XLVI

REVOLUCIÓN DE PERSIA, DESPUÉS DEL FALLECIMIENTO DE COSROES O NUSHIRVAN - SU HIJO HORMUZ, TIRANO, QUEDA DEPUESTO - USURPACIÓN DE BAHRAM - HUIDA Y RESTABLECIMIENTO DE COSROES II - SU AGRADECIMIENTO CON LOS ROMANOS - EL CHAGAN DE LOS AVARES - REBELIÓN DEL EJÉRCITO CONTRA MAURICIO - SU MUERTE - TIRANÍA DE FOCAS - ENSALZAMIENTO DE HERACLIO - LA GUERRA DE PERSIA - COSROES SOJUZGA SIRIA, EGIPTO Y EL ASIA MENOR - SITIO DE CONSTANTINOPLA POR LOS PERSAS Y AVARES - EXPEDICIONES PERSAS - VICTORIAS Y TRIUNFO DE HERACLIO

La contienda entre Roma y Persia se fue dilatando desde la muerte de Craso al reinado de Heraclio. Bien podía el desengaño de siete siglos evidenciar a ambas naciones la imposibilidad de afianzar sus conquistas allende los linderos aciagos del Tigris y el Éufrates; pero los trofeos de Alejandro enardecieron la emulación de Trajano y Juliano, y los soberanos de Persia se empapaban en su esperanza ambiciosa de restablecer el Imperio de Ciro.[863] Conatos tan descomunales de poderío y denuedo embargarán siempre los ánimos de la posteridad; pero los acontecimientos que no mudan trascendentalmente la suerte de las naciones no se estampan duraderamente en los ámbitos de la historia; y se abusaría de la paciencia del lector con la repetición de las mismas hostilidades, emprendidas sin motivo, continuadas sin gloria y fenecidas sin resultado. Los príncipes bizantinos se dedicaron con ahínco a las tramoyas de la negociación, desconocidas de la grandiosidad sencilla del Senado y los Césares, y las memorias de tantísima embajada[864] repiten, con la misma uniformidad difusa, declamaciones falsas y desentonadas, insolencias de los bárbaros y rendimientos rastreros de los griegos tributarios. Lamentándome de la superfluidad esterilísima de los materiales, he tenido que esmerarme en compendiar el pormenor de estos vaivenes desabridos: mas suena todavía Nushirvan el Justo, como dechado de los reyes orientales, y la ambición de su nieto Cosroes fue labrando aquella revolución de Oriente que se redondeó atropelladamente con las armas y la religión de los sucesores de Mahoma.

En las reyertas infructuosas que anteceden y abonan las contiendas de los príncipes, griegos y bárbaros se zaherían mutuamente, por estar quebrantando la paz ajustada entre los dos imperios, cuatro años antes del fallecimiento de Justiniano. Aspiraba el soberano de Persia e India al avasallamiento del Yemen o Arabia Feliz,[865] la patria lejana del incienso y la mirra, que se había soslayado, más bien que opuesto, a los conquistadores de Oriente. Derrotado Abrahá, junto a los muros de la Meca, la desavenencia de sus hijos y hermanos franqueó la entrada a los persas: aventaron a los advenedizos de Abisinia allende el Mar Rojo, restableciendo en el solio a un príncipe natural de los antiguos homeritas, como vasallo o virrey del gran Nushirvan.[866] Mas pregonó el sobrino de Justiniano su ánimo de ir a desagraviar al príncipe de Abisinia, su aliado, valiéndose de aquel pretexto decoroso, para retener el tributo anual mezquinamente disfrazado bajo el nombre de pensión. Los magos intolerantes acosaban a los feligreses de la Persarmenia, que estaban implorando el amparo de los cristianos, y tras la muerte de sus sátrapas, los rebeldes se acogían a guarecerse como hermanos y súbditos del emperador de los romanos. Desatendió la corte bizantina las quejas de Nushirvan; allanose Justiniano a los pedidos de los turcos, que le ofrecían aliarse contra el enemigo común, y amenazaban a un tiempo las fuerzas de Europa, Etiopía y Escitia a la monarquía persa. A los ochenta años, el soberano de Oriente quizá hubiera antepuesto el goce pacífico de su gloria y encumbramiento, mas una vez que fue inevitable la guerra (570-572 d. C.), salió a campaña con el denuedo de la mocedad, mientras el agresor estaba temblando en su palacio de Constantinopla. Dispuso personalmente Nushirvan o Cosroes el sitio de Dara, y aunque carecía de prevención importantísima, de acopios y guarnición, el tesón del vecindario resistió por cinco meses a los flecheros, a los elefantes y a las máquinas militares del gran rey. Entretanto su general Adarman sale de Babilonia, atraviesa el desierto, pasa el Éufrates, insulta a los arrabales de Antioquía, reduce a cenizas la ciudad de Apamea, y rinde a los pies de su dueño los despojos de Siria, extrema su perseverancia hasta que se posesiona, en medio del invierno, del baluarte de Oriente. Mas estos quebrantos aterradores para las provincias y la corte surtieron un resultado ventajoso con el arrepentimiento y la renuncia del emperador Justiniano; descolló nueva pujanza en los arranques del consejo bizantino, y se logró con la cordura de Tiberio una tregua de tres años. Se dedicó aquel intermedio oportuno a los preparativos de guerra, y corrió el rumor de que desde los países lejanos de los Alpes y el Rin, desde Escitia, Mesia, Panonia, Iliria e Isauria, el poderío de la caballería imperial, se reforzaba con ciento cincuenta mil soldados. Pero el rey de Persia, orillando zozobras o miramientos, acordó anticiparse al enemigo; atraviesa de nuevo el Éufrates y despidiendo a los embajadores de Tiberio, les manda engreídamente aguardarle en Cesárea, cabeza de la provincia de Capadocia. Se encuentran y batallan los ejércitos en Militena; los bárbaros, nublando el aire con miles de flechas, alargan más y más la línea y ciñen la llanura con sus alas, mientras los romanos están sólidamente escuadronados, esperando empeñar y afianzar la refriega con el poderío de sus espadas y lanzas. Un caudillo escita que mandaba su derecha sortea de improviso el costado enemigo, le asalta la retaguardia, en presencia de Cosroes, se interna en sus reales, saquea la tienda regia, profana el fuego eterno, carga una recua de camellos con los despojos de Asia, rompe por medio de la hueste persa, y vuelve, entonando cantares victoriosos, al regazo de sus amigos, que habían empleado la jornada en encuentros parciales y escaramuzas inservibles. Anocheció, se desviaron los romanos, y el monarca persa asió de los cabellos la oportunidad del desquite, asaltando y señoreando desaforadamente uno de sus campamentos; mas hecho cargo de sus pérdidas y de su gran peligro, se retiró atropelladamente, quemando al paso el pueblo desierto de Militena, y prescindiendo de la tropa pasó arrojadamente el Éufrates sobre un elefante. Tras el malogro de esta campaña, falto de acopios y quizás hostigado por los turcos, tuvo que dispersar o repartir sus fuerzas, y quedando los romanos dueños del campo, se adelantó su general Justiniano al auxilio de los rebeldes en Persarmenia, y tremoló su estandarte en las orillas del Araxes. Allá Pompeyo se detuvo a tres jornadas del mar Caspio,[867] y una escuadra enemiga[868] escudriñó sus ámbitos por vez primera, arrebatando setenta mil cautivos de Hircania para la isla de Chipre. Justiniano, a los asomos de la primavera, bajó a las llanuras pingües de Hircania, y las llamaradas de la guerra se iban acercando a la residencia de Nushirvan, cuando con el ímpetu de sus iras se empozó en la tumba (579 d. C.), encargando en su postrer edicto a los sucesores que no expusiesen sus personas en refriegas contra los romanos. Mas la memoria de aquella afrenta transitoria desapareció en las glorias de un reinado larguísimo, y sus enemigos tan formidables, tras el embeleso de su triunfo, volvieron a solicitar un breve desahogo de los quebrantos de la guerra.[869]

Se encumbró al solio de Cosroes Nushirvan, Hormuz u Ormeidas, el primogénito o el predilecto de sus hijos. Heredó, con los reinos de Persia, la nombradía y el ejemplo de su padre, el desempeño en todas las clases de sus oficiales atinados y valerosos, y un sistema general de gobierno acorde con la práctica reflexiva, para promover la felicidad del príncipe y del pueblo. Mas cupo al mancebo real otra dicha de mayores quilates, y fue la intimidad de su ayo consumado, que siempre antepuso el pundonor al interés del alumno, y el interés a sus propias inclinaciones. En una contienda con filósofos griegos e indios, sostuvo Buzurg[870] que la desventura más amarga de la vida es una ancianidad sin recuerdos de virtud, y damos candorosamente por supuesto que este mismo arranque lo estuvo guiando por tres años en el timón del Imperio persa. El agradecimiento y la docilidad de Hormuz premiaron tantos afanes, reconociéndose más deudor a su maestro que a su padre; pero menoscabadas ya, con la edad y los desvelos, las fuerzas y quizás las potencias del consejero consumado, se retiró de la corte y dejó al monarca mozo en manos de sus favoritos y en el disparador de sus propios ímpetus (579-590 d. C.). En el aciago vaivén de los negocios humanos, sobrevinieron iguales lances en Ctesifonte a los que acaecieron en Roma tras el fallecimiento de Marco Antonino. Los lisonjeros y corruptos, que habían sido desterrados por el padre, acudieron al llamamiento, y se apoderaron del ánimo de su hijo, orillando y persiguiendo a los íntimos de Nushirvan, para instalar su tiranía, y la virtud fue huyendo más y más del pecho de Hormuz, de su palacio y del gobierno del Estado. Los dependientes leales, los ojos y oídos del rey, lo enteraron del nuevo desenfreno, con el cual los gobernadores de las provincias se abalanzaban embravecidos, al par de leones o águilas, a su presa, y sus robos y tropelías llevarían a los súbditos más fieles a horrorizarse con el nombre y la autoridad de su soberano. Muerte ejecutiva fue el pago de tanta lealtad; se menospreciaron los rumores de las ciudades, ejecuciones militares aplacaron los alborotos, se anonadó toda potestad intermedia desde el pueblo hasta el solio, y la vanagloria aniñada de Hormuz, con su tiara de continuo encasquetada, andaba pregonando que solo él era el juez, así como el dueño de su reino. En cada palabra y en cada acción el hijo bastardeaba las virtudes de su padre. Su codicia defraudaba a la tropa; sus antojos envidiosos degradaban a los sátrapas, la sangre inocente estaba manchando palacios, tribunales y ríos, y se engreía el tirano con los padecimientos y la ejecución de trece mil víctimas. Cohonestaba su crueldad manifestando que las zozobras de sus persas terminarían en odio y éste en rebeldía, pero pasaba por alto que su propia maldad y desvarío eran los causantes de los arranques mismos que estaba tildando, y de aquel acontecimiento que tan fundadamente recelaba. Desahuciadas y embravecidas con tantísima tropelía, las provincias de Babilonia, Sara y Carmania enarbolaron el estandarte de la rebelión, y los príncipes de Arabia, India y Escitia denegaron su tributo acostumbrado al sucesor indignísimo de Nushirvan. Las armas de los romanos, con pausados sitios y correrías redobladas, estaban acosando los confines de Mesopotamia y Asiria; uno de sus generales se profesaba discípulo de Escipión, y la soldadesca se enardecía con una efigie milagrosa de Cristo, cuyo aspecto apacible nunca debió tremolarse al frente de una refriega.[871] Al mismo tiempo, el gran Khan invadió las provincias de Persia, atravesando el Oxo al frente de trescientos o cuatrocientos mil turcos. El desalentado Hormuz aceptó aquel auxilio alevoso, se mandó a las ciudades del Khorozan o Bactriana que abriesen sus puertas, la marcha de los bárbaros hacia las sierras de Hircania patentizó la correspondencia de las armas turcas, con las romanas, y su reunión no podía menos de volcar el solio de la alcurnia de Sasán.

