XLI

CONQUISTAS DE JUSTINIANO EN OCCIDENTE - ÍNDOLE Y CAMPAÑAS PRIMERAS DE BELISARIO - INVADE Y SOJUZGA EL REINO VÁNDALO DE ÁFRICA - SU TRIUNFO - LA GUERRA GODA - RECOBRA SICILIA, NÁPOLES Y ROMA - SITIO DE ROMA POR LOS GODOS - SU RETIRADA Y PÉRDIDAS - RENDICIÓN DE RAVENA - GLORIA DE BELISARIO - SU AFRENTA DOMÉSTICA Y DESVENTURAS

Al subir Justiniano al solio, a medio siglo de la ruina del Imperio occidental, los reinos de godos y vándalos se habían arraigado en Europa y en África con visos de legalidad. Los títulos que inscribían la victoria de Roma fueron borrados con igual derecho por la espada de los bárbaros, y su exitoso saqueo derivó con el tiempo en la sanción de tratados y de los juramentos de fidelidad repetidos por segunda y tercera generación de súbditos obedientes. La experiencia y el cristianismo habían arrollado la esperanza supersticiosa de que los dioses habían fundado Roma para reinar sin término sobre las naciones de la tierra. Pero aquellos arranques altaneros de señorío perpetuo e incontrastable, robustecidos con su gallarda soldadesca, sonaban más que nunca en boca de los estadistas y letrados, cuyos dictámenes han retoñado a veces y cundido en las escuelas modernas de jurisprudencia. Despojada la misma Roma de la púrpura imperial, cargaron los príncipes de Constantinopla con el cetro sagrado y único de la monarquía; pidieron por herencia indisputable las provincias avasalladas por los cónsules, o poseídas por los Césares, y aspiraron desmayadamente a rescatar a sus fieles súbditos de Occidente de la usurpación de los herejes o los bárbaros. La ejecución de tan esplendoroso intento quedaba, hasta cierto punto, reservada a Justiniano, quien estuvo, en los cinco primeros años de su reinado, sosteniendo a su pesar una guerra costosísima e infructuosa contra los persas, hasta que su orgullo tuvo que someterse a su ambición, y debió pagar cuatrocientas cuarenta mil libras esterlinas por una tregua precaria, que en el lenguaje de ambas naciones quedó realzada con la denominación de paz interminable. Una vez afianzado Oriente cupo al emperador asestar su poderío contra los vándalos, cuando el estado interior de África brindaba un motivo decoroso y superioridad pujante a las armas romanas[270] (533 d. C.).

El reino de África, al tenor del testamento de su fundador, había recaído directamente en Hilderico, primogénito de los príncipes vándalos (523-530 d. C.). Su índole apacible inclinó al hijo de un tirano y nieto de un conquistador a anteponer dictámenes de clemencia y de paz, y su advenimiento descolló con un delito benéfico restableciendo a doscientos obispos en sus iglesias, franqueando la profesión manifiesta del credo de Atanasio.[271] Mas los católicos recibieron tibia y pasajeramente fineza tan escasa para sus anhelos, y las virtudes de Hilderico lastimaban a sus paisanos preocupados. Llegó el clero arriano a considerarlo desviado de su fe, y la soldadesca se lamentaba sin rebozo, que desdecía del denuedo de sus antepasados. Se malició el malogro y desaire de una embajada a la corte bizantina, y su general, el Aquiles de los vándalos,[272] como lo llamaban, perdió una batalla contra los moros desnudos y agavillados. El descontento general era fomentado por Gelimero, cuya edad, alcurnia y nombradía militar lo entroncaban al parecer para la sucesión; empuñó con dictamen de su nación las riendas del gobierno, y su soberano desventurado se empozó desde el solio en una mazmorra, donde se lo custodiaba desveladamente con un consejero leal y el sobrino malquisto del Aquiles de los vándalos. Mas la indulgencia de Hilderico para sus católicos súbditos lo recomendaba eficazmente al aprecio de Justiniano, quien por afecto a su secta se inclinaba hacia la tolerancia religiosa: su intimidad, mientras éste permaneció en su esfera privada, se fue consolidando con agasajos y regalos, y el emperador quedó airoso como príncipe y como amigo. Encargó en dos embajadas al usurpador que se arrepintiese de su traición, o por lo menos tratase de abstenerse ya de toda tropelía que le acarrease el desagrado de Dios y de los romanos; acatar las leyes del parentesco y de la sucesión y consentir que un anciano achacoso acabase sus días pacíficamente ya en el solio de Cartago, o ya en el palacio de Constantinopla. El anhelo y aun la cordura de Gelimero hicieron que desechase tales requerimientos que se le intimaban con imperio y amenazas, y sinceró su empeño en términos desoídos en la corte bizantina, alegando el derecho de un pueblo libre de castigar a un primer magistrado que había delinquido en el desempeño de su cargo regio. Tras esta reconvención infructuosa se agravó la estrechez del monarca preso, se cegó al sobrino, y el vándalo inhumano, confiando en su poder y en la distancia, escarneció el amago hueco y los pausados preparativos del emperador de Oriente. Justiniano decidió libertar o desagraviar a su amigo, y Gelimero aferrarse en su usurpación, y estalló la guerra, al estilo de las naciones civilizadas, con solemnísimas protestas de que ambos partidos estaban entrañablemente ansiosos por la paz.

El eco de la guerra africana halagó tan sólo al populacho haragán y vanaglorioso, cuyo desamparo lo eximía de todo tributo, y cuya cobardía lo alejaba del servicio militar; mas los ciudadanos sensatos, conceptuando lo venidero por lo pasado, rememoraban el quebranto inmenso, en gente y en dinero, que había padecido el Imperio en la expedición de Basilisco. La tropa que tras cinco campañas trabajosísimas acudía de Persia temía el mar, el clima y las armas de un enemigo desconocido. Regulaban los ministros de Hacienda, en cuanto les cabía, el desembolso para una guerra africana; los impuestos que se habrían de recargar para corresponder a pedidos interminables, y la zozobra de que sus propias vidas, o por lo menos sus empleos muy productivos, fuesen responsables de toda escasez inevitable. A impulsos de su propio interés (pues no le hemos de suponer el más mínimo afecto al bien público) se aventuró Juan de Capadocia a contrastar en consejo público al albedrío de su dueño. Confesó que una victoria de tan suma entidad sería barata a cualquier precio, pero hizo presente en un discurso fundamental la certidumbre de los tropiezos y lo aventurado del éxito. «Os empeñáis —dijo el prefecto–, en sitiar Cartago; la distancia por tierra es de ciento cuarenta jornadas; por mar, mediará un año entero[273] antes que recibáis noticias de la escuadra. Avasallada el África, no cabe conservarla sin el resguardo de Sicilia e Italia. Con el logro se contrae precisión de nuevos afanes, y un solo descalabro aboca al golpe los bárbaros al corazón del Imperio». Hízose cargo Justiniano de la trascendencia de este dictamen atinado; se lastimó con el desahogo desacostumbrado de un sirviente rendido, y se hubiera abandonado quizás el intento de la guerra si no reviviera su denuedo una voz que acalló las dificultades de la razón profana. «He estado viendo una visión,» exclamó un obispo de Oriente fanático y mañoso. «Es la voluntad del cielo, o emperador, que no arrinconéis empresa tan sagrada para la redención de la Iglesia africana. El Dios de las batallas será el adalid de vuestras banderas, y allá aventará a vuestros enemigos, que lo son de su hijo.» Conformose irresistiblemente el emperador, y los consejeros tuvieron que dar crédito a revelación tan oportuna, mas se atuvieron a esperanzas más fundadas con la rebelión que los parciales de Hilderico habían movido en la raya de la monarquía vándala. Pudencio, súbdito africano, había participado con reserva, y un refuerzo escaso restableció la provincia de Trípoli a la obediencia de los romanos. Se había confiado el gobierno de Cerdeña a Godas, un bárbaro valeroso, quien suspendió el pago del tributo, se desentendió para todo del usurpador, y dio audiencia a los emisarios de Justiniano, que lo hallaron dueño de aquella isla fértil, acaudillando su guardia y engreído en sus insignias reales. Quebrantadas yacían las fuerzas de los vándalos con sus desavenencias y recelos; el denuedo de Belisario enardeció a la hueste romana, adalid heroico cuyo nombre suena en todos los siglos y naciones.

El africano de la nueva Roma nació y tal vez se educó entre los labradores de Tracia[274] ajeno de las proporciones que engrandecieron a uno y otro Escipión: alcurnia esclarecida, estudios liberales y competencias republicanas. Atengámonos al silencio de un secretario decidor para conceptuar que la mocedad de Belisario no dio el menor campo a los elogios: guerreó positivamente con valentía en la guardia personal de Justiniano, y una vez ascendido el jefe al solio promovió al dependiente a un mando militar. Tras una correría denodada por la Persarmenia, en que partió su gloria con un compañero y se vio atajado por un enemigo, acudió Belisario al apostadero trascendental de Dara donde aceptó los primeros servicios de Procopio, su compañero leal e historiador esmerado de sus hazañas.[275] Adelantose el Mitranes de Persia con cuarenta mil hombres selectos para arrasar las fortificaciones de Dara, y advirtió el día y la hora en que los ciudadanos debían disponerle un baño para refrescarse tras los afanes de la victoria (529-532 d. C.). Tropezó con un contrincante igual, con el nuevo dictado de general del Oriente; superior en pericia, pero muy desigual en el número y temple de la tropa, que ascendía tan sólo a veinticinco mil romanos y extranjeros, quebrantados en disciplina y gallardía con los postreros descalabros. No cabían ardides ni emboscadas en las llanuras despejadas de Dara, y así tuvo Belisario que resguardar su frente con trinchera honda, perpendicular en el arranque y luego paralela, para escudar sus alas, donde la caballería estaba señoreando aventajadamente los costados enemigos; y al cejar el centro romano, su embestida atinada y ejecutiva tranzó la refriega: arrojó la infantería sus broqueles, y ocho mil vencidos yacieron en el campo de batalla. En la campaña siguiente fue invadida Siria por la parte del desierto, y Belisario, con veinte mil hombres, acudió atropelladamente a su resguardo. Sus disposiciones incontrastables burlaron, durante el estío, todos los intentos del enemigo; estrechaba más y más el alcance en sus retiradas y se aposentaba todas las noches en su campamento del día anterior, y aun afianzara una victoria sin quebranto si pudiera enfrenar el ardimiento de la soldadesca. Correspondió mal en el trance a sus retos: el ala derecha quedó descubierta con la deserción alevosa o cobarde de los árabes cristianos; los hunos, con su tercio valeroso de ochocientos hombres, quedaron atropellados; se atajó la huida a los isaurios; al paso que la infantería romana se mantuvo inmóvil a la izquierda, pues apeándose Belisario les manifestó que su salvamento se cifraba en una desesperación denodada. Vuelve toda la espalda al Éufrates, y el rostro al enemigo; resbalan infructuosamente miles y miles de flechas por la techumbre cerrada y lisa de sus broqueles, una línea impenetrable de lanzas se contrapone a los repetidos avances de la caballería persa, y tras una resistencia de largas horas se embarca hábilmente el resto de la tropa con la oscuridad de la noche. Retírase el caudillo persa con desconcierto y desdoro para rendir estrecha cuenta de las vidas de tantísimos soldados fenecidos en una victoria estéril. La nombradía de Belisario no quedó mancillada con una derrota, en la cual él solo había salvado el ejército de las resultas de su propia temeridad; sobrevino la paz y quedó descargado del resguardo de la raya oriental, y su desempeño en la asonada de Constantinopla lo dejó airoso con todas las finezas del emperador. Al hacerse la guerra de África el tema de las hablillas públicas y de las deliberaciones recónditas, todos los generales romanos adolecían más de zozobra que de ansia por aquel timbre tan arriesgado; mas apenas Justiniano manifestó su preferencia del mérito más descollante, se enconó la envidia con el aplauso unánime por el nombramiento de Belisario. El achaque de la corte bizantina da campo para maliciar que el héroe tuvo por arrimo encubierto a su esposa, la linda y taimada Antonina, que fue alternativamente predilecta y odiada de la emperatriz Teodora. Era Antonina de ruin esfera y de ralea de carruajeros, y en cuanto a su recato padeció torpes borrones; mas imperaba sin contraste sobre el pecho de su esclarecido consorte, y se desentendía de melindres en lealtad conyugal; profesaba cariño varonil a Belisario, acompañándolo denodadamente en todos los trances y penalidades de la vida militar.[276]

No correspondían los preparativos de la guerra africana a la postrer contienda entre Roma y Cartago (533 d. C.). La flor y gala de la hueste se cifraba en la guardia de Belisario, que según la condescendencia perniciosa de aquel tiempo se comprometían y juramentaban personalmente con su caudillo. Su estatura y pujanza, por las cuales se los elegía, su superioridad en caballos y armamento y su incesante ejercicio de maniobras les afianzaba todos los arranques de su denuedo; su coraje era enardecido más y más con su jerarquía pundonorosa, y por la ambición personal de medros y privanza. Acaudillaba el ardiente y leal Tares a cuatrocientos hérulos sobresalientes; costeábase su brío indómito a mayor precio que la mansedumbre rendida de los griegos y sirios; y se conceptuaba de tantísima entidad el refuerzo de seiscientos masagetas o hunos que se acudió al ardid y al engaño para emplearlos en una expedición naval. Embarcáronse en Constantinopla, para la conquista de África, cinco mil caballos y diez mil infantes, pero éstos, alistados principalmente en Tracia e Isauria, se desnivelaban con la caballería más predominante y afamada, y los ejércitos romanos tenían entonces que cifrar su confianza fundamental en el arco de los escitas. Con el afán recomendable de ensalzar su empresa, aboga Procopio por la soldadesca de su tiempo contra los críticos descontentadizos, que tributaban justo aprecio a los guerreros tan recargados de la antigüedad, y zahiere siniestramente a Homero, porque usa la voz ballestero[277] en tono de menosprecio. «Tal desprecio correspondía tal vez a la juventud desnuda que asomó a pie por las campiñas de Troya, encubierta con un túmulo o el broquel de un amigo, armaba el arco sobre el pecho[278] y disparaba un flechazo endeble y exánime». «Pero nuestros ballesteros —continua el historiador–, son jinetes que cabalgaban con maestría; el morrión y el escudo resguardan su cabeza y hombros; cubren con botines de hierro las piernas, y el cuerpo con su cota de malla. Cuélgales sobre el costado derecho la aljaba y la espada al izquierdo, y sabe su diestra empuñar la pica o lanza al venir a las manos. Recios y pesados son sus arcos; flechan sobre todos los rumbos, avanzando, cejando, al frente, a la espalda, o de uno y otro costado; y por cuanto tienden el arco, no sobre el pecho sino a la oreja derecha, mal podrá armadura alguna resistir el ímpetu de su disparo». Reuniéronse en la bahía de Constantinopla hasta quinientos transportes, tripulados con veinte mil marineros de Egipto, Cilicia y Jónica. El menor de estos bajeles sería de treinta toneladas, y el mayor de quinientas; y el total, regulado ancha más no excesivamente, vendrá a componer cien mil toneladas[279] para la cabida de treinta y cinco mil soldados y marineros, de cinco mil caballos, armas, abastos, máquinas y aguada para un viaje tal vez de tres meses. Desaparecieron las grandiosas galeras con centenares de remos ya mucho antes de todo el Mediterráneo, y la escuadra de Justiniano sólo llevaba la escolta de noventa y dos bergantinillos resguardados de las arrojadizas enemigas, y esquilado con la juventud más robusta y bizarra de Constantinopla. Se nombran hasta veintidós generales que luego descollaron en las guerras de Italia y África; mas el mando en jefe de mar y tierra se puso en manos de Belisario solo, con potestad absoluta de obrar a su discreción, cual si el mismo emperador estuviera presente; pero el deslinde actual de la milicia naval y terrestre es al mismo tiempo efecto y causa de los adelantos modernos en la ciencia de la navegación y de la guerra marítima.

