Augusto el marido prescindía de jerarquías y podía igualar a la que era hija de un padre poderoso con su seductor. Tras la expulsión de los reyes, el romano ambicioso que osase aspirar a su dictado o remedar su tiranía quedaba entregado a los dioses infernales: cada conciudadano esgrimía la espada de la justicia, y la acción de Bruto, tan repugnante al agradecimiento y a la racionalidad, quedaba ya de antemano santificada en el concepto de su patria.[761] La práctica tan bárbara de usar armas en medio de la paz[762] y las máximas sangrientas del pundonor eran desconocidas de los romanos; y en la temporada más castiza, desde el establecimiento de la libertad igual hasta el fin de las Guerras Púnicas, nunca se trastornó la ciudad con asonadas, ni apenas se mancilló con atrocidades. La carencia de leyes penales se fue percibiendo más y más por la sentina de vicios que emponzoñaron la ciudad, con los bandos en el interior y la dominación de afuera. En tiempo de Cicerón, todo ciudadano particular disfrutaba el privilegio de la anarquía; todo mandarín de la República se enardecía con ínfulas de poderío regio, y sus virtudes se hacían acreedoras a sumo elogio, como frutos de suyo de la naturaleza y la filosofía. Verres, tirano de Sicilia, después de un trienio anchuroso de liviandad, rapiña y desenfreno, tan sólo fue procesado por la restitución de más de trescientas mil libras esterlinas, y tan extremada fue la templanza de las leyes, del juez, y quizás del fiscal mismo,[763] que con devolver la decimotercera parte de sus robos estuvo viviendo desahogada y lujosamente en su destierro.[764]

El primer bosquejo de intento de proporcionar las penas con los delitos fue del dictador Sila, que en medio de su triunfo sangriento trató de atajar el desenfreno, más bien que de aherrojar la libertad de los romanos. Blasonaba de la proscripción arbitraria de cuatro mil setecientos ciudadanos,[765] pero encumbrado a legislador acataba las preocupaciones del siglo, y en vez de sentenciar a muerte al salteador o asesino, al general que vendía a su hueste y al magistrado arrinconado de una provincia, se contentó con recargar sobre los daños pecuniarios la pena de destierro, o, en lenguaje más constitucional, la veda del fuego y del agua. La ley Cornelia, y después la Pompeya y la Julia, entablaron un nuevo sistema de jurisprudencia criminal,[766] y los emperadores, desde Augusto hasta Justiniano, fueron disfrazando la tirantez de sus rigores bajo los nombres de sus autores primitivos. Sobrevino el invento y la repetición de penas extraordinarias, dimanado del afán por dilatar y encubrir los vuelos del despotismo. Al condenar a romanos ilustres, se mostraba siempre el Senado propenso a barajar, al antojo de sus dueños, la potestad judicial con la legislativa. Incumbía a los gobernadores mantener en paz las provincias, administrando ejecutiva y arbitrariamente justicia, y el malhechor español que estuvo invocando su privilegio de romano logró que Galba lo hiciese empinar en cruz más encumbrada y vistosa, y así los ensanches de la ciudad desaparecieron por los ámbitos del Imperio.[767] Expedía allá el solio rescriptos oportunos, para resolver cuestiones que por su novedad y trascendencia se trasponían, al parecer, a las facultades y alcances de un procónsul. Eran reserva honorífica para personajes el extrañamiento y la degollación, pues ahorcaban, empozaban en las minas, quemaban o entregaban a las fieras en el anfiteatro a los delincuentes ruines. Perseguían a los salteadores armados, exterminándolos como enemigos de la sociedad; se declaró delito capital el de cuatrero,[768] pero el robo sencillo se conceptuó como agravio civil y personal. Se solían deslindar, a discreción de los mandarines, los grados de maldad y el género de castigo, y el súbdito vivía a ciegas, en cuanto al peligro legal que le cabía por todos los pasos de su vida.

