XLIX
INTRODUCCIÓN, CULTO Y PERSECUCIÓN DE LAS IMÁGENES - REBELIÓN DE LA ITALIA Y DE ROMA - DOMINIO TEMPORAL DE LOS PAPAS - CONQUISTA DE LA ITALIA POR LOS FRANCOS - ESTABLECIMIENTO DE LAS IMÁGENES - ÍNDOLE Y CORONACIÓN DE CARLOMAGNO - RESTABLECIMIENTO Y MENOSCABO DEL IMPERIO DE OCCIDENTE - INDEPENDENCIA DE ITALIA - CONSTITUCIÓN DEL CUERPO GÉRMÁNICO
En el enlace de la Iglesia con el Estado he tenido que conceptuar a la primera como únicamente subalterna y relativa al segundo; sesgo muy provechoso, si se hubiese llevado siempre por delante esta máxima, así en la realidad como en su historia. La filosofía oriental de los gnósticos, aquel piélago inapeable de la predestinación y de la gracia y el peregrino trueque de un mero remedo en la sustancia del cuerpo de Cristo,[1137] allá queda todo orillado y en manos de los teólogos especulativos. Pero he ido escudriñando con esmero y complacencia los móviles de la parte eclesiástica que han trascendido eficazmente al menoscabo y derribo del Imperio Romano, a saber, la propagación del cristianismo, la constitución de la Iglesia católica, el vuelco del paganismo, y las sectas que fueron brotando de las contiendas misteriosas sobre la Trinidad y la Encarnación. Tenemos que encabezar esta clase con el culto de las imágenes tan reciamente batallado en los siglos VIII y IX, puesto que una reyerta de superstición popular acarreó la rebelión de Italia, la potestad temporal de los papas y el restablecimiento del Imperio Romano en el Occidente.
Horrorizaba a los cristianos primitivos el uso como el abuso de las imágenes, y esta aversión corresponde a su entronque con los judíos y su encono con los griegos. Vedaban las leyes de Moisés rigurosísimamente toda representación de la Trinidad, y vivía aquel precepto siempre arraigado en el interior y en la práctica del pueblo escogido. Acertaban los apologistas cristianos sus agudezas contra los insensatos idólatras que se postraban ante el artefacto de sus propias manos; aquellas imágenes de bronce y mármol, que si estuvieran dotadas de sentido y movimiento allá se dispararan de sus pedestales para idolatrar el numen sobrehumano de sus artífices.[1138] Tal vez algunos de los recién convertidos a medias de la grey gnóstica, dieron en coronar las estatuas de Cristo y de san Pablo con los timbres profanos que solían tributar a los de Aristóteles y de Pitágoras;[1139] pero la religión pública de los católicos era toda sencilla y espiritual, y la primera especie acerca de pinturas asoma en la censura del concilio de Iliberis, a los trescientos años de la era cristiana. Con los sucesores de Constantino, en la lozanía pacífica de la Iglesia triunfadora, la cordura de algunos obispos se avino a franquear una superstición visible al afán de la muchedumbre; y tras el exterminio del paganismo, ya no los enfrenaba la zozobra de un parangón odioso. El arranque del culto simbólico se cifró en la adoración de la cruz y de las reliquias. Los santos y los mártires cuya intercesión se estaba implorando, se hallaban sentados a la diestra de Dios; pero las finezas graciables y aun sobrenaturales que iban brotando de sus túmulos, en la aprensión popular, venían a sancionar indisputablemente a los peregrinos devotos, que visitaban, tocaban y besaban, aquellos restos exánimes, los recuerdos de sus méritos y padecimientos.[1140] Pero recuerdo más interesante que la calavera o las sandalias de un benemérito ya fallecido, es el trasunto fiel de su cuerpo y sus facciones retratadas al vivo con el primor de la pintura o la escultura. Semejantes traslados tan geniales con el temple humano, merecieron el afán de la amistad entrañable y del aprecio público: adorábanse las imágenes de los emperadores romanos con obsequios civiles y casi religiosos; rendíanse acatamientos, menos ostentosos, pero más ingenuos, a las estatuas de sabios y de patricios, y aquellas virtudes profanas, aquellos pecados esplendorosos en presencia de los sagrados varones, que morían por su patria celestial y sempiterna. Al punto mediaron cautelas y escrúpulos en el experimento, y se dedicaron estudiadamente los rasgos edificativos para instruir al ignorante, enardecer al tibio y halagar las preocupaciones de los prosélitos paganos. A pasos lentos, pero inevitables, el obsequio del original se trasladó a la copia: el cristiano fervoroso rogó a la imagen de un santo, y los ritos del gentilismo, arrodillamientos, luminarias o incienso, se fueron entrometiendo por la Iglesia católica. Enmudecieron la razón y la religiosidad con la evidencia palpable de las visiones y de los milagros, y pinturas con habla, movimiento y sangre, debían exhalar una virtud divina y conceptuarse como objetos muy adecuados de adoración religiosa. El pincel más denodado debió estremecerse con el intento temerario de ir deslindando con líneas y matices el espíritu infinito, y Padre sempiterno que se embebe en el universo y lo sostiene.[1141] Pero todo ánimo supersticioso se avenía mejor a rasguear y reverenciar a los ángeles, y ante todo al hijo de Dios bajo figura humana, que se dignaron revestir sobre la tierra. La segunda persona de la Trinidad quedó revestida a un cuerpo efectivo y mortal; pero este cuerpo se encumbró a los cielos, y no abultando con alguna semejanza a la vista de sus discípulos, el culto espiritual de Cristo peligraba de trasponerse con las reliquias y figuraciones de los santos. Igual condescendencia se requería, e interesaba, para la Virgen María; ignorábase su paradero después de difunta, y la creencia de griegos y latinos la ensalzó a los cielos en cuerpo y alma. Quedó incontrastablemente planteado el uso, y aun el culto de las imágenes en todo el siglo VI, la fantasía acalorada de griegos y asiáticos se prendó de ella desaladamente; engalanáronse el Panteón y Vaticano, con los emblemas de la nueva superstición, pero los bárbaros cerriles, y el clero arriano se aficionaron con más tibieza a este remedo de idolatría. Aquellas formas endiosadas que estaban poblando, en bronce y en mármol, los templos de la Antigüedad, lastimaban el pensamiento de los griegos cristianos, y una superficie tersa de matices se ha conceptuado siempre un género de imitación más inocente y decorosa.[1142]
El realce y trascendencia de una se cifran esencialmente en su semejanza con el original, mas ignoraban absolutamente los cristianos primitivos las facciones del Hijo de Dios, de su Madre y de sus apóstoles; pues la estatua de Cristo en Paneas de Palestina[1143] era probablemente la de algún salvador personal; reprobáronse los gnósticos y sus monumentos profanos, y la fantasía de los artífices cristianos a los remedos encubiertos de algún dechado pagano. En tantísimo apuro un invento peregrino afianzó a un tiempo la semejanza de la imagen y la inocencia del culto. Alzose otro andamio de patraña sobre el quicio popular de una leyenda siria, a saber la correspondencia de Cristo con Abguro, tan sonado en tiempo de Eusebio, y con tanta repugnancia orillado por nuestros defensores modernos. El obispo de Cesárea[1144] menciona la epístola[1145] pero trascuerda harto impropiamente la pintura de Cristo,[1146] aquella impresión cabal de su rostro en un lienzo, con la cual halagó la creencia del extranjero real que había invocado su potestad curativa, y le brindaba con la ciudad fuerte de Edesa, para escudarlo contra la maldad de los judíos. La ignorancia de la Iglesia primitiva se patentiza con el dilatado encierro de la imagen allá en un nicho de la pared, de donde, tras un olvido de cinco siglos lo rescató el acuerdo de algún obispo y logró exponerlo a la devoción de los tiempos. Su primera y más esclarecida hazaña fue libertar la ciudad de las armas de Cosroes Nushirvan; y se reverenció luego como prenda de la promesa divina de que nunca enemigo extraño avasallaría a Edesa. Es en verdad positivo que el texto de Procopio está atribuyendo ambos rescates de Edesa al tesón y caudales del vecindario, que feriaron la reparación y contrastaron los asaltos del monarca persa. Ignoraba el historiador profano el testimonio que está comunicando en la página eclesiástica de Evagrio de haberse colocado el palacio sobre la muralla, y que los rociados con que bañaron el rostro sagrado, en vez de apagar dieron nuevo pábulo a las llamas de los sitiados. Tras un servicio tan señalado se estuvo conservando la efigie de Edesa con veneración y agradecimiento; y si los armenios desecharon aquella leyenda, los griegos, más crédulos, siguieron adorando el remedo, que no era de pincel mortal, sino trasunto inmediato del original sobrehumano. La entonación y los arranques de un himno bizantino van a patentizar cuánto distaba aquel culto de la torpe idolatría. «¿Cómo cabe contemplar nosotros con ojos mortales esa efigie cuyo resplandor celeste no se aviene a considerar la hueste del Empíreo? Aquel habitador del cielo se allana a visitarnos hoy con su imagen venerable. Él, sentado sobre los querubines, nos agasaja hoy con una pintura que delineó el mismo Padre con su diestra inmaculada, rasgueándola de un modo inefable para que la santifiquemos adorándola con zozobra y cariño». En todo el siglo VI fueron ya cundiendo aquellas imágenes, labradas sin manos (en griego es una sola voz, ayuciros)[1147] por los campamentos y ciudades del Imperio oriental[1148] siendo objetos de culto e instrumentos de milagros y en los trances de pelea o de alboroto su presencia venerable esperanzaba, enardecía o enfrenaba las legiones romanas. Estas pinturas, la mayor parte trasuntos del pincel humano, tan sólo podían aspirar a semejanza allá remota y a realces impropios; mas las había de encumbrado entronque retrayendo al original por su contacto positivo, y por tanto dotadas de virtud milagrosa y engendradora. Era suma ambición el hermanarse, cuanto más emparentar, con la efigie de Edesa; y tal es la verónica de Roma o España o Jerusalén que Jesucristo en su agonía y sudor sangriento, se la apretó al rostro y se la entregó a la santa matrona. Se trasladó luego el antecedente eficaz a la Virgen María y a los santos y mártires. En la iglesia de Dióspolis en la Palestina, las facciones de la Madre de Dios[1149] estaban hondamente estampadas sobre una columna de mármol: san Lucas fue con su pincel condecorando levante y poniente; y aquel evangelista, que tal vez era médico, tuvo que dedicarse al ejercicio de pintor tan profano y odioso para los cristianos primitivos. El Júpiter Olímpico fantaseado por la musa de Homero y el cincel de Fidias, pudiera infundir devoción volandera en el ánimo de un filósofo; pero aquellas imágenes católicas eran mamarrachos delineados a bulto por artífices claustrales en la ínfima bastardía del numen y del gusto.[1150]
El culto de las imágenes se había ido entrometiendo a hurtadillas en la Iglesia, y a cada paso diminuto iba halagando a los ánimos supersticiosos como embelesados e inculpables. Pero a principios del siglo VIII en lo más rematado del abuso, los griegos más timoratos se sobresaltaron con la zozobra de que bajo disfraz de cristianismo, habían restablecido la religión de sus mayores; el apodo de idólatras los apesadumbraba y enfurecía: cargo redoblado por los judíos y mahometanos,[1151] que por sus leyes y el Alcorán rebosaban de encono implacable a toda imagen estampada y culto relativo. Doblegaba la servidumbre, a los judíos menoscabando su autoridad; pero los mahometanos triunfadores, que estaban reinando en Damasco y amagando a Constantinopla, recargaban más y más sus vituperios con el peso redoblado de la verdad y la victoria. Las ciudades de Siria, Palestina y Egipto se habían fortalecido con las efigies de Cristo, de su Madre y de los santos; y todas se engreían con la esperanza y la promesa de una defensa milagrosa. Arrollaron los árabes ciudades e imágenes en la disparada conquista de diez años, y en su concepto el Señor de los ejércitos sentenció ya definitivamente entre la adoración y el menosprecio de aquellos ídolos mudos y exánimes. Retó Edesa por algún tiempo a los asaltadores persas; pero la ciudad selecta, la esposa de Cristo, allá se empozó en el vuelco general, y aquella semejanza divina pasó en esclava y en trofeo de los infieles. Tras una servidumbre de tres siglos se tributó el paladio a la devoción de Constantinopla con un rescate de mil y doscientas libras de plata la redención de doscientos musulmanes, y tregua perpetua con el territorio de Edesa.[1152] En aquella temporada de quebranto y desamparo se vinculaba la oratoria de los monjes en la defensa de las imágenes, y se empeñaban en sostener que los pecados y el cisma de la mayor parte del Oriente habían desmerecido las finezas y destroncado la pujanza de aquellos símbolos preciosísimos. Pero les contrarrestaban ya los susurros de cristianos sencillos y atinados que acudían a la evidencia de textos y hechos y de los tiempos primitivos, y estaban a sus solas anhelando la reforma de la Iglesia. Como el culto de las imágenes no se había planteado en virtud de ley general y positiva, se avivó o rezagó su progreso con la diferencia de hombres y costumbres, del grado local de ilustración y de la índole personal de los obispos. La liviandad de la capital se aficionó al boato de la devoción a impulsos de la inventiva genial del clero bizantino, al paso que los distritos atrasados y lejanos de Asia vivían ajenos de estas innovaciones del lujo sagrado. Varias congregaciones crecidas de gnósticos y arrianos seguían conservando aún después de su conversión el culto sencillo de su profesión anterior, y luego los armenios, los súbditos más belicosos de Roma, no estaban avenidos aún en el siglo XII con la vista de aquellas efigies.[1153] Todas estas clases de individuos venían a componer un conjunto de preocupación y antipatía de poquísima entidad por las aldeas de la Anatolia y de la Tracia pero con el encumbramiento de un soldado, un prelado o ya un eunuco se daban la mano con las potestades de la Iglesia y del Estado.