Perdió un rey Persia, y la salvó un héroe (590 d. C.). El hijo de Hormuz, déspota desaforado, estigmatizó a Voranes o Bahram como esclavo desagradecido, después de su rebelión, aunque descendía positivamente de los príncipes antiguos de Rei,[872] una de las siete familias cuyas regalías sólidas y esplendorosas las encumbraban sobre la mayor nobleza persa.[873] Descolló Bahram con su denuedo, a presencia de Nushirvan, en el sitio de Dara, y tanto el padre como el hijo lo fueron promoviendo, al mando de las armas, al gobierno de la Media, y a la superintendencia del palacio. Sus victorias anteriores y su personalidad extraordinaria pudieron ocasionarle el anuncio popular de libertador de la Persia: el dictado de Giubin expresa madera seca; su estatura y sus fuerzas eran agigantadas, y su estampa montaraz se solía parangonar antojadizamente a un gato montés. Mientras la nación estaba temblando, y disfrazaba Hormuz su pavor bajo el nombre de recelo, y los sirvientes encubrían su deslealtad con capa de zozobra, sólo Bahram ostentaba su denuedo indómito y su lealtad aparente; y luego que tan sólo doce mil soldados trataban de seguirle contra el enemigo, manifestó sabiamente que el cielo había reservado las glorias del triunfo a aquel número selecto. El descenso angosto y tajado del Pule Rudbar,[874] o peñasco hircanio, es el único tránsito por donde se puede internar un ejército hasta el territorio de Ru y las llanuras de la Media. Desde sus cumbres dominantes, una partida arrestada podía sepultar con piedras y derrumbos a las millaradas de la hueste turca; dos flechazos traspasaron al emperador y a su hijo, y los fugitivos quedaron sin caudillos ni víveres, a merced de un pueblo agraviado. El afecto a la ciudad de sus antepasados enardeció el patriotismo del general persa; a los asomos de la victoria todo labriego fue soldado y todo soldado un héroe, inflamándose más y más su arrojo presenciando el aparato lujoso de techos, sillones y mesas de oro macizo, despojos de Asia, y preseas del campamento enemigo. Aun príncipes de índole menos malvada no perdonarían de suyo al bienhechor, pero envenenó el odio de Hormuz el rumor siniestro de que Bahram se había apropiado reservadamente los frutos más preciosos de la victoria turca. Mas desembocando ya un ejército romano sobre el Araxes, tuvo que vitorear también y sonreírse el tirano implacable, y premió los afanes de Bahram con el permiso de arrostrar un nuevo enemigo, con disciplina y maestría más formidable que una muchedumbre escita. Engreído con su logro reciente, envió un heraldo con su osado reto al campamento romano, emplazándolo para la refriega, y escoger entre pasar el río o franquear el tránsito a las armas del gran rey. El lugarteniente del emperador Mauricio antepuso el partido más seguro, y esta circunstancia local, que hubiera realzado la victoria de los persas, ensangrentó más la derrota y dificultó su salvamento; pero la pérdida de súbditos y el peligro de su reino primaron, en el concepto de Hormuz, sobre la desgracia de su enemigo personal, y apenas Bahram recogió y revistó su tropa, se halló con un mensajero real portador de una rueca, un torno de hilar y un traje galano y cabal de mujer. En obediencia a la disposición del soberano, se presentó a los soldados bajo aquel disfraz afrentoso; les amargó igualmente el baldón, prorrumpieron de fila en fila en alaridos de rebeldía, y recibioles el juramento de fidelidad y los raptos de venganza. El segundo mensajero, encargado de aherrojar y prender al rebelde, quedó hollado por un elefante; volaron manifiestos exhortando a los persas a volver por su libertad contra un tirano ruin y despreciable. Alzáronse todos a una voz; sus esclavos leales fenecieron a manos de la plebe sañuda; desertó la tropa a las banderas de Bahram, y luego las provincias saludaron al libertador de la patria. Estando los tránsitos atajados, Hormuz podía tan sólo computar el número de sus enemigos por el testimonio de su conciencia criminal, y por el desvío diario de cuantos, al presenciar su conflicto, se desagraviaban, u olvidaban sus compromisos. Tremolaba altaneramente las insignias de su jerarquía, pero la ciudad y el alcázar de Modain se desentendían ya del mando del tirano. Entre las víctimas de su crueldad, Bindoes, príncipe sasánida, yacía empozado en una mazmorra; un hermano, con su afán y su denuedo, lo había desaherrojado, y arrostró al rey capitaneando a la guardia leal escogida como ministro de su encierro y tal vez de su muerte. Sobresaltado con el atropellamiento y los cargos vehementes del encarcelado, Hormuz mira en torno y en balde tras algún arrimo de obra o de palabra, percibe que todo su poderío se cifraba en la obediencia ajena, y se allana sufridamente a la diestra única de Bindoes, que lo lleva arrastrando desde el solio al propio calabozo en donde acababa de yacer él mismo. Huye de la ciudad. Cosroes, primogénito de Hormuz, al arranque del alboroto, pero recaba Bindoes que vuelva prometiéndole sentarlo en el solio de su padre, y esperanzado de reinar bajo el nombre de un mozo bisoño. Bajo el concepto positivo de que sus cómplices no podían perdonar, ni esperar ser indultados, y de que todo persa podría desempeñar el cargo de juez y enemigo de un tirano, entabló un procedimiento público sin antecedente y sin remedo en los anales de Oriente. El hijo de Nushirvan, que había solicitado litigar en defensa propia, fue traído como reo a la junta general de nobles y sátrapas.[875] Se lo estuvo oyendo comedidamente, mientras se explayó sobre las ventajas del orden y la obediencia, el peligro de toda innovación y la desavenencia inevitable entre cuantos se habían incitado mutuamente para hollar a su hereditario y legítimo soberano. Con un arranque afectuoso hacia la humanidad del auditorio, recabó la conmiseración que rara vez les cabe a las desventuras de un rey; y al mirar el ademán rastrero y la estampa desencajada del reo, sus lágrimas, sus cadenas y los cardenales de azotes, no cupo olvidar cuán poco antes estuvieron adorando la brillantez sobrehumana de su púrpura y su diadema. Mas al querer sincerar su conducta y decantar las victorias de su reinado, un susurro sañudo se disparó en la concurrencia. Se puso a deslindar el instituto de un rey, y lo escucharon los persas nobles con cierta sonrisa de menosprecio; ardieron en ira cuando osó motejar la índole de Cosroes, y con el ofrecimiento indiscreto de renunciar el cetro en su hijo segundo, firmó su propia condena y sacrificó la vida del inocente predilecto. Colgáronse a la vista del pueblo los cadáveres descuartizados del niño y de su madre; barrenaron los ojos a Hormuz con una aguja caldeada, y al castigo del padre siguió la coronación del primogénito. Ascendió Cosroes al solio sin mancilla, y su cariño se esmeró en mitigar los quebrantos del depuesto monarca, trasladándolo del calabozo a una estancia en el palacio, suministrándole anchamente cuanto podía halagarle el apetito, y sufriendo resignadamente sus ímpetus furibundos de encono y desesperación. Cabíale menospreciar los disparos de un tirano ciego malquisto, mas le temblaba también la tiara en las sienes, hasta que volcase el poderío, o se granjease la intimidad del grande Bahram, que tachaba reciamente de impropia revolución, en que ni él ni sus soldados, los verdaderos representantes de Persia, habían tenido parte. A la oferta de indulto general y de segundo lugar en el reino, contestó con su carta Bahram, íntimo de los dioses, vencedor de los hombres y enemigo de los tiranos, sátrapa de los sátrapas, general de los ejércitos persas, y príncipe realzado con el dictado de las once virtudes.[876] Encarga a Cosroes, hijo de Hormuz, que evite el ejemplo y la suerte de su padre, que encarcele a los traidores descargados de sus cadenas, que deposite en algún lugar sagrado la diadema usurpada, y acepte de su bienhechor graciable el perdón de sus yerros y el gobierno de una provincia. Quizá no se enorgulleció el rebelde, y el rey no era por cierto humilde, mas el uno estaba muy enterado de su propio poderío, el otro de su flaqueza, y aun el tenor comedido de su contestación dejó todavía lugar para contratar y hermanarse. Sacó a campaña Cosroes la servidumbre palaciega, y la chusma de la capital; aterráronse al presenciar las banderas de un ejército veterano, los acorraló y asombró el general con sus evoluciones, y los sátrapas que derrocaron a Hormuz tuvieron el castigo de su rebelión, o purgaron la traición primera con otro acto más criminal de infidelidad. Salvó Cosroes su vida, mas tuvo que acudir al amparo de extraños, y el implacable Bindoes, con el afán de afianzar su título indisputable, corrió atropelladamente al palacio y remató con un flechazo la desventurada existencia del hijo de Nushirvan[877] (590 d. C.).

Al providenciar Cosroes los preparativos de su retirada, se paró a deliberar con sus amigos restantes[878] si se emboscaría por las breñas del Monte Cáucaso o huiría a las tiendas de los turcos o bien imploraría el amparo del emperador. La antigua competencia entre los sucesores de Artajerjes y de Constantino reforzaba su repugnancia en asomar como suplicante por una corte enemiga, mas se hizo cargo de las fuerzas de los romanos y de que la inmediación de Siria facilitaba su salvamento y sus auxilios. Acompañado únicamente por sus concubinas, y una escolta de treinta guardias, salió encubiertamente de la capital, siguió el cauce del Éufrates, atravesó el desierto, y se detuvo a diez millas [16,09 km] de Circesio. Participaron a deshora al prefecto romano su llegada, y al amanecer introdujo al real advenedizo en la fortaleza. Condujéronlo luego a la residencia más decorosa de Hierápolis, y Mauricio encubrió su infamia y ostentó su agasajo al recibo de las cartas y embajadores de Nushirvan. Se explayaron rendidamente en los vaivenes de la suerte y el interés común de los príncipes, abultaron la ingratitud de Bahram, agente del mal principio, y esforzaron con razones decorosas las ventajas de los mismos romanos en sostener ambas monarquías, árbitras del orbe, como lumbreras, a cuyo influjo benéfico se vivifica y engalana. Desahogaron la angustia de Cosroes, asegurándole que el emperador tomaba a su cargo la causa de la justicia y del cetro; pero Mauricio se desentendió cuerdamente del costo y la permanencia de aquella visita inservible para Constantinopla. Regaló el bienhechor garboso una diadema preciosísima al príncipe fugitivo, con un agasajo imponderable de joyas y de oro; juntose un ejército poderoso en el confín de Siria y Armenia, al mando del valeroso y leal Narsés,[879] y aquel general de su propia nación y nombramiento debía atravesar el Tigris y nunca envainar la espada hasta dejar restablecido a Cosroes en el solio de sus antepasados. Empresa esplendorosa, mas no tan ardua como parecía. Estaba ya Persia arrepentida de su aciaga temeridad, que vendía al heredero de la casa de Sasán a la ambición de un súbdito rebelde; y la denegación osada de los magos a consagrar la usurpación precisó a Bahram a empuñar el cetro, desentendiéndose de las leyes y preocupaciones de la nación. Desencajaron luego conspiraciones el palacio, alborotos la ciudad y asonadas las provincias, y el ir ajusticiando cruelmente a los reos o sospechosos condujo tan sólo a embravecer, en vez de doblegar, el descontento público. Al tremolar el nieto de Nushirvan sus banderas y las romanas allende el Tigris, acudieron a raudales nobleza y pueblo, y al ir avanzando recibía de continuo las llaves de sus ciudades oficiosas, con las cabezas de sus enemigos. Libre ya Modain de la presencia del usurpador, su vecindario leal obedeció al primer llamamiento de Metodes, capitaneando tan sólo dos mil caballos, y admitió Cosroes los realces preciosos y sagrados del palacio, como prenda de su veracidad y agüero de las venideras dichas. Incorporadas, a pesar de las vanas diligencias de Bahram, las tropas imperiales, se definió la contienda en dos batallas sobre las orillas del Zab a la frontera de Media. Ascendían los romanos a sesenta mil con los súbditos fieles de Persia, al paso que se reducía a cuarenta mil hombres la fuerza del usurpador; descollaron con su denuedo y maestría ambos generales, pero el número y la disciplina alcanzaron por fin la victoria. Bahram, tras la derrota, huyó con sus residuos hacia las provincias orientales del Oxo; la enemistad de Persia lo hermanó con los turcos, mas el veneno, quizás el más incurable de los remordimientos, y la desesperación, acibarados con el recuerdo de la gloria perdida, acortaron su existencia. Mencionan sin embargo todavía los persas modernos las proezas de Bahram, y algunas leyes excelentes han dilatado los breves días de su reinado turbulento y transitorio.

Festejos y ejecuciones celebraron el restablecimiento de Cosroes, y en los intermedios de música del real banquete sonaban alaridos de infinitos ajusticiados (591-603 d. C.). Un indulto habría consolado y aquietado aquel país conmovido con tantos vaivenes, pero antes de tildar la índole sanguinaria de Cosroes, hay que saber si los persas prescindían o no de rigores, tachando siempre de flaqueza la blandura de sus soberanos. La rebeldía de Bahram y la conspiración de los sátrapas quedaron vengadas imparcialmente por la justicia o la venganza del vencedor; ni aun los merecimientos de Bindoes alcanzaron a purificar sus manos del delito de la sangre real, pues el hijo de Hormuz ansiaba comprobar su inocencia y desagraviar la santidad de los reyes. Durante la pujanza del poderío de Roma, las armas y la autoridad de los Césares solían entronizar a los príncipes de Persia, mas luego sus nuevos súbditos se disgustaban con los vicios o las virtudes que traían de tierras extrañas, y la insubsistencia de su mando ocasionó el dicho vulgar de que la liviandad antojadiza de la servidumbre oriental solicitaba y rediazaba con igual afán las elecciones de Roma.[880] Pero sobresalió la gloria de Mauricio en el reinado cumplido y venturoso de su hijo y su aliado. Un cuerpo de mil romanos que siguieron guardando la persona de Cosroes pregonaba su confianza en la lealtad de los extranjeros; al paso que se fue robusteciendo su poderío se desentendió de aquel apoyo no deseado; pero continuó profesando el mismo agradecimiento y atención a su padre adoptivo, y hasta la muerte de Mauricio se conservaron incontrastables la paz y la alianza entre ambos imperios. Mas la amistad mercenaria del príncipe romano se había comprado con dones costosos e importantes: restableciéronse devueltas las ciudades poderosas de Martirópolis y Dara, y los persarmenios se constituyeron súbditos voluntarios de un imperio cuyos linderos orientales se extendían, sin ejemplo, en los tiempos anteriores, hasta las mismas orillas del Araxes y las cercanías del mar Caspio. Se esperaba devotamente que la Iglesia y el Estado triunfasen en esta revolución, mas cuanto Cosroes había escuchado de los obispos cristianos quedó borrado con el afán y la elocuencia de los magos: si le cupo cierta indiferencia filosófica, iba ajustando su creencia, o más bien sus protestas, a las diversas circunstancias de un desterrado o de un soberano. La sonada conversión del rey de Persia se redujo a una veneración local y supersticiosa de Sergio,[881] uno de los santos de Antioquía, que oyó sus plegarias y se le apareció en sueños; enriqueció su sagrario con ofrendas de oro y plata, y atribuyó a aquel patrón invisible el éxito de sus armas y la preñez de Sira, cristiana devota y la predilecta de todas sus consortes.[882] La lindeza de Sira o Shirin,[883] su agudeza y su habilidad en la música, suenan todavía en la historia, o más bien en las novelas de Oriente; hasta su nombre expresa en la lengua persa suavidad y gracejo, y el dictado de Parviz alude a la justicia de su amante real. Mas Sira nunca correspondió colmadamente a Cosroes, cuya pasión estuvo siempre acibarada de una desconfianza celosa de que atesorando su persona se hallaba prendada de un ruin predilecto.[884]