Pecados, vicios y delitos corresponden a la teología, a la moral y a la jurisprudencia. Si están acordes sus dictámenes, se robustecen mutuamente, mas si se desavienen, un legislador atinado va justipreciando el delito y el castigo, según su trascendencia para la sociedad. Bajo este concepto el arrojo más desaforado contra la vida y los haberes de un mero ciudadano resulta menos atroz que el delito de traición o rebeldía, que desacata la majestad de la República; los letrados obsequiosos entonaron a una voz que la República vive cifrada en la persona de su caudillo, y los filos de la ley Julia se fueron aguzando con el esmero desvelado de los emperadores. El roce desmandado de los sexos puede tolerarse como arranque natural, o atajarse como manantial de trastorno y estrago, pero el concepto, los haberes y la familia del marido quedan en gran manera lastimados con el adulterio de la mujer. La cordura de Augusto, después de enfrenar los disparos de la venganza, aplicó el amago de las leyes a este descarrío interior; y los actos criminales, tras el pago de crecidas multas y confiscaciones, fueron condenados a destierro dilatado o perpetuo, en dos islas muy alejadas.[769] La religión iguala, en sus censuras, a ambos esposos infieles, mas como varían las resultas civiles, jamás cupo a la mujer disculpa formal,[770] y la diferencia de adulterio sencillo o duplicado, tan corriente, tan abultada en los cánones, no asoma en la jurisprudencia del Código o de las Pandectas. Apuntaré a mi pesar, y terminaré con ansia, otro vicio más odioso, cuyo nombre hasta repugna al recato, y su pensamiento estremece a la naturaleza. Emponzoñáronse los romanos primitivos con el ejemplo de los etruscos[771] y griegos;[772] enloquecidos y descarriados con la prosperidad y el poderío, empalagaba ya todo deleite candoroso, y la ley Escatinia,[773] atropellada violentamente, se fue desusando con la sucesión del tiempo y el sinnúmero de los reos. Por ella el robo, y quizá la seducción, de un joven honrado se compensaba, como agravio personal, con el escaso quebranto de diez mil sestercios, u ochenta libras; era lícito matar al atropellador en la resistencia o venganza del recato, y me complazco en creer que así en Roma como en Atenas, el desertor voluntario y afeminado de su sexo quedaba degradado del blasón y los derechos de ciudadano.[774] Mas no amainó la practica del vicio con la generalidad de la afrenta; la inborrable mancha de la vileza del hombre adulto se equiparó con los descarríos más leves de la mancebía y el adulterio, ni el amante desenfrenado incurría en el mismo desdoro que su acompañante en el delito de uno u otro sexo. Desde Cátulo a Juvenal[775] andan los poetas tildando y vitoreando la bastardía de los tiempos, y el despejo y la autoridad de los letrados se empeñaron débilmente en reformar las costumbres, hasta que el sumamente virtuoso emperador vedó el pecado antinatural como delito contra la sociedad.[776]

Otro rumbo de legislación, apreciable aun en su desacierto, vino a formalizarse con la religión de Constantino.[777] Conceptuáronse las leyes de Moisés como la norma fundamental de la justicia, y los príncipes cristianos fueron ajustando sus estatutos penales a los grados de bastardía moral o religiosa. Declarose ante todo el adulterio como desliz capital; igualose la fragilidad de ambos sexos con el envenenamiento, el asesinato, la hechicería o el parricidio; impusiéronse las mismas penas al delito activo o pasivo de sodomía, y todos los reos, de estado libre o esclavo, fueron ahogados o degollados, o bien arrojados vivos a las llamas vengadoras. Se contempló a los adúlteros, por impulso natural de las gentes, pero los enamorados de su propio sexo fueron acosados por la ira general y religiosa; reinaban todavía las costumbres deshonestas de la Grecia en las ciudades del Asia, y el celibato de los monjes y el clero estaba dando pábulo a todos los vicios. Mitigó a lo menos Justiniano el castigo de la infidelidad femenil, pues condenaba a la delincuente a soledad y penitencia no más, y a los dos años podía volver a los brazos del marido bondadoso. Pero el mismo emperador se declaró enemigo implacable de la lujuria vedada, y apenas cabe disculpar la inhumanidad de su persecución por la pureza de sus motivos.[778]