Se escuadronó con marcial boato delante de los jardines de palacio la armada toda de seiscientas naves, en el séptimo año del reinado de Justiniano, por el solsticio de verano (junio de 533 d. C.). Echó el patriarca su bendición, pronunció el emperador sus órdenes postreras: sonó el clarín del general la serial de leva, y todos los pechos según sus zozobras y sus anhelos se desalaban tras los agüeros del éxito o del malogro. Hízose alto en Perinco o Heraclea, donde Belisario estuvo esperando algunos caballos de Tracia, regalo militar de su soberano. Surcó luego el Propóntide pero al asomar al Helesponto los vientos contrarios lo atajaron en la embocadura del estrecho, teniendo que pararse cuatro días en Abido, donde el general mostró un ejemplo memorable de entereza y severidad. Dos de los hunos que en una reyerta beoda habían muerto a un compañero, quedaron luego colgados en una horca empinada a la vista de todo el ejército. Enconáronse sus paisanos, que se desentendían de las leyes justicieras del Imperio, y clamaban por el ensanche de Escitia, donde una multilla era la pena de toda demasía de embriaguez o de ira. Mas aplacose el amago de alboroto con la autoridad y elocuencia del general; evidenciando ante la soldadesca agolpada la precisión de la justicia, el poderío de la disciplina, el galardón del comedimiento pundonoroso, y el delito imperdonable del homicidio, agravado en su concepto, más bien que disculpado con el achaque de la embriaguez.[280] En el tránsito desde el Helesponto al Peloponeso, que los griegos tras el sitio de Troya habían hecho en cuatro días,[281] la escuadra de Belisario iba siguiendo el rumbo de la almiranta, que resplandecía con su velamen encarnado de día, y de noche con las antorchas que centelleaban sobre la cima del mástil mayor. Encargose particularmente a los pilotos, al surcar entre las islas y doblar el cabo de Malea y el Tenario, guardar formación y distancias competentes entre aquel sinnúmero de bajeles; acertados fueron sus afanes, pues las tropas desembarcaron a salvo en Metona sobre la costa Mesenia, para rehacerse un tanto de su fatiga y mareo. Allí palparon hasta qué punto la codicia revestida de autoridad alcanza a menospreciar la vida de millares que están arrostrando la muerte por la patria. Según la práctica militar, la galleta a bizcocho de los romanos se recocía una segunda vez en el horno, y descontaba el quebranto de una cuarta parte del peso en aquella operación. En pos de una ganancia mezquina y del ahorro de leña, había dispuesto Juan de Capadocia que el amasijo de la harina se chamuscase pasajeramente con el mismo fuego que calentaba los baños de Constantinopla, y al abrir los sacos se repartió una masa blanda y enmohecida al ejército. Aquel alimento nocivo y el calor del clima y de la estación causaron una enfermedad epidémica que acabó con quinientos soldados. Se recobró la sanidad con la eficacia de Belisario que agenció pan fresco en Metona, y manifestó sin rebozo su enojo tan humano como fundado. Oyó el emperador la queja, alabó al general, mas no castigó al ministro. Desde el puerto de Metona los pilotos fueron bajando la costa occidental del Peloponeso hasta la isla de Zacinto o Zante, antes de emprender el viaje (muy arduo en su concepto) de cien leguas por el mar Jónico. Sobrevinieron calmas, y costó quince días la pausada navegación; y hasta el general habría padecido la sed infinita sin la cautela de Antonina, que llenó redomas de agua y las soterró en la arena, en el paraje de la nave preservado del ardor del sol. Por fin se arribó a Caucana, fondeadero seguro y amistoso[282] en la parte meridional de Sicilia. Los oficiales godos, que estaban gobernando la isla en nombre de la hija y el nieto de Teodorico, obedecieron sus órdenes indiscretas de agasajar a la tropa de Justiniano como amiga y aliada: la abastecieron cumplidamente, remontaron la caballería[283] y volvió luego Procopio de Siracusa muy enterado de la situación y los intentos de los vándalos. Con su informe atropelló Belisario sus disposiciones, favoreciendo los vientos a su atinada impaciencia. La escuadra perdió de vista Sicilia, pasó por la inmediación de Malta, descubrió los promontorios de África, costeó las playas con viento recio del noreste, y ancló por fin en el cabo de Caputrada a cinco jornadas al sur de Cartago.[284]

Sabedor Gelimero de la venida del enemigo, postergó la conquista de Cerdeña para acudir a la defensa de su persona y reino. Una división de cinco mil soldados y ciento veinte galeras se incorporó con las demás fuerzas de los vándalos, y el descendiente de Genserico sorprendió y arrolló una escuadra de transportes empachados, inhábiles para la pelea y de bergantinillos dispuestos únicamente para la fuga. Temblaba interiormente Belisario al ir oyendo hablillas de soldados en el tránsito, alentándose mutuamente para confesar sus zozobras; puestos en tierra volverían por su honor, mas lidiando a bordo no se privaban de manifestar que se acobardaban de tener que arrostrar a un tiempo vientos, olas y bárbaros.[285] Hecho cargo Belisario de tales arranques, acordó detenerle en el primer punto de África que se le deparase, y desechó cuerdamente en un consejo de guerra el dictamen de hacer vela para la bahía misma de Cartago. A los tres meses de su salida de Constantinopla, gente, caballos, armas y pertrechos desembarcaron felizmente dejando cinco soldados de guardia en cada nave, formándose todas sobre la costa en semicírculo. Ocupó la hueste en la playa un campamento fortificado, según la antigua disciplina, con foso y valla, y el hallazgo de un manantial de agua fresca para apagar regaladamente la sed fomentó la confianza supersticiosa de los romanos. A la madrugada se saquearon algunas huertas inmediatas, y Belisario, castigando a los agresores, echó mano de esta leve coyuntura para encargar justicia, moderación y política verdadera. «Al admitir el mando para sojuzgar el África, confié mucho menos —dijo el general— en el número y la valentía de mis tropas que en la inclinación amistosa de los naturales y su perpetua enemistad con los vándalos. Sólo vosotros me podéis defraudar de mi esperanza; si os empeñáis en arrebatar a viva fuerza cuanto os pudierais proporcionar con alguna monedilla, semejante tropelía hermanará a los enemigos irreconciliables, y se mancomunará en liga justa y sagrada contra los asoladores de su patria». Corroboró su encargo con estrechísima disciplina, cuyos efectos saludables y ejecutivos celebró luego la soldadesca misma. Los habitantes, en vez de huir de sus hogares y ocultar su trigo, brindaban a los romanos con mercado pingüe y garboso; los empleados civiles de la provincia siguieron ejerciendo sus funciones en nombre de Justiniano, y el clero, a impulsos de su conciencia e interés, se afanó con ahínco en esforzar la causa de un emperador católico. Logró el pueblecillo de Sulecta,[286] a una jornada del campamento, el honor de estrenarse en franquear sus puertas, y allanarse a su obediencia contigua. Imitaron aquel ejemplo de lealtad las ciudades crecidas de Leptis y Adrumeto, al asomar Belisario, y se adelantó sin tropiezo hasta Grase, palacio de los reyes vándalos, a cincuenta millas [80,46 km] de Cartago. Explayáronse los romanos quebrantados al fresco de las arboledas sombrías, manantiales cristalinos y frutas regaladas, y la preferencia que Procopio tributa a estos jardines sobre cuantos había visto en levante o poniente puede atribuirse al gusto o al cansancio del historiador. En tres generaciones, la prosperidad y la templanza del clima habían destroncado la pujanza briosa de los vándalos, que se volvieron lujuriosos. En sus quintas y huertas, acreedoras al nombre persa de paraísos[287] estaban disfrutando sosiego culto y apacible, y tras el baño diario se empapaban los bárbaros con los regalos peregrinos y abundantes de mar y tierra. Tremolaban sus ropajes de seda recamados de oro al estilo de los medos: caza y galanteo eran sus afanes, entreteniendo el ocio con pantomimas, carreras de caballos, y la música y la danza del teatro.

Desvelábase más y más Belisario en su marcha de diez o doce días, contra un enemigo encubierto que en todo tiempo y lugar podía asaltarlo repentinamente. Encabezaba la vanguardia Juan el armenio con trescientos caballos; seiscientos masagetas iban cubriendo a cierta distancia el costado izquierdo, y la armada, siguiendo la costa, permanecía por lo más a la vista del ejército que solía andar como doce millas [19,31 km] al día, y paraba por la noche en campamentos fortificados o pueblos amigos. Acongojó y aterró a Gelimero el asomo de los romanos sobre Cartago, y trató de ir dilatando advertidamente la guerra, hasta que el hermano con su tropa veterana volviese de la conquista de Cerdeña, y vino a lamentarse de la política temeraria de sus antepasados, quienes arrasando las fortalezas del África le habían reducido al recurso azaroso de aventurar una batalla a las puertas de su capital. Los conquistadores vándalos, desde su número primitivo de cincuenta mil habían aumentado, sin incluir mujeres ni niños, hasta ciento sesenta mil combatientes, y tamañas fuerzas, con denuedo y avenencia, soterraron en el desembarco los escasos y quebrantados cuerpos de Belisario. Pero los parciales del rey cautivo estaban más propensos a aceptar los brindis que a atajar los pasos del general romano, y muchos de aquellos bárbaros altaneros con el sobrescrito vistoso de aversión al usurpador encubrían la que estaban profesando a la guerra. Juntó sin embargo Gelimero con su autoridad y sus promesas una hueste formidable, y no carecían sus planes de pericia militar. Expidió una orden a su hermano Amatas para reunir todas las fuerzas de Cartago y embestir la vanguardia romana a tres leguas de la ciudad: encomendose a su sobrino Gibamundo el avance sobre la izquierda con dos mil hombres, y el monarca mismo, que seguía calladamente, se arrojaría a la retaguardia, en paraje lejano del auxilio y aun de la vista de la escuadra; pero la temeridad de Amatas es muy aciaga para él y para los suyos, pues anticipa la hora de su ataque, se traspone a sus pausados secuaces, y cae mortalmente herido, tras de haber muerto con su propia mano hasta doce de sus contrarios más esforzados. Huyen sus vándalos a Cartago; la carretera, por casi diez millas [16,09 km], queda cuajada de cadáveres, y parece increíble que tal muchedumbre expire a los filos de trescientos romanos; los seiscientos masagetas, tras una leve escaramuza derrotan al sobrino de Gelimero con menos de un tercio de sus fuerzas, pero arde cada escita al remedo de su caudillo, que usó esclarecidamente del privilegio jineteando al frente y disparando el primer flechazo contra el enemigo. Entretanto Gelimero, ajenísimo de tamaño acontecimiento, y descarriado por las ensenadas de la serranía, propasa inadvertidamente al ejército romano, y llega al paraje de la refriega donde había caído Amatas; llora la suerte de su hermano y de Cartago, se abalanza disparadamente a los escuadrones adelantados, y puede arrebatar quizás y decidir la victoria, a no malograr el trance imponderable en cumplir con el empeño de recoger los difuntos. Quebrantado ya su ánimo con aquel ejercicio piadoso, oye el clarín de Belisario, quien dejando a su Antonina con la infantería en los reales se atropellaba con su guardia y la caballería restante para rehacer a sus fugitivos y recobrar el éxito de la jornada. Poquísima cabida tiene en tan revuelta contienda la maestría del general; pero vuela el rey al encuentro del héroe, y los vándalos, habituados tan sólo a enemigos moriscos, mal podían contrarrestar las armas y la disciplina de los romanos. Engólfase Gelimero a carrera en el desierto de Numidia, mas logra el consuelo de saber que sus órdenes reservadas para la ejecución de Hilderico y sus amigos cautivos se han cumplido puntualmente, venganza de tirano que sólo redunda en ventaja de sus enemigos. Conduélese el pueblo de la muerte de su príncipe legítimo; su vida desatentaba a los romanos victoriosos, y el lugarteniente de Justiniano por medio de un delito que no comete queda inmune de la alternativa violenta de mancillar su pundonor o desentenderse de la conquista.

Despejado por fin el vaivén de la batalla, las diversas porciones del ejército se fueron participando mutuamente las extrañezas de la jornada, y Belisario acampó en el mismo sitio de la victoria (15 de setiembre de 533 d. C.), al cual la miliaria décima desde Cartago había latinamente apellidado el décimo. Maliciando atinadamente ardides y recursos en los vándalos, marchó al día siguiente en formación de batalla, hizo alto por la tarde a las mismas puertas de Cartago, y concedió una noche para descanso, a fin de no exponer, con la oscuridad y el trastorno, la ciudad al desenfreno de la soldadesca, y a la misma tropa a las celadas recónditas del pueblo. Mas la zozobra de Belisario era parte de su serenidad y cordura, pues luego quedó enterado de que podía sin peligro empaparse en el júbilo y los agasajos de la capital. Centelleaba Cartago con innumerables antorchas, y resonando todo en albricias se quitó la cadena que atajaba la entrada del puerto; abriéronse las puertas, y el vecindario aclamando a sus libertadores se disparaba en ímpetus de agradecimiento. Participose a la ciudad la derrota de los vándalos, y la libertad del África la víspera de San Cipriano, cuando la iglesia estaba ya engalanada con general iluminación por la festividad del mártir, a quien tres siglos de superstición habían casi endiosado. Hechos cargo los arrianos de que su reinado había fenecido allá, traspasaron el templo a los católicos, quienes redimiendo su santo de manos profanas, celebraron los ritos sagrados y entonaron pomposamente el credo de Atanasio y de Justiniano. Trance sublime que volcó la suerte de los contendientes. Los vándalos, recién estragados con los vicios de conquistadores, se refugiaban rendidamente en el santuario de la iglesia, mientras los traficantes de Oriente quedaban en libertad por el despavorido alcalde que se acogía al amparo de sus presos, y les estaba enseñando por un resquicio de la pared el velamen de la escuadra romana. Los caudillos navales, después de la separación del ejército habían procedido cauta y pausadamente, hasta que al llegar al promontorio Hermeo, se enteraron de la victoria de Belisario. Iban a arribar, por atenerse a sus instrucciones, a siete leguas de Cartago, pero los marinos más prácticos manifestaron el peligro de la playa, y las señales de una tormenta eminente. Ajenos sin embargo de la revolución, no intentaron temerariamente romper la cadena del puerto, y tan sólo la bahía y el arrabal de Mendracio padecieron el saqueo de un oficial que se propasó desviándose de los caudillos. Partió por fin la escuadra imperial, y con viento favorable embocó el estrecho de la Goleta, y ancló a su salvo en el fondeadero seguro y anchuroso de Túnez a dos leguas de la capital.[288] Sabedor Belisario de su llegada, envió orden para que la mayor parte de los marinos desembarcasen para incorporarse en el triunfo y abultasen el número de los romanos. Antes de franquearles la entrada en Cartago, los amonestó con un razonamiento digno de él y de la coyuntura para que no empañasen el esplendor de sus armas, recordando que los vándalos eran los tiranos y ellos los libertadores de los africanos, acreedores a todo miramiento, como súbditos voluntarios y afectuosos de su soberano común. Atravesaron los romanos las calles en formación, prontos a batallar con el enemigo que asomase, y así guardaron todos el orden que les imponía el general sin desmán alguno, y en medio de un siglo avezado a santificar las demasías de las conquistas, la gallardía pundonorosa de un individuo, enfrenó los ímpetus de un ejército victorioso. No sonó queja ni amenaza, ni sobrevino suspensión en el comercio de Cartago; mientras estaba el África mudando de dueño y de gobierno, siguieron las tiendas abiertas y concurridas, y la tropa se encaminó comedidamente a sus respectivos alojamientos. Hospedose Belisario en el palacio, sentose en el solio de Genserico, aceptó y repartió el despojo de los bárbaros: concedió la vida a los vándalos llorosos, y se afanó en reparar el daño que el arrabal de Mandracio había padecido la noche anterior. Agasajó por la noche a la oficialidad principal con el aparato y las formalidades de un banquete regio.[289] Tuvieron los palaciegos cautivos que servir rendidamente al vencedor; y en el rato de júbilo, mientras los circunstantes imparciales ensalzaban la dicha y los merecimientos de Belisario, sus aduladores envidiosos iban reservadamente emponzoñando cuantas palabras y ademanes podían enconar a un monarca suspicaz y celoso. A un día se redujo el boato de aquella función provechosa y acarreadora de la veneración popular; mas la eficacia de Belisario, que entre las ínfulas de la victoria aun divisaba allá alguna derrota, tenía ya dispuesto que el Imperio Romano en África no estuviese pendiente de las armas y la inclinación del pueblo. Quedaron exentas las fortificaciones de Cartago del derribo general, pero los desaliñados y soñolientos vándalos las dejaron menoscabar por espacio de un siglo; aunque un conquistador más advertido restableció con desalada diligencia los muros y fosos de la ciudad. Sus larguezas estimulaban a los operarios, y así, soldados, marineros y ciudadanos competían en su afán importantísimo, y Gelimero, que había temido confiar su persona a un pueblo indefenso, supo con asombro y desesperación el engrandecimiento ejecutivo de una fortaleza inexpugnable.