Revivía en Oriente la majestad del nombre romano, pero se enmarañaba la perspectiva de Europa. Quedó en el Danubio desnivelada la potestad con la ida de los lombardos y el exterminio de los gépidos, y los avares fueron extendiendo su señorío desde las faldas de los Alpes hasta la costa del Euxino (570-600 d. C.). Su temporada más esclarecida es la del reinado de Bayano; su chagan aposentado en el palacio montaraz de Atila parece que fue su remedo en índole y en política;[885] pero como vinieron a repetirse los mismos lances en campo más estrecho, un traslado individual del que ya lo era carecería de la grandiosidad y del atractivo del original. Un bárbaro altanero holló las ínfulas del segundo Justino, de Tiberio y de Mauricio, con el propósito de guerrear a su albedrío, dañando y poniéndose en salvo; y mientras amenazaban Persia a Asia, acosaban los avares Europa con sus correrías asoladoras, o su amistad costosísima. Al asomar los enviados romanos a la presencia del chagan, tenían que estar esperando a la puerta de su tienda, hasta que al cabo tal vez de diez o doce días, se allanaba a recibirlos. Si le disgustaba en el modo o la sustancia el mensaje, se disparaba real o afectadamente, prorrumpía en insultos contra ellos mismos o contra sus príncipes, se apropiaba de los equipajes y sólo salvaban su vida con la promesa de regalos más costosos y presentación más sumisa. Pero sus embajadores sagrados gozaban y abusaban de todo su desenfreno, en medio de Constantinopla; se aferraban a gritos descompasados, en el aumento del tributo o la devolución de cautivos o desertores, y la majestad del Imperio venía a quedar igualmente ajada con las condescendencias rastreras y con las disculpas falsas y medrosas con que se desentendían de tan insolentes peticiones. Nunca había visto el chagan un elefante, y el retrato tal vez fabuloso de aquel cuadrúpedo peregrino enardeció su curiosidad. Mandó que se le enjaezase y condujese uno de los elefantes más agigantados de las caballerizas imperiales, con crecida comitiva, a la aldea regia por los llanos de Hungría. Estuvo mirando con asombro aquel irracional enorme, y se sonrió del necio afán de los romanos, que andaban escudriñando los rincones de la tierra y de los mares en pos de aquellas extrañezas inservibles. Ansió descansar sobre un lecho de oro, a costa del emperador. Abocáronse riquezas y esmeros de artífices eminentes de Constantinopla para satisfacerle aquel antojo; mas concluida la obra, desechó con menosprecio un regalo tan impropio para la majestad suma de un gran rey.[886] Éstos eran disparos accidentales de sus ínfulas, pero la codicia del chagan era otra pasión más tenaz y manejable, un suministro arreglado y riquísimo de sederías, alhajas y muebles fue introduciendo los asomos del arte y del lujo por las tiendas de los escitas; se avivaba su apetito con la pimienta y el cinamomo de la India;[887] el subsidio anual fue subiendo de ochenta mil a ciento veinte mil piezas de oro, y a cada suspensión, por enemistades, se acrecía el pago de atrasos con intereses exorbitantes, según la primera condición de todo tratado nuevo. A su modo bárbaro, sin engaño, el príncipe de los avares aparentaba quejarse de la doblez de los griegos,[888] mas no iba en zaga a las naciones civilizadas en los ardides del disimulo y la alevosía. Como sucesor de los lombardos, alegó el chagan su derecho a la ciudad grandiosa de Sirmio, baluarte antiguo de las provincias ilirias.[889] Cubrió los llanos de la Hungría inferior con su caballería, y se construyó una escuadra de barcas crecidas en la selva hercinia, para bajar por el Danubio y trasportar al Save los materiales de un puente; mas por cuanto la guarnición crecida de Sengiduno, que señoreaba la confluencia de ambos ríos, podía atajarle el paso y burlar sus intentos, desvaneció todo recelo, jurando solemnemente que su intención no era hostilizar al Imperio. Se juramentó por su espada, símbolo del dios de la guerra, que no trataba de construir un puente sobre el Save, como enemigo de Roma. «Si quebranto mi juramento —continuó el denodado Bayano–, ¡así yo, y hasta el último de mi nación fenezcamos a los filos de la espada!, ¡así el cielo, el fuego y la deidad suprema caigan sobre nuestras cabezas! ¡Así montes y selvas nos sepulten bajo sus ruinas!». Tras esta imprecación bravía se informó sosegadamente del juramento más sagrado y venerable de los cristianos, y qué delitos de perjuros era más temible; presentole el obispo de Sengiduno el Evangelio que recibió el chagan: «Juro —prorrumpió–, por el Dios que habla en este libro sagrado, que no se abriga ni falsedad en la lengua ni alevosía en mi pecho». Luego que se levantó de estar de rodillas, activó el afán de su puente, y despachó un enviado para pregonar lo que ya no trataba de encubrir. «Participad al emperador —exclamó el aleve–, que Sirmio queda cercado. Encargad a su cordura que recoja ciudadanos y efectos, y se desentienda de pueblo que no acertará a socorrer ni resguardar». Sirmio, aunque desahuciada, resistió por más de tres años: estaban todavía intactos los muros; pero aguantaba el hambre, hasta que una capitulación compasiva franqueó la salida al vecindario desnudo y hambriento. Sengiduno, distante cincuenta millas [80,46 km], padeció suerte más azarosa, pues arrasaron los edificios, y los moradores yacieron en destierro y servidumbre. Mas desaparecieron ya los escombros de Sirmio, y la situación ventajosa de Sengiduno le atrajo luego una colonia de eslavones, resguardando todavía aquella confluencia del Save y del Danubio las fortificaciones de Belgrado, o Ciudad blanca, combatida tantas y tan empeñadas veces por las armas turcas y cristianas.[890] Dista Belgrado como seiscientas millas [965,58 km] de Constantinopla: sangre y llamaradas iban señalando aquella línea; bañábase alternativamente la caballería de los avares en el Euxino y el Adriático, y el pontífice romano, sobresaltado con los asomos de un enemigo más bravío,[891] tuvo que halagar a los lombardos como amparadores de Italia. La desesperación de un cautivo, a quien su patria le negó el rescate, patentizó a los avares el invento y la práctica de máquinas militares,[892] mas toscamente fabricadas y torpemente servidas con la resistencia de Dioclecianópolis, Beria, Filipópolis y Andrinópolis, quedó exhausta la habilidad, al par del sufrimiento de los sitiadores. Guerreaba allá Bayano a lo tártaro, pero cabían en su pecho arranques de humanidad garbosa; conservó a Anquialo, cuyas aguas saludables habían curado a su consorte predilecta, y confiesan los romanos que la generosidad de un enemigo alimentó y despidió a su ejército hambriento. Abarcaba su imperio Hungría, Polonia y Prusia, desde la embocadura del Danubio a la del Odra,[893] y sus nuevos súbditos quedaron divididos y traspuestos por la política recelosa del vencedor.[894] Las regiones orientales de la Germania, vacantes con la emigración de los vándalos, se poblaron con colonos eslavones; hállanse las idénticas tribus en las inmediaciones del Báltico y del Adriático, y todavía en el corazón de Silesia se tropieza con las ciudades ilirias de Necis y Sisa, con el nombre del mismo Bayano. Exponía el chagan tropas y provincias al primer asalto, pues en la colocación se desentendía de sus vidas,[895] y así quedaban embotados los aceros del enemigo antes de encontrarse con el denuedo nativo de los avares.

Con la alianza de Persia acudió la tropa de Oriente al resguardo de Europa, y Mauricio, tras aguantar diez años los desacatos del chagan, declaró que saldría personalmente al encuentro de los bárbaros. En dos siglos ninguno de los sucesores de Teodosio había asomado en campaña, apoltronándose todos de por vida en el palacio de Constantinopla, y los griegos no acababan de comprender que el dictado de emperador, en su sentido primitivo, llevaba sobreentendido el mando de los ejércitos de la República. Contrastaron el ímpetu de Mauricio la lisonja circunspecta del Senado, la superstición medrosa del patriarca y los lloros de la emperatriz Constantina, y todos juntos le exigieron, que traspasara a otro general inferior los afanes y peligros de una campaña escítica. Ensordeció a todo ruego y advertencia, se adelantó a siete millas [11,26 km] de la capital,[896] tremoló denodadamente, a vanguardia, la insignia sacrosanta de la cruz, y fue revistando engreídamente las armas y el número de los veteranos, batalladores y vencedores allende el Tigris. Anquialo fue el último paradero de su marcha por mar y tierra; rogaba sin éxito por una contestación milagrosa a sus plegarias nocturnas; acongojose su ánimo con la muerte de un caballo predilecto, el tropiezo con un jabalí, de un temporal y del nacimiento de un niño monstruoso, olvidando que el sumo agüero se cifra en desenvainar con brío la espada en defensa de la patria.[897] Volviose a Constantinopla, bajo el pretexto de recibir a los embajadores de Persia; trocó los arranques guerreros por los devotos, y desesperanzó a todos con su ausencia y el nombramiento de su lugarteniente. El cariño fraternal podría disculpar la ciega promoción de su hermano Pedro, que huyó con igual desdoro de los bárbaros, de su propia tropa, y del vecindario de una ciudad romana. Ésta, rastreándola por la semejanza del nombre y las circunstancias, fue la famosa Arimuncio,[898] que por sí sola rechazó el huracán de Atila. El ejemplar de su juventud belicosa fue cundiendo por sus generaciones posteriores, y lograron por Justino primero o segundo la regalía honorífica de que su denuedo se reservase siempre para la defensa de su patria. Intentó el hermano de Mauricio violar este privilegio, y mezclar un grupo patriótico con los mercenarios de sus reales; retiráronse a la iglesia, mas no lo contuvo aquel lugar sagrado; sublevose el pueblo todo, se cerraron las puertas, se guarneció la muralla, y la cobardía de Pedro resultó igual a su arrogancia y tropelía. La nombradía militar de Comentiolo[899] es el tema de una sátira o comedia más bien que historia formal; puesto que carecía aún de la virtud tan vulgar y baladí del valor personal. Sus consejos ostentosos, evoluciones desconcertadas y órdenes secretas daban siempre campo para la huida o la dilación. Si se encaminaba al enemigo, las vegas placenteras del monte Haemus le oponían una valla incontrastable, pero al retirarse, iba escudriñando con esmero confiado los senderos más recónditos y trabajosos, a los que apenas tenían la menor noticia los ancianos del país. La única sangre que llegó a derramar fue la de una vena, a causa de una dolencia efectiva o aparente, por la lanceta del cirujano, y su salud que se accidentaba en extremo al asomo de los bárbaros, se restableció cumplidamente con el sosiego y el resguardo de la invernada. Príncipe que encumbraba y sostenía a un favorito tan ruin ningún mérito puede alegar por el desempeño casual de su compañero Prisco.[900] En cinco refriegas consecutivas y dispuestas al parecer con tino y denuedo quedaron prisioneros hasta diecisiete mil doscientos bárbaros, muertos cerca de sesenta mil, con cuatro hijos del chagan; sorprendió el general romano un distrito pacífico de los gépidos, que yacían al amparo de los avares, ensalzando sus últimos trofeos sobre las orillas del Danubio y del Tesis. Las armas del Imperio, desde el tiempo de Trajano, no se habían internado tanto por la antigua Dacia. Mas tan crecidos logros de Prisco fueron momentáneos e inservibles, pues notó luego con zozobra que Bayano, con su denuedo indómito y huestes reforzadas, se preparaba para desagraviarse a las puertas de Constantinopla.[901]