Arrollando todo principio de justicia, abarcó con sus edictos demasías anteriores y venideras, dando treguas para la confesión o el indulto. Imponíase muerte dolorosa con la amputación del instrumento pecaminoso, o el empuje de cañas agudas por los poros y conductos de sensibilidad más extremada, y abonaba Justiniano su providencia alegando que a todo sacrílego se le cortaban las manos. En tan rematada afrenta y agonía, dos obispos, Isaías de Rodas y Alejandro de Dióspolis, fueron arrastrados por las calles de Constantinopla mientras se amonestaba a voz de pregón a sus hermanos para que escarmentasen y no mancillaran la santidad de su carácter. Quizá eran inocentes los prelados. Solía la sentencia estribar en el testimonio leve de un niño o de un sirviente, causando muerte o afrenta: los jueces se atenían a un delito del bando verde de los acaudalados y de los enemigos de Teodora; y la sodomía vino a ser la culpa de cuantos ninguna tenían. Un filósofo francés[779] ha osado advertir que todo lo recóndito es dudoso, y el mismo horror natural del vicio puede redundar, con el abuso, en palanca de tiranía. Pero el concepto propicio del mismo escritor de que un legislador debe descansar en el tino y la racionalidad del linaje humano se desquicia con la averiguación desabrida de la Antigüedad y la extensión del achaque.[780]

Gozaban los ciudadanos libres de Atenas y de Roma en puntos criminales la regalía inestimable de ser procesados por sus compatricios.[781] I. La administración de justicia es el cargo primitivo de un príncipe; ejercitáronlo allá los reyes romanos, y abusó de él Tarquino, pronunciando, solo sin ley ni consejo, su sentencia arbitraria. Los reemplazaron los primeros cónsules en esta prerrogativa regia, pero el derecho sagrado de apelación canceló luego la jurisdicción del magistrado, y el tribunal supremo del pueblo resolvía todas las causas públicas. Pero una democracia desquiciada orilla los principios fundamentales de la justicia; la envidia plebeya enconaba la altanería despótica, y los héroes de Atenas pudieron, a veces, aplaudir la dicha del persa, cuya suerte pendió del antojo de un solo tirano. Algunas restricciones saludables, impuestas por el pueblo a sus propios ímpetus, fueron a un tiempo causa y efecto de la gravedad y templanza de los romanos. Se vinculaba en los magistrados el derecho de acusación; un voto de las treinta y cinco tribus podía imponer una multa, pero el conocimiento de todo delito capital estaba reservado por una ley fundamental a la junta de centurias, en la que el influjo de los pudientes no podía menos de preponderar. Mediaban repetidos pregones y plazos, para dar tiempo a que amainasen la preocupación y el encono: todo el procedimiento podía anularse con un agüero oportuno o la oposición de un tribuno; y aquel género de causas solían ser menos temibles para la inocencia que favorables a la maldad. Pero este enlace de la potestad legislativa con la judicial dejaba en duda si el reo quedaba o no indultado o bien descargado, y los oradores de Roma y Atenas, abogando por sus ahijados, acudían a la política y la benevolencia, no menos que a la justicia del soberano. II. El afán de juntar a los ciudadanos para el juicio de cada encausado se iba dificultando más y más con tantísimo reo como se agolpaba diariamente, y se adoptó el arbitrio muy obvio de subdelegar en nombre del pueblo a los magistrados ya establecidos o a pesquisadores extraordinarios. Escaseaban en los primeros tiempos estos disturbios accidentales. Se fueron perpetuando al principio del siglo VII de Roma; autorizábase anualmente a cuatro pretores para entender en delitos de traición contra el Estado, tropelía, estafa y cohecho; y añadió Sila nuevos pretores y cuestores para las demasías que más directamente ofenden a la seguridad de los individuos. Aquellos pesquisadores venían a sustanciar la causa, pero tan sólo podían pronunciar la sentencia de la mayoría de los jueces que, con alguna verdad y más preocupación, se han querido parangonar con los jurados ingleses.