El desventurado monarca, perdida su capital, se afanó en recoger las reliquias de su ejército, disperso más bien que exterminado en la batalla anterior; y fueron acudiendo algunas cuadrillas moriscas, esperanzadas de saqueo, a las banderas de Gelimero. Acampó en los términos de Bula, a cuatro jornadas de Cartago; se desmandó con su capital atajándole su acueducto; propuso un galardón crecido por cada cabeza romana; aparentó contemplaciones con las personas y fincas de los africanos súbditos, y entabló reservadamente negociaciones con los sectarios arrianos y los hunos confederados. En aquel trance la conquista de Cerdeña agravó sus conflictos; recapacitó con entrañable despecho que había malogrado en aquella empresa inservible cinco mil de sus soldados selectos, y leyó con rubor y desconsuelo las cartas triunfadoras de su hermano Zanón que se explayaba en rasgos de confianza de que el rey, a ejemplo de sus mayores, habría escarmentado ya la temeridad del advenedizo. «¡Ay de mí!, hermano del alma —contesta Gelimero— se declaró el cielo contra nuestra nación desventurada; mientras avasallas la Cerdeña se perdió el África. Asoma Belisario con un pequeño ejército, y la pujanza y prosperidad desaparecen de la causa de los vándalos. El sobrino Gibamundo y el hermano Amatas fenecieron por cobardía de los suyos. Caballos, naves, Cartago misma, el África toda, está en poder del enemigo, y entretanto yacen los vándalos en afrentoso abandono, olvidados de esposas, niños, riquezas y libertad. Nada nos queda sino el campo de la Bula y la esperanza en su valor. Desampara la Cerdeña, corre, vuela en nuestro auxilio; restablece nuestro imperio, o muere a nuestro lado». Recibida esta carta, comunicó Zanón su quebranto a los vándalos principales, encubriendo cuerdamente el aviso a los naturales de la isla. Embarcose la tropa en ciento veinte galeras en el puerto de Calliari, ancló al tercer día en el confín de Mauritania, y continuó atropelladamente su marcha a incorporarse con el estandarte real en el campamento de Bula. Desconsolado fue el avistamiento: abrazáronse los hermanos; lloraron a solas; no se mentó la victoria en Cerdeña; no mediaron preguntas acerca de las desventuras en África; presenciando estaban el extremo de su desdicha, y la ausencia de mujeres y niños demostraba con sumo desconsuelo su muerte o su cautiverio. Rehiciéronse por fin los vándalos y se fueron reuniendo a instancias del rey, con el ejemplo de Zanón, y del peligro que estaba amagando a su monarquía y su religión. La fuerza militar de la nación marchó a la batalla, y tan ejecutivos fueron sus medios que antes de llegar a Tricamerón, a siete leguas de Cartago, podían blasonar, aunque tal vez abultadamente, de que sobrepujaban en diez tantos las escasas fuerzas de los romanos. Mas iban éstos a las órdenes de Belisario, quien hecho cargo de su prepotencia, consintió en que los bárbaros lo salteasen a deshora. Ármanse instantáneamente los romanos; resguardan su frente con un arroyuelo compuesto de caballería, y sostenido por Belisario capitaneando quinientos guardias; colocose la infantería en segunda línea a cierta distancia, y los desvelos del general atalayan en diverso punto la mal segura lealtad de los masagetas, que interiormente reservaban su auxilio para el vencedor. Inserta el historiador, y puede suplir obviamente las arengas[290] de los caudillos, quienes con razones adecuadas a la situación recomendaban la importancia de la victoria y el menosprecio de la vida. Zanón con sus tropas de la expedición a Cerdeña se colocan en el centro, y habría permanecido el trono de Genserico si la muchedumbre de los vándalos hubiera remedado su denodado tesón. Arrojan lanzas y flechas, esgrimen las espadas y esperan el avance; pasa la caballería romana tres veces el arroyo; recházanla otras tantas, y arde más y más la refriega hasta que cae Zanón y tremola el estandarte de Belisario. Retírase Gelimero a su campamento; siguen los hunos el alcance, y desnudan los vencedores a los difuntos. Mas sólo se hallan cincuenta romanos y ochocientos vándalos en el campo de batalla: tan baladí fue la matanza en una jornada que acabó con una nación y traspuso el Imperio del África. Por la tarde condujo Belisario su infantería al ataque del campamento, y la huida cobardísima de Gelimero demostró la insubsistencia de sus exclamaciones recientes, que para el vencido era la muerte un rescate, la vida una carga y la afrenta el único objeto temible. Ocultó su fuga, pero apenas la percibieron a sus vándalos, se dispersaron atropelladamente, ansiosos únicamente de su salvamento, y ajenos de cuanto puede interesar al género humano. Entraron los romanos sin tropiezo en los reales, y la lobreguez de la noche encubrió los extremos de trastorno y desenfreno que se cometieron. Mataron a cuantos bárbaros les salieron al frente sin compasión; esposas, hijas, herederas ricas y mancebas hermosas padecieron igual tropelía por la soldadesca desbocada, y hasta la misma codicia vino casi a saciarse con los tesoros de oro y plata, producto agolpado de conquistas y economías, durante dilatado plazo de paz y de prosperidad. En aquel afán desaforado hasta las tropas de Belisario se desentendieron de miramientos y respetos. Embriagados en su desenfreno fueron escudriñando en partidas sueltas y a solas la campiña contigua, bosques, peñascos, cuevas, y cuantos parajes podían encubrir el logro ansiado con la carga de su presa desampararon las filas, y vagaron sin caudillo por la carretera de Cartago, y si los fugitivos acertaran a volver sobre ellos, poquísimos se salvaran de sus manos. Noche de zozobra fue para Belisario la que pasó en el campo de batalla, con el vaivén del peligro y de la afrenta; tremoló al amanecer su estandarte sobre un cerro, llamando así a su guardia y a los veteranos, y restableciendo por grados el comedimiento y la obediencia en sus reales. Interesaba igualmente al general el avasallar al bárbaro cuando enemigo, y el salvarlo ya postrado; y los vándalos llorosos que únicamente se pudieron hallar por las iglesias quedaron por su disposición protegidos, desarmados y detenidos separadamente, para que no pudieran alterar el orden público ni convertirse en víctimas de la venganza popular. Destacó un cuerpo ligero en pos del rey, se adelantó a diez jornadas hasta Hipo Regio, que carecía ya de las reliquias de san Agustín.[291] La estación y el aviso positivo de que Gelimero había huido al territorio inaccesible de los moros retrajeron a Belisario de su infructuoso alcance, y lo hicieron sentar sus reales de invierno en Cartago, y desde allí envió a su inmediato en el mando para informar al emperador cómo en el término de tres meses había redondeado la conquista de África (534 d. C.).

Verdad decía Belisario; rindieron los vándalos armas y libertad sin contraste; allanáronse las cercanías de Cartago a su presencia, y aun las provincias más arrinconadas se dejaron sojuzgar progresivamente al eco de su victoria. Se robusteció el vasallaje voluntario de Trípoli; Cerdeña y Córcega se postraron ante un oficial que en vez de espada les presentó la cabeza del valeroso Zanón, y las islas de Mallorca, Menorca e Ibiza se avinieron a ser dependientes humildes del reino africano. Cesárea, ciudad regia, que en geografía menos esmerada puede confundirse con el Argel moderno, estaba a treinta jornadas al poniente de Cartago: infestaban el tránsito los moros por tierra, mas estaba el mar abierto y lo dominaban los romanos. Un tribuno entendido y eficaz navegó hasta el estrecho, donde ocupó Septem o Ceuta[292] que se encumbra contrapuesto a Gibraltar, sobre la costa de África. Realzó y fortificó después Justiniano aquel sitio distante, explayando al parecer su ambición vanagloriosa, extendiendo su imperio hasta las columnas de Hércules. Recibió el mensaje de su victoria en vísperas de dar a luz las pandectas de la legislación romana; y el emperador celoso o devoto engrandeció la bondad divina y confesó calladamente el desempeño esclarecido del venturoso general.[293] Impaciente por abolir la tiranía temporal y espiritual de los vándalos, se esmeró desde luego en el restablecimiento cabal de la Iglesia católica. Recobró anchamente jurisdicción, riquezas e inmunidades, quizá lo más precioso de la religión episcopal: quedó suprimido el culto arriano, vedadas las juntas de donatistas[294] y el sínodo de Cartago al eco de doscientos diecisiete obispos[295] ensalzó sobremanera represalias tan santas. En tal coyuntura se deja discurrir que faltasen muchos prelados católicos, y la escasez comparativa de su número, que allá en concilios anteriores solía ser doble o triple, arguye sin disputa el menoscabo de la Iglesia y del Estado. Engreído Justiniano con su defensa de la fe, abrigaba ya la esperanza grandiosa de que su victorioso lugarteniente ensancharía ejecutivamente la estrechez de sus dominios por los ámbitos que tenían antes de la invasión de moros y vándalos, y encargó a Belisario la creación de cinco duques o comandantes en los apostaderos oportunos de Ceptis, Cirta, Cesárea, Trípoli y Cerdeña, y regular la fuerza militar de palatinos o adelantados que fuese suficiente para el resguardo de África. No dejaba de ser acreedor a la presencia de un prefecto pretoriano, y se nombraron cuatro consulares y tres presidentes para administrar las siete provincias bajo su jurisdicción civil. Se formó un padrón individual de sus dependientes, amanuenses, mensajeros o asistentes, trescientos noventa y seis para el prefecto mismo, y cincuenta para cada uno de sus lugartenientes, y el deslinde esmerado de multas y salarios era más ejecutivo para afianzar el derecho que para precaver abusos. Podían tantos magistrados atropellar mas no estarse ociosos, y las contiendas sutiles de justicias y venganzas cundieron más y más bajo el nuevo gobierno que blasonaba de resucitar el desahogo y la equidad de la República romana. Ansiaba el conquistador socorrerse colmadamente con los súbditos africanos, y les otorgó en toda instancia, aun en tercer grado y por línea colateral, las fincas arrebatadas por los bárbaros. Tras la partida de Belisario, que obraba con especial y elevada comisión, nada se actuó para colocar un maestre general de las fuerzas; mas el cargo de prefecto pretoriano se confió a un guerrero; y la potestad civil y militar se hermanaron, según práctica de Justiniano, en el gobernador principal, y luego el representante del emperador, tanto en Italia como en África, se distinguió con el nombre de Exarca.[296]

No quedaba cabal la conquista de África hasta que el soberano anterior cayese vivo o muerto en manos de los vencedores. Gelimero, llevado de su zozobra, había dispuesto reservadamente el traslado de sus tesoros a España, donde contaba con abrigo seguro en la corte del rey de los visigodos; pero acasos y alevosías frustraron tales intentos, y luego el alcance denodado de los enemigos que lo atajaron en las playas y aventaron al desventurado monarca, con algunos secuaces leales, hacia las serranías quebradísimas de Papua,[297] por el interior de Numidia. Lo sitió ejecutivamente Taras, oficial tan admirado por su pundonor como por su sobriedad, prendas extrañísimas entre los bárbaros más estragados como eran los hérulos. Dio Belisario encargo de tan suma entidad a la vigilancia, y tras el quebranto de ciento veinte hombres en el asalto de la montaña, esperó las resultas del conflicto y del hambre en su sitio de invierno para el ánimo del rey vándalo. Tras tanto regalado deleite, tras el mando sin coto sobre la industria y la opulencia, yacía reducido al desamparo de los moros,[298] tan sólo tolerable para ellos por su ignorancia total de una vida amena. En sus toscas chozas de barro y zarzo que aprisionaban el humo y despedían la luz, dormían por el suelo revueltos con mujeres, niños y ganado, tal vez sobre algunas pieles. Eran sus ropas escasas y sucias; desconocían el pan y el vino, y aquellos bozales hambrientos devoraban casi crudas las tortas de centeno o avena que envolvían en el rescoldo. Quebrantárase la salud de Gelimero con tamañas y desusadas penalidades, prescindiendo aun de sus causales; pero acibaraba más y más sus desdichas la cavilación de su señorío pasado, el incesante desacato de sus abrigadores, y la zozobra fundada de que los volubles y venales moriscos se aviniesen a violar las leyes del hospedaje. Enterado Taras de su situación, le dijo en carta humana y amistosa: «Soy al par de vos un bárbaro idiota, pero hablo a impulsos de cierta racionalidad, y de un pecho pundonoroso. ¿A qué es el aferrarse en una terquedad desahuciada? ¿Os empeñáis en arruinaros a vos mismo, a los vuestros y a la nación? ¿Es todo afán de independencia, y horror a la esclavitud? ¡Ay amado Gelimero! ¿No estáis ya siendo el ínfimo esclavo, el siervo de la vil nación morisca? ¿No es preferible el desamparo y la servidumbre en Constantinopla, que el ser ahí rey de la sierra de Papua? ¿Tenéis a desdoro el ser súbdito de Justiniano? Súbdito suyo es Belisario, y nosotros mismos, cuyo nacimiento en nada desmerece del vuestro, no nos sonrojamos en obedecer al emperador romano. Aquel príncipe generoso os franqueará rico patrimonio en tierras, lugar en el Senado, y la jerarquía de patricio, tal es su ánimo graciable, y podéis confiaros sin asomo de zozobra en la palabra de Belisario. Mientras el cielo nos condena a padecer, virtud es el sufrimiento, y si desechamos el rescate con que se nos brinda, allá nos disparamos con desesperación ciega y desatinada». El rey de los vándalos replicó: «Estoy hecho cargo de la racionalidad cariñosa de vuestra advertencia; mas no acabo de avenirme a ser esclavo de un enemigo injusto, que me está mereciendo un odio implacable. Jamás lo agravié de palabra, y no obstante ha enviado contra mí, no sé de dónde, a un tal Belisario, que me volcó desde la cumbre del trono hasta este abismo de desventura; hombre es Justiniano, y es príncipe, ¿no le cabe recelar para sí mismo igual cambio de suerte? No puedo escribir más; el pesar me traspasa. Os ruego encarecidamente que me enviéis, amado Taras, una lira,[299] una esponja y un mendrugo de pan». Enterose Taras, por los mensajeros vándalos, del motivo de tan peregrina demanda. Hacía tiempo que el rey de África no comía pan; habíale cargado a los ojos una fluxión de la fatiga y el llanto incesante, y ansiaba desahogar sus quebrantos entonándolos al eco de la lira. Condoliose la humanidad de Taras; envió los tres regalos extrañísimos, pero su misma humanidad lo movió a extremar la vigilancia de su guardia para precisar más ejecutivamente al cercado a tomar el partido más ventajoso para los romanos y saludable para él. Doblegose por fin la pertinacia de Gelimero, pues la razón y el conflicto, solemnizada toda seguridad de conservación y trato decoroso y revalidada en nombre del emperador por el embajador de Belisario, se apeó el rey de los vándalos de su cumbre. El primer avistamiento público fue en un arrabal de Cartago, y al acercarse el cautivo regio a su vencedor disparó una carcajada. El gentío opinó naturalmente que el sumo pesar le había trastornado las potencias; pero en aquel desconsuelo, tan intempestiva risa demostró a los circunstantes más agudos que el boato insustancial y volandero de las grandezas humanas no era jamás acreedor al aprecio de la racionalidad.[300]

Aquel menosprecio quedó luego sincerado con una comprobación nueva de la mayor trivialidad, a saber, que la lisonja se estrecha con el poderío, y la envidia con el mérito esclarecido. Se engreían y nivelaban los caudillos romanos al par del héroe. Sus pliegos particulares afirmaban malvadamente que el conquistador de África, robustecido con su nombradía y el cariño, trataba de encaramarse al solio de los vándalos. Escuchaba Justiniano con oídos intensos, y enmudecía de celos y no de confianza. Quedó al albedrío honorífico de Belisario la alternativa honorífica de permanecer en la provincia, o de regresar a la capital, mas infirió atinadamente, por correspondencia interceptada y por la índole del soberano, que debía aventurar su cabeza tremolando el estandarte, o bien arredrar a los enemigos con su presentación y rendimiento. Embarcose merced a su denuedo y su inocencia con la guardia, cautivos y tesoros, y fue tan venturosa la navegación, que al llegar a Constantinopla todavía no había empezado a sonar su partida de Cartago. Con tan expresiva lealtad, Justiniano despejó sus zozobras, enmudeció la envidia, pero se enconó con el agradecimiento público, y cupo al tercer africano el timbre de un triunfo ceremonial que jamás la ciudad de Constantino había presenciado, y que la antigua Roma tenía ya reservado desde el tiempo de Tiberio para las armas y los auspicios de sus Césares.[301] Desde el alcázar de Belisario siguió la carrera por las calles principales hasta el hipódromo; y aquel día memorable estuvo al parecer desagravando a los romanos por los desacatos vergonzosos de Genserico. Ostentose la riqueza de las naciones, en trofeos de lujo afeminado o guerrero; armaduras peregrinas, tronos de oro, y las carrozas de aparato que solían usar las reinas vándalas; las vajillas macizas de los banquetes regios, brillantísimas piedras preciosas; estatuas y vasijas de primor exquisito, el tesoro más sólido de oro, y los vasos sagrados del templo de Israel, que tras larguísima peregrinación venían por fin a depositarse en la iglesia cristiana de Jerusalén. Una grandiosa comitiva de nobles vándalos iba pesarosamente manifestando su agigantada estatura y garbo varonil. Adelantose pausadamente Gelimero vestido de púrpura, y en ademán todavía majestuoso. No asomó lágrima alguna por sus ojos, ni se exhaló suspiro por sus labios, mas su altanería o su religiosidad lograron algún desahogo, repitiendo las palabras de Salomón:[302] ¡Vanidad, vanidad! ¡Todo es vanidad! En vez de ensalzarse sobre carroza triunfal, tirada por cuatro alazanes o elefantes, a pie marchaba el recatado vencedor capitaneando a sus valerosos compañeros; podía su tino desentenderse de un realce sobrado descollante para un súbdito, y podía su magnanimidad fundadamente menospreciar timbres mancillados por tiranos inmundos. Asomó el esplendoroso acompañamiento al hipódromo; aclamole el Senado y el pueblo, y se detuvo ante el solio, donde entronizado Justiniano y Teodora recibieron el acatamiento del cautivo monarca y del héroe victorioso. Tributaron ambos la adoración acostumbrada, y postrándose en el suelo tocaron reverenciadamente la tarimilla de un príncipe que jamás desenvainó la espada, y de una ramera que había danzado en el teatro; de modo que fue precisa alguna violencia para doblegar el engreimiento del nieto de Genserico, y aun el numen de Belisario, encallecido ya en la servidumbre, debió indisponerse interiormente. Proclamósele en seguida cónsul para el año inmediato, y el día de su inauguración (1 de enero de 535 d. C.) vino a tremolar ínfulas de segundo triunfo; llevaban allá vándalos cautivos sobre sus hombros la silla curul, y se derramaron con profusión sobre el populacho copas de oro, preciosos tabalíes y demás despojos de la guerra.