No florecía más la teoría de la guerra en los campamentos del César o de Trajano que en los de Justiniano y Mauricio.[902] La maestría de los artífices bizantinos daba subido temple a los aceros de Toscana y del Ponto. Rebosaban de pertrechos los almacenes o parques. En cuanto a la construcción de bajeles, máquinas y fortificaciones, se pasmaban los bárbaros con la ingeniosidad de un pueblo al que tantas veces habían vencido en el campo. La táctica sublime, el sistema, las evoluciones y los ardides de la Antigüedad, se escribían y estudiaban en los libros de los griegos y romanos. Mas la despoblación y la bastardía de las provincias no aprontaban ya varones membrudos para empuñar aquellas armas, defender aquellos muros, gobernar aquellas naves, y para llevar a la práctica, con denuedo, la teoría grandiosa de la guerra. El numen de Belisario, y al par el de Narsés, descollaron sin maestros y fenecieron sin discípulos. Ni pundonor, ni patriotismo, ni superstición gallarda podían enardecer a los miembros yertos de esclavos y advenedizos, que estaban ostentando los honores de las legiones: tan sólo en sus reales debían los emperadores ejercitar su mando despótico; y allí tan sólo se desairaba y escarnecía su autoridad; aquietaba con oro, e inflamaba el desenfreno de la tropa, pero el achaque era perpetuo, la victoria casual, y su mantenimiento costosísimo desangraba un Estado que no acertaban a defender. Intentó Mauricio desarraigar aquellos resabios tan inveterados, pero la empresa desatinada que recayó sobre su cabeza vino a agravar la dolencia. Debe todo reformador vivir ajeno de recelo y de interés, y tiene que merecer el aprecio y la confianza de los reformados. Las tropas de Mauricio escucharían tal vez la voz de un caudillo victorioso, pero desestimaban las advertencias de un estadista o de un escolar, y al escuchar un edicto que rebajaba de su paga el importe de sus armas y su ropa, todas prorrumpieron en abominaciones contra la codicia de un príncipe empedernido y ajeno de sus peligros y fatigas. Abundaban las asonadas por los campamentos de Asia y de Europa,[903] la soldadesca disparada de Edesa fue persiguiendo con baldones, amenazas y aun heridas a sus trémulos generales; derribó las estatuas del emperador, apedreó la efigie milagrosa de Cristo, y o bien sacudió el yugo de toda ley civil y militar, o entabló el sistema azaroso de subordinación voluntaria. El monarca, siempre lejano y por lo más engañado, no acertaba a ceder o persistir, según las urgencias del trance; pero la zozobra de una sublevación general lo inclinaba atropelladamente a conceptuar cualquier ímpetu denodado, o demostración de lealtad, como un arranque de rematada demasía; anulose la reforma tan arrebatadamente como se había anunciado, y la tropa, en vez de escarmiento y estrechez, quedó absorta de gozo, con el hallazgo de nuevas inmunidades y galardones. Mas desagradeció la soldadesca el agasajo tardío y violento del emperador; aumentó más y más su insolencia, al presenciar aquella flaqueza y su propia prepotencia, y se enconaron más los odios mutuos fuera del alcance de todo indulto y esperanza de reconciliación. Los historiadores contemporáneos maliciaron, al par del vulgo, que Mauricio se empeñaba en acabar con la tropa que se había afanado por reformar, achacando el desgobierno y la privanza de Comentiolo a tan ruin y malvado intento, y en todo tiempo se tildará la inhumanidad y la avaricia[904] de un príncipe que por el rescate baladí de seis mil piezas de oro pudiera haber precavido la muerte de doce mil prisioneros en manos del chagan. En el ímpetu de la ira, se comunicó al ejército del Danubio una orden, para que se ahorrasen los acopios de la provincia y se invernase en el país enemigo de los avares. Rebosó la medida de sus quebrantos: declararon a Mauricio indigno de reinar, arrojaron o mataron a sus íntimos, y volvieron a marchas forzadas a las órdenes de Focas, mero centurión, en las cercanías de Constantinopla. Tras larga serie de sucesiones legales, revivieron los disturbios militares del siglo tercero, mas fue tan extremada la novedad del intento, que su misma temeridad asombró a los acometedores. Titubeaban en revestir a su predilecto con la púrpura vacante, y al desechar todo convenio con el mismo Mauricio, entablaron correspondencia amistosa con su hijo Teodosio, y con Germano, suegro del joven real. Fueron tan ruines los principios de Focas, que el emperador ni aun noticia tenía del nombre y la graduación de su competidor, mas apenas supo que el centurión, arrojado en la asonada, era medroso en los trances: «¡Ay de mí! —exclamó abatido el príncipe— si es cobarde, será indudablemente matador».

Mas si Constantinopla se hubiera mantenido fiel y tenaz, el desalmado se habría desahogado estrellándose contra los muros, y el ejército rebelde se habría allanado o reconciliado con la cordura del emperador. En los juegos del circo, repetidos con desusado boato, encubría Mauricio su congoja interior; con sonrisas y visos de confianza se allanó a solicitar vítores de los bandos, y halagó su vanagloria, admitiendo de sus respectivos tribunos una lista de novecientos azules, y mil y quinientos verdes, a quienes aparentó apreciar como columnas de su solio. Este arrimo endeble y falso desentrañó su flaqueza y atropelló su vuelco; el bando verde era reservadamente cómplice de los rebeldes, y los azules le encargaban comedimiento y cordura, en contienda con sus hermanos de Roma. Las virtudes adustas y mezquinas de Mauricio habían por fin desmerecido los corazones del vecindario: asaltáronlo a pedradas al ir descalzo en una procesión solemne, y tuvo la guardia que enarbolar sus mazas de hierro para defender su persona. Un monje fanático iba corriendo con un estoque desenvainado, pregonando contra él la ira y la sentencia de Dios, y un plebeyo soez, representando su traza y su boato, iba sentado sobre un asno, y acompañado con las imprecaciones de la muchedumbre.[905] Malició el emperador la popularidad de Germano con la soldadesca y el vecindario; temió y amenazó, pero suspendió el golpe, huyó el patricio al recinto sagrado de la iglesia; alborotose el pueblo en su defensa, la guardia desamparó las murallas, y la ciudad entera quedó entregada al incendio y al saqueo, en una asonada nocturna. Huyó el desventurado Mauricio en una barquilla, con su esposa y nueve niños, al continente de Asia, pero la violencia del viento lo obligó a detenerse en la iglesia de san Autónomo,[906] junto a Calcedonia, desde donde envió a su primogénito Teodosio para implorar el agradecimiento y el amparo del monarca persa. No trató de huir, pues adolecía de ciática,[907] y la superstición le tenía quebrantado el ánimo; se mantuvo aguardando que finalizara la revuelta, encomendándose pública y fervorosamente al Todopoderoso, para que le descargase el castigo de sus pecados en este mundo, más bien que en el venidero. Depuesto Mauricio del trono, los bandos se empeñaron en escoger cada uno su emperador, mas el predilecto de los azules fue desechado por los celos de sus contrarios, y al mismo Germano arrebató la chusma disparada, hasta más de siete millas [11,26 km] de la ciudad, al palacio del Hebdomon, para adorar la majestad del centurión Focas (octubre de 602 d. C.). Su demostración modesta de ceder la púrpura a la jerarquía y el mérito de Germano tropezó con la resolución de éste, más pertinaz e igualmente ingenuo: el Senado y el clero acudieron a su llamamiento; y cerciorado el patriarca de su creencia católica consagró al usurpador venturoso en la iglesia de san Juan Bautista. Al tercer día hizo Focas su entrada pública, vitoreado por un populacho insensato, en una carroza tirada por cuatro caballos blancos; premió la rebelión de su tropa con un donativo cuantioso, y el nuevo soberano, después de visitar el palacio, estuvo mirando desde su solio los juegos del hipódromo. Ocurrió una contienda de precedencia entre los bandos, y su sentencia parcial se inclinó a favor de los verdes. «Mira que todavía vive Mauricio», retumbó por la parte contrapuesta, y el alboroto descompasado de los azules avivó y estimuló la crueldad del tirano. Pasaron los ejecutores a Calcedonia, arrastraron al emperador de su santuario, y fueron matando hasta cinco hijos suyos, en medio de su agonía. A cada golpe que le traspasaba el corazón, aun juntaba fuerzas para recitar su jaculatoria devota. «Eres justo Señor, y tus juicios son santos» (27 de noviembre de 602 d. C.); y tal fue en el último trance su apego incontrastable a la verdad y la justicia, que reveló a la soldadesca la falsedad religiosa de una nodriza que presentó su propio niño en lugar del muchacho regio.[908] Se terminó la tragedia ajusticiando al mismo emperador a los veinte años de su reinado y sesenta y tres de edad. Arrojaron los cadáveres del padre y los hijos al mar, expusieron sus cabezas a los desacatos, o a la compasión, de la muchedumbre, y hasta que asomó la podredumbre no consintió Focas en que se enterrasen privadamente aquellos restos venerables. Allí quedaron sepultados los delitos y desaciertos de Mauricio, pues tan sólo se recordó su cruda suerte, y a los veinte años, al recitar la historia de Teofilacto, la relación lastimosa fue interrumpida por las lágrimas del auditorio.[909]

Reservadas serían semejantes lágrimas, pues tanta lástima fuera muy criminal bajo el reinado de Focas, quien quedó pacíficamente reconocido en las provincias de levante y poniente. Las efigies del emperador y de su esposa Leoncia se ostentaron en el Laterán para la veneración del clero y del Senado de Roma, y se depositaron luego en el palacio de los Césares, entre las de Constantino y Teodosio (23 de noviembre de 602 d. C.-4 de octubre de 610 d. C.). Le correspondía a Gregorio, como súbdito y cristiano, avenirse con el gobierno ya establecido, mas el encarecimiento gozosísimo con que vitorea las venturas del asesino mancilla, con una mancha indeleble, el concepto del santo. Bien pudiera todo un sucesor de los apóstoles manifestar con decorosa entereza la demasía sangrienta y la precisión del arrepentimiento: se afana encareciendo el rescate del pueblo y el vuelco del atropellador; se congratula de que la religiosidad y blandura de Focas mereciera a la Providencia el encumbramiento al solio, para rogar que robustezca aquellas manos contra todos sus enemigos, y prorrumpe en anhelos, tal vez proféticos, de que tras un reinado largo y triunfador se traslade de un reino temporal a otro sempiterno.[910] He ido ya delineando una revolución, tan preciosa en concepto de Gregorio para el cielo y la tierra, y Focas no aparece menos aborrecible en el desempeño que en el logro de su poderío. El lapiz de un historiador imparcial ha delineado el retrato de un monstruo[911] menguado y contrahecho, cejijunto y emboscado por las sienes, barbilampiño, con una mejilla macilenta y surcada de horrorosas cicatrices. Lego en letras, leyes y armas, se encenagó desde la cumbre del solio en la torpeza y la embriaguez, y sus deleites irracionales, atropellando a los súbditos, afrentaban a su misma persona. Sin revestirse del cargo de príncipe, se desentendió de la profesión de soldado, y el reinado de Focas desconsoló a Europa con una paz indecorosa, y a Asia con una guerra asoladora. Su temperamento salvaje se enardecía con la resistencia o la reconvención. Alcanzaron a Teodosio en su huida a la corte de Persia, o lo atrajeron con engaño; lo degollaron en Niza y los consuelos de la religión y la pureza de su conciencia dulcificaron sus últimos instantes. Aquel fantasma acosaba sin embargo al usurpador, y habiendo corrido por Oriente el rumor de que el hijo de Mauricio estaba vivo, ansiaba el pueblo a su vengador, y la viuda e hijos del difunto soberano prohijaron y se hermanaron con lo ínfimo del linaje humano. En el exterminio de la familia imperial,[912] la compasión, o sea el discernimiento, de Focas había exceptuado a las desventuradas mujeres, teniéndolas decorosamente encerradas en una casa particular; pero la entereza de la emperatriz Constantina, recapacitando más y más sobre el padre, el marido y los hijos, se desesperaba día y noche por libertad y venganza. Huyó a deshora al santuario de Santa Sofía, mas ni sus lágrimas ni el oro de su asociado Germano alcanzaron a provocar una asonada. Se había acarreado venganza y justicia, pero el patriarca logró juramentándose salvarla; se la encarceló en un monasterio, y la viuda de Mauricio aceptó y abusó de la mansedumbre de su asesino. Se descubrió, o se malició, nueva conspiración, y quedó disuelto el compromiso, desenfrenándose de nuevo la saña de Focas. Una matrona que imponía acatamiento y conmiseración al género humano fue martirizada, toda una hija, esposa y madre de emperadores, como el malhechor más rematado, para arrancarle una confesión de sus intentos y sus asociados, y la emperatriz Constantina, con sus tres inocentes niñas, quedó degollada en el mismo sitio, ya manchado con la sangre de su marido y sus cinco hijos. Tras aquel ejemplo, se hace innecesario ir refiriendo nombres y padecimientos de víctimas menores. Rara vez se dejaba de prescindir de toda formalidad judicial; y acibarábanse los castigos con extremos imponderables de crueldad estudiada; les barrenaban los ojos, les arrancaban la lengua, les cercenaban pies y manos; alguno expiraba al rigor del azote, otro al ardor de las llamas, otro más traspasado a saetazos, y una muerte sencilla y pronta era fineza que por milagro se alcanzaba. El hipódromo, asilo sagrado del recreo y la libertad de los romanos, se mancilló con cabezas y miembros de cadáveres descuartizados, y los compañeros de Focas eran los más desengañados de que ni privanza ni servicios podían escudarlos contra un tirano, digno competidor de los Calígulas y los Domicianos de los primeros siglos del Imperio.[913]

