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DESCRIPCIÓN DE LA ARABIA Y SUS MORADORES - NACIMIENTO, ÍNDOLE Y DOCTRINA DE MAHOMETO - PRÉDICA EN LA MECA - HUYE A MEDINA - PROPAGA SU RELIGIÓN CON LA ESPADA - RENDIMIENTO VOLUNTARIO O FORZADO DE LOS ÁRABES - SU MUERTE Y SUCESORES - PRETENSIONES Y TRANCES DE ALÍ Y SUS DESCENDIENTES
Tras un alcance de más de seiscientos años en pos de los Césares traspuestos a Constantinopla y a Germania, tengo que apearme, en el reinado de Heraclio, a los confines orientales de la monarquía griega. Yacía exhausto el Estado con la guerra de Persia, y atropellada la Iglesia con la sectas nestoriana y monofisita, cuando Mahometo, blandiendo la espada con la diestra y el Alcorán con la izquierda, encumbró allá su solio sobre los escombros del cristianismo de Roma. El numen del Profeta árabe, las costumbres de su nación y su denuedo religioso encabezan las causas del menoscabo y vuelco del Imperio oriental; y nuestra vista se clava intensamente sobre una de las revoluciones más memorables que han acarreado nueva y duradera planta a las naciones del globo.[1292]
Allá por los ámbitos anchurosos entre la Persia, la Siria, el Egipto y la Etiopía, puede la península[1293] de Arabia conceptuarse como un triángulo irregular y grandioso. Desde la punta septentrional de Beles[1294] sobre el Éufrates, se termina la línea de quinientas leguas [1111 km], en los estrechos de Bahelmandel y el territorio del incienso. Vendrá a caber como la mitad de esta dimensión a su anchura de levante a poniente, desde Basora a Suez, y desde el Golfo Pérsico hasta el Mar Rojo.[1295] Se van luego ensanchando los costados del triángulo, y la base meridional ostenta un frente de más de trescientas leguas [666,6 km] al océano Indio. El haz entero de la península sobrepuja cuatro veces al de Alemania y Francia; pero su mayor parte queda tachada debidamente con los baldones de pedregosa y arenosa. Hasta los páramos de Tartaria se ostentan engalanados por la naturaleza con empinados árboles o maleza lozana, y el viandante solitario logra ciertos asomos de recreo y sociedad con la presencia vividora de la vegetación. Mas por los arenales pavorosos de la Arabia tan sólo despuntan riscos agudos y aridísimos, y los flechazos directos e intensos de un sol de los trópicos está caldeando más y más, sin sombra ni resguardo, las llanadas del desierto. En vez de ambiente apacible y regalado, las ventiscas, con especialidad del sud oeste, van arremolinando un vapor nocivo y aun mortal; alzan luego alternativamente y desparraman cerros de arena comparables con las oleadas del océano, y el torbellino ha llegado a sepultar no sólo caravanas, sino ejércitos enteros. El recurso general del agua suele ser objeto de anhelos y de contiendas, y es tan suma la escasez, o carencia de la leña, que es forzoso acudir a varios arbitrios para contener o avivar el elemento del fuego. Carece también la Arabia de ríos navegables que tras fertilizar el suelo transportan sus productos a las próximas regiones; la tierra, sedienta, se empapa en los torrentes que se despeñan de las sierras; las plantas escasas y despojadas, como el tamarindo y la acacia, que calan sus raíces por las grietas de las breñas, se van alimentando con los rocíos de la noche; la menguada lluvia se va recogiendo en aljibes y acueductos: pozos y manantiales son los tesoros recónditos del desierto, y los peregrinos de la Meca,[1296] tras largas, áridas y angustiosas marchas, paladean desabridamente un agua salobre y azufrada. Tal viene a ser generalmente el conjunto de la Arabia; pues un bosquecillo sombrío, una corriente fresca y una pradera lozana, son suficientes para arraigar una colonia de árabes, con el escarmiento de tantísimo desengaño que les realza sus escasos logros, en los venturosos apeaderos que proporcionan alimento y refrigerio a personas y ganados, y estimulan su industria para cultivar palmeras y viñedos. Allá las tierras altas y confinantes con el océano Indio sobresalen con la abundancia colmada de arroyos y arbolados: es el ambiente más templado, las frutas más deliciosas, los hombres y demás vivientes en mayor número; la fertilidad del suelo está convidando con galardón precioso a los afanes del colono, y los dones particulares del incienso[1297] y el café han ido atrayendo de siglo en siglo a los traficantes del orbe. En cotejo de lo restante de la península, aquella región arrinconada desempeña verdaderamente su dictado de dichosa, y la contraposición y la distancia han dado campo a cuantos galanos matices han podido fantasear a porfía las ficciones orientales. Para este paraíso terrenal había reservado la naturaleza sus rasgos peregrinos y sus preciosidades incomparables: gozaban sus moradores la bienaventuranza incompatible de una lujosa inocencia; brotaba el cielo, el oro y las perlas,[1298] y mar y tierra estaban exhalando sobrehumanos y aromáticos perfumes. Este deslinde tan corriente, de arenoso, pedregoso, y feliz entre los griegos y los latinos jamás llegó a noticia de los mismos árabes, y es harto de extrañar que un país cuyo idioma y moradores han sido siempre los mismos, conserve apenas un leve rastro de su geografía antigua. Los distritos marítimos de Bahrein y Omán están encarados con el reino de Persia. El reino de Yemen deslinda la situación de la Arabia dichosa; abarca el nombre de Neguel el espacio interior, y el nacimiento de Mahometo esclareció la provincia de Hejaz por toda la costa del Mar Rojo.[1299]
Se suele justipreciar el grado de población por los medios de subsistencia, y los individuos de una provincia fértil e industriosa sobrepujarán a los moradores de península tan dilatada. Por las playas del Golfo Pérsico, del océano y aun del Mar Rojo, los ictiófagos,[1300] o come-peces, seguían vagando en busca de su aventurado mantenimiento. En aquel estado primitivo y rastrero, en nada acreedor al nombre de social, el irracional humano, ajeno de artes y leyes, casi mudo e insensato, se deslinda a duras penas de los demás vivientes. Allá va corriendo el raudal de las generaciones y los siglos calladamente, y el desvalido montaraz no alcanza a multiplicar su casta por las carencias y los afanes que atajaron su existencia a las angostas playas de sus mares. Pero allá en la antigüedad más honda, el grandioso cuerpo de los árabes se había encumbrado sobre aquel piélago de quebrantos; y por cuanto unos páramos desnudos no aprontaban mantenimiento para un pueblo todo cazador, asomaron repentinamente en la esfera más sosegada y abundosa de la vida pastoril. Las tribus vagarosas del desierto están siguiendo invariablemente el mismo rumbo, y retratando a los beduinos del día, rastrearemos el aspecto de sus antepasados,[1301] quienes en tiempo de Moisés y de Mahometo, vivían bajo tiendas muy parecidas, y pastoreaban sus caballos, camellos y ovejas por las mismas praderas y junto a los idénticos manantiales. El dominio de vivientes provechosos alivia nuestro afán y acrecienta nuestros haberes, y el ganadero árabe se había granjeado la posesión de un amigo leal y de un esclavo laborioso.[1302] Opinan los naturalistas que la patria legítima del caballo es la Arabia, y su clima el más apropiado, no para la corpulencia, pero sí para el denuedo y la velocidad de aquel animal generoso. Procede la excelencia de la casta berberisca, española e inglesa, de su mezcla con la sangre árabe;[1303] están siempre los beduinos conservando, con escrupulosidad supersticiosa el linaje castizo; véndense los caballos a precio subido, mas por maravilla se desprenden de las hembras, y el nacimiento de una potranca fina se solemniza entre las tribus como asunto de regocijo y de mutuos parabienes. Críanse los potros por las tiendas entre los niños de los árabes, con cierta familiaridad cariñosa que los va habituando a la mansedumbre y la querencia. No se les enseña más que la andadura y el galope; jamás les embotan su sensibilidad nativa con los redobles del látigo o de la espuela; reservan su pujanza para los trances de la huida o del alcance, mas tocándoles muy levemente con la mano o el estribo, allá se disparan con el ímpetu del viento; y si el amigo viene al suelo con la rapidez violentísima de la carrera, se para de improviso hasta que ha recobrado su asiento. Don precioso y sagrado es el camello por los arenales del África o la Arabia. Aquel viviente, recio y sufrido para la carga, aguanta algunos días sin comer ni beber, y allá conserva un depósito de agua fresca en un bolsón o quinto estómago del animal, cuyo cuerpo se halla estampado con las marcas de la servidumbre: la casta más crecida lleva hasta el peso de cien libras [45,9 kg] y el dromedario, de hechura más ligera y traviesa, se aventajará en la carrera al alazán más corredor que se atreva a competirle. El hombre aprovecha casi todas las partes del camello, tanto vivo como muerto: es su leche abundante y regalada; la carne joven y fresca sabe a ternera;[1304] su orina deposita una sal apreciable; su boñiga sirve de leña, y con sus largas crines que se renuevan anualmente se labran toscamente ropas, muebles y tiendas los beduinos. En la estación lluviosa van consumiendo las yerbas escasas e insuficientes del desierto; en los ardores del estío y las estrecheces del invierno, acercan su campamento a las playas del mar, los cerros del Yemen o la cercanía del Éufrates, y suelen a veces arrancar el permiso azaroso de asomarse a las orillas del Nilo y por las aldeas de la Siria y la Palestina. Vida peligrosa y angustiada es la de un árabe vagaroso, y por más que alguna vez con trueques y rapiñas se apropie los frutos de la industria, un particular de Europa está disfrutando con lujo más sólido y halagüeño que el emir más entonado, acaudillando por los campos diez mil jinetes.
Media una diferencia esencialísima entre las rancherías de la Escitia y las tribus árabes, puesto que muchas de éstas se avecindaban en pueblos y se dedicaban a los afanes del tráfico y la labranza. Dedicaban siempre parte del tiempo a la ganadería; alternaban en paz y en guerra con sus hermanos del desierto, y redundaba su trato para los beduinos en provecho para acudir a sus urgencias y desbastarse con artes y conocimientos. Entre las cuarenta y dos ciudades de Arabia[1305] que va reseñando Abulfeda, las más antiguas y populosas estaban situadas en el Yemen feliz: las torres de Saana[1306] y la alberca portentosa de Merab[1307] fueron obra de los reyes de los Homeritas; mas aquella brillantez profana quedó eclipsada con el resplandor profético de Medina[1308] y de la Meca,[1309] junto al Mar Rojo, y a distancia mutuamente de cerca de cien leguas [222,2 km]. Noticia tuvieron los griegos de la última bajo el nombre de Macorabba, y la terminación de la voz está expresando su grandiosidad, que sin embargo aun en su temporada más floreciente no igualaba ni en ámbito ni en población a Marsella. Algún motivo encubierto, y tal vez supersticioso, movería a los fundadores para escoger situación tan desengañada. Fueron levantando su caserío de adobes o peñas en una llanura de más de media legua de largo y la mitad en anchura: el solar es berroqueño, el agua, aun en el pozo sagrado de Zemzem, es amarga y salobre; los pastos caen lejanos de la ciudad, y las uvas se traen a veinticinco leguas [55,55 km] de las huertas de Tayef: descollaban entre las tribus árabes la nombradía y el denuedo de los koreishitas reinantes en la Meca; mas el terreno ingrato se negaba a los afanes de la agricultura; al paso que su paraje estaba brindando a las empresas comerciales. Mantenían por el puerto marítimo de Jeda, distante tan sólo doce leguas [26,7 km], correspondencia muy obvia con la Abisinia, y aquel reino cristiano fue el primer refugio de los discípulos de Mahometo. Se trasladaban los tesoros de África, por la península de Gerrha o Katif, en la provincia de Bahrein, ciudad edificada, según se cuenta, con peñascos de Salina, por los caldeos desterrados,[1310] de donde con las perlas propias del Golfo Pérsico se iban transportando en almadías hasta la desembocadura del Éufrates. Está situada la Meca a la distancia igual del viaje de un mes entre el Yemen a la derecha, y de la Siria por la izquierda. Aquél era el invernadero y ésta la morada del estío para las caravanas; y su llegada oportuna libertaba a los bajeles de la India de su navegación afanada y angustiosa del Mar Rojo. Cargaban los camellos de los koreishitas en los mercados de Saana y Merab, y en las kabilas de Omán y Adén, con aromas preciosos; feriaban en Bostra y Damasco un surtido de trigo y manufacturas; el tráfico ganancioso derramaba abundancia y riqueza por las calles de la Meca, y su vecindario selecto hermanaba el amor a las armas con la profesión del comercio.[1311]
Naturales y extraños han estado descastando la independencia perpetua de los árabes, y las arterías de los disputadores convierten tan extraña particularidad en profecía y milagro a favor de la posteridad de Ismael;[1312] pero median excepciones terminantes que desairan e inutilizan tales raciocinios: abisinios, persas, sultanes de Egipto[1313] y turcos[1314] han ido sucesivamente avasallando el reino de Yemen; algún tirano escita ha doblegado repetidamente las ciudades de la Meca y Medina, y la provincia romana de la Arabia[1315] abarcaba las idénticas malezas donde Ismael y sus hijos debieron alzar sus tiendas a la vista de sus hermanos. Mas son las excepciones locales e insubsistentes, pues la nación en globo ha sorteado el yugo de los monarcas más poderosos; nunca las armas de Sesotris, de Ciro, de Pompeyo o de Trajano alcanzaron a redondear la conquista de la Arabia, el soberano actual de los turcos[1316] podrá ejercer asomos de jurisdicción, mas todo su engreimiento tiene que allanarse a solicitar la amistad de un pueblo azaroso para provocado, e inasequible para embestido. Obvias aparecen las causas de su independencia con la índole y el país de los árabes. Ya muchos años antes de Mahometo[1317] había su denuedo escarmentado a los vecinos en guerras ofensivas y defensivas. El ejercicio sistemático de la vida pastoril habilita desde luego para la profesión activa y sufrida de la milicia. Rebaños y camellos quedan a cargo de las hembras de la tribu, pero la gallarda juventud, abanderada con el emir, anda siempre cabalgando y monteando para amaestrarse en el manejo del arco, del venablo y de la cimitarra. El recuerdo allá recóndito de su independencia es la prenda eficacísima de su perpetuidad, y la generación entrante se enardece más y más por comprobar y mantener su herencia. Suspéndense sus enconillos caseros al asomo del enemigo común, y en sus últimas hostilidades contra los turcos, la caravana de la Meca fue embestida y saqueada por ochenta mil confederados. En sus avances a la pelea están viendo al frente la victoria, y su salvamento, en un quebranto, a retaguardia. Sus caballos y camellos, que en diez días ejecutan una marcha de ciento cuarenta o ciento sesenta leguas [311-356 km], desaparecen de la vista del vencedor; la aguada encubierta del desierto burla su alcance, y sus tropas triunfadoras fenecen de sed, hambre y cansancio, persiguiendo a un enemigo invisible que escarnece sus ahíncos, y allá se adormece a su salvo en el centro de una soledad abrasadora. Las armas y el desierto de los beduinos son, además de la salvaguardia de su independencia, el antemural de la Arabia Feliz; cuyos moradores lejanos de toda guerra, yacen quebrantados con la lozanía del suelo y la blandura del clima. Hundiéronse allá las legiones de Augusto enfermas y postradas,[1318] y tan sólo fuerzas navales han acertado a enseñorearse más o menos del Yemen. Era aquel reino, cuando Mahometo tremoló su sagrado estandarte, una provincia de la Persia,[1319] mas todavía estaban reinando por las serranías hasta siete príncipes de los Homeritas, y el lugarteniente de Cosroes cayó en la tentación de olvidar su patria lejana y su dueño desventurado. Los historiadores del tiempo de Justiniano retratan el estado de independencia de los árabes, quienes, por intereses o por afecto, estaban divididos en la contienda larguísima del Oriente: permitiose a la tribu de Gasan acampar en territorio sirio, como también a los príncipes de Hira el plantear una ciudad a doce leguas [26,7 km] al sur de las ruinas de Babilonia. Su desempeño en campaña era veloz y denodado, mas su amistad era venal, su fe voluble y su enemistad antojadiza: se hacía más obvio el enardecer que el desarmar a los bárbaros vagarosos, y en el roce familiar de la guerra les cupo el ver y menospreciar la endeblez esplendorosa de la Persia y de Roma. Desde la Meca hasta el Éufrates, las tribus árabes[1320] se equivocaban para los griegos y latinos bajo la denominación general de «sarracenos»,[1321] nombre que todo labio cristiano está avezado a pronunciar con pavor y aborrecimiento.
Mal se engríen con su independencia nacional los esclavos de la tiranía casera, mas un árabe es personalmente libre, y está disfrutando hasta cierto punto los logros de la sociedad sin menoscabar las preeminencias de la naturaleza. En todas las tribus por superstición, agradecimiento o haberes, descuella alguna alcurnia sobre todos sus iguales. Vinculados están en ellas los cargos de jeque y emir, mas este orden hereditario es desahogado o volandero, y el prohombre, por edad o por prendas, de la parentela, es el escogido para el empleo sencillo pero trascendental de zanjar contiendas con su dictamen, o encabezar a los valientes con su ejemplo. Una hembra atinada y briosa llegó también a mandar los paisanos de Zenobia.[1322] La incorporación momentánea de varias tribus viene a componer una hueste: su hermandad permanente constituye nación; y el generalísimo, el emir de los emires, cuya bandera va tremolando a su frente, merece para el concepto de los extraños el timbre de dictado regio. Si los príncipes árabes se propasan en su poderío, pronto les cabe el escarmiento con la deserción de sus secuaces, avezados a jurisdicción mansa y paternal. No hay trabas para su denuedo, ni coto para sus pasos; patente se muestra el desierto y familias y tribus se aúnan por medio de un contrato mutuo y voluntario. Los naturales ya más blandos del Yemen sobrellevan el boato y la majestad de un monarca; mas si no le cabía el desemparedarse de su palacio sin arriesgar su vida,[1323] la pujanza del gobierno recaía desde luego en sus nobles y magistrados, pues las ciudades de Medina y de la Meca están mostrando en el corazón de Asia, la forma, o más bien la realidad, de una república. Asoman el abuelo y los ascendientes paternos de Mahometo en clase de príncipes de su país en los negocios internos y extraños; mas su reinado se cifraba, como el de Pericles en Atenas, en el concepto de su pundonor y sabiduría; desmembrose su influjo al par de su patrimonio, y se trasladó el cetro de los tíos del profeta a una rama menor de la tribu de Koreish. En coyunturas grandiosas convocaban el consejo, y puesto que el hombre tiene que ser precisado o persuadido para obedecer, el ejercicio y la nombradía de la oratoria entre los antiguos árabes es un testimonio terminante de la libertad pública.[1324] Mas aquella libertad sencillísima era de muy diverso jaez que la máquina entretejida y enmarañada de las repúblicas de Roma y Grecia, donde cada individuo atesoraba una porción cabal de los derechos políticos y civiles del conjunto. En la suma llaneza de los árabes, la nación es libre por cuanto sus hijos todos se desentienden allá de rendimientos rastreros al albedrío de un dueño. Campean sus pechos con las prendas broncas del aguante, sobriedad y denuedo: aquel afán por su independencia les suministra la práctica expedita de mandarse a sí mismos y su pundonor los está siempre resguardando contra toda ruin zozobra de quebranto, peligro o muerte. La entereza y señorío de su ánimo asoma desde luego en su traza exterior, su habla es pausada, lacónica y circunspecta; por maravilla se prorrumpe en risa, y el ademán único es golpearse la barba, atributo respetable del varón; pues cada cual pagado de sí mismo se junta sin liviandad con sus iguales y se acerca sin acatamiento a los superiores.[1325] Sobrevivió la libertad entre sarracenos a sus conquistas; aveníanse los primeros califas a los arranques osados y familiares de los súbditos; subían al púlpito para persuadir y edificar la congregación, y hasta que el solio del Imperio se trasladó al Tigris, no adoptaron los abasíes el ceremonial engreído y pomposo de las cortes de Persia y de Bizancio.
