XLIII
REBELIONES EN ÁFRICA - RESTABLECIMIENTO DEL REINO GODO POR TOTILA - PÉRDIDA Y RECOBRO DE ROMA - CONQUISTA CABAL DE ITALIA POR NARSÉS - EXTERMINIO DE LOS OSTROGODOS - DERROTA DE LOS FRANCOS Y ALAMANES - POSTRERA VICTORIA; DESVENTURA Y MUERTE DE BELISARIO - MUERTE Y RETRATO DE JUSTINIANO - COMETA, TERREMOTOS, PESTE
La reseña de las naciones desde el Danubio al Nilo ha ido poniendo de manifiesto la flaqueza de los romanos, y nos asombra con razón verlos aferrados en su ahínco de ensanchar un imperio cuyos ámbitos antiguos no alcanzaban a resguardar. Pero las guerras, las conquistas y los triunfos de Justiniano se cifran en los conatos desvalidos y azarosos de la ancianidad, que embargan los restos de pujanza y atropellan el menoscabo del jugo vital. Engreíase con el logro esclarecido de reincorporar el África e Italia a la República; pero las desventuras que se agolparon tras la partida de Belisario estaban retratando el desvalimiento del vencedor, y completó el exterminio de aquellos países malhadados.
Estaba esperando Justiniano que tantas adquisiciones cebasen hasta lo sumo su codicia, al par de su orgullo. Iba pisando las huellas de Belisario un sediento ministro de hacienda, y como los vándalos habían quemado los padrones antiguos del tributo, volaban los cómputos en alas de su albedrío, abultando sin tasa sus recargos sobre la riqueza del África.[487] Aquel aumento de impuestos que arrebataba allá un soberano remoto, y el reembargo general del patrimonio o fincas de la corona, aventaron luego el embeleso del alborozo público, mas el emperador, siempre empedernido para los lamentos del pueblo, se desaletargó y sobresaltó por fin con los clamores del alboroto militar. Muchos de los soldados romanos estaban ya casados con las viudas e hijas de los vándalos. Reclamaban como propios, tanto por derecho de conquista como de herencia, los haberes que había señalado Genserico a sus tropas victoriosas. Desoyeron las reconvenciones tibias o interesadas de los oficiales sobre haberlos Justiniano redimido con sus larguezas, de la cerrilidad o servidumbre en que yacían: que se habían enriquecido con los despojos del África, esclavos, tesoros y alhajas de los bárbaros vencidos, y que el patrimonio antiguo y legítimo de los emperadores debía aplicarse al sostenimiento de aquel gobierno en que tenía que estribar siempre su seguridad y su recompensa. Fomentaban la asonada hasta mil soldados, la mayor parte hérulos, empapados en la doctrina, e incitados por el clero de la secta arriana, y las ínfulas dispensadoras del fanatismo iban santificando a los rebeldes y perjuros. Estaban los arrianos deplorando el exterminio de su iglesia, triunfadora en África por más de un siglo, y se enconaban fundadamente con las leyes del vencedor que vedaban el bautismo de sus niños y el ejercicio de todo culto. En cuanto a los vándalos entresacados por Belisario, la mayor parte con los timbres de su servicio en Oriente, habían trascordado su patria y religión; pero un cuerpo gallardo de cuatrocientos precisó a los marineros, estando a la vista de la isla de Lesbos, a variar el rumbo; arribaron al Peloponeso, encallaron en una costa desierta del África, y tremolaron denodadamente en el monte Auras su bandera de independencia y rebeldía. Mientras las tropas de la provincia desatendían el mando de sus jefes, se fraguó en Cartago una conspiración contra la vida de Solomón, que desempeñaba decorosamente el puesto de Belisario, y los arrianos acordaron religiosamente sacrificar a su tirano al pie del altar en medio de los augustos misterios de la festividad de Pascua. Contuvo la zozobra o el arrepentimiento los aceros de aquellos asesinos, pero el sufrimiento de Solomón enardeció su descontento, y a los diez días se disparó una asonada violentísima en el circo, que luego estuvo asolando el África por más de diez años; la lobreguez, el sueño y la embriaguez suspendieron un tanto el saqueo de la ciudad y la matanza del vecindario; huyó el gobernador con siete compañeros, entre ellos el historiador Procopio, a Sicilia: dos tercios del ejército estaban contagiados en la alevosía, y ocho mil alborotados, juntándose en el campo de Biela, nombraron por caudillo a Estoza, soldado raso, pero dotado de todos los arranques de un rebelde, pues bajo una máscara de libertad su persuasiva sabía mover o disparar los ímpetus de sus iguales. Colocose al nivel de Belisario y del sobrino del emperador, arrojándose a arrostrarlos en campaña, y los generales victoriosos tuvieron que confesar que Estoza era acreedor a empeño más honrado y mando más legítimo. Vencido en batalla se esmeró en los ardides de su negociación, llegando a cohechar a un ejército romano, y haciendo matar en una iglesia de Numidia a los caudillos que habían confiado en su promesa falsa. Apurados ya todos los arbitrios de violencia y alevosía, se engolfó Estoza con algunos vándalos desesperados en los yermos de la Mauritania, logró la hija de un príncipe bárbaro y burló el alcance de sus enemigos, tendiendo la voz de su muerte. La preponderancia personal de Belisario, la jerarquía, el denuedo, y la índole de Germano, sobrino del emperador, y el empuje y tino de Solomón el eunuco en su segundo mando, restablecieron el recato en los reales, y conservaron por algún tiempo el sosiego en África. Pero alcanzaban los achaques de la corte bizantina hasta aquella provincia lejana; se quejaban las tropas de falta de paga y de relevo, y luego que los trastornos públicos estuvieron en el disparador, revivió Estoza, armado y sobre las puertas de Cartago. Feneció en una pelea particular, pero se sonrió agonizando al saber que su venablo había traspasado el corazón de su contrario. El ejemplo de Estoza y el concepto de que el primer rey había sido un soldado venturoso incitó al ambicioso Gontario, y prometiendo partir al África por los moros con un tratado particular, aspiró a entronizarse en Cartago con aquel arrimo tan azaroso. Ascendió al cargo de exarca el endeble Areobindo, tan lego en la paz como en la guerra, por su enlace con una sobrina de Justiniano. Su guardia se alborotó repentinamente y sus plegarias rastreras, moviendo su menosprecio, no ablandaron al inexorable tirano. Artabano en un banquete traspasó al mismo Gontario a los treinta días de reinado, y se hace muy reparable que un príncipe armenio, de la familia real de Arsaces, viniese a restablecer en Cartago la autoridad del Imperio Romano. En la conspiración que desenvainó la daga de Bruto contra la vida de César, todos los pormenores abultan y halagan a la posteridad, pero la atrocidad o el merecimiento de aquellos asesinos leales o rebeldes sólo podían interesar a los contemporáneos de Procopio, quienes por sus esperanzas o zozobras, sus intimidades o enconos, se comprometían personalmente en las revoluciones del África.[488]
Iba aquel país reinstalándose aceleradamente en la rematada barbarie de donde lo habían desemponzoñado las colonias fenicias y las leyes romanas, y todos los pasos de sus discordias internas se encaminaban a la preponderancia del bozal sobre el civilizado. Eran los moros,[489] aunque idiotas en punto a justicia, mal sufridos para toda opresión: su vida errante y sus desiertos interminables frustraban las armas y burlaban las cadenas de todo vencedor, y luego vio que ni juramentos ni obligaciones afianzaban su lealtad. Sojuzgolos como atónitos momentáneamente la victoria del monte Auras, y aunque acataban el pundonor de Solomón, menospreciaban la altanería odiosa y el gran boato de sus dos sobrinos Ciro y Sergio, a quienes el tío había a ciegas encargado los gobiernos provinciales de Trípoli y de Pentápolis. Acampó una tribu mora junto a los muros de Septis, para renovar su alianza y recibir del gobernador los agasajos acostumbrados. Admitiéronse amistosamente ochenta de sus diputados en la ciudad, mas con la sospecha confusa de conspiración, murieron de mano airada en la mesa de Sergio; y al punto retumbó el eco de armas y venganza por los valles del monte Atlas, desde entrambas Sirtes hasta el océano Atlántico. Acarreáronse los romanos la enemistad de Antalas, con la muerte o ejecución injusta de su hermano. Descolló ya por valeroso en la derrota de los vándalos; sus asomos de justicia y despejo se hacían reparables en un moro, y al reducir a Adrumeto a cenizas, avisó sosegadamente al emperador que cabía afianzar el sosiego de África con el relevo de Solomón y de sus malvados sobrinos. Salió el exarca con sus tropas de Cartago, pero a las seis jornadas, junto a Tebeste,[490] quedó atónito al ver el número superior y la traza gallarda de los bárbaros. Propuso un tratado, entabló una reconciliación y se brindó a obligarse con los juramentos más solemnes. «¿Con qué juramentos se ha de sujetar? —interrumpieron airados los moros–, ¿jurará por los Evangelios, que son los libros divinos de los cristianos? Sobre los mismos libros estuvo vinculada la fe de Sergio con ochenta de nuestros hermanos inocentes y desventurados. Antes que nos fiemos por segunda vez, a ver hasta dónde llega su eficacia con el castigo del perjurio y el desagravio de su propio pundonor.» Desagraviose en el campo de Tebeste su pundonor, con la muerte de Solomón y el exterminio de su ejército. Llegaron nuevas tropas con caudillos más inteligentes, frenaron la insolencia de los moros, matándoles hasta diecisiete de sus príncipes en una misma batalla; rendimiento pasajero y mal seguro que se celebró encarecidamente en Constantinopla. Correrías sinnúmero habían ido estrechando la provincia de África a un tercio de Italia, pero los emperadores romanos siguieron reinando más de un siglo en Cartago y la costa principal del Mediterráneo. Las victorias y los descalabros de Justiniano venían a ser igualmente azarosos para el linaje humano, y tal fue la asolación del África, que por muchas partes vagaba el viandante días enteros sin encararse con un amigo o con un extraño. Había fenecido la nación vándala, pues abrigó algún tiempo hasta ciento sesenta mil guerreros, sin comprender niños, mujeres ni esclavos. Infinitamente más crecido fue el número de las familias moras exterminadas en una guerra sañuda, y luego caía igual descalabro sobre los romanos y sus aliados, que iban pereciendo por el clima, por sus reencuentros mutuos y por el desenfreno de los bárbaros. Procopio al desembarcar se estaba pasmando de ver el vecindario de las ciudades y aldeas, afanado todo en el comercio y la labranza, y en menos de veinte años se trocó aquel hervidero en soledad yerta; los pudientes se salvaron en Sicilia y Constantinopla, y el historiador reservado afirma sin reparo que en las guerras y el gobierno de Justiniano vinieron a fenecer hasta cinco millones de africanos.[491]
Los celos de la corte bizantina le impidieron a Belisario completar la conquista de Italia, y su rauda partida rehízo el denuedo de los godos,[492] quienes acataban su numen, su pundonor y hasta el motivo recomendable que le había estrechado a engañarlos y desecharlos. Habían perdido su rey (quebranto baladí), su capital y sus tesoros, las provincias desde Sicilia hasta los Alpes y la fuerza militar de doscientos mil bárbaros, colmadamente equipados en armas y caballos. Mas aún no se había malogrado todo, puesto que se estaba defendiendo Pavía con mil godos pundonorosos, enamorados de la libertad y de su antigua prepotencia. Brindose unánimemente el mando supremo al valeroso Uraxas, y sólo para él podía la desventura de su tío Vitiges motivar su exclusión. Su voto encaminó la elección hacia Hildibaldo, cuyo desempeño llevaba el realce de la esperanza que su deudo Teudis, el monarca español, acudiría al interés general de la nación goda. Abonaba al parecer la elección su acierto en el mando por Liguria y Venecia, pero luego manifestó al orbe entero cuán incapaz era de perdonar y de mandar a su bienhechor. Lastimaban a la consorte de Hildibaldo la hermosura, los haberes y el engreimiento de la esposa de Uraxas; y la muerte de aquel patricio virtuoso airó sobremanera a un pueblo libre. Un asesino denodado ejecutó la sentencia, arrancando la cabeza de Hildibaldo en medio de un banquete. Los rugios, tribu advenediza, tomaron a su cargo la elección, y Totila, sobrino del último rey, fue inducido por venganza a entregarse él mismo y la guarnición de Trevigo al poder de los romanos. Pero el mancebo gallardo y cabal prefirió el trono godo al servicio de Justiniano, y purificado ya el palacio de Pavía de la usurpación de los rugios, revistó las fuerzas nacionales de cinco mil soldados y emprendió arrojadamente el restablecimiento del reino de Italia.