De tantos aventureros el más adelantado fue el emperador León III,[1154] quien de los riscos de Isauria vino a ensalzarse al solio de Oriente. Era lego en letras sagradas y profanas; pero su educación, su racionalidad y quizá su roce con judíos y árabes le infundieron aversión a las imágenes, y se conceptuaba instituto de un príncipe el imponer a los súbditos los dictámenes de su propia conciencia. Mas en la carrera de un reinado mal seguro, durante diez años de afanes y peligros, León incurrió en la ruindad de la hipocresía, se doblegó ante los ídolos que estaba menospreciando, y contemplaba al pontífice romano con protestas cordiales de fervor acendrado. Comedido y santo anduvo en los primeros pasos de su reforma religiosa; juntó un concilio muy crecido de senadores y obispos, y providenció con su dictamen, que se encumbrasen todas las imágenes del santuario y del altar a elevación competente, en las mismas iglesias, donde quedasen visibles, pero traspuestas a la superstición del pueblo. Mas no cabía el atajar por una y otra parte el raudal encontrado de la veneración y el aborrecimiento; pues allá en su elevado sitio seguían las efigies sagradas halagando a sus devotos y reconviniendo al tirano. Acrece más y más con la resistencia y la provocación, y su propio partido le zahería de escaso en el desempeño de su instituto, y le estrechaba al remedo del rey judío, que no escrupulizó en estrellar la sierpe de bronce en el templo. Vedó con segundo edicto la existencia al par del uso de las pinturas religiosas; despojáronse de idolatría las iglesias de Constantinopla y las provincias; demoliéronse las efigies de Cristo, la Virgen y los Santos, y se revistieron las paredes de la iglesia con una capa lisa de yeso. El fervor y despotismo de seis emperadores sostuvo la secta de los iconoclastas, y allá se estremeció el levante y el poniente en el vaivén ruidoso de ciento veinte años. Era el ánimo de León Isáurico el sentenciar a muerte las imágenes, como artículo de fe, con la autoridad de un concilio general; mas su convocación quedó reservada para el hijo de Constantino,[1155] y aunque la superstición triunfadora lo motejó de junta de mentecatos y ateístas, sus actas parciales y descabaladas están brotando racionalidad y devoción. Las contiendas y decretos de varios sínodos provinciales acarrearon la convocatoria del concilio general que se juntó (754 d. C.) en los arrabales de Constantinopla, y se componía del número de trescientos treinta y ocho obispos de Europa y Anatolia; pues los patriarcas de Antioquía y Alejandría allá yacían esclavizados por un califa, y el pontífice romano había atajado a las iglesias de Italia y de Occidente toda comunicación con los griegos. Se engrió este sínodo bizantino con la jerarquía y la potestad de séptimo concilio general, mas aun este dictado venía a ser un reconocimiento de las seis reuniones anteriores que se habían afanado en edificar el alcázar de la fe católica. Tras formalísimas deliberaciones de seis meses, los trescientos treinta y ocho obispos firmaron un decreto unánime, de que todo símbolo de Cristo, excepto en la eucaristía, era o herético o blasfemo; que el culto de efigies era un aborto del cristianismo y renovación del paganismo; que semejantes monumentos de idolatría debían destrozarse y roerse; que cuantos se resistieran a entregar los objetos de su íntima superstición, se constituirían reos de desobediencia a la autoridad de la Iglesia y del emperador. Estuvieron decantando y vitoreando estruendosamente el mérito de su redentor temporal, y confiaron a su fervor justiciero el encargo de cumplimentar sus censuras espirituales. En Constantinopla, al par de los demás concilios, el albedrío del príncipe fue la norma de la fe episcopal, mas en esta coyuntura, propendo a maliciar que la muy crecida mayoría de los prelados sacrificó allá su recóndita conciencia a los impulsos de la esperanza y la zozobra. En aquella lobreguez anchurosa de la superstición se había extraviado lejanamente de la sencillez del Evangelio; ni les cabía el ir desenmarañando el hilo de tan intrincado y revuelto laberinto. El culto de las imágenes embebía, a lo menos para los ánimos devotos, la Cruz, la Virgen, los santos y sus reliquias: el suelo sagrado se conceptuaba todo con visiones, y la pujanza del entendimiento, la curiosidad y las dudas, se embotaban con la obediencia y compunción incesante. Tildan al mismo Constantino de propenso a dudas, negativas y escarnios acerca de los misterios católicos,[1156] pero estaban ya hondamente estampados en la creencia pública y particular de los obispos, y el iconoclasta más denodado se horrorizaría al asaltar los monumentos de la devoción popular consagrados en obsequio de sus patrones celestiales. En la reforma del siglo XVI las luces y el desahogo explayaron los alcances del hombre; el flujo de innovar orilló todo miramiento con la Antigüedad, y la pujanza europea arrolló los vestigios que asustaban tantísimo a los griegos apocados y rendidos.
El escándalo de una herejía recóndita puede tan sólo hacer en el pueblo con los estampidos del clarín eclesiástico; pero el más lego se entera y el más yerto se estremece del vuelco profanador de sus divinidades visibles. Los primeros embates de León (726-775 d. C.) se asestaron contra un Cristo encaramado en el atrio y sobre la puerta del palacio. Arrimose una escala para el asalto; pero una chusma de fanáticos y mujeres la derribó desaforadamente, y todos se afanaron devotamente al ver los ministros sacrílegos estrellados contra el pavimento, y se envilecieron los blasones del martirio con unos reos que justicieramente finaron por su homicidio y rebeldía.[1157] Menudearon las asonadas en Constantinopla y en las provincias contra los edictos imperiales; peligró la persona de León, perecieron sus oficiales y hubo que echar el resto de la pujanza militar y civil para enfrenar el entusiasmo popular. Imágenes y monjes cuajaban las islas del archipiélago y del mar sagrado; no escrupulizaron sus devotos en rebelarse contra el enemigo de Cristo, de su Madre y de los santos; armaron denodadamente una escuadrilla de lanchas y galeras, tremolaron sus estandartes consagrados, y surcaron hasta la misma bahía de Constantinopla, para entronizar un nuevo predilecto de Dios y del pueblo. Estaban colgados de algún milagro; mas todos ellos eran inhábiles contra el fuego griego, y vencida y abrasada su escuadrilla, yacieron desnudos los isleños a merced del vencedor. Había el hijo de León, en el primer año de su reinado, emprendido una expedición contra los sarracenos; durante su ausencia, Artavasdes, pariente suyo y campeón ambicioso de la acendrada fe, se apoderó de la capital, del palacio y de la púrpura. Restableciose triunfantemente el culto de las imágenes: orilló el patriarca todo disimulo, o bien encubrió su dictamen, y el derecho justísimo del usurpador quedó reconocido, así en la nueva, como en la antigua Roma. Huyó Constantino a refugiarse por sus riscos paternales, pero se apeó de ellos acaudillando a sus valerosos y apasionados isaurios; arrollando allá con su victoria final las armas y los anuncios de los fanáticos. Plagaron su largo reinado clamores, asonadas, conspiraciones, rencores y venganzas sangrientas: alegaban sus contrarios o pretextaban la persecución de las imágenes; y si malograron la diadema temporal, acudieron los griegos a galardonarles con la corona del martirio. Acosó al emperador el encono implacable de los monjes, esclavos perpetuos de la superstición a la que debían su influjo y riquezas, desbocándose en traiciones más o menos patentes o encubiertas. Rezaban, predicaban, absolvían, enardecían, conspiraban; las soledades de la Palestina dispararon un raudal de baldones, y la pluma de san Juan Damasceno,[1158] el postrero de los padres griegos, condenó la cabeza del tirano para el mundo presente y el venidero.[1159] No me cabe el pararme a justipreciar hasta qué punto se acarrearon y abultaron los monjes sus padecimientos positivos, ni cuántos perdieron sus vidas o sus miembros, ojos o barbas por la inhumanidad del emperador. Del castigo de individuos trascendió a la abolición de sus órdenes enteras, pues como ricas e inservibles estimularía la codicia y sinceraría el patriotismo los ímpetus de su encono. El nombre y la comisión formidable del Dragón[1160] su visitador general, horrorizó y aterró a la nación negra: quedaron disueltas las comunidades religiosas; sus edificios se trocaron en almacenes o cuarteles; se confiscaron sus fincas, muebles y ganados, y nuestros ejemplares modernos comprueban el rasgo de la asolación antojadiza o malvada que se cebó en reliquias, libros y monasterios. Vedose, con el hábito y la profesión claustral rigurosísimamente todo culto público y reservado de las imágenes, y por lo que aparece, se impuso abjuración solemne de idolatría a los súbditos o al menos al clero del Imperio oriental.[1161]
El sufrido Oriente se desentrañó amargamente de sus imágenes sagradas; pero el fervor indómito de los italianos las defendió a todo trance. El patriarca de Constantinopla venía a igualarse con el papa de Roma en punto a jerarquía y jurisdicción eclesiástica. Mas el prelado griego era allá un esclavo cauto bajo el albedrío de su dueño a cuyo entrecejo solía pasar del convento al solio, y de éste al claustro alternativamente. Su coloración lejana y arriesgada entre los bárbaros de Occidente avivó el derecho y franqueó el desahogo de los obispos latinos. Prendábanse los romanos de su elección popular; sus rentas cuantiosas acudían al socorro de escaseces públicas y privadas, y el desvalimiento o desatención de los emperadores los precisó a desvelarse en paz y en guerra por la seguridad temporal de la ciudad. Aquel sacerdote se empapaba más y más en las virtudes y en la ambición de un príncipe, y encumbrárase a la cátedra de san Pedro el italiano, o el sirio, todos venían a ostentar la misma índole y a ejercer la misma política; y tras el malogro de legiones y provincias, el numen y la suerte de los papas restableció la supremacía de Roma. Es innegable que en el siglo VIII su señorío se planteó sobre la rebeldía, y ésta resubió y logró sincerarse por la herejía de los iconoclastas; pero la conducta de los Gregorios II y III en esta contienda memorable, se ha ido interpretando variamente según el albedrío de los afectos a los enemigos. Declaran unánimemente los escritores bizantinos, que tras una amonestación infructuosa, decretaron la separación del Oriente y el Occidente, y defraudaron al tirano sacrílego de las rentas y de la soberanía de Italia. Está más terminante la excomunión en boca de los griegos que presenciaban el complemento de los triunfos papales, y por cuanto adolecen de mayor apego a su religión que a su patria, encarecen allá en vez de vituperar el celo acendrado de aquellos varones apostólicos.[1162] Los campeones modernos de Roma se empapan en las alabanzas y en el ejemplar, pues los cardenales Baronio y Belarmino[1163] andan elogiando aquel escarmiento grandioso y esclarecido de la deposición de unos herejes reales, y preguntándoles: ¿porqué no se fulminaban los mismos rayos contra los Nerones y Julianos de la Antigüedad?, contestan que el apocamiento de la Iglesia primitiva fue la causa única de su callado aguante.[1164] En este caso los resultados del cariño y del odio se dan la mano; y los protestantes que allá se disparan desatados a enconar las iras y agravar las zozobras de príncipes y magistrados, se explayan en el desacato y alevosía de entrambos Gregorios contra su soberano legítimo.[1165] Salen tan sólo a su defensa los católicos más comedidos, generalmeute de la Iglesia Galicana,[1166] que respetan la santidad zahiriendo la culpa. Cuantos abogan al par por la corona y la mitra deslindan la verdad de los hechos con la pauta de la equidad, la escritura y la tradición, y se atienen al testimonio de los latinos[1167] y a las vidas y epístolas de los mismos papas.[1168]