Pero el galardón más entrañable para Belisario se cifraba en el cumplimiento puntualísimo de un tratado, cuya prenda era un pundonor para el rey de los vándalos. Las creencias religiosas de Gelimero, adicto al arrianismo, eran incompatibles con la jerarquía de senador o patricio; pero recibió del emperador grandiosos estados en la provincia de Galacia, adonde el apeado monarca se retiró con su familia y amigos disfrutando paz, abundancia y tal vez recreo.[303] Tratose a las niñas de Hilderico cual requerían su edad y desventura con agrado decoroso, y Justiniano y Teodora se ufanaron con el timbre de educar y enriquecer la descendencia femenina del gran Teodosio. Repartiéronse los valentones de la juventud vándala en cinco escuadrones de caballería que se apellidaron de su bienhechor y sostuvieron en las guerras pérsicas la gloria de sus antepasados. Excepciones muy escasas, y premio del nacimiento y del valor que no acaban de explicar el paradero de una nación, cuyo número antes de una guerra breve y sin sangre ascendía a más de seiscientas mil personas. Con el destierro del rey y los nobles, la chusma servil desecharía inclinaciones, religión e idioma, y su juventud bastarda se iría imperceptiblemente barajando con la grey general de súbditos africanos; mas aun en el día, y en el corazón de las tribus moras, un viajero escudriñador ha descubierto la tez nevada y la cabellera ondeada de una ralea septentrional[304] y creyose desde antiguo que los vándalos más arrojados fueron allá huyendo del poderío y aun del conocimiento de los romanos, para empaparse en su independencia solitaria por las playas del océano Atlántico.[305] África fue su imperio y luego su cárcel; ni les cabía esperanzar ni ansiar su regreso a las orillas del Elba, donde sus hermanos menos viandantes seguían emboscados y vagarosos. Era imposible para cobardes arrollar la valla de mares desconocidos y bárbaros enemigos; lo era también para hombres pundonorosos patentizar su derrota y desamparo a la vista de sus compatricios, retratarles los reinos que habían perdido, y acudir a una partecilla de la escasa herencia, de que allá en horas más felices se habían casi unánimemente desprendido.[306] En el paso que abarcan el Elba y el Odra habían tenido los vándalos varias aldeas populosas de la Lutacia; conservan todavía su idioma y sus costumbres con su castiza sangre; se avienen desabridamente al yugo sajón o prusiano, acatan voluntaria y rendidamente al descendiente de sus antiguos reyes, que en traje y haberes se equivoca con el ínfimo de sus vasallos.[307] El nombre y la situación de este pueblo desventurado están apuntando su entronque con los conquistadores de África, pero el uso de un dialecto eslavón los señala más positivamente como la reliquia postrera de las nuevas colonias posteriores a los vándalos castizos desparramados o destruidos en tiempo de Procopio.[308]

Si adoleciera Belisario de achaque de un desleal, pudiera aferrarse aun contra el mismo emperador en el compromiso indispensable de resguardar el África contra enemigos más bárbaros que los mismos vándalos. Yace allá en tinieblas el origen de los moros; no conocían las letras[309] ni había deslinde para sus mansiones, ni coto para sus pastoradas; estaciones y pastos eran los móviles de su trashumancia, y allá peregrinaban con igual desembarazo, armas, chozas, ajuar, familias y rebaños de ovejas, bueyes y camellos.[310] Durante el poderío romano, se retrajeron lejana y respetuosamente de Cartago y de las playas; en el reinado endeble de los vándalos, asaltaron las ciudades de Numidia, ocuparon la costa desde Tánger hasta Cesárea, y acamparon a su salvo en la provincia pingüe de Bizancio. La pujanza formidable y la conducta mañosa de Belisario afianzaron la neutralidad de los príncipes moriscos, cuya vanagloria aspiró a recibir en nombre del emperador las insignias de la dignidad real.[311] Pasmolos aquel acontecimiento tan ejecutivo, y temblaban a la vista del conquistador; pero a los asomos de su partida vislumbró aquel pueblo bravío y supersticioso sus zozobras; sobrándoles mujeres prescindían de sus niños en rehenes, y al desplegar el general romano su velamen en el puerto de Cartago pudo casi estar oyendo los alaridos y mirando las llamaradas de la provincia inconsolable. Aferrose sin embargo en su ánimo, y dejando tan sólo parte de su guardia para refuerzo de las escasas guarniciones, confió el mando de África al eunuco Salomón,[312] quien se acreditó como digno sucesor de Belisario. Al primer avance fueron sorprendidos algunos destacamentos con dos oficiales de mérito; junta Salomón ejecutivamente su tropa, sale de Cartago, se interna en el país, y arrolla en dos grandes batallas a sesenta mil bárbaros; sus montañas, su ligereza y su muchedumbre son su resguardo, y la traza y los hálitos de sus camellos causaron algún desconcierto en la caballería romana;[313] pero se apea, menosprecia este tropiezo, trepa la columna por los cerros, y las armas centelleantes y las evoluciones atinadas deslumbran y aterran a la chusma desnuda y desbaratada, que ve cumplidas sus profecías de que un contrincante barbilampiño aventaría a los moros. Adelántase el Eunuco victorioso hasta seis jornadas de Cartago, y sitia el monte Auras,[314] la ciudadela y al mismo tiempo el pensil de Numidia. Aquel cordón de cerros que se entroncan con el gran Atlas abarca en el circuito de ciento veinte millas [193,11 km] suma variedad de terreno y clima, y las cañadas y los páramos abundan de pingües dehesas, arroyos incesantes y de fruta grandiosa y regalada. Realzan la peregrina soledad los escombros de Lambeca, ciudad romana, asiento de una legión y residencia de cuarenta mil habitantes. Cercan el templo jónico de Esculapio aduares moriscos, y el ganado suele estar ahora paciendo en medio de un anfiteatro a la sombra de columnas corintias. Encúmbrase sobre el páramo allá un picacho tajado, donde los príncipes africanos depositaban sus mujeres y tesoros, y es proverbio entre árabes que comerá fuego quien trepe a los riscos y arrolle a los naturales del monte Auras. Abalanzose dos veces a tanto arrojo el eunuco Salomón y la primera padeció algún desdoro, y ya en la segunda su tesón y sus abastos iban de remate, y en el punto de retirarse, a impulsos de su denuedo disparado escaló ante los llantos despavoridos la montaña, el campamento y la cumbre del peñasco Geminio. Levántase una ciudadela para afianzar conquista de tan suma entidad y recordar a los bárbaros su vencimiento; y luego Salomón, siguiendo su marcha hacia el poniente, reengarzó la provincia de Mauritania de Sitifi, perdida hacía largo tiempo en el Imperio Romano. Siguió la guerra morisca por algunos años después de la partida de Belisario, mas cuantos laureles cupieron a su leal lugarteniente fueron hijuelas de su triunfo.

Suele el desengaño enmendar yerros personales en la madurez, mas no alcanza a enmendar las generaciones venideras. Las naciones antiguas, prescindiendo cada una de las demás, fueron quedando vencidas y avasalladas por los romanos. Lección tan grandiosa pudiera haber enseñado a los bárbaros de Occidente a contrarrestar con disposiciones oportunas y una confederación pujante la ambición ilimitada de Justiniano; mas repitiose el desbarro y resultaron las idénticas consecuencias. Los godos, tanto de Italia como de España, desentendiéndose del peligro, estuvieron mirando con indiferencia, y aun con júbilo, el vuelco repentino de los vándalos. Faltando la alcurnia real, Teudes, caudillo poderoso y esforzado, subió al trono de España, que ya antes había gobernado en nombre de Teodorico y de su tierno nieto. Sitiaron los visigodos bajo su mando la fortaleza de Ceuta en la costa africana; pero mientras estaban celebrando la festividad en desahogado sosiego asaltó una salida de la ciudad aquel afán devoto, y aun el mismo rey apenas pudo ponerse a salvo de manos del sacrílego enemigo.[315] Sin mediar mucho tiempo halagó su orgullo y su encono una embajada rendida del desventurado Gelimero, implorando en tan sumo conflicto el auxilio del monarca español; pero en vez de sacrificar impulsos tan ruines a dictámenes de pundonor y de cordura, anduvo Teudes entreteniendo a los embajadores, hasta que se cercioró reservadamente de la entrada en Cartago, y entonces los despidió con advertencias enmarañadas y desdeñosas, para que se volviesen allá en busca de noticias positivas acerca de los vándalos.[316] Con la continuación de la guerra italiana se fue dilatando el castigo de los visigodos, y falleció Teudes antes que le amargasen los frutos de su error político. A su muerte sobrevino una guerra civil por el cetro de España; el aspirante más menesteroso acudió a Justiniano, firmando con ruin ambición un tratado de alianza que lastimaba en extremo la independencia y los intereses de su patria. Cedíanse a las tropas romanas varias ciudades tanto sobre el océano como sobre el Mediterráneo, y luego no cupo libertar aquellas prendas, fuesen de resguardo o de cobranza, y reforzándose más y más con destacamentos del África, se aferraron en sus apostaderos inexpugnables, con el intento dañado de estar enconando las desavenencias civiles y religiosas de los bárbaros. Mediaron setenta años (550-620 d. C.) hasta que se logró desencarnar de las entrañas de la monarquía aquel punzante abrojo, y mientras los emperadores retuvieron una porción de aquellas posesiones lejanas e inservibles, su vanagloria colocaba a España en el padrón de sus provincias y en clase de vasallos a los sucesores de Alarico.[317]

Menos disculpable fue todavía la torpeza de los godos reinantes en Italia que la de sus hermanos españoles, y así fue más ejecutivo y pavoroso su escarmiento. A impulsos de venganzas personales, proporcionaron a su enemigo más peligroso el exterminio de su aliado más apreciable. Una hermana del gran Teodorico (534 d. C.) se había enlazado con Trasimundo, rey de África;[318] con este motivo se cedió la fortaleza de Lilibeo[319] en Sicilia a los vándalos, y la princesa Amalafrida llevó la comitiva marcial de mil nobles y cinco mil soldados godos, que descollaron en las guerras moriscas. Encumbrábalos sobremanera su propio engreimiento, desatendiéndoles tal vez los vándalos, envidiaban el país y menospreciaban a sus conquistadores; pero una matanza atajó su conspiración supuesta o efectiva, fenecieron los godos, y acompañó luego al cautiverio de Amalafrida su muerte encubierta y sospechosa. Esmerose la pluma elocuente de Casiodoro en afear aquella violación sangrienta a la corte vándala atropelladora de todo vínculo social y sagrado; mas cuantas amenazas pregonaba en nombre de su soberano quedarían burladas a su salvo, mientras los mares resguardasen el África, pues los godos carecían absolutamente de armada. Desvalidos y ciegos en su despecho, aclamaron la venida de los romanos, agasajaron a la escuadra de Belisario en los puertos de Sicilia, y luego se complacieron o se sobresaltaron, al saber que su desagravio sobrepujaba a sus esperanzas y sus anhelos. Debió el emperador a su amistad el reino de África, y los godos debían conceptuarse acreedores a recobrar su peñasco estéril recién separado en arras nupciales de la isla de Sicilia. Desengañolos presto el mandamiento desentonado de Belisario, con arrepentimiento tardío e infructuoso. «Pertenecían —dijo el general romano–, la ciudad y el promontorio de Lilibeo a los vándalos, y uno y otro reclamo por derecho de conquista. Vuestro allanamiento os recomendará al emperador, la tenacidad os acarreará su desagrado, y luego una guerra que tendrá por único paradero vuestro exterminio. Si nos precisaseis a tomar las armas, pelearemos por no recobrar la posesión de un solo pueblo, sino para desalojaros de cuantas provincias estáis indebidamente usurpando a su soberano legítimo». Nación de doscientos mil combatientes pudiera sonreírse al necio amago de Justiniano o su lugarteniente, pero hervía Italia en desavenencias y enconos, y estaban los godos muy mal hallados con el desdoro de un reinado mujeril.[320]

Entroncó el nacimiento de Amalasunta, regenta y reina de Italia,[321] las dos ramas más esclarecidas de los bárbaros. Descendía su madre, hermana de Clodoveo, de los reyes cabelludos de la alcurnia merovingia,[322] y descollaba más la sucesión de los Amalos en la generación oncena por su padre, el gran Teodorico, cuyas prendas ennoblecieron la prole más plebeya. Quedaba la hija excluida del solio godo por su sexo; pero su cariño solícito para con su familia y su pueblo (522-534 d. C.) descubrió allá el último heredero de la alcurnia real, cuyos antepasados se habían refugiado en España, y el venturoso Eurico se encumbró de repente a la jerarquía de cónsul y de príncipe. Breve fue la temporada de su embeleso con Amalasunta de esperanzas de sucesión, y su viuda, después de la muerte del marido y del hermano, quedó como tutora de su hijo Atalarico, y del reino de Italia. A los veintiocho años descollaba al par con sus prendas cabales de cuerpo y de entendimiento. Su beldad, que aun en concepto de la misma Teodora podía competir por la conquista de todo un emperador, resplandecía más y más con su sensatez varonil, soltura y denuedo. Había con la educación y la experiencia engrandecido su ingenio, sin envanecerse con sus estudios filosóficos, aun cuando se explicase con igual primor y soltura en griego y en latín, y hasta en la lengua goda; la hija de Teodorico guardaba en los consejos silencio discreto e impenetrable. Con el recuerdo fiel de sus virtudes resucitó la prosperidad de aquel reinado, esmerándose filialmente en evitar los yerros y en borrar el tizne de su memoria en los años de su edad caduca. Recobraron los hijos de Blecio y de Sismaco la herencia paterna; su plácido temple jamás toleró que se impusiesen multas ni castigos corporales a los súbditos romanos, y siempre desestimó gallardamente el clamor de los godos, que tras cuarenta años estaban conceptuando al pueblo de Italia como su esclavo y enemigo. Ideaba sus atinadas disposiciones Casiodoro, celebrándolas con su elocuencia; solicitó y mereció la amistad del emperador, y los reinos de Europa seguían respetando en paz y en guerra la majestad del solio godo. Pero la dicha venidera de la reina y de Italia estribaba en la educación de su hijo, a quien incumbía por su nacimiento el desempeño de los papeles diversos y casi incompatibles de caudillo de un campamento bárbaro y de magistrado supremo de una nación civilizada. Desde la edad de diez años[323] se fue instruyendo esmeradamente a Atalarico en las artes y en las ciencias ya provechosas o ya graciables para un príncipe romano, y se echó mano de tres godos venerables para empapar el pecho del rey moro en los arranques pundonorosos de la verdadera virtud. Mas si el alumno desconoce la trascendencia de la educación se encona con su freno, y el afán de la reina, cuyo extremado cariño enardecía y formalizaba más y más aquel empeño, desencajaba rematadamente el destemple del hijo y de los súbditos. En una función solemne celebrada por los godos en el palacio de Rávena, huyó el niño de la estancia de la reina, y con lágrimas de ira y altivez se estuvo lamentando de un bofetón que le acababa de dar la madre en castigo de su terca desobediencia. Agraviáronse los bárbaros por el baldón causado a su rey, y acriminaron a la regenta como conspiradora contra su corona y vida, y pidieron desaforadamente que se rescatase el nieto de Teodorico de la enseñanza ruin de mujeres y maestrillos, para educarlo como valeroso godo en el trato de sus iguales, y la esclarecida ignorancia de sus antepasados. Tuvo Amalasunta que doblegar su entereza racional a clamor tan bravío, corroborado aferradamente como voz de la nación, sacrificando así el anhelo más entrañable de su pecho. Engolfose el rey de Italia en el vino, en las mujeres y en recreos montaraces y el menosprecio descomedido del ingrato mancebo estaba manifestando los intentos malvados de sus predilectos. Sitiada por sus enemigos domésticos entabló una negociación reservada con el emperador Justiniano, logró la seguridad de su agasajo, y tenía ya depositada en Derraquio, en el Epiro, un tesoro de cuarenta mil libras de oro [1840 kg]. ¡Venturosa mil veces si se desviara apaciblemente de una parcialidad bárbara al sosiego y la brillantez de Constantinopla! Pero ardía Amalasunta en ambición y venganza, y estando sus naves a punto para dar la vela, estuvo pendiente del éxito de un delito que su ceguedad conceptuaba como acto de justicia. Tres de los más peligrosos descontentos, recién desviados con el pretexto de mando y confianza al confín de Italia, fueron asesinados por sus emisarios particulares, y la sangre de aquellos tres godos esclarecidos reentronizó a la reina madre en la corte de Rávena acarreándole el odio de un pueblo libre. Y si antes lamentaba los desbarros de su hijo, luego tuvo que llorar la pérdida irreparable y la muerte de Atalarico, quien a los dieciséis años falleció estragado por sus destemplanzas, y la dejó sin arrimo para su autoridad legal; pero en vez de conformarse con las leyes patrias, que mandaban por máxima fundamental que nunca la sucesión pasase de la lanza a la rueca, la hija de Teodorico ideó el intento inasequible de compartir con un primo el dictado regio, aferrando en su propia diestra la esencia de la potestad suprema. Recibió la propuesta con rendido acatamiento y con extremo agradecimiento, y el elocuente Casiodoro participó al Senado y al emperador que Amalasunta y Teodato habían subido al solio de Italia. Su nacimiento (pues era su madre hermana de Teodorico) no se conceptuaba como título cabal, y la elección de Amalasunta se la dictó el menosprecio de su codicia y apocamiento, nulidades que le desmerecían el cariño de los italianos y la opinión de los bárbaros. Pero se enconaba Teodato por aquel menosprecio tan debido; se lo había frenado y reconvenido por sus tropelías con los toscanos confinantes; y los godos principales, hermanados por sus demasías comunes y sus reuniones, se aunaron para enardecer su temple pausado y temeroso. Apenas se habían remitido las cartas de parabienes, cuando la reina de Italia quedó aprisionada en una islilla del lago Bolsena[324] donde, tras breve encierro, se la ahogó en el baño, por orden o con anuencia del nuevo rey que iba enseñando a los súbditos desmandados a derramar la sangre de sus soberanos (30 de abril de 535 d. C.).

Gozoso estaba mirando Justiniano las desavenencias de los godos, y su brindis de medianero encubría y fomentaba las miras ambiciosas del conquistador. Sus embajadores en la audiencia pública pidieron la fortaleza de Lilibeo, diez bárbaros fugitivos y una compensación adecuada por el saqueo de un pueblecillo sobre la raya de Iliria; pero negociaban encubiertamente con Teodato la entrega de Toscana, y cebaban a Amalasunta para desenmarañarse de sus peligros e incertidumbres con la rendición de Italia (31 de diciembre de 535 d. C.). Firmó a su pesar la reina cautiva una carta servil y fementida, pero las manifestaciones de los senadores romanos enviados a Constantinopla patentizaban el extremo de su situación lastimera; y Justiniano enviando un nuevo embajador intercedió muy eficazmente por su vida y su libertad. Mas las instrucciones reservadas del mismo enviado iban pautadas por los celos inhumanos de Teodora, que estaba recelosa de la presencia y el atractivo superior de su enemiga. Apuntó allá encubierta y estudiadamente algunas especies, y al saber aquella atrocidad tan provechosa para los romanos[325] prorrumpió en ímpetus de ira y pesadumbre, y declaró en nombre de su hueste guerra perpetua al alevoso asesino. Sinceraba el delito de un usurpador tanto en Italia como en África las armas de Justiniano; mas las fuerzas que iba juntando eran desproporcionadas para el derrumbe de un reino poderoso, cuya escasez numérica se multiplicaba por el desempeño del héroe, el número brío y la prepotencia. Escoltaba a la persona de Belisario una guardia selecta de caballería, armada con lanzas y broqueles; componían además su caballería doscientos hunos, trescientos moros, y cuatro mil confederados, consistiendo la infantería sólo en tres mil isaurios. Por el mismo rumbo que la vez anterior, ancló el cónsul romano sobre Catania en Sicilia, para otear las fuerzas de la isla, y acordar si debía o no intentar su conquista. Halló terreno pingüe y vecindario amigo. En medio del menoscabo de la agricultura, seguía Sicilia abasteciendo a Roma; vivían los granjeros inmunes de alojamientos, y los godos, confiando la defensa del país a los naturales, pudieron fundadamente lamentarse de confianza tan mal correspondida. En vez de acudir al arrimo del rey de Italia, se avinieron gozosos a la primera intimación de rendimiento; y aquella provincia, primer producto de las guerras púnicas, se reincorporó, tras dilatada separación, al Imperio Romano.[326] Intentó resistir la guarnición goda de Palermo, pero se entregó en breve por un ardid muy extraño. Internó Belisario sus naves en lo mas íntimo de la bahía, y después de izar afanosamente con aparejos y poleas las lanchas hasta la cima de los mástiles, las cuajó de ballesteros que desde aquel encumbramiento despejaron las murallas de la ciudad. Tras campaña tan llana y venturosa, entró el vencedor en Siracusa en triunfo acaudillando sus tropas victoriosas, repartiendo medallas de oro por el pueblo en el mismo día en que tan esclarecidamente terminaba el año de su consulado. Invernó en el palacio de los antiguos reyes, entre las ruinas de una colonia griega que abarcó hasta siete leguas;[327] mas en la primavera, por la festividad de la Pascua, una asonada peligrosa de las fuerzas de África atajó sus intentos. La presencia de Belisario, que desembarcó repentinamente con mil guardias, salvó a Cartago. Dos mil soldados mal seguros volvieron con su antiguo caudillo, quien marchó cerca de veinte leguas en busca de un enemigo, que con su denuedo compadecía y menospreciaba. Temblaron ocho mil rebeldes a su asomo, y su maestría los aventó al primer encuentro; y esta victoria sin blasones habría restablecido la paz en África si el vencedor no hubiera tenido que acudir a Sicilia para aplacar un alboroto movido en los propios reales durante su ausencia.[328] Las revueltas y la desobediencia eran males de esa época pues el numen del mando y la prenda de la subordinación estaban vinculados en el pecho de Belisario.