Los sucesores de Belisario, hasta once generales de igual jerarquía, desatendieron el trance de enfrentar a los godos todavía endebles y mal avenidos, dando lugar a que los progresos de Totila y las reconvenciones de Justiniano los pusiesen en movimiento. Abriéronse sigilosamente las puertas de Verona a Artabano, capitaneando cien persas al servicio del emperador. Huyen los godos de la ciudad; páranse los generales romanos a sesenta furlongs [12,06 km] para repartirse el despojo y, en medio de sus reyertas, descubre el enemigo la cortedad de los vencedores, quedan los persas arrollados, y Artabano se salva brincando una valla para luego fenecer del lanzazo de un bárbaro que lo había retado particularmente. Adelántanse contra las fuerzas de Totila veinte mil romanos, junto a Faenza, por los cerros de Mugello en el territorio florentino. El ímpetu de hombres libres que pelean por el recobro de su patria se abalanza a las tropas asalariadas y desfallecidas, que hasta carecen del brío de la servidumbre disciplinada. Desamparan al primer avance sus banderas, arrojan las armas y se dispersan con tal velocidad que minoran la pérdida al paso que rematan la afrenta del vencimiento. El rey godo, sonrojado con la ruindad de sus enemigos, sigue aceleradamente el rumbo del pundonor y la victoria; atraviesa el Po, tramonta el Apenino, suspende la conquista importante de Rávena, Florencia y Roma, y se interna por el corazón de Italia para entablar el sitio, o más bien bloqueo, de Nápoles. Los caudillos romanos, aprisionados en sus ciudades respectivas, y reconviniéndose mutuamente por el desdoro general, no se arrestan a entorpecerle el intento. Mas el emperador, sobresaltado con el peligro y el conflicto de sus conquistas italianas, envía una escuadra con un cuerpo de soldados tracios y armenios al socorro de Nápoles. Se detienen en Sicilia para acopiar abastos, pero las demoras del nuevo jefe, magistrado desaguerrido, fueron dilatando los padecimientos de los sitiados, y los auxilios llegados allá tardía y apocadamente van cayendo en poder de los bajeles armados dispuestos por Totila en la bahía de Nápoles. El jefe de los romanos, arrastrado con una soga al cuello al pie de la muralla, exhorta desde allí con voz trémula a los ciudadanos para que imploren como él mismo la conmiseración del vencedor. Piden tregua, comprometiéndose a rendir la ciudad si no acude socorro ejecutivo en el plazo de treinta días. En vez de un mes el osado bárbaro les concede tres, confiado fundadamente en que el hambre ha de anticipar el término de la capitulación. Rendidos Nápoles y Cuma, las provincias de Lucania, Apulia y Calabria se sujetan al rey godo, quien acaudilla su ejército hasta los umbrales de Roma, sienta el real en Tibur, o Tívoli, a veinte millas [32,18 km] de la capital, y encarga sosegadamente al Senado y al pueblo que vayan cotejando la tiranía de los griegos con las dichas del reinado godo (541-544 d. C.).
El logro tan ejecutivo de Totila debe atribuirse en parte al vuelco que tres años de experiencia habían causado en el concepto de los italianos. Por mandato, o por lo menos en nombre de un emperador católico, habían arrebatado el papa,[493] su padre espiritual, de la Iglesia romana para morir de hambre, o de mano airada, en una isla yerma.[494] Reemplazaban las virtudes de Belisario con los vicios uniformes o variados de once caudillos en Roma, Rávena, Florencia, Perugia, Spoleto, etc., quienes se valían de la autoridad para su desenfreno lujurioso o avariento. Las mejoras de las rentas se habían encargado a un escribiente caviloso, Alejandro, consumado en las estafas y tropelías de la escuela bizantina, apodado Saliction, o la tijera,[495] por su maña peregrina para cercenar una moneda de oro sin desfigurarla. En vez de dar treguas para el restablecimiento de la paz y la industria, impuso un gran recargo sobre los haberes de los italianos. Extremó más la odiosidad procesando arbitrariamente a cuantos allá, en el reinado godo, habían manejado los caudales públicos. Los súbditos de Justiniano que se libertaban de aquellas vejaciones parciales padecían el sumo quebranto del mantenimiento descomedido de la soldadesca que Alejandro altaneramente defraudaba, y con sus correrías atropelladas en busca de caudales y abastos incitaba a los campesinos para anhelar y agenciar su rescate con el pundonor de algún bárbaro. Era Totila[496] recatado y parco, y ante todo incapaz de engañar a compañeros ni enemigos, que se acogieran a su palabra o su clemencia. Pregonó halagüeñamente por las campiñas de Italia que siguiesen los labradores con sus afanes de labranza sin zozobra, pues con pagar los impuestos corrientes los resguardaría con sus disposiciones de las demasías de la guerra. Iba atacando las fortalezas, y habiéndolas rendido arrasaba las fortificaciones para libertar al vecindario de los quebrantos de todo sitio, privar a los romanos de aquel resguardo y decidir la contienda angustiosa de las dos naciones con una refriega en campo raso. Tentaba a los cautivos y desertores romanos para alistarse en su servicio; atraía a los esclavos con la promesa formal y valedera de que nunca se les entregaría a sus dueños, y con los mil guerreros de Pavía se fue avecindando un nuevo pueblo, llamado godo, en los reales de Totila. Cumplía muy puntualmente los artículos de toda capitulación, sin escudriñar cavilosamente ventajas con expresiones dudosas o acontecimientos imprevistos; había pactado la guarnición de Nápoles que se la trasportase por mar; la tenacidad de los vientos contrarió el viaje, pero se les suministraron generosamente caballos, abastos y una salvaguardia hasta las puertas de Roma. Se devolvieron sin rescate a sus maridos las mujeres de los senadores, sobrecogidas por las quintas de la Campania: se castigaba inexorablemente con pena de muerte toda tropelía contra el recato mujeril, y en el reparto del alimento provechoso a los hambrientos napolitanos, el vencedor manifestó el esmero y miramiento de un médico discreto. Las virtudes de Totila son igualmente loables, así provengan de la política, de la religión, o de la humanidad; solía arengar a sus tropas tomando siempre por tema que la relajación nacional corre pareja con el exterminio, que la victoria es alumna de las virtudes morales al par que de la pujanza militar, y que el príncipe y aun el pueblo son responsables de las demasías que dejan de castigar.
Amigos y enemigos se aunaron para activar el regreso de Belisario para salvar el país que había conquistado, y se le impuso la guerra goda como un feudo o un destierro. Héroe en las orillas del Éufrates y esclavo en el palacio de Constantinopla, admitió con repugnancia el encargo penosísimo de sostener su propia nombradía, y enmendar los yerros de los sucesores. Abierto estaba el mar para los romanos: reuniéronse bajeles y tropa en Salona, junto al palacio de Diocleciano; refrescó y revistó sus soldados en Pola de Istria, fue costeando hasta el extremo el Adriático, se detuvo en Rávena, y expidió órdenes más bien que auxilios a las ciudades súbditas. Dirigió su primera oración pública a godos y romanos, en nombre del emperador, que suspendía los afanes de la guerra persa por acudir a los ruegos de los italianos. Apuntaba de paso las causales y los fraguadores de los nuevos quebrantos, esmerándose en orillar toda zozobra por lo pasado y toda confianza de impunidad para lo venidero, y echando el resto, con más ahínco que acierto, por hermanar a todos los individuos del gobierno en concordia entrañable de afecto y obediencia. Apetecía Justiniano, su graciable dueño, indultar y premiar, e interesaba y le correspondía ir convocando a los hermanos alucinados que habían seguido a ciegas los artificios del conquistador. No asomó un desertor de las banderas del rey godo, y Belisario percibió que se lo había enviado a presenciar la gloria de un mancebo bárbaro, pues su propia carta exhibe arranques pundonorosos y pinceladas vivísimas de las angustias de un pecho esclarecido. «Mi excelente príncipe, hemos aportado en Italia faltos de pertrechos, gente, caballos, armas y dinero. En nuestra última vuelta por las aldeas de Tracia e Iliria, hemos ido recogiendo con sumo afán como cuatro mil reclutas, desnudos e inhábiles en el manejo de las armas y los ejercicios de un campamento. La tropa ya de asiento en la provincia se queja, teme y desfallece; al eco del enemigo abandona los caballos y arroja las armas. No cabe recaudar impuestos, por cuanto Italia está en manos de los bárbaros, y con la carencia de medios, ni nos queda mando, ni aun mera suposición de autoridad. Tened entendido, Señor, que la mayor parte de vuestra tropa ha desertado ya a los godos. Si cupiese llevar a cabo la guerra con la mera presencia de Belisario, cumplidos quedan vuestros deseos, puesto que Belisario se halla ya en Italia. Pero si anheláis vencer, otros preparativos se requieren, pues sin fuerza militar el dictado de general es un eco sin fundamento. Sería del caso devolverme mis propios veteranos y mi guardia personal. Antes de salir a campaña, necesito un refuerzo competente de cuerpos de línea y tropas ligeras, y sólo con dinero cabe proporcionarse el auxilio indispensable de un grueso de caballería de los hunos.»[497] Envió de Rávena Belisario un oficial de su confianza para activar y traerle los auxilios, mas desatendiose el mensaje, y se detuvo al enviado en Constantinopla con un desposorio aventajado. Apurado ya todo el sufrimiento con demoras y desaires, repasó el general romano el Adriático y estuvo en Durazzo esperando la llegada de la tropa que se iba juntando pausadamente, entre los súbditos y aliados del Imperio. No alcanzaban sus fuerzas a libertar a Roma estrechamente sitiada por el rey godo. Cubrían los bárbaros la vía Apia por espacio de cuarenta jornadas, y como el tino de Belisario tenía que sortear una batalla, antepuso la navegación segura y expedita, de cinco días desde la costa del Epiro, hasta la desembocadura del Tíber.
Avasallados ya, a viva fuerza o por convenio, los pueblos de menor entidad por el interior de Italia, pasó Totila no a asaltar, sino a cercar y desabastecer la antigua capital. Acosaba Besas con su codicia y resguardaba con su valor a Roma; caudillo veterano y de origen godo, tenía que abarcar, con una guarnición de tres mil hombres, el ámbito anchuroso de las quebrantadas murallas. Estaba negociando aventajadamente con las privaciones del pueblo, y se complacía interiormente con la duración del sitio. Los acopios redundaron en su utilidad propia: el desprendimiento del papa Vigilio había recogido y embarcado un crecido abasto de trigo de Sicilia, pero los bajeles salvos de las manos de los bárbaros caían en las más rapaces del gobernador, que iba repartiendo su ración cercenada a la tropa y vendiendo lo restante a los romanos más pudientes. Costábales el medimno, o media fanega [27,75 kg] de centeno, siete piezas de oro; se daban cincuenta por un buey, precio extraño y casual; creció el hambre, y al mismo paso esta exorbitancia; y la soldadesca solía privarse de su cuota, que apenas alcanzaba a sostenerle la vida. Una mezcla desabrida y nociva, en la que el afrecho era tres tantos de la harina, aplacaba el hambre de los menesterosos; tuvieron luego que alimentarse de caballos muertos, perros, gatos y ratas, y aun que arrebañar la hierbecilla y las ortigas que crecían por los escombros de la ciudad (mayo de 546 d. C.). Una turba de vestiglos descarnados, enfermizos y desesperados, cercó el palacio del gobernador, clamando verdadera pero inserviblemente que debía el dueño mantener a sus esclavos, y amonestándole rendidamente a que acudiese a su mantenimiento, les franquease el paso, o les mandase matar inmediatamente. Replicó Besas con empedernido sosiego que le era imposible alimentar, mal seguro el despedir, e ilegal el matar a los súbditos del emperador. Pero el ejemplo de un ciudadano pudo enseñar a los demás que no cabe a un tirano apear del privilegio de quitarse la vida. Traspasado con los alaridos de cinco niños que clamaban en vano al padre por pan, mandó seguir sus pasos, se adelantó con silenciosa y pacífica desesperación a uno de los puentes del Tíber, y tapándose el rostro se arrojó de cabeza al río, en presencia de su familia y del pueblo romano. Besas[498] a los ricos y apocados vendía el permiso de su salida, pero los más de los fugitivos fueron pereciendo por las carreteras, o a manos de las partidas volantes de los bárbaros. Entretanto iba el mañoso gobernador halagando y esperanzando al vecindario, con voces vagas de armadas y tropas que acudían a su socorro, desde los extremos de Levante. Confortolos más la seguridad de que había Belisario aportado, y sin pararse a contar sus fuerzas, descansaban entrañablemente con la humanidad, el denuedo y la maestría de su esclarecido libertador.