Enlazó Focas a su hija única con el patricio Crispo,[914] y los retratos regios de los novios se colocaron inadvertidamente en el circo, al lado del emperador. Ansiaba el padre que su descendencia disfrutase el logro de sus maldades, mas se agravió de aquella hermandad temprana y popular: los tribunos de los verdes, aunque se descargaban con la oficiosidad de los artistas, fueron inmediatamente sentenciados a muerte; a instancias del pueblo se les perdonó la vida, mas Crispo debía fundadamente dudar de que el usurpador celoso olvidara la competencia involuntaria. Se malquistó con el bando verde por la ingratitud de Focas y el atropellamiento de sus regalías; todas las provincias estaban preparadas para rebelarse, y Heraclio, exarca de África, se aferró más de dos años en negar todo tributo y obediencia al centurión que estaba afrentando el solio de Constantinopla. Los emisarios encubiertos de Crispo y del Senado estimularon al exarca independiente para que redimiese y gobernase su patria, mas la edad le había enfriado la ambición, y traspasó la aventurada empresa a su hijo Heraclio y a Nicetas, que lo era de Gregorio, su amigo y lugarteniente. Dos muchachos traviesos armaron el poderío de África, y se convinieron en pasar el uno con la escuadra de Cartago a Constantinopla, y acaudillar el otro un ejército por Egipto y Asia, y vestirse con la púrpura imperial quien acudiese más pronta y acertadamente al intento. Llegó algún eco a los oídos de Focas, y afianzó a la esposa y a la madre como rehenes de la lealtad del mozo Heraclio; mas la maña de Crispo estuvo apocando aquel peligro tan remoto, se desatendieron o dilataron los medios de defensa, y aún yacía apoltronado y adormecido el tirano cuando ancló ya la armada africana en el Helesponto. Acudieron a su estandarte en Abidos desterrados y fugitivos, sedientos de venganza; las naves de Heraclio, cuya arboladura empinada estaba tremolando los símbolos sagrados de la religión,[915] surcaron triunfalmente la Propóntide, y Focas desde las ventanas del Palacio miró su final inevitable y próximo. Recabó de la facción verde, con dádivas y promesas, que contrarrestase endeble e infructuosamente el desembarco de los africanos; pero el vecindario y la guardia, con el oportuno desengaño de Crispo, se pusieron de su parte, y un enemigo particular, asaltando denodadamente el palacio solitario, prendió al tirano. Despojado de púrpura y diadema, en traje ruin, y aherrojado, lo arrebataron en un barquichuelo a la galera imperial de Heraclio, quien lo reconvino con sus maldades y su reinado abominable. «¿Gobernarás tú mejor?», fueron las últimas palabras de Focas en su desesperación. Tras mil insultos y tormentos, lo degollaron, arrojaron a las llamas su cadáver descuartizado, como igualmente sus estatuas y la bandera sediciosa del bando verde. La voz del clero, del Senado y del pueblo ofreció a Heraclio el solio que había purificado de iniquidades y afrentas, y tras un rato de agraciada demora, se avino a sus instancias. Acompañole en la coronación su consorte Eudocia, y siguió reinando su descendencia en Oriente hasta la cuarta generación (5 de octubre de 610 d. C.-11 de febrero de 642 d. C.). Llano y próspero había sido el viaje de Heraclio, pero la marcha cansada de Nicetas no se completó sino terminada ya la contienda, mas se allanó sin querella a las venturas de su amigo, quien premió su loable intento con una estatua ecuestre y una hija del emperador. Se hacía más arduo fiarse de la lealtad de Crispo, cuyos servicios recientes se recompensaron con el mando del ejército de Capadocia. Su desentono acarreó luego y disculpó la ingratitud de su nuevo soberano, pues el yerno de Focas se vio reducido ante el Senado a seguir la vida monástica, y corroboró la sentencia el dicho concluyente de Heraclio de que quien había sido desleal con el padre, mal podría guardar fidelidad con el amigo.[916]

Muerto ya Focas, aun adoleció la República por sus maldades, pues armó en su causa decorosamente a su enemigo más formidable. Según las formalidades mutuas y amistosas de la corte bizantina y la persa, participó su ascenso al trono, y su embajador Lilio, presentador de las cabezas de Mauricio y sus hijos, estaba muy enterado de las circunstancias de la catástrofe.[917] Por más que le cohonestasen el fingimiento y la sutileza, se horrorizó Cosroes con el asesino, encarceló al supuesto enviado, vengador de su bienhechor y padre. Se hermanaban a la sazón los arranques de humanidad y pesar con los intereses de Persia, abultados todavía con las preocupaciones nacionales y religiosas de los magos y los sátrapas. En un ímpetu lisonjero, con visos de confianza, le tildaron aquellas sobras de agradecimiento y amistad que derramaba con los griegos, nación con quien peligraban la paz y alianza, cuya superstición carecía de verdad y de rectitud, y aun de todo género de pundonor, puesto que llegaban a cometer la suma atrocidad, cual era el asesinato impío de su soberano.[918] Por el delito de un centurión ambicioso, padeció la nación el azote de la guerra, y este mismo descargó en igual grado a los veinte años, y con redobles, sobre los mismos persas.[919] Todavía estaba mandando en Oriente el mismo general que restableciera a Cosroes en su solio, y el nombre de Narsés seguía siendo el eco espantoso con que las madres asirias solían asustar a sus niños. Desde luego un súbdito solariego de Persia alentaría a su dueño y amigo para que, a viva fuerza, se posesionase de las provincias del Asia, y desde luego también Cosroes enardecería a su tropa, asegurándole que la espada más temida por ellos quedaría envainada, o se esgrimiría a su lado. Mal podía el héroe ponerse en las garras de un tirano, y éste se hacía cargo de su desmerecimiento de la obediencia de un héroe: removieron a Narsés de su mando; tremoló su estandarte de independencia en Hierápolis de Siria; fue vendido con falsas promesas, y quemado vivo en el mercado de Constantinopla. Privados ya del caudillo único, a quien pudieran temer o apreciar, los bandos triunfadores con él quedaron dos veces arrollados por la caballería, hollados por los elefantes, o traspasados a flechazos por los bárbaros; y fueron muchos cautivos degollados en el campo de batalla, por mandato del vencedor, quien justicieramente podía condenar a tan sediciosos mercenarios, como autores o cómplices de la muerte de Mauricio. Bajo el reinado de Focas fueron padeciendo sitios las fortalezas de Merdin, Dara, Amida y Edesa, y todas quedaron exterminadas por el monarca persa; atravesó el Éufrates, allanó las ciudades sirias, Hierápolis, Calcis, Beria y otras, y cercó luego con sus armas irresistibles a Alepo. Aquella oleada de felicidades nos está manifestando el menoscabo del Imperio, la inhabilidad de Focas y el desamor de los súbditos; y Cosroes llevaba consigo una apología decorosa, para tantas rendiciones con un impostor en sus reales, como hijo de Mauricio y heredero legítimo de la monarquía.[920]

Las primeras noticias de Oriente que llegaron a Heraclio[921] fueron las de la pérdida de Antioquía, mas la caduca metrópoli acosada por terremotos y enemigos poco caudal de sangre pudo suministrar en su quebranto. Logro más aventajado para los persas fue el saqueo de Cesárea, capital de la Capadocia, y al internarse trasponiendo el antemural de la frontera antigua, tropezaban con menos resistencia y mayor esquilmo. Siempre descolló una ciudad regia en la vega placentera de Damasco; sus dichas arrinconadas se ocultaron hasta aquí al historiador del Imperio Romano, pero Cosroes se regaló por aquel paraíso, antes de trepar a las cumbres del Líbano, o acometer a las ciudades de la costa fenicia. La conquista de Jerusalén,[922] ideada ya por Nushirvan, se realizó (614 d. C.) por el afán y la codicia de su nieto; los magos le reclamaron desaforadamente al exterminio del monumento más grandioso de la cristiandad, y pudo alistar para aquella campaña un ejército de veintiséis mil judíos, cuyo fanatismo suplía hasta cierto punto la falta de valor y disciplina. Reducida la Galilea y la región allende el Jordán, cuya resistencia parece que dilató la suerte de la capital, quedó la misma Jerusalén tomada por asalto. Las llamas asolaron o menoscabaron en gran manera el sepulcro de Cristo y las iglesias ostentosas de Helena y Constantino, las ofrendas devotas de tres siglos fenecieron en el sacrilegio de un día; el patriarca Zacarías y la verdadera cruz fueron a parar a Persia, y se achaca la matanza de noventa mil cristianos a los judíos y árabes que extremaban el desenfreno de las correrías persas. Juan el arzobispo resguardó piadosamente en Alejandría a los fugitivos de Palestina, y así se llamó por excelencia el limosnero;[923] y las rentas de la Iglesia y un tesoro de más de trescientas mil libras se devolvieron a sus verdaderos dueños, a los menesterosos de todos países y calidades. Pero hasta el mismo Egipto, única provincia exenta desde el tiempo de Diocleciano de toda guerra exterior e interna, volvió a sojuzgarse por los sucesores de Ciro. La caballería persa sorprendió a Pelusio, llave de aquel país intransitable (616 d. C.); atravesó luego a mansalva los cauces innumerables del delta y fue escudriñando el valle larguísimo del Nilo, desde las pirámides de Menfis hasta el confín de Etiopía. Hubiera podido una fuerza naval socorrer a Alepo, pero el arzobispo y el prefecto se embarcaron para Chipre, y Cosroes se aposentó en la segunda ciudad del Imperio, que conservaba todavía riquísimos restos de industria y comercio. Enarboló su trofeo occidental, no sobre las almenas de Cartago,[924] sino en las cercanías de Trípoli: quedaron totalmente exterminadas las colonias griegas de Cirene, y el conquistador, pisando las huellas de Alejandro, regresó triunfalmente por los arenales desiertos de la Lidia. Se adelantó en la misma campaña otro ejército desde el Éufrates hasta el Bósforo Tracio: rindiose Calcedonia tras dilatado sitio, y se mantuvieron los reales persas, presenciándolos Constantinopla, más de diez años. Cuéntanse entre las últimas conquistas del gran rey la costa del Ponto, la ciudad de Ancira y la isla de Rodas, y si Cosroes poseyera fuerzas marítimas, su ambición ilimitada asolara y aherrojara las provincias de Europa.

Desde el lindero tan largo y aferradamente batallado del Tigris y el Éufrates, el nieto de Nushirvan se explayó hasta el Helesponto y el Nilo repentinamente, límites antiguos de la monarquía persa, mas las provincias amoldadas con los hábitos de seiscientos años a los aciertos y desaciertos del gobierno romano, aguantaban a su pesar el yugo de los bárbaros. Vivía más y más aquella estampa de República con las instituciones, al menos con los escritos de griegos y romanos, y los súbditos de Heraclio se habían criado articulando los nombres de libertad y de leyes; mas siempre las ínfulas y el sistema de los príncipes orientales ostentaron los dictados y atributos de su omnipotencia, tiznando a una nación de esclavos con su verdadero nombre y condición rastrera, y corroborando con amagos crueles y descompasados las tropelías de su despotismo. Escandalizábanse los cristianos de Oriente con el culto del fuego y la doctrina impía de los dos principios; no eran menos intolerantes los magos que los obispos, y el martirio de algunos persas renegados de la religión de Zoroastro[925] se conceptuó como preliminar de una persecución general y pavorosa. Las leyes violentas de Justiniano calificaban a los contrarios de la Iglesia de enemigos del Estado; la alianza de judíos, nestorianos y jacobitas había contribuido al éxito de Cosroes, y su parcialidad a las sectas le había acarreado el recelo y el odio de los católicos. Enterado de aquella zozobra y encono, gobernaba el conquistador persa con cetro de hierro, y como estaba maliciando la insubsistencia de su dominio, desangraba con la exorbitancia de los tributos; y el desenfreno de las rapiñas fue despojando y demoliendo los templos de Oriente, para transportar a sus reinos hereditarios el oro, la plata, cuantas preseas, mármoles preciosos y artes y artistas había en las ciudades asiáticas. En el cuadro enmarañado de los quebrantos del imperio[926] no cabe deslindar la estampa del mismo Cosroes, de sus lugartenientes y acciones respectivas, ni puntualizar su mérito efectivo en el resplandor general de su gloria y magnificencia. Estuvo paladeando ostentosamente el fruto de sus victorias, y solía retraerse de los afanes de la guerra, para empaparse en el hijo de su palacio; pero en el decurso de veinticuatro años, la superstición o el encono lo alejaron de las puertas de Ctesifonte, y su residencia capital de Artemisa y Dastagerd estaba situada allende el Tigris, a sesenta millas [96,55 km] al norte de la capital.[927] Cubría el ganado las praderas antiguas, pululaban por su vergel o paraíso faisanes, pavones, avestruces, y se espaciaban venados y jabalíes, y se franqueaban los leones y tigres para ejercitarse en su cacería más noble y arriesgada. Se mantenían hasta novecientos sesenta elefantes, para el uso o el boato del gran rey; doce mil camellos mayores y ocho mil menores[928] cargaban en campaña con las tiendas y el bagaje, y los establos regios encerraban seis mil mulos o caballos, entre los cuales sobresalían el Shebdiz y el Barid, por su docilidad y hermosura. Seis mil guardias se turnaban en la puerta del palacio, doce mil esclavos desempeñaban el servicio de las estancias interiores, y un número de tres mil vírgenes, las primeras beldades del Asia, alguna venturosa manceba, solía consolar a su dueño de la indigencia o la edad de Sira. Los varios tesoros de oro, plata, joyas, sedas y demás, se depositaron en cien sótanos, y la cámara Badavere estaba denotando el agasajo casual de los vientos, que acarrearon los despojos de Heraclio a una de las bahías sirias de su contrario. La lisonja, o quizá la ficción, estuvo descaradamente pregonando el cómputo de treinta mil alfombras riquísimas que engalanaban las paredes; las cuarenta mil columnas de plata, o más probablemente de mármol y madera tallada, que sostenían la techumbre, y los mil globos de oro colgados en el cimborio, para representar los movimientos de los planetas y las constelaciones del zodíaco.[929] Mientras el monarca persa se embelesaba con tanto primor del arte y de su poderío, recibió una carta de un ciudadano desconocido de la Meca, que le solicitaba que reconociese a Mahoma por apóstol de Dios. Desechó la oferta y rasgó la carta. «Asimismo —exclamó el profeta árabe–, destrozará Dios al reino, y menospreciará las plegarias de Cosroes».[930] Colocado al confín de ambos imperios de Oriente, se complacía Mahoma con su mutuo exterminio, y en medio de los triunfos persas, se adelantó a predecir que a los pocos años volvería la victoria a ponerse en las banderas romanas.[931]