Descendía Teodato de una alcurnia de héroes, e ignoraba el arte y odiaba los peligros de la guerra; y en medio de su afición a los escritos de Platón y Marco Tulio, nunca su filosofía acertó a despegar de su ánimo las dos pasiones ruines de la codicia y el miedo. Había conseguido un cetro con ingratitud y homicidio: al primer amago de un enemigo desdoró su propia majestad y la de una nación que estaba ya menospreciando a un indigno soberano (octubre de 534 d. C.–agosto de 536 d. C.). Despavorido con el ejemplo reciente de Gelimero, ya se estaba viendo aherrojado por las calles de Constantinopla: reforzaba aun el pavor que llevaba consigo Belisario la elocuencia de Pedro, el embajador bizantino, y aquel osado y mañoso negociador recabó de él un tratado harto afrentoso para servir de asiento a una paz duradera. Se pactó que en las aclamaciones del pueblo romano precediese siempre el nombre del emperador al rey godo, y que a cuantas estatuas se erigiesen a Teodato en bronce o mármol se colocase a su derecha la efigie divina de Justiniano. El rey de Italia tenía que solicitar, en vez de conferir, los honores del Senado, y se requería la anuencia del emperador antes de ejecutar sentencia alguna de muerte o de confiscación contra cualquier senador o sacerdote. Se desprendió el apocado monarca de la posesión de Sicilia; ofreció en muestra anual de su vasallaje una corona de oro de trescientas libras [138 kg], comprometiéndose a acudir con tres mil godos auxiliares, siempre que se le requiriese al auxilio del Imperio. Ufanísimo con tamañas concesiones, el agente de Justiniano atropelló su regreso garboso a Constantinopla, pero al llegar a la quinta albana[329] lo alcanzó un ansioso llamamiento de Teodato, y el diálogo que sobrevino entre el rey y el embajador merece trasladarse en su sencillez primitiva. «¿Conceptuáis que el emperador ha de revalidar el tratado? Tal vez. Si lo orilla, ¿cuáles serán las resultas? La guerra. ¿Y será semejante guerra cabal y fundada? Por supuesto; cada cual obrará según su temple. ¿Qué significa eso? Sois filósofo. Justiniano es emperador de los romanos: sería impropio que un discípulo de Platón derramase la sangre de miles por una contienda particular; el sucesor de Augusto tiene que volver por sus derechos, y recobrar con las armas las provincias antiguas de su imperio». Este raciocinio no sería convincente, pero sí atemorizante y arrollador de la flaqueza de Teodato, quien luego se postró hasta el rendido ofrecimiento de ceder por una pensión de cuarenta y ocho mil libras esterlinas el reino de los godos y de los italianos, y emplear lo restante de su vida en los recreos inocentes de la filosofía y de la agricultura. Quedaron ambos tratados en manos del embajador, bajo el frágil resguardo de un juramento para no manifestar el segundo hasta después de quedar terminantemente desechado el primero. Ya se deja discurrir el paradero, pues Justiniano requirió y aceptó la renuncia del rey godo. Volvió el agente ejecutivo de Constantinopla a Rávena, con instrucciones amplias y una carta primorosa, en alabanza de la filosofía y la generosidad del filósofo regio, concediendo la pensión con la seguridad de cuantos honores pudiera disfrutar un súbdito y católico, y reservando advertidamente la ejecución total del tratado para la presencia y la autoridad de Belisario. En este intermedio las tropas godas derrotan y matan a dos generales romanos recién internados en la provincia de Dalmacia, y Teodato, ciego y postrado ya en su desesperación, se enajena arrebatadamente con aciago engreimiento,[330] propasándose a recibir con amenazas y menosprecio al embajador de Justiniano que reclamaba la promesa, requería la sumisión de los súbditos, y alegaba denodadamente los fueros de su carácter. Marcha Belisario y aventa aquellas soñadas ínfulas, y como la primera campaña tuvo que emplearse en el allanamiento de Sicilia,[331] deja Procopio la invasión de Italia para el segundo año de la guerra goda.[332]

Resguarda Belisario con sus guarniciones competentes a Palermo y Siracusa, embarca su tropa en Mesina, y la traslada sin resistencia a la playa contrapuesta de Regio (537 d. C.). Un príncipe godo recién casado con la hija de Teodato se hallaba con un ejército para contrarrestar por allí la entrada en Italia, mas no tuvo escrúpulos en remedar a un soberano tan desleal en su pundonor privado como en el desempeño público. El alevoso Ebermor deserta con sus secuaces del campamento romano, y pasa a disfrutar los honores serviles de la corte bizantina.[333] Desde Regio a Nápoles la escuadra y tropa de Belisario, avistándose casi de continuo, se adelanta como trescientas millas [482,79 km] sobre la costa; el pueblo de Brucio, Lucania y Campania, aborreciendo ya el nombre y la religión de los godos, se atiene a la disculpa decorosa de que sus muros se hallan desmoronados e indefendibles: abona la soldadesca sin abastos abundantes, y así el artesano como el labrador tan sólo por curiosidad interrumpen tal vez sus afanes. Encumbrada Nápoles a capital crecida y populosa, vivió muy pagada con su idioma y costumbres de colonia griega,[334] y la elección de Virgilio había realzado aquel sitio primoroso, embeleso de todo amante del sosiego y el estudio, y aborrecedor del estruendo, la humareda y el boato angustioso de Roma.[335] Cercada ya la plaza por mar y tierra, dio Belisario audiencia a los diputados del pueblo, quienes lo amonestaron a que se desentendiese de una conquista impropia de sus armas, fuese en busca del rey godo por el campo de batalla y, una vez victorioso, impusiera ya como soberano de Roma el rendimiento de las ciudades dependientes. «Cuando estoy tratando con mis enemigos —replicó el caudillo romano con altanera sonrisa–, suelo dar más bien que recibir dictamen, pero traigo en mi diestra exterminio inevitable, y en la izquierda paz y desahogo, como lo está disfrutando Sicilia». Con el afán de la prontitud se manifestó garboso, y su pundonor afianzaba el convenio; pero se dividió Nápoles en dos bandos, y los oradores andaban acalorando la democracia griega, convenciendo con denuedo y verosimilitud a la muchedumbre de que los godos acudirían a castigar su desvío, y que el mismo Belisario apreciaría su brío y su lealtad. No les cabía sin embargo deliberar a sus anchas, por cuanto los estaban mandando ochocientos bárbaros, cuyas mujeres y niños se hallaban como rehenes en Rávena, y aun los judíos ricos y numerosos se oponían desesperadamente a las leyes de Justiniano. La circunferencia de Nápoles, en época muy posterior,[336] medía sólo dos mil trescientos sesenta y tres pasos;[337] resguardaban la fortificación derrumbaderos y costa brava; si se le interceptaban los acueductos, se abastecía de pozos y manantiales, y los acopios eran suficientes para frustrar el aguante de los sitiadores. A los veinte días, impacientísimo ya Belisario, y casi avenido con el desdoro de tener que levantar el sitio, para marchar antes del invierno contra Roma y el rey godo, vino a desahogarlo un isaurio, que escudriñando con afán denodado el cauce enjuto de una cañería, le participó cómo era dable horadar un tránsito para una hilera de tropa armada, e internarla en la ciudad. Dispuesta reservadamente la empresa, aventuró la humanidad del general el descubrimiento de su secreto, con la amonestación postrera e infructuosa del eminente peligro. A deshora de la noche, se introducen cuatrocientos soldados por el acueducto, encaramándose con una cuerda afianzada a un olivo en la casa o huerto de una matrona solitaria, resuenan los clarines, sorprenden a los centinelas, y atraen a los compañeros que por todas partes van escalando la muralla y abren de improviso las puertas de la ciudad. Cuantas atrocidades suele castigar la justicia se cometieron por derecho de la guerra. Descollaron los hunos en crueldad y sacrilegios, y sólo Belisario asomó por las calles de Nápoles para aliviar los quebrantos que tenía predichos. «El oro y la plata —andaba clamando y repitiendo–, son el galardón de vuestro denuedo; pero dejad a los habitantes que son cristianos, están suplicando, y son ya súbditos como vosotros. Devolved los niños a sus padres, las mujeres a sus maridos, y manifestadles con vuestra generosidad de qué amigos se han estado defraudando a sí mismos». Salvose la ciudad por el pundonor y el predominio del caudillo,[338] y al volver los napolitanos a sus hogares lograron el consuelo de hallar sus tesoros ocultos. Alistose la guarnición bárbara al servicio del emperador; Apulia y Calabria, libres ya de la presencia odiosa de los godos, reconocieron su autoridad, y los hocicos del jabalí caledonio que todavía se están enseñando en Benevento se hallan esmeradamente descritos en el historiador de Belisario.[339]

Los leales soldados y vecinos de Nápoles habían estado esperando su rescate de un príncipe que permaneció apoltronado y casi indiferente a su exterminio. Resguardó Teodato su persona tras las murallas de Roma, mientras su caballería se adelantó cuarenta millas [64,37 km] por la vía Apia y acampó en los cenagales Pontinos, que por una zanja de diecinueve millas [30,57 km] se acababan de desaguar y convertir en lozanísimos pastos.[340] Pero las fuerzas principales de los godos andaban dispersas por Dalmacia, Venecia y Galia y el ánimo apocado de su rey yacía allá postrado con el malogro de una adivinanza que al parecer estaba presagiando el vuelco del Imperio.[341] Los esclavos más rastreros son los que más denuncian los yerros y flaquezas de todo dueño malhadado. Las hablillas de un campamento bárbaro se empeñaron en ir ociosa y desenfrenadamente zahiriendo la índole de Teodato: se lo sentenció como indigno de su alcurnia, de su nación y de su trono (540 d. C.), y con aplauso universal elevaron los compañeros sobre sus broqueles al general Vitiges, cuyo denuedo había descollado en la guerra ibérica. Al primer anuncio el destituido monarca huyó de la justicia de su patria, pero venganzas personales lo alcanzaron. Un godo a quien había agraviado en sus amores, lo asió en la vía Flaminia y desoyendo sus cobardes alaridos lo traspasó postrado en el suelo, como víctima (dice el historiador) al pie del ara. La elección de un pueblo es el cimiento mejor y más poderoso para reinar en él; mas tales son las vulgaridades en todos los tiempos, que Vitiges se mostró ansioso de volver a Rávena donde pudiera afianzar, con la diestra repugnante de la hija de Amalasunta, cierto viso de derecho hereditario. Celebrose luego un consejo nacional, y el nuevo monarca recabó del temple díscolo de los bárbaros su avenencia a un desdoro que el desgobierno de su antecesor hacía ya atinado e indispensable. Allanáronse los godos a retirarse de la presencia de un enemigo victorioso; a dilatar hasta la primavera el embate de la guerra ofensiva, a desamparar los puntos muy desviados y confiar hasta la misma Roma al desempeño de su vecindario. Quedó Lenderis, guerrero veterano, en la capital con cuatro mil soldados, guarnición endeble, propia para robustecer el impulso, pero insuficiente para contrarrestar el anhelo de los romanos. Brotó sin embargo en sus ánimos una ráfaga de entusiasmo patriótico y religioso, y prorrumpieron desaforadamente en que ni el triunfo ni aun la tolerancia del arrianismo debían ya profanar más el solio apostólico; que la irracionalidad del Norte no había ya de hollar los túmulos de los Césares, y sin hacerse cargo de que el paradero de Italia sería el de una provincia de Constantinopla, vitoreaban el restablecimiento de un emperador romano como nueva era de próspero desahogo. Diputados del papa y del clero, del Senado y del pueblo, brindaron al lugarteniente de Justiniano su rendimiento voluntario y la entrada en la ciudad, cuyas puertas hallaría abiertas de par en par a su llegada. Fortificadas las nuevas conquistas de Nápoles y Cuma, se adelantó Belisario siete leguas hasta las orillas del Vulturno, estuvo viendo el desmoronamiento de la gran Capua y se detuvo en la encrucijada de las dos vías, Catina y Apia. La obra del censor, tras nueve siglos de incesante batidero, conservaba todavía su primitiva hermosura, sin que asomase un quebranto en los sillares grandiosos y pulimentados que tan sólidamente constituían aquella incontrastable, aunque angosta, carretera.[342] Prefirió, sin embargo, Belisario el camino Latino, que a cierta distancia del mar iba faldeando los montes por espacio de ciento veinte millas [193,11 km]. Desaparecieron los enemigos, y apenas asomó por la puerta Asinaria (10 de diciembre de 536 d. C.) se marchó la guarnición sin atropellamiento por la vía Flaminia, y así la ciudad, tras sesenta años de servidumbre, quedó libre del yugo de los bárbaros. Sólo Lenderis, por altanería o desabrimiento, se retrajo de acompañar a los fugitivos, y el caudillo godo, como trofeo también de la victoria, fue enviado, con las llaves de Roma, al solio del emperador Justiniano.[343]

Dedicáronse los primeros días, que correspondían a las antiguas Saturnales, a mutuos parabienes y regocijos, y los católicos anduvieron disponiendo la celebración de la festividad cercana del nacimiento de Cristo, sin zozobra de competencia. Conversando familiarmente con aquel héroe, fueron los romanos formando algún concepto de las prendas que la historia estaba atribuyendo a sus antepasados. Edificoles el acatamiento que Belisario estaba mostrando al sucesor de san Pedro, y la entereza de su disciplina afianzaba más y más en medio de la guerra las excelencias del sosiego y de la justicia. Vitoreaban los redoblados logros de sus armas que recorrían la comarca hasta Narni, Petania y Spoleto, pero Senado, clero y pueblo desaguerrido oyeron trémulos que iba a sostener y padecer muy en breve un sitio contra todo el poderío de la monarquía goda. Puso por obra Vitiges sus intentos con eficacia y tino durante el invierno, agolpando desde sus rincones montaraces y guarniciones lejanas los godos en Rávena para la defensa de su patria; y tan subido era su número, que tras haber destacado todo un ejército al socorro de la Dalmacia, seguían marchando con el estandarte real hasta ciento cincuenta mil combatientes. Fue el rey godo repartiendo armas, caballos, regalos y promesas a raudales, según la jerarquía y los merecimientos del agraciado: adelantose por la vía Flaminia, desentendiéndose de los sitios inservibles de Petania y Spoleto, respetó el peñasco inexpugnable de Narni y llegó hasta una legua escasa de Roma, al embocadero del puente Milvio. Fortificose aquel tránsito angosto con una torre, y Belisario justipreció el importe de veinte días que debían desperdiciarse en la construcción de otro puente; pero despavorida la soldadesca de la torre, huyendo o desertando frustró sus esperanzas y expuso su misma persona a un riesgo eminentísimo. El general romano, capitaneando mil caballos, desembocó por la puerta Flaminia para delinear una posición aventajada y otear el campamento de los bárbaros; mas conceptuándolos todavía allende el Tíber, se vio repentinamente cercado y embestido por sus escuadrones innumerables. Pendiente estaba la suerte de Italia de su vida, y los desertores lo iban señalando sobre su caballo vistoso, de color bayo[344] y cabeza blanca que cabalgaba en aquel día memorable. «Apuntar al bayo» era el alarido general. Arcos y venablos, todo se asestaba contra el objeto descollante, y miles y miles andaban repitiendo la orden cuyo motivo ignoraban. Los valentones bárbaros estrechaban la pelea al trance más horroroso de la espada y lanza, y los elogios de un enemigo han realzado la caída de Visando, el alférez[345] que se mantuvo avanzado siempre hasta que yació traspasado de trece heridas, quizás de mano del mismo Belisario. Maestría, denuedo y fortaleza campeaban en el general romano; iba descargando a diestro y siniestro golpes tremendos y mortales; remedaba leal su guardia tantísimo valor y escudaba su persona, y los godos, tras la pérdida de mil hombres, huyeron a carrera del héroe. Persiguióseles temerariamente hasta su campamento, y los romanos, acosados con la muchedumbre, fueron haciendo ya pausada, ya luego atropelladamente, su retirada hasta las puertas de la ciudad; cerráronse éstas a los fugitivos, y se agravó el pavor general con la voz de que habían matado a Belisario. Desfigurado estaba en efecto con el sudor, el polvo y la sangre, ronca era su voz, y casi postrada yacía su pujanza; pero descollaba más y más su denuedo y siguió trasponiéndolo a sus casi desmayados compañeros, y allá al avance postrero se alejaron los bárbaros cual si estuviesen presenciando la llegada de un ejército lozano y cabal recién salido de la ciudad. Patente ya la puerta Flaminia, allí se agolpó un triunfo efectivo; pero antes acudió Belisario a todos los puntos, providenció cuanto conducía a la seguridad pública, para avenirse al fin a las instancias de su esposa y sus amigos, y tomar el refrigerio imprescindible del alimento y el sueño. Perfeccionado ya el arte militar, por maravilla cabe al generalísimo el trance de apelar a sus proezas personales de soldado; mas puede añadirse el ejemplo de Belisario a los de Enrique IV de Pirro y de Alejandro.