Advertido de suyo Totila, fue atravesando tropiezos a tamaño antagonista. A noventa furlongs [18,09 km] debajo de la ciudad, en lo más estrecho del cauce, lo atajó todo con una presa, levantando a sus extremos dos torres empinadas y guarnecidas por los godos más esforzados, y surtidos de arrojadizas y máquinas ofensivas. Ceñía la inmediación de la torre y malecón una cadena recia de hierro, y ésta tenía en sus extremos una porción de flecheros selectos. Pero el empeño de arrollar la valla y rescatar la capital manifiesta un rasgo descollante del arrojo y la maestría de Belisario. Adelántase la caballería desde el puerto por la carretera, para frenar los intentos y distraer la atención del enemigo; repártense la infantería y los abastos en doscientos lanchones, cada uno parapetado con tablones, y sus aspilleras para el tiro de las arrojadizas. A vanguardia van dos bajeles grandiosos encadenados sosteniendo en medio un castillo nadante que señorea las torres de la presa, y encierra un repuesto de lumbre, betún y azufre. Guía en persona todo el aparato, movido a viva fuerza contra la corriente del río. Estalla la cadena al empuje, y los enemigos que guardaban las orillas quedan muertos o dispersos. Al llegar a la valla principal, se aferra el barco incendiario a la presa: queda abrasada una de las torres con doscientos godos; cantan victoria los asaltadores, y Roma hubiera estado en salvo si los oficiales de Belisario no hubieran frustrado con gran torpeza su sabiduría. Había de antemano dispuesto que Besas acudiese a esforzar la empresa con una salida oportuna de la ciudad, y había terminantemente colocado a su teniente Isaac al resguardo del puerto. Tiene inmóvil a Besas su codicia, mientras el denuedo juvenil de lsaac lo pone en manos de un enemigo superior. Llega de improviso el eco de su derrota muy abultado a los oídos de Belisario: se para; prorrumpe en aquel único trance de su vida en arranques de extrañeza e indecisión, y dispone a su despecho la retirada por salvar a su mujer Antonina, sus tesoros y el único fondeadero que poseía en Toscana. El quebranto de su ánimo le acarreó una fiebre aguda y casi mortal, y Roma quedó desahuciada, a la compasión o las iras de Totila. Enconose la enemiga nacional con la continuación de las hostilidades; arrojaron afrentosamente al clero arriano de Roma, al arcediano Pelagio sin éxito de una embajada al campamento godo, y a un obispo siciliano, enviado o nuncio del papa, le cortaron ambas manos, por propasarse a afirmar falsedades a favor de la Iglesia y del Estado.
Había el hambre relajado la disciplina y la pujanza de la guarnición de Roma. No cabía emplear en el servicio un vecindario moribundo, y la codicia inhumana de traficante desvió a Besas de los desvelos del gobierno. Cuatro centinelas isaurios, mientras los compañeros dormían y los oficiales faltaban, se descolgaron con una cuerda de la muralla, y propusieron reservadamente al rey godo la introducción de su tropa en la ciudad. Mereció tibieza y desconfianza la propuesta; volvieron a salvo, y repitieron luego la visita; se escudriñó dos veces el paraje; se supo y se desatendió la conspiración, y apenas accedió Totila al intento, franquearon la puerta Asinaria a los godos. Se mantuvieron en batalla hasta el amanecer, recelosos de alevosía o celada, pero ya Besas había huido con su tropa, y al estrechar al rey para seguirles el alcance, contestó cuerdamente que no había vista más halagüeña que la de un enemigo huyendo. Los patricios que todavía conservaban caballos, Decio, Basilio, etc., acompañaron al gobernador; sus hermanos, entre ellos Olibrio, Orestes y Máximo, expresa el historiador que se retrajeron a la iglesia de San Pedro, pero la afirmativa de que sólo quinientas personas permanecieron en la capital infunde dudas acerca de su relación o del texto. Al ostentar el alba la victoria completa de los godos, visitó el monarca devotamente el túmulo del príncipe de los apóstoles, mas al estar orando ante el altar, veinticinco soldados y sesenta ciudadanos fueron degollados en el atrio del templo. Encarósele el arcediano Pelagio[499] con los Evangelios en la mano. «Oh, Señor, apiadaos de vuestro servidor». «Pelagio —dijo Totila, con insultante risa–, ese orgullo se allana ahora a ser suplicante». «Soy suplicante —replicó el advertido arcediano–, Dios nos ha hecho vuestros súbditos, y como tales somos acreedores a vuestra clemencia». Perdonáronse las vidas a los romanos a sus rendidas plegarias, y se mantuvo intacto el recato de doncellas y matronas de todo ímpetu de los hambrientos soldados, pero se los galardonó con la libertad del saqueo, luego que los despojos más preciosos se hubieron reservado para el real tesoro. Rebosaban las casas de los senadores de oro y plata, y la codicia de Besas se afanó tan atroz y desvergonzadamente para beneficio del vencedor. Cupo en este vuelco a los hijos y niñas de cónsules romanos el sumo desamparo que habían menospreciado o socorrido, pues iban cubiertos de andrajos de puerta en puerta mendigando el pan, tal vez en balde, a los umbrales mismos de sus moradas hereditarias. Abocó Rusticiana, hija de Símaco y viuda de Boecio, generosamente sus riquezas, al alivio del hambre, pero embraveció a los bárbaros la voz de que había movido al pueblo para que derribase las estatuas del gran Teodosio, y ya iba a quedar sacrificada a su memoria la vida de aquella matrona venerable, a no acatar Totila su nacimiento, sus virtudes, y aun el motivo entrañable de su venganza. Al día siguiente pronunció dos oraciones, para dar el parabién y entrenar a los godos victoriosos, y afear al Senado, como a ínfimos esclavos, su perjurio, devaneo e ingratitud; manifestándole ceñudamente que les quitaba los honores y estados, agraciando debidamente a sus compañeros de armas. Indultolos por fin, y los senadores correspondieron a su clemencia, oficiando a sus vasallos o arrendadores en las provincias de Italia para que desamparasen las banderas de los griegos, siguiesen cultivando las haciendas pacíficamente, y aprendiesen de sus amos a cumplir con la debida obediencia al soberano godo. Mostrose inexorable con la ciudad que tanto había estado atajando la carrera de sus victorias: demoliose alternadamente un tercio de las murallas, se dispuso fuego y máquinas para volcar las obras más grandiosas de la Antigüedad, y quedó atónito el orbe, con el decreto aciago de que Roma había de convertirse en dehesa para el ganado. La entereza comedida de una representación de Belisario suspendió aquella ejecución, recomendando al bárbaro que no tiznase su nombradía con el exterminio de monumentos que eran el blasón de los difuntos y el embeleso de los vivos; y el dictamen de un enemigo recabó de Tolila la conservación de Roma, como gala de su reino y la prenda más aventajada para la paz y reconciliación. Después de manifestar a los enviados de Belisario su ánimo de conservar Roma, colocó a ciento veinte furlongs[24,12 km] un ejército para atalayar los movimientos del general enemigo. Marchó con las fuerzas restantes a Lucania y la Apulia, y se aposentó sobre una de las cumbres del monte Gárgano,[500] uno de los campamentos de Aníbal.[501] Tuvieron que irle siguiendo los senadores, para luego dejarlos encerrados en las fortalezas de Campania; los ciudadanos con mujeres y niños fueron repartidos por destierros, y por cuarenta días quedó Roma en el desamparo de una soledad pavorosa.[502]
Resarciose luego la pérdida de Roma con un arrojo (febrero de 547 d. C.) el cual, según el éxito, el concepto público graduará de temeridad o de heroísmo. Tras la partida de Totila, sale el general romano del puerto, capitaneando mil caballos, destroza a cuantos enemigos se le atraviesan, y se asoma, condolido y reverente, al ámbito solitario de la ciudad eterna. Tremola su estandarte en el Capitolio, y resuelto a mantenerse a todo trance en aquella cumbre esclarecida, convoca sus mayores fuerzas; acude el vecindario, a impulsos de su cariño patrio y esperanzado de alimento, y se envían de nuevo las llaves de Roma a Justiniano. Restablécense las murallas demolidas con materiales toscos o desímiles; se despeja el foso; se derraman sin tasa aguijones de hierro[503] por las carreteras para lastimar a la caballería, y como no era posiblel rehabilitar ejecutivamente las puertas, se atajan las entradas con un antemural espartano de pechos valerosos. Acude Totila atropelladamente, a los veinticinco días, de la Apulia, ansiando su desagravio. Espérale Belisario; rechaza repentinamente a los godos en tres asaltos generales; pierden la flor de su tropa; el estandarte real peligra de caer en manos del enemigo, y se desploma como se había encumbrado la nombradía de Totila con la fortuna de sus armas. Descolló el general romano por cuanto cabe en el denuedo y la maestría, y sólo faltaba que Justiniano, echando oportunamente el resto, redondease la empresa que su ambición había entablado. La flojedad o el desvalimiento de un príncipe despreciador de sus enemigos y envidioso de sus mismos sirvientes fue dilatando los quebrantos de Italia. Tras largo silencio, dispone que Belisario deje una guarnición competente en Roma y pase a la provincia de Lucania, cuyos moradores, a impulsos de su catolicismo, habían sacudido el yugo de sus vencedores arrianos. En estos desairados vaivenes, aquel héroe, invicto contra el poderío de los bárbaros, quedó ruinmente vencido con las demoras, la desobediencia y la cobardía de sus propios oficiales. Descansaba en su residencia de invierno de Crotona, muy confiado en que los dos tránsitos de la serranía Lucania quedaban resguardados con su caballería. Vencidos ambos por flojedad o alevosía, la marcha ejecutiva de los godos apenas dio tregua a Belisario para salvarse en la costa de Sicilia. Juntose por fin armada y ejército, para el rescate de Rusciano o Rosano,[504] fortaleza a sesenta furlongs[12,06 km] de las ruinas de Síbaris, adonde se habían refugiado los nobles de Lucania. Una tormenta desbarató en el primer avance las tropas romanas, y al acercarse luego a la playa, estuvieron mirando los cerros cuajados de flecheros, y el desembocadero defendido con una línea de picas, y allá el rey godo ansioso por batallar. Retirose el conquistador de Italia suspirando, y siguió entorpecido y desairado hasta que Antonina, enviada a Constantinopla para agenciar auxilios, logró, muerta ya la emperatriz, el permiso para el regreso de su marido.