[782] Para el desempeño de aquel cargo trascendental y gravoso, el pretor arreglaba su lista anual de ciudadanos antiguos y respetables. Tras varios vaivenes constitucionales, se nombraban en número igual del Senado, del orden ecuestre y del pueblo; se apropiaban cuatrocientos cincuenta para litigios particulares, y los varios catálogos, o decurias de jueces, debieron contener los nombres de algunos miles de romanos, que venían a representar la autoridad judicial del Estado. Para cada pleito nuevo se sacaba de la urna un número suficiente; se juramentaban; el escrutinio secreto resguardaba su independencia; se eliminaba todo recelo de parcialidad por las tachas mutuas que aprontaban el acusador y el defensor, y los jueces de Milon, con el cercén de quince por cada parte, vinieron a quedar en cincuenta y un votos, o tarjetas de descargo, condena o duda favorable.[783] III. El pretor de la ciudad era positivamente un juez, y casi un legislador, en su jurisdicción civil, mas luego que había aplicado el caso de la ley, solía subdelegar la determinación del hecho. Creciendo más y más los litigios, se granjeó más concepto y predominio el tribunal de los centumviros que estaba presidiendo; pero ya actuase por sí solo o con el dictamen de su consejo, se confiaba un poderío absoluto a un magistrado elegido anualmente por los votos del pueblo. Requerían alguna explicación las reglas y cautelas de la libertad, pero el método del despotismo es tan sencillo como yerto. Antes del tiempo de Justiniano, y quizás de Diocleciano, las decurias de los jueces romanos yacían exánimes, con su mero dictado; podían aceptar o rechazar el dictamen rendido del asesor, y en todos los tribunales la jurisdicción civil y criminal se desempeñaba por un magistrado solo, que se erguía o se arrinconaba, según el albedrío del emperador.

Todo romano procesado por delito capital tenía en su mano el sortear la sentencia con su destierro o muerte voluntaria. Se lo conceptuaba inocente hasta que resultase comprobada la culpa, y entretanto vivía libre; y hasta tanto se contasen y apurasen los votos de la última centuria podía sosegadamente retirarse a alguna de las ciudades aliadas de Italia, Grecia o Asia.[784] Con esta muerte civil, quedaban ilesos su concepto y sus haberes, a lo menos para sus hijos; y le cabía holgarse, honesta y aun sensualmente, si el ánimo, embullado con el estruendo ambicioso de romano, podía ya aguantar la igualdad y el sosiego de Rodas o de Atenas. Mayor denuedo se requería para sortear la tiranía de los Césares, pero las máximas estoicas congeniaban con estos conatos, brindando con el partido legal del suicidio. Se ostentaban a la afrenta pública los cadáveres de los reos, y sus hijos, desmán mucho más amargo, quedaban reducidos al desamparo, con la confiscación de sus bienes. Pero anticipando una víctima de Nerón o de Tiberio el decreto del príncipe o del Senado, su arrojo terminante lograba el aplauso público, un entierro decoroso y la validez de sus testamentos.[785] Parece que la suma codicia y la crueldad rematada de Domiciano defraudaban aun de este postrer consuelo al desventurado, y que lo siguió denegando hasta la misma clemencia de los Antoninos. La muerte voluntaria que, en caso capital, mediaba entre la acusación y la sentencia, se consideraba confesión de la culpa, y la demanda inhumana del erario acudía en pos de los haberes del difunto.[786] Pero siempre los letrados acataron el derecho sagrado de un ciudadano para disponer de su vida, y la afrenta póstuma inventada por Tarquino,[787] para atajar la desesperación de los súbditos, no mereció repetición o remedo entre los tiranos posteriores. Desfallece todo poderío contra el que se aviene a la muerte, y tan sólo el concepto religioso de un estado venidero alcanza a detenerle el brazo. Alista Virgilio a los suicidas entre los desventurados, más bien que con los delincuentes,[788] y las fábulas poéticas de lobregueces infernales no podían formalizar el menor reparo, en punto a creencias y prácticas del linaje humano. Pero los preceptos del Evangelio o de la Iglesia han aherrojado por fin con esta servidumbre cristiana a los feligreses, condenándolos a estar aguardando el trance postrero de la dolencia o del verdugo.