Quedan todavía dos cartas originales de Gregorio II al emperador León,[1169] y aunque no les cabe el concepto de perfectos dechados en lógica y elocuencia (727 d. C.), están retratando al vivo, o por lo menos disfrazando al fundador de la monarquía papal. «Por espacio de seis años acendrados y venturosos —dice Gregorio al emperador–, hemos estado paladeando el regalo regio y anual de vuestras cartas, firmadas con tinta de púrpura de vuestro propio puño, prenda sagrada de vuestro apego a la creencia acrisolada de nuestros padres. ¡Qué variación tan lastimosa!, ¡qué horroroso escándalo! Tildáis ahora a los católicos de idólatras, y este cargo mismo está demostrando vuestra impiedad e ignorancia. Tan sólo en esta ignorancia cabe ese extremo de tosquedad en lenguaje y argumentos: los ínfimos elementos de las letras sagradas son suficientísimos para vuestro desengaño, pues si llegaréis a entrar en una aula de gramática, y a manifestaros enemigo de nuestro culto, los mismos niños con toda su sencillez cristiana no podrían menos de emprenderos a cartillazos.» Tras este saludo tan decoroso, entra luego el papa en el deslinde corriente de los ídolos de la Antigüedad y las imágenes cristianas; pues eran las primeras, representaciones fantásticas de vestigios o demonios, en tiempo de que el Dios visible no se había apersonado en semejanza patente. Los segundos son las estampas castizas de Cristo, su Madre y sus santos, que habían estado comprobando con milagros a miles la inocencia y el merecimiento de aquel culto relativo. En verdad que confiaría en la suma ignorancia de León, puesto que daba por sentado el uso perpetuo de las imágenes desde la edad apostólica y su presencia venerable en los seis sínodos de la Iglesia católica. Argumento más relumbrante usa con la posesión actual y práctica reciente: la armonía del orbe cristiano es ajena de la petición de un concilio general, y confiesa Gregorio sin rebozo que tales juntas pueden tan sólo ser provechosas en el reinado de un príncipe católico. Encarga al disoluto e inhumano León, más culpado que todos los herejes, paz, mudez y rendida obediencia a las lumbreras espirituales de Roma y Constantinopla. Va el pontífice deslindando los alcances de la potestad civil y eclesiástica, vinculando el cuerpo en la primera y el alma en la segunda; empuñe el magistrado la espada de la justicia; el clero tiene a su cargo el arma más formidable de la excomunión; y en el desempeño, de su instituto divino, un hijo timorato no tiene que acatar al padre atropellador: cabe al sucesor de san Pedro castigar a los reyes de la tierra. «Nos asaltan tiranos con sus diestras carnal y militar desnudos y destronados, tan sólo nos queda el arbitrio de implorar a Jesucristo, príncipe del ejército celestial para que allá se emboque un Luzbel, para el exterminio de ese cuerpo y la salvación del alma. Estás ahí pregonando con ínfulas disparatadas; voy a enviar órdenes a Roma; voy a destrozar en átomos la efigie de san Pedro, y Gregorio, al par de su predecesor Martín, ha de yacer aherrojado y en destierro sobre la tarima del solio imperial. Pluguiera a Dios que me cupiese el seguir las huellas de Martín el Santo, pero sirva la suerte de Constante de escarmiento a los perseguidores de la Iglesia. Tras su combinación, justísima por los obispos de Sicilia, se quitó de en medio al tirano, en el auge de sus desbarros, por medio de un sirviente insigne adorándose el santo por las naciones de Escitia, entre las cuales terminó su destierro y su vida. Mas nos incumbe la obligación de vivir para edificación y ánimo de los fieles, ni estamos reducidos a aventurar nuestra seguridad en trance de una refriega. Siendo allá tan incapaz de resguardar a tus súbditos romanos, quizás la situación marítima de la ciudad la está exponiendo a tus algaradas; mas podemos retraernos a la distancia de algunas leguas,[1170] a la primera fortaleza de los lombardos, y entonces… anda acosando a los vientos. ¿Te cabe el ignorar que son los papas el vínculo de concordia y los medianeros de la paz entre el levante y el Occidente? Clavados tienen las naciones sus ojos en nuestra humildad, y están todos reverenciando, como un Dios sobre la tierra, al apóstol san Pedro que amagas destrozar.[1171] Los reinos lejanos y recónditos de Occidente tributan acatamientos a Jesucristo y a su plenipotenciario, y nos estamos disponiendo para ir a visitar a su monarca más poderoso que está anhelando recibir de nuestras propias manos el sacramento del bautismo.[1172] Hanse doblegado los bárbaros al yugo del Evangelio, cuando tú sólo ensordeces a la voz del Mayoral. Enfurecidos se muestran estos bárbaros tan religiosos, y sedientos más y más de vengar la persecución del Oriente. Orilla ya esa empresa aciaga y temeraria; recapacita, tiembla y te arrepiente. Si te obstinas, inocentes quedamos de cuanta sangre se va a derramar en la contienda: así caiga toda sobre tu cabeza.» Presenciaron el primer asalto de León contra las imágenes de Constantinopla un sinnúmero de extranjeros de Italia y del Occidente, que fueron luego relatando con ira y pesadumbre el sacrilegio del emperador; mas al recibir su edicto de proscripción, se estremecieron por sus divinidades caseras; quedaron abolidas en todas las iglesias de Italia las efigies de Cristo, de la Virgen, de los ángeles, de los mártires y de los santos, intimando al pontífice romano la alternativa violentísima de congraciarse por su condescendencia con el soberano, o de padecer apeamiento y destierro por su rebeldía. Sin atenerse a plegarias ni milagros (no cabía ya en su religiosidad ni en su política el titubear, y así lo demuestra la entonación de Gregorio, confiado en sus medios de resistencia, el mismo emperador) ármase audazmente contra el enemigo público, y sus pastorales van pregonando a los italianos su peligro y su obligación.[1173] A su amonestación, Rávena, Venecia, y las ciudades de Exarcato y Pentápolis proclaman la causa de la religión; constaba por lo más su fuerza militar de mar y tierra de los mismos naturales, y el denuedo del fervor y el patriotismo trascendió a los extranjeros asalariados. Juraron los italianos vivir y morir en defensa del papa y de las imágenes sagradas; brindábase el pueblo romano en holocausto por su padre, y ansiaban también los lombardos participar del merecimiento y ventajas de aquella guerra santa. El paso más alevoso, pero la venganza más obvia era el destrozo de las efigies del mismo León; la disposición más halagüeña y trascendental de la rebeldía, era el retenerle los tributos de Italia y defraudarle de aquella potestad en que acababa de propasarse cargando un encabezamiento nuevo.[1174] Se conservó el sistema de administración eligiendo sus magistrados y gobernadores, y se enardeció contra la ira pública, que trataron los italianos de crearse un emperador católico y colocarlo, por medio de su escuadra y ejército, en el palacio de Constantinopla. En aquel mismo alcázar, los obispos romanos, Gregorio II y III, quedaron condenados como autores de la rebelión, y se idearon arbitrios peregrinos para afianzar sus personas con ardid o a viva fuerza y quitarlos de en medio. Reconocieron o asaltaron repetidamente capitanes de la guardia, duques y exarcas de esclarecida esfera o de confianza reservada; desembarcaron con tropas extranjeras; lograron algún auxilio casero, y la superstición napolitana puede sonrojarse de que sus padres fueron adictos a la causa de la herejía. Mas el denuedo desvelado de los romanos rechazó aquellos embates patentes o encubiertos; arrollaron y mataron a los griegos, padecieron sus caudillos escarmiento afrentoso, y los papas, de suyo propensos a la clemencia, se desentendieron de interceder por aquellas víctimas criminales. En Rávena,[1175] estaban los barrios, mutua, sangrienta y hereditariamente enconados; la contienda religiosa dio nuevo pábulo a los bandos; pero los devotos de imágenes sobrepujaban en número y denuedo, y el exarca empeñado en atajar el torrente, feneció en una asonada. Para castigar tamaño atentado y restablecer su señorío en Italia, envió el emperador escuadra y ejército al golfo Adriático. Contrastando temporales con sumo quebranto y atraso, desembarcaron los griegos en las cercanías de Rávena; amenazaron asolar aquella capital culpada y remedar, o tal vez sobrepujar, el ejemplo de Justiniano II que castigó una rebeldía anterior ajusticiando a cincuenta de los vecinos principales. Postrábanse en sus plegarias el clero y las mujeres con sacos y cenizas; los barones estaban sobre las armas para defensa de la ciudad; hermanáronse los bandos contra el peligro común, y se antepuso el trance de una refriega a las desdichas dilatadas de un sitio. Con una jornada porfiadísima adelantaron y cejaron alternativamente los ejércitos, se apareció un fantasma, se oyó una voz y fue Rávena victoriosa por la seguridad de su victoria. Reembarcáronse los advenedizos, pero la marina populosísima arrojó de sí un sinnúmero de lanchas; las aguas del Po se empaparon tantísimo en sangre, que por espacio de seis años la vulgaridad se abstuvo del pescado de aquel río, y la institución de una función anual perpetuó el culto de las imágenes y el aborrecimiento del tirano griego. En alas del triunfo de las armas católicas, juntó el pontífice romano un sínodo de noventa y tres obispos contra la herejía de los iconoclastas; y con su dictamen pronunció excomunión personal contra cuantos de palabra u obra osasen contrastar la tradición de los padres y las imágenes de los santos: comprendiose tácitamente el emperador en esta sentencia,[1176] mas con la votación de una representación postrera y desahuciada parece que se sobreentiende que estaba suspendido el anatema sobre la cerviz criminal. Afianzada una vez su seguridad, con el culto de las imágenes y la libertad de Roma e Italia vinieron los papas a amainar en su entereza, y contemplaron las reliquias del señorío bizantino. Sus intentos comedidos dilataron y atajaron la elección de nuevo emperador, exhortando a los italianos, a no desmembrarse del cuerpo de la monarquía romana. Permitiose al exarca el residir en el recinto de Rávena, como cautivo más que en calidad de superior, y hasta la coronación imperial de Carlomagno, se siguió ejerciendo el gobierno de Roma y la Italia en nombre de los sucesores de Constantino.[1177]
La libertad de Roma avasallada por las armas y ardides de Augusto, quedó rescatada tras siete siglos y medio de servidumbre, de la persecución de León Isáurico. Yacieron bajo las plantas de los Césares los triunfos de los cónsules; con el menoscabo y trastorno del Imperio, el dios Término, el sagrado lindero, había ido cejando pausadamente del océano, del río, del Danubio y del Éufrates, y quedó Roma reducida a su territorio antiguo de Viterbo a Terracina, y desde Narni hasta la desembocadura del Tíber.[1178] Arrojados los reyes, quedó enquiciada la república sobre el cimiento del pundonor y de la sabiduría. Su jurisdicción se promediaba entre dos magistrados anuales; siguió el Senado desempeñando la potestad administrativa y consultiva, y la autoridad legislativa se equilibró en los concejos populares con proporción a los haberes y los servicios. Los romanos, legos en las artes de lujo, se habían ido amaestrando desde lo primitivo en la ciencia del gobierno y de la guerra, era absoluta la voluntad del concejo; sagrados los derechos de cada individuo: había hasta ciento treinta mil ciudadanos armados para la defensa o la conquista, y una gavilla de salteadores y desterrados vino a cuajarse en una nación merecedora de la libertad y ambiciosa de gloria.[1179] Soterrada la soberanía de los emperadores griegos, Roma toda escombros estaba manifestando un cuadro de menoscabo y despoblación: congeniábales ya la esclavitud y era su libertad un centellazo, un aborto en fin de superstición, y aun de asombro y pavor para ella misma. Hasta el mínimo rastro de la realidad y aun la plataforma de una constitución yacía borrada en la práctica y en el ánimo de los romanos y carecían de luces, y de pundonor para reedificar la mole de una república. Sus escasos restos prole esclava y advenediza, se hacía despreciable a los mismos bárbaros victoriosos pues para extremar los francos y lombardos en expresión de amargo menosprecio de algún enemigo, le apellidaban Romano, «y bajo este nombre dice el obispo Luitprando, ciframos cuanta ruindad, cobardía, perfidia, cuantos extremos de codicia y lujo, y cuantos vicios pueden tiznar en el señorío de la especie humana».[1180] Con la urgencia de su situación el vecindario de Roma tuvo que amoldarse desencajadamente a un sistema republicano; tuvieron que nombrar jueces para la paz y caudillos para la guerra; juntáronse los nobles para deliberar, pero sus acuerdos no pasaban a ejecutarse sin la concordia y anuencia de la muchedumbre. Revivió el estilo del Senado, y pueblo romano, mas no asomó su denuedo[1181] y su nueva independencia se ajó con vaivenes y alborotos, con desenfreno y tropelías. Acudía la religión a la carencia de leyes, y la autoridad del obispo iba revisando sus consejos externos y caseros. Sus limosnas, sus sermones, su correspondencia con los reyes y prelados de Occidente, sus servicios recientes y su juramentado agradecimiento, fueron acostumbrando a los romanos a conceptuarlo el primer magistrado o príncipe de la ciudad. No se lastimaba la humildad cristiana de los papas con el dictado de Dominus o señor, y las monedas antiguas están todavía mostrando sus rostros y sus rótulos.[1182] Mil años ahora ya revalidan más y más con su prestigio su señorío temporal, y su título más esclarecido es el nombramiento libre de un pueblo que rescataron de la esclavitud.