A la sazón no cabía por cierto profecía más remota de su cumplimiento, pues los doce años primeros de Heraclio estuvieron anunciando el pronto desquicio del Imperio. Si Cosroes hubiera obrado con honor, a la muerte de Focas tendría que haber terminado terminar su contienda, y abrazado, como aliado íntimo, al africano venturoso que tan gallardamente había desagraviado a su bienhechor Mauricio. La continuación de la guerra patentizó la verdadera índole del bárbaro; y las embajadas suplicantes de Heraclio implorando su clemencia, y abogando por los inocentes, con el ofrecimiento de un tributo para que pacificase el orbe, quedaron desechadas con silencio despreciativo o descompasada amenaza. Yacían sojuzgadas por las armas persas Siria, Egipto y las provincias de Asia, mientras Europa, desde el confín de Istria hasta el valladar dilatado de Tracia, se hallaba acosada por los avares, mal satisfechos con la sangre y el saqueo de la guerra de Italia. Habían degollado a sangre fría a sus varones cautivos en el campo sagrado de Panonia; mujeres y niños fueron reducidos a servidumbre, y las doncellas más principales fueron pasto del desenfreno lujurioso de todo bárbaro. La matrona enamorada que franqueó las puertas de Friuli pasó una breve noche en los brazos de su amante real, la siguiente tuvo Romilda que recibir los abrazos de doce avares, y el día tercero la princesa lombarda fue empalada a la vista del campamento, mientras el chagan con inhumana sonrisa advirtió que tal marido era galardón muy adecuado de su liviandad y alevosía.[932] Heraclio estaba padeciendo insultos y sitios de tan implacables enemigos; y el Imperio Romano quedaba reducido al recinto de Constantinopla con los restos de Grecia, Italia y África, y algunas ciudades marítimas desde Tiro a Trebisonda, en la costa asiática. Perdido Egipto, hambre y epidemias estuvieron aquejando a la capital; y el emperador desvalido y desahuciado tenía dispuesto trasladar su persona y gobierno a la residencia más resguardada de Cartago. Ya estaban embarcados los tesoros del palacio, cuando el patriarca ataja al fugitivo, acudiendo con la potestad de la religión a la defensa de la patria, conduce a Heraclio al atrio de Santa Sofía y lo juramenta solemnemente para que viva y muera con el pueblo que Dios fió a su cuidado. Acampaba el chagan por las llanuras de Tracia, encubriendo sus intentos desleales, y solicitando entrevistarse con el emperador, junto a Heraclea. Celébrase aquella reconciliación con juegos ecuestres, vuelan galanos Senado y pueblo a la función pacífica, y los avares están mirando carcomidos de envidia y de anhelos el boato romano. De improviso la caballería escita cerca el hipódromo, venida de noche y a marchas forzadas, el eco aterrador del látigo del chagan da la señal del asalto, y Heraclio ciñéndose la diadema al brazo se salva casualmente, con la velocidad del caballo. Es el alcance tan rápido que casi entran los avares por la puerta dorada de Constantinopla, revueltos con el tropel;[933] pero el saqueo de los arrabales premia su traición, y arrebatan allende el Danubio doscientos setenta mil cautivos. Tuvo el emperador en la playa de Calcedonia conferencia segura con enemigo más honorable, quien antes que Heraclio se apease de la galera saludó con acatamiento y lástima la majestad de la púrpura. Brindose amistosamente Sain, el general persa, a escoltar una embajada hasta la presencia del gran rey; aceptose con entrañable agradecimiento, y el prefecto del pretorio presentó rendidamente su petición de indulto y paz, acompañado del prefecto de la ciudad y de uno de los primeros eclesiásticos de la iglesia patriarcal.[934] Pero el lugarteniente de Cosroes había azarosamente equivocado el ánimo de su dueño. «No una embajada —prorrumpió el tirano del Asia–, sino el mismísimo Heraclio aherrojado debía traerme al umbral de mi solio. Jamás concederé la paz al emperador de Roma hasta que reniegue de su Dios crucificado y abrace el culto del Sol». Fue Sain desollado vivo, según la práctica muy inhumana de su país, y el encierro separado y estrecho de los embajadores atropelló la ley de las naciones y la fe de un convenio expreso. Mas con el desengaño de seis años, el monarca persa tuvo que desentenderse de la conquista de Constantinopla, y especificar el tributo anual o rescate del Imperio Romano; mil talentos de oro, otros mil de plata, mil mantos de seda, mil caballos y otras tantas doncellas. Allanose Heraclio a tratado tan afrentoso, pero el plazo dilatado que pudo obtener para ir recaudando tamaños tesoros de las escaseces de Oriente lo empleó ahincadamente en sus preparativos para un ataque brioso y desesperado.

La índole de Heraclio es una de las más peregrinas y variables que asoman en los ámbitos de la historia. En los años primeros y últimos de su largo reinado, yace esclavo de la poltronería, del deleite y de la superstición, desentendiéndose adormecido y exánime de las desventuras que está presenciando, pero aquellos lóbregos nubarrones que encapotan su oriente y su ocaso dejan un intermedio de sol esplendoroso en el centro de su carrera: el Arcadio del palacio encumbra un César en sus reales, y el honor de Heraclio y de Roma queda esclarecidamente rescatado; con las hazañas y trofeos de sus campañas gloriosísimas. Correspondía a los historiadores bizantinos desentrañar las causas de tanto letargo, y de tantísimo desvelo, pues acá tan distantes solamente nos cabe conjeturar que abrigaba más denuedo personal que disposición política, que lo embelesaban los primores y ardides de Martina, su parienta, con quien, a la muerte de Eudocia, contrajo matrimonio incestuoso,[935] y que se atenía al dictamen de sus consejeros que le manifestaban, como ley fundamental, que nunca la vida del emperador debía aventurarse en campaña.[936] Quizás lo desaletargó la petición postrera e insolentísima del vencedor persa, pero en el trance de dispararse Heraclio con su bizarría heroica, vinculaban los romanos sus esperanzas en los vaivenes de la suerte, que podían alcanzar a las prosperidades hechiceras de Cosroes, y debían ya favores a cuantos se hallaban en su ínfimo abatimiento.[937]

El primer afán del emperador fue providenciar disposiciones para la guerra, y a fin de realizar los tributos acudió a la benevolencia de las provincias orientales; mas no corrían ya las rentas por su acostumbrado cauce, pues siempre el poderío de la arbitrariedad anonada el crédito, y el denuedo de Heraclio descolló ante todo en valerse de las riquezas consagradas en las iglesias, juramentándose solemnemente a devolver con usura cuanto se veía precisado a emplear en servicio de la religión y del Imperio. Parece que hasta el clero se condolió del conflicto general, y que el atinado patriarca de Alejandría, sin dar cabida a cargos de sacrilegio, favoreció al soberano con revelaciones milagrosas u oportunas de recónditos tesoros.[938] De los soldados conspiradores con Focas, tan sólo dos se hallaron salvos de los vaivenes del tiempo y de los bárbaros;[939] su pérdida, y aun la de aquellos veteranos sediciosos, quedó mal reemplazada con las reclutas de Heraclio, y el oro del santuario reunió en los mismos reales los nombres, armas e idiomas de levante y poniente. Contentábase con la neutralidad respecto de los avares, y su instancia amistosa para que el chagan procediese, no como enemigo sino como guardián del Imperio, fue acompañada con un agasajo mucho más persuasivo de doscientas mil piezas de oro. Dos días después de la festividad de la Pascua, el emperador, trocando la púrpura por el traje sencillo de un penitente y un guerrero,[940] dio la señal de la partida. Encargó Heraclio sus hijos a la lealtad del pueblo, revistió a los varones más beneméritos con la potestad civil y militar, y quedó a discreción del patriarca y del Senado, el salvar o rendir la ciudad, si en tanto grado los acosaba, durante su ausencia, la superioridad del enemigo.

Cubrían armas y tiendas los cerros de Calcedonia (622 d. C.), mas si Heraclio hubiera conducido sus bisoños a la refriega, la victoria de los persas a la vista de Constantinopla, quizá hubiera determinado el postrer día del Imperio Romano; no menos desacordado resultara el internarse por las provincias de Asia, franqueando a su innumerable caballería la interceptación de convoyes, y el alcance incesante sobre la retaguardia postrada y sin formación. Mas señoreaban el mar todavía los griegos; juntose una escuadra de galeras, trasportes y acopios en la bahía, los bárbaros se avinieron al embarque; propicio el viento arrebató la armada por el Helesponto y dejó a la izquierda las costas orientales y occidentales de Asia menor. Descolló la gallardía del caudillo en una tormenta, y su ejemplo incitó hasta a los eunucos, para aguantar y afanar en la maniobra. Desembarcó al confín de Siria y Cilicia en el golfo de Escunderan, donde la costa gira repentinamente hacia el mediodía,[941] escogiendo atinadamente aquel punto importante.[942] Las guarniciones dispersas por las ciudades y serranías podían a diestro y siniestro ir acudiendo, en diligencia y a salvo, al estandarte imperial. Las fortificaciones naturales de Cilicia escudaban y aun encubrían el campamento de Heraclio, sentado junto al Iliso, sobre el mismo sitio donde Alejandro había vencido la hueste de Darío, y el ángulo que formaba se internaba en anchísimo semicírculo por las provincias asiática, armenia y siria; y por cualquiera de sus puntos que encaminase un avance, era muy fácil disfrazar sus movimientos y precaver los del enemigo. El general romano reformó en sus reales de Iso a los veteranos apoltronados, y fue amoldando a los reclutas a la práctica de la disciplina militar. Enarbolando la efigie milagrosa de Cristo, los amonestó a vengar los altares sagrados de su profanación por los idólatras del fuego; arengándolos con los apelativos cariñosos de hijos y hermanos, deploró los agravios públicos y privados de un monarca; los súbditos vinieron a creer que estaban peleando por la causa de la libertad, cundiendo el entusiasmo entre los mercenarios advenedizos, que mirarían con igual indiferencia los intereses de Roma que los de Persia. El mismo Heraclio, con la maestría y el aguante de un centurión, los iba imponiendo en el pormenor y mecanismo de la táctica, ejercitando perennemente a la soldadesca en el manejo de sus armas, y en los movimientos y evoluciones de campaña. La caballería y la infantería, tanto ligera como de línea, se dividía en dos porciones; se plantaban los trompetas en un sitio, y sus toques señalaban la marcha, la carga, la retirada o el alcance, el avance directo u oblicuo, la falange cerrada o extendida, representando así, en simulacros, las operaciones formales de la guerra. Promediaba los afanes con el ínfimo soldado, compartiendo el emperador con ellos fatigas, rancho, sueño; todo se sujetaba a severísimas reglas; y sin menosprecio del enemigo iban granjeando total confianza en su denuedo y en el desempeño de su caudillo. Rodearon luego las armas persas la Cilicia, mas titubeaba la caballería al embocar las gargantas del monte Tauro, hasta que vinieron a quedar cercados con las evoluciones de Heraclio, quien fue imperceptiblemente cogiéndole la retaguardia, mientras creía tenerlo escuadronado a su frente. Con un movimiento falso, aparentando amagar a la Armenia, los comprometió contra su albedrío, en refriega general; cebolos con la revuelta estudiada de su propio campamento, pero al trabar la pelea, el terreno, el sol y la expectativa de ambos ejércitos fueron desfavorables a los bárbaros; repitieron acertadamente los romanos su táctica, en medio de la batalla,[943] y el resultado pregonó al orbe que no eran invencibles los persas, y que era todo un héroe quien vestía la púrpura. En alas de su gloria y nombradía trepó Heraclio denodadamente a las cumbres del monte Tauro, tomó su rumbo por las llanuras de Capadocia, e instaló a salvo a sus tropas para que pasaran el invierno en las pingües campiñas del río Halis.[944] Su espíritu se sobreponía a la vanagloria de embelesar a Constantinopla con un triunfo a medias, pero se requería indispensablemente la presencia del emperador para aplacar el desasosiego rapaz de los avares.