Al ir desentrañando hombres y naciones, se van también palpando los móviles que las bien o malquistan entre sí, estrechan o explayan, suavizan o destemplan su índole social. Desviados los árabes de los demás hombres, se han ido acostumbrando a equivocar el concepto de extranjero con el de enemigo, y el desamparo del país ha venido a arraigar una máxima de jurisprudencia que están todavía creyendo y practicando en el día. Andan pregonando que en el reparto de la tierra, cupieron los climas fértiles y aventajados a las demás ramas de la familia humana, y que la posteridad del fugitivo Ismael puede ir allá recobrando, por engaño o por violencia, el mayorazgo de que se le defraudó injustísimamente. Advierte con razón Plinio, que las tribus árabes son propensas al robo y al tráfico; multan o saquean cuantas caravanas atraviesan el desierto; y sus vecinos, desde el tiempo de Job o de Sesostris,[1326] han sido siempre los pacientes de tan desalada rapacidad. Si avista un beduino allá un viajero, cabalga desaforadamente contra él y le vocea: «Desnúdate al punto, pues tu tía (su mujer) está en cueros». Quien se avasalla logra algún alivio; la resistencia encona al salteador, y su propia sangre es el desquite de cuanta pueda derramar el asaltado en su defensa. Un solo bandolero, o bien una gavilla escasa, cargan siempre con su debido nombre, mas los asaltos de un enjambre se realzan con los visos de una guerra legítima y honrosa. La índole de un pueblo siempre en armas contra el linaje humano se inflamaba más y más con el desenfreno casero de robo, homicidio y venganza. En la planta actual de la Europa el derecho de paz y guerra está vinculado en poquísimos, y su ejercicio efectivo todavía a menos potentados de consideración, mas todo árabe puede a su salvo y con aceptación asestar su venablo al pecho de su paisano. Toda la nación nacional se cifraba en una semejanza volandera de habla y de costumbres, y la jurisdicción del magistrado enmudecía y se aletargaba por todas las tribus. Recuerda la tradición hasta mil setecientas refriegas[1327] de los tiempos de ignorancia anteriores a Mahometo, el encono de los bandos civiles acibaraba las hostilidades, y la relación en prosa o verso de un rencor anticuado bastaba para foguear con iguales ímpetus a los descendientes de las tribus enconadas. En la vida casera, cada cual, o por lo menos cada familia, era árbitra y vengadora de su propia causa. El pundonor vidrioso que se atiene al insulto más bien que al agravio, emponzoña mortalmente las reyertas de los árabes; el honor de sus mujeres y de sus barbas es en extremo asustadizo; una gestión indecorosa, y una expresión de menosprecio, pueden tan sólo subsanarse con la sangre del ofensor; y es tan aferrada su ojeriza que están acechando meses y años la coyuntura para su venganza. Multas o compensaciones por homicidios son corrientes entre los bárbaros de todos tiempos, mas en Arabia la parentela del difunto es árbitra en admitir el equivalente, o de ejercer con sus propias manos la ley del desagravio. La depravada ruindad de los árabes desecha hasta la cabeza del homicida, sustituye un inocente al criminal y traslada el apenamiento al prohombre de la alcurnia agraviadora. Si éste fenece de su mano airada, están luego expuestos al peligro de las represalias; agólpanse intereses y principal de la deuda, toda de sangre; la familia lleva una vida avinagrada y recelosa, y suele a veces mediar la mitad de un siglo antes de quedar saldada la cuenta de la venganza.[1328] Este afán sanguinario ajeno de conmiseración y de indulto, ha ido sin embargo amainando con las máximas pundonorosas que requieren en las refriegas particulares cierta proporción decorosa en edad, pujanza, número y armas. Una festividad anual de dos meses, o tal vez de cuatro se solía celebrar entre los árabes antes del tiempo de Mahometo, durante la cual permanecía envainado todo acero para hostilidades caseras o extrañas, y aquella tregua parcial denota más bien el predominio de la anarquía que el de la guerra.[1329]
Amainó sin embargo aquel ímpetu salteador y vengativo con el roce halagüeño del comercio y la instrucción. Ciñen la península despoblada las naciones más utilizadas del mundo antiguo; y el traficante se bienquista desde luego por donde quiera, y así las caravanas iban trayendo anualmente a las ciudades y aun a los campamentos del desierto las primeras semillas de cultura y sabiduría. Prescindiendo de la alcurnia de los árabes, su idioma se entronca con el hebreo, el sirio y el caldeo; cada tribu se deslindaba con su dialecto peculiar e independiente,[1330] pero todos tras el propio y casero anteponían el castizo y despejado lenguaje de la Meca. Así en Arabia como en Grecia el primor del habla afeó el rezago de las costumbres, apellidando la miel con ochenta nombres, con doscientos la serpiente, el león con quinientos, y hasta con mil la espada y quedando tan descomunal diccionario encomendado a la memoria de un pueblo cerril. Caracteres anticuados y misteriosos estaban cuajando los monumentos de los homeritas, pero las letras cúficas, cimiento del alfabeto actual, se inventaron por las orillas del Éufrates, y un advenedizo las llevó recién inventadas a la Meca después del nacimiento de Mahoma. Ni gramática, ni versificación, ni oratoria tenían cabida en la persuasiva antojadiza de los árabes; mas eran de suyo agudos, arrebatados y conceptuosos[1331] salpicando con mil chistes su elocuencia proporcionada a los alcances del auditorio. Asomaba un poeta, y su tribu y las comarcanas vitoreaban a porfía su numen y sus aprensiones; se aparataba un gran banquete, y un coro de mujeres al compás de sus panderos, orientando el boato de un desposorio, entonaban ante sus hijos y maridos las venturas de su tribu nativa; que descollaba un campeón vengador de sus derechos y que estaba ya voceando el pregonero inmortalizador de su nombradía. Hasta las tribus lejanas y enemigas acudían a una feria anual, abolida luego por el fanatismo de los musulmanes; junta nacional que no podía menos de influir para ir desembraveciendo y hermanando a los bárbaros. Empleábanse treinta días en aquel tráfico, no sólo de granos y vinos, sino también de elocuencia y poesía. Gallardas competencias de versistas echaban el resto en pos de su galardón, y el parto premiado se archivaba en la tesorería de los príncipes o emires; y en nuestro mismo idioma nos cabe ya leer las cuatro composiciones originales que estaban esculpidas en letras de oro, y colgadas en el templo de la Meca.[1332] Los poetas árabes eran los historiadores y moralistas de su tiempo, y si bien se avenían a las vulgaridades, infundían también y ensalzaban las prendas de sus compatricios. La estrechez íntima de todo denuedo con el desprendimiento, solía ser el tema predilecto de sus cantores, y al disparar sus flechazos satíricos allá contra alguna ruin ralea, extremaban lo sumo de sus baldones entonando que no hallaban los varones arbitrio para conceder, ni las hembras para negar.[1333] El agasajo hospedador que practicó Abraham y encareció Homero está ahora reinando en los aduares arábigos. El desaforado beduino, pavor de aquellos yermos, se abraza sin reparo ni pesquisa con el advenedizo que se entromete confiada y caballerosamente en su tienda. Se le trata con halagüeño decoro, parte su riqueza o su desamparo con el huésped, y tras el descanso competente se le despide con agradecimiento, con bendiciones y acaso con regalos. Pecho y mano se franquean más con un hermano o un amigo menesteroso, pero los rasgos heroicos acreedores a públicas alabanzas no pueden menos de sobrepujar a los apocados miramientos de la cordura y el desengaño. Sobrevino contienda con el vecindario de la Meca sobre quién era el más descollante en generosidad y benemérito de su galardón. Había Abdallah, hijo de Abbas, emprendido un viaje larguísimo, y aún con el pie en el estribo, vino a oír la voz de un suplicante: «O hijo de un tío del apóstol de Dios, soy un viandante desamparado». Apéase instantáneamente, y brinda el peregrino con su camello, su lujosa gualdrapa y un bolsón de cuatro mil piezas de oro, reservándose únicamente la espada, ya por su valor crecido, ya por ser don de un deudo condecorado, el criado de Kais contestó a otro suplicante que su amo estaba durmiendo, pero añadió: «Aquí hay una bolsa con setecientas piezas de oro (que es cuanto tenemos en casa), pero ahí va un libramiento para que os entreguen un camello y un esclavo». Despierta el amo, celebra y liberta a su esclavo, reconviniéndole tan sólo levemente por haberle apocado su desprendimiento. El tercero de aquellos prohombres, el viejo Arabad, a la hora de la plegaria, se iba recostando sobre los hombros de dos esclavos. «¡Ay! —contesta–, vacíos están mis arcones, venderlos, y si tú no los quieres yo tampoco». Dice, y desviando entrambos mozos anda a tientas por la estancia con su bastón. La índole de Hatem es el dechado cabal del pundonor arábigo.[1334] Era valeroso y desprendido, poeta afluente y salteador certero; hasta cuarenta camellos se solían asar en sus espléndidos banquetes, y a los ruegos de un enemigo avasallado, devolvió cautivos y despojos. Su nación voluntariosa se desentendía de leyes justicieras, pero procedía a impulsos de sus compasivos arranques.
Cifraban los árabes, al par de los indios, su religión[1335] en el culto del sol, de la luna y las estrellas, género de superstición allá primitivo y si cabe vistoso, pues los luminares centellantes del Empíreo están visiblemente retratando al Supremo Hacedor; su número y distancia ofrecen a la vista, así del filósofo como del vulgo, el concepto grandioso de unos ámbitos inmensos; la estampa de la eternidad está descollando en aquellos globos macizos, ajenísimos al parecer de todo quebranto y menoscabo; el arreglo de sus giros asoma como parte de un móvil racional o instintivo; y su influjo efectivo o soñado sigue fomentando la aprensión desvariada de que la tierra es un objeto de su esmerado cariño. Cultivose en Babilonia la ciencia de la astronomía, pero las aulas de los árabes eran un firmamento despejado y una llanura rasa. En sus marchas nocturnas los astros guiaban su rumbo, familiarizándose ahincada y devotamente los beduinos con sus nombres, giros y paradero fijo, y aprendiendo experimentalmente a dividir el Zodíaco de la luna en veintiocho porciones, y aclamando a las constelaciones que solían empapar al sediento desierto en lluvias saludables. Vinculaban el reinado de los globos celestes en las esferas visibles, y se requerían ciertas potestades metafísicas para acudir a la trasmigración de las almas y la resurrección de los cuerpos, y sepultaban un camello en la huesa para aprontarle sirviente en la otra vida, y el andar invocando a los espíritus arguye que les suponían dotados de alcances y poderío. Ni decifro ni halago la mitología de unos bárbaros, con su devaneo de divinidades locales, de luceros, aire, tierra, sexo y dictados, atributos y jerarquías. Tribu, familia o caudillo voluntarioso, fraguaba o se revolvía los ritos u objetos de su soñado culto; pero en todos tiempos la nación tributó acatamiento a la religión y aun al idioma de la Meca. La antigüedad acendrada de la Caaba se encumbra más allá de la era cristiana; el historiador griego Diodoro, al describir las costas del Mar Rojo[1336] apunta entre los tamuditas y sabeos un templo decantado, cuya santidad preeminente reverenciaban todos los árabes; el velo de seda o de lino que está renovando anualmente el emperador turco, era en lo antiguo ofrenda de un rey devoto de los homeritas, que reinaron siete siglos antes del tiempo de Mahoma.[1337] Podía hartar una tienda o una cueva para el culto de unos montaraces, pero vino luego a edificarse en su lugar un templo de piedra y argamasa, y las artes y el poderío de los monarcas orientales se han ceñido a la planta sencilla de su dechado primitivo.[1338] Un pórtico anchuroso va cercando el cuadrángulo de la Caaba, una capilla cuasi cuadrada con veinticuatro codos de largo, veintitrés de ancho y veintisiete de alto, recibe la luz por la puerta y una lumbrera; la techumbre por tres pilares de madera; un grifo, en el día de oro, vierte el agua de lluvia y el aljibe Zemzem tiene para resguardo de toda basura su techado. Por violencia o por engaño, la Caaba estaba a cargo de la tribu de Koreish; el empleo sacerdotal había por cuatro generaciones parado vinculadamente en el abuelo de Mahoma, y la alcurnia de los hashemitas, de donde procedía, era la más respetable y como sagrada para toda la comarca.[1339] Gozaba el recinto de la Meca, derechos de santuario, y todos los años en el último mes se agolpaba un sinnúmero de peregrinos a tributar sus votos y ofrendas en la casa del Señor. La superstición de los idólatras tenía allá inventados y estaba ya practicando los ritos idénticos que observan en el día los mahometanos. Desceñíanse de sus ropas a distancia decorosa: iban apresuradamente rondando hasta siete veces la Caaba y besando la piedra negra: visitaban y adoraban otras tantas los riscos inmediatos; y otras siete veces arrojaban piedras al valle de Mina, terminándose la peregrinación, como ahora mismo, con un sacrificio de ovejas y camellos, y el entierro de sus cabellos y uñas en el territorio consagrado. Cada tribu hallaba o introducía en la Caaba su culto casero; aparecía el templo engrandecido o sea emponzoñado con trescientos sesenta ídolos de hombres, águilas, leones y antílopes; pero descollaba la estatua de Hebal de ágata encarnada, empuñando siete saetas, sin alas o plumas, instrumentos o símbolos de adivinación profana. Mas era aquella estatua un monumento de las artes sirias, pues la devoción de tiempos más toscos se pagaba con un poste o una tablilla, y los peñascos del desierto se fueron labrando en dioses y altares al remedo de la piedra negra de la Meca,[1340] tiznada en extremo con la tacha de su origen idólatra. Descolló únicamente el uso de los sacrificios desde el Japón hasta el Perú, y el fervoroso manifestó siempre su agradecimiento o su zozobra destrozando o consumiendo sus dones más peregrinos. La vida de un hombre es la ofrenda más exquisita[1341] para ahuyentar una plaga, y sangre humana estuvo bañando las aras de Fenicia y de Egipto, de Roma y de Cartago. Conservaron los árabes por largo tiempo tan inhumano estilo, pues aun en el tercer siglo la tribu de los dumasionos[1342] seguía sacrificando anualmente un muchacho, y el príncipe de los sarracenos aliado y guerrero de Justiniano, degolló devotamente a un cautivo regio.[1343] Padre que arrastra a un hijo hasta las aras está mostrando un arranque violento y sublime de fanatismo: santos y héroes santificaban con su ejemplo el hecho o el intento, y hasta el padre de Mahoma estuvo sentenciado por un voto temerario, rescatándose a duras penas con el equivalente de cien camellos. Allá en su idiotez, el árabe, al par del judío y del egipcio, se abstenía de la carne de cerdo;[1344] circuncidaba a sus hijos a los asomos de la mocedad,[1345] y las mismas prácticas sin veda ni mandamiento se han ido calladamente traspasando a su posteridad y a sus allegados. De donde se ha inferido atinadamente que el artero legislador se avino a las vulgaridades empedernidas de sus compatricios. Más obvio aparece el conceptuar que se atuvo a las opiniones y costumbres de su niñez, sin pararse a deslindar que una disposición propia del clima de la Meca pudiera ser ajenísima de las orillas del Volga o del Danubio.
Libre vivía la Arabia; estremecían huracanes de conquista y tiranía los reinos confinantes, y huían las sectas acosadas al solar venturoso donde cada cual podía profesar lo que estaba opinando, y practicar cuanto pensaba. La religión de los sabeos y de los magos, de los judíos y de los cristianos, cundían desde el Golfo Pérsico hasta el Mar Rojo. Allá en la antigüedad más remota, estaba el sabeismo derramado por el Asia con la ciencia de los caldeos[1346] y las armas de los asirios; y por las observaciones de dos mil años, los sacerdotes y astrónomos de Babilonia[1347] rastreaban las leyes sempiternas de la naturaleza y de la Providencia. Adoraban los siete dioses o ángeles que estaban guiando el giro de los siete planetas, y ejerciendo su incontrastable influjo sobre la tierra, figuraciones y ensalmos representaban allá los siete planetas, los doce signos del Zodíaco y las veinticuatro constelaciones del hemisferio austral y boreal; cada día de la semana estaba dedicado a su divinidad respectiva; los sabeos rezaban tres veces al día y el templo de la luna en Haran era el finiquito de su peregrinación.[1348] Pero el temple avenible de su fe estaba siempre aparejado para enseñar y para aprender, en cuanto a sus tradiciones de la nación, el diluvio y los patriarcas, se hermanaban en gran manera con los judíos sus cautivos; acudían a los libres reservados de Adan, Set y Enoch, y con cierto baño del Evangelio, aquellos politeístas, ya escasísimos, han parado en cristianos de san Juan por el territorio de Basora.[1349] Volcaron los magos las aras de Babilonia, pero la espada de Alejandro desagravió a los sabeos; gimió la Persia por más de cinco siglos bajo un yugo advenedizo, y los alumnos castizos de Zoroastro sortearon el contagio de la idolatría, y estuvieron respirando, al par de sus contrarios, el ambiente libre del desierto.[1350] Siete siglos llevaban ya los judíos de residencia en Arabia al nacimiento de Mahoma, y mucho más crecida muchedumbre fue la desalojada de la tierra santa por las guerras de Tito y de Adriano. Los desterrados de suyo vividores, se amañaron tras la libertad y el poderío: levantaron sinagogas en las ciudades y fortalezas del yermo y los paganos convertidos se barajaron con los hijos de Israel, asemejándoseles en la señal externa de la circuncisión. Fueron todavía más eficaces y certeros en sus logros los misioneros cristianos, aclamaban los católicos a su reino universal, y las sectas que iban avasallando trasponían los linderos del Imperio Romano; los marcionitas y maniqueos derramaron sus opiniones soñadas y sus Evangelios apócrifos; las iglesias del Yemen y los príncipes de Hira y Gasan se empaparon en el credo más castizo de los obispos jacobitas y nestorianos.[1351] Las tribus usaron de su albedrío, pues cada cual era dueño de entresacar o fraguarse su religión casera, y sus tosquísimas vulgaridades se solían dar la mano con las sublimidades teológicas de los santos y de los filósofos. Los advenedizos planteaban a una entre los árabes un artículo de fe, como quicial incontrastable y era la existencia de un Dios supremo, encumbrado allá sobre las potestades del cielo y de la tierra, pero que suele desembozarse ante los hombres con el ministerio de sus ángeles y profetas, y como graciable o justiciero suele interrumpir con milagros oportunos el giro de la naturaleza. Los árabes más despejados reconocían su poderío, desentendiéndose de su culto,[1352] y más por hábito que por convencimiento seguían con ese apego a los restos de la idolatría. Judíos y cristianos eran hombres de libro, tradújose la biblia en lengua arábiga[1353] y aquellos enemigos implacables aceptaron acordes el tomo del Antiguo Testamento. Complacíanse los árabes en ir hallando a los padres de su nación en la historia de los patriarcas hebreos. Vitoreaban el arranque y las promesas de Israel, reverenciaban la fe y las virtudes de Abraham, iban rastreando desde ellos mismos la ascendencia hasta la creación del primer hombre, y se empapaban con tan sediento afán en los portentos del texto sagrado como en los devaneos y tradiciones de los rabinos judíos.
La cuna ruin y vulgarísima de Mahoma es una calumnia torpe de los cristianos,[1354] ensalzando así en vez de apocar las prendas de su contrario. Su descendencia de Ismael era timbre o fábula nacional; mas si el arranque de su linaje[1355] es allá recóndito y dudoso, podía mostrar largas generaciones de nobleza castiza y remontada; salió de la tribu de Koreish y de la alcurnia de Hashem, la más esclarecida entre los árabes, como príncipes de la Meca y guardas hereditarios de la Caaba. Era el abuelo de Mahoma Abdul Motaleb, hijo de Hashem, ciudadano acaudalado y dadivoso, que socorría en apuros de hambre al vecindario con los arbitrios de su comercio; y la Meca abastecida con la galantería del padre, se salvó con el denuedo del hijo. Señoreaban los príncipes cristianos de Abisinia el reino de Yemen, y medió un desacato que movió al vasallo Abraham a desagraviar la cruz, acudiendo una formación grandiosa de elefantes, con su hueste de africanos a cercar la ciudad sagrada. Se trató de convenio, y el abuelo de Mahoma pidió por preliminar la devolución del ganado. «¿Cómo —exclamó Abraham–, no implorais antes mi clemencia a favor del templo que estoy amagando asolar?». «Porque —contestó el denodado caudillo–, el rebaño es mío y la Caaba corresponde a los dioses, quienes tomarán a su cargo el resguardar su casa de todo daño y sacrilegio». Desabastecidos, o mal parados por los koreishitas, tuvieron los abisinios que retirarse desairadamente, desmán realzado con una bandada milagrosa de aves que descargaron un pedrisco sobre las cabezas de los infieles, celebrándose mucho después aquel salvamento con la era de los elefantes.[1356] Coronaron la nombradía de Abdul Motaleb venturas caseras, pues vivió ciento diez años, y vino a ser padre hasta de seis hijas y trece muchachos. Su predilecto Abdalah era el mozo más gallardo y ruboroso de toda la Arabia, y se cuenta que la noche de su desposorio con Amnisa de la casta principal de los zabritas doscientas muchachas fallecieron de celos y desesperación. Mahoma, o más propiamente Mohamed, hijo único de Abdalah y Amina, nació en la Meca, a los cuatro años de la muerte de Justiniano y a los dos meses de la derrota de los abisinios,[1357] cuya victoria hubiera planteado en la Caaba la religión cristiana. Huérfano desde la niñez, con la tutoría de sus muchos y poderosos tíos, quedó reducido su peculio a cinco camellos y una esclava etíope. En casa y fuera, en paz y en guerra, Abu Taleb, el prohombre de todos los tíos, fue su ayo en la mocedad; a los veinticinco años entró de sirviente con Cadijah, viuda noble y acaudalada de la Meca, que le premió la lealtad con el don de su diestra y sus haberes. Los capítulos matrimoniales con sencillez anticuada se explayan en el cariño entrañable de Mahoma y Cadijah, retratándole a él como el más descollante de la tribu de Koresch, y pactan una dote de doce onzas de oro [344,4 g] y veinte camellos que le apronta el tío por vía de agasajo.[1358] Con este enlace se reencumbró el hijo de Abdalah a la esfera de sus antepasados, y sus virtudes caseras tenían satisfecha a la matrona recatada, hasta que a los cuarenta años de edad,[1359] tremoló sus ínfulas de profeta y proclamó la religión del Alcorán.