En las desavenencias de los antiguos griegos seguía el pueblo sagrado de Elis disfrutando de paz inalterable, con el amparo de Júpiter y el ejercicio de los juegos Olímpicos.[1183] Venturosos mil veces los romanos si tamaña regalía escudara el patrimonio de san Pedro contra los desmanes de la guerra; si los cristianos al visitar el umbral sacrosanto, envainaran sus aceros en presencia del apóstol y de los sucesores. Mas tan sólo la varilla de un legislador o de un sabio pudiera ir delineando aquel místico seno; no tenía cabida sistema tan pacífico con el fervor ambicioso de los papas: sus romanos nunca se dedicaban, como los habitantes de Elis a los afanes apacibles e inocentes de la agricultura, y los bárbaros de la Italia, aunque amansados por el clima, desmerecían infinito respecto a los griegos en las instituciones de su vida pública y privada. Descolló con su ejemplo memorable de religiosidad y arrepentimiento Luitprando, rey de los lombardos. Escuadronado a la puerta del Vaticano (750-752 d. C.) estuvo el vencedor oyendo la voz de Gregorio II,[1184] retiró sus tropas, devolvió sus conquistas y visitó acatadamente la iglesia de san Pedro y cumplidas sus devociones ofrendó con su espada y daga, su coraza, su manto, su cruz de plata y su corona de oro sobre el túmulo del apóstol. Pero tanto fervor venía a ser un rapto y tal vez un artificio volandero; los arranques del interés se arraigan y se dilatan; congeniaban los lombardos con las armas y la rapiña, y tanto el príncipe como el pueblo se dejaron tentar incontrastablemente con los trastornos de Italia, el desvalimiento de Roma y la profesión desaguerrida de su nuevo caudillo. Desde los primeros edictos de los emperadores ya se ostentaron los campeones de las imágenes sagradas; invadió Luitprando la provincia de la Romania, pues se apellidaba así distinguidamente; allanáronse sin repugnancia los católicos del Exarcado a su potestad civil y militar, y por primera vez quedó introducido un enemigo advenedizo en la fortaleza inexpugnable de Rávena. La diligencia ejecutiva y fuerzas marítimas de los venecianos recobraron presurosamente la ciudad y fortaleza, y aquellos súbditos fieles obedecieron las exhortaciones del mismo Gregorio, en diferenciar la culpa personal de León de la causa general del Imperio Romano.[1185] No agradecieron tanto los griegos la fineza como se amargaron los lombardos con el agravio: las dos naciones enemigas en la fe se hermanaron con alianza impropia y arriesgada, marcharon el rey y el exarca a la conquista de Espoleto y de Roma; disipose la tormenta sin estrago, pero la política de Luitprando sobresaltó la Italia con la alternativa gravosísima de hostilidades y treguas. El sucesor Ataulfo se manifestó igualmente enemigo del emperador y del papa: quedó Rávena avasallada por violencia o por alevosía[1186] y esta conquista definitiva terminó la sucesión de los exarcas que habían estado reinando con potestad subordinada desde el tiempo de Justiniano hasta el exterminio del reino godo. Se intimó a Roma el reconocimiento de los victoriosos lombardos como su legítimo soberano, se fijó por tributo anual una pieza de oro, como rescate de cada ciudadano y se blandió la espada ejecutiva para exigir la pena de toda desobediencia. Titubearon los romanos, suplicaron, se lamentaron y se contuvo a los bárbaros amenazadores con armas y negociaciones, hasta que los papas agenciaron la intimidad de un aliado de allende los Alpes.[1187]
En aquel conflicto, había Gregorio I implorado el auxilio del héroe del siglo, de Carlos Martel, que estaba gobernando la monarquía francesa con el dictado comedido de mayor o duque, y que con una victoria señalada contra los sarracenos había salvado a su patria y quizás la Europa del yugo mahometano. Recibió Carlos con agasajo decoroso a los embajadores del papa; pero lo sumo de sus quehaceres y lo breve de su vida atajaron su intervención en los negocios de Italia, excepto por una mediación amistosa e improductiva. Su hijo Pipino, heredero de su poderío y de sus prendas tremoló el cargo de campeón de la Iglesia romana y el afán de gloria y de religiosidad parece que fueron los móviles del príncipe francés; mas el peligro estrechaba por las márgenes del Tíber, y el auxilio yacía por las del Sena, y luego nos impresionamos tibiamente por quebrantos lejanos. Llorosa la ciudad, se enardeció Esteban III por visitar personalmente las cortes de Lombardía y Francia, para apear de su sinrazón al enemigo y mover al amigo a ira y a compasión. Después de embalsamar el desconsuelo público por medio de letanías y plegarias, emprendió su trabajoso viaje con los embajadores del monarca francés y del emperador griego. Mantúvose inexorable el rey de los lombardos, mas en medio de tremendas amenazas no enmudeció en sus quejas ni amainó en su priesa el pontífice romano, quien tramontó los Alpes Peninos, descansó en la abadía de san Mauricio, y se atropelló por estrechar la diestra a su amparador, diestra que nunca se alargaba en vano, tanto en guerra como en amistad. Agasajaron a Esteban como al sucesor visible del apóstol (754 d. C.): en la asamblea inmediata fue relatando sus agravios ante una devota y guerrera nación, y se descolgó de los Alpes no ya en ademán de suplicante, sino de conquistador al frente de un ejército francés acaudillado por el rey en persona. Cupo a los rendidos lombardos una paz afrentosa, juramentándolos por devolver las posesiones y acatar la santidad de la Iglesia romana. Mas no bien se llegó a ver Ataulfo descargado de la presencia de las armas francesas cuando olvidó sus promesas y se dolió de su desdoro. Cercó de nuevo a Roma, y Esteban, temeroso de tanto malestar a sus aliados transalpinos esforzó sus quejas y requerimientos en una carta elocuente en el nombre y persona del mismo san Pedro.[1188] Asegura el Apóstol a sus hijos adoptivos, rey, clero y nobles de Francia, que la carne yace difunta pero que el ánimo está viviendo, que ahora mismo están oyendo y tienen que obedecer aquella voz del fundador y guarda de la Iglesia romana; que la Virgen, los ángeles, las santos y los mártires con toda la hueste celestial unánimemente amonestan e instan por el desempeño de aquella obligación innegable, que las riquezas, la victoria y el paraíso han de coronar empresa tan piadosa, y que condenación eterna será la pena de su desvío, si aguanta que su túmulo, su templo y su pueblo vayan a caer en manos de los pérfidos lombardos. Igual prontitud y ventura logró la segunda expedición de Pipino: quedó desagraviado san Pedro, salvose otra vez Roma, y Ataulfo quedó aleccionado en punto a justicia y sinceridad con el azote de un dueño advenedizo. Tras tanto escarmiento siguieron allá desmayados y casi yertos los lombardos por espacio de veinte años. Mas no yacían sus ánimos avenidos con su apocada situación, y en vez de aparentar las prendas pacíficas de todo desvalido, siguieron más y más escarneciendo y hostigando a los romanos con demandas, extrañezas y correrías atropellada e indecorosamente. Acosaban por acá y acullá a su monarquía agonizante el favor y la cordura de Adriano I, y luego el numen, la prosperidad y el engrandecimiento de Carlomagno, hijo de Pipino; hermanaba intimidad, ya pública ya casera, a entrambos héroes de la Iglesia y del Estado, y al hallar al caído hermoseaba sus procedimientos con el sobrescrito ostentoso de la equidad y la moderación.[1189] Los desfiladeros de los Alpes y las murallas de Pavía eran el único antemural de los lombardos; sorprendió el hijo de Pipino los primeros, cercó los segundos, y tras un bloqueo de dos años, Desiderio (774 d. C.), el postrero de sus príncipes nativos, rindió su cetro y su capital. Avasallados por un rey advenedizo, pero poseedores de sus leyes nacionales, se hermanaron los lombardos más bien que se sujetaron a los francos por sus entronques de sangre, costumbres, idioma y origen también gérmanico.[1190]
Los mutuos empeños de los papas con la familia Carolingia eslabonan abultadamente la historia antigua y moderna, civil y eclesiástica. Con la conquista de Italia (754, 753, 768 d. C.) los campeones de la Iglesia romana lograron proporción ventajosa al dictado virtuoso, el albedrío del pueblo y las plegarias y amaños del clero. Pero los dones grandiosos de los papas a la alcurnia Carolingia fueron las dignidades de rey de Francia,[1191] y patricio de Roma. I. Bajo la monarquía sacerdotal de san Pedro, fueron las naciones volviendo a la práctica de acudir a las orillas del Tíber en busca de soberanos, leyes y oráculos de su propia suerte. Indecisos andaban los francos acerca del nombre y de lo sustancial de su gobierno. Estaba Pipino desempeñando, como mayor del palacio, todas las potestades de un rey, faltando tan sólo este dictado a su ambición. Su denuedo fue estrellando a sus enemigos, y sus larguezas acreciendo a los amigos; había el padre salvado la cristiandad, y el blasón de sus prendas esclarecidas se fue más y más repitiendo y ensalzando en la prole de cuatro generaciones. Conservábanse el nombre y el remedo de la soberanía en el postrer descendiente de Clodoveo, el apocado Quilderico; mas este derecho anticuado venía a ser un instrumento tan sólo de asonadas. Ansiaba la nación entera restablecer la sencillez de la constitución, y Pipino, súbdito y príncipe, anhelaba afianzar su propia jerarquía y los caudales de su familia. Juramentados estaban mayor y nobles con el figurín regio: era para ellos acendrada y sacrosanta la sangre de Clodoveo y los embajadores de todos acudieron al pontífice romano para desvanecer sus escrúpulos y descargarles de su promesa. Incitaba al papa Zacarías, sucesor de los dos Gregorios, su propio interés a sentenciar, y muy favorablemente: decretó, pues, que la nación podía hermanar legítimamente en un mismo individuo el dictado y la autoridad de rey, y, que el desventurado Quilderico, víctima de la salvación pública, quedase apeado, afeitado y emparedado en un monasterio para lo restante de sus días. Aceptaron desaladamente los francos una contestación tan apetecida, como dictamen de un moralista, sentencia de un juez y oráculo de un profeta; desapareció de la tierra la alcurnia Merovingia, y el voto de un pueblo libre encaramó a Pipino sobre un escudo, acostumbrados ya todos a obedecer sus leyes y marchar bajo su estandarte. Se celebró dos veces su coronación, sancionada por los papas, por su sirviente leal, san Bonifacio, el apóstol de la Germania, y por las manos agradecidas de Esteban III, quien ciñó, en el monasterio de san Dionisio, la diadema en la sien de su bienhechor. Se le apropió directamente la unción real de los monarcas de Israel:[1192] se engrió el sucesor de san Pedro con las ínfulas de embajador divino; transformose un caudillo germano en el ungido del Señor, y aquel rito judío ha ido cundiendo y conservándose por la superstición y la vanagloria de la Europa moderna. Quedaron los francos absueltos de su antiguo juramento; mas los dispararon allá un anatema horroroso abarcando a su posteridad, si osasen ya renovar semejante libertad de elección, o nombrar algún rey fuera de la alcurnia benemérita y sagrada de los príncipes Carolingios. Ajenos de todo peligro venidero, blasonaban éstos de su afianzamiento presente, pues afirma el secretario de Carlomagno, que el cetro francés se transfirió por la autoridad de los papas,[1193] y en sus empresas más arrojadas se aferran confiadamente en aquella acta muy sonada y certera de jurisdicción temporal.