Tras el malogro de su primer ensayo, atravesó todo el ejército godo el Tíber, y formalizó aquel sitio de la ciudad que duró más de un año hasta su levantamiento final. Prescindiendo de ámbitos ideales, el geógrafo ajustadamente señaló la circunferencia de Roma en el recinto de doce millas [19,31 km] y trescientos cuarenta y cinco pasos, y esta delineación ha permanecido idéntica e invariable desde el triunfo de Aureliano, hasta el reinado pacífico y arrinconado de los papas modernos.[346] Pero en aquellos días de su encumbramiento descollaba el recinto con edificios, y hervía de moradores, y el centro común flechaba a manera de rayos los arrabales populosos, que cuajaban en gran parte las carreteras. Aventó la adversidad las galas exteriores, y dejó asolada y desnuda gran parte aun de los siete cerros. Mas Roma, aun en aquella temporada, podía enviar a campaña más de treinta mil varones de edad militar;[347] y a pesar de la falta de disciplina y ejercicio, la mayor parte curtidos con la escasez, podían empuñar las armas en defensa de su patria y su religión. Acudió el tino de Belisario a este arbitrio trascendental. Relevaba el pueblo con fervorosa eficacia a la tropa, velando cuando ésta dormía, y trabajando mientras descansaba; aceptó el brindis de la mocedad más valiente y menesterosa de Roma, y las compañías de ciudadanos solían hacer las veces de veteranas al tener que emplearse en algún servicio preferente. Pero estribaba naturalmente su confianza en los aguerridos con él en Persia y en África, y aunque la gallarda huestecilla quedaba reducida a cinco mil hombres empeñose con tan escaso número en defender un circuito de doce millas [19,31 km] contra un ejército de ciento cincuenta mil bárbaros. Aún asoman en las murallas de Roma que construyó o restableció Belisario los materiales de la arquitectura antigua[348] y se redondeó la fortificación cabal, excepto en un gran portillo, patente todavía, entre las puertas Pinciana y Flaminia que la preocupación de godos y romanos dejó al cargo del apóstol san Pedro.[349] Las almenas o torreones formaban ángulos agudos; foso ancho y hondo resguardaba el pie de la muralla y sobre ella auxiliaba la maquinaria a los ballesteros; la balista, arco de cruz muy poderoso que disparaba flechas cortas pero macizas; los onagros o asnos silvestres, que con el empuje de una honda arrojaban piedras y bolas de grandísimo tamaño;[350] se cruzó el Tíber con una cadena; se atajó el tránsito por los acueductos, y la mole o sepulcro de Adriano[351] vino por la vez primera a convertirse en ciudadela. Aquel recinto venerable que atesoraba las cenizas de los Antoninos era un torreón circular que descollaba sobre una base cuadrangular; cubríalo mármol blanquísimo de Paros y lo condecoraban estatuas de dioses y héroes; y el amante de las artes leerá, suspirando, que los primores de Praxíteles y Lisipo, desencajados de sus grandiosos pedestales, iban por los fosos asestados a las cabezas de los sitiadores.[352] Señaló Belisario a cada uno de sus tenientes la defensa de una puerta, con el encargo atinado y terminante de que en medio de todo arrebato, cada cual se mantuviese aferrado en su punto respectivo, confiando en el general para el salvamento de Roma. La hueste descomunal de los godos aun no abarcaba los ámbitos grandiosos de la ciudad de las catorce puertas, sólo se asestaron a siete, desde la vía Prenestina hasta la Flaminia, y Vitiges repartió su tropa en seis campamentos resguardados todos con foso y vallado. Por la parte del río que mira a Toscana, se formó un séptimo campamento sobre el solar o circo del Vaticano, con el intento trascendental de señorear el puente Milvio y el cauce del Tíber; pero se acercaron devotamente a la iglesia contigua de San Pedro, y el umbral de los Santos Apóstoles quedó intacto por el enemigo cristiano durante el sitio. Allá en los siglos victoriosos al decretar el Senado alguna conquista lejana, pregonaba el cónsul las hostilidades patentizando con solemnísimo boato las puertas del templo de Jano.[353] La guerra interior inutilizaba la advertencia, y se arrinconó aquel ceremonial con el establecimiento de una religión nueva. Pero descollaba siempre el templo de Jano, todo de bronce en el foro, del tamaño preciso para abarcar la estatua del Dios, de cinco codos [2,1 m] de altura, de estampa humana, pero con dos rostros encarados a levante y poniente. Las puertas dobles eran también de bronce y el empeño infructuoso de girarlas sobre sus quicios descubrió el secreto escandaloso de que había aun romanos afectos a la superstición de sus antepasados.

Emplearon los sitiados dieciocho días en habilitar los medios de embestida que inventó la Antigüedad; disponiendo haces para llenar los fosos y escalas para trepar a las almenas. Los árboles más corpulentos de las selvas suministraron madera para cuatro arietes; armaron sus testuces de hierro y cincuenta hombres ponían a cada uno de ellos en movimiento. Las torres empinadas de madera andaban sobre ruedas o rollos, y formaban como una plataforma anchurosa al nivel de los muros. A la madrugada del día 19, allá se disparó el avance general desde la puerta Prenestina hasta el Vaticano; adelantáronse al asalto siete columnas godas con sus máquinas militares, y los romanos que ceñían la muralla estaban escuchando con zozobra y desconfianza las placenteras seguridades del caudillo. Al asomar el enemigo sobre el foso, el mismo Belisario disparó el primer flechazo, y tal fue su pujanza y maestría que traspasó al más avanzado de los jefes bárbaros. Mil vivas de victorioso aplauso resonaron de extremo a extremo de las murallas, dispara segundo flechazo con igual éxito, y los mismos vítores. Dispone el general romano que los ballesteros asesten sus tiros a las yuntas de bueyes; quedan al golpe cuajuados de heridas mortales; quedan las torres que venían tirando inmobles e inservibles, y un solo trance desbarata los afanosos intentos del rey de los godos. Tras este malogro, Vitiges se aferra, o aparenta seguir en el asalto de la puerta Salaria, para embargar la atención de su contrario, mientras sus fuerzas principales se empeñan reciamente contra la puerta Prenestina y el sepulcro de Adriano, distantes una legua entre sí. Junto a la primera el vallado doble del Vivero[354] está bajo y quebrantado; las fortificaciones del segundo carecen de competente resguardo; estimulan el denuedo de los godos esperanzas de victoria y despojo, y si un solo punto flaquea, los romanos y la misma Roma quedan irreparablemente perdidos. Aquel día arriesgadísimo es el más esclarecido de la vida entera de Belisario. Entre el alboroto y el desaliento su despejo abarca todo el plan del ataque y la defensa; acecha las novedades más instantáneas, justiprecia todas las ventajas asequibles, se engolfa en lo más arduo del trance, y va traspasando su propio denuedo con órdenes terminantes y sosegadas. Sostiénese desaforadamente la refriega desde la madrugada hasta el anochecer, quedan rechazados por todas partes los godos, y cada romano puede blasonar de que ha vencido a treinta bárbaros, sin contrapesar a tantísima desproporción la superioridad de un solo individuo. Fenecieron treinta mil godos, según confesión de sus propios caudillos, en esta sangrientísima contienda, y el sinnúmero de heridos correspondió al de los muertos. Al ir al asalto arremolinados no había un tiro desperdiciado, y al retirarse la chusma de la ciudad se incorporaba en el alcance, e iba llagando a su salvo las espaldas del enemigo fugitivo. Sale Belisario de las puertas, y mientras la soldadesca entona sus loores y excelencias las máquinas godas quedan reducidas a cenizas; y es tal el quebranto y el pavor de los godos, que desde aquel día el sitio de Roma vino a reducirse a un bloqueo flojo pero angustioso, hostilizándolos de continuo el general romano, y matándoles en varias salidas más de cinco mil de sus más floridas tropas. Era lega su caballería en el manejo del arco, sus ballesteros eran de a pie, y divididas estas fuerzas no podían arrostrar a las contrarias, cuyas lanzas y flechas de cerca o de lejos eran igualmente incontrastables. La maestría sin par de Belisario afianzaba las coyunturas favorables, y escogiendo hora y sitio, embistiendo o cejando[355] por maravilla malograban sus escuadrones el lance; ventajas parciales que envalentonaron a la soldadesca y al vecindario, que iban igualmente rehuyendo las penalidades de un sitio, y menospreciando el trance de una refriega general. Cada plebeyo se conceptuaba un héroe, y la infantería que con el menoscabo de la disciplina había desmerecido su colocación en la línea de batalla, aspiraba ya a los timbres de la legión romana. Elogió Belisario el denuedo de sus tropas, desaprobó su engreimiento, se allanó a sus clamores, y dispuso de antemano el reparo de una derrota que él solo tenía aliento para maliciar. Sobrepujaron los romanos por el fuerte del Vaticano, y a no malograr el trance irreparable con el saqueo del campamento, pudieron posesionarse del puente Milvio y atacar por la retaguardia la hueste goda. Adelantose Belisario desde las puertas Pinciana y Salaria por la otra orilla del Tíber, pero su pequeño ejército, quizás de cuatro mil hombres, quedó engolfado en una llanura anchurosa; cercado y acosado por nuevos refuerzos que reponían sus quebrantos, no sabían vencer los caudillos valerosos de la infantería, murieron; la retirada fue un tanto atropellada, pero resguardola el tino del general, y los vencedores cejaron despavoridos al ver un murallón encrespado de armas. No mancilló esta derrota la nombradía de Belisario, y el desatinado engreimiento de los godos no fue menos provechoso a sus intentos que el arrepentimiento y el recato de la tropa romana.

Desde el momento en que Belisario acordó sostener un sitio, desvelose sobremanera en abastecer a Roma, para precaver el hambre, más temible que las armas godas. Trájose de Sicilia un acopio crecidísimo de trigo; arrebatáronse a viva fuerza las cosechas de Campania y Toscana para el consumo de la ciudad, y se atropellaron los derechos de la propiedad, con el móvil poderoso de la salvación pública. Era muy obvio el corte de los acueductos por el enemigo, y el cese de los molinos de agua fue el primer quebranto, que luego se remedió amarrando barcos capaces, y colocando las muelas en la corriente del río. Quedó luego el raudal empachado con los troncos de árboles y corrompido con los cadáveres, mas fueron tan eficaces las cautelas del general romano que las aguas del Tíber siguieron dando movimiento a los molinos y bebida al vecindario; los barrios lejanos se socorrían con pozos caseros y una ciudad sitiada podía sobrellevar sin destemple la privación de los baños públicos. Una gran parte de Roma, desde la puerta Prenestina hasta la iglesia de San Pablo, nunca padeció el avance de los godos; atajábanles las tropas moriscas sus correrías, el cauce del Tíber y las vías Latina, Apia y Ostia quedaron siempre expeditas y afianzadas para los abastos de trigo y carne, y la ida de los vecinos que se refugiaban por la Campania o en Sicilia. Afanado Belisario por descargarse de una muchedumbre consumidora e inservible, pregonó bandos terminantes para la salida de mujeres, niños y esclavos, exigió de sus soldados el despido de sus asistentes varones o hembras, y fijó la mitad de sus haberes en comestibles y la otra en dinero. Se patentizó luego su acierto con la escasez general de resultas de haberse los godos aposentado en dos puntos importantes por las cercanías de Roma. Con la pérdida del puerto, o como ahora se llama, la ciudad del Porto, quedó privado de la comarca a la derecha del Tíber y de la comunicación más ventajosa con el mar, y recapacitó con amarga ira que trescientos hombres, si le cupiera desprenderse de tan corta fuerza, podrían resguardar sus obras inexpugnables. A siete millas [11,26 km] de la capital, entre las vías Apia y Lucina, dos acueductos principales extraviándose una y otra vez abarcaban con sus arcos encumbrados y macizos un ámbito fortificado[356] donde Vitiges colocó un campamento de siete mil godos, para interceptar los convoyes de Sicilia y Campania. Los acopios de Roma se iban apurando, y la comarca yacía asolada a hierro y fuego, y si se lograba algún socorrillo era a costa de sangre y de riquezas; nunca faltó pienso al caballo ni pan al soldado, pero en los últimos meses del sitio se vio el vecindario acosado de privaciones, alimentos dañinos y dolencias contagiosas.[357] Belisario se enteraba y condolía de tanto padecimiento, pero había previsto el menoscabo de su lealtad y el aumento del descontento, y acechaba los pasos de su desazón descomedida. Habían los desengaños de la adversidad apeado a los romanos de sus soñadas ínfulas de libertad y encumbramiento, demostrándoles amarga y desairadamente el ningún resultado para su bienestar de que sus soberanos se apellidasen godos o latinos. Escuchaba el lugarteniente de Justiniano sus lamentos menospreciando todo asomo de huida o capitulación; enfrenaba su vocinglero afán de refriega; los embelesaba con perspectivas de rescate pronto y positivo, y se afianzaba respecto a sí mismo y a la ciudad contra los arranques de la desesperación o la alevosía. Mudaba dos veces al mes la oficialidad de las puertas; se valía de cautelas, patrullas, rondas, contraseñas, luminarias y músicas, para enterarse por puntos de cuanto estaba pasando en el ámbito de las murallas; colocábanse avanzadas y escuchas fuera de los fosos, y el desvelo constante de mastines solía suplir a la lealtad incierta de los racionales. Interceptose una carta que aseguraba al rey de los godos cómo la puerta Asinaria, contigua a la iglesia luterana, se franquearía a sus tropas (17 de noviembre de 537 d. C.) reservadamente. Varios senadores, sospechados de traición, fueron desterrados, y el papa Silverio tuvo que acudir ante el representante de su soberano, a sus reales en el palacio Pinciano.[358] Detúvose a los acompañantes por las antesalas[359] y sólo él fue admitido a la presencia de Belisario. Estaba el vencedor de Roma y Cartago modestamente sentado a los pies de Antonina recostada en su lecho imperial: callaba el general; pero se disparó el raudal de la reconvención y del amago de boca de su mujer avasalladora. Estrechado por testigos fidedignos, y por el testimonio de su propia firma, quedó el sucesor de san Pedro despojado de sus vestiduras pontificales, vestido con un hábito burdo de monje, y embarcado sin demora para un destierro lejano en el Oriente. El clero de Roma, por mandato del emperador, procedió al nombramiento de nuevo obispo, y tras su invocación solemnísima al Espíritu Santo, eligió al diácono Viplio que había cohechado el solio papal con doscientas libras [92 kg] de oro. Se imputó este logro, y por consiguiente la culpa de esta simonía, a Belisario; mas estaba el héroe a las órdenes de su esposa, pues Antonina daba pábulo a los impulsos de la emperatriz, y Teodora derramaba tesoros esperanzada de lograr un pontífice enemigo o indiferente con el concilio de Calcedonia.[360]

Participó la carta de Belisario al emperador su victoria, su peligro y su ánimo. «En cumplimiento de vuestras disposiciones nos hemos internado en el señorío de los godos y señoreado Sicilia, Campania y la ciudad de Roma, y el malogro de estas conquistas redundaría en mayor desdoro que cuanta gloria nos ha podido acarrear su adquisición. Hasta aquí hemos ido arrollando un sinnúmero de bárbaros; pero su muchedumbre pudiera al fin sobrepujar. Don de la providencia es la victoria, pero la nombradía de reyes y generales estriba en el acierto o el malogro de sus intentos. Tened a bien me explique sin rebozo; si anheláis nuestra conservación, enviadnos subsistencias, y si aspiráis a que venzamos enviadnos armas, caballos y gente. Nos han recibido los romanos como amigos y libertadores; mas en el conflicto actual o van a zozobrar por su confianza, o a exterminarnos con su traición y su odio. En cuanto a mí, en vuestro servicio está cifrada mi vida, y a vos toca el recapacitar si mi muerte en tal situación redundaría en gloria y prosperidad de vuestro reinado.» Quizá fuera igualmente próspero aquel reinado si el dueño pacífico del Oriente se desentendiera de la conquista de África e Italia; mas como Justiniano era ambicioso de nombradía, puso algún conato, aunque endeble y apocado, en sostener y rescatar a su general victorioso.

Llegaron Martín y Valeriano acaudillando un refuerzo de mil seiscientos hunos y eslavones, y como descansaron durante el invierno por los puertos de Grecia, no padeció marco ni quebranto así la gente como la caballería en el viaje, descollando al contrario con su denuedo desde la primera salida contra los sitiadores. Por el rigor del estío desembarcó Eutalio en Terracina con cuantiosos caudales para el pago de la tropa: fue adelantando cautamente por la vía Apia, e introdujo su convoy en Roma por la puerta Capena,[361] mientras Belisario por la parte contrapuesta entretenía a los godos con una escaramuza briosa y acertada. Estos auxilios oportunos, aplicados y encarecidos enteramente por el general romano, envalentonaron, o al menos esperanzaron, a la soldadesca y al vecindario.