Era Mahoma, por la tradición de sus compañeros, de peregrina gentileza,[1360] realce exterior que tan sólo suelen menospreciar cuantos no lo poseen; y así el orador antes de prorrumpir, ya se había granjeado, tanto en particular como en público, el afecto de su auditorio. Estatura gallarda, aspecto majestuoso, vista penetrante, sonrisa halagüeña, barba ondeada, semblante donde se iban retratando todos sus arranques entrañables, y ademán que robustecía más y más la expresión de sus labios, todo en él era sumo embeleso. Escrupulizaba en el trato civil, hasta los ápices, la urbanidad ceremoniosa de su país: atentísimo con los más pudientes, cuanto afable y cariñoso con los ínfimos ciudadanos de la Meca, el desahogo de sus modales estaba allá encubriendo sus miras estudiadas, achacándose tan expresiva cortesanía o intimidad personal o genial agrado. Memorioso en extremo, agudo y placentero, encumbrado en sus conceptos y ejecutivamente atinado en sus dictámenes, tan denodado en sus pensamientos como en sus obras, aunque sus intentos se fueron más y más explayando con sus logros, el primer ímpetu con que se disparó, a fuer de mensajero divino, está retratando la originalidad y sobresalencia de su numen. Educado el hijo de Abdalah, en el regazo de su casta esclarecida, con el habla más castiza de la Arabia, sabía comedir y realzar el raudal de su afluencia con sus alternativas oportunas y discretas de silencio. En medio de tan aventajada persuasiva, era Mahoma un bárbaro sin letras: jamás asomó por su mocedad el ejercicio de leer y escribir,[1361] y si bien la idiotez general le eximía de todo rubor y cargo, quedaba reducido a los estrechos ámbitos de su existencia, careciendo de aquellos espejos fieles que reverberan a nuestro entendimiento el alma toda de los sabios y de los héroes. Explayábase no obstante su vista por el libro patente del hombre y de la naturaleza, y campea la fantasía en las observaciones políticas y filosóficas que se atribuyen al árabe viandante.[1362] Parangona las naciones y las creencias de la tierra; desentraña las flaquezas de las monarquías persa y romana; se conduele y se aíra con la bastardía de su siglo, y dispone el hermanar bajo un Dios y un Rey la entereza incontrastable y el pundonor primitivo de los árabes.
Nuestras investigaciones más esmeradas vendrán a manifestar que en vez de visitar las cortes, los campamentos y templos del Oriente, los dos viajes de Mahoma a la Siria se vincularon a las ferias de Bosra y de Damasco; que era de trece años cuando acompañó la caravana de su tío, y tuvo por obligación que regresar apenas ferió las mercancías de Cadijah. En aquellas correrías arrebatadas y someras pudo su numen calar interioridades inaccesibles a sus tosquísimos compañeros; pudo sembrar ciertas semillas científicas en un suelo fecundo; mas ignorando el idioma sirio, no pudo menos de quedar atajada su curiosidad, y no alcanzó en la vida y escritos de Mahoma que su perspectiva tramontase los linderos del mundo arábigo. Acudían anualmente a impulsos de la devoción y del comercio peregrinos a la Meca de todos los ángulos de aquella región solitaria; en aquella muchedumbre arremolinada, un mero ciudadano en su idioma nativo podía enterarse del estado político y de la índole de las tribus, de la teoría y de la práctica de los judíos y los cristianos. Algún advenedizo de entidad tendría inclinación o urgencia de implorar derechos de extranjería, y los enemigos de Mahoma andan nombrando al monje ya judío, ya persa, ya sirio y achacándole su auxilio reservado para fraguar el Alcorán.[1363] Suele la conversación engalanar el entendimiento; pero la soledad es el pábulo del numen, y la uniformidad de una obra está declarando la mano de un solo artífice. Era Mahoma desde su temprana mocedad afectísimo a los arrobos contemplativos, pues todos los años, durante el Ramadán, se desprendía de las gentes y de los brazos de Cadijah, y en la cueva de Hera, a una legua [2,22 km] de la Meca,[1364] estaba más y más cavilando engaños o arrebatos, cuya morada no se cifra en los cielos sino allá en el entusiasmo del profeta. Toda la fe que estuvo predicando a su familia y su nación va compendiada en una verdad eterna y una ficción imprescindible: de que no hay más que un Dios y que Mahoma es el apóstol de Dios.
Blasonan allá los judíos de que mientras las naciones sabias de la Antigüedad yacían embaucadas con las patrañas del politeísmo, sus antepasados sencillos de Palestina siguieron conservando el conocimiento y el culto del verdadero Dios. No cuadran ajustadamente los atributos de su Jehovah con la norma de una virtud humana: sus propiedades metafísicas quedan en extremo enmarañadas; pero rebosa su poderío por todas las páginas del Pentateuco y de los profetas: la unidad de su nombre aparece estampada en la primera tabla de la ley, y nunca su santuario se mancilló con el menor asomo visible de su esencia invisible. Volcado el templo, la fe de los hebreos desterrados se acrisoló, deslindó e iluminó con la devoción espiritualizada de la sinagoga, y la autoridad de Mahoma no comprueba su reconvención, incesante de que los judíos de la Meca y de Medina estaban adorando a Circo como hijo de Dios.[1365] Mas ya los hijos de Israel no componían un pueblo, y las religiones del orbe adolecían, a lo menos para el profeta, criminalmente de andar allá dando hijos, hijas y compañeros al Dios supremo. En la idolatría cerril de los árabes está el desbarro patente y desaforado, pues torpemente se descargan los sabeos con la preeminencia del primer planeta o inteligencia en su gradería celeste; y en el sistema de los magos la lid entre los dos principios contrapuestos está pregonando la imperfección del vencedor. Los cristianos del siglo VII habían venido a reincidir en un remedo del paganismo; sus anhelos públicos y privados se exhalaban tras las reliquias y efigies que estaban afeando los templos del Oriente; un sinnúmero de mártires, santos y ángeles, objetos de la veneración popular, estaban allá nublando el solio del Todopoderoso, y los herejes Goliridios que florecieron en el suelo fecundo de la Arabia, realzaron a la Virgen María con el dictado y los obsequios de diosa.[1366] Los misterios de la Trinidad y la Encarnación aparecen contrapuestos a la unidad divina, pues en el sentido más obvio plantean tres divinidades iguales y endiosan al hombre Jesús internándolo en la sustancia de todo un hijo de Dios:[1367] tan sólo un comentario acendrado puede satisfacer al entendimiento exigente; la suma curiosidad y el afán descompasado rasgó el velo del santuario, y en la secta oriental andaba desaladamente confesando que todas las demás adolecían de idolatría y politeísmo. Queda el credo de Mahoma exento de toda desconfianza y ambigüedad, siendo el Alcorán un testimonio esclarecido de la unidad de Dios. Aventó el profeta de la Meca el culto de ídolos y de hombres, de astros y de planetas, aferrado a su principio racionalísimo de que cuanto sale se pone, que cuanto nace muere, y cuanto se menoscaba tiene que fenecer.[1368] Su atinado entusiasmo confesaba y engrandecía en el Hacedor del universo, un Ser infinito y sempiterno, sin forma ni lugar, sin alcurnia ni semejanza, presente en nuestros pensamientos más recónditos, existente por la necesidad de su propia naturaleza, y desentrañando de sí mismo todas las perfecciones morales e intelectuales. Estas verdades sublimes, pregonadas así con la entonación profética,[1369] resuenan aferradamente en boca de sus discípulos, y se deslindan metafísicamente por los intérpretes del Alcorán. Un creyente afilosofado pudiera atenerse al credo popular de los mahometanos,[1370] credo tal vez encumbrado en demasía para nuestros alcances actuales. A ver cuál es el atomillo que viene a quedar para la fantasía y aun para el entendimiento, en cercenando de aquella entidad desconocida todo concepto de tiempo y de espacio, de movimiento y de materia, de sensación y de reflexión. Aclamó ahincadamente Mahoma el primer principio del discurso y la revelación: sus ahijados, desde la India hasta Marruecos, descuellan con el dictado de unitarios, y el escollo de la idolatría quedó zanjado con la prohibición de las efigies. Abrazan los mahometanos estrechamente la doctrina de los decretos sempiternos y la predestinación absoluta, y allá se engolfan en los laberintos corrientes de cómo hermanar la anteciencia de Dios con la libertad y la responsabilidad del hombre, y cómo explicar el consentimiento del daño bajo el reinado de la potestad infinita y de la bondad ilimitada.
Estampó el Dios de la naturaleza su existencia en todas sus obras y su ley en el pecho del hombre; y ostentaron siempre los profetas de todos los tiempos su afán entrañable o aparente de restablecer aquel conocimiento y la práctica de sus mandatos; y Mahoma estuvo aclamando garbosamente para sus antecesores el mismo concepto a que aspiraba por su parte, engarzando la serie de las inspiraciones desde la caída de nuestro primer padre hasta la promulgación del Alcorán.[1371] Descollaron ráfagas de lumbre profética en tan largo plazo, sobre cientoveinticuatro mil escogidos, deslindados con su respectiva cuota de virtud y de gracia; salieron hasta trescientos trece apóstoles con el encargo especialísimo de rescatar sus patrias de la idolatría y del devaneo; dictó el Espíritu Santo hasta ciento cuatro volúmenes, y seis legisladores de esclarecida trascendencia han ido anunciando a los hombres las seis revelaciones sucesivas de ritos varios, pero de una religión inalterable. La autoridad y el encumbramiento van pujando desde Adán, Noé, Abraham, Moisés y Cristo hasta Mahoma, mas quienquiera que odie y deseche a uno solo de los profetas queda ya contado en el número de los infieles. Tan sólo en las copias apócrifas de los griegos y sirios asomaban los escritos de los patriarcas:[1372] poco acreedor se había hecho Adán con su desbarro al agradecimiento y respeto de sus hijos; los siete preceptos de Noé tan sólo merecían la observancia de una clase ínfima y mal vista de los alumnos de la sinagoga;[1373] y la memoria de Abraham se reverenciaba allá en confuso por los sabeos en su misma patria; del sinnúmero de los profetas ya tan sólo vivían y reinaban Moisés y Cristo, y los escritos restantes revelados se cifraban todos en los libros del antiguo y nuevo Testamento. La historia milagrosa de Moisés descuella consagrada y engalanada en el Alcorán,[1374] y los judíos cautivos están paladeando la venganza encubierta de verter su creencia sobre naciones cuyos símbolos están ridiculizando. Encárgase a los mahometanos reverente y misterioso acatamiento al fundador del cristianismo.[1375] «Verdaderamente, Cristo Jesús, hijo de María, es el apóstol de Dios, y su palabra que traspuso a María y al Espíritu Santo su procedente; condecorado en este mundo y en el venidero, y uno de los más cercanos a la presencia de Dios».[1376] Los portentos de los Evangelios[1377] legítimos y apócrifos lo encumbran a porfía, y la Iglesia latina no se ha desdeñado en desentrañar del Alcorán la concepción inmaculada[1378] de su virgen madre. Pero Jesús se quedó en meramente mortal, y el día del juicio su testimonio acudirá a condenar tanto a los judíos, que le desconocen por profeta como a los cristianos, que lo están adorando por hijo de Dios. El encono de sus enemigos tiznó su reputación y se conjuró contra su vida, mas tan sólo su intento fue el criminal, pues quedó sustituida una estantigua o bien un reo sobre la cruz, y el santo inocente fue arrebatado al séptimo cielo.[1379] Por espacio de seis siglos fue el Evangelio el camino de la verdad y de la salvación, pero los cristianos fueron más y más olvidando las leyes y el ejemplo de su fundador, y Mahoma enterado por los gnósticos tildó la Iglesia y la sinagoga de falsear el texto cabal y sagrado.[1380] El fervor de Moisés y de Cristo se regalaba con la seguridad de un profeta venidero, más esclarecido que ellos mismos: la promesa evangélica del Paráclito o Espíritu Santo, quedó figurada de antemano con el nombre, y acabalado en la persona de Mahoma[1381] el mayor y el postrero de los apóstoles del Señor.
Requiere la comunicación de los conceptos hermandad en los pensamientos y en el habla: suenan los arranques de un filósofo en el oído atónito de un labriego, y no obstante ¡cuán menguada es la desproporción de sus entendimientos respecto a la de un ente infinito con otro limitado!, ¡con la palabra de Dios expresada por el habla o la pluma de un mortal! Cabía muy bien la inspiración de los profetas hebreos, de los apóstoles y evangelistas de Cristo, con el ejercicio de la racionalidad y la memoria, y el desnivel de sus ingenios se patentiza en el estilo y composición del Antiguo y Nuevo Testamentos. Mas contentose Mahoma con el papel más subalterno, pero más sublime de mero editor, pues la sustancia del Alcorán,[1382] según él mismo o sus discípulos, es increada y sempiterna, empapada en la esencia de la Divinidad, y estampado con una pluma de lumbre en la tabla de sus decretos incontrastables. El mismísimo arcángel Gabriel fue el portador de una copia en volumen de seda y pedrerías hasta el ínfimo cielo, el mismo Gabriel que en tiempo del régimen judaico, había sido el mensajero de las embajadas principales, y aquel fidelísimo encargado fue el revelador sucesivo de los capítulos y versos del profeta arábigo. En vez de cierto compás seguido y cabal en la voluntad divina, los fragmentos del Alcorán fueron saliendo a luz a discreción de Mahoma; cada revelación sale apropiada a su trance político o personal, y queda allá orillada toda contradicción con el arbitrio comodísimo de que todo texto de la escritura viene a quedar derogado o desatendido con el paso postrimero. Esmeráronse en ir apuntando las palabras de Dios y del apóstol en hojas de palma y huesos de espinazo de los carneros, y las páginas revueltas estaban metidas en un cesto casero, al cargo de una de sus mujeres. A los dos años de la muerte de Mahoma, su amigo y sucesor Abubeker coordinó y dio a luz el volumen, y el año trece de la Hégira el califa Othman revisó la obra, cuyas varias ediciones comprueban la regalía milagrosa de su misterio constante e inalterable. A impulsos de su entusiasmo o de su vanagloria, afianza el profeta en la excelencia de su libro la verdad de su instituto, retando hombres y ángeles denodadamente para que remeden los primores de una sola página, afirmando además sin reparo que tan sólo Dios pudiera dictar parto tan incomparable.[1383] Asestado directamente va este argumento poderoso sobre un árabe devoto, cuyos arranques se encumbran con la fe y el embeleso, cuyo oído se enajena con la cadencia de los sonidos y cuya ignorancia no alcanza a parangonar los partos del ingenio humano.[1384] No cabe en una traducción mostrar a un infiel europeo la armonía y numerosidad del lenguaje: reposa allá arrebatadamente aquel ensarte inconexo e interminable de patrañas, mandamientos y declamaciones, sin que por maravilla asomen afectos ni pensamientos, revolcándose a veces por el cieno para luego trasponerse entre las nubes. Los atributos sobrehumanos enardecen la fantasía del misionero arábigo; pero sus disparos más encumbrados desmerecen respecto a la sencillez sublime del libro de Job, compuesto allá en siglos muy remotos, en el mismo país y en el idéntico idioma.[1385] Si la composición del Alcorán sobrepuja a los alcances humanos ¿a qué inteligencia inapeable tendremos que atribuir la Ilíada de Homero o las Filípicas de Demóstenes? En todas las religiones la vida de su fundador suple por el silencio de su revelación escrita: cada dicho de Mahoma era una lección sobre alguna verdad, cada acción un ejemplar de virtud, y sus mujeres y compañeros atesoraban sus recuerdos públicos y privados. A los dos siglos, la Sona o ley viva quedó consagrada con los desvelos de Al Bochari, que estuvo deslindando hasta siete mil doscientas setenta y cinco tradiciones castizas, de una mole de trescientas mil hablillas de calidad más dudosa o bastarda. Aquel autor devotísimo estaba diariamente rezando en el templo de la Meca, lavándose y relavándose con el agua del Zemzem: iba depositando sucesivamente sus páginas en el púlpito y en el sepulcro del apóstol, y luego el conjunto mereció la aprobación de las cuatro sectas acendradas de los sonitas.[1386]
Esplendorosos portentos acudieron a revalidar el contexto de los profetas antiguos Moisés y Jesús; y allá los vecindarios de Medina y de la Meca estuvieron más y más estrechando a Mahoma para que diese a luz iguales testimonios de la divinidad de su embajada; para que apease del ciclo el ángel o el volumen de su revelación, que plantase un vergel en medio del desierto, o abrasase de un soplo a la ciudad incrédula: pero viéndose apremiado con las instancias de los koreishitas, se encapota en las lobregueces de visiones y profecías, se empoza en la comprobación interna de su doctrina, se escuda con la providencia de Dios y se desentiende adustamente de señales y maravillas que desquilatan el merecimiento de la fe y agravan el desenfreno de la infidelidad. Sin embargo, el destemple entre airado y encogido de sus descargos está brotando apuro y enfado, y estos pasillos mal mirados corroboran sin contraste el contexto cabal del Alcorán.[1387] Los enamorados de su Mahoma están más pagados que él mismo de sus dones milagrosos y su confiada credulidad se robustece al paso que se van alejando del tiempo y sitio de sus hazañas espirituales. Creen y vocean que los árboles le salían al encuentro, que las piedras le saludaban, que brotaba agua por los dedos, que alimentaba al hambriento, curaba al doliente y resucitaba al difunto; que le gimió una viga, que se le lamentó un camello, que una espalda de carnero le avisó que estaba envenenado, que vivientes y exánimes todos al par yacían avasallados por el apóstol de Dios.[1388] Describen el sueño de un viaje nocturno como suceso efectivo e innegable. Un irracional misterioso, el Borae, lo trasladó desde el templo de la Meca al de Jerusalén: fue subiendo con su compañero Gabriel sucesivamente a los siete cielos y recibiendo y contestando al saludo de patriarcas, profetas y ángeles en sus paraderos respectivos. Pasado el séptimo cielo tan sólo cupo a Mahoma el encumbrarse más; atravesó el velo de la unidad, se acercó a dos tiros de ballesta del solio, y al tocarle Dios el hombro con su diestra percibió un frío intensísimo en lo íntimo de su corazón. Tras aquel coloquio familiar, pero importantísimo, se apeó de nuevo en Jerusalén, cabalgó su Borae, volvió a la Meca, y redondeó en un rato, el décimo de una noche, el viaje de largos miles de años.[1389] Según otra leyenda, atajó en un consejo nacional el reto malvado de los koreishitas. Su palabra incontrastable sajó por medio el orbe de la luna; los planetas rendidos se desencajaron de sus ámbitos para girar siete veces en torno de la Caaba, saludaron a Mahoma en idioma arábigo, y encogiéndose repentinamente se le metieron por el collete y le salieron por la manga de la camisa.[1390] Empapose el vulgo con tamaños consejos, pero los doctores musulmanes más circunspectos remedan la compostura de su maestro y se explayan allá por los ensanches de su fe y de sus interpretaciones.[1391] Pudieran alegar muy garbosamente que no había para qué derrumbar la armonía de la naturaleza para andar predicando su religión; que una creencia despejada de todo misterio puede prescindir de milagros, y que no era de menos alcance la espada de Mahoma que la varilla de Moisés.