Podían las cinco últimas campañas de Belisario desenconar no tanto la envidia de sus competidores, cuyos ojos tenía deslumbrados y mal heridos su primera gloria. En vez de libertar a la Italia de los godos, había tenido que ir vagando fugitivamente por la costa, sin osar internarse ni admitir el reto denodado y repetido de Totila. Mas en el concepto de los pocos deslindadores de disposiciones y acontecimientos, cotejando medios y resultados, descolló con mayor maestría en el arte de la guerra, entonces en el auge de su prosperidad, cuando presentó dos reyes cautivos ante el solio de Justiniano. No enfrió la edad el denuedo de Belisario; la experiencia realzó su tino, mas su humanidad y su justicia asoman algún tanto quebrantadas con los embates violentos de la necesidad. La mezquindad o escasez del emperador lo obligaron a desviarse de la norma que le había merecido el cariño y la confianza de los italianos. Se acudía a la guerra acosando a Rávena, Sicilia y todos los súbditos leales del Imperio, y la persecución extremada contra Herodiano le impidió al oficial reo o agraviado entregar Spoleto en manos del enemigo. La codicia de Antonina, amainando a temporadas con sus amores, había quedado a solas reinante en su corazón. Conceptuaba el mismo Belisario que las riquezas en un siglo estragado eran el cimiento y la gala del mérito personal, y no cabe suponer que se propasase a mancillar su pundonor por el servicio público, sin rozarse en algún despojo para sí mismo. Sorteó el héroe el acero de los bárbaros, pero los puñales de la conspiración estaban acechando su regreso.[505] Rebosando de riquezas y honores, el azote de la tiranía africana se lamentaba de la ingratitud de las cortes. Aspiró a desposarse con Proyecta, sobrina del emperador, la que ansiaba galardonar a su enamorado; pero Teodora, devota, esforzó el estorbo de su primer enlace. Enardecían lisonjas el engreimiento de su alcurnia regia, y los servicios de que blasonaba lo estaban habilitando para hechos desalmados y sanguinarios. Se acordó la muerte de Justiniano, mas aplazaron los conspiradores su ejecución hasta que pudieran sorprender a Belisario desarmado y desnudo en el palacio de Constantinopla. Desahuciados de cohecharlo, temían fundadamente la venganza, o más bien justicia, del general veterano, capaz de juntar arrebatadamente un ejército en Tracia, para castigar a los asesinos, y tal vez paladear el fruto de su delito. La demora les facilitó comunicaciones temerarias y confesiones decorosas; condenó el Senado a Artabano, mas la suma blandura de Justiniano los dejó en el arresto desahogado del palacio, hasta que vino a indultarlos de tamaña tentativa contra su trono y su vida. Perdonando el emperador a sus enemigos, tenía que abrazar entrañablemente a un amigo cuyas victorias sonaban únicamente, y que debió estrecharse más y más con el príncipe, por la circunstancia reciente de su peligro común. Iba Belisario descansando de sus afanes, allá en la jerarquía encumbrada de general del Oriente y conde de los domésticos, y los cónsules y patricios más antiguos cedían acatadamente la preferencia al mérito sin par del primero entre los romanos.[506] Allanábase más y más este primero entre los romanos a ser esclavo de su mujer, pero aquella servidumbre habitual y afectuosa era ya menos desairada, desde que la muerte de Teodora había quitado el ruin influjo de la zozobra. Juanina, su hija y heredera única de sus haberes, estaba ya apalabrada con Anastasio, nieto, o más bien sobrino, de la emperatriz,[507] cuyo intermedio propicio dio pábulo al incremento juvenil. Mas falleció con Teodora su poderío, regresaron los padres de Juanina, y su honor y tal vez su dicha, todo vino a quedar sacrificado a la venganza de una madre empedernida, que frustró los desposorios comprometidos antes de ratificarse con las ceremonias eclesiásticas.[508] Quedaba ya a la partida de Belisario sitiada Perusa, y pocas ciudades se hacían inexpugnables para las armas godas. Resistían aun Rávena, Ancona y Crotona, y al pedir Totila el desposorio con una de las hijas de Francia, padeció la reconvención amarga de que el rey de Italia no era acreedor a su dictado mientras no lo reconociese el pueblo romano. Habían quedado, para la defensa de la capital, tres mil soldados sobresalientes, y maliciando monopolios degollaron al gobernador, y participaron a Justiniano con una diputación del clero, que no indultándoles su demasía y satisfaciéndoles sus atrasos, se abalanzarían a las ofertas ventajosas que les estaba haciendo Totila. Mas el oficial que tomó aquel mando (era Diógenes su nombre) merecía su aprecio y confianza, y los godos en vez de lograr una conquista obvia tropezaron con una resistencia porfiada de la tropa y el vecindario, quienes resignadamente aguantaban la carencia del puerto, y de todo suministro marítimo. Se hubiera levantado quizás el sitio de Roma si las larguezas de Totila con los isaurios no hubieran cebado a algunos de sus paisanos para repetir sus alevosías. En la lobreguez de la noche, mientras el clarín godo resonaba por otra parte, abren sigilosamente la puerta de San Pablo; dispáranse los bárbaros a la ciudad, y atajan la guarnición fugitiva antes de coger la bahía de Centumcella. Un alumno de Belisario, Pablo de Cilicia, se retiró con cuatrocientos hombres a la mole de Adriano; pero rechazando los godos, acosados por el hambre y repugnándoles la carne de caballo, se arrojaron al trance de una salida desesperada y decisiva. Amainó luego su tesón algún tanto, y capitularon honoríficamente, pues se les abonaron sus atrasos y conservaron sus armas y caballos, alistándose al servicio de Totila. Se franqueó a los caudillos que alegaron su apego pundonoroso a las mujeres y niños que tenían en el Oriente retirada decorosa; y la clemencia del vencedor salvó a cuatrocientos enemigos retraídos a los santuarios. No trató ya de arrasar los edificios de Roma,[509] respetándolos ahora como solar del reino godo; devolviose al Senado y vecindario su patria; acudió eficazmente Totila a los abastos, y dio, con vestimenta pacífica, juegos ecuestres en el circo. Mientras estaba entreteniendo al gentío, disponía cuatrocientos bajeles para el embarque de sus tropas, que redujeron a Regio y a Tarento; pasó luego a Sicilia; objeto de su encono implacable, y quedó la isla despojada de oro, plata y frutos de la tierra, con un sinnúmero de caballos, y ganado lanar y vacuno. Siguieron Cerdeña y Córcega la suerte de Italia, y una armada de trescientas galeras fue infestando las costas de Grecia.[510] Desembarcaron godos en Corcira y en el antiguo Epiro; se internaron hasta Nicópolis, el trofeo de Aguria y Dodona,[511] tan célebre por los oráculos de Júpiter. El atinado bárbaro, a cada paso victorioso, iba repitiendo a Justiniano su anhelo de paz, encarecía la concordia de sus antepasados, y brindaba con las armas godas para el servicio del Imperio.
Sordo Justiniano a la propuesta de paz, desatendía las urgencias de la guerra, y la flojedad de su índole desairaba, hasta cierto punto, el ahínco de sus empeños. Desaletargaron al emperador de su embeleso el papa Vigilio y el patricio Cetego, que se presentó ante su solio, y lo amonestó en nombre de Dios y del pueblo para que insistiese en la conquista y el rescate de Italia. Alternaron el antojo y la sensatez en el nombramiento de generales. Dio la vela una armada en socorro de Sicilia, al mando de Liberio (549-551 d. C.), pero luego se recapacitó su poca edad y ninguna experiencia, y antes de que llegara a la isla lo alcanzó el relevo. Apareció en su lugar aquel Artabano, el conspirador desaprisionado de su encierro para ostentar honores militares, dando graciablemente por supuesto que el agradecimiento le enardecería el denuedo y robustecería el vasallaje. Ociaba Belisario a la sombra de sus laureles, pero el mando del ejército principal se reservaba para Germano,[512] el sobrino del emperador, cuya jerarquía y merecimientos se habían estado ajando por celos palaciegos. Habíale agraviado Teodora en los derechos de mero ciudadano en los desposorios de sus hijos y en el testamento de su hermano, y por más pura e irreprensible que fuese su conducta, lastimaba a Justiniano el que se lo conceptuase acreedor a la confianza de los mal contentos. Era la vida de Germano un espejo de rendida obediencia; se desentendió dignísimamente de todo empeño en las lides del circo; su naturalidad placentera amenizaba la formalidad de sus modales, y franqueaba su caudal sin asomo de interés al menesteroso y al amigo. Su denuedo había ya triunfado de los eslavones en el Danubio y de los rebeldes en África; al primer eco de su nombramiento esperanzó gozosamente a Italia, y se le aseguró particularmente que a su nuevo asomo, un sinnúmero de desertores romanos desampararían las banderas de Totila. Recomendaba a Germano para con los mismos godos su segundo enlace con Malasunta, nieta de Teodorico, marchando con repugnancia contra el padre de un vástago real y postrero de la alcurnia de los Amalis.[513] Asignole el emperador un situado esplendoroso, y él abocó al intento sus haberes; eran sus dos hijos eficaces y populares, y sobrepujó en la prontitud y arreglo de sus reclutas la expectación pública. Se le permitió elegir algunos escuadrones de caballería Tracia: alistábanse voluntariamente veteranos y bisoños en Constantinopla y por Europa, y aun hasta en el corazón de la Germania el eco de sus larguezas le acarreó el auxilio de los bárbaros. Adelantáronse los romanos hasta Sárdica, y ahuyentaron una hueste de eslavones; pero a los dos días de estar todos en marcha, fenecen con el fallecimiento de Germano todos sus intentos. Mas el empuje que había dado al aparato de la guerra de Italia siguió con su pujanza y resultado. Contrastaron los pueblos marítimos de Ancona, Crotona y Centumcella los asaltos de Totila. La eficacia de Artabano allanó la Sicilia, y derrotó la armada goda sobre la costa del Adriático. Venían a ser iguales las fuerzas de cuarenta y siete galeras contra cincuenta; pero la maestría de los griegos decidió la victoria, enganchándose con tal estrechez que tan sólo doce naves godas se salvaron de la azarosa refriega. Aparentaron menospreciar un elemento que desconocían; pero aquel desengaño corroboró la sentencia de que el dueño del mar lo ha de venir a ser de la tierra.[514]
Con el malogro de Germano, asomó la sonrisa por los labios de todos, al noticiarles que se había encargado a un eunuco el mando de los ejércitos romanos; pero descuella Narsés[515] entre los poquísimos que han libertado tan odioso nombre del menosprecio y el enfado de las gentes, pues aquel cuerpecillo menguado y endeble atesoraba el alma de todo un guerrero y estadista. El manejo del torno y la rueca habían embargado su mocedad como mujerilmente casera y oficiosa; pero mientras sus manos se atareaban en los realces del lujo, se dedicaba a solas a robustecer sus despejadas potencias. Ajeno de enseñanza pacífica y guerrera, se esmeró palaciegamente en el disimulo, la lisonja y la persuasión; y desde que se apersonó con el emperador, se granjeó su afecto y su pasmo, con los consejos varoniles que brotaban del labio de su camarero y mayordomo particular.[516] Ejercitó y realzó Narsés su desempeño en repetidas embajadas; acaudilló una hueste en Italia, se amaestró en la guerra y en la topografía, y allá se encumbró a competir con la supremacía de Belisario; y a los doce años de su regreso se lo nombró para redondear la conquista inacabada del primer general romano. En vez de adolecer de vanagloria y de envidia, manifestó sin rebozo que de no entregarle fuerzas competentes, jamás se avendría a arriesgar su propio concepto y el de su soberano. Otorgó Justiniano a su favorito lo que tal vez negara al héroe; revivió la guerra goda de su rescoldo, y sus preparativos correspondieron a la majestad antigua del Imperio. Pusiéronle en la mano las llaves del erario, para acopios, reclutas, armas y caballos, y para satisfacer atrasos de paga y cohechar fugitivos y desertores. Seguía reunida la tropa de Germano, y se detuvo esperando al nuevo caudillo, mientras la liberalidad notoria del eunuco Narsés iba reclutando nuevas legiones de súbditos y aliados. El rey de los lombardos[517] cumplió y aun sobrepujó los pactos de un tratado, franqueando hasta dos mil doscientos guerreros sobresalientes, acompañados luego con tres mil de sus gallardos secuaces. Peleaban tres mil hérulos a caballo bajo Telemuz, su caudillo patricio, y el esclarecido Arato, imbuido en la disciplina y las costumbres de Roma, acaudillaba un cuerpo de veteranos de la misma nación. Desencarcelaron a Dagisteo para mandar a los hunos, y Kobad, nieto y sobrino del gran rey, allá descollaba con la tiara regia, capitaneando a sus fieles persas, comprometidos en la suerte de su príncipe.[518] Árbitro en el ejercicio de su autoridad, y mas con el cariño de su tropa, acaudilló Narsés un ejército crecido y lozano de Filipópolis a Salona, y luego siguió por la playa oriental del Adriático hasta el confín de Italia. Tuvo que hacer alto, pues no alcanzaba el Oriente a suministrarle transportes para tal muchedumbre de hombres y caballos. Los francos, que en la revuelta general habían usurpado grandísima parte de la provincia veneciana, atajaban el paso a unos amigos de los lombardos; estaba aposentado Teya en Verona, con la flor de las tropas godas, y su tino había ido cubriendo de bosques y anegando todo el país inmediato.[519] En tantísimo atolladero, propuso un oficial experto una disposición acertada con visos de temeridad, y el ejército romano fue cautamente siguiendo la playa, mientras le antecedía la escuadra, para ir sucesivamente planteando puentes a las desembocaduras de los ríos Timavo, Brenta, Adige y Po que desagua en el Adriático al norte de Rávena; descansó allí nueve días, fue agolpando los trozos del ejército de Italia, y se encaminó a Rímini, para corresponder al reto del enemigo insultante.