Partió el historiador Procopio con el encargo importante de recoger cuantas tropas y abastos pudiera suministrar la Campania, o procedieran de Constantinopla; siguiole luego la misma Antonina[362] y atravesando denodadamente por los puertos del enemigo, volvió con auxilios orientales al socorro de su mando y de la ciudad sitiada. Una escuadra con tres mil isaurios ancló en la bahía de Nápoles y luego en Ostia: aportaron en Tarento más de dos mil caballos, en parte tracios, y unidos quinientos soldados de Campania y una porción de carruajes cargados de vino y harina se encaminaron por la vía Apia, desde Capua a las cercanías de Roma. Incorporáronse las fuerzas de mar y tierra a la embocadura del Tíber, y Antonina juntó un consejo de guerra. Acordose contrarrestar a remo y vela el raudal del río, y los godos se retrajeron de entorpecer con hostilidades temerarias la negociación escuchada mañosamente por Belisario. Creyeron neciamente que estaban tan sólo viendo la vanguardia de una armada y ejército que venían ya cuajando el mar Jónico y las llanuras de Campania: embeleso sostenido con el ademán altanero del general romano al dar audiencia a los enviados de Vitiges. Tras un razonamiento decoroso encareciendo la justicia de su causa, manifestaron que por amor a la paz estaban prontos a desprenderse de Sicilia. «No es menos generoso el emperador —replicó su lugarteniente con una sonrisa desdeñosa–, en cambio de un don que ya no poseéis, os brinda con una provincia antigua del Imperio, pues allá entrega a los godos la soberanía de la isla de Britania». Desechó Belisario con igual entereza y menosprecio el ofrecimiento de un tributo; pero otorgó a los embajadores godos el oír de la misma boca de Justiniano la suerte que les estaba reservada, y aparentando suma repugnancia se avino a una tregua por tres meses, desde el solsticio del invierno hasta el equinoccio de la primavera. No era prudente el atenerse a juramentos ni rehenes de bárbaros, pero la supremacía innegable del caudillo romano descolló en la colocación de sus tropas. Luego que la zozobra o el hambre precisaron a los godos para evacuar Alba, Porto y Centumcela, quedaron ejecutivamente reemplazados; reforzáronse las guarniciones de Narni, Spoleto y Petania, y los siete campamentos de los sitiadores vinieron a quedar acosados con los quebrantos de un sitio. No fueron infructuosas las plegarias y la romería, y logró mil tracios e isaurios para corroborar el alzamiento de Liguria contra su déspota, Ariano. Al mismo tiempo Juan el Sanguinario,[363] sobrino de Vitaliano, salió destacado con dos mil caballos selectos, primero a Alba y el lago Fucino, y luego a la raya del Piceno y del mar Adriático. «En esa provincia —dijo Belisario–, han depositado los godos sus familias y tesoros sin resguardo ni zozobra de peligro. Por supuesto quebrantarán la tregua; haced que palpen vuestra presencia antes que oigan vuestros movimientos; mirad por los italianos; cuidado con no dejar plaza alguna fortificada a la espalda, y guardad fielmente los despojos para su reparto cabal entre todos». «No cabría en razón —añadió riendo–, que mientras nos afanamos acá por acabar con los zánganos, nuestros hermanos más venturosos se regalasen a solas con la miel».

Habíase agolpado la nación entera de los ostrogodos sobre Roma, y vino a fenecer en su sitio. Si merece crédito un testigo inteligente cuanto menos un tercio de su hueste descomunal quedó en la demanda con las refriegas incesantes y sangrientas que se estuvieron trabando bajo los muros de la ciudad. El conocido mal clima, agravado por el estío, se deterioró más y más con el menoscabo de la agricultura y la población, y las plagas del hambre y la epidemia se fueron agravando con el desenfreno y la desavenencia de los naturales. Mientras Vitiges las había con la suerte y titubeaba entre su desdoro o exterminio, sobresaltos caseros atropellaron su retirada. Acudieron desalentados mensajeros a participarle que Juan el Sanguinario estaba allá dilatando su asolación desde el Apenino hasta el Adriático, que las preciosidades e innumerables cautivos del Piceno se hallaban en las fortificaciones de Rímini, y que el formidable caudillo había derrotado a su tío, desacatado a su capital y mancillado con su correspondencia reservada la fidelidad de su consorte, aquella hija engreída de Amalasunta. Echó sin embargo el resto Vitiges a su despedida, para asaltar o sorprender la ciudad. Descubriose un tránsito oculto por uno de los acueductos; se cohechó a dos vecinos del Vaticano para que embriagasen a la guardia de la puerta Aureliana; se ideó un ataque a la muralla por allende el Tíber, en un sitio que carecía de torres, y allá se adelantaron ya los bárbaros con hachones y escalas al asalto de la puerta Pinciana. Frustraron todo el intento los desvelos denodados de Belisario y sus veteranos, que en los trances no cebaban menos a sus compañeros; y los godos, desahuciados y hambrientos, clamaron desaforadamente por la partida, antes que expirase la tregua y se reincorporase la caballería romana. Al año y nueve días de sitio, aquel ejército tan grandioso y triunfante, quemó sus tiendas y pasó el puente Milvio (marzo, año 538 d. C.); mas no lo atravesó a su salvo, pues agolpada y comprimida la muchedumbre en la estrechez, ya su propio sobresalto, ya el alcance del enemigo, la fue ciegamente precipitando al Tíber, y el general romano disparándose por la puerta Pinciana le causó un descalabro mortal y afrentoso en su retirada. La marcha dilatada y a pausas de una hueste enferma y despavorida iba siguiendo la carretera Flaminia, de la cual tenía a trechos que desviarse, temerosa de estrellarse con las guarniciones que le atajaban el paso para Rímini o Rávena, mas era todavía tan poderoso el ejército fugitivo que entresacó Vitiges hasta diez mil hombres para el resguardo de las ciudades que más ansiaba conservar, y destacó a su sobrino Uraya con fuerza competente para el castigo de la rebelde Milán. Acaudillando su cuerpo principal sitió Rímini, distante tan sólo treinta y tres millas [53,1 km] de la capital goda. Mantúvose con muros endebles y escaso foso Juan el Sanguinario, tal era su maestría y denuedo, alternando en el afán y el peligro con el ínfimo soldado, compitiendo en teatro menos esclarecido con las prendas militares de su gran caudillo. Se inutilizaron las torres, máquinas y arietes de los bárbaros, y se rechazaron sus ataques; y luego dilatándose el bloqueo y hambreando la guarnición hasta lo sumo, se dio tregua para que se juntase y acudiese el ejército romano. Sorprendió una escuadra a Ancona, y luego siguió costeando el Adriático hasta el socorro de los sitiados. Desembarcó el eunuco Narces en el Piceno con dos mil hérulos y cinco mil de los mejores soldados del Oriente. Se forzó el peñasco del Apenino; diez mil veteranos fueron faldeando las montañas a las órdenes del mismo Belisario, y un nuevo ejército, cuyos reales centelleaban con un sinnúmero de antorchas, asomó por la carretera Flaminia. Atónitos y desesperados los godos, desampararon el sitio de Rímini, sus tiendas, estandartes y caudillos, y Vitiges, que dio o siguió el ejemplo de la huida, no hizo alto hasta escudarse con las murallas y pantanos de Rávena.

A este punto y a algunos otros, sin mutuo resguardo, vino entonces a reducirse la monarquía goda: ya las provincias de Italia seguían el bando del emperador, y su ejército reforzado ya hasta el número de veinte mil hombres, acabalara en breve la conquista, a no padecer su poderío incontrastable el sumo quebranto de la discordia entre los caudillos romanos (538 d. C.). Antes de la terminación del sitio, un acto sanguinario, mal motivado y voluntarioso, había mancillado la nombradía tersa de Belisario. Presidio, un italiano leal, y fugitivo de Rávena para Roma, fue violentamente detenido por Constantino, gobernador de Spoleto, y despojado en medio de la iglesia de dos dagas primorosamente tachonadas de oro y pedrerías. Apenas cesó el peligro general, se querelló Presidio del quebranto y la tropelía; diósele oídos, pero el usurpador engreído y avariento desobedeció el mandato de restitución. Destemplado con la demora, Presidio desaforadamente detuvo el caballo del general al atravesar el foso, y con el denuedo de ciudadano pidió el amparo común de las leyes romanas. Comprometido se hallaba el pundonor de Belisario, junta consejo, requiere la obediencia del subalterno, y tras la avilantez de su respuesta, llama a su guardia. Al verla entrar Constantino, dándose por muerto, desenvaina su espada, se abalanza al general, que sorteó velozmente el golpe al resguardo de sus amigos; desarman al ciego asesino, lo arrastran a una estancia contigua, y lo ejecutan, o más bien lo destrozan los guardias por disposición arbitraria de Belisario.[364] En aquel atropellamiento quedó trascordado el desafuero de Constantino; achacose la desesperación y la muerte de aquel oficial valeroso a las venganzas de Antonina, y todos sus compañeros, reos de iguales tropelías, se recelaron igual paradero. La zozobra del enemigo común atajó los ímpetus de la envidia y el descontento, pero con las alas de la victoria ya cercana, incitaron a un competidor poderoso para contrarrestar al conquistador de África y Roma. Encumbrado Narses repentinamente al mando de un ejército, desde el servicio palaciego como eunuco, y de la administración de rentas privadas, con su denuedo heroico que llegó a igualar el mérito y la nombradía de Belisario, fue tan sólo conducente para enmarañar y entorpecer los pasos de la guerra goda. El bando descontento atribuyó a sus atinados dictámenes el rescate de Rímini, y exhortó a Narses para apropiarse un mando separado e independiente. Exigíale Justiniano en verdad su obediencia al generalísimo en su carta, pero la excepción aciaga de «en cuanto conduzca al servicio público» franqueaba ensanches al sagaz privado, que acababa de alejarse de la conversación sagrada y familiar de su soberano. En el desempeño de aquellas facultades mal deslindadas, siempre el eunuco discordaba del parecer de Belisario, y tras de avenirse con repugnancia al sitio de Urbino, desertó del ejército a deshora, y se encaminó a la conquista de la provincia Emiliana. Guerreaban con Narses las tropas bravías y formidables de los hérulos;[365] persuadió diez mil romanos y confederados para que siguieran sus pendones; todo díscolo asía la coyuntura de vengar sus agravios personales o imaginarios, y las demás fuerzas de Belisario andaban divididas y dispersas desde las guarniciones de Sicilia hasta las playas del Adriático.

Su tesón y su maestría superaron todos los tropiezos. Tomose Urbino; se emprendieron y adelantaron esforzadamente los sitios de Térula, Orvieto y Auximo, y por fin el eunuco Narses tuvo que acudir a sus quehaceres palaciegos. Atajáronse las desavenencias, y toda contraposición yació a las plantas del comedido general romano, a quien sus émulos tenían que tributar aprecio, y Belisario iba más y más encargando la advertencia provechosa de que las fuerzas del Estado debían aunarse en un solo cuerpo, y animarse por una alma. Mas lograron los godos un respiro con el vaivén de estas discordias; malogrose la estación aventajada; Milán quedó asolada y una inundación de francos vino a plagar las provincias septentrionales de Italia.

Al idear Justiniano la conquista de Italia, envió embajadores a los reyes de los francos amonestándolos por el mancomún de su religión y alianza, para acompañarlo en su santa empresa contra los arrianos (538-539 d. C.). Los godos, por cuanto eran más urgentes sus apuros, acudieron a otra persuasiva más eficaz, y se empeñaron en vano, por medio de territorios y dinero, en conseguir la amistad, o por lo menos la neutralidad de nación tan liviana y alevosa.[366] Mas apenas las armas de Belisario y el alzamiento de los italianos habían quebrantado la monarquía goda, Teodeberto de Austrasia, el más guerrero y poderoso de los reyes merovingios, se avino a aliviar sus conflictos con un auxilio indirecto y oportuno. Diez mil borgoñones, sus nuevos súbditos, sin esperar la anuencia de su soberano, bajaron de los Alpes y se incorporaron con las tropas enviadas por Vitiges para castigar la rebeldía de Milán. Tras un sitio porfiado, tuvo la capital de Liguria que rendirse por hambre, sin que mediase más capitulación que la retirada a salvo de la guarnición romana. Dacio, el obispo católico que había arrebatado sus feligreses a la rebeldía[367] y al exterminio, allá huyó en pos del boato y los timbres de la corte bizantina;[368] mas el clero, quizás arriano, feneció al pie de sus mismos altares por los defensores del catolicismo. Se cuenta que murieron hasta trescientos mil varones;[369] cediéronse las hembras a los borgoñones con los mejores despojos, y las casas, o a lo menos las murallas de Milán, quedaron arrasadas. Desagraviáronse los godos en su trance postrero exterminando a una ciudad segunda a Roma en vecindario y opulencia, y en la extensión y brillantez de su caserío, y sólo Belisario se condolió de la suerte de sus entrañables y desamparados amigos. Engreído con este logro, la primavera inmediata, el mismo Teodeberto anegó las llanuras de Italia con un ejército de cien mil bárbaros.[370] Cabalgaban, armados de lanzas, el rey y su propia comitiva; la infantería, sin arcos ni picas, se contentaba con broquel, espada y hacha doble, que en sus manos era un arma certera y mortal. Tembló Italia al asomo de los francos; y el príncipe godo y el general romano al par esperanzados o despavoridos, acudieron igualmente tras la amistad de aliados tan azarosos. Disimuló su intento el nieto de Clodoveo, hasta tener afianzado el tránsito del Po con el puente de Pavía, y entonces su declaración fue asaltar casi al mismo tiempo los campamentos contrapuestos de romanos y godos. Huyeron igual y atropelladamente en vez de juntar sus fuerzas, y las provincias pingües pero asoladas de la Liguria y Emilia quedaron patentes al desenfreno de una hueste bárbara, cuya saña no amainaba con pensamientos de conquista o permanencia. Cuéntase Génova, no de mármol todavía, entre las ciudades arruinadas, y parece que la mortandad de millares según el achaque de la guerra horrorizó menos que los sacrificios idólatras de mujeres y niños, que se verificaron bárbaramente en los reales de un rey cristianísimo. Si no mediase la verdad lastimera de que siempre los padecimientos recaen sobre la inocencia desvalida, se engreiría la historia con el desamparo de los conquistadores, que, en medio de sus riquezas, carecían de pan y de vino teniendo que beber las aguas del Po, y que comer la carne de ganados enfermizos. Arrebató la disentería un tercio de la hueste, y el afán de los súbditos que clamaban por tramontar los Alpes inclinó a Teodeberto para oír con acatamiento los exhortos comedidos de Belisario. Perpetuose en las monedas de la Galia la memoria de campaña tan desairada y asoladora, y Justiniano, sin desenvainar la espada, ostentó el dictado de vencedor de los francos. Lastimó la vanagloria del emperador el príncipe merovingio, quien aparentó condolerse de la postración de los godos, y corroboró su ofrecimiento fementido de hermandad íntima con la promesa de apearse de los Alpes, acaudillando a quinientos mil hombres. Descomunales y quizás soñados eran sus planes de conquista amagando castigar a Justiniano, asomar a las puertas de Constantinopla,[371] cuando lo volcó y mató[372] un toro silvestre[373] en su cazadero de las selvas belgas o germanas.

Expedito ya Belisario de enemigos propios y extraños, dedicó todo su ahínco al allanamiento de Italia entera. En el sitio de Osimo iba a quedar traspasado de un flechazo, cuando uno de sus guardias atajó el golpe mortal; oficiosidad entrañable que lo privó del uso de su mano. Los godos de Osimo, hasta cuatro mil guerreros, con los de Térula y los Alpes Corianos, fueron de los últimos que sostuvieron su independencia, y su gallardísima defensa, al paso que extremaba el sufrimiento, se granjeó el aprecio del vencedor. No se avino su cordura a concederles el salvoconducto que pedían para incorporarse con sus hermanos en Rávena; pero rescataron con su capitulación decorosa, cuando menos, la mitad de sus riquezas, con la alternativa a su albedrío de retirarse pacíficamente a sus Estados, o servir al emperador en sus guerras de Persia. La muchedumbre que aún seguía las banderas de Vitiges sobrepasaba con mucho al número de la tropa romana; pero ni instancias, ni recelos, ni el sumo peligro de sus más leales súbditos pudieron impedir que el rey godo dejase las fortificaciones de Rávena. Eran éstas en verdad inexpugnables para el arte y la prepotencia, y al plantear su sitio Belisario luego se hizo cargo de que sólo el hambre alcanzaba a doblegar el tesón de los bárbaros. Mar, tierra y cauces del Po quedaron atajados con el sumo desvelo del general romano, y su moralidad daba a los derechos de la guerra el ensanche de envenenar las aguas[374] e incendiar sigilosamente los graneros[375] de una ciudad sitiada.[376] Mientras estaba estrechando el bloqueo de Rávena, sobrecogiole la llegada de dos enviados de Constantinopla con un tratado de paz que acababa de firmar torpemente Justiniano, sin dignarse contar con el fraguador de su victoria. Por aquel convenio desairado e insubsistente, dividíanse Italia y el tesoro godo, quedándole las provincias allende el Po, con el dictado real, al sucesor de Teodorico. Esmeráronse los enviados en realizar su benéfico arreglo; el acorralado Vitiges aceptó de buena gana el inesperado brindis de una corona, el pundonor pudo menos con los godos que la urgencia y el afán de alimento, y los caudillos romanos murmuradores ya de la continuación de la guerra se rindieron absolutamente a las disposiciones del emperador. Si Belisario hubiera atesorado tan sólo el denuedo de un soldado, el desbarro de un dictamen apocado y envidioso le hubiera arrebatado los laureles de su mano; mas en aquel trance decisivo, se arrojó con la magnanimidad de un estadista a cargar con el peligro o el mérito de la desobediencia. Todos sus oficiales fueron extendiendo por escrito su parecer de que el sitio de Rávena era inasequible y en suma desahuciado, y entonces el general desechó el tratado de la partición y manifestó su resolución de llevar a Vitiges aherrojado a las plantas de Justiniano. Retiráronse los godos con zozobra y desaliento, pues aquella denegación terminante los defraudaba de la única firma fidedigna, y acabó de persuadirlas de que el perspicaz enemigo estaba enterado muy cabalmente de su conflicto. Fueron parangonando la nombradía y los aciertos de Belisario con la flaqueza de su mal aventurado monarca, y dimanó del cotejo un intento descompasado al cual tuvo que avenirse Vitiges con aparente conformidad. Toda partición era un quebranto de pujanza, y el destierro un desdoro para la nación, pero brindaban con sus armas, tesoros, y fortaleza de Rávena, si Belisario se desentendía de su soberano, y admitía el nombramiento de los godos, revistiéndose, como merecía, del reino de Italia. Si el oropel de la diadema cohechase a un súbdito leal, su tino debía manifestarle la inconstancia de los bárbaros, y su ambición discreta había de anteponer la jerarquía sólida y relevante de un general romano. Hasta el sufrimiento y la complacencia estudiada con que alternó en un coloquio de alevosía podría dar salida a interpretaciones malvadas; pero engreíase el lugartemente de Justiniano con su entrañable pundonor; se engolfó por un sendero emboscado, para recabar de los godos un rendimiento voluntario, y su maestría llegó a convencerlos de que se avendría a sus anhelos, sin ofrecerse a formalizar un ajuste que interiormente estaba aborreciendo. Pactose el día de la rendición de Rávena con los mensajeros godos: se encamina una escuadra cargada de abastos, a fuer de huésped halagüeño, a las íntimas entradas de la bahía: ábrense las puertas al soñado rey de Italia, y Belisario, sin tropezar con ningún enemigo, fue entrando triunfalmente por las calles de una ciudad inexpugnable[377] (diciembre de 539 d. C.). Atónitos quedaron los romanos con tamaño logro; la muchedumbre de bárbaros membrudos y agigantados se confundió al presenciar su propio allanamiento; y las mujeres varoniles escupiendo al rostro de sus hijos y maridos prorrumpieron en amarguísimos denuestos contra los traidores de su señorío avasallándose a los enanillos del mediodía tan despreciables por su número como por su menguada estatura. Antes que los godos volvieran en sí de su primer asombro, y requiriesen el cumplimiento de sus mal seguras esperanzas, afianzó el vencedor su poderío en Rávena contra todo asomo de arrepentimiento y rebeldía. Vitiges, que tal vez intentó fugarse, estuvo honoríficamente custodiado en su Palacio;[378] se tomó la flor de la juventud goda para el servicio del emperador, se franqueó a los restantes su regreso pacífico a las habitaciones propias por las provincias del mediodía, y se invitó a los italianos para acudir y formar una colonia en reemplazo del vecindario descaminado. Fueron los pueblos y las aldeas de Italia remedando en la sumisión a su capital aún sin asomar a sus confines los romanos; y los godos independientes que permanecían armados en Pavía y Verona se apresuraron por avasallarse a Belisario; pero su lealtad incontrastable tan sólo como sustituto de Justiniano pasó a juramentarlos, sin que se agraviara por la reconvención de sus diputados de querer ser más bien esclavo que rey.