Desde los tiempos de Aníbal y Escipión, no asoma intento más arrojado que el emprendido y redondeado por Heraclio para el rescate del Imperio.[945] Consintió en que los persas estuviesen por larga temporada avasallando las provincias, y aun insultando a su salvo la capital de Oriente: mientras el emperador iba escudriñando su arriesgado rumbo por el Mar Negro,[946] desde las montañas de Armenia y hasta el corazón de Persia[947] tuvieron los ejércitos del gran rey que acudir a la defensa de su patria ensangrentada. Da Heraclio la vela con cinco mil hombres selectos de Constantinopla para Trebisonda; incorpora sus fuerzas que pasaban el invierno en las regiones pónticas, y desde la embocadura del Tasis hasta el Mar Caspio va enardeciendo a súbditos y aliados, para marchar con el sucesor de Constantino bajo la bandera fiel y victoriosa de la Cruz. Sonrojáronse las legiones de Lúculo y de Pompeyo, apenas atravesaron el Éufrates, con el allanamiento tan obvio de Armenia entera; pero las dilatadas guerras habían ido fortaleciendo aquel pueblo, antes afeminado: su afán y denuedo descollaron en la decadencia del Imperio; estaban temiendo y odiando la usurpación de la alcurnia de Sain, y el recuerdo de tantas persecuciones enconaba más y más su aborrecimiento religioso a los enemigos de Cristo. Deslindaba el Araxes la Armenia cedida a Mauricio; tuvo el río que sobrellevar la afrenta de un puente,[948] y Heraclio, siguiendo las huellas de Marco Antonio, se adelanta hasta la ciudad de Tauris o Gandzaca,[949] capital antigua y moderna de una de las provincias de Media. Acude Cosroes con cuarenta mil hombres de otra expedición remota, para atajar a los romanos, mas se retira a los asomos de Heraclio, desentendiéndose de la gallarda alternativa de paz o refriega. En vez de un millón que se suponía en Tauris, bajo el reinado de los Sofies, quedaba reducida la ciudad a tres mil casas, mas se encarecía el importe de un tesoro real, con la tradición de ser parte de aquel de Creso, trasladado por Ciro de la ciudadela de Sardes. Tan sólo la temporada de invierno ataja la rapidez de Heraclio, motivos cuerdos, o supersticiosos,[950] causan su retirada a la provincia de Albania por las playas del Caspio, y coloca muy probablemente sus tiendas en las llanuras de Mogan,[951] campamento predilecto de los príncipes orientales. Fue durante aquella correría, ostentando el afán y la venganza de un emperador cristiano; los soldados iban, por su mandato, apagando el fuego y derribando los templos de los magos; consumían las llamas cuantas estatuas de Cosroes se alzaran aspirando a obsequios sobrehumanos, y el exterminio de Tebarmas u Ormia,[952] cuna del mismo Zoroastro, desagravió algún tanto los desacatos al santo sepulcro. Arranque más acendrado de religión fue el alivio y rescate de cincuenta mil cautivos, cuyos lloros y vítores entrañables premiaron a Heraclio; disposición sabia que ocasionó las habladurías de los persas contra el engreimiento y la terquedad de su propio soberano.

Entre las glorias de las sucesivas campañas, se pierde Heraclio a nuestra vista y a la de los historiadores bizantinos.[953] El emperador parece que desde las llanuras pingües y anchurosas de Albania fue siguiendo la cordillera hircania, para bajar a la provincia de Media o Irak y llevar sus armas victoriosas hasta las ciudades regias de Cosbin e Ispahán, que nunca tuvieron a la vista conquistadores romanos. Sobresaltado Cosroes con el peligro de su reino, fue agolpando huestes desde el Nilo y el Bósforo, y hasta tres muy poderosas se empeñaron en acorralar, allá en región lejana y enemiga, los reales del emperador. Ya los aliados de Colcos se preparaban para la deserción, y la zozobra de los veteranos estaba retratada, más bien que encubierta, con su desmayado silencio. «Nada de estremecerse —exclamó el denodado Heraclio–, con tantísimo enemigo. Con el auxilio del cielo, un romano ha de dar al través con mil bárbaros; y aun cuando sacrifiquemos nuestras vidas por salvar a los hermanos, alcanzaremos la corona del martirio, y Dios y la posteridad van a galardonarnos con nombradía inmortal». El brío de sus operaciones correspondía a tan grandiosos arranques; rechazó tres avances de los persas, utilizó las desavenencias de sus caudillos, y con sus acertados pasos de marchas, contramarchas y reencuentros ventajosos los arrojó por fin del campo raso y los arrinconó en las fortalezas de Asiria y Media. Con la crudeza del invierno, se conceptuaba Larabaza seguro tras las murallas de Salban; sobrecogiole el ímpetu de Heraclio, dividiendo su tropa y ejecutando una marcha penosísima en medio de la noche, pues aunque defendidos los terrados con tesón inservible contra las descargas y hachones de los romanos, sátrapas y nobles de Persia, con sus mujeres y niños y la flor de su juventud bizarra, quedaron muertos o prisioneros. Huyó precipitadamente el general, pero su armadura de oro fue el premio del vencedor, y los soldados de Heraclio se regalaron con las riquezas y el descanso que tan gallardamente habían merecido. A los asomos de la primavera, el emperador atravesó en siete días las cumbres de Curdistán, y atravesó sin tropiezo el raudal del Tigris. El ejército romano, abrumado con tanto despojo y cautivo, hizo alto bajo los muros de Amida, y Heraclio participó al Senado de Constantinopla su éxito y salvamento, como lo habían allí palpado con la retirada de los sitiadores. Cortaron los persas los puentes del Éufrates, mas apenas halló el emperador un vado, se fueron atropelladamente a defender las márgenes del Saro en Cilicia.[954] Tenía este río, o torrente rapidísimo, trescientos pies [91,43 m] de cauce, estaba el puente fortificado con gruesos torreones, y los saeteros bárbaros guarnecían la orilla. Tras una refriega sangrienta que se dilató hasta la noche, preponderaron los romanos en el asalto, y un persa gigantesco fue muerto y arrojado al Saro por el emperador mismo. Quedaron los enemigos dispersos y exánimes; Heraclio siguió su marcha a Libarte en Capadocia, y a los tres años la propia costa del Euxino vitoreó su regreso de expedición tan larga y victoriosa.[955]

Ambos monarcas batalladores por el Imperio de Oriente, en vez de escaramuzas por los confines, asestaban desesperadamente sus embates al corazón de su contrario. Menoscabada yacía la fuerza militar de Persia, con marchas y peleas por espacio de veinte años, y muchos de los veteranos que sobrevivieron a los peligros del acero y del clima estaban todavía encerrados en las fortalezas de Siria y Egipto. Pero la venganza y la ambición de Cosroes desangraban su reino, y los reclutas de súbditos, extraños y esclavos formaban tres cuerpos diversos y formidables.[956] El primero, de cincuenta mil hombres, esclarecidos con sus galas y con el título de chuzos de oro, debía embestir a Heraclio; el segundo debía apostarse para precaver su incorporación con su hermano Teodoro, y el tercero tenía a su cargo el cerco de Constantinopla, dándose la mano con el chagan, con quien el persa había revalidado su convenio de alianza y partición. Sarbar, general del tercer ejército, se internó por las provincias de Asia, hasta el campamento consabido de Calcedonia, y se fue entreteniendo con el derribo de los edificios profanos y sagrados de los arrabales asiáticos, aguardando con ansia la llegada de sus amigos, los escitas, por la parte contrapuesta del Bósforo. El 29 de junio (626 d. C.), treinta mil bárbaros, la vanguardia de los avares, arrollaron el valladar largo, y fueron aventando para la capital una turba revuelta de campesinos, ciudadanos y soldados. Ochenta mil[957] de sus naturales súbditos y de las tribus vasallas de gépidos, rusos, búlgaros y eslavones se adelantaron a las órdenes del chagan; emplearon un mes en marchas y negociaciones, pero la ciudad entera quedó cercada el 31 de julio, desde los arrabales de Pera y Gálata a las Blaquernas o Siete torres, y el vecindario despavorido estuvo mirando las llamaradas de señales de las playas asiáticas y europeas. Se afanaban entretanto de día y de noche los magistrados de Constantinopla por conseguir la retirada del chagan, mas desechaba con insulto a los diputados, y consintió que los patricios permaneciesen en pie junto a su solio mientras los enviados persas con ropajes de seda estaban sentados al lado de él. «Estáis viendo —prorrumpió el descompasado bárbaro–, las muestras de mi concordia cabal con el gran rey, y su lugarteniente va a enviarme tres mil guerreros escogidos. No oséis más cohechar a vuestro dueño con un rescate parcial e inadecuado; vuestra riqueza y vuestra ciudad son los únicos presentes merecedores de mi dignación. En cuanto a vosotros, voy a franquearos el tránsito con una tuniquilla y una camisa cada uno, y mi amigo Sarbar os dará a mis instancias paso también por sus líneas. Vuestro príncipe ausente, cautivo ya o fugitivo, desamparó Constantinopla a merced de la suerte, y no acertaréis a evitar las armas de los avares o de los persas, a menos que sepáis volar por los aires como aves, o bucear como peces por las aguas».[958] Estuvieron los avares asaltando la ciudad diez días consecutivos; con algún conocimiento ya de la ciencia de los ataques, adelantáronse a socavar o batir la muralla, cubriéndose con zarzos o conchas impenetrables; disparaban sus máquinas descargas incesantes de piedras y dardos, y doce torres de madera empinadas estaban encumbrando los combatientes al nivel de la muralla inmediata. Pero el tesón de Heraclio había trascendido al Senado y al vecindario, a cuyo socorro acudía un cuerpo de doce mil coraceros; el fuego y la maquinaria echaban el resto con maestría en la defensa de Constantinopla, y las galeras de dos o tres órdenes de remos señoreaban el Bósforo, y redujeron los persas a los espectadores de la derrota de los avares. Quedaron éstos rechazados y destruida en el puerto una escuadrilla de canoas eslavonas; los vasallos del chagan amagaban desampararlo, se vio desabastecido, y quemando sus máquinas enarboló la señal de su retirada lenta y pavorosa. La devoción de los romanos atribuyó su rescate a la Virgen María, pero seguramente reprobaría la Madre de Jesucristo el homicidio inhumano de los enviados persas, acreedores a los fueros de la humanidad, ya que no a los de la ley de las naciones.[959]

Desmembrado su ejército, Heraclio se retiró prudentemente a las orillas del Tasis, y desde allí continuó su guerra defensiva contra los cincuenta mil chuzos dorados de Persia. Se desahogó su congoja con la redención de Constantinopla; explayó más y más sus esperanzas una victoria de su hermano Teodoro, y contrapuso a la liga enemiga de avares y persas su alianza honorífica y provechosa con los turcos. Solicitó con galantería a las rancherías de los chozares[960] que trasladasen sus tiendas a las serranías de Georgia, recibiolos en la inmediación de Teflis, y el khan con su nobleza se apeó, si damos crédito a los griegos, y se postraron en tierra para adorar la púrpura del emperador. Acreedor se hacía aquel rendimiento voluntario, con su auxilio apreciable, a un reconocimiento entrañable, y así Heraclio, desciñéndose de su sien la diadema, la colocó en la del príncipe turco, saludándolo con un abrazo amistoso, y llamándolo hijo. Tras un espléndido banquete, regaló a Ziebel la vajilla, los ramilletes, el oro, las joyas y las sedas que habían servido en la mesa imperial, y fue con su misma diestra, repartiendo preseas y pendientes a sus aliados nuevos. En conferencia reservada le mostró el retrato de su hija Eudocia,[961] se allanó a lisonjear al bárbaro con la promesa de una novia hermosa y augusta, consiguió un refuerzo de cuarenta mil caballos, y arregló una llamada poderosa de los turcos por la parte del Oxo.[962] Los persas, en cambio, se retiraron atropelladamente; revistó Heraclio en sus reales de Edesa un ejército de sesenta mil romanos y extranjeros, y empleó venturosamente algunos meses en el recobro de las ciudades de Siria, Mesopotamia y Armenia, cuyas fortificaciones yacían desmejoradas. Manteníase aún Sabar en el apostadero trascendental de Calcedonia, pero celos de Cosroes, o ardides de Heraclio, malquistaron luego al sátrapa poderoso, que desamparó a su rey y a su patria. Interceptose al portador de un mensaje, efectivo o supuesto, al cadrigan o segundo en el mando, encargándole que remitiese sin demora al solio la cabeza de un caudillo criminal o desventurado. Llegó el mandato a manos del mismo Sabar, y al leer su sentencia de muerte incluyó mañosamente los nombres de cuatrocientos oficiales, juntó consejo de guerra, y preguntó al cadrigan si estaba en ánimo de cumplir las órdenes de su tirano. Declararon los persas a una voz que Cosroes había desmerecido el cetro; se ajustó un convenio separado con el gobierno de Constantinopla, y aunque ciertos reparos pundonorosos y políticos retrajeron a Sarbar de incorporarse con las banderas de Heraclio, se le aseguró desde luego que podía continuar sin zozobra en sus intentos de victoria y de paz.