II. Variaron costumbres y lenguaje, y allá los patricios de Roma,[1194] quedaron muy desviados del Senado de Rómulo y palacio de Constantinopla, de los nobles independientes de la república, o padres soñados del emperador. Recobradas la Italia y el África con las armas de Justiniano, la cortedad y el peligro de tan lejanas provincias requerían la presencia de un magistrado supremo; titulaban con indiferencia exarca o patricio, y los gobernadores de Rávena, que ocupan sus lugares en la cronología de los príncipes, abarcaban con su jurisdicción la ciudad de Roma; con la rebelión de Italia y cesación del exarcado, los apuros de Roma habían acarreado sacrificios de parte de su independencia; pero aun en el mismo acto estaban ejercitando el derecho de disponer de sí mismos, y los decretos del Senado y del pueblo fueron sucesivamente revistiendo a Carlos Martel y a su posteridad con el timbre de patricios de Roma. Desentendiéronse los caudillos de nación tan poderosa de un dictado servil y un cargo subalterno; mas quedó suspendido el reinado de los emperadores griegos, y la vacante del Imperio. Les cabía un desempeño más esclarecido de parte del papa y de la república. Los embajadores romanos presentaron a aquellos patricios las llaves del sagrario de san Pedro, como prenda y emblema de soberanía; con una bandera, también consagrada, que les incumbía tremolar en defensa de la Iglesia y de la ciudad.[1195] En tiempo de Carlos Martel y de Pipino, interpuesto el reino Lombardo resguardaba la libertad amenazando la independencia de Roma, y así el patriciado se reducía al dictado, la correspondencia y la alianza de aquellos protectores lejanos. El poderío y la política de Carlomagno, soterraron al enemigo, pero impusieron un dueño. En su primera visita a la capital fue recibido con cuanto obsequio se tributaba al exarca, representante del emperador, condecorando a los festejos el júbilo y el agradecimiento del papa Adriano I.[1196] Al asomar el monarca repentinamente, allá le envió a diez leguas [22,22 km] de distancia los magistrados y la nobleza de Roma con la bandera. A la media legua, la comitura Flaminia estaba toda guarnecida con las escuelas, o gremios nacionales de griegos, lombardos, sajones, etc.: se hallaba la juventud sobre las armas, y los muchachos con palmas y ramas de olivo en las manos entonaban las alabanzas de su esclarecido libertador. Al avistar las cruces sagradas y las insignias de los santos, se apeó, encumbró la procesión de los nobles al Vaticano, y al subir por la gradería, fue devotamente besando grado por grado el umbral de los apóstoles. Estaba Adriano en el pórtico esperándole al frente de su clero; abrazáronse como amigos e iguales, pero al adelantarse hacia el altar, el rey o patricio tomó la derecha del papa. No quedó el franco con estas huecas demostraciones de respeto, pues en los veintiséis años que mediaron entre la conquista de Lombardía y su coronación imperial, Roma, como redimida por su acero, y como propia, estaba sujeta al cetro de Carlomagno. Juró el pueblo homenaje a su persona y familia; se acuñó la moneda y se administró justicia en su nombre, y la elección de los papas se escudriñaba y revalidaba con su autoridad. Excepto un derecho primitivo e innato de soberanía, no quedaba prerrogativa, que pudiera añadir el dictado de emperador al patricio de Roma.[1197]
Correspondió el agradecimiento de los Carolingios a tamañas obligaciones, y quedan sus nombres consagrados como salvadores y bienhechores de la Iglesia romana. Su patrimonio antiguo de caseríos y cortijadas se trasformó por su dignación en el señorío temporal de ciudades y provincias, y la donación del Exarcado fue el primer fruto de las conquistas de Pipino.[1198] Desprendiose Ataulfo suspirando de su presa; entregáronse las llaves y los rehenes de las ciudades principales al embajador francés, quien a nombre de su amo las presentó ante el túmulo de san Pedro. Podía el Exarcado[1199] con sus ámbitos abarcar cuantas provincias obedecieran al emperador y a su lugarteniente; pero su distrito y linderos propios se reducían a los territorios de Rávena, Bolonia y Ferrara: su dependencia inseparable era la Pentápolis que se extendía por las ensenadas del Adriático desde Rimini hasta Ascona, y se internaba por el país hasta las cumbres del Apenino. Hase zaherido agriamente la ambición y codicia de los papas en este ajuste. Quizás la humildad de un sacerdote cristiano debió soslayarse de un reino terrestre, que le cabía gobernar sin desentenderse de las virtudes de su profesión; quizás todo súbdito fiel, y aun todo enemigo garboso, debía desalarse menos en la partición de los despojos con un bárbaro, y si el emperador encargara a Esteban el abogar en su nombre por la devolución del Exarcado, no descargara yo al papa de la tacha de traición y alevosía; mas segun interpretación muy acendrada de las leyes, lícito es a cualquiera y sin desdoro el aceptar cuanto el bienhechor le franquee sin asomo de injusticia. Había el emperador griego depuesto o anulado su propio derecho al Exarcado, y el montante de Carolingio quebró la espada de Ataulfo; no había Pipino arriesgado su persona y hueste en dos expediciones allende los Alpes, por la causa de los iconoclastas; estaba poseyendo y podía enajenar legítimamente sus conquistas, y replicó religiosamente a las importunaciones de los griegos que por ninguna consideración humana se avendría a reasumir el don que había conferido al pontífice romano por la remisión de sus pecados y la salvación de su alma. Concediose la donación esplendorosa en señorío supremo y absoluto, y miró el mundo por la vez primera a un obispo cristiano revestido con las prerrogativas de un príncipe temporal, como la elección de magistrados, el ejercicio de la justicia, el reparto de impuestos, y las riquezas del palacio de Rávena. Al desplomarse el reino Lombardo, los habitantes del ducado de Espoleto acudieron a refugiarse[1200] de la tormenta, se afeitaron las cabezas a la romana, se manifestaron sirvientes y súbditos de san Pedro, y redondearon con su avasallamiento voluntario el ámbito actual del estado eclesiástico. Estos ámbitos misteriosos se fueron ensanchando indefinidamente, con la donación verbal o escrita de Carlomagno,[1201] queden allá en los primeros raptos de la victoria, se desapropió a sí mismo y despojó al emperador griego de las ciudades e islas que antes habían pertenecido al Exarcado. Pero allá en los ratos de sosiego y reflexión, se enceló desde lejos con el engrandecimiento reciente de su aliado eclesiástico. Se fue atentamente costeando el desempeño de las promesas propias y paternas: como rey de francos y lombardos esforzó los derechos imprescriptibles del Imperio, y en vida y en muerte, Rávena[1202] y Roma sonaban en la lista de las ciudades metropolitanas. La soberanía del Exarcado se fue desmoronando y hundiendo en manos de los papas; tropezaron en los arzobispos de Rávena con unos competidores azarosos;[1203] los nobles y el pueblo desacataban el yugo de un sacerdote, y en el trastorno de los tiempos, tan sólo podían conservar la memoria de un derecho remoto, que en más prósperos días han venido a recibir y realizar.
Es el engaño de suyo el muro de la doblez y flaqueza, y el bárbaro, denodado pero idiota, solía enmarañarse en las redes de la política sacerdotal; pues el Vaticano y el Laterano eran arsenales y fábricas que, según las coyunturas, han ido desembozando o encubriendo un cúmulo entreverado de actas verídicas o apócrifas, estragadas o sospechosas, según se encaminaban a ir promoviendo los intereses de la Iglesia romana. A fines del siglo VIII, algún escribiente apostólico, tal vez el consabido Isidoro, compuso los decretales y la donación de Constantino, los dos estribos mágicos de la monarquía temporal y espiritual de los papas. Asomó al mundo aquel regalo memorable en una carta de Adriano I, que está amonestando a Carlomagno para que imite la liberalidad, y resucite el nombre del gran Constantino.[1204] Aquel primer emperador cristiano, según la leyenda, sanó de la lepra y se purificó en las aguas del bautismo, por san Silvestre, obispo de Roma, y no hubo jamás médico más esclarecidamente galardonado. Retirose el alumno regio del solar y patrimonio de san Pedro, pregonó su ánimo de fundar una capital nueva en el Oriente, y traspasó a los papas la soberanía libre y perpetua de Roma, la Italia y provincias de Occidente.[1205] Surtió esta patraña cuantiosísimos efectos; resultaron los príncipes griegos reos convictos de usurpación, y la rebelión de Gregorio pasó en demanda de su herencia legítima. Quedaron los papas descargados del gravamen de su agradecimiento, y los dones dominales de los Carolingios, vinieron a ser la restitución justa e irrevocable de una porción escasa del estado eclesiástico. Ya la soberanía del papa no estuvo colgada del albedrío de un pueblo voluble, pues los sucesores de san Pedro y de Constantino se irguieron revestidos con la púrpura y prerrogativas de los Césares. Tan cerriles eran la ignorancia y la credulidad de los tiempos, que la fábula absurdísima mereció igual acatamiento en Grecia y en Francia, y está todavía registrada entre los decretos de la legislación canónica.[1206] No alcanzaban ni emperadores ni romanos a desentrañar una falsedad, en que fracasaban sus derechos y su independencia, y la única oposición salió a luz de un monasterio Sabino, que a principios del siglo XII contrarrestó la certeza y validez de la donación de Constantino.[1207] En el siglo XV la pluma de Lorenzo Vola, todo un crítico elocuente y patriota romano, borrenó de medio a medio la sonada acta;[1208] quedaron atónitos sus contemporáneos con aquel sacrílego arrojo; pero tales son los adelantos callados e incontrastables de la racionalidad, que en todo el siglo inmediato se acarreó el embuste el menosprecio de historiadores[1209] y poetas,[1210] y la censura tácita o comedida de cuantos abogaban por la Iglesia romana.[1211] Sonríense candorosamente los mismos papas con la credulidad del vulgo,[1212] pero un documento falso y anticuado está todavía santificando su señorío, siguiendo la idéntica suerte que los oráculos sibilinos las decantadas decretales, pues ha venido a permanecer el edificio después de socavado el cimiento.
Mientras estaban los papas ufanísimos planteando su independencia y señorío, las imágenes, causa primera de su rebeldía, quedaron restablecidas en el Imperio oriental.[1213] Bajo el reinado de Constantino V, el enlace de la potestad civil con la eclesiástica había volcado el árbol, sin descepar la raíz de la superstición. Los ídolos, pues tales los apellidaban, lo eran siempre en realidad para la clase y el sexo más propenso a devociones, y la intimidad entrañable de monjes y hembras logró arrollar victoriosa y terminantemente la razón y la autoridad del hombre. Sostuvo con menos tirantez León IV la religión de su padre y su abuelo; pero su consorte, la linda y ambiciosa Irene, se empapó en el fervor de los atenienses, herederos de la idolatría, más bien que de la filosofía de sus antepasados. Enardeciéronse, en vida del marido, sus impulsos con el peligro y el disimulo, y tan sólo le cupo el afán de escudar y engrandecer a algunos monjes predilectos que fue desempozando de sus cuevas, para sentarlos en las sillas metropolitanas del Oriente; mas apenas llegó a reinar en su nombre y en el del hijo, formalizó el intento de estrellar a los iconoclastas, y el primer paso para su persecución venidera fue un edicto general de libertad de conciencia (780 d. C.). Restablecidos los monjes, ensalzaron allá miles de imágenes a la veneración pública, y se fraguaron otras tantas patrañas de sus padecimientos y milagros. Se proveyeron sucesiva y atinadamente las sillas episcopales con fallecimientos o remociones parciales, los competidores más desalados tras los favores terrestres o celestiales, predecían o lisonjeaban el concepto de la soberana, y promoviendo a su secretario Tarasio, tuvo Irene patriarca en Constantinopla y caudillo de la Iglesia oriental. Mas los decretos de un concilio general tan sólo podían revocarse en congreso semejante;[1214] los iconoclastas convocados se mostraban denonados en su posesión y apuestos a toda contienda, y la voz apocada de los obispos retumbó con el clamoreo más formidable de la soldadesca y vecindario de Constantinopla. La demora y tramoyas de un año, el desvío de toda tropa desafecta y la elección de Nisa para el segundo sínodo católico, arrollaron aquellos tropiezos, y la conciencia episcopal paró de nuevo en manos del príncipe. Ciñose a diez y ocho días (14 de septiembre-25 de octubre de 787 d. C.) el desempeño consumado de obra tan grandiosa: asomaron los iconoclastas, no como jueces, sino como reos y penitentes; aparatose más y más la concurrencia con los legados del papa Adriano y los patriarcas orientales;[1215] minutaba los decretos el presidente Tarasio, y los revalidaban y firmaban trescientos cincuenta obispos. Pronunciaron unánimamente, que el culto de las imágenes se aviene con la escritura y con la razón, con los Padres y con los concilios de la Iglesia; mas titubean en que sea el culto directo o relativo; y en sí la divinidad o la figura de Cristo es o no acreedora al mismo género de adoración. Quedan todavía las actas de este segundo concilio Niceno, monumento curioso de superstición e ignorancia, de falsedad y desvarío. Apuntaré tan sólo el dictamen de los obispos sobre el mérito comparativo de la moralidad con el culto de las imágenes. Había un monje ajustado tregua con el demonio de la fornicación, con tal que orase en su rezo diario a una pintura colgada en su celda. Sus escrúpulos le llevaron a consultar con el abad: «Antes que cesar en la adoración a Cristo y a su santa Madre en sus sagradas imágenes, mejor os fuera —contestó el moralista–, frecuentar todos los burdeles y visitar a todas las rameras de la ciudad».[1216]
Por el honor del catolicismo, o al menos el de la Iglesia romana, es una fatalidad el que los dos príncipes convocadores de los concilios de Nisa, estén mancillados entrambos con la sangre de sus hijos. Quedó el segundo aprobado y rigurosamente ejecutado por el despotismo de Irene, y negó a sus contrarios la tolerancia que al pronto había concedido a sus amigos. Durante los cinco reinados sucesivos, plazo de treinta y ocho años, se mantuvo aferrada la contienda sin amainar en su saña y con varias alternativas entre los quiebra-imágenes y sus reverenciadores… mas no me cumple el seguir más y más desmenuzando y repitiendo los idénticos trances. Concedió Nicéforo desahogo general de palabra y de obra, y los monjes tildan la única virtud de su reinado, como la causa de su perdición temporal y sempiterna. Supersticioso y apocado Miguel I, mal podían los santos ni las imágenes sostener a su devoto en el solio. León V con la púrpura siguió blasonando de Armenio en el nombre y en la religión, y los ídolos quedaron, con sus allegados alborotadores, condenados a segundo destierro. Santificaran con aplauso el homicidio de un tirano irreligioso, pero su asesino y sucesor, Miguel II, se mancilló desde el nacer con las herejías Frigias: intentó mediar entre los contrincantes, y el destemple de los católicos lo arrojó al extremo contrapuesto. Su comedimiento era achaque de cobardía; pero su hijo tan ajeno de zozobra como de sensibilidad, fue el primero y el más inhumano de los iconoclastas. Disparose el entusiasmo de la temporada contra ellos, y cuantos emperadores contrastaron el torrente, vinieron a ensoberbecerse y estrellarse luego en el odio público. Muerto Teófilo redondeó la victoria de las imágenes otra hembra, su viuda Teodora (841 d. C.) encargada de la tutoría del Imperio. Fueron denodadas y terminantes sus disposiciones. El contraste de un arrepentimiento tardío sinceró el concepto y el alma del difunto marido; conmutose la sentencia del iconoclasta de la pérdida de los ojos en doscientos azotes: temblaron los obispos, vitorearon los monjes, y la festividad del catolicismo está conservando la conmemoración anual del triunfo de las imágenes. Quedaba en pie una sola cuestión, y era si estaban o no dotados de santidad propia e inapeable; ventilose entre los griegos del siglo XI,[1217] y como este concepto lleva consigo el realce de su irracionalidad, me pasmo que no se tranzase afirmativa y terminantemente. En el Occidente, el papa Adriano I aceptó y proclamó los decretos de la junta Nicena, que se está reverenciando por los católicos como el séptimo en la jerarquía de consultos generales. Atendieron Roma y la Italia a la voz de su padre, pero los más de los católicos italianos se rezagaron sobremanera en aquella carrera de la superstición. Las iglesias de Francia, Alemania, Inglaterra y España marcaron por un rumbo sesgo entre la adoración y el destrozo de las efigies, admitiéndolas en sus templos no como objetos de culto sino como recuerdo vivo y provechoso de la fe y de la historia. Publicose en nombre de Carlomagno (794 d. C.) un libro avinagrado[1218] de controversia, y luego bajo su autoridad se juntó en Francfort[1219] un sínodo de trescientos obispos; vituperaron el enfurecimiento de los iconoclastas, pero disputaron una censura más violenta contra la superstición de los griegos y los decretos del supuesto concilio, menospreciado largo tiempo entre los bárbaros de Occidente,[1220] por donde adelantó pausada e imperceptiblemente el culto de las imágenes; mas queda colmadamente repuesto aquel atraso y vaivén, con la tosca idolatría que antecedió a la reforma y con la de cuantos países, tanto en América como Europa, yacen todavía en la lobreguez de la superstición.