Tras la segunda victoria de Belisario, siguió secreteando la envidia, Justiniano escuchando, y se llamó al adalid (540 d. C.y ss.). «Ya lo restante de la guerra goda no merecía su presencia, considerábase graciable el soberano por galardonar sus servicios, y acudir a su sabiduría, y sólo él alcanzaría a escudar el Oriente contra los ejércitos innumerables de la Persia». Enterose Belisario del recelo, se conformó con el pretexto, embarcó en Rávena despojos y trofeos, y demostró con su ejecutiva obediencia que su remoción tan disparada del gobierno de Italia era no menos injusta que podía ser desestimada. Recibió el emperador con agasajo honorífico tanto a Vitiges como a su más esclarecido compañero; y avenido el rey godo con la creencia atanasia, le cupo una grandísima hacienda en Asia; con la jerarquía de patricio y senador[379] todos los circunstantes contemplaban a su salvo el brío y la estatura de la juventud bárbara, la cual adorando el solio prometió derramar su sangre en servicio de su bienhechor. Depositó Justiniano en su palacio bizantino los tesoros de la monarquía goda, y se franqueaban a veces al Senado absorto y lisonjero mas se encubrían siempre a la generalidad del vecindario; y el conquistador de Italia renunció sin murmullo, y quizás sin un lamento, al agasajo muy dignamente devengado de su segundo triunfo. Descollaba con efecto su gloria sobre todo género de boato, y el acatamiento y asombro de su patria, aun en época tan esclava, arrollaba las alabanzas palaciegas estudiadamente melindrosas, pues se mostraba colgado el pueblo entero al asomar Belisario por las calles o plazas de Constantinopla. Gallardo y majestuoso correspondía al concepto que infundía su heroísmo; graciable y cariñoso alternaba con los ínfimos ciudadanos, y la comitiva marcial que lo acompañaba lo iba dejando más accesible que en medio de una refriega. Servíanle siete mil jinetes, a cual más descollante en brillantez y denuedo mantenido a sus expensas.[380] Incontrastables al par en lid personal o en la vanguardia de una formación, aclamábanlos todos como los arrolladores de la hueste bárbara en el sitio de Roma. Reclutábanse más y más con los valentones y leales sobresalientes entre los enemigos, y sus cautivos ya venturosos competían, vándalos, moros y godos, en su afán con los secuaces más íntimos. Tan dadivoso como justiciero se ganó el cariño de sus soldados sin malquistarse con el paisanaje. Acudía con medicamentos y caudales a los dolientes y heridos, y mucho más eficazmente con las visitas risueñas y explayadoras del mismo caudillo. Repasaba enseguida el malogro de un arma o de un caballo, y el regalo honorífico de un collar o de un brazalete era el galardón de alguna proeza, realzado con el tino cabal de todo un Belisario. Los labradores disfrutando paz y abundancia a la sombra de sus banderas lo idolatraban. Las marchas de un ejército romano, en vez de perjudicarlos redundaban siempre en ventaja de las campiñas, y tan esmerada era la disciplina en los campamentos que ni se cogía una manzana en los árboles, ni asomaba un sendero por las mieses. Era Belisario recatado y parco, pues ni en los ensanches de la vida militar se le vio jamás beodo, ni admitió beldad alguna vándala o goda, con que le brindaban como cautiva, volviendo la espalda a su embeleso y conservando lealtad inviolable a su consorte Antonina. El historiador que estuvo presenciando sus hazañas echó siempre de ver que en los trances mas críticos era valeroso sin temeridad, cuerdo sin zozobra, pausado o ejecutivo, según lo requerían los lances, que en los sumos conflictos descubría o aparentaba esperanzas, y que en la cumbre de su prosperidad seguía manifestándose candoroso y comedido. Con tantísimas prendas igualó o sobrepasó a los maestros antiguos del arte militar, y la victoria por mar y por tierra acompañó siempre sus armas. Sojuzgó África, Italia y su isla; aherrojó en cautiverio a los sucesores de Genserico y Teodorico, atesoró en Constantinopla las alhajas de sus palacios, y en el término de seis años recobró la mitad de las provincias del Imperio occidental. En mérito y nombradía, en haberes y poderío, descolló entre los súbditos romanos; tan sólo la envidia pudo abultar su grandiosa trascendencia, y podía el emperador engreírse de su atinado discernimiento en haber descifrado y engrandecido el numen de Belisario.

Costumbre fue de los triunfos romanos colocar en zaga de la carroza un esclavo para recordar al vencedor la inestabilidad de la suerte y los achaques de la naturaleza humana. Allanose Procopio en sus anécdotas a tan ruin y desabrido encargo. Podrá el lector pundonoroso arrojar lejos de sí el libelo, mas el testimonio de los hechos quedará estampado en su memoria, y tendrá que confesar a su despecho el tizne en la nombradía y las prendas de Belisario que le acarrearon las liviandades y desafueros de su mujer, y que se apellidó el héroe con un apodo de sonido indecoroso para la pluma de un historiador.

Era la madre de Antonina una ramera teatral,[381] y padre y abuelo profesaron en Tesalónica y Constantinopla el ejercicio deshonroso, aunque ganancioso, de carruajeros. En los redoblados vaivenes de la suerte fue ya compañera, ya enemiga, sirvienta y favorita de la emperatriz Teodora: amistolas el idéntico rumbo de sus deleites, anhelos y voluntariedades, desviáronse por celos en sus devaneos, pero luego las reconcilió la participación en su desenfreno. Tuvo Antonina, antes de su enlace con Belisario, un marido y un sinnúmero de amantes; Focio, hijo del primer desposorio, sobresalió ya de tierna mocedad en el sitio de Nápoles, y hallábase allá en el otoño de su edad y hermosura cuando se estrechó escandalosamente[382] con un mancebo Tracio. Habíase educado Teodosio en la herejía eunomia; realzose el viaje africano con el bautizo y el apellido propicio del primer soldado en el embarque y los padres espirituales[383] Belisario y Antonina prohijaron de todo punto al ahijado en su propia familia. Bastardeó antes de aportar en África el parentesco sagrado con intimidad sensual, y como luego Antonina traspasó los linderos del miramiento y el recato, sólo el general romano vivía ajeno de su propia deshonra. Sobrecogiolos en Cartago allá en una bodega solos, acalorados y casi desnudos. Ardían sus ojos en ira: «Con la ayuda de esta mano —prorrumpió Antonina sin inmutarse–, estaba aquí poniendo nuestras alhajas a buen recaudo para ocultarlas a Justiniano». Vistiose el mancebo, y el marido condescendiente se avino a descreer el testimonio de su propia vista. La oficiosidad de Macedonia apeó en Siracusa a Belisario de aquel halagüeño y tal vez voluntario embeleso, y la sirvienta, después de afianzarse bajo juramento, citó a dos camareras que habían igualmente presenciado los adulterios de Antonina. Con su fuga apresurada al Asia sorteó el amante la justicia del marido agraviado, quien lo había mandado matar por uno de su guardia; pero los llantos de Antonina y sus halagos fementidos, desimpresionaron al crédulo héroe de su demasía, y se avillanó, contra su compromiso y concepto, hasta desamparar a los amigos indiscretos que habían osado manifestar o maliciar los descarríos de su mujer. La venganza de una mujer delincuente es de suyo implacable y sanguinaria; el ejecutor de sus atrocidades prendió sigilosamente en Macedonia a los dos testigos, les cortó la lengua, fue desmenuzando sus cuerpos, y arrojó los restos al mar de Siracusa. Un dicho atinado, pero temerario, de Constantino: «Antes castigara yo a la adúltera que al mancebo» encarnó hondamente en el ánimo de Antonina, y dos años después, cuando la desesperación disparó al infeliz contra su general, su dictamen homicida decidió y atropelló su ejecución. Ni aun perdonó la madre a las iras de Focio, pues el destierro del hijo fue labrando el regreso del amante; y Teodosio se allanó a las instancias encarecidas y sumisas del conquistador de Italia. Árbitro en la mayordomía de su casa y en comisiones grandiosas de paz y guerra,[384] el íntimo mancebo medró ejecutivamente hasta el haber de cuatrocientas mil libras esterlinas, y aun vuelto a Constantinopla siguió el desenfreno de Antonina con la misma violencia; pero zozobras, escrúpulos y tedio tal vez, formalizaron los pensamientos de Teodosio. Temeroso del escándalo ya tan sonado por la capital y de los ciegos ímpetus de la enamorada, se desenlazó de su intimidad y retirándose a Éfeso, se afeitó la cabeza y se refugió en el santuario de la vida monástica. Se disparó la nueva Ariadna con extremos tan sólo disculpables por la muerte del marido; lloró, se desgreñó y atronó el palacio con sus alaridos, pues «había malogrado el amigo más entrañable, más leal y más desalado», pero ni sus ruegos acalorados, robustecidos con las instancias de Belisario, alcanzaron a desprender al santo monje de las soledades de Éfeso, y tan sólo al partir el general para la campaña de Persia se recabó de Teodosio su regreso a Constantinopla, y el breve plazo hasta la partida de la misma Antonina se dedicó todo, y sin rebozo, al cariño y al deleite.

Cabe en un filósofo el compadecer y perdonar los achaques de la naturaleza femenina que no le redundan en quebranto efectivo, mas se hace menospreciable todo marido que está viendo y tolerando su propia afrenta en la de una esposa. Siguió Antonina acosando a su hijo con saña implacable, y el gallardo Focio[385] estuvo padeciendo sus persecuciones recónditas aun en los reales allende el Tigris. Airado con tanta tropelía, y con la afrenta de su linaje, mudó por su parte todo afecto natural, y reveló a Belisario la bastardía de una mujer holladora de los vínculos de madre y de consorte. Asombrado y sañudo el general, estuvo demostrando su ingenua ceguedad, estrechó en sus brazos al hijo de Antonina y lo amonestó a tener más presentes sus obligaciones que su nacimiento, confirmando ante las aras sus protestas sacrosantas de venganza y defensa recíproca. La ausencia quebrantó el predominio de Antonina, y al presentarse a Belisario a la vuelta de Persia, la encarceló amenazándola de muerte. Focio, más acalorado y menos propenso al indulto, acudió a Éfeso, se enteró por un eunuco fiel de su madre de todas sus demasías; afianzó a Teodosio y sus tesoros en la iglesia de San Juan Apóstol, y ocultó sus cautivos, reservando su ejecución para una fortaleza arrinconada y segura de Sicilia. Era irremisible este desafuero tan violento, y la emperatriz se declaró por Antonina, cuya privanza nueva dimanaba de haberla servido en la deposición reciente de un prefecto, y el destierro y muerte de un papa. Llamose, al fin de la campaña, a Belisario, quien obedeció como siempre al mandamiento imperial. Ni cupo en su ánimo rebeldía, ni a pesar del atropellamiento de su pundonor asomó un impulso de insubordinación en su pecho, y al abrazar a su esposa por disposición, y tal vez en presencia de la emperatriz, el marido afectuoso se mostró propenso a indultar y a quedar perdonado. La dignación de Teodora tenía reservada para su compañera otra fineza más aventajada: «He hallado —prorrumpió–, otra joya de imponderable valor; jamás la vieron ojos mortales, pero su vista y posesión corresponden a mi amiga del alma». Enardecida y desalada de curiosidad Antonina, se abre de repente la puerta de un aposento y mira a su amante descubierto y sacado de su prisión recóndita por la eficacia de los eunucos. Pasmada y muda al pronto, prorrumpe en exclamaciones disparadas de agradecimiento y regocijo, apellidando a Teodora su reina, su bienhechora y su glorioso amparo. Mimaron y engalanaron esmeradamente en palacio al monje de Éfeso, pero en vez de encargarse, como le ofrecieron, del mando de las huestes romanas, falleció Teodosio con los extremos de su primer encuentro amoroso, y el quebranto de Antonina tan sólo podía templarse con los padecimientos del hijo. Mozo de jerarquía consular y de complexión enfermiza, fue castigado sin sumaria, a manera de salteador o de esclavo, mas fue tal su tesón, que aguantó el tormento del látigo y el potro sin quebrantar la fe jurada a Belisario. Tras esta crueldad infructuosa, mientras la madre se estaba holgando con la emperatriz, quedó empozado en una mazmorra de perpetua noche. Huyó dos veces a los santuarios más venerables de Constantinopla Santa Sofía y la Virgen; mas tan empedernidos estaban sus tiranos para la piedad como para la religión, y en medio de los clamores del clero y el vecindario se lo arrastró de nuevo del altar a la mazmorra. Más venturosa fue la tercera tentativa, pues a los tres años el profeta Zacarías, o algún amigo entrañable, aprontó los arbitrios para su fuga, burló los atalayas y guardas de la emperatriz, y tomó el hábito de monje; y muerto Justiniano, el abad Focio se dedicó a hermanar y arreglar las iglesias de Egipto. Padeció el hijo cuanto puede dañar un enemigo, pero el sufrido esposo cargó con el martirio más intenso, de quebrantar su promesa y desamparar a su amigo.

Salió Belisario de nuevo en la campaña inmediata para Persia; salvó Oriente, pero agravió a Teodora, y quizás al mismo emperador. Enfermó Justiniano y motivó la hablilla de su fallecimiento, y bajo el supuesto de aquel acontecimiento verosímil, se expresó con arranques de ciudadano y de guerrero. Su compañero Buzes, en carrera y en dictámenes, perdió su jerarquía, su libertad y su salud con las persecuciones de la emperatriz; pero el arrinconamiento de Belisario se suplía con el señorío de su índole y el influjo de su mujer, que anhelaba sojuzgar mas no destruir al partícipe de su engrandecimiento. Aun se cohonestó su remoción con la protesta de que el menoscabo padecido en Italia cifraba su restablecimiento únicamente en la presencia de su vencedor. Mas no bien asomó solo y desvalido, cuando se envió una comisión enemiga a Oriente, para embargar sus tesoros y acriminar sus pasos, repartiéronse sus guardias y veteranos que seguían su bandera particular, entre los demás caudillos del ejército, y hasta sus eunucos se desmandaron en términos de sortearse sus dependientes en campaña. Al atravesar con escasa y desaliñada comitiva las calles de Constantinopla, todo se volvía asombro y lástima en el vecindario. Recibiéronle Justiniano y Teodora con despegada ingratitud, la caterva palaciega con insolente menosprecio, y por la tarde se retiró con trémulos pasos a su palacio desierto. Encerrose en su estancia Antonina, por indisposición efectiva o aparente, y se estuvo paseando con desdeñoso silencio por un pórtico inmediato, mientras Belisario se tendió sobre su lecho, con tártagos de amargura y pavor, esperando la muerte que había tantas veces arrostrado, bajo los muros de Roma. Ya muy anochecido, llega un mensajero de la emperatriz: abre con ansiosa congoja la carta portadora de su sentencia. «No podéis ignorar lo muchísimo que habéis merecido mi desagrado; agradezco los merecimientos de Antonina, y a ellos y a su intercesión os conservo la vida, con gran parte de esos tesoros que correspondían al Estado. Acreditad en lo venidero vuestro agradecimiento, no con palabras, sino con obras, como es muy debido.» No me cabe creer ni referir el embeleso con que se cuenta recibió el héroe tan afrentoso indulto. Postrose ante su mujer, besó los pies de su salvadera, y prometió compungidamente profesarse de por vida esclavo rendido y agradecidísimo de Antonina. Impusiéronle una multa de ciento veinte mil libras esterlinas, y con el cargo de conde y caballerizo mayor, aceptó el mando de la guerra de Italia. Al partir de Constantinopla, sus amigos y el público dieron por sentado que recobrando su libertad, renunciaría a todo disimulo, y que su mujer, Teodora, y quizás el mismo emperador, quedarían sacrificados al justísimo desagravio de un rebelde pundonoroso. Burló sus esperanzas, y el sufrimiento y la lealtad incontrastable de Belisario asoman allá como inferiores o superiores a la esencia del Hombre.[386]