La prudencia de Narsés lo impulsaba a trabar una refriega terminante, pues había el Imperio echado el resto: el desembolso diario aumentaba el costo con exorbitancia, y las naciones bisoñas en la disciplina y el trabajo podrían terminar luego en batallar entre sí, o contra su mismo bienhechor. Este concepto tan obvio debía frenar los ímpetus de Totila, mas era consciente de que el clero y el pueblo de Italia planeaban una segunda revolución; advertía o maliciaba los medros de aquella alevosía y acordó aventurar el reino godo en el trance de una jornada, en la que el valeroso se esforzaría con la inminencia del peligro, y el desafecto carecería de noticias trastornadoras. El general romano, en su marcha desde Rávena, castigó a la guarnición de Rímini, atravesó en línea recta los cerros de Urbino, y recobró el rumbo de la vía Flaminia, nueve millas [14,48 km] desviado del peñón horadado, atajadizo del arte y la naturaleza, que podía detener o atrasar sus adelantos[520] (julio de 552 d. C.). Juntáronse los godos en las cercanías de Roma, arrebatándose en busca de un enemigo superior, y ambos ejércitos vinieron a encararse a distancia de cien furlongs[20,11 km], entre Tagena[521] y los sepulcros de los godos.[522] El mensaje altanero de Narsés fue un brindis, no de paz sino de indulto. Contestó el rey godo que trataba tan sólo de vencer o morir. «¿Qué día —dijo el mensajero— ha de ser la refriega?». «A los ocho días», replicó Totila, y a la madrugada intentó sorprender a un enemigo receloso y escuadronado. Puso al centro diez mil hérulos y lombardos descollantes en valor y dudosos en lealtad. Componíase cada ala de ocho mil romanos; resguardaba la derecha la caballería huna, y cubrían la izquierda mil quinientos caballos selectos y dispuestos, según la urgencia, para acudir a los compañeros o flanquear a los enemigos. Acaudillaba el eunuco, desde su punto competente, el ala derecha, y recorriendo la línea flechaba con su voz y su ademán la seguridad de su victoria; estimulaba a los soldados del emperador para castigar la demasía y el desvarío de una gavilla de salteadores, y ostentándoles cadenas, collares y brazaletes de oro como galardones de la valentía. Medió el agüero propicio de una lid particular, viendo el arrojo de cincuenta flecheros que sostuvieron un cerrillo contra tres embestidas redobladas de la caballería goda. Pasaron los ejércitos a tiro de ballesta toda la mañana en detención pavorosa, y los romanos tomaron alguna refacción precisa, sin desceñirse las corazas ni desembridar los caballos. Esperó Narsés el avance y Totila lo fue dilatando hasta recibir el postrer auxilio de dos mil godos. Mientras desperdiciaba el rato en hablas infructuosas, manifestó el rey en corto trecho su pujanza y desembarazo de guerrero. Centelleaba el oro en su armadura; tremolaba el viento su pendón de púrpura, arrojó la lanza al aire, la empuñó con la diestra, la pasó a la izquierda, cejó, volvió a su sitio y jineteó con maestría, como en un picador. Llegado el refuerzo se retiró a su tienda, se armó y vistió como un soldado raso, y alzó la señal del avance. Arrojose la primera línea con más ímpetu que tino, pues rezagó la segunda línea de infantería. Quedaron luego encajonadas entre las puntas de la media luna que el enemigo había ido arqueando, y les saludó por ambas partes la descarga de cuatro mil flecheros. Su denuedo y aun su conflicto los entrometió más y más en una refriega estrecha y desigual, en la que tan sólo acertaban a valerse de las lanzas contra un enemigo ambidiestro, en todos los trances y géneros de armas. Ardían en competencia gallarda romanos y bárbaros, sus aliados, y Narsés, que estaba sosegadamente mirando y dirigiendo su denuedo, no acertaba a definir cuál era el más sobresaliente. Quedó la caballería goda pasmada, descompuesta, volcada y rota, y luego la infantería, en vez de apuntar sus picas a abrir claros, se dejó atropellar por los jinetes fugitivos. Seis mil godos yacieron muertos sin conmiseración en el campo de Tagena. Apresó al príncipe con cinco acompañantes, Asbad, de la alcurnia, de los gépidos. «Alto con el rey de Italia», clamó un labio leal, y Asbad traspasó con su lanza el cuerpo de Totila. Vengaron al golpe su muerte los fieles godos; transportaron al monarca moribundo a siete millas [11,26 km] del fracaso, y la presencia del enemigo no acibaró su postrer aliento. Lo resguardó la compasión en un túmulo arrinconado, mas los romanos acérrimos no se dieron por satisfechos con su victoria hasta ver el cadáver del rey godo, cuyo sombrero, tachonado de perlas y manto sangriento, presentó luego a Justiniano el mensajero del triunfo.[523]
Luego que Narsés tributó su agradecimiento al autor de la victoria, y a la bienaventurada Virgen su patrona especialísima,[524] elogió, galardonó y despidió a los lombardos. Aquellos bozales valerosos incendiaban las aldeas y atropellaban matronas y doncellas sobre los altares, y un destacamento crecido fue acechando desveladamente su retirada, para que con su arreglo precaviese tamaños excesos. Continuó su marcha el eunuco victorioso por la Toscana, fue admitiendo rendimientos de godos, y oyendo aclamaciones y lamentos de los italianos, y luego cercó el recinto de Roma con toda su hueste formidable. Fue Narsés asignándose a sí mismo y a sus tenientes asaltos efectivos o aparentes, mientras, reservadamente estaba señalando el paraje obvio de una entrada desprevenida. Ni las fortificaciones de la mole Adriana ni las del puerto podían ya atajar al vencedor, y Justiniano vino a recibir por quinta vez las llaves de Roma.[525] Pero el rescate de la ciudad fue la desventura más rematada del pueblo romano, pues los bárbaros aliados de Narsés solían equivocar los fueros de la paz y de la guerra; la desesperación de los godos fugitivos hallaba asomos de consuelo en venganzas sangrientas, y el sucesor de Totila mató despiadadamente a trescientos mancebos de las primeras familias luego de haberles enviado como rehenes allende el Po. La suerte del Senado suministra un documento grandioso de los vaivenes de la humanidad. Había un oficial de Belisario, rescatado y trasladado de Campania a Sicilia, algunos senadores desterrados de su patria por Totila, al paso que otros por culpados desconfiaban de la clemencia de Justiniano, y algunos carecían de caballos y de medios para acudir a la playa. Cinco años estuvieron penando sus compañeros en el desamparo de su destierro; esperanzolos la victoria de Narsés, pero los godos enfurecidos atajaron su regreso anticipado a la capital, y todas las fortalezas de Campania quedaron salpicadas de sangre patricia.[526] Feneció la institución de Rómulo a los trece siglos, y por más que los nobles de Roma ostentasen el dictado de senadores, no hay quien rastree huella de consejo público o régimen constitucional. ¡Rezaguémonos seis siglos y estaremos viendo a los reyes de la tierra aspirando a una audiencia, al par de los esclavos y libertos del Senado Romano![527]
Ardía más y más la guerra goda; retiráronse los bravos de la nación allende el Po, y todos unánimes nombraron a Teya por sucesor y vengador del malogrado héroe. Envió luego el nuevo rey embajadores, para implorar, o más bien obtener, el auxilio de los francos, derramando desprendidamente por el bien público cuantas riquezas yacían depositadas en el alcázar de Pavía (marzo de 553 d. C.). El residuo del real erario estaba custodiado por Aligerno en Cumas de Campania, pero las armas de Narsés cercaron estrechamente el poderoso castillo, fortificado por Totila. El rey godo se adelantó a largas y sigilosas jornadas, al socorro de su hermano, desde los Alpes hasta las faldas del Vesubio, burlando el desvelo de los caudillos romanos, y sentando sus reales en las márgenes del Sarno o Dracón,[528] que corre desde Nuceria a la bahía de Nápoles. Mediaba el río entre los ejércitos, estuvieron dos meses con escaramuzas lejanas e inservibles, y Teya conservó aquel punto importante hasta que, desamparado por su escuadra, quedó desahuciado de víveres. Subió con desgano al monte Lactancio, adonde los médicos de Roma desde el tiempo de Galeno solían enviar a sus enfermos por la ventaja del ambiente y de la leche.[529] Mas se aferraron luego los godos en otro empeño más gallardo; bajar del cerro, dejar los caballos, y morir con las armas en la mano y con el goce de su libertad. Capitaneolos el rey empuñando en la diestra su lanza, y embrazando un broquel grandioso en la izquierda: con la primera volcó muerto al primer asaltador, y con el otro contrastaba cuantas arrojadizas le estaban a porfía asestando. Tras una refriega de largas horas, yacía postrada su izquierda con el peso de doce venablos clavados en el escudo. Firme en su sitio, clamaba el héroe porque sus acompañantes le suministrasen otro broquel, pero en aquel trance, descubierto el costado, se lo atravesaron de un flechazo mortal. Cayó, y enarbolada su cabeza en una lanza, estuvo pregonando a las naciones que el reino godo había fenecido. A su ejemplo se enardecieron los secuaces juramentados, para morir con su caudillo. Siguieron peleando hasta que la lobreguez encapotó la tierra; durmieron sobre las armas, renovaron la lid al amanecer, y se mantuvieron incontrastables hasta la tarde del segundo día. Con el descanso de la segunda noche, la falta de agua y la pérdida de sus campeones sobresalientes, los godos aun vivos se allanaron a admitir la capitulación decorosa que Narsés cuerdamente tuvo a bien proponerles. Se conformaron con la alternativa de permanecer en Italia como súbditos y soldados de Justiniano, o bien marcharse con una porción de sus haberes en busca de algún país independiente;[530] pero mil godos desecharon el juramento de fidelidad o destierro y rompieron antes que se firmase el convenio, logrando retirarse denodadamente y a salvo hasta los muros de Pavía. El aliento y la situación de Aligerno lo estimularon a remedar más bien que a llorar a su hermano; como flechero brioso y atinado, traspasó al primer tiro la armadura y el pecho de su contrario, y su maestría militar estuvo defendiendo Cumas[531] por más de un año contra las fuerzas de los romanos. Fue su maña barrenando la cueva de la Sibila,[532] convirtiéndola en mina horrorosa; aplicáronle combustibles para abrasar los puntales interinos, empozáronse puerta y muros de Cumas en la caverna, pero resultó de las ruinas un precipicio hondo e inaccesible. Encaramose Aligerno sobre la punta de un peñasco solo e inalterable, hasta hacerse sosegadamente cargo de la situación desahuciada de su patria, y conceptuó más decorosa la amistad con Narsés que la servidumbre con los francos. Muerto Teya, el general romano fue repartiendo sus tropas y sojuzgando las ciudades de Italia; sostuvo Luca un sitio largo y porfiado, y era tanta la humanidad o la cordura de Narsés, que la alevosía repetida del vecindario no llegó a enojarlo hasta el punto de imponer la muerte que tenían merecida sus rehenes. Despidiolos a salvo; y su entrañable agradecimiento recabó de sus compatricios el desengaño de su tenacidad.[533]
Antes de la rendición de Luca, diluviaron nuevos bárbaros sobre Italia. Estaba reinando un mancebillo endeble, nieto de Clodoveo, sobre los francos austrasios u orientales (agosto de 553 d. C.) Los tutores de Teodebaldo correspondían con tibieza y repugnancia a las promesas ostentosas de los embajadores godos, mas el denuedo batallador del pueblo arrolló las timideces de la corte; dos hermanos, Lotario y Bucelino,[534] duques de los alamanes, encabezaron la guerra de Italia, y hasta setenta y cinco mil germanos se descolgaron por otoño de los Alpes Recios, sobre la planicie de Milán. Hallábase aposentado el ejército romano junto al Po, al mando de Fulcaris, hérulo denodado, que conceptuó temerariamente cifrado el desempeño de un caudillo, en su arrojo personal. Iba marchando, sin formación ni cautela, por la carretera Emilia, y lo embistió repentinamente una celada de francos desde el anfiteatro de Parma; huyó sobrecogida la tropa, mas no se movió el jefe, manifestando hasta el postrer aliento que se le hacía menos pavorosa la muerte que el semblante airado de Narsés. La muerte de Fulcaris, con la retirada de los demás caudillos, tranzó los vaivenes y dudas de los godos. Acudieron al vuelo a las bandejas de sus libertadores, franqueándoles los pueblos, que estaban todavía resistiendo las armas romanas. El vencedor de Italia dejó el tránsito expedito al raudal irresistible de los bárbaros. Pasaron junto a los muros de Cesena, y contestaron con amagos y denuestos a la advertencia de Aligerno, de que ya los tesoros godos no alcanzaban a pagar los afanes de una invasión. La maestría y el denuedo del mismo Narsés, arrojándose de Rímini con trescientos caballos, acabó con dos mil francos, cebados en el desempeño de sus rapiñas. Dividieron los hermanos sus fuerzas en las cercanías de Samnia; Bucelino, con el ala derecha, se apropió el despojo de Campania, Lucania y Brescia; y Lotario con la izquierda, se abalanzó al saqueo de Apulia y Calabria. Fueron siguiendo la costa del Mediterráneo y del Adriático hasta Regio y Otranto, y el remate de Italia fue el término de sus pasos asoladores. Los francos, a fuer de cristianos y católicos, se contentaban con el mero robo y tal cual homicidio, pero las iglesias, acatadas por su religiosidad, cayeron en manos de los sacrílegos alamanes, que andaban sacrificando cabezas de caballos a sus deidades nativas de selvas y ríos;[535] derretían o profanaban los vasos sagrados, y los escombros de sagrarios y altares estaban salpicados con la sangre de los fieles. Ardía Bucelino en ambición y Lotario en codicia; aspiraba aquel al restablecimiento del reino godo, y éste, prometiendo a su hermano auxilios ejecutivos, se volvió por el mismo camino a depositar su tesoro allende los Alpes. Estaban ya menoscabados sus ejércitos con la variación del clima y las epidemias: los germanos se desenfrenaban con los vinos de Italia, y su destemplanza desagravió en parte al pueblo indefenso de tanta desdicha.