Tras el sínodo Niceno y bajo el reinado de la devota Irene, fue cuando los papas vinieron a consumar la separación de Roma y la Italia, con la traslación del Imperio al menos acendrado Carlomagno (774-800 d. C.). Tuvieron que optar contra las naciones contrapuestas, sin atenerse exclusivamente al móvil de la religión, y al disimular los deslices de sus hermanos, estuvieron maliciando bastardías entre las virtudes católicas de sus enemigos. La diversidad de idioma y de costumbres había ido arraigando el encono de las dos capitales; se retrajeron luego más y más con las contraposiciones de setenta años. Durante el cisma habían los romanos paladeado la libertad y los papas la soberanía; con la sumisión se exponían a la venganza de un tirano enojadizo, y la revolución de Italia tenía patentizado el desvalimiento, al par de la tiranía, de la corte bizantina. Habían los emperadores griegos restablecido las imágenes, mas no repusieron los estados de Calabria[1221] y la diócesis Ilírica[1222] que los iconoclastas habían allá desmembrado de los sucesores de san Pedro, y el papa Adriano los amagó con sentencia de excomunión, si no abjuraban inmediatamente de aquella herejía práctica.[1223] No eran católicos los griegos, mas pudiera empañarse su religión con el aliento del monarca reinante: contumaces se mantenían a la sazón los francos, pero toda riña perspicaz podía mirar ya su conversión del ejercicio a la adoración de las imágenes. Mancillaron el nombre de Carlomagno las avinagradas contiendas de sus amanuenses, mas el emperador de suyo se avenía al temple de una estadista, con las varias prácticas de Italia y Francia. En sus cuatro romerías o visitas al Vaticano anduvo abrazando a los papas con la llaneza de su estrechez e intimidad; se arrodilló ante el túmulo, y por consiguiente, ante la imagen del Apóstol, y no escrupulizaba el incorporarse y alternar en las plegarias y procesiones del rezo romano. ¿Cabía en la cordura y el agradecimiento de los pontífices el desviarse de su bienhechor? ¿Tenían derecho para traspasar el don del Exarcado? ¿Tenían potestad para volcar el gobierno de Roma? El dictado de patricio desdecía de los méritos y grandezas de todo un Carlomagno, y tan sólo removiendo el Imperio occidental podían desempeñar sus obligaciones y afianzar su establecimiento. Con esta disposición terminante desarraigaban para siempre las demandas de los griegos: reencumbrábase la majestad de Roma sobre el apocamiento de un pueblo provinciano; se hermanaban los cristianos latinos bajo una cabeza suprema, en su antigua capital, y los conquistadores de Occidente venían a recibir su corona de los sucesores de san Pedro. La Iglesia romana se granjeaba un abogado fervoroso y respetable, y a la sombra del poderío Carolingio podía el obispo ejercer honrosa y afianzadamente el gobierno de la ciudad.[1224]
Antes del exterminio del paganismo en Roma, menudeaban asonadas sangrientas por aquel opulento obispado. Menor era el vecindario, pero los tiempos eran más bravíos y el galardón más cuantioso, y allá los eclesiásticos mandarines batallaban desaforadamente en pos de aquella soberanía. Descuella el reinado de Adriano I[1225] sobre los siglos precedentes y posteriores;[1226] las murallas de Roma (25 de diciembre de 800 d. C.); el patrimonio sagrado, el exterminio de los lombardos y la intimidad con Carlomagno, fueron los trofeos de su nombradía: pues fue encubiertamente labrando el solio de los sucesores, y ostentó en ámbito reducido las prendas de un gran monarca. Reverenciose su memoria, mas en la elección inmediata, un sacerdote del luterano, León III, fue antepuesto al sobrino y predilecto de Adriano, a quien había encumbrado a las primeras dignidades de la Iglesia. Su avenencia o su arrepentimiento estuvieron disfrazando, por más de cuatro años, su intento fementido de venganza, hasta que un día de procesión, en que una gavilla de conspiradores enfurecidos levantó la muchedumbre desarmada, y asaltó con varapalos y puñaladas la persona sacrosanta del papa. Mas quedó burlada su empresa contra su libertad y su vida, por el rubor quizás y el remordimiento. Yació León por recuerdo en el suelo, pero vuelto en sí del paroxismo causado por su pérdida de sangre, recobró el habla y la vista, y este trance naturalísimo vino a engrandecerse con el recobro milagroso de sus ojos y lengua, de que por dos veces le habían despojado los forajidos.[1227] Huyó de la cárcel al Vaticano; voló el duque de Espoleto a su rescate; condoliose Carlomagno de su tropelía y aceptó o solicitó desde su campamento de Paderbora en Wesfalia, una visita del pontífice romano. León fue y vino luego por los Alpes con escolta de condes y obispos para resguardo y testimonio de su inocencia; y sintió en el alma el conquistador de los sajones el tener que dilatar hasta el año siguiente el desempeño personal de aquel compromiso religioso. En su cuarta y postrera romería se le obsequió en Roma con los honores debidos al rey y al patricio: cupo a León el sincerarse bajo juramento de las culpas que le achacaban: enmudecieron, y aquel arrojo sacrílego contra su vida se castigó con la pena leve e insuficiente de mero destierro. Apareció Carlomagno en la festividad del nacimiento de Cristo, el último año del siglo VIII, en la iglesia de san Pedro, y para halagar la vanagloria romana, había trocado el traje sencillo de su país por el ropaje de patricio.[1228] Celebrados los santos misterios, León repentinamente le colocó en la cabeza una corona preciosa,[1229] y retumbó el cimborio con las aclamaciones del pueblo: «¡Viva y triunfe Carlos el Augusto más piadoso, coronado por el mismo Dios, como grande y pacífico emperador de los romanos!». Consagraron y ungieron regiamente la cabeza y el cuerpo de Carlomagno: le saludó o adoró el pontífice al remedo de los Césares: se cifra en su juramento de coronación la promesa de mantener la fe y regalías de la Iglesia, y quedaron pagados los primeros frutos en sus riquísimas ofrendas al sagrario del Apóstol. El emperador en sus coloquios familiares, que ignoraba los intentos de León, pues los frustrara ausentándose en aquel día memorable pero no pudo menos de asomar el secreto con los preparativos del ceremonial, y el viaje de Carlomagno está patentizando su noticia expectativa, había confesado que el dictado imperial era el blanco de su ambición, y un sínodo romano había sentenciado que era el único galardón competente para sus merecimientos y servicios.[1230]
Se suele conceder y se ha merecido alguna vez el dictado de grande pero es Carlomagno el único a cuyo favor se haya embebido inseparablemente aquel adjetivo con el nombre. Hase también incluido el nombre en el calendario romano con el conotado de santo, y éste, con logro sin par, se ha acarreado las alabanzas de los historiadores y filósofos de un siglo ilustrado[1231] (767-814 d. C.). Por supuesto que la barbarie de la nación y el tiempo en que floreció encumbra más y más su merecimiento efectivo, mas con parangón desigual realza también la grandeza aparente de todo objeto, y las ruinas de Palmira resplandecen mayormente por la vecindad accidental de un páramo desierto. Sin desairar su nombradía apuntaré ciertos lunares en la santidad y esclarecimiento del restaurador del Imperio occidental. No campea la continencia en sus virtudes morales;[1232] pero sus nueve mujeres o concubinas en poquísimo desmejorarían la bienaventuranza pública, como tampoco los volanderos o vulgares amoríos, el sinnúmero de sus bastardos que dedicó a la iglesia, y el celibato dilatado y el desenfreno de sus hijas,[1233] a quienes el padre estuvo indiciado de amar con excesivo cariño. Excusado es tildar la ambición de un conquistador, pero en una reseña justiciera, los hijos de su hermano Carloman, los príncipes Merovingios de la Aquitania y los cuatro mil quinientos sajones que degolló en un mismo sitio, serían alegatos fundados contra la justicia y la humanidad de Carlomagno. Aquel tratamiento de los sajones vencidos[1234] fue rematado abuso del derecho de conquista; sus leyes fueron no menos sanguinarias que sus armas, y al desentrañar sus motivos, cuanto se descuente de su devoción hay que achacarlo a su índole. Atónito queda un lector sedentario con aquella actividad incesante de cuerpo y alma; y no se asombraban menos súbditos y enemigos con su presencia repentina cuando lo estaban suponiendo al extremo contrapuesto del Imperio; ni paz, ni guerra, ni estío ni invierno, eran para él temporadas de sosiego, y la imaginación no alcanza a hermanar los Annales de su reinado con la geografía de sus expediciones. Más era racional que personal aquel desasosiego, pues la vida vagarosa de un franco allí se desplegaba en cacerías, peregrinaciones y aventuras militares, y los viajes de Carlomagno sobresalían únicamente por el mayor acompañamiento y la entidad más grandiosa de sus intentos. Hay que ir desentrañando su nombradía militar con una reseña de sus tropas, sus enemigos y sus acciones. Conquistó Alejandro con las armas de Filipo, pero los dos héroes predecesores de Carlomagno le dejaron su nombre, sus ejemplos y los compañeros de sus victorias. Acaudillando huestes veteranas y superiores fue arrollando naciones montaraces o bastardas, inhábiles para confederarse en su contrarresto, y así jamás tropezó con antagonista igual en número, disciplina y armas. Vive y muere la ciencia de la guerra con las artes de la paz, mas no sobresalen sus campañas con sitio o batalla de dificultad o éxito descollantes, y debía envidiar los trofeos sarracenos de su abuelo. Tras su expedición a España quedó derrotada su retaguardia en el Pirineo, y los soldados cuya situación era irremediable y su tesón inservible, pudieran tildar en su postrer aliento el ningún desempeño ni cautela de su general,[1235] con sumo miramiento a la legislación de Carlomagno, tan encarecida por un juez respetable. No vienen a componer un sistema, sino un eslabonamiento de edictos más o menos oportunos y circunstanciados, para enmienda de abusos, reforma de costumbres, economía de cortijos, cría de aves y aun venta de huevos. Ansiaba mejorar las leyes y la índole de los francos, y su empeño aunque endeble y escaso se hace recomendable; los achaques inveterados de aquel tiempo se zanjaron o mitigaron con su gobierno,[1236] mas por maravilla advierto en sus instituciones, miras generales, y el denuedo inmortal de un legislador, que está sobreviviendo en beneficio de la posteridad. Unido y estable permaneció el Imperio durante su vida; mas siguió la práctica azarosa de dividir sus reinos entre los hijos, y tras la repetición de sus dietas quedó al cabo la constitución en el vaivén incesante de la anarquía y el despotismo. Su aprecio de la religiosidad y luces del clero, le movió a confiarle el señorío temporal y la jurisdicción civil que anhelaba, y su hijo Luis, al quedar despojado por los obispos, pudo hasta cierto punto culpar la imprudencia del padre. Sus leyes revalidaron el impuesto del diezmo, por cuanto los diablos habían andado pregonando por los aires que la falta de aquel pago había acarreado la última carestía.[1237] Consta el mérito literario de Carlomagno por la fundación de escuelas, la introducción de las artes, las obras que se publicaron en su nombre y su trato familiar con los súbditos y extranjeros a quienes brindó con la corte para educar así al príncipe como al pueblo. Sus propios estudios fueron tardíos, trabajosos y escasos; si hablaba latín y entendía el griego, se había ido imponiendo en sus rudimentos por el habla más que por los libros, y allá en la madurez tuvo que aprender a escribir en la forma que en el día lo está haciendo todo campesino en su niñez.[1238] Tanto la gramática y la lógica, como la música y la astronomía de aquel tiempo, se cultivaban como adminículos de la superstición; mas el paradero de los afanes mentales viene a ser siempre la mejora de sus alcances, y el fomento de las letras es el timbre más acendrado y halagüeño de la carrera de Carlomagno.[1239] El señorío de su persona,[1240] la extensión de su reinado, la prosperidad de sus armas, la pujanza de un gobierno, y el acatamiento de naciones lejanas, lo encumbran sobre la caterva regia; y la Europa entera está aún fechando una era nueva desde el restablecimiento del Imperio occidental.