Poquísimo abultan los estatutos penales en los sesenta y dos libros del Código y las Pandectas, y en la sustanciación de causas se decide la vida o la muerte de un ciudadano con menos detenimiento y cautela que el punto más llano de contrato o herencia. Esta diferencia tan extraña, aunque medie la necesidad imprescindible de resguardar el sosiego de la sociedad, dimana del juez de la jurisprudencia, tanto civil como criminal. Sencillas y uniformes son nuestras obligaciones con el Estado; la ley que nos condena vive entallada, no sólo en bronce y en mármol, sino en la conciencia del reo, y su demasía suele comprobarse con el testimonio de un solo hecho; pero nuestras relaciones mutuas varían en infinito; nuestra correspondencia nace, crece, se anonada con agravios, finezas o promesas, y la interpretación de contratos voluntarios y testamento, que suelen ser abortos de ignorancia o de engaño, acarrea sumo afán a la perspicacia del juez. El tráfago de la vida recrece con los ensanches del comercio y de las conquistas, y el residir las partes por las provincias lejanas de un imperio causa dudas, demoras y apelaciones inevitables, desde los respectivos paraderos hasta el magistrado supremo. Justiniano, emperador griego de Constantinopla y del Oriente, era sucesor legal del vaquero latino, planteador de una colonia por las orillas del Tíber. En el plazo de trece siglos, las leyes habían tenido que ir siguiendo los vaivenes del gobierno y de las costumbres, y el afán recomendable de hermanar nombres antiguos con instituciones modernas desquició la concordancia, y abultó el conjunto de un sistema nubloso y desencajado. Las leyes que suelen a veces ir disculpando la ignorancia de los súbditos están confesando sus propios desaciertos; la jurisprudencia civil, compendiada por Justiniano, siguió todavía siendo una ciencia recóndita y un tráfico aventajado, y la maña particular de los legistas encapotaba más y más la lobreguez y las revueltas intrincadas de aquel estudio. Solía el costo de pleitos sobrepujar a su contenido, y las privaciones o miramientos de los litigantes los precisaban a desentenderse de sus derechos patentes. Podía aquella exorbitancia retraer de toda propensión a pleitos, pero la carga tan desigual fomenta el influjo de los pudientes, y agrava el desamparo de los menesterosos. Con procedimientos tan pausados y costosos, el litigante adinerado logra ventajas más positivas que cuantas le pudieran caber por el cohecho de los jueces. La experiencia de un desmán de que adolecen acá nuestro siglo y patria hace a veces prorrumpir en iras pundonorosas, y anhelar arrebatadamente el trueque de nuestra afanosa jurisprudencia por los decretos sencillos y ejecutivos de un cadí turco, pero hay que hacerse cargo de que estas formalidades y demoras conducen para resguardar a la persona y los haberes del ciudadano, y que la ley arbitraria del juez es la tramoya principal de la tiranía; y de que las leyes de un pueblo libre deben prever y deslindar cuantos pleitos pueden suscitarse, en el ejercicio de la potestad y los contratos de la industria. Pero el gobierno de Justiniano agolpó los achaques de la libertad y de la servidumbre, y el sinnúmero de leyes y el albedrío del dueño acosaban más y más a los romanos.