Juntáronse, al asomo de la primavera (554 d. C.), por las cercanías de Roma, hasta dieciocho mil imperiales, que habían estado resguardando los pueblos. No habían holgado en las horas invernales, pues diariamente siguieron ejercitándose tanto a pie como a caballo, por disposición y a ejemplo de Narsés; sonaba en sus oídos el clarín, y practicaban los pasos de la danza pírrica. Movíase pausadamente Bucelino desde los estrechos de Sicilia hacia Capua, con treinta mil francos y alamanes, afianzó con una torre de madera el puente de Casilino, resguardó su derecha con el río Vulturno, y afianzó lo restante del campamento con estacada y carruajes, cuyas ruedas estaban encalladas en la tierra. Vivía ansioso y pendiente del regreso de Lotario, ignorando que nunca volvería su hermano, y que el caudillo de su ejército había fallecido de dolencia muy extraña[536] a las márgenes del lago Benaco, entre Verona y Trento. Tremolaban ya sobre el Vulturno las banderas de Narsés, e Italia entera tenía ansiosa y clavada la vista en el paradero de tan decisiva contienda. Quizás el desempeño del general romano descolló más en los antecedentes que en los vaivenes del trance de una batalla. Sus movimientos certeros atajaron al bárbaro toda subsistencia, lo desposeyó de la ventaja del puente y el río, y en cuanto al paraje y punto de la refriega, le precisó a dejarlo al albedrío de su enemigo. A la madrugada del memorable día, escuadronada la tropa, un sirviente, por un leve descuido murió a manos de su dueño, uno de los caudillos de los hérulos. Arrebatose Narsés por justiciero o por impetuoso, llamó al matador a su presencia, y sin dar oídos a sus disculpas dio la señal de muerte al ejecutor. Indignáronse los hérulos y se pararon, pues si el dueño, inhumano en verdad, no había quebrantado las leyes de su nación, esta disposición era tan injusta como al parecer indiscreta; pero el general romano, sin aplacar su saña ni esperar su determinación, voceó al sonar los clarines que si no acudían luego a sus puestos iban a malograr el blasón de su victoria. Colocó su tropa en frente muy dilatado,[537] la caballería sobre las alas; al centro la infantería de línea, y flecheros y honderos a retaguardia. Avanzaron los germanos en columna esquinada, o de cuña maciza. Arrollan el centro endeble de Narsés, quien se sonríe al encajonarlos en su aciago lazo, disponiendo que las alas de caballería los fuese acorralando, hasta cerrarles la retaguardia. Era la hueste toda de francos y alamanes de infantería; colgábales al costado broquel y espada, y sus armas ofensivas eran una segur pesada, o un venablo ganchudo, temibles únicamente en refriega cerrada y a cortísima distancia. Iba la flor de los flecheros romanos a caballo y con armadura completa, escaramuzando a su salvo, en torno de la falange inmóvil: suplían la cortedad del número con la diligencia de sus maniobras, y asestaban sus flechazos contra una chusma de bárbaros, que en vez de morrión y coraza se cubrían con una vestidura holgada de piel o de lienzo. Parados, trémulos, revueltos, llegan los hérulos en aquel trance decisivo, y anteponiendo la gloria a la venganza se disparan sobre la cabeza de la columna. Su caudillo Sindhal y Aligerno, el príncipe godo, descollaron en la valentía, y su ejemplo empujó a la tropa victoriosa para redondear con espada y lanza el exterminio del enemigo. Feneció Bucelino con lo más de su ejército en el campo de batalla, en las aguas del Vulturno, y a manos de los sañudos campesinos; mas parece increíble que una victoria[538] a la que sobrevivieron tan sólo cinco alamanes se conquistase con el único malogro de ochenta romanos. Siguieron siete mil godos, reliquias de la guerra, defendiendo la fortaleza de Capua, hasta la primavera siguiente, y cada mensajero de Narsés participaba el allanamiento de ciudades italianas, cuyos nombres solía estragar la ignorancia o la vanagloria de los griegos.[539] Entró Narsés, tras la batalla de Casilino, en la capital; ostentáronse las armas de godos, francos y alamanes; la soldadesca tremolando guirnaldas, entonaba las alabanzas del vencedor, y Roma estuvo, por despedida, viendo el remedo de un triunfo.
Tras un reinado de sesenta años, siguió el exarcado de Rávena ocupando el solio de los reyes godos, y representando en paz y en guerra al emperador de los romanos. Redújose luego su jurisdicción al ámbito estrecho de una provincia, pero el mismo Narsés, el primero y más poderoso de todos los exarcas, manejó por más de quince años el reino entero de Italia. Otro Belisario se hizo ya acreedor a los embates de la envidia, la calumnia y el desaire, pero el eunuco predilecto merecía más y más la confianza de Justiniano, o sea que el caudillo de un ejército victorioso asombraba y contenía la ingratitud de una corte medrosa. Mas no cautivaba Narsés el ánimo de su tropa con endebles y dañinas condescendencias. Olvidando de lo pasado, y desatendiendo lo venidero, salía a buscar los ensanches de la paz y la prosperidad. Resonaba por Italia el eco de danzas y embriagueces; consumíanse en sensualidades los despojos de la guerra, y nada quedaba (dice Agatias) sino que se trocasen escudos y morriones en laúdes halagüeños y grandiosos azumbres.[540] El eunuco hecho allá un censor romano desaprobó en una oración varonil tamaños desatinos, que estaban mancillando su nombradía y exponiendo su seguridad. Sonrojose y obedeció la soldadesca; se robusteció la disciplina, se repusieron las fortificaciones; se colocó un duque para la defensa y mando militar en cada ciudad principal,[541] y la vista de Narsés de continuo estaba allá abarcando el ámbito anchuroso, desde Calabria hasta los Alpes. Los restos de los godos, o desampararon el país, o se barajaron con el pueblo; los francos, en vez de vengar la muerte de Bucelino, abandonaron sus conquistas de Italia sin resistencia; y el rebelde Sindhal, caudillo de los hérulos, quedó subyugado, preso y ahorcado en un cadalso levantado por el justiciero exarca.[542] Planteose el estado civil de Italia, tras los vaivenes de tan larga tormenta, con una pragmática sanción, promulgada por el emperador, a instancias del papa. Introdujo su propia jurisprudencia Justiniano en las escuelas y tribunales de Occidente: revalidó las actas de Teodorico y sus inmediatos sucesores, mas quedó rescindido y anulado cuanto la violencia o la zozobra habían venido a formar bajo la usurpación de los godos. Se entabló un sistema comedido para hermanar el derecho de propiedad con el resguardo de la posesión, las urgencias del Estado con el desamparo del pueblo, y el indulto de agravios con los intereses de la virtud y el orden social. Quedó Roma, bajo los exarcas de Rávena, apeada a la segunda clase, mas se agasajó a los senadores con la franquicia de ir visitando sus estados por Italia, y de acercarse sin reparo al solio de Constantinopla: encargose al papa y al Senado el arreglo de pesos y medidas, y se destinaron los sueldos de abogados y médicos, de oradores y gramáticos, para conservar o revivir los destellos de la ciencia en la antigua capital. Allá dictaba Justiniano edictos benéficos,[543] cooperaba a sus anhelos Narsés, restableciendo ciudades y ante todo iglesias; mas la potestad regia tiene más pujanza para la destrucción, y los veinte años de guerra goda habían sido por esencia dañinos y despobladores de Italia. Ya desde la cuarta campaña y contra la entereza del mismo Belisario, en el escaso territorio del Piceno,[544] cincuenta mil labradores perecieron de hambre,[545] y ateniéndose literalmente al testimonio de Procopio, se abultaría la pérdida de Italia hasta mayor suma que el total de los moradores actuales.[546]
¡Ojalá se me hiciera creíble, pues no lo afirmo, que Belisario se alegró entrañablemente del triunfo de Narsés!, pero el concepto de sus propias hazañas debía labrar en él sumo aprecio y ninguna envidia de los merecimientos de su competidor, y el sosiego del guerrero anciano vino a coronarse con la postrera victoria que salvó al emperador y a la capital (559 d. C.). Los bárbaros que solían acudir anualmente a las provincias de Europa escarmentaban menos con tal fracaso, que les incitaba la esperanza de subsidios y despojos. Helose hondamente el Danubio en el invierno trigésimo segundo del reinado de Justiniano; acaudillaba Zabergán la caballería de los búlgaros, y una muchedumbre revuelta de eslavones iba siguiendo su estandarte. El jefe bravío atravesó sin tropiezo el río y las sierras, desparramó su gente por Macedonia y Tracia, y se adelantó con sólo siete mil caballos, hasta los largos muros que debieron resguardar el territorio de Constantinopla. Mas desfallecen los artefactos contra el empuje de la naturaleza: un terremoto había recién conmovido los cimientos de la valla, y las fuerzas del Imperio estaban allá embargadas por las fronteras lejanas de Italia, África y Persia. Las siete escuelas[547] o compañías de guardias, o tropas domésticas, se habían aumentado hasta cinco mil quinientos hombres, que solían residir por las ciudades pacíficas del Asia. Pero las plazas de los valerosos armenios se iban imperceptiblemente reponiendo con ciudadanos perezosos, que se agenciaban la exención de cargos civiles sin exponerse a los peligros del servicio militar; pocos de ellos se arrestarían a salir fuera de las puertas, y de ninguno se recabaría el mantenerse en el campo mientras les quedaba brío y agilidad para huir de los búlgaros. Abultaban los fugitivos el número y la fiereza de un enemigo, mancillador de vírgenes sagradas, y arrojador de recién nacidos a los perros y buitres: una turba de campesinos clamando por alimento y amparo estaba rematando el pavor de la ciudad, y Zabergán tenía sus tiendas plantadas a veinte millas [32,18 km][548] sobre las orillas de un riachuelo que ciñe Melantias y luego desagua en el Propóntide.[549] Temblaba Justiniano, y cuantos lo habían conocido tan sólo de anciano daban por supuesto que habría perdido la pujanza y el despejo de su mocedad. Retiráronse por su orden vasos de oro y plata de las iglesias de las cercanías, y aun de los arrabales de Constantinopla; cuajaban los muros mirones despavoridos; agolpáronse a la puerta dorada generales y tribunos inservibles, y el Senado estaba terciando en los afanes y zozobras de la plebe.