El sinnúmero de supersticiones abruman y descarnan al politeísta; entretejiéronse millares de ritos de alcurnia egipcia con la esencia de la ley Mosaica, y el temple del Evangelio se desvaneció con el boato de la Iglesia. Preocupación, ardid o patriotismo, inclinaron al profeta de la Meca para santificar los ritos de la Arabia y seguir visitando la piedra santa de la Caaba; pero los mandamientos del mismo Mahoma encargan otra devoción más sencilla y menos irracional, siendo la plegaria, el ayuno y la limosna las obligaciones del musulmán, esperanzado de que la plegaria lo pone a mitad del camino con Dios, el ayuno al umbral de su alcázar y las limosnas le franquean la entrada.[1392] I. Por la tradición de viaje nocturno el apóstol en su coloquio estrecho con la Divinidad quedó encargado de imponer a sus discípulos la obligación diaria de hasta cincuenta plegarias. Advirtiole Moisés que agenciase algún alivio a tantísima mole, y así el número fue menguando hasta reducirse a cinco, sin asomo de dispensa por quehaceres, recreos, por tiempo ni lugar; el rezo se repite al amanecer, al medio día, a la siesta, al anochecer y a prima noche, y en medio de tantísimo menoscabo en el fervor religioso nuestros viajeros quedan edificados con el esmero y rendimiento entrañable de los turcos y los persas. El aseo es la llave del rezo; aquel redoblado lavatorio de manos, rostro y cuerpo que practicaban allá en lo antiguo los árabes, suena y resuena solemnísimamente en el Alcorán, y se concede con suma formalidad el permiso de acudir a la arena escaseando el agua. Las palabras y ademanes de súplica según se ejecute en el asiento, en pie o postradamente por el suelo están ya rubricadas por la costumbre y la autoridad, pero el rezo tiene que prorrumpirse con arranques breves y fervorosos; sus cumplidas letanías no apuran los ámbitos de la devoción, y cada musulmán para sí mismo queda revestido con el carácter de sacerdote. Para los creyentes desechadores de todo asomo de imagen, fuerza ha sido el frenar los extravíos de la fantasía, encaminando la vista y el pensamiento hacia kebla o punto visible en el horizonte. Impulsos tuvo a los principios el profeta de halagar a los judíos escogiendo a Jerusalén, pero recayó luego en su parcialidad naturalísima, y los ojos de las naciones desde Astracán, Fez y Delhis, están cinco veces al día devotamente alistados al templo sacrosanto de la Meca. Pero es de suyo todo solar para el servicio de Dios, y así el musulmán reza indistintamente en su estancia o en la calle. Para diferenciarse de judíos y de cristianos, está señalado el viernes para el instituto provechoso del culto público: júntase el pueblo en la mezquita y el Islam, algún anciano respetable sube al púlpito para entablar la plegaria y echar el sermón. Carece la religión mahometana de sacerdocio y de sacrificios, y el temple voluntario del fanatismo está mirando allá con sumo menosprecio a los ministros y esclavos de la superstición. II. La penitencia arbitraria de los místicos[1393] y el martirio y la gloria de sus vidas se hacían odiosísimos a un profeta que tildaba con sus compañeros el voto temerario de abstenerse de carne, de mujeres y de sueño, y pregonó desde luego que no toleraría monjes en su religión.[1394] Pero instituyó para cada año un ayuno de treinta días, encargando enérgicamente su observancia, como disciplina purificadora del alma y domadora del cuerpo y como ejercicio saludable de obediencia a la voluntad de Dios y de su apóstol. En la temporada del Ramadán, desde la salida hasta la puesta del sol se abstiene el musulmán de comida, bebida, mujeres, baño y perfumes, de todo alimento que pueda fortalecerle y de todo deleite sensual. En el giro del año lunar, el Ramadán viene a caer, ya en lo crudo del invierno, ya en los ardores del estío, y el sufrido mártir sin aliviar la sed con un sorbo de agua, tiene que estar aguardando la terminación de un día angustioso y abrasador. La prohibición del vino, propia de cierta clase de sacerdotes y ermitaños, quedó tan sólo por Mahoma convertida en ley general y terminante;[1395] y con su mandamiento una porción cuantiosa del globo ha orillado el uso de aquel licor saludable, aunque azaroso. Estas cortapisas trabajosas suelen quebrantarse por el desmandado; o burlarse por el hipócrita, pero el legislador que las plantea no incurre en la tacha de halagar a sus secuaces con la condescendencia de apetitos desenfrenados. III. La caridad de los mahometanos trasciende hasta con los ínfimos irracionales, y el Alcorán encarga repetidamente no ya como un merecimiento, sino por obligación estrechísima e imprescindible el amparo del menesteroso y desventurado. Quizás es Mahoma el único legislador que impuso su arancel a la caridad: aquella cuota puede ir variando con el grado y la salida de los haberes según consista en dinero, en granos, en ganadería, en frutos o mercancías, mas no cumple el musulmán con la ley si no reparte el diezmo de sus rentas y la conciencia le remuerde por sus engaños o tropelías: el décimo bajo el concepto de restitución llega con sus creces hasta el quinto.[1396] El cariño es el quicial de la justicia por cuanto se nos veda el agraviar a los que debemos asistir. Puede un profeta revelar allá arcanos del cielo y del porvenir; pero en sus mandamientos morales tiene que repetir únicamente las lecciones de nuestros propios pechos. Premios y castigos son los fiadores de los dos artículos de creencia, las cuatro obligaciones prácticas del Islam y la fe del musulmán está entrañablemente cifrada en el acontecimiento del juicio final. No se propasó el profeta en prefijar el trance de aquella grandiosísima catástrofe, aunque rasguen enmarañadamente las señales que en cielo y tierra han de anteceder al exterminio universal, cuando cese la vida y el arreglo de la creación se desplome en el caos primitivo. A la primera clarinada mundos nuevos han de salir a luz, ángeles, espíritus y hombres se encumbrarán desde el sepulcro y el alma humana se enlazará de nuevo con su cuerpo. Los egipcios encabezaron la doctrina de la resurrección[1397] y embalsamaron momias, y construyeron pirámides para conservar la morada antigua del alma por espacio de tres mil años. Escaso e inservible empeño; y Mahoma con otro arranque más filosófico confía en el Creador Todopoderoso cuya voz alcanza a reanimar el barro yerto, y a reponer los atomillos innumerables destruidos de su forma y sustancia.[1398] No cabe deslindar el estado intermedio del alma, y los más aferrados en la creencia de su naturaleza inmaterial, se quedan a ciegas para catar cómo ha de estar obrando y careciendo de los órganos y potencias corporales.
Al reenlace del alma con el cuerpo ha de sobrevenir el juicio final del linaje humano, y el profeta en su trasunto del cuadro de los magos, está puntualizando las formalidades forenses y aun las operaciones pausadas y sucesivas de un tribunal terrestre. Aféanle sus contrarios intolerantes el que los abarque también a ellos en esperanzar a todos con la salvación, pues da por sentada la herejía más pavorosa; a saber, que cuantos creen en Dios y cumplen con sus mandamientos, deben contar en el postrer día con una sentencia favorable. El destemple de un fanático no se aviene con racionalidad tan sosegada, ni se hace probable que un mensajero del empíreo desquilate y dé por excusada su propia revelación. Por el contexto del Alcorán,[1399] la creencia en Dios es inseparable de la de Mahoma: las buenas obras son aquellas que él encarga, y ambos requisitos son imprescindibles en la profesión del Islam, con el cual se brinda igualmente a toda nación y a toda secta. Su ceguedad mental, aunque disculpada con la ignorancia y cohonestada con la virtud, será atenaceada en martirio sempiterno; y las lágrimas que Mahoma estuvo derramando sobre el sepulcro de su madre, por la cual le estaba vedado el orar, está encareciendo una contraposición traspasante de humanidad y de entusiasmo.[1400] La condena de los infieles los iguala a todos, la tasa de su delito y castigo se justiprecia por el grado de certidumbre que han menospreciado, y por el bulto de los desaciertos que han estado abrigando: el paradero sempiterno de cristianos, judíos, sabeos, magos e idólatras yace más o menos empozado allá en el abismo, reservando el más ínfimo para los fementidos hipócritas que han enarbolado el disfraz de la religión. Condenado ya la mayor parte del linaje humano, no cabe a los verdaderos creyentes más juicio que el de sus acciones. Lo bueno y lo malo de cada musulmán se ha de ir pesando esmeradísimamente en balanza material o alegórica, otorgando un equivalente muy extraño por desagravio, pues el agresor tendrá que revertir el importe de sus gestiones justificadas a beneficio del agraviado, y careciendo de algún haber moral, se le recargará el total de sus pecados con la porción competente de los de su ofendido. Según preponderen las virtudes o los delitos, se pronunciará la sentencia, y todos por igual tienen que tramontar el encumbrado y peligrosísimo puente sobre el abismo; pero los inocentes pisando las idénticas huellas de Mahoma, irán esclarecidamente entrando por los portales del Paraíso; al paso que los culpados se irán empozando en el primero y menos horroroso de los siete infiernos. Variará el plazo de su purgatorio desde novecientos hasta siete mil años; pero el profeta tiene atinadamente ofrecido a todos sus discípulos, abulten cuanto quieran sus pecados, que vendrán a salvarse de la condenación sempiterna por su intercesión y la fe propia de cada uno. Es corriente en toda superstición el traer despavoridos a sus secuaces, puesto que es más obvio a la fantasía el retratar al vivo desdichas que felicidades para la vida venidera. Con los dos elementos sencillísimos del fuego y de la lobreguez, fraguamos acá una sensación angustiosa que se puede ir más y más agravando hasta un grado infinito con el concepto de su duración interminable. Pero aquel mismo concepto obra contrapuestamente en cuanto al deleite incesante, paladeando en gran manera nuestros logros actuales con el alivio o el parangón de los quebrantos. Se hace naturalísimo el que un profeta arábigo se embelese y se empape en un paraíso de alamedas, manantiales y arroyuelos, pero en vez de labrar en sus bienaventurados un temple amantísimo de melodías, ciencias, coloquios e intimidades, se explaya desvariadamente con perlas y diamantes, tintes, alcázares de mármol, vajillas de oro, vinos exquisitos, manjares primorosos y comitiva de gran servidumbre, aparatándolo sensual y lujosamente todo cuanto se marchita y desustancia, aun en el breve plazo de nuestra vida mortal. Setenta y dos huris, o muchachas oji-negras, de beldad peregrina, lozanísima mocedad, virginal pureza y sensibilidad extremada, se han de brindar al apetito del ínfimo creyente; un instantillo deleitoso se ha de dilatar hasta millares de años, y se han de centuplicar sus sentidos y potencias para habilitarlo en el goce de tan suma bienaventuranza. A pesar de una vulgaridad general, los portones del cielo se han de abrir de par en par a entrambos sexos; pero no especifica Mahoma los galanes de sus escogidas, por no encelar a sus consortes anteriores, o acibarar sus dichas con la zozobra de un enlace sempiterno. Aquel cuadro de un paraíso carnal ha movido a ira, y tal vez a envidia la turba de los enclaustrados; alborotan contra la religión impura de Mahoma, y sus apologistas encogidos tienen que acudir a la disculpa baladí de figuraciones y alegorías. Pero todo sujeto racional y consiguiente se atiene sin empacho al concepto literal del Alcorán: inservible fuera la resurrección del cuerpo, si no se reintegrara en el disfrute y ejercicio cabal de sus facultades preeminentes, requiriéndose el consorcio de los goces sensuales e intelectuales para redondear la dicha del viviente doble, del hombre perfecto. Pero los regalos del paraíso mahometano de ningún modo se han de vincular en el ensanche de halagos y apetitos, y el profeta manifiesta expresamente que toda felicidad adocenada ha de yacer en el olvido y el menosprecio para los santos y los mártires favorecidos con la bienaventuranza de presenciar de hito en hito la Majestad divina.[1401]
Las conquistas primeras y más trabajosas de Mahoma[1402] fueron las de su mujer, su criado, su alumno y su amigo;[1403] pues allá se ostentó en ademán de profeta (609 d. C.), a los mismos que estaban palpando sus achaques de hombre. Creía sin embargo Cadijah las palabras y se empapaba en la nombradía de su consorte; halagaba el embeleso de su libertad al rendido y afectuoso Zeid, el esclarecido Ali, hijo de Abu Taleb se entrañó en los arranques del primo con el denuedo de un héroe lozano; y las riquezas, el comedimiento y el pundonor de Abubeker, revalidaban la religión del profeta a quien luego debía suceder. Diez de los ciudadanos más visibles de la Meca fueron acudiendo a su impulso a las lecciones reservadas del Islam; se doblegaron a los ecos de la persuasiva y del entusiasmo; repitieron el símbolo fundamental: «No hay más que un Dios y Mahoma es el apóstol de Dios», y aquella fe, quedó ya galardonada en esta vida con timbres, riquezas, mandos de ejércitos y gobiernos de reinos. Costó tres años la conversión recóndita de catorce secuaces, fruto primero de su carrera, pero al cuarto año tremoló las ínfulas de profeta, y ansioso de traspasar a su familia el resplandor de la verdad divina, aparató un banquete, con un cordero, dicen, y una jofaina de leche para regalar a cuarenta convidados del linaje de Hashem. «Amigos y deudos —prorrumpe Mahoma encarándose con los concurrentes–, os brindo, y tan sólo yo os puedo brindar, con los dones más preciosos, los tesoros de este mundo y del venidero. Me manda Dios que os convoque para su servicio. ¿Quién de vosotros ha de conllevar esta carga mía? ¿Quién de vosotros querrá ser mi compañero y mi visir?».[1404] Enmudecen todos, hasta que el denuedo de Alí, mancebo de catorce años, orillando asombros, dudas y menosprecios, rompe el silencio y dice: «Oh profeta, aquí estoy yo; a quien quiera que se alce contra ti, le estrellaré los dientes, le arrancaré los ojos, lo perniquebraré y sajaré las entrañas; oh profeta, yo seré tu visir sobre todos ellos». Acepta Mahoma arrebatadamente el brindis, y exhortan encarecidamente a Abu Taleb para que acate la preeminencia de su hijo. Formalízase el padre de Alí para aconsejar a su sobrino que deseche sus intentos impracticables. «Alto a las reconvenciones —replica el denodado fanático a su tío y bienhechor–, pues pusiéranme el Sol a la derecha y la Luna a la izquierda que no me torcieran de mi rumbo». Persevera diez años en el ejercicio de su empeño, y la misma religión inundadora del Oriente y del ocaso, adelanta pausada y trabajosamente en el recinto de la Meca. Ya sin embargo Mahoma, presenciando ufanamente los ensanches de su estrechilla congregación de unitarios, que lo reverencian a fuer de profeta, y a quienes dispensa oportunamente el parto espiritual de su Alcorán. Cabe computar el número de sus alumnos por la ausencia de ochenta y tres hombres y dieciocho mujeres que se retiraron a Etiopía en el año séptimo de su carrera, fortalecida con la conversión oportunísima de su tío Hamza, y del bravío e irreducible Omar, que descolló en los auges del Islam con el mismo afán que había manifestado para su exterminio. No se vinculó la caridad de Mahoma en la tribu de Koreish a los ámbitos de la Meca, pues en las grandes festividades, en los días de peregrinación, solía frecuentar la Caaba, ladearse con los advenedizos de todas las tribus, esforzando en coloquios privados y conferencias públicas la creencia y el culto de una sola Divinidad. Hecho cargo de su acierto y de su flaqueza, abogaba por la libertad de conciencia, y arrinconaba toda violencia religiosa,[1405] pero estaba clamando con los árabes por ejemplar arrepentimiento, instándoles encarecidamente a que recordasen los idólatras de Ad y de Tamud, a quienes la justicia divina había aventado de la faz de la tierra.[1406]
Se había encallecido el vecindario de la Meca en su incredulidad con la superstición y la envidia. Los prohombres del vecindario y los tíos del profeta aparentaban menospreciar el engreimiento, de un huerfanillo, el reformador de su patria (613-622 d. C.). Las plegarias fervorosas de Mahoma en la Caaba llevaban por estribillo los clamores de Abu-Talep. «Ciudadanos y peregrinos, nada, no hay que oír a ese embaucador, no hay que escuchar sus novedades malvadas. Aferrose en el culto de Al Lata y de Al Uzzah». Mas el anciano caudillo se prendaba más de día en día del hijo de Abdalah y escudaba la nombradía y la persona del sobrino contra los embates de los koreishitas, ya de antemano encelados con las preeminencias de la alcurnia de Hashem. Cohonestaban su encono con el pretexto de religión; el magistrado árabe, en tiempo de Job, castigaba el delito de impiedad[1407] y Mahoma se hacía reo de abandonar y negar las divinidades nacionales; mas era tan suma la flojedad en el régimen de la Meca, que los koreishitas, en vez de indicar a un culpado, tuvieron que acudir a la persuasiva o a la violencia. Se apersonaron repetidamente con Abu Taleb en el desentono de la reconvención y del amago. «Tu sobrino anda tildando a la religión, tacha a nuestros antepasados de idiotas y delirantes; que enmudezca antes que alborote y encizañe la ciudad. Si se aferra echaremos mano a nuestras espadas contra él y sus allegados, y tú serás responsable de la sangre de tus conciudadanos». La trascendencia y el comedimiento de Abu Taleb frenaron el ímpetu de los bandos religiosos; los discípulos más desvalidos o apocados se retiraron a Etiopía, y el profeta se encastilló por fortalezas en poblado o en el desierto. Viviendo a expensas de su familia, tuvo toda la tribu de Koreish que atajar toda comunicación con los hijos de Hashem, que prescindir de toda compra y venta y de todo enlace matrimonial, acosándolos implacablemente, hasta que entregaran la persona de Mahoma a la justicia de los dioses. Colgose el decreto en la Caaba a la vista de la nación; siguieron mensajeros koreishitas persiguiendo a los desterrados musulmanes por el corazón del África: sitiaron al profeta con sus secuaces más fieles, les atajaron el agua y enconaron más y más su enemistad con el vaivén de tropelías y desacatos. Medió tregua y se aparentó concordia, hasta que el fallecimiento de Abu Taleb dejó a Mahoma en total desamparo, acibarado todavía con la pérdida de su fiel y generosa Cadijah. Entró Abu Sofian, caudillo de la rama de Omiah por sucesor en el mando de la república de la Meca; y a impulsos de su ceguedad con los ídolos y de su odio mortal a la casta de Hashem, formó una junta de koreishitas y sus allegados para sentenciar al apóstol. Su encarcelamiento podía disparar desesperadamente su entusiasmo y con el destierro de un fanático popular y elocuente pudiera ir cundiendo la plaga por las provincias de Arabia. Acordose su muerte, y se convino en que una espada de cada tribu le traspasaría el corazón para generalizar el atentado de su ejecución y burlar el desagravio de los hashemitas. Un ángel o un espía patentizó la conspiración, y no quedó ya más arbitrio a Mahoma que el de la fuga (662 d. C.).[1408] Allá a deshora con su íntimo Abubeker huye calladamente de su casa: asaltan los asesinos la puerta, pero se equivocan con el bulto de Alí que yacía en el lecho con la vestidura verde del apóstol. Respetan los koreishitas la religiosidad del mozo heroico, mas quedan todavía algunos versos de Alí que están retratando al vivo su congoja, su ternura y su confianza mística. Mahoma y su compañero permanecieron tres días ocultos en la cueva de Bhor, a una legua [2,22 km] de la Meca, pero todas las noches les llegan reservadamente avisos y sustentos del hijo y de la hija de Abubeker. Pesquisan más y más los koreishitas todo rincón por las cercanías y se asoman a la boca de la cueva, pero el engaño predispuesto de una telaraña y un nido de palomas, se supone que les persuadió como el paraje estaba solitario e intacto: «somos tan sólo dos» dice todo trémulo Abubeker. «Hay un tercero —contestó el profeta–, y es el mismo Dios». Desaparecen los perseguidores, salen los fugitivos del peñasco y cabalgan sus camellos, alcánzanles los emisarios de los koreishitas en el camino de Medina, pero se libertan de sus manos con ruegos y promesas. En aquel trance grandioso el lanzazo de un árabe hacía variar la historia del orbe. Fundó la huida del profeta de la Meca a Medina la era memorable de la Hégira[1409] que tras doce siglos, deslinda todavía los años lunares de las naciones mahometanas.[1410]
Feneciera la religión del Alcorán en su cuna, a no abrazar Medina la fe y acatar a los sagrados arrojadizos de la Meca. Medina, o la ciudad, conocida bajo el nombre de Yatreb, antes de quedar santificada con el solio del profeta, estaba dividida entre las tribus de los carejitas y los ausitas, cuyo encono hereditario se reencendía al menor encuentro: dos colonias de judíos, que blasonaban de su linaje sacerdotal, eran sus rendidos aliados; y sin convertir a los árabes fueron introduciendo algún apego a las ciencias y a la religión que ensalza Medina como la ciudad del libro. Algunos de sus prohombres, peregrinando a la Caaba, quedaron convertidos con las pláticas de Mahoma; derramaron la creencia en Dios y en su profeta, y se revalidó la nueva alianza con los diputados en dos avistamientos en un cerro de los arrabales de la Meca. Por el pronto diez carejitas y dos ausitas se hermanaron en fe y cariño, protestaron en nombre de sus consortes, hijos y deudos ausentes, que profesarían por siempre la creencia y cumplirían los mandamientos del Alcorán. La segunda vista fue una asociación, y la chispa primera y encendedora del Imperio sarraceno.[1411] Formalizaron setenta y tres varones y dos mujeres una conferencia con Mahoma, sus parientes y sus discípulos, y se juramentaron mutuamente para el desempeño de su fidelidad. Prometieron en nombre de la ciudad, que si lo castigaban lo recibirían a fuer de confederado, le obedecerían como caudillo, y lo resguardarían con todo extremo, como a sus propias mujeres y niños. «¿Pero si os llama la patria —le preguntan con halagüeña zozobra–, no desampararéis a vuestros aliados nuevos?». «Todo es ya común —contestó sonriéndose Mahoma–, entre nosotros, vuestra sangre es la mía, y mío es también vuestro exterminio. Ya quedamos enlazados con los vínculos del pundonor y del interés. Soy vuestro amigo y contrario de vuestros enemigos.» «Mas si fenecemos en la demanda —prorrumpen los diputados de Medina–, ¿cuál ha de ser nuestro galardón?». «El Paraíso —exclamó el profeta—. Alarga esa mano». La alarga y vuelven a juramentarse en prenda de su mutua fidelidad. Abraza el vecindario unánime el Islam, y ratifica el tratado; regocíjase con el destierro el apóstol; pero tiembla por su seguridad y así están esperando ansiosamente su regreso. Marcha veloz y arriesgadamente por la costa, se para en Koba a una legua escasa de la ciudad y hace su entrada pública en Medina a los diez días de su fuga de la Meca. Hasta quinientos ciudadanos le salen al encuentro; todos le vitorean con lealtad y cariño; cabalga Mahoma una camella, se resguarda del sol con una sombrilla, y despliegan allá un turbante que haga veces de pendón a su delantera. Sus discípulos más valientes, aventados antes por la tormenta, lo van escudando; y se apellidaron los merecimientos diversos de los musulmanes con los nombres de mohajerios y ansares en igual jerarquía, esto es, los huidos de la Meca y los auxiliares de Medina. Para desarraigar toda semilla de celos, hermanó atinadamente Mahoma a sus secuaces principales con los derechos y obligaciones de hermanos, y al hallarse Alí sin pareja, le manifestó entrañablemente el Profeta que él sería el compañero y hermano del esclarecido mancebo. Prosperó el arranque; la hermandad sagrada logró acatamientos en paz y en guerra, y se esmeraron a porfía entrambos partidos en competir con su denuedo y su lealtad. Tan sólo por una reyerta casual sobrevino un leve disturbio en la concordia; pues un patricio de Medina tildó la insolencia de los advenedizos, mas al apunte de su expulsión, se encresparon todos, y su propio hijo se brindó a poner bajo las plantas del apóstol la cabeza del padre.