Privado de su mayor soporte, y desconfiado ya de los súbditos, todavía descollaba Cosroes en medio de sus quebrantos. Puede considerarse el guarismo de quinientos mil, como metáfora oriental, para describir a los hombres, armas, caballos y elefantes que cuajaron Media y Asiria, contra la invasión de Heraclio. Pero los romanos se adelantaron denodadamente del Araxes al Tigris, y la prudencia medrosa de Razates se contentó con irlos siguiendo a marcha forzada por un país asolado, hasta que recibió orden terminante de arriesgar la suerte de Persia en el trance de refriega general. Al Oriente del Tigris, al extremo del puente de Moral, descolló la grandiosa antigua Nínive;[963] ni rastro quedaba ya de la ciudad,[964] y su solar franqueaba desahogo para las operaciones de ambos ejércitos. Pero los historiadores bizantinos minimizan estas evoluciones, al par de los poetas épicos o noveleros, atribuyendo la victoria no a la maestría, sino al valor personal de su héroe predilecto. En aquella jornada memorable, Heraclio, cabalgando su Falas, sobrepasó a todos los bravos de su ejército (1 de diciembre de 627 d. C.). Un chuzo le traspasó el labio, y herido su caballo en un anca siguió transportando al dueño salvo y victorioso, por la falange triple de los bárbaros. En lo recio de la refriega, la espada o lanza del emperador fueron matando sucesivamente a tres caudillos valerosos, y entre ellos al mismo Razates; cayó como un soldado, mas la vista de su cabeza aterró y desahució las filas, ya desmayadas, de los persas. Su armadura de oro purísimo y macizo, su escudo de ciento veinte chapas, espada, tahalí, silla y coraza, engalanaron el triunfo de Heraclio, y a no ser tan fiel a Jesucristo y a su madre, el campeón romano hubiera ofrecido el cuarto despojo ópimo, al Júpiter del Capitolio.[965] En la batalla de Nínive, trabada desesperadamente, desde el amanecer hasta las once del día, se cogieron a los persas veintiocho estandartes, fuera de los rotos o destrozados en la pelea; la mayor parte del ejército quedó destrozado, y los vencedores, encubriendo su propio quebranto, pasaron la noche sobre el mismo campo. Confiesan que en tal empeño era más fácil matar que desbaratar a los soldados de Cosroes; en medio de sus amigos difuntos, a sólo dos tiros de ballesta, se mantuvo incontrastable el resto de la caballería persa, hasta las siete de la noche; y a las ocho se retiró a su campamento intacto, recogió su bagaje y se dispersó en torno, más por falta de órdenes que de aliento. No fue menos asombroso Heraclio en su alcance; con una marcha de cuarenta y ocho millas [72,24 km], en veinticuatro horas, su vanguardia ocupó los puentes del Zab mayor y menor, y las ciudades y alcázares de Asiria se franquearon, por primera vez, a los romanos. Por una gradería de grandiosas perspectivas, se internaron hasta el sitio real de Dastagerd, y si bien se había extraído y gastado gran parte del tesoro, parece que el caudal restante sobrepasó a sus esperanzas, y aun sació su codicia. Quemaron cuanto no era portátil, para que Cosroes viniese a padecer el martirio que había estado imponiendo a las provincias del Imperio; y la justicia les habría disculpado, si la asolación se hubiera ceñido a las obras de boato regio, si la antipatía nacional, el desenfreno militar y el afán religioso no hubieran derribado con igual saña las moradas y los templos del súbdito inculpable. El recobro de trescientos estandartes romanos, y el rescate de los muchísimos cautivos de Edesa y Alejandría, realzan con mayor timbre las armas de Heraclio. Continuó su marcha del palacio de Dastagerd, a cortas leguas de Modain o Ctesifonte, hasta que, a las orillas del Arba, quedó atajado por la dificultad del tránsito, la crudeza de la estación y quizá la nombradía de una capital inexpugnable. Señala el regreso del emperador el nombre moderno de la ciudad de Sherhzour; atravesó venturosamente el monte Zara, antes que la nieve que estuvo cayendo incesantemente hasta treinta y cuatro días lo estorbase, y el vecindario de Gandzaca o Tauris tuvo que agasajar con esmero soldados y caballos.[966]

Reducidas ya las ínfulas de Cosroes a la mera defensa de su reino hereditario, el pundonor y aun el empacho debían arrebatarle el encuentro de su contrario en campaña. En la batalla de Nínive su denuedo podía enseñar a los persas a vencer o fenecer con blasón por el acero de un emperador romano. Antepuso el sucesor de Ciro el esperar, desde distancia segura, el éxito del trance e irse retirando más o menos pausadamente del rumbo de Heraclio, hasta que estuvo mirando con suspiros, mientras recogía las reliquias de su derrota, la mansión idolatrada de Dastagerd. Amigos y enemigos conceptuaban que el intento de Cosroes era sepultarse en los escombros de su ciudad y palacio: y como si uno y otro le contrarrestaran igualmente la huida, el monarca de Asia, con Sira y tres mancebas, escaparon por un portillo en la pared, nueve días antes de la llegada de los romanos. La procesión pausada y grandiosa en que se había mostrado a la muchedumbre postrada se trocó en viaje oculto y atropellado, y la primera noche se detuvo en la choza de un campesino, cuya escasa puerta apenas franqueaba entrada para el gran rey.[967] El temor le avasallaba la superstición; al tercer día se internó gozoso en las fortificaciones de Ctesifonte, pero desconfiaba todavía de su salvamento hasta que opuso el raudal del Tigris al veloz alcance de los romanos (29 de diciembre de 627 d. C.). Descubierta su fuga, el terror y el tumulto agitaron el palacio, la ciudad y el campamento de Dastagerd. Dudaban los sátrapas si debían temer más a su soberano que al enemigo, y las beldades del harén se mostraban atónitas y complacidas en presencia del linaje humano, hasta que el marido celoso de tres mil mujeres las encerró de nuevo en otra fortaleza más lejana. El ejército de Dastagerd se retiró por su orden a mayor distancia, resguardando el campamento reciente, con el Arba y una línea de doscientos elefantes; fueron llegando tropas de provincias extraviadas, y se alistaron los sirvientes ínfimos del rey y los sátrapas para la postrera defensa del solio. En manos de Cosroes estaba todavía el conseguir una paz decorosa, y los mensajeros de Heraclio lo fueron repetidamente presionando, para que ahorrase la sangre de tanto súbdito suyo y descargase a un vencedor humano de la precisión de seguir asolando, a fuego y sangre, las provincias más pingües de Asia. Mas las ínfulas del persa aún no habían amainado el par de su estrella; desahogose un momento con la retirada del emperador, lloró con furia impotente por el derribo de sus palacios asirios, y seguía desatendiendo más y más el dilatado y vehemente murmullo de la nación entera, que se lamentaba de que se estaban sacrificando sus vidas y haberes por la terquedad de un anciano. Aquejaban también a este mismo anciano quebrantos mortales de cuerpo y alma, y consciente de que se acercaba el fin de su existencia, acordó ceñir la tiara en las sienes de Mirdaza, su hijo predilecto. Mas ya el albedrío de Cosroes zozobraba, y Siroes, que blasonaba de la jerarquía y las glorias de su madre Sira, había conspirado con los descontentos para esforzar y anticipar sus derechos de primogenitura.[968] Veintidós sátrapas, que se autodenominaban patriotas, se cebaron con los honores y la riqueza de un reinado nuevo, prometió el hijo de Cosroes a la soldadesca aumento de paga, a los cristianos el ejercicio libre de su religión, a los cautivos libertad y premios, y a la nación paz inmediata y rebaja de impuestos. Acordaron los conjurados que Cosroes, con sus insignias reales, se apareciese en el campamento, y si se malograse el intento estaba ya dispuesta su fuga a la corte imperial. Pero todos a una voz vitorearon al nuevo monarca; se atajó la huida de Cosroes (¿y adónde podía huir?) (25 de febrero de 628 d. C.), matáronle en su presencia dieciocho hijos, y lo encerraron en una mazmorra donde expiró al quinto día. Los griegos y los persas modernos se explayan desmenuzando cuánto se insultó a Cosroes, hambreó y se lo martirizó por mandato de un hijo inhumano que sobrepasaba en tanto grado al ejemplo de su padre, pero en el trance de su muerte, ¿qué lengua podrá historiar su muerte?, ¿qué vista ha de calar por la torre de la lobreguez? Según la creencia y lástima de sus enemigos cristianos, allá se derrocó sin esperanza a otro abismo más hondo,[969] y no cabe duda de que los tiranos de todos los tiempos y sectas son los más acreedores a la mansión infernal. Finó la gloria de la casa de Sasán con la vida de Cosroes, pues su hijo descastado tan sólo ocho meses llegó a gozar el fruto de sus maldades, y en el espacio de cuatro años, hasta nueve aspirantes enarbolaron el dictado regio, batallando a todo trance por los destrozos de una monarquía exhausta. Cada provincia y cada ciudad de Persia fue presenciando vaivenes de independencia, de discordia y de sangre, prevaleciendo por ocho años más aquella anarquía, hasta que los bandos enmudecieron y se hermanaron bajo el yugo común de los califas árabes.[970]

Apenas estuvieron transitables las cumbres, quedó el emperador halagüeñamente asombrado del éxito de la conspiración, de la muerte de Cosroes, y del ensalzamiento del primogénito al solio de Persia (marzo de 628 d. C. y ss.). Los autores de la revolución, ansiosos por ostentar su merecimiento en la corte o los reales de Tauris, se adelantaron a los embajadores de Siroes y entregaron las credenciales y cartas de su dueño al hermano emperador de los romanos.[971] Al estilo de todos los usurpadores, achaca sus propias demasías a la divinidad, y sin degradar su majestad sin igual, se brinda a zanjar la discordia dilatada de ambas naciones con un tratado de paz y alianza más duradero que el hierro y el bronce. Sus condiciones quedaron desde luego deslindadas, y fielmente cumplidas; y en cuanto al recobro de los estandartes y prisioneros que estaban en manos de los persas, siguió el emperador el ejemplo de Augusto; el esmero de ambos por el señorío nacional fue vitoreado por los poetas contemporáneos, pero el menoscabo del numen se está palpando por el trecho que media entre Horacio y Jorge de Pisidia; quedaron los súbditos y hermanos de Heraclio escudados de persecución, esclavitud y destierro, pero en vez de las águilas romanas, se devolvió el verdadero leño de la sacrosanta cruz a los encarecidos ruegos del sucesor de Constantino. No ansiaba el vencedor ensanchar la endeblez del Imperio; el hijo de Cosroes se desprendió sin pesar de las conquistas del padre; los persas, al evacuar las ciudades de Siria y Egipto, fueron acompañados decorosamente hasta la frontera, y una guerra que había llegado hasta las íntimas entrañas de ambas monarquías, ninguna variación acarreó en su situación externa y relativa. El regreso de Heraclio, desde Tauris hasta Constantinopla, fue un triunfo incesante, y tras tantísima proeza en seis campañas pudo pacíficamente empaparse en el descanso de sus afanes. A cual más impaciente, Senado, clero, vecindario, allá se arrojó todo al encuentro de su héroe; con lágrimas, vítores, ramos de olivos e inumerables antorchas entró en la capital en una carroza tirada por cuatro elefantes, y luego que el emperador pudo desahogarse del alboroto de tamaño regocijo, paladeó una satisfacción más entrañable con los abrazos de su madre y de su hijo.[972]

El año siguiente fue muy esclarecido con un triunfo de bien diverso tono: la restitución de la verdadera cruz al santo sepulcro. Peregrinó Heraclio a Jerusalén, y el discreto patriarca comprobó la identidad de la reliquia,[973] ceremonia augusta cuya conmemoración anual es la festividad de la exaltación de la Cruz. Encargose al emperador que antes de entrar en el solar sagrado se despojase de la diadema y la púrpura, boato y vanagloria mundana; pero en concepto del clero, la persecución de los judíos se hermanaba mejor con los preceptos del Evangelio. Trepó luego a su solio, para recibir los parabienes de los embajadores de la Francia y de la India, y la nombradía de Moisés, Alejandro y Hércules quedó eclipsada con el blasón y la gloria más esclarecida del gran Heraclio.[974] Pero el libertador del Oriente era endeble y menesteroso, pues la porción principal de los despojos de Persia se había consumido en los gastos de la guerra, repartido a la tropa, o sepultado en las olas del Euxino. Estaba la conciencia del emperador acosada con la obligación de restituir la riqueza del clero, prestada por él para su propia defensa; requeríanse fondos perpetuos para ir reintegrando a acreedores tan inexorables; las provincias, estragadas ya con la codicia y las armas de los persas, tuvieron que pagar a viva fuerza los mismos impuestos, y los atrasos de un solo ciudadano, el tesorero de Damasco, se conmutaron en una multa de cien piezas de oro. La pérdida de doscientos mil soldados,[975] fenecidos en la guerra, era de trascendencia menos aciaga que tantísimo menoscabo en las artes, la agricultura y la población, en tan dilatada y destructora plaga, y aunque Heraclio había formado un ejército victorioso, aquel ahínco extremado parece que apuró, en vez de robustecer, su pujanza. Mientras el emperador estaba triunfando en Constantinopla, un pueblo de menor monta fue saqueado por los sarracenos, quienes destrozaron alguna tropa que se adelantó por Siria, en auxilio de los ciudadanos; ocurrencia vulgar y baladí, si no encabezase una revolución grandísima.

Aquellos salteadores eran los apóstoles de Mahoma, disparose su denuedo fanático de los arenales del desierto, y en los ocho últimos años de su reinado perdió Heraclio con los árabes las mismas provincias que había rescatado de los persas.