El Imperio no desairaba a su dictado,[1241] y algunos de los reinos más grandiosos de Europa eran patrimonio o conquista de un príncipe que estaba al mismo tiempo reinando en Francia, España, Italia, Alemania y Hungría.[1242] I. La provincia romana de la Galia se había transformado en el nombre y monarquía de Francia, mas en el menoscabo de la alcurnia merovingia, se estrecharon sus ámbitos con la independencia de los bretones y la rebelión de Aquitania. Carlomagno acosó y estrechó a los bretones contra las playas del Océano, y aquella tribu montaraz, que discuerda tanto de los franceses en idioma y origen, quedó escarmentada con tributos, rehenes y sosiego. Tras contienda inapeable y dilatada padecieron los duques de Aquitania el castigo de perder provincia, libertad y vida. Justiciero y violentísimo fuera un sumo escarmiento con gobernadores ambiciosos que remedaban tan al vivo a los mayores del palacio; mas un descubrimiento reciente[1243] acaba de probar que aquellos príncipes desventurados, herederos últimos y legítimos de la sangre y cetro de Clodoveo, descendían por la rama menor del hermano de Dagoberto, de la alcurnia merovingia. El reino antiguo quedó reducido al ducado de Gascuña, y los condados de Trenzas y Armañas a la falda del Pirineo; su linaje se propagó hasta principios del siglo XVI, y después de sobrevivir a los tiranos Carolingios, se reservaron para experimentar las injusticias o finezas de tercera dinastía. Incorporada la Aquitania ensanchó sus ámbitos la Francia, cuales son en el día, con los aumentos de España, Países Bajos y hasta el Rin. II. Habían padre y abuelo de Carlomagno arrojado de Francia a los sarracenos, pero estaban todavía poseyendo la mayor parte de España, desde el peñón de Gibraltar hasta el Pirineo, y en sus desavenencias civiles un emir de Zaragoza acudió en pos de auxilio a la dieta de Padesborn. Emprende Carlomagno la expedición, restablece al emir, y desentendiéndose de creencias, arrolla imparcialmente la resistencia de los cristianos, y premia la obediencia y el servicio de los mahometanos. Plantea luego en su ausencia la marca Hispánica,[1244] que se extendía desde el Pirineo hasta el Ebro; el gobernador francés residía en Barcelona; poseía los condados del Rosellón y de Cataluña, y los reinos asomantes de Navarra y Aragón estaban sujetos a su señorío. III. Reinaba, como rey de lombardos y patricio de Roma, sobre la mayor parte de Italia,[1245] por una tirada de más de trescientas leguas [666,6 km] desde los Alpes hasta el confín de Calabria. El ducado de Benevento, feudo lombardo, se había ido explayando, a costa de los griegos, por el reino moderno de Nápoles; pero Arrequis, el duque reinante, se desentendió de empozarse en la esclavitud de su patria; ostentó su dictado independiente de príncipe, y blandió su espada contra la monarquía Carolingia. Se defendió con entereza y se allanó sin desaire, contentándose el emperador con tributo llevadero, la demolición de sus fortalezas, y el reconocimiento en las monedas de un señor supremo. Añadió la adulación certera de su hijo Grimoaldo la denominación de padre, pero mantuvo cuerdamente su jerarquía, y Benevento se fue imperceptiblemente desenlazando del yugo francés.[1246] IV. Fue Carlomagno el primero que reunió la Germania bajo un mismo cetro. Consérvase en el círculo de Franconia el nombre de Francia oriental, y el pueblo de Hesse y de Thuringia quedó recién incorporado con los vencedores, con la hermandad de religión y de gobierno. Los alemanes, tan formidables para los romanos, eran vasallos siempre fieles y confederados de los francos, y su país estaba encajonado entre los linderos modernos de la Alsacia, la Suabia y la Suiza. Los bávaros, aunque con igual anuencia para con sus leyes y costumbres, eran menos sufridos de dueño alguno; las traiciones redobladas de Trasilo abonaron la abolición de sus duques hereditarios, y su potestad quedó repartida entre los condes que juzgaban y guardaban aquella raya importante. Pero el norte de Germania, desde el Rin hasta más allá del Elba, permanecía siempre enemistado y pagano, y no se logró doblegar a los sajones al yugo de Cristo y de Carlomagno sino después de treinta y tres años de guerra. Quedaron descartados los idólatras con sus ídolos, y la fundación de ocho obispados, Munster, Osnaburgh, Pandesborn, Minden, Bremen, Verden, Hidelsheim y Halberstad, van deslindando, por ambas orillas del Weser, la antigua Sajonia; aquellos solares episcopales fueron las primeras escuelas y ciudades de un país montaraz, y la religión y humanidad de los hijos sinceró hasta cierto punto la matanza de los padres. Allende el Elba, los eslavos o eslavonios, de costumbres parecidas y varias denominaciones, abarcaban los dominios modernos de Prusia, Polonia y Bohemia y ciertos asomos de obediencia han inducido al historiador francés a dilatar el Imperio hasta el Báltico y el Vístula. La conquista y conversión de aquellos países es de fecha posterior, mas la primera incorporación de la Bohemia con el cuerpo germánico, se debe fundadamente apropiar a las armas de Carlomagno. V. Revolvió sobre los Avaros aquel raudal de conflictos que habían ido derramando sobre las naciones. Sus cercas, fortificaciones de madera que abrazaban sus distritos y aldeas, fueron al través con el empuje triplicado de una hueste francesa, que se disparó por mar y tierra sobre su país, atravesando las cumbres Carpacias, y desembocando por las llanuras del Danubio. Tras contienda sangrientísima de ocho años, el malogro de algunos generales franceses quedó vengado con la muerte de los hunos principales: las reliquias de la nación se postraron: la residencia real del Chagan paró en soledad desconocida, y los tesoros, presas de dos siglos y medio, vinieron a enriquecer las tropas victoriosas, o a condecorar las iglesias de la Italia o de la Galia.[1247] Avasallada la Panonia, deslindaba la confluencia del Danubio, Fetes y Save el Imperio de Carlomagno: las provincias de Istria, Liburnia y Dalmacia fueron un agregado obvio pero inservible, y por sistema de moderación, dejó las ciudades marítimas bajo la soberanía efectiva o nominal de los griegos. Mas aquellas posesiones lejanas realzaron el esplendor mas no el poderío del emperador latino, ni aventuró allá fundaciones eclesiásticas para retraer a los bárbaros de su vida vagarosa y culto idólatra. Zanjas de comunicación entre el Saona y el Mosa, el Rin y el Danubio se entablaron desmayadamente,[1248] y su ejecución hubiera vivificado el Imperio, al paso que se invertían caudales y afanes mayores en la construcción de una catedral.
Bosquejando en globo este mapilla, resulta que el Imperio de los francos abarcaba, entre levante y poniente del Ebro al Elba o el Vístula, de Norte a Sur, desde el ducado de Benevento al río Cider, lindero invariable de Alemania y Dinamarca. Engrandecían personal y políticamente a Carlomagno el desamparo y las desavenencias de lo restante de Europa. Una caterva de príncipes escoceses o sajones batallaban más y más por las isla de la Gran Bretaña e Irlanda, y perdida una vez España, el reino cristiano y godo de Alfonso el Casto, quedaba reducido a la estrechez de los riscos asturianos. Estos soberanillos tenían que reverenciar el poderío o la sobresalencia del Carolingio monarca, implorar el blasón o el arrimo de su alianza, y aclamarle padre universal y emperador único y supremo del Occidente.[1249] Se correspondió constantemente con el califa Harun Al-Rashid,[1250] cuyos dominios allá se extendían desde el África a la India, y aceptó de sus embajadores una tienda, un reloj de agua, un elefante y las llaves del santo sepulcro. No se deja alcanzar fácilmente esta intimidad particular de un franco y un árabe, tan extraños mutuamente en personalidad, idioma y religión: mas su correspondencia pública estribaba toda en vanagloria, y su situación lejana no dejaba cabida a competencias de intereses. Dos tercios del Imperio Romano de Occidente estaban sujetos a Carlomagno, y el desfalco venía a quedar colmadamente compensado con la soberanía de las naciones inaccesibles o insuperables de Germania; mas en cuanto a la elección de sus enemigos, debemos fundadamente extrañar, que se acostumbrase a preferir las desnudeces del Norte a la opulencia del mediodía. Las treinta y tres campañas afanadamente consumidas por las selvas y pantanos de Germania sobraban para afianzar los ensanches de su dictado, aventando a los griegos de Italia y a los sarracenos de España. En su mano tenía la victoria contra los desvalidos griegos, y la nombradía y el desagravio le brindaban con una cruzada santa contra los sarracenos, sincerándola a voz de pregón, la religión y la política. Aspiraba tal vez con aquellas expediciones allende el Elba a resguardar su monarquía de la suerte del Imperio Romano, imposibilitar a los enemigos de toda sociedad civil y descastar la semilla de emigraciones venideras; pero está ya averiguado que en materia de precauciones queda mansa toda conquista no siendo universal, puesto que los ensanches de aquella circunferencia acarrean con la mayor esfera más y más puntos de hostilidad.[1251] El avasallamiento de la Germania desencapotó y sacó a luz por la vez primera el continente o islas de Escandinavia, y las presenció la Europa desaletargando a sus bárbaros y valerosos naturales. El más sañudo de los idólatras sajones huyó del tirano católico a sus hermanos del Norte; sus escuadras surcaron pirateando el océano y el Mediterráneo, y Carlomagno llegó a ver con amargos suspiros los progresos asoladores de los normandos, quienes en menos de setenta años atropellaron el vuelco de su alcurnia y monarquía.
Si el papa y los romanos resucitaran la constitución primitiva, confiriéranse a Carlomagno para toda la vida los dictados de emperador y Augusto; y los sucesores, a cada vacante hubieran ido ascendiendo al solio por elección tácita o expresa. Pero la asociación de Luis el Piadoso está demostrando el derecho independiente (814-887 d. C.) de la monarquía y la conquista, y parece que el emperador en aquella coyuntura estuvo previendo y precaviendo las demandas encubiertas del clero. Mandose al juez real tomar la corona del altar (813 d. C.), y colocársela con sus propias manos en la sien, como regalo recibido de Dios, de su padre y de la nación.[1252] Repitiose el idéntico ceremonial, aunque con menos eficacia, en las asociaciones posteriores de Lotario y Luis II; el cetro Carolingio se fue traspasando de padre a hijo en línea recta por cuatro generaciones, y la ambición de los papas se ciñó al honor insustancial de coronar y ungir unos príncipes hereditarios que se hallaban ya revestidos de la potestad y el dominio. Sobrevivió Luis el Piadoso a sus hermanos, y abarcó el Imperio cabal de Carlomagno (814-840 d. C.), pero las naciones y la nobleza, sus obispos y sus hijos desde luego se enteraron de que no vivificaba ya la misma alma aquella inmensa mole, y estaban ya socavados los cimientos hasta su centro, mientras aparecía el haz vistoso e ileso. Tras una guerra o batalla, en que fenecieron cien mil francos, medió un tratado para dividir el Imperio entre los tres hijos que habían atropellado todo miramiento filial y fraternal. Separáronse para siempre los reinos de Alemania y Francia; las provincias de la Galia entre el Ródano y los Alpes, el Mora y el Rin, quedaron señaladas con la Italia para la dignidad imperial (840-856 d. C.) de Lotario. En la partición de su cupo, se concedieron dos reinos recientes y transitorios, la Lorena y Arles, a los niños menores, y el primogénito Luis II, tuvo que contentarse con el reino de Italia, patrimonio propio y suficiente para un emperador romano. A su muerte, sin sucesión varonil (856-875 d. C.), tíos y primos anduvieron batallando por el solio vacante, y los papas afianzaron sagazmente la coyuntura de sentenciar las demandas y merecimientos de los candidatos, y de otorgar al más rendido y dadivoso, el cargo imperial de abogado de la Iglesia Romana. Carecía ya la escoria de la alcurnia Carolingia de todo ascenso de pujanza y poderío, y los motes burlones de el Calvo, el Tartamudo, el Gordo y el Bobo estaban apellidando una runfla de reyes mansos y parecidos, merecedores todos de olvido perpetuo. Exhaustas ya las ramas colaterales, recayó toda la herencia en Carlos el Gordo, postrer emperador de la alcurnia (888 d. C.), y a fuer de mentecato se le desmandaron y retrajeron la Alemania, Italia y Francia; quedó depuesto en una dieta, y solicitó de los rebeldes su escaso diario, pues le dejaron vida y libertad por menosprecio. Gobernadores, obispos y magnates a proporción de su poderío se fueron apropiando los trozos del Imperio desplomado, guardando algún miramiento con la sangre femenina bastarda de Carlomagno. Dudosos eran títulos y posesión de la mayor parte, y se fueron regulando sus merecimientos por la estrechez de sus dominios. Cuantos asomaron con ejército a las puertas de Roma, quedaron coronados emperadores en el Vaticano, pero solían por modestia mostrarse satisfechos con el dictado de reyes de Italia, y el plazo entero de setenta y cuatro años puede conceptuarse vacante, desde la renuncia de Carlos el Gordo hasta el ensalzamiento de Oton I.