Avecindado Mahoma en Medina tremola ínfulas de soberanía regia y sacerdotal; y era la impiedad el apelar de un juez cuyos fallos eran parto de la sabiduría divina. Feria o se granjea un terrenillo, pegujar de dos huerfanitos,[1412] y en aquel solar selecto, levanta una vivienda y una mezquita más venerables con su tosca sencillez que los alcázares y templos de los califas asirios. Estampa en su sello de oro o de plata el dictado de apóstol; al rezar o predicar en la junta semanal se recuesta contra un tronco de palmera, y tarda mucho en avenirse al uso de cátedra o púlpito de madera mal labrada.[1413] Tras un reinado de seis años, ya se juramentan mil quinientos musulmanes armados y en campaña rindiéndole parias de lealtad, y repite el caudillo sus seguridades solemnes de amparo hasta el ínfimo individuo, y exterminio final de su partido. El diputado de la Meca se muestra atónito en el mismo campamento al ver el ahínco de los fieles, con las palabras y miradas del profeta, el afán con que acudían a recoger su saliva, un cabello que se le cayese al suelo, el agua de desecho de sus lavatorios, como si hasta cierto grado viniesen a participar de su virtud profética. «He visto —dijo–, el Cosroes de Persia y el César de Roma; mas nunca llegué a mirar a un rey en medio de sus vasallos como a Mahoma entre sus compañeros»: el fervor devoto del entusiasmo obra con más pujanza y trascendencia que la servidumbre entonada y yerta de las cortes.
Allá en el estado de naturaleza compete a todo individuo el resguardo armado de su persona y haberes; le cabe el rechazar y aun precaver las tropelías del enemigo, y aun el extremar sus hostilidades hasta cierto punto de desquite y desagravio. En la sociedad anchurosa de los árabes, era muy desahogado el coto de un súbdito y ciudadano, y Mahoma en el desempeño de un encargo apacible y cariñoso había padecido saqueo y destierro por la sinrazón de sus conciudadanos. La elección de un pueblo voluntarioso había encumbrado al fugitivo de la Meca a la jerarquía de soberano, y así estaba revestido con la prerrogativa fundada de entablar alianzas, y entrar en guerra ofensiva y defensiva. La escasez de los derechos humanos quedaba reenchida con la plenitud de su potestad divina; el profeta de Medina en sus nuevas revelaciones prorrumpe en arranques más entonados y sanguinarios, por donde se comprueba que su comedimiento anterior, procedía de flaqueza:[1414] se había echado mano de la persuasiva; pero ya se hacía intempestiva la templanza; y se le estaba mandando que propagase su religión al filo de la espada, volcando todo monumento de idolatría, desentendiéndose de la santidad de días y meses perseguir a todo trance a las naciones incrédulas del orbe entero. Los idénticos y sangrientos mandatos suenan y resuenan en el Alcorán al par que en el Pentateuco y en el Evangelio. Pero el temple suave del lenguaje evangélico da ensanches al texto ambiguo de que Jesús no trajo paz a la tierra sino espada, sus virtudes sufridas y humildes no se han de equivocar con el afán intolerante de los príncipes y obispos, que han venido a deshonrar el nombre de sus discípulos. Mas fundadamente pudo Mahoma acudir, en el desempeño de su guerra religiosa, al ejemplo de Moisés, de los Lucas y de los reyes de Israel, y las leyes militares de los hebreos adolecen todavía de más tirantez que las del legislador arábigo.[1415] El Señor de los ejércitos los encabezaba personalmente: toda ciudad que contrarrestaba a su intimación presenciaba el degüello de todos sus varones sin excepción: las siete naciones de Canaan yacieron en su exterminio, sin que arrepentimiento ni conversión las libertase del fallo inevitable, de que ni un extremo quedase salvo en su recinto. Los enemigos de Mahoma optaban a su albedrío en toda amistad, rendimiento o batalla. En profesando la creencia del Islam alternaban en todas las ventajas temporales y espirituales de sus alumnos primitivos, y allá tremolaban el pendón idéntico para dilatar más y más la religión que habían una vez admitido. La clemencia del profeta se cifraba toda en su interés, y por maravilla llegó a hollar al rendido; prometiendo al parecer, que en cuanto al pago de los tributos, los menos culpados de sus pueblos incrédulos eran árbitros de seguir con su culto, o bien con su fe descabalada. Sigue en los primeros meses de su reinado siempre atenido a las máximas de una guerra sagrada, y enarbola su bandera blanca ante las puertas de Medina; pelea el apóstol batallador en nueve sitios o refriegas[1416] y redondea cincuenta empresas guerreras en diez años por sí mismo o por sus lugartenientes. Sigue más y más como árabe, hermanando las profesiones de tratante y de salteador, y en sus correrías de ataque o defensa de una caravana, va imperceptiblemente habilitando sus tropas a la conquista de la Arabia. Una ley divina pauta el reparto de los despojos;[1417] pues se hacina todo en masa común; se reserva el quinto de oro, plata, prisioneros, ganados, muebles y sitios por el profeta, para usos piadosos o caritativos, lo restante se distribuye proporcionalmente entre la soldadesca victoriosa y la guarnición del campamento; el galardón de los difuntos recae todo en sus viudas y huérfanos, fomentando más y más la caballería, duplicando la cuota por el caballo y el jinete. Religión y robo van cebando a diestra y a siniestra la Arabia entera; santifica el apóstol el ensanche de gozar a las cautivas a fuer de esposas o de concubinas, y el disfrute de riquezas y hermosura era un escasillo remedo de las glorias del Paraíso aparatados para los mártires de la fe. «La espada —dice Mahoma–, es la llave del cielo y del infierno; una gota de sangre derramada por la causa de Dios, una trasnochada sobre las armas, es de mayor monte que dos meses de ayunos y rezos; en muriendo en batalla, se queda absuelto de todo pecado, y aquellos heridos en el día del juicio han de centellear como el bermellón y trascender como el almizcle, supliendo alas de arcángeles y querubines la carencia de miembros». Caldea más y más el entusiasmo las almas denonadas de los árabes: su fantasía les retrata al vivo aquel mundo invisible, y hasta la muerte, que siempre menospreciaron, es ya el ansiado blanco de sus esperanzas. Entona el Alcorán redondamente los dogmas del fatalismo y la predestinación, que darían al través con la industria y el pundonor, si la creencia del hombre de suyo especulativa pautase sus gestiones; pero en todos tiempos su influjo extremó el denuedo de turcos y sarracenos. Se abalanzaron los primeros, compañeros de Mahoma a la refriega con garbosa confianza, pues no cabe peligro sin contingencia, pues yacían sentenciados a muerte en sus lechos o bien gallardeaban en salva como invulnerables entre las descargas enemigas.[1418]
Quizás los koreishitas se complacieran con la huida de Mahoma, a no ser tan provocador, vengativo y atajador del comercio de Siria al ir y volver por el territorio de Medina. Conducía el mismo Abu Sofian, con solos treinta o cuarenta secuaces, una caravana riquísima de mil camellos: la dicha y la maestría de su rumbo sortea el acecho de Mahoma, sabe sin embargo que los salteadores santos le están esperando emboscados a su regreso, envía un aviso a los interesados en la Meca, quienes se aprontan con la zozobra del malogro de sus mercancías y abastos, no acudiendo militar y ejecutivamente con las fuerzas de la ciudad. El tercio sagrado de Mahoma se compone de trescientos y trece musulmanes, siendo los setenta y siete fugitivos y los demás auxiliares: iban alternativamente cabalgando setenta camellos (eran los del Yatreb formidables para la guerra) mas es tan extremado el desamparo de sus primeros discípulos, que tan sólo dos pueden presentarse en caballos.[1419] En el valle pingüe y decantado de Beder,[1420] a tres jornadas de Medina, tiene aviso por sus espías de que se acerca la caravana por cierto rumbo, y por otra parte los koreishitas con cien caballos y ochocientos cincuenta infantes. Tras breve deliberación, sacrifica la perspectiva de tanta opulencia al ímpetu de tanta nombradía y de la venganza, se atrinchera escasamente para el resguardo de su tropa y de una corriente fresca que baña toda la vega. «¡Oh Dios! —exclama, al descolgarse los koreishitas de los cerros—. ¡Oh Dios!, si estos míos fenecen, ¿quien te ha de adorar sobre la tierra?… Ea, hijos, denuedo, estrechad las distancias, asestad las flechas y vuestro es el día». A estas palabras (623 d. C.) se encumbra con Ahubeker en un tabladillo o púlpito.[1421] Se implora encarecidamente el auxilio de Gabriel y de tres mil arcángeles. Clava la vista en el campo de batalla, desmayan atropellados los musulmanes, y en aquel trance el profeta se arroja del tabladillo, monta en su caballo y aventa un puñado de arena. «¡Así sus rostros queden cubiertos de baldón!». Su voz atruena a entrambas huestes y su fantasía está viendo a los guerreros angélicos;[1422] tiemblan y huyen los koreishitas, fenecen setenta de los más valientes, y setenta cautivos realzan la primera victoria de los fieles. Desnudos y ultrajados quedan los cadáveres enemigos y dos de los más culpados padecen muerte, y cuatro mil dragmas de plata por el rescate de los otros, vino a compensar el salvamento de la caravana. Mas en vano anduvieron los camellos de Abu Sofian allá tanteando nuevos rumbos por el desierto y sobre el Éufrates, los alcanzó la diligencia de los musulmanes, y subido sería su importe, puesto que ascendió a veinte mil dragmas el quinto del apóstol. Airado Abu Sofian con el quebranto público y personal, allega un cuerpo de tres mil hombres, los setecientos coraceros y doscientos jinetes en caballos: siguen tres mil camellos su marcha, y su esposa Henda con quince matronas de la Meca, andan tamborileando a porfía sus timbales para alentar a la tropa, y solemnizar las grandezas de Hobal, la divinidad más popular de la Caaba. Novecientos cincuenta creyentes son los tremoladores del estandarte de Dios, y de Mahoma; no era más pavorosa la desproporción de fuerzas que en los campos de Beder, y sus ínfulas victoriosas arrollan los arbitrios divinos y humanos del apóstol. Trábase la segunda refriega sobre el monte Ohud, a dos leguas [4,44 km] al norte de Medina;[1423] forman los koreishitas una media luna en el avance, y acaudilla Caled el ala derecha de la caballería, en ademán de prohombre entre los guerreros árabes. Coloca Mahoma militarmente su tropa sobre la pendiente de un cerro, resguardando su espalda, con cincuenta flecheros. Embiste disparadamente y arrolla el centro de los idólatras; mas pierden allá en el avance la ventaja del terreno; desamparan los flecheros su sitio; cébanse los musulmanes en el despojo, desobedecen a su general y desbaratan su formación. Murió Mahoma, clama descompasadamente el denodado Caled, revoloteando por costados y retaguardia con su caballería. Mal hiriole con efecto un venablo en el rostro, estremécenle dos dientes de una pedrada; pero en medio de la revuelta y del quebranto, afea a los infieles el asesinato de un profeta, y bendice la mano amiga que le estanca la sangre y lo pone a salvo. Setenta mártires fenecen por los pecados de todos; cayeron, dice el apóstol, orando, y abrazando cada hermano a su compañero exánime;[1424] las hembras inhumanas de la Meca destrozaron sus cadáveres, y la mujer de Abu Sofian masticó las entrañas del tío de Mahoma. Allá se empaparon en su saña supersticiosa, mas los musulmanes se rehicieron en campo raso, y los koreishitas escasearon de fuerzas o de aliento para formalizar el sitio de Medina. El año siguiente le atacó una hueste de diez mil enemigos; y esta expedición tercera se nombra diversamente, por las naciones que se alistaron con Abu Sofian, por el foso que se abrió por delante de la ciudad y de un campamento de tres mil musulmanes. Mahoma sorteó ciertamente toda refriega general: descolló allí en una lid particular, y continuó la guerra por veinte días hasta el desvío final de los confederados. Sobrevino un temporal de viento, lluvia y granizo que les desbarató las tiendas: las asechanzas de su contrario anduvieron fomentando cizaña entre ellos, y los koreishitas desamparados por sus compañeros, desesperanzaron de volcar el solio y atajar las conquistas de su desterrado incontrastable.[1425]
La elección de Jerusalén para la primera kebla del rezo está manifestando la propensión temprana de Mahoma a los judíos, y venturosísimos fueran en sus intereses temporales, si reconocieran en el profeta arábigo la esperanza de Israel y el prometido Mesías (625-627 d. C.). Su pertinacia trocó aquella inclinación en odio implacable, con el cual estuvo acosando al pueblo desdichado hasta el postrer punto de su vida; y, bajo entrambos conceptos de apóstol y de conquistador, extendió también su persecución a entrambos mundos.[1426] Habitaba el Kainoka en Medina, al resguardo de la ciudad; avaloró la conyuntura de un alboroto casual y les intimó que abrazasen su religión, o saliesen a trabar batalla con él. «¡Ay de nosotros! —contestan trémulos los judíos–, que somos legos en el uso de las armas, pero nos aferramos en la fe y el culto de nuestros padres: ¿a qué fin reducirnos a la precisión de una defensa justísima?». Terminose en quince días la contienda desproporcionada, y condescendió al fin Mahoma con las encarecidas instancias de sus aliados para no quitar la vida a los cautivos. Pero quedaron confiscados sus haberes, sus armas fueron más eficaces en manos de los musulmanes, y allá fueron arrojando una colonia desventurada con mujeres y niños para que implorase acogida por el confín de la Siria. Más criminales fueron los nadhiritas, puesto que en un avistamiento amistoso conspiraron contra la vida del profeta. Sitió su castillo a una legua [2,22 km] de Medina; pero el tesón de su defensa alcanzó una capitulación decorosa, y la guarnición al eco de sus clarines y al compás de sus tambores, salió con los honores de la guerra. Incitadores los judíos y compañeros de los koreishitas, apenas se retiraron las naciones del foso tuvieron sobre sí a Mahoma, marchando sin desarmarse en el mismo día para exterminar la prole enemiga de Koraidha. Resistieron veinticinco días y se entregaron a discreción. Confiaban en la intercesión de sus aliados en Medina, mas no podían ignorar cuán arrollador es el fanatismo de todo impulso de humanidad. Un anciano venerable, a cuyo juicio apelaron, pronunció la sentencia de muerte: setecientos indios aherrojados estuvieron vivos en el mercado de la ciudad, y así mismo fueron sepultados en un socavón; y el apóstol estuvo inflexiblemente mirando aquella matanza de sus contrarios desvalidos. Heredaron los musulmanes sus ovejas y camellos, pero trescientas corazas con mil quinientas lanzas y picas fueron la parte más provechosa de aquel despojo. A seis jornadas al nordeste de Medina, estaba la antigua y rica ciudad de Chaibar, solar de la potestad judía en Arabia; cuajaban su pingüe territorio en medio del desierto plantíos y ganados, al resguardo de ocho castillos, conceptuados algunos de inexpugnables. Consistían las fuerzas de Mahoma en doscientos caballos y mil cuatrocientos infantes; empeñándose en ocho sitios consecutivos estaban expuestos a contingencias, penalidades y escaseces, y hasta los caudillos más intrépidos daban por desahuciado el intento. Enardece el apóstol su fe y su denuedo con el ejemplar de Alí, a quien apellidó el León de Dios: tal vez nos avendremos a creer que un campeón hebreo y agigantado quedó hendido por su cimitarra incontrastable; mas no cabe allanarse al invento de un desquiciador de portones de fortalezas, y embrazándolos a manera de escudos en su izquierda.[1427] Avasallados los castillos, lo quedó igualmente la ciudad de Chaibar. Martirizaron al adalid de su tribu para exprimirle la manifestación de sus tesoros ocultos, presenciándolo Mahoma: medió mansedumbre aparente con los ganaderos y labradores industriosos, consintiéndoles durante el albedrío del conquistador ejercitar su granjería y partir con él por igual los productos. Fueron los judíos de Chaibar trasladados a Siria en el reinado de Omar, alegando el califa la disposición de su dueño moribundo para que una religión sola y verdadera se profesase en la Arabia su patria.[1428]
Cinco veces al día encaminaba Mahoma la vista hacia la Meca,[1429] y motivos sagrados y peligrosos le impelieron a registrar ya a fuer de conquistador el mismo templo y ciudad de donde saliera desterrado (629 d. C.). Su fantasía le estaba, en sueño y en vela, retratando la Caaba, y sus más rematados desvaríos se trocaban en visiones y profecías; y tremolando la bandera santa, boqueó temeraria y arrebatadamente promesas de su logro. Marcha de Medina a la Meca; ostenta el boato pacífico y grandioso de una peregrinación; van de batidores ante la vanguardia setenta camellos selectos y engualdrapados para el sacrificio; entra respetando el territorio sagrado y despidiendo sin rescate a los cautivos, para que aclamen su clemencia y su devoción. Mas al bajar Mahoma a la llanura, a una jornada de la ciudad, prorrumpe: «Se han revestido de pieles de tigre», el número y el denuedo de los koreishitas le contrarrestan, y los árabes vagarosos del desierto iban tal vez a desamparar o vender a un caudillo a quien habían seguido esperanzados de la presa. Amaina el fanático sus disparos, y asoma ya pausado y receloso estadista: se realza en un ajuste con el dictado de apóstol de Dios, zanja una tregua de diez años con los koreishitas y sus aliados, se allana a devolver los huidos de la Meca que abracen su religión, y pacta únicamente para el año inmediato el agasajo comedido de entrar en la ciudad como amigo, y permanecer tres días para cumplir con los ritos de su romería. Cierto rubor y pesadumbre está allá nublando la retirada de los musulmanes, y su malogro franquea cargos contra las decantadas evidencias del profeta anunciador de felicidades. Campea la perspectiva de la Meca y enardece la fe y la esperanza de los peregrinos; envainan las espadas y van rondando por las huellas del apóstol hasta siete veces la Caaba: habíanse retirado los koreishitas a las serranías, y Mahoma, tras el acostumbrado sacrificio, evacua la ciudad al cuarto día. Edifica al vecindario con su devoción y asombra, o desaviene, o cohecha a los adalides enemigos; y tanto Caled como Amrú, los conquistadores venideros de Siria y Egipto, desiertan oportunísimamente de la parcialidad desmoronada de la idolatría. Acrecienta Mahoma su poderío con el rendimiento de las tribus arábigas; junta diez mil soldados para avasallar a la Meca, y recaba fácilmente de los idólatras, como más endebles el quebrantamiento de la tregua. Entusiasmo y disciplina entonan la marcha y afianzan la reserva, hasta que el resplandor de diez mil fogatas pregona a los atónitos koreishitas el asomo, el intento y la pujanza incontrastable del enemigo. El altanero Abu Sofian se apersona con las llaves de la ciudad, va celebrando la variedad de armas e insignias que le pasan por delante en reseña, expresa que el hijo de Abdalah se tiene ya granjeado un reino poderoso, y confiesa, al blandirle Omar su cimitarra, que es el apóstol del verdadero Dios. Borrón fue del regreso de Mario y de Sila aquel derramamiento de sangre romana; hervor religioso estimulaba la venganza de Mahoma, y ansiosísimos se mostraban sus secuaces agraviados de ejecutar o anticipar las órdenes de matanza; pero el desterrado victorioso, en vez de halagar los ímpetus propios y ajenos,[1430] indulta y hermana a los facciosos de la Meca. Marcha su tropa a la ciudad en tres divisiones; acuchilla Caled a veintiocho moradores; tenía Mahoma sentenciados a once varones y seis mujeres, y vitupera la crueldad de su lugarteniente y varias de las víctimas señaladas debieron la vida a su clemencia o su menosprecio. Póstranse a sus plantas los caudillos koreishitas. «¿Qué compasión os cabe esperar de quien teneis tan agraviado?». «Confiamos en la generosidad de nuestro deudo». «Pues no confiasteis en vano; andad, estáis en salvo y quedáis libres». Hácese el vecindario de la Meca acreedor al indulto profesando el Islam; y tras un destierro de siete años, el misionero fugitivo queda entronizado como príncipe y profeta de su misma patria.[1431] Destroza ignominiosamente los trescientos sesenta ídolos de la Caaba, purifica y hermosea la casa del Señor, y para ejemplo de los venideros, cumple el apóstol con las obligaciones de peregrino, pregonando la ley sempiterna de que ningún incrédulo fuese osado poner los pies en el territorio de la ciudad sagrada.[1432]