Pero los ojos del príncipe y del pueblo se clavaban en un veterano decaído, a quien el peligro público precisó a recoger la armadura con que había entrado en Cartago y defendido Roma. Los caballos de las caballerizas reales, y aun los del circo, se aunaron atropelladamente; el nombre de Belisario enardeció a ancianos y mozos, y su primer campamento se instaló en presencia de un enemigo victorioso. Su tino y el afán de sus íntimos campesinos, afianzaron con foso y estacada el sosiego de aquella noche; se encendieron fogatas y se levantó inmensa polvareda, con el fin de abultar el concepto de sus fuerzas; su soldadesca desmayada se animó repentinamente sobremanera, y al clamar diez mil voces por la batalla, estaba Belisario disimulando su convencimiento de que, llegado el trance, todo estribaría en el tesón de trescientos veteranos. A la madrugada, la caballería búlgara dio su avance, pero luego oyó la gritería de gran muchedumbre y vio las armas y la formación del frente; asaltáronla dos emboscadas que salieron de los bosques; los guerreros más cercanos cayeron en manos del héroe anciano y de su guardia, y se les inutilizó la velocidad de sus evoluciones, con el ataque inmediato y el alcance estrechísimo de los romanos. Los búlgaros (tan disparada fue su huida), sólo perdieron cuatrocientos caballos en la refriega, pero se salvó Constantinopla, y Zabergán, que experimentó la maestría consumada del vencedor, se mantuvo desviado a distancia respetuosa. Pero abundaba de enemigos en los consejos del emperador, y Belisario obedeció a su pesar la orden de la envidia y de Justiniano que le vedaba redondear el rescate de su patria. A su regreso, el vecindario, muy enterado de su peligro, lo vitoreó con ímpetus de alborozo y agradecimiento, que se achacaron como criminales al general victorioso. Al llegar a la corte, enmudecieron los palaciegos, y el emperador, tras un abrazo yerto y despegado, lo despidió para confundirlo en la comitiva de sus esclavos. Mas había encarnado tanto su gloria en los ánimos, que Justiniano, a los sesenta y siete años de edad, tuvo que avenirse a alejarse más de cuarenta millas [64,37 km] de la capital, a inspeccionar personalmente el restablecimiento de la muralla larga. Los búlgaros pasaron el verano en las llanuras de Tracia, y luego propendieron a la paz, por el malogro de su intento temerario contra Grecia y Quersoneso. Avivaron el pago de subidos rescates con la amenaza de quitar la vida a sus prisioneros, y atropelló Zabergán su partida, con el aviso de que se habían construido en el Danubio bajeles de dos proas para atajarle el tránsito. Quedó luego olvidado el peligro, y la ciudad ociosa se empapó en hablillas, sobre la sabiduría o la flaqueza de su soberano.[550]
A los dos años de la última victoria, regresó el emperador de un viaje a Tracia por motivos de salud, con visos de negocios y de devoción. Padecía jaquecas, y su entrada secreta dio margen a rumores de fallecimiento. Antes de las nueve de la mañana fueron saqueadas las tahonas; cerráronse las puertas, y todos los ciudadanos, esperanzados o despavoridos, daban por cierta la asonada (561 d. C.) Juntáronse también medrosos y desconfiados los senadores, a las nueve, y mandaron al prefecto a que fuese por todos los barrios de la ciudad pregonando iluminación general por el restablecimiento del emperador. Aquietose el hervidero, mas estaba en todo asomando el desvalimiento del gobierno y el destemple de la bandería: iban los guardias a prorrumpir en alboroto, siempre que los desacuartelaban o atrasaban la paga; la repetición de plagas de incendios y terremotos ocasionaba trastornos; las contiendas de azules y verdes, de católicos y herejes, terminaban en refriegas sangrientas, y en presencia del embajador persa, se estaba Justiniano sonrojando por sí mismo y por el pueblo. Indultos antojadizos y castigos arbitrarios acibaraban el descontento y la congoja de un reinado larguísimo; fraguose en palacio una conspiración, y a menos que nos descarríen los nombres de Marcelo y de Sergio, se hermanaron pundonorosos y malvados en el propio intento. Estaba aplazada la ejecución: su jerarquía les franqueaba la mesa imperial, y tenían ya apostados sus esclavos[551] negros en el atrio y los pórticos, para pregonar la muerte del tirano y mover una asonada, pero la indiscreción de un cómplice salvó los escasos días de Justiniano. Se descubrió y arrestó a los conspiradores con dagas bajo la ropa, matose Marcelo a sí mismo, y arrastraron a Sergio del santuario.[552] A impulsos de su remordimiento, o esperanzado de salvación, nombró a dos dependientes de Belisario, y el tormento los precisó a declarar que obraban con arreglo a las instrucciones reservadas de su amo.[553] No propenderá la posteridad a creer que un héroe quien en su lozanía había desdeñado halagüeños ofrecimientos, de ambición y venganza, se avillanase hasta el punto de matar a un príncipe, no pudiendo sobrevivirlo sino cortísimo plazo. Ansiaban la huida sus secuaces, pero entonces tenía que acudir a la rebeldía, y harto había vivido para su existencia y su nombradía. Mostrose Belisario en el consejo (5 de diciembre de 563 d. C.) más airado que medroso; tras cuarenta años de servicio, se había el emperador preocupado con su delito; y la presencia y la autoridad del patriarca estaban santificando la sinrazón. Se agració a Belisario con la vida, mas se le secuestraron sus haberes, y desde diciembre hasta julio se lo estuvo guardando (19 de julio de 564 d. C.) en su propio palacio. Reconociose por fin su inocencia, se le devolvieron libertad y honores, y a los ocho meses la muerte, que pudo abreviarse con el pesar y el enojo, lo apartó del mundo (13 de marzo de 565 d. C.). No morirá el nombre de Belisario; pero en vez de exequias, monumentos y estatuas tan debidas a su memoria, tan sólo leo que sus tesoros, despojos de godos y vándalos, quedaron inmediatamente confiscados por el emperador. Reservose sin embargo una porción decorosa para el uso de su viuda, y como Antonina tenía tantísimo campo para su arrepentimiento, dedicó los restos postreros de su vida y haberes a la fundación de un convento. Tal es la relación sencilla y castiza del vuelco de Belisario y de la ingratitud de Justiniano.[554] Que la envidia lo cegó y redujo a pordiosear un ochavo, para el general Belisario, es ficción posterior[555] que ha merecido crédito y aun privanza, como ejemplar extraño de los vaivenes de la suerte.[556]
Si cupo alguna complacencia al emperador con la muerte de Belisario, tan sólo ocho meses pudo paladear tamaña ruindad, plazo final de un reinado de treinta y ocho años, y una vida de ochenta y tres (14 de noviembre de 565 d. C.). Es arduo delinear la índole de un príncipe que no es el objeto descollante de su propio siglo, pero la confesión de un enemigo bien podrá conceptuarse como testimonio positivo de sus prendas. Se acude malvadamente a la semejanza de Justiniano con el busto de Domiciano,[557] roconociéndole sin embargo una estampa proporcionada, tez sonrosada y ademán agradable. Era pues el emperador graciable en recibir y escuchar, cortesano y expresivo en el habla, y contenido en los ímpetus que suelen dispararse de los pechos despóticos. Táchale Procopio su crueldad yerta y deliberada, celebrando su comedimiento; pero en las conspiraciones contra su autoridad y persona, todo juez candoroso tendrá que aprobar la justicia y celebrar la clemencia de Justiniano. Descolló en virtudes caseras de recato y templanza, pero amores desapasionados de varias beldades fueran menos aciagos que su cariño conyugal con Teodora; y su mantenimiento escaso, no era parte de cordura filosófica, sino superstición de vida monástica. Eran sus comidas breves y frugales; solía ayunar a verduras y agua, y eran tales su fortaleza y su fervor que pasaba a veces dos días sin alimento. Tenía igualmente tasado el sueño, pues el alma despertaba al cuerpo tras una hora de descanso, y con asombro de los palaciegos se estaba paseando o leyendo hasta el amanecer. Con aplicación tan inquieta, le sobró tiempo para instruirse colmadamente,[558] y aun se le puede hacer el cargo de entorpecer, con su afán de calar los pormenores, el desempeño de los negocios. Blasonaba de músico y arquitecto, de poeta y filósofo, de letrado y teólogo, y si se le malogró el intento de hermanar las sectas cristianas, el arreglo de la jurisprudencia romana es un esclarecido monumento de su espíritu y actividad. No fue igual su cordura y acierto en el gobierno del Imperio: fue su siglo malhadado, vivió el pueblo oprimido y descontento, abusó Teodora de su poderío, desatinó en elección de varios ministros, y así ni se le amó en vida ni causó duelo en su muerte. Ansiaba en extremo la nombradía, mas se allanaba al rastrero afán de dictados, timbres y alabanzas contemporáneas; y mientras se esmeraba en asombrar a los romanos, desmerecía lastimosamente su aprecio. Ideó y ejecutó denodadamente las guerras de Italia y África, y su perspicacia desentrañó el desempeño de Belisario en el campamento, y el de Narsés en el palacio. Mas los nombres de aquellos generales nublan el suyo, y está todavía viviendo Belisario, y vituperando la envidia y la ingratitud de su soberano. Se enamora el linaje humano del numen de un conquistador que habilita y acaudilla los súbditos, en el ejercicio de las armas; pero la índole de Felipe II y de Justiniano sobresale con la ambición yerta que se complace en la guerra y sortea los peligros de la campaña. Estaba sin embargo una estatua colosal de bronce representando al emperador a caballo, en ademán de embestir a los persas, con el traje y la armadura de Aquiles. En la plaza grandiosa de la iglesia de Santa Sofía se encumbraba aquel monumento sobre una columna de cobre, en un pedestal de siete gradas de piedra; y la codicia y vanagloria de Justiniano quitó del mismo sitio el pilar de Teodosio, que pesaba siete mil cuatrocientas libras [3404 kg] de plata. Los príncipes posteriores fueron más equitativos o condescendientes con su memoria, pues el primer Andrónico, al principio del siglo XIV, compuso y hermoseó la estatua ecuestre, mas los turcos al vuelco del Imperio, como victoriosos, la derritieron para su artillería.[559]
Voy a concluir este capítulo con el cometa, los terremotos y la peste que asombraron y estremecieron el siglo de Justiniano.