Conquistada la Meca, tribútanle fe y obediencia las tribus árabes,[1433] que con los vaivenes de la suerte reverenciaron o desatendieron la afluencia y las armas del profeta (629-652 d. C.). Su despego en punto a opiniones y ritos es todavía el distintivo de los beduinos, y allá admitirían tan a sus anchuras como lo practican ahora la doctrina del Alcorán. Pero allá una porción empedernida se aferró en su apego a la religión y libertad de sus antepasados, y la guerra de Honain se apellidó de los ídolos por los que Mahoma había hecho voto de anonadar, y por los mismos que los confederados de Tayef se habían juramentado para defender.[1434] Adelántanse cuatro mil paganos veloz y reservadamente a sorprender el vencedor; compadecen y menosprecian la apoltronada flojedad de los koreishitas, pero cuentan con la inclinación y el arrimo de un pueblo recién desprendido de sus ídolos, y doblegado bajo el yugo de un enemigo. Enarbola el profeta los pendones de Medina y de la Meca, un tropel de beduinos robustece o aumenta su hueste y hasta doce mil musulmanes se engríen temeraria y culpablemente con sus fuerzas incontrastables. Bajan desprevenidos al valle de Honain, cuyas cumbres dominantes ocupa el cuerpo de flecheros y honderos de los confederados; arrollados quedan sus tercios, inutilizada su disciplina, quebrantado su denuedo y los koreishitas se están sonriendo con el exterminio inminente. Cercan los enemigos al profeta; cabalgando su tordilla intenta abalanzarse a sus pies en pos de una muerte esclarecida: diez de sus leales compañeros atraviesan sus armas y sus pechos, y tres caen difuntos a sus pies: «¡Ay hermanos! —clama repetida y dolorosamente con ira–, soy el hijo de Abdalah, el apóstol de la verdad; mantente, hombre, aferradamente en la fe. ¡Ay Dios!, ¡favoréceme con tu auxilio!». Su tío Abás, que al par de los héroes de Homero, sobresalía con la retumbancia de su voz, hace resonar el valle recitando los dones y promesas de Dios; acuden los musulmanes fugitivos a diestro y siniestro del pendón sagrado, y Mahoma está viendo ufanísimo cómo la hoguera se reinflama: su maestría y su ejemplo rehace la batalla, y enardece a sus tropas vencedoras para que descarguen su venganza despiadada sobre los autores de su afrenta. Desde el campo de Honain marcha ejecutivamente al sitio de Tayef, a veinte leguas [44,44 km] al sudeste de la Meca, fortaleza de entidad, cuya pingüe campiña está produciendo los frutos de Siria en medio del yermo arábigo. Una tribu amiga, impuesta (no consta cómo) en el arte de los sitios, le proporciona un surtido de arietes y máquinas militares, con un cuerpo de quinientos operarios. Pero en vano brinda con libertad a los esclavos de Tayef; quebranta sus propias leyes con la tala de los frutales, socava con sus mineros la tierra y asalta la brecha con sus tropas, pues tras veinte días de sitio toca el profeta la retirada, pero allá con ecos devotos y triunfadores, aparentando rogar por el arrepentimiento y la salvación de la ciudad incrédula. Ascendían los despojos de aquella expedición venturosa a seis mil cautivos, veinticuatro mil camellos, cuarenta mil ovejas y cuatro mil onzas [114,8 kg] de plata; una tribu que peleara en Honain rescató sus prisioneros con el sacrificio de sus ídolos, pero Mahoma repuso el quebranto cediendo a la soldadesca su quinto de la presa, y anheló en beneficio de ella la posesión de tantas cabezas de ganado como árboles había en la provincia de Tebama. En vez de castigar la desestimación de los koreishitas, se esmeró en cortarles las lenguas (expresión suya) y afianzar su afecto con las creces de sus agasajos; cupieron tan sólo a Abu Sofian trescientos camellos y veinte onzas [574 g] de plata, y la Meca quedó entrañablemente convertida a la religión provechosa del Alcorán. Quejáronse los fugitivos y auxiliares de que recargados en la fatiga quedaban desatendidos en el trance de la victoria. «¡Ay de mí! —contesta el artero caudillo–, llevad a bien que yo hermane estos enemigos de ayer, estos alumnos mal seguros, por medio de unos bienes perecederos. Yo pongo en vuestra custodia mi vida y haberes; pues sois mis compañeros de mi destierro, de mi reino y de mi Paraíso». Siguiéronle diputados de Tayef, temerosos de la repetición del sitio. «Otórganos, oh apóstol de Dios, una tregua de tres años, con la tolerancia de nuestro antiguo culto». «Ni un mes, ni una hora». «Dispensadnos a lo menos de la pensión del rezo». «De nada sirve religión sin plegarias». Enmudecen y se avienen, sus templos quedan demolidos, y la misma sentencia de exterminio alcanza a todos los ídolos de la Arabia. Sus tenientes por las playas del Mar Rojo, del océano y del Golfo Pérsico, logran aclamaciones de un pueblo leal, y los embajadores arrodillados ante el solio de Medina, se agolpan (dice el refrán arábigo) como los dátiles que van cayendo en sazón de una palmera. Ríndense allá las naciones al Dios y al cetro de Mahoma: queda abolido el nombre afrentoso de tributo; aplícanse las ofrendas voluntarias o forzadas, tal como limosnas y diezmos, al ejercicio de la religión; acompañando al apóstol hasta ciento catorce mil musulmanes en su postrera romería.[1435]
Al regresar Heraclio triunfante de su guerra pérsica, conversó en Emesa con uno de los embajadores de Mahoma que iban convidando a los príncipes y naciones de la tierra para profesar el islamismo (629 y 630 d. C.). Con este antecedente, el afán de los árabes ha supuesto la conversión reservada del emperador cristiano; la vanagloria de los griegos soñó allá una visita personal del príncipe de Medina, quien aceptó de la dignación regia de un señorío opulento y retiro seguro en la provincia de Siria.[1436] Pero breve fue la amistad de Heraclio con Mahoma; había la nueva religión enardecido más bien que saciado el sediento anhelo de los sarracenos, y la matanza de un enviado proporcionó pretexto decoroso para invadir, con tres mil soldados la provincia de Palestina a levante del Jordán. Fue Zeid el alférez del pendón sagrado, y era tal el entusiasmo o la disciplina de la secta flamante, que los adalides más encumbrados se avenían sin reparo a militar bajo las órdenes de un esclavo del profeta. En caso de muerte le han de ir sucediendo Jaafar y Abdalah en el mando, y feneciendo los tres caudillos quedaba árbitro el ejército de elegir su general. Mueren los tres en la batalla de Muta,[1437] la primera refriega en que el denuedo musulmán se ensayó contra un enemigo forastero. Cae Zeid como un soldado en las primeras filas; la muerte de Jaafar es heroica y memorable; pierde la mano derecha y pasa el estandarte a la izquierda, cortánle ésta y afianza la insignia con los muñones manando sangre, hasta lo clavan en el suelo con cincuenta heridas honoríficas. «Adelante —vocea Abdalah, colocándose en el sitio vacante–, pues o victoria o Paraíso ha de ser nuestro». La lanza de un romano tranza la alternativa, pero acude Caled el alumno de la Meca y rescata el estandarte; quiebra hasta nueve espadas, y su tesón contrarresta y rechaza el número superior de los cristianos. El consejo nocturno del campamento le confiere el mando, y la maestría de sus evoluciones a la madrugada afianza la victoria o la retirada de los sarracenos, y suena Caled entre amigos y enemigos con el dictado peregrino de Espada de Dios. Entona Mahoma desde el púlpito los blasones de los mártires bienaventurados con raptos proféticos; pero en privado adolece de los quebrantos de la humanidad, pues se le sobrecogió llorando con la hija de Zeid: «¿Qué es lo que miro?, prorrumpe atónita la devota». «Estás viendo —contesta el apóstol–, a un amigo que está llorando el malogro del amigo más entrañable». Avasallada la Meca, aparenta el soberano de Arabia anticiparse a hostilizar a Heraclio, y pregona solemnísimamente la guerra contra los romanos, manifestando sin rebozo las penalidades y contingencias de la empresa.[1438] Los musulmanes se acobardan, alegan su escasez de dinero, de caballos y de abastos, la temporada de su siega y el calor insufrible del estío. «Mucho más ardiente es el infierno», contesta airado el profeta. No se allana a violentarlos, pero intima a los más culpados una excomunión de cincuenta días. Aquellos desertores vienen a realzar el merecimiento de Abubeker, Othman, y los compañeros leales que allá le tributan sus vidas y haberes, y tremola Mahoma su bandera capitaneando veinte mil caballos y veinte mil infantes. Trabajosísimo es el afán de la marcha; las ráfagas abrasadoras y pestilentes del desierto redoblan el cansancio y la sed; diez hombres van alternativamente montados en cada camello, y se ven reducidos a la precisión vergonzosa de beber el agua del vientre de un animal tan provechoso. A la mitad del camino, y a diez jornadas de Medina y de Damasco, descansan en la arboleda y manantiales de Tabuc. Desde allí Mahoma se desentiende ya de la guerra, manifestándose satisfecho con los intentos pacíficos, aunque probablemente arredrado con la hueste que estaba aparatada del emperador del Oriente. Pero el fogoso y denodado Caled anda a diestro y siniestro aterrando con su nombre, y el profeta va recibiendo los pactos que le rinden las tribus y ciudades, desde el Éufrates hasta Ailah, al encabezamiento del Mar Rojo. Otorga Mahoma garbosamente a sus nuevos súbditos cristianos seguridad en sus personas, libertad de comercio, resguardo de sus haberes y tolerancia de su culto.[1439] El apocamiento de sus hermanos árabes los había retraído de contrarrestar aquella ambición desenfrenada; luego los discípulos de Jesús se le hacían apreciables como enemigos del judaísmo, y más que interesaba infinito a un conquistador el proponer una capitulación decente a la religión prepotente en el orbe.
Robusto se conservó hasta los sesenta y tres años Mahoma para arrostrar los afanes temporales y espirituales de su carrera. Sus accidentes de alferecía, calumnia desatinada de los griegos, debieran redundarle en compasión más bien que en odio,[1440] pero conceptuó formalmente que una judía de Chaibar lo había envenenado por venganza.[1441] Por espacio de cuatro años se fue menoscabando la salud del profeta; se le fueron agravando los achaques; pero su dolencia mortal fue un calenturón de catorce días que lo tenía a ratos privado. Apenas se hizo cargo de su riesgo, estuvo edificando a sus hermanos con la humildad de su virtud y su penitencia. «Si hay hombre —exclama el profeta desde el púlpito–, a quien yo hubiere azotado indebidamente, aquí tiene mi espalda sentenciada al tanto. ¿Tizné yo nunca el concepto pundonoroso de algún musulmán?, que vocee mi yerro a presencia de la congregación. ¿Despojé a alguien de sus haberes?, mi corto caudal está pronto en desquite del principal y de los intereses de la deuda». «Sí —dice una voz del gentío–, soy acreedor de tres dragmas de plata». Oye Mahoma la queja, satisface la deuda, y agradece al demandante el haberle reconvenido en este mundo sin aguardar al día del juicio. Arrostra con entereza cabal los asomos de la muerte; liberta a sus esclavos (diecisiete varones, según se van nombrando, y once mujeres), dispone por ápices el arreglo de sus exequias y comide los lamentos de sus amigos llorosos, a quienes va dando su bendición de paz. Sigue desempeñando puntualmente las funciones de la plegaria pública hasta tres días antes de su fallecimiento: el nombramiento de Abubeker para hacer sus veces parece que está señalando aquel antiguo y leal amigo para sucesor suyo en el cargo regio y sacerdotal, pero se desentiende cuerdamente de la contingencia y envidia de nombramiento más terminante. En el trance de yacer palpablemente menoscabadas sus potencias, pide pluma y tinta para escribir, o más propiamente, para dictar un libro divino, la suma o redondeo cabal de sus revelaciones: sobreviene en su estancia una contienda, sobre permitirle o no desbancar a todo un Alcorán, y tiene el profeta que vituperar el enardecimiento indecoroso de sus discípulos. Si cabe dar el menor crédito a las tradiciones de sus mujeres y compañeros, conservó en el regazo de su familia y hasta el postrer aliento el señorío de un apóstol de la fe y de un entusiasta; fue describiendo las visitas de Gabriel; quien se despidió para siempre de la tierra, y se manifestó confiadísimo, no sólo en la conmiseración, sino en las finezas del Ser Supremo. En una plática familiar especificó su regalía especialísima de que el ángel de la muerte carecía de facultades para arrebatarle el alma, hasta que pidiere rendidamente permiso al profeta. Concediose la demanda, y Mahoma en seguida adoleció de agonía mortal: recostó la cabeza sobre la falda de Ayesha la predilecta de sus mujeres; desmayose con sumo quebranto; y vuelto en sí, levantó los ojos al techo y luego clavándolos, aunque con voz balbuciente, boqueó sus palabras postreras, interrumpida pero articuladamente: «O Dios… perdona mis yerros… Sí… voy entre mis conciudadanos a lo alto»; y espiró así sosegadamente sobre una alfombra tendida en el suelo. Atajó este fracaso una expedición a Siria que estaba en el disparador, pues detenido el ejército a las puertas de Medina, se agolparon los caudillos en derredor del amo expirante. La ciudad y con especialidad la casa del difunto, era un teatro de lamentación trágica o de mudo desconsuelo, y tan sólo el fanatismo acertó allá a flechar un destello de alivio y de esperanza. «¿Cómo ha podido morir nuestro testigo, nuestro intercesor y medianero para con Dios? Pero vive Dios, que él no ha de haber fallecido, pues al par de Moisés y de Jesús, allá se encumbró en un rapto sacrosanto, y luego ha de volver a su solar siempre fiel». Se orilla el testimonio de los sentidos, y Omar blandiendo su cimitarra amaga con degüello a cuantos infieles osen afirmar que murió el profeta. El predominio y comedimiento de Abubeker aplaca el alboroto. «¿Es por ventura Mahoma —dice a Omar ya la muchedumbre–, o el Dios de Mahoma el que estais adorando? El Dios de Mahoma vive para siempre, pero el apóstol era un mortal como nosotros mismos, y según se tenía muy predicho padeció la suerte general de la mortandad». Encerráronle devotamente sus propios deudos, en el mismo sitio donde había expirado.[1442] Quedó santificada Medina con la muerte y el entierro de Mahoma, y los peregrinos innumerables de la Meca suelen desviarse de su rumbo, para doblegarse con devoción rendida[1443] ante el túmulo sencillo del profeta.[1444]
Historiada ya la vida de Mahoma, tal vez se estará esperando aquí un parangón de sus nulidades y de sus prendas, y que sentencie yo si cuadra más bien el dictado de entusiasta que el de impostor a tan descomunal individuo. Aun cuando yo hubiese terciado en conversación con el hijo de Abdalah fuera la empresa de mayor cuantía, y aventurado el acierto, pero mediando hasta doce siglos apenas alcanzo a columbrar en confuso su sombra por una humareda de incienso religioso, y aun cuando atinase a retratarlo al vivo en una hora, la semejanza volandera desdiría abultadamente en el solitario del monte Hera, del predicador de la Meca y del conquistador de la Arabia. Aparece el autor de una revolución tan grandiosa dotado de temple devoto y contemplativo: habilitado con su enlace contra los embates de la escasez, se desvía del sendero de la ambición y la codicia, y así como vivió con inocencia hasta la edad de cuarenta años, hubiera muerto sin nombradía. La unidad de Dios es un concepto hermanado con la naturaleza y la racionalidad, y el más leve roce con judíos o cristianos debió enseñarle a menospreciar y hollar la idolatría de la Meca. Incumbía a un prohombre el ir comunicando allá doctrinas de salvación, y el rescatar su patria del dominio del error y del desbarro. La pujanza de una fantasía clavada a toda hora en un objeto idéntico, debió trocar una obligación general en vocación particular: los ímpetus disparados de su pecho siempre en ascuas, no pudieron dejar de tomar visos de inspiraciones celestes, el ahínco caviloso paraba en arrobos y visiones, y aquella sensación entrañable, aquel ayo invisible, se aparecería con visos de ángel o del mismo Dios.[1445] El entusiasmo es el resbaladero para la impostura, pues allá el espíritu favorecedor de Sócrates[1446] ejemplifica memorablemente cuánto puede ilustrarse a sí mismo un varón cuerdo, cuánto puede allá descarriar a otros, y cuánto puede venir a adormecerse la conciencia en el vaivén del embeleso y del engaño estudiado. Cabe en la caridad el suponer que Mahoma se movió a impulsos de un afecto castizo y acendrado, mas no cabe en el misionero más humano el amar al incrédulo empedernido y rechazador de sus intentos, despreciador de sus razones y perseguidor de su vida; podía indultar a sus contrarios personales y podía legítimamente odiar a los enemigos de Dios; ardió el pecho de Mahoma con arranques adustos de engreimiento y venganza, y acuchillaba allá suspirando (como el profeta de Nínive) a los rebeldes que ajusticiaba. La sinrazón de la Meca y la elección de Medina encumbraron el prohombre a príncipe y el rastrero predicador a caudillo de huestes; pero el ejemplar de los santos estaba consagrando su espada, y aquel mismo Dios que atropella al mundo pecador con epidemias y terremotos pudo robustecer el denuedo de sus siervos para conversión o castigo de los culpados. En el desempeño político del gobierno tuvo que amainar los disparos del fanatismo, atemperándose un tanto a las vulgaridades e ímpetus de sus secuaces y valiéndose aun de los devaneos mundanos como instrumentos de salvación. Engaños y alevosías, crueldades y atropellamientos eran arbitrios para la propagación de su fe, y solía Mahoma disponer la matanza de judíos e idólatras preservados del campo de batalla. Repitiendo más y más tamañas demasías, tuvo que irse emponzoñando la índole del individuo y el influjo de tan malvado ejercicio tenía escaso contrarresto en la práctica de virtudes, personales y caseras, imprescindibles para conservar el concepto de profeta entre sus secuaces y amigos. Descolló la ambición en sus postreros años, y un estadista no puede menos de maliciar, que allá en sus adentros (¡aquel impostor victorioso!) se sonreía de su entusiasmo juvenil, y de la credulidad de sus paniaguados.[1447] Pero un filósofo se hará cargo de que la credulidad ajena y sus propios medios condujeron eficacísimamente para robustecer las ínfulas de su encargo divino y que interés y religión corrían parejas, aquietando su conciencia con el concepto de que únicamente él era el dispensado por la Divinidad de toda ley moral y positiva. Si le quedó rastro de su inocencia nativa, las mismas demasías de Mahoma están evidenciando su ingenuidad. Aparecen menos criminales las arterías y engaños en apoyo de la verdad, y se estremeciera con la vileza de sus medios, a no abonarlo la entidad y justificación del intento. Aun como conquistador o sacerdote, prorrumpe allá en voces y actos de humanidad candorosa, y la providencia de Mahoma para que en el reparto de cautivos jamás las madres se desviasen de sus hijos, enfrena o templa el enojo del historiador.[1448]
Menospreciaba la sensatez de Mahoma el boato regio[1449] allanándose el apóstol de Dios a los quehaceres caseros: encendía lumbre, barría el suelo, ordeñaba las vacas y se remendaba con sus propias manos los zapatos y la ropa de lana. Desentendiéndose de penitencias y merecimientos de ermitaño, se atuvo sin violencia ni vanagloria al régimen parquísimo de un árabe y de un soldado. Para las festividades solía agasajar a los compañeros con esplendidez llana y expresiva, pero en su vida interna se le pasaban semanas enteras sin encender lumbre en el hogar de su casa. Corroboró con su ejemplo la prohibición del vino; aplacaba el hambre con su escasa ración de pan de cebada; era aficionado a la leche y la miel, pero por lo más su sustento se reducía a dátiles y agua. En cuanto a deleites sensuales, perfumes y mujeres eran los que requería su temperamento y su religión no vedaba, y afirmaba Mahoma que entrambos goces inocentes enfervorizaban más y más sus devociones. Caldea el clima a los árabes, y los escritores antiguos los tildan de lujuriosos.[1450] Las leyes civiles y religiosas del Alcorán enfrenaban su incontinencia; vituperaban tratos incestuosos y reducían a cuatro esposas o concubinas, el desmando de la poligamia; deslindaban equitativamente sus derechos del tálamo y de la dote; contenían los desahogos del divorcio, condenaban el adulterio como culpa capital, y castigaban con cien azotes en ambos sexos el goce carnal.[1451] Tales eran los mandamientos sosegados del legislador, pero en su conducta particular Mahoma desfogaba los apetitos de hombre y se propasaba de los fueros de profeta. Una revelación peculiar le dispensaba de las leyes que tenía impuestas a su nación; soltaba la rienda a las hembras sin reserva a medida de sus deseos, y prerrogativa tan peregrina causaba más bien que escándalo o envidia, veneración entrañable a los devotos musulmanes. En recordando las setecientas mujeres y trescientas concubinas del sabio Salomón, tenemos que encarecer el recato del árabe, que tan sólo se desposó con unas dieciséis mujeres; cuéntanse hasta once avecindadas con separación en Medina junto a la casa del apóstol, y solían ir alternativamente disfrutando las finezas de la intimidad conyugal. Se hace harto reparable que todas fuesen viudas, excepto Ayesha, hija de Abubeker. Era indudablemente virgen, puesto que Mahoma consumó su desposorio (tal es la madurez anticipada del clima) teniendo tan sólo nueve años. Logró Ayesha con su niñez, su hermosura y su despejo, suma privanza, y aun difunto el profeta aquella hija de Abubeker mereció siempre obsequios de madre de los fieles. Adoleció de poquísimo recato en su conducta, pues en una marcha nocturna se fue quedando allá rezagada y acudió por la madrugada al campamento con un hombre. Era Mahoma de suyo celoso, mas una revelación divina le afianzó la inocencia de la extraviada, y castigando a sus motejadores, pregonó una ley de pacificación casera para que no se condenase a una casada a menos que cuatro testigos presenciasen el adulterio.[1452] Desentendiose el profeta de todo miramiento en sus amores con la mujer de Zeid y con María, cautiva egipcia; pues viendo en casa de Zeid, su liberto e hijo adoptivo, la hermosura de Zeineb en paños muy menores prorrumpió en una exclamación devota y lujuriosa, y enterado el servil y agradecido mancebo, le franqueó sin titubear el anhelado ensanche; mas como las resultas acarreaban dudas y escándalo, acudió el arcángel Gabriel desde el cielo para revalidar el hecho, anular la adopción y aun reconvenir amistosamente al apóstol por desconfiar de las condescendencias de Dios. Una de sus mujeres, Hafna, hija de Omar, lo cogió infraganti y en su propio lecho abrazando a la cautiva egipcia; prometió la ofendida reserva y avenencia, pero él se desapropió con juramento de su María. Olvidaron entrambas partes el contrato, y Gabriel segundó su descenso tremolando un capítulo del Alcorán para descargarle de su juramento, exhortándole a disfrutar cautivas y concubinas desoyendo todo alarido de sus esposas; y durante un mes de retiro solitario se estuvo afanando por cumplir con el encargo del arcángel. Ahíto ya de amorío y de venganza, convoca a sus once mujeres, les afea su desobediencia y destemplanza, y las amenaza con sentencia de divorcio, para entrambos mundos: fallo en extremo pavoroso, pues cuantas habían participado del lecho del profeta quedaban para siempre desahuciadas de segundo enlace. Cabe tal vez cohonestar la incontinencia de Mahoma con la tradición de sus dones naturales y sobrehumanos;[1453] pues hermanaba la pujanza varonil de treinta hijos de Adán, y aun pudiera el apóstol competir con el trabajo décimo tercio[1454] del Hércules griego.[1455] Disculpa más formal y decorosa se puede alegar por su fidelidad con Cadijah, pues en los veinticuatro años de su enlace, su marido aun en la mocedad se retrajo de todo derecho de poligamia, y nunca compañera alguna desairó el engreimiento o el cariño de la matrona venerable. Apenas murió mereció ser colocada por él allá en el predicamento de las cuatro mujeres cabales, con la hermana de Moisés, la madre de Jesús y Fátima, la predilecta de sus hijos. «¿No era ya vieja? —dijo Ayesha con el descoco de una beldad lozana–, ¿y Dios no os ha regalado otra mejor en su lugar?». «No, vive Dios —prorrumpe Mahoma con un arranque de agradecimiento pundonoroso–, no cabe otra mejor; pues me creyó cuando todos me andaban menospreciando, y acudió a mi desamparo cuando yacía menesteroso y perseguido por el mundo».[1456]
Con los sumos ensanches de la poligamia, cabía al fundador de religión y de Imperio el aspirar al logro de posteridad crecida y sucesión perenne, pero quedaron infaustamente malogradas las esperanzas de Mahoma, pues tanto la doncella Ayesha como las diez viudas de suyo fecundas, se esterilizaron en medio de sus ahíncos amorosos. Fallecieron de niños los cuatro hijos de Cadijah, y aunque más y más desalado con María, la concubina egipcia por el nacimiento de Ibrahim, a los quince meses lo lloró en su túmulo, pero contrarrestó con entereza el escarnio de sus émulos, enfrenando la adulación o credulidad de los musulmanes con manifestarles que no era la muerte de su niño un eclipse de sol. Tuvo también hasta cuatro hijas con Cadijah, casadas con sus discípulos más leales, fallecieron las tres mayores antes que el padre, pero Fátima su íntima del alma, se enlazó con su primo Alí con quien dio a luz una prosapia esclarecida. Los merecimientos y desventuras de Alí y de sus descendientes me proporcionan el participar desde ahora la sucesión de los califas cortesanos, dictado en que se cifra la soberanía de los fieles, como vicarios y sucesores del apóstol de Dios.[1457]
Nacimiento, índole y enlace sobreponían a Alí a todos sus paisanos, y así le habilitaban para ascender al solio vacante de la Arabia. El hijo de Abu Taleb era de suyo cabeza de la alcurnia de Hashem, y príncipe hereditario o guarda del templo de la Meca. Apagose el destello de la profecía; mas todo un marido de Fátima no podía menos de esperanzar la herencia y logros del padre: habían los árabes a temporadas sobrellevado el mando de una mujer, y el abuelo había repetidamente arregazado a los nietezuelos, aclamándolos desde el púlpito como esperanzas de su ancianidad y adalides de la juventud en el Paraíso. El primero de los acendrados creyentes debía aspirar a acaudillarlos en ambos mundos, y aunque los hubiese más circunspectos y rastreros, no se atravesaba alumno nuevo que desbancase a Alí el desalado y el pundonoroso. Hermanaba las prendas de poeta, de guerrero y de virtuoso: rebosa todavía su cordura en una colección de sus dichos morales y devotos,[1458] y solía arrollar en afluencia y denuedo a todos sus contrarios en las concurrencias. Desde el arranque de su carrera hasta los ritos postreros de sus exequias, el profeta tuvo en él un amigo generoso, apellidándolo cariñosamente hermano, lugarteniente y Aaron del segundo Moisés. Tildaron al hijo de Abu Taleb su descuido en no afianzar sus intereses con alguna declaración terminante de su derecho, para que enmudeciese todo competidor y sellase allá su innegable sucesión con los decretos del cielo; mas el héroe candoroso confiaba en sí mismo: celos por el Imperio y tal vez alguna zozobra por el contrarresto, pudieron retraer las disposiciones de Mahoma, y la taimada Ayesha tuvo sitiado el lecho del moribundo, como hija de Abubeker y enemiga de Alí.
El silencio del difunto profeta devolvió la libertad al pueblo, y los compañeros celebraron junta para deliberar sobre nombramiento de sucesor (7 de junio de 632 d. C.). El alegato hereditario y las ínfulas altaneras de Alí lastimaban a la aristocracia de los ancianos, ansiosos de otorgar o reasumir el cetro con sus elecciones desahogadas y repetidas: no cabía en los koreishitas el avenirse a las preminencias orgullosas de la alcurnia de Hashem; reinflamose la desavenencia antigua de las tribus, los fugitivos de la Meca y los auxiliares de Medina alegaban sus respectivos merecimientos, y la propuesta temeraria de nombrar dos califas daba al través en sus asomos la religión y el Imperio de los sarracenos. Queda aplacado el alboroto con el arranque desentonado de Omar, quien orillando repentinamente sus pretensiones, alzó su diestra y se declaró el primer súbdito del apacible y respetuoso Abubeker. La estrechez del trance y la avenencia del pueblo pudo disculpar aquella disposición ilegal y atropellada; pero el mismo Omar confesó desde el púlpito, que si algún musulmán fuese osado en lo sucesivo a anteponerse a los votos de sus hermanos, tanto elector como elegido eran dignos de muerte.[1459] Tras la mera inauguración de Abubeker, obedeciéronle Medina, la Meca y las provincias de Arabia, se negaron los hashemitas a juramentarse, y su caudillo aislado en casa mantuvo por seis meses su reserva adusta e independiente, desentendiéndose de los amagos de Omar, que intentó abrasar la vivienda de la hija del apóstol. Muere Fátima, amaina su partido y se allana airadamente Alí; se aviene a saludar al caudillo de los fieles, acepta su disculpa de la precisión de anticiparse a sus enemigos comunes, y desecha cuerdamente la oferta cortesana de renunciar el gobierno de los árabes. Reina el anciano califa dos años y el ángel de la muerte le intima su plazo, dejando en su testamento, con anuencia tácita de los compañeros, el cetro en la diestra briosa y justificada de Omar. «No soy acreedor —dice el candidato recatado–, a tanto encumbramiento.» «Pero esa cumbre os necesita», replica Abubeker, quien espira exalando plegarias (24 de julio de 634 d. C.) para que el Dios de Mahoma revalidase la elección, y encaminase a los musulmanes por el rumbo de la hermandad y de la obediencia. Certera fue la demanda, puesto que el mismo Alí rezando a sus solas se mostró reverente con la sobresalencia y señorío de su competidor, quien siguió consolándole del malogro de todo un imperio, con las demostraciones más lisonjeras de confianza y aprecio. A los doce años de su reinado traspasa a Omar un asesino, desecha con igual imparcialidad los nombres de su hijo y de Alí, se niega a cargar su conciencia con las culpas de un sucesor, y pone en manos de sus electores pundonorosos y compañeros el arduo desempeño de escoger el más digno para caudillo de los fieles. Se aferran más entonces los amigos de Alí[1460] en vituperarle el allanamiento de su derecho al dictamen de los hombres, por cuanto reconoce su predominio admitiendo un lugar entre los seis electores. En su mano estuvieron los demás votos con sólo avenirse a prometer conformación estrecha y rendida, no sólo al Alcorán y a la tradición sino también al acuerdo de dos mayores.[1461] Aceptó Othman, secretario de Mahoma, el gobierno, con estas cortapisas, y tan sólo tras el tercer califato y a los veinticuatro años de la muerte del profeta, no llegó a revestirse Alí, por elección popular, con el cargo regio y sacerdotal. Conservaron los árabes su sencillez primitiva de costumbres, y el hijo de Abu Taleb siguió menospreciando el boato y la vanagloria del mundo. Acudió a la hora del rezo, a la mezquita de Medina, vestido con una bata delgada de algodón, un turbante tosco en la cabeza, sus chinelas en una mano y el arco en la otra haciéndole veces de bastón. Los compañeros del profeta y los adalides de las tribus saludaron a su nuevo soberano, y le fueron alargando sus diestras en señal de lealtad y acatamiento.
Los quebrantos que de suyo acarrea la ambición contrapuesta suele ceñirse al plazo y al solar de los contrincantes; pero las desavenencias religiosas entre amigos y enemigos de Alí se han ido renovando en todas las temporadas de la Hejira, y sigue ahora mismo en la ojeriza mortal entre persas y turcos.[1462] Los primeros, tiznados con el apodo de schiitas o sectarios, han rellenado el símbolo mahometano con un artículo nuevo de fe, y si Mahoma es el apóstol, su compañero Alí es el lugarteniente de Dios. En sus coloquios caseros y en su culto público, están desaforadamente abominando de los tres usurpadores que atajaron su derecho incontrastable a la dignidad de Imán y Califa, y en el nombre de Omar se cifra allá en su idioma la impiedad y la vileza suma.[1463] Los sonitas sostenidos por el consentimiento general y tradición acendrada de los musulmanes, abrigan al menos una opinión algún tanto imparcial, o sea decorosa, pues acatan la memoria de Abubeker, Omar, Othman y Alí, sucesores legítimos y sacrosantos del profeta; pero dejan allá en el ínfimo lugar al marido de Fátima, muy empapados en que los quilates de santidad son la pauta de la sucesión.[1464] El historiador que con diestra desapasionada va afinando la balanza entre los cuatro califas, sentenciará sosegadamente que sus costumbres fueron igualmente puras y ejemplares; que su afán era fervorosísimo y por tanto entrañable, y que en medio de sus riquezas y poderío ahincaron de por vida en el desempeño de sus obligaciones morales y religiosas, pero las virtudes públicas de Abubeker y de Omar, la cordura del primero y la entereza justiciera del segundo mantuvieron el sosiego y la prosperidad en sus reinados. La índole endeble y la edad ya quebrantada de Othman desdecían del peso de la conquista y del Imperio. Quiso escoger y le engañaron, trató de confiarse y le vendieron; los prohombres de los fieles pararon en inservibles o contrapuestos a su gobierno, y su pródiga condescendencia abortó tan sólo ingratitudes y desabrimientos. Fue cundiendo la desavenencia por las provincias, juntáronse sus diputados en Medina, y los carejitas, fanáticos desaforados, holladores de toda subordinación y racionalidad, quedaron barajados con los árabes libres y solariegos, que clamaban por desagravio con el castigo de sus opresores. Acuden armados desde Cufa Basona, el Egipto y tribus del desierto, acampan como a una legua [2,22 km] de Medina, y allá envían un mensaje altanero al soberano intimándole que haga justicia o se apee del solio. Se arrepiente y se van desarmando y desaparatando los sublevados; pero las arterías de sus enemigos los ensañan de nuevo, y fraguan una falsedad por mano de un secretario alevoso para tiznar su pundonor y empujarlo al derrumbadero. Había el califa malogrado el único resguardo de sus antecesores, el aprecio y confianza de los musulmanes, atájanle el agua y los abastos en un sitio de seis semanas, y las puertas endebles de su alcázar estaban al cargo de rebeldes un tanto escrupulosos y cobardes. Desamparado por los abusadores de su sencillez, el califa desvalido ya y venerable, está ansiando los asomos de la muerte; encabeza el hermano de Ayesha los asesinos, y un sinnúmero de heridas traspasan a Othman con el Alcorán en la falda (18 de junio de 655 d. C.). Inaugurado Alí se aplaca la desmandada anarquía, pues asomaba en el disparador la matanza que amaga por cinco días, hasta que se avino el caudillo a su nombramiento. Arrostra en el arriesgado trance las ínfulas decorosas del principal hoshemita, vocea que más bien se avasalla que se entroniza; contrarresta el arrojo de advenedizo, y requiere la anuencia formal, aunque más o menos voluntaria, de los prohombres de la nación. Jamás se le tildó de incitador del asesinato de Omar, aunque la Persia está neciamente celebrando la festividad de aquel santo mártir. Media prontamente Alí, se aplaca la contienda entre Othman y los súbditos, quienes atropellan y hieren a su primogénito al defender al califa. Queda sin embargo problemática la sinceridad y eficacia del padre en el contrarresto de los rebeldes, y en suma vino a disfrutar el logro de aquel atentado, siendo en verdad la tentación tamaña que pudiera conmover y volear el pundonor más adusto. No se vincula ya el candidato ambicioso en el cetro estéril de la Arabia, pues van venciendo los sarracenos por levante y poniente, y los riquísimos reinos de Persia, Siria y Egipto son ya patrimonio del caudillo de los fieles.