I. Al quinto año de su reinado en el mes de septiembre, se estuvo viendo por veinte días un cometa[560] hacia la parte de Occidente, flechando sus destellos hacia el Norte. Ocho años después (531-539 d. C.) hallándose el sol en Capricornio, se apareció otro cometa encaminándose hacia Sagitario; iba creciendo y abultando más y más su extensión, con su frente a levante y la cola al ocaso, permaneciendo visible más de cuarenta días. Contemplábanlos con asombro las naciones aguardando guerras y desdichas con su ponzoñoso influjo, y se cumplieron colmadamente sus anuncios. Disimulaban los astrónomos su total ignorancia acerca de aquellos astros centelleantes, que aparentaban conceptuar como meteoros volanderos de la atmósfera, y eran poquísimos los que se atenían a la opinión de Séneca y los caldeos, reputándolos únicamente como planetas de mayor período y movimientos más extensivos.[561] El tiempo y la ciencia han ido revalidando las conjeturas y predicciones del sabio romano; el telescopio ha desentoldado nuevos mundos a la vista de los astrónomos,[562] y en el reducido plazo de la historia y la fábula se ha deslindado ya que un cometa idéntico ha venido a visitar la Tierra en siete giros iguales de quinientos setenta y cinco años. El primero,[563] que se remonta a mil setecientos sesenta y siete años tras la era cristiana, es contemporáneo de Ogiges, el padre de la Antigüedad griega. Aquella aparición concuerda con la voz que ha conservado Varrón, de que en su reinado el planeta Venus varió de matiz, tamaño, figura, y carrera; portento sin ejemplar en las edades antepasadas y posteriores.[564] La visita segunda en el año mil ciento noventa y tres, se viene enmarañadamente a rastrear por la fábula de Electra y las siete Pléyades, que han quedado en seis desde la guerra de Troya. Aquella ninfa, esposa de Dárdano, jamás pudo avenirse al exterminio de su patria; se soslayó a las danzas de sus hermanas, lucientes, huyó del zodíaco al polo, y le cupo en su desgreñada cabellera el nombre de cometa. Fenece el tercer período en el año seiscientos dieciocho, fecha que cabalmente concuerda con el cometa pavoroso de la Sibila, y quizás de Plinio, que asomó a Occidente dos generaciones antes del reinado de Ciro. La cuarta venida, cuarenta y cuatro años antes del nacimiento de Cristo, es la más descollante y esplendorosa. Tras la muerte de César, un astro cabelludo y centelleante embargó a Roma y a las naciones mientras estaba el joven Octavio ostentando los juegos en obsequio de Venus, y de su tío. La religiosidad del estadista fomentó y consagró la opinión vulgar de que se llevaba por el cielo el alma del dictador, al paso que su entrañable superstición refería el cometa a la gloria de su propio reinado.[565] Ya se colocó la quinta visita en el año quinto de Justiniano, que corresponde al trescientos treinta y uno de la era cristiana; y es del caso recordar que en ambos trances el cometa llevó el acompañamiento de una palidez peregrina en el sol, con más o menos inmediación. Las crónicas de Europa y de la China mencionan su sexta venida en el año mil ciento seis; y en el sumo acaloramiento de las Cruzadas; cristianos y mahometanos eran árbitros de soñar con igual fundamento que estaba anunciando el exterminio de los infieles. El séptimo fenómeno, de mil seiscientos ochenta, asomó en un siglo ilustrado;[566] la filosofía de Bayle aventó una vulgaridad que la musa de Milton acababa de engalanar: «que el cometa sacude guerras y pestes de su cabellera desgreñada».[567] Flamstead y Cassini estuvieron deslindando su carrera por los espacios con extremada maestría, y la ciencia matemática de Bernoulli, Newton y Halley desentrañaron las leyes de sus giros. Quizás los astrónomos de alguna capital venidera de Siberia o de los páramos de América comprobarán sus cálculos en el octavo período del año dos mil trescientos cincuenta y cinco.
II. Puede la cercanía inmediata de un cometa desquiciar o echar al través el globo que habitamos, pero las alteraciones de su haz son hasta aquí obra de volcanes y terremotos.[568] La calidad del sitio suele indicar los parajes más expuestos a tan formidables vaivenes, puesto que son los fuegos subterráneos sus causantes, encendiéndose todos con la fermentación del hierro y del azufre. Mas el afán humano se queda muy corto para alcanzar sus períodos y resultados, y el filósofo atinado orillará la predicción de terremotos, hasta que pueda computar la cantidad de agua que se va rezumando sobre el mineral inflamable y logre arquear las cavernas cuya resistencia aumenta la explosión del aire encarcelado. Sin desantrañar la causa, puede la historia ir deslindando los períodos y redobles de tan calamitosos acontecimientos, y se parará en especificar que las violencias de la tierra menudearon con sumo ímpetu en el reinado de Justiniano.[569] Casi todos los años se repitieron terremotos de tal duración que estuvieron estremeciendo más de cuarenta días a Constantinopla, y con tanta extensión que el vaivén se comunicó a toda la superficie del globo, o a lo menos del Imperio Romano. Percibíase ya un disparo, ya una conmoción: desencajábanse enormes ribazos, arrebatábanse por el aire cuerpos crecidos y pesadísimos; el mar se internaba o se retraía alternativamente de sus linderos, y se desgajó del Líbano una montaña[570] que voló a las olas, donde a manera de malecón resguardó la bahía nueva de Botris[571] en Fenicia. El golpe que conmueve un hormiguero puede estrellar millares de insectos en el polvo, pero hay que confesar cuán eficazmente se afanó el hombre para su propio exterminio. La fundación de ciudades grandiosas que abarcaron naciones enteras, en su recinto, está casi realizando el anhelo de Calígula, de que el pueblo romano tuviese una sola cerviz. Cuéntase haber fenecido hasta doscientas cincuenta mil personas en el terremoto de Antioquía (20 de mayo de 526 d. C.) cuyo crecido vecindario se había recargado con el concurso de forasteros a la festividad de la Ascensión. No alcanzó a tanto el fracaso de Berito,[572] pero fue de más cuantioso importe (9 de julio de 551 d. C.). Pueblo esclarecido de la costa de Fenicia por el estudio de las leyes civiles, que eran el arrimo más poderoso para medrar en caudales y señorío. Descollaban en la escuela de Berito los ingenios de aquel siglo, y perecieron en el terremoto un sinnúmero de mozos, que pudieran haberse convertido en azote o en blasones de su patria. En tales catástrofes el arquitecto es el enemigo del linaje humano. Cae la choza de un salvaje o la tienda de un árabe sin quebranto del morador, y acertaban los peruanos, al escarnecer el devaneo de los españoles sus conquistadores, que a tanta costa y afán encumbraban sus sepulcros. Los mármoles peregrinos de un patricio le estrellan su propia cabeza, un pueblo entero queda sepultado bajo los escombros de edificios públicos y particulares, y todo incendio cunde con las lumbres innumerables que se requieren para la subsistencia y las manufacturas de una ciudad populosa. En vez del afecto mutuo que pudiera explayar y auxiliar a los desvalidos, están de continuo padeciendo los achaques y quebrantos que acarrea el desenfreno: la codicia desaforada saquea las casas ruinosas, la venganza aprovecha el trance y afianza la víctima, y suele la tierra sepultar al asesino y al salteador en el acto de su desafuero. La superstición está enlutando más y más el amargo presente con horrores invisibles, y si el asomo de la muerte enardece tal vez a la virtud y el arrepentimiento de los individuos, un pueblo despavorido se impresiona más con la aprensión del fin del mundo, y se postra más rendidamente para aplacar las iras de la deidad vengadora.
III. Etiopía y Egipto llevaron en todos tiempos el borrón de países engendradores primitivamente, y conservadores de la peste.[573] Con su ambiente húmedo, cálido y quieto, las sustancias animales ocasionan con su podredumbre las calenturas africanas, y luego se aparecen allá enjambres de langostas, asoladoras del linaje humano, con su vida y con su muerte. La dolencia tan aciaga despobló la tierra (542 d. C.) en tiempo de Justiniano y sus sucesores;[574] asomó por las cercanías de Pelusio, entre el pantano serbonio, y el cauce oriental del Nilo. Desde allí, como abriéndose dos rumbos, fue cundiendo al Oriente por Siria, Persia y la India, y se extendió al Occidente por la costa de África y el continente de Europa. En la primavera del año segundo estuvo plagando por tres o cuatro meses a Constantinopla, y Procopio, escudriñador de sus progresos y síntomas con el ahínco de un médico,[575] vino a competir en esmero y maestría con Tucídides en la descripción de la epidemia de Atenas.[576] Solía asomar con desvaríos pavorosos, y quedaba desahuciado el paciente, oyendo allá el amago y percibiendo el golpe de un vestigio invisible. Pero solía acometer a los más una fiebre leve en el lecho, en las calles o en sus tareas, con tal benignidad que ni el pulso ni el color del paciente daban muestras de peligro cercano. El mismo día, el siguiente, o el tercero se manifestaba por hinchazón de los ganglios, sobre todo en la ingle, en los sobacos, y tras las orejas, y al abrir los bubones o tumores arrojaban una especie de carbón, o sustancia negra, del tamaño de una lenteja. Si la hinchazón era adecuada y venía a supurar, se salvaba el paciente con el desahogo suave y natural del humor maligno; mas cuando seguía dura y seca, sobrevenía luego la gangrena, y el quinto día por lo más era el plazo de su vida. Solía acompañar a la fiebre el letargo o el delirio; se cuajaba el cuerpo de diviesos o carbuncos negros, síntomas de muerte inmediata, y en las complexiones endebles se producía una erupción y vómitos de sangre, se gangrenaban las entrañas. Solía su malignidad ser mortal para las embarazadas; se sacó sin embargo un niño del cadáver de su madre, y tres de éstas sobrevivieron a sus dos fetos infectados. La mocedad era expuestísima, y el sexo femenino padeció menos que el varonil; pero la saña de tal dolencia igualó jerarquías y profesiones, enmudeciendo muchos convalecientes, sin quedar inmunes de su repetición.[577] Echaron el resto los médicos de Constantinopla en afán y maestría, pero el enemigo, con la variedad de sus síntomas y su intensa tenacidad, burlaba la ciencia, pues los idénticos específicos surtían efectos contrapuestos, y el resultado desairaba sus anuncios de vida o muerte. Exequias y sepulcros eran por igual, y cuantos carecían de criados o deudos yacían insepultos por las calles o en las casas solitarias, y se encargó a un magistrado recoger los cadáveres hacinados, trasladarlos por agua o por tierra, y empozarlos hondamente fuera del recinto de la ciudad. Peligraban los malvados con tantos ejemplares horrorosos, y mostraron algún arrepentimiento pasajero, para reengolfarse luego en sus desbarros, a los asomos de la general convalecencia; pero la filosofía debe desentenderse del reparo de Procopio, de que la suerte o la Providencia se esmeraron en conservarles la vida. Olvidó o recapacitó reservadamente que Justiniano fue de los contagiados, pero la estrecha dieta del emperador puede suministrar, como en el caso de Sócrates, causal más fundamental y decorosa para su restablecimiento.[578] Se enlutó el vecindario, en muestra de duelo, durante su enfermedad, y con su ocio y su desaliento se experimentó suma escasez en la capital del Oriente.
La peste es de suyo contagiosa, por cuanto el aliento de los pulmones dañados contamina el ambiente y el estómago de cuantos lo rodean. Mientras el desengañado cree y tiembla, es muy extraño que un pueblo tan propenso a sustos, por fracasos necios y soñados, negase la existencia efectiva del peligro.[579] Sin embargo, los conciudadanos de Procopio, por algún ejemplo breve e infundado, afirmaban que no se contagiaba el daño por la más estrecha conversación,[580] y aquel concepto pudo favorecer a la esmerada asistencia de médicos y amigos con los enfermos, a quien el recelo humano hubiera podido entregar al desamparo y la desesperación. Mas aquella confianza tan aciaga, como la predestinación de los turcos, debió fomentar el contagio, y cuantas precauciones saludables han preservado a Europa yacían desconocidas bajo el gobierno de Justiniano. No se atajó el trato y el roce entre las provincias: las naciones desde Persia a Francia se barajaban y plagaban con guerras y emigraciones, y el hedor pestilente que suele abrigarse por años en las pacas de algodón se iba llevando con el afán del comercio a las regiones más lejanas. La advertencia del mismo Procopio nos explica el rumbo de su propagación, de que siempre cundía desde las playas al país interior, y así fue alcanzando a las islas y serranías más arrinconadas, y los sitios que se libertaron al primer asomo eran los más expuestos al embate del año siguiente. Podían los vientos desparramar la ponzoña sutil, mas no estando el ambiente predispuesto, luego feneciera la peste en los climas fríos o templados de la tierra. Pero llegó el aire a contaminarse en tal extremo, que habiéndose disparado el contagio en el año quinceno de Justiniano, allanó por igual las estaciones. Con el tiempo amainó su primera saña: revivió y menguó luego, pero hasta el plazo de cincuenta y dos años no recobró el acosado género humano su sanidad, ni el ambiente se purificó hasta su cabal acrisolamiento. No hay datos para cerciorarse y computar, ni aun para conjeturar, el número fenecido en mortandad tan extremada. Sólo hallamos que por espacio de tres meses cinco mil, y luego hasta diez mil personas, venían a fallecer diariamente en Constantinopla; que muchas ciudades del Oriente quedaron despobladas, y que en varios distritos de Italia la mies y la vendimia se quedaron sin esquilmo. Los tres azotes de guerra, peste y hambre estuvieron acosando a los súbditos de Justiniano, y queda su reinado con el desdoro de la mengua notable de la especie humana, que no se ha llegado todavía a reponer en algunos de los países sobresalientes del globo.[581]