No habían los rezos y contemplaciones apocado la pujanza denodada de Alí, y en su edad ya madura, curtido en el roce del mundo, se disparaba con el ímpetu temerario de la mocedad. No cuidó de afianzar en el arranque de su reinado, con dones o con grillos el rendimiento mal seguro de Telha y Zobeir, dos de los caudillos árabes más poderosos. Huyen de Medina a la Meca y de allí a Basora; tremolan el estandarte de la rebeldía, y usurpan el gobierno de Irak o de Asiria, que habían solicitado en vano por galardón de su servicios. Suele el disfraz de patriotismo encubrir desmanes mayores, y los enemigos, quizás también asesinos, están ahora pidiendo venganza por su sangre. Acompaña a los fugitivos Ayesha, la viuda del profeta, que siguió abrigando hasta el postrer aliento de su vida, odio implacable contra el marido y la descendencia de Fátima. Los musulmanes ajuiciados se escandalizan de que la madre de los fieles esté ostentando su persona y jerarquía en un campamento; pero la chusma supersticiosa confía en que su presencia santificaría la justicia y afianzaría el éxito de sus intentos. Acaudilla el califa veinte mil árabes leales y nueve mil auxiliares valerosos de Cufa, y embiste y derrota al número superior de los rebeldes bajo los muros de Basora. Yacen difuntos sus caudillos Telba y Zobeir en la primera refriega que mancilló con guerra civil las armas de los musulmanes. Ayesha, después de recorrer las filas para enardecer a la tropa, se coloca en medio del peligroso trance; en cuyo acaloramiento hasta setenta palafreneros de su camello habían ido quedando muertos o malheridos, y su caja o litera había resultado enrastrillada de flechas y venablos como las púas de un puerco espín. Aguantó la grandiosa cautiva con entereza la descarga de reconvenciones del vencedor, quien la envió arrebatadamente a su condigna morada que era el túmulo de Mahoma, con el acatamiento y afán que correspondía a la viuda del apóstol. Tras aquella victoria, apellidada luego la Jornada del Camello, se encaminó Alí contra un enemigo más temible, a saber Muawiya, hijo de Abu Sofian, quien se había apropiado todo un dictado de califa, sostenido con las fuerzas de Siria y los intereses de la alcurnia de Omiah. Pasado el Tapiaco, la llanura de Sifin se explaya allá[1465] por la orilla occidental del Éufrates, y en cuyo teatro llano y anchuroso entrambos competidores se estuvieron hostilizando con guerrillas por espacio de ciento diez días. Mediaron hasta noventa lances o escaramuzas, donde el malogro de Alí se conceptuó de veinticinco mil soldados, y de cuarenta y cinco mil la pérdida de Muawiya; realzándose la lista de los muertos con los nombres de veinticinco veteranos que habían peleado en Beder bajo la bandera de Mahoma. Descolló en contienda tan sanguinaria, el califa legítimo con rasgos de valentía y de humanidad. Tenían sus tropas estrechísimas órdenes para aguardar el primer embate del enemigo, desentenderse de los hermanos fugitivos, y respetar los cadáveres y rescate de los cautivos. Propuso garbosamente el ahorrar sangre musulmana por medio de una lid personal; pero trémulo su contrario se desentendió del reto a par de sentencia de muerte. Arremete el héroe en su caballo bayo con un montante irresistible y arrolla la formación siria; en alcanzando un rebelde prorrumpe Alah Acbar «Dios es victorioso» y en los remolinos de un reencuentro nocturno sonó hasta cuatrocientas veces su exclamación triunfadora. Ya está el príncipe de Damasco cavilando en su fuga, pero la desobediencia y acaloramiento de sus tropas viene a defraudar a Alí de la victoria que ya tenía en su diestra. Les remuerde la conciencia al ver cómo apela Muawiya a la perspectiva sacrosanta del Alcorán en las primeras filas, y tiene Alí que avenirse a una tregua desairada y a las asechanzas de un convenio. Retírase airado y presuroso a Cufa, desalienta a sus parciales, su astuto competidor sojuzga o cohecha las provincias remotas de Persia, Yemen y Egipto; y el embate del fanatismo asestado contra los tres caudillos de la nación, viene a concentrarse únicamente en el primo de Mahoma. Se ponen tres carejitas o entusiastas a conversar sobre los quebrantos de la Iglesia y del Estado en el templo de la Meca, y luego concuerdan en que la muerte de Alí de Muawiya y de su íntimo Amrú, virrey del Egipto, han de restablecer la paz y hermandad en el regazo de la religión. Escoge cada uno de los asesinos su víctima, emponzoña la daga, comprometen sus vidas y acuden reservadamente a sus respectivos paraderos. Su denuedo era igualmente incontrastable, mas el primero equivoca la persona de Amrú, y traspasa al diputado que está haciendo sus veces; el segundo malhiere al príncipe de Damasco, y el tercero descarga puñalada mortal sobre el califa legítimo en la mezquita de Cufa. Expira a los sesenta y tres años de edad y encarga compasivamente a sus hijos que quiten de en medio al matador de un solo golpe. Hubo que ocultar el sepulcro de Alí[1466] a los tiranos de la alcurnia de Omiah,[1467] pero al cuarto siglo de la hejira, túmulo, templo y ciudad vinieron a descollar junto a las ruinas de Cufa.[1468] Millares de shiítas están descansando en la tierra sagrada a los pies del vicario de Dios, y el gentío de los visitantes anuales de Persia suelen verificar el desierto, conceptuando su devoción no menos meritoria que la de una romería a la Meca.
Usurparon los perseguidores de Mahoma la herencia de sus hijos, y los campeones de la idolatría fueron los adalides supremos de su religión y su imperio. Rendido y desaforado había sido el contrarresto de Abu Sofian, tardía y violentísima fue su conversión; robustecieron la previsión y el interés su nueva fe; sirvió, peleó y tal vez creyó, y sus yerros de la temporada de ignorancia quedaron purgados con los merecimientos flamantes de la alcurnia de Omiah. (655 o 661-680 d. C.). Muawiya, hijo de Abu Sofian, se halló condecorado desde su temprana mocedad con el cargo o dictado de secretario del profeta; el tino de Omar lo colocó en el gobierno de Siria, y estuvo cuarenta años rigiendo aquella provincia ya de superior o ya de subalterno. Atentó a merecer el concepto de valeroso y desprendido, aspiró al de comedido y afectuoso con empeño; agradecido el pueblo, le cobró afectos de agraciado, y más habiéndole proporcionado victorias y despojos en Chipre y Rodas. Su ambición se aferró al móvil de afanarse en ajusticiar a los asesinos de Othman. Ostentose en la mezquita de Damasco la camisa ensangrentada del mártir; lamentose el emir de la infausta suerte de su malogrado deudo, y hasta sesenta mil sirios se juramentaron con él en demanda de venganza. El conquistador del Egipto Amrú, por sí solo una hueste, fue el primero en saludar al monarca, y divulgó el arcano de que podía plantearse un califa dondequiera lejos de la ciudad del profeta.[1469] La maña de Muawiya fue sorteando la maestría de Alí, a cuya muerte anduvo negociando la renuncia de su hijo Hasan, incapaz o despreciador del gobierno del mundo, hasta el punto de evacuar sin un ay el alcázar de Cufa, para venir a emparedarse en una celdilla junto al túmulo de su abuelo. Ansioso más y más el califa, quedó colmado su anhelo con el trueque de una corona electiva por otra hereditaria. Prorrumpió la repugnancia de los árabes en murmullos de independencia o de fanatismo, y cuatro ciudadanos de Medina se negaron al juramento: pero Muawiya acertó a llevar adelante sus intentos con brío y habilidad, y su hijo Yenid, mancebo endeble y relajado, fue al punto proclamado caudillo de los fieles y sucesor del apóstol de Dios.
Refieren un caso muy sencillo de la afectuosidad de uno de los hijos de Alí. Un esclavo al servir en la mesa, derramó sobre su dueño una fuente con saba hirviendo, y el desventurado torpe se postró a sus plantas implorando misericordia y repitiendo un verso del Alcorán. «El paraíso es para los enfrenadores de sus propias iras». «Yo no estoy airado». «Y para los que perdonan los agravios». «Perdonado está el tuyo». «Y a los que corresponden a los daños con beneficios». «Allá va tu libertad con cuatrocientas piezas de plata». Con iguales arranques de humanidad, Hoseim, hermano menor de Hassan heredó rasgos de su padre, y sirvió con realce contra los cristianos en el sitio de Constantinopla. Refundiose en su persona la primogenitura del linaje de Hashem y el carácter sagrado de nieto del apóstol, y quedaba a sus anchuras en esforzar su intento contra Yezid, tirano de Damasco, cuyos devaneos menospreciaba y cuyo dictado nunca se había dignado reconocer. Comunicose reservadamente de Cufa a Medina una lista de ciento cuarenta mil musulmanes que se profesaban sus allegados y prontísimos a esgrimir sus aceros en asomando él por las orillas del Éufrates. Aferrose contra el dictamen de sus amigos más atinados en confiar su persona y familia a un pueblo de suyo alevoso. Atraviesa el desierto de la Arabia con una comitiva medrosa de mujeres y niños, pero al ir llegando a la raya de Irak se estremece con la soledad y el aspecto enemigo del país, y malicia el vencimiento o el derribo de sus parciales. Fundadas eran sus zozobras, pues Obcidola, gobernador de Cufa, había logrado apagar las primeras pavesas de una rebeldía, y Hosein en la llanura de Kerbela queda acorralado por un cuerpo de cinco mil caballos, que le atajaban la ciudad y el río. Pudo todavía escudarse con una fortaleza en el desierto que había burlado el poderío del César y de Cosroes, confiándose en la lealtad de la tribu de Tai, que le aprontaba hasta diez mil guerreros; pero en una conferencia con el caudillo enemigo propone optar entre las tres propuestas decorosas de franquearle el regreso a Medina, permanecer en apostadero contra los turcos por la raya, a conducirlo a su salvo a presencia de Yezid. Mas son las providencias del califa y su teniente adustas y terminantes, y Hosein queda enterado de que se ha de avasallar a fuer de cautivo y reo al caudillo de los fieles, o atenerse al resultado de su rebeldía. «¿Pensáis —contesta–, arredrarme con la muerte?», y en el corto plazo de una noche se aparata con resignación plácida y aseñorada para arrostrar su signo. Enfrena los lamentos de su hermana Fátima que está ya llorando el estrellón inminente de toda su alcurnia. «No hay más arrimo —dice Hosein–, que el de Dios; todo, en cielo y tierra, tiene que fenecer y volver a su Criador. Mejores eran que yo padre, madre y hermano, y todos los musulmanes tienen que espejarse en el ejemplo del profeta». Insta a los amigos para que atiendan a su salvamento con fuga oportuna: se niegan unánimes a desamparar o sobrevivir a su amado dueño; y su denuedo se enardece con plegaria fervorosa y el embeleso del Paraíso. En la madrugada de aquel día azaroso, monta a caballo con la espada en una mano y el Alcorán en la otra: la cuadrilla bizarra de los mártires se reduce a treinta y dos jinetes y cuarenta infantes, pero afianzan costados y retaguardia con el cordaje de las tiendas, y con profunda trinchera cuajada de haces reencendidas según práctica de los árabes. Adelanta el enemigo con repugnancia y desierta uno de sus caudillos con treinta secuaces, ansiosos de alternar en aquella muerte inevitable. Incontrastable es, en todo encuentro o lid parcial, la desesperación de los fatimitas, pero la muchedumbre los acorrala y asaetea desde lejos con nubes y nubes de descargas, y caballos y gente van sucesivamente feneciendo: media un rato de treguas para la hora del rezo, y se termina con la muerte del postrer compañero de Hosein. Solo, postrado y herido siéntase a la puerta de su tienda; al beber un sorbo de agua, le atraviesa un flechazo la boca, y su hijo y su sobrino, hermosísimos mancebos, yacen traspasados en sus brazos; levanta sus manos ensangrentadas al cielo y prorrumpe en una plegaria fúnebre por los vivos y los difuntos. Sale su hermana desesperada de la tienda, y amonesta al caudillo de los cufianos para que no se avenga a matar a Hosein ante sus ojos; baña en lágrimas su barba venerable, y los soldados más aguerridos cejan a diestra y siniestra al arrojarse el héroe sobre ellos. El empedernido Shamer, nombre abominado entre los fieles, aféales su cobardía, y así el nieto de Mahoma queda traspasado con treinta y tres lanzazos o estocadas. Huellan su cuerpo, llevan su cabeza al castillo de Cufa, y el inhumano Obcídola le descarga un palo sobre la boca. «¡Ay de mí! —exclamó un musulmán anciano–, en estos labios estoy viendo los del apóstol de Dios». Acá en siglo y clima remotísimo una escena trágica con la muerte de Hosein, no puede menos de mover a simpatía al lector más yerto.[1470] Viene la festividad anual de su martirio, y en romería devota a su sepulcro, el Persa desolado allá se empapa todo en ímpetus frenéticos de ira y pesadumbre.[1471]
Llegan hermanas y niños de Alí aherrojados ante el solio de Damasco, aconsejan al califa que descarte de una vez la enemistad de una ralea popular y encontrada, habiéndola ya ultrajado hasta desahuciarla de toda reconciliación; mas Yezid se atiene a los dictámenes de la conmiseración, y despide honoríficamente a la familia llorosa para que junte sus lágrimas con las de su parentela en Medina. La gloria del martirio avasalló el derecho de primogenitura. Y los doce imames,[1472] o pontífices de la creencia persa, son Alí, Hosan, Hosein, y los descendientes en derechura de Hosein hasta la novena generación. Sin armas, tesoros ni súbditos, fueron más y más disfrutando la veneración de las gentes y ensalzando a los califas reinantes; y aun ahora mismo sigue la devoción de sus secuaces visitando sus túmulos en Medina y en la Meca por las orillas del Éufrates y en la provincia de Jorasán. Sediciones y guerras civiles abortaron con su sobrescrito, mas los santos regios menospreciaban el boato mundano, se conformaban con la voluntad de Dios y la injusticia de los hombres, y concretaban allá sus vidas inocentes al estudio y la práctica de la religión. El dozavo y último de los imames, en extremo esclarecido con el dictado de Mahadi o el Guía, descolló en arrinconamiento y santidad sobre sus antecesores. Se empozó en una cueva junto a Bagdad: ignórase el sitio y el plazo de su fallecimiento, y sus devotos se empeñan en que está viviendo todavía; y tiene que aparecerse antes del día del juicio para derrocar la tiranía de Dejal o sea el Anticristo.[1473] Mediaron dos o tres siglos y la posteridad de Abás, tío de Mahoma, se había multiplicado hasta el número de treinta y tres mil;[1474] cundió no menos la prole de Alí; su ínfimo individuo se sobreponía al príncipe más encumbrado, y se suponía a los más eminentes allá más cabales y peregrinos que los arcángeles; mas su estrella adversa y los ámbitos del Imperio musulmán franquearon anchuroso campo a impostores arteros y denodados para entroncar con la semilla sacrosanta, el cetro de los Almahades en España y África, de los fatimitas en Egipto y Siria,[1475] de los sultanes del Yemen y de los sofies de Persia,[1476] se ha ido consagrando con este dictado hueco e inapeable. Expuestísimo era el ventilar en su reinado la legitimidad de su nacimiento, y enmudeció todo escudriñador ante el fatimita califa Moez, quien blandiendo su cimitarra, prorrumpe: «Éste es mi linaje —y tirando un puñado de oro a su soldadesca–, ésta es mi prole y mi parentela». En la vasta jerarquía de príncipes, o doctores, o nobles, o bien de traficantes y aun pordioseros, un enjambre de castizos o soñados descendientes de Mahoma y de Alí están mereciendo blasones de jeques, scherifes o emires. Sobresalen por el Imperio Otomano con su turbante verde, están pensionados por el erario, gozan el fuero de su caudillo, y por más que la suerte o el oficio los envilezca, tremolan siempre sus ínfulas de excelsa preeminencia por su nacimiento. Una alcurnia de trescientas personas, rama castiza y acendrada del califa Hasan, se está conservando sin mancilla ni recelo en las ciudades santas de Medina y de la Meca, y tras los vaivenes de doce siglos, se hallan todavía custodiando el templo y ejerciendo la soberanía de su patria. La nombradía y los merecimientos de Mahoma hidalgarían la ralea más plebeya, y la sangre antiquísima de los koreishitas se encumbra allá sobre la majestad moderna de los reyes de la tierra.[1477]
Descollantes y envidiables campean los alcances de Mahoma; mas tras sus logros peregrinos llegan a embelesarnos con demasía. ¿Es de extrañar que tanta muchedumbre de alumnos se empapase en la doctrina y los ímpetus de un fanático elocuente? ¿Echaron el resto, por ese rumbo los heresiarcas de la Iglesia desde el tiempo de los apóstoles hasta el siglo de los reformistas? ¿Se ha de traer increíble que un mero particular empuñase espada y cetro, avasallase su patria y plantease una monarquía con su diestra victoriosa? Allá en los vaivenes incesantes de las dinastías orientales, a centenares se han ido encumbrando usurpadores de ruin cuna, arrollando tropiezos mayores, y abarcando ámbitos más extensos de imperio y conquista. Siempre en igual disparador para predicar y para combatir, enlazando entrambos requisitos de suyo contrapuestos, al paso que realzaban su trascendencia, contribuían para sus logros: pujanza y persuasiva, entusiasmo y zozobra, con su flujo y reflujo, obraban más y más en los ánimos, hasta volcar por fin todas las vallas. Clama a los árabes redobladamente, libertad y victoria, armas y rapiñas, ensanche a rienda suelta para sus apetitos entrañables en el mundo actual y en el venidero; y siendo imprescindibles algunas rémoras para conceptuar las ínfulas de profeta y arraigar la obediencia del pueblo, no quedaba más contrarresto para sus triunfos que la racionalidad de su creencia en la unidad, y en los atributos del Altísimo. Pasmémonos más bien de la permanencia que de la propagación de su fe. La idéntica mella que estampó tan cabal y acendradamente en la Meca y en Medina, se está conservando, tras doce siglos en el indio, el africano, el turco y demás alumnos del Alcorán. Si pudiesen volver los apóstoles cristianos san Pedro y san Pablo al Vaticano, andarían tal vez preguntando el nombre de la Divinidad que se reverencia con ritos tan misteriosos en aquel grandioso templo: no se pasmaran tanto en Oxford o en Ginebra; pero siempre tendrían que recorrer el catecismo de la Iglesia y estudiar ahincadamente a los comentadores católicos sobre sus propios escritos y las palabras de su Maestro. Mas el cimborio turco de Santa Sofía, aunque muy realzado en esplendor y grandiosidad, es siempre un mero remedo de aquel humilde tabernáculo levantado en Medina por mano de Mahoma. Siempre los musulmanes contrarrestaron a una la aprensión de apocar el objeto de su fe y devoción anivelándolo con la sensualidad y fantasía humana. «Creo en un Dios, y Mahoma es el apóstol de Dios», es la profesión sencillísima e inalterable del Islam. Jamás ídolo visible desautorizó la estampa allá intelectual de la Divinidad; nunca los timbres del profeta tramontaron los ámbitos de la virtud humana, y sus mandamientos expresivos enfrenaron el agradecimiento de sus discípulos en los términos de la racionalidad y de la religión. Los feligreses de Alí consagraron por cierto la memoria de su héroe, mujer y niños, y afirman doctores persas que la esencia divina se encarnó en la persona de los imames; pero los sonnitas son todos abominadores de aquella superstición, y su demasía ha venido a ser no aviso y dispersador contra el culto de santos y de mártires. Tan disputadores han sido los musulmanes como los cristianos acerca de los atributos de Dios y la libertad del hombre, acicalando hasta lo sumo lo metafísico; mas entre aquellos nunca se trascendió a alborotar y trastornar los pueblos con sus cavilaciones, a causa de la incorporación entre ellos de la jerarquía regia con la sacerdotal. Interesaban en gran manera los califas, sucesores del profeta y caudillos de los fieles, en orillar y enfrenar toda innovación religiosa; ni la clase, ni la ambición temporal y espiritual del clero asomaron jamás entre mahometanos, y los amaestrados en la ley son los entonadores de sus conciencias y los oráculos de su fe. Desde el Atlántico hasta el Ganges impera el Alcorán como el código fundamental, no sólo en teología, sino en la jurisprudencia civil y criminal: y las leyes que pautan las gestiones y los haberes del género humano quedan escudadas con la sanción infalible y aferrada de la voluntad de Dios. Adolece esta servidumbre religiosa de tropiezos en la práctica. Desbarró aquel idiota legislador a impulsos de sus propias vulgaridades y de las de su patria, y las instituciones del desierto de la Arabia no pueden cuadrar con la opulencia y el vecindario de todo un Ispahan o un Constantinopla. En tales casos, el Cadhí se encasqueta rendidamente el volumen sacrosanto, y lo sesga con una glosa peregrina, más conforme con la equidad y con las costumbres y el régimen de estos tiempos.
Su influjo benéfico o pernicioso en la felicidad pública es la postrera pincelada en el retrato de Mahoma. Sus enemigos más avinagrados y empedernidos, ya judíos ya cristianos, le concederán sin reparo que se encargue de una comisión soñada para ir derramando una doctrina saludable y tan sólo menos cabal que la de ellos. Dio devotamente por supuesta, como cimiento de su religión, la certeza de las revelaciones anteriores, con las virtudes y milagros de sus maestros. Yacieron a trozos los ídolos de Arabia ante el solio de Dios; la sangre de víctimas humanas quedó sustituida con plegarias, ayunos y limosnas, ejercicios inocentes y recomendables de religiosidad, retratando al vivo los premios y castigos de la vida venidera al remedo de cuanto apetecía una generación idiota y toda carnal. No alcanzaba tal vez Mahoma a idear y abarcar un sistema político y moral para el uso de sus paisanos: pero los empapó en arranques caritativos y amistosos; les amonestó la práctica de virtudes sociales, y enfrenó con sus leyes y mandamientos la sed de venganzas y las tropelías con viudas y huérfanas. Hermanáronse las tribus enemigas en su fe y obediencia, y el denuedo que se solía desperdiciar en contiendas caseras, se disparó allá contra los forasteros opuestos. Si el ímpetu amainara un tanto la Arabia, desahogada en su interior y formidable por fuera, tal vez se encumbrara floreciendo con una sucesión de monarcas solariegos; pero se anonadó su soberanía con la extensión y velocidad de sus conquistas. Cundieron sus colonias por el Oriente y el Ocaso, barajando en descendencia con la de sus convertidos o cautivos. Tras el reinado de tres califas, se trasladó el solio de Medina al valle de Damasco y las márgenes del Tigris; mancilláronse las ciudades santas con una guerra impía: la varilla de un súbdito y quizás de un advenedizo avasalló la Arabia, y los beduinos del desierto, desengañados de su soñado señorío, recobraron su antigua y solitaria independencia.[1478]