Era Oton[1253] del esclarecido linaje de los duques de Sajonia, y si efectivamente descendía de Witikin, contrincante y alumno de Carlomagno, la posteridad de un pueblo vencido vino a reinar encumbradamente sobre sus mismos vencedores. Fue nombrado su padre Henrique el Pajarero, por voto de la nación para rescatar e instituir el reino de Alemania, cuyos linderos ensanchó más y más por donde quiera[1254] por su hijo, el primero y más aventajado de los Otones. Parte de la Galia al poniente del Rin, por las orillas del Mosa y del Mosela, cupo a los germanos, con cuya sangre e idioma vino a salpicarse desde el tiempo de César y de Tácito. Los sucesores de Oton se fueron granjeando una supremacía improductiva sobre los reinos descuartizados de Borgoña y Arles, entre el Rin, el Ródano y los Alpes. Por el Norte fue la propagadora del cristianismo la espada de Oton, conquistador y apóstol de las naciones eslavas del Elba y el Oder; fortaleciéronse los cantones de Brandemburgo y Silesia con colonias germanas, y el rey de Dinamarca, con los duques de Polonia y Bohemia, se reconoció su vasallo y tributario. Acaudilla su ejército victorioso, tramonta los Alpes, sojuzga el reino de Italia, liberta al papa, y plantea para siempre la corona imperial en el nombre y nación de Alemania. Entabló la fuerza y revalidó el tiempo, desde entonces dos máximas de jurisprudencia pública: I. que el príncipe elegido en la dieta germánica, adquiría desde aquel punto los reinos avasallados de Italia y de Roma, II. pero que no le cabía legalmente ostentar los dictados de emperador y Augusto, hasta ceñir en sus sienes la corona por la diestra del pontífice romano.[1255]
Sonó en el Oriente el encumbramiento imperial de Carlomagno con la variación de su lenguaje, pues en vez de saludar como padres a los emperadores griegos, usó la llaneza de apellidarlos marcialmente hermanos.[1256] Aspiraba tal vez por sus relaciones con Irene al nombre de marido; paz y amistad era el sonido de su embajada a Constantinopla y podía encubrir un ajuste de enlace con aquella princesa ambiciosa que se había desentendido de las obligaciones sagradas de madre. No es dable conceptuar el temple, duración y consecuencias probables de aquella incorporación entre dos imperios allá tan lejanos y desavenibles, pero el silencio unánime de los latinos me inclina a maliciar que los enemigos de Irene fueron los fraguadores de semejante hablilla, para achacarle la maldad de vender la Iglesia y el Estado a los extraños de Occidente.[1257] Presenciaron los embajadores franceses y aun peligrando, la conspiración de Nicéforo, por el encono nacional, pues se agriaba más y más Constantinopla con las traiciones y sacrilegios de la antigua Roma, y sonaba de boca en boca el adagio de que «eran los francos buenos amigos y malísimos vecinos», y era muy expuesto el ir a provocar un confinante que podía apetecer el segundar en la iglesia de Santa Sofía el ceremonial de la coronación del emperador. Tras un viaje angustioso de rodeos y demoras, los embajadores de Nicéforo lo hallaron en su campamento, a las orillas del río Sala, y Carlomagno se esmeró en ajar su vanagloria, ostentando en una aldea de Franconia el boato, o por lo menos, el orgullo del palacio bizantino.[1258] Fueron conducidos los griegos por cuatro salas sucesivas de audiencia: desde la primera fueron ya a postrarse ante un personaje esplendoroso en un sillón de aparato, hasta que él mismo los enteró de que era un sirviente en clase de caballerizo del emperador. Repitiose la equivocación y la respuesta en la estancia del conde palatino, del mayordomo y del camarero; fogueada más y más su impaciencia, se abrieron por fin de par en par las puertas del estrado y presenciaron entonces al verdadero monarca, encumbrado en su solio con mil realces lujosos y peregrinos que estaba menospreciando, empapándose en el cariño y acatamiento de sus caudillos victoriosos. Ajustose un tratado de paz y alianza entre ambos imperios, quedando desde luego deslindados con el derecho de la posesión actual; pero los griegos orillaron pronto aquella igualdad desairada,[1259] o la recordaron tan sólo para odiar más y más a los bárbaros que la habían impuesto. Durante la breve concordia del pundonor y el poderío, siguieron saludando acatadamente al augusto Carlomagno con los vítores de basileo y emperador de los romanos. Apenas cesaron aquellas prendas en la persona de su hijo devoto, era el sobrescrito de las cartas bizantinas: «Al rey, o como él se apellida, al emperador de francos y lombardos». Cuando ya no asomaba rastro de poderío ni pundonor, apearon a Luis II de su dictado hereditario y con la denominación bárbara de rex o rega, lo barajaron allá con la caterva de los príncipes latinos. La contestación[1260] está retratando su flaqueza, pues va probando con alguna erudición, que tanto en la historia sagrada como en la profana, el nombre de rey es sinónimo de la voz griega basileo: si en Constantinopla se conceptúa bajo otro sentido más exclusivo e imperial, reclama por sus antepasados y por el papa, su debida alternativa a los honores de la púrpura romana. Revivió la contienda en tiempo de los Otones, y su embajador describe con subidos colores el engreimiento de la corte bizantina.[1261] Aparentaban los griegos menospreciar la mezquindad e ignorancia de los francos y los sajones, y allá en la postrera decadencia se negaron a tiznar con los reyes de Germania el dictado de emperadores romanos.
Continuaron estos emperadores ejercitando en la elección de los papas la potestad que ostentaron los príncipes godos y griegos; y fue siempre medrando la entidad de esta prerrogativa con la jurisdicción temporal y espiritual de la Iglesia romana. En la aristocracia cristiana los prohombres del clero componían siempre un Senado para atender al régimen, y suplir las vacantes de los obispos. Dividíase Roma en veintiocho parroquias, administrada cada una por un sacerdote cardenal, o presbítero, dictado vulgar en su origen y comedido, aspiró luego a competir en la púrpura con los reyes. Aumentose el número con la incorporación de siete diáconos de los hospitales mayores, los siete jueces palatinos del Laterano y algunos prebendados de la Iglesia. Encabezaban este senado eclesiástico siete obispos cardenales de la provincia romana que se atareaban menos con las diócesis suburbanas de Ostia, Porto, Velitre, Túsculo, Preneste, Tibur y las Sabinas, que por su servicio semanal en el Laterano, y su participación eminente en los timbres y autoridad de la silla apostólica. A la muerte del papa, estos obispos recomendaban un sucesor a los votos del colegio de los cardenales,[1262] y su nombramiento se revalidaba o desechaba con los vítores, o el clamoreo del pueblo romano. Quedaba sin embargo descabalada la elección, no podía consagrarse legalmente, hasta que el emperador, como abogado de la Iglesia, había graciablemente manifestado su anuencia y aprobación. El comisionado regio se hacía cargo en el mismo sitio del rumbo y libertad de los procedimientos, y sólo mediando un escrutinio acerca de las prendas de los candidatos, los juramentaba sobre su lealtad y confirmaba las donaciones que se habían ido haciendo para el engrandecimiento del patrimonio de san Pedro. En las desavenencias frecuentes las pretensiones encontradas pasaban a la decisión del emperador; y en un sínodo de obispos se arrestó a sentenciar, condenar y castigar las demasías de un pontífice criminal. Oton I, impuso un tratado al Senado y al pueblo, que se comprometió a preferir el candidato más acepto a su majestad:[1263] los sucesores fueron anticipándose a su elección, concediendo el beneficio romano como los obispados de Colonia y de Bamberg, a sus ayos o cancilleres, y prescindiendo de los méritos de un franco, o de un sajón, su nombre está desde luego declarando la intervención de potestad extranjera. Cohonestábanse estos actos de la prerrogativa regia con los achaques de toda elección popular; pues el competidor excluido por los cardenales acudía a los ímpetus o la codicia de la muchedumbre: ensangrentáronse el Vaticano y el Laterano, y los senadores más poderosos, los marqueses de Toscana y los condes de Túsculo tuvieron la silla apostólica bajo su servidumbre afrentosa y dilatada. Los pontífices romanos padecieron en los siglos IX y X desacatos, encarcelamientos y matanzas por parte de sus tiranos, y llegó a tal extremo su desamparo, tras la pérdida y usurpación de los patrimonios eclesiásticos, que ni alcanzaban a costear el boato de príncipes, ni a ejercitar la caridad de sacerdotes.[1264] El influjo de dos hermanas rameras, Marozia y Teodora, estribaba todo en su riqueza y hermosura, y en sus tramoyas políticas y amorosas; sus galanes más esforzados cargaban con la mitra romana, y su reinado pudo[1265] en la lobreguez de aquellos tiempos[1266] abortar la patraña[1267] de una papisa.[1268] El hijo bastardo, el nieto y el bisnieto de Marozia, linaje peregrino, se vinieron a sentar en la cátedra de san Pedro, y el segundo de los nombrados encabezó desde la edad de diez y nueve años la iglesia latina. Su mocedad y su madurez se dieron estrechamente la mano, y naciones enteras de peregrinos presenciaron los cargos mortales con que le estuvo acosando un sínodo romano delante de Oton el grande. Por cuanto Juan XII había orillado el traje y el decoro de su profesión, quizás un soldado no vino a disfamarse por empaparse en vino y en sangre, por incendiar, jugar y cazar incesantemente. Podían sus simonías públicas ser efecto de sus escaseces, y sus invocaciones blasfemas de Júpiter y Venus, a ser ciertas, no cabe que las profiriese con formalidad. Mas no podemos menos de extrañar, que el dignísimo nieto de Marozia viviese adúlteramente y sin rebozo con las matronas de Roma, que el palacio Laterano se trocase en zahurda de rameras y que las tropelías con doncellas y viudas retrajesen a las peregrinas de visitar el túmulo de san Pedro, temerosas de que en medio de su fervor viniese el sucesor del Apóstol a violentarlas.[1269] Los protestantes se han explayado con malvada complacencia en estos arranques de todo un anticristo, mas en concepto de cualquier filósofo resultan menos azarosos los desbarros que el recato del clero. Tras aquel cenagal escandaloso y dilatado, la austeridad celosa de Gregorio VII reformó y realzó la silla apostólica (1075 d. C., etc.). Aquel monje ambicioso vinculó su vida en el desempeño de dos intentos: I. Plantear en el colegio de los cardenales la libertad e independencia en las elecciones, y desarraigar para siempre el derecho o usurpación de los emperadores y el pueblo romano. II. Conceder o reasumir el Imperio occidental como feudo o beneficio[1270] de la Iglesia, y abarcar bajo su señorío temporal los reyes y los reinos de la tierra. Tras reñidos vaivenes de medio siglo quedó cumplido aquel primer objeto al arrimo pujante del cuerpo eclesiástico, cuya independencia se hermanaba con la de su caudillo; pero el segundo empeño aunque con asomos de logro, al menos parcial, se estrelló en la resistencia denodada de la potestad secular y fracasó por fin con el descollamiento de la racionalidad.
A la renovación del Imperio Romano, ni en el pueblo ni en el obispo cabía franquear a Carlomagno o a Oton las provincias perdidas, al paso que se iban ganando con los vaivenes de las armas; mas quedaron árbitros los romanos en nombrarse superior, y cuantas facultades se habían otorgado al patricio se concedieron irrevocablemente a los emperadores franceses y sajones del Occidente. Los registros descuartizados de aquel tiempo[1271] conservan ciertos recuerdos de su palacio, casa de moneda, tribunal, edictos y espada de justicia, que aún hasta el siglo XIII procedía del César al prefecto de la ciudad.[1272] Entre las arterías de los papas y los arrebatos de la plebe, quedó soterrada aquella supremacía. Los sucesores de Carlomagno, satisfechos con los dictados de emperadores, desatendieron el goce de aquella jurisdicción local. Empujábase su ambición con la prosperidad en objetos más halagüeños, y luego con el menoscabo y divisiones del Imperio afanábanse en la defensa de sus provincias hereditarias. En medio de los escombros de Italia, la famosa Marozia (932 d. C.) brindó a uno de los usurpadores con las ínfulas de tercer marido suyo, y entrometieron a Hugo, rey de Borgoña, con los banderizos (732 d. C.) en la mole de Adriano o castillo de Sant-Ángelo, que señorea el puente principal y la entrada de Roma. Precisó la introductora a su hijo del primer matrimonio Alberico a realzar el desposorio y su banquete; pero su asistencia violenta y enojadiza le acarreó un bofetón de su padrastro; y fue aquel golpe causante de una revolución. «Romanos —prorrumpe el mozo–, fuisteis allá dueños del orbe, y estos borgoñones eran vuestros ínfimos esclavos; en el día estos irracionales voraces y bravíos están reinando, y mi agravio es el arranque de vuestra servidumbre».[1273] Resuena el arrebato y clamó a las armas por todos los barrios de la ciudad: retíranse atropellada y vergonzosamente los borgoñones; victorioso el hijo encarcela a Marozia, y el hermano Juan XII queda reducido al ejercicio de sus funciones espirituales. Estuvo Alberico más de veinte años poseyendo el gobierno de Roma, y se cuenta que halagó a la plebe preocupada con el restablecimiento de los cargos, o cuando menos, los títulos de cónsules y tribunos. Su hijo y heredero Octaviano tomó con el pontificado el nombre de Juan XII; viose comprometido, al par de su antecesor, por los príncipes lombardos para acudir a un libertador de la Iglesia y la república, y galardonó el servicio de Oton ensalzándolo a la dignidad imperial. Mas imperioso el sajón y mal sufridos los romanos, se trastornaron los regocijos de la coronación por el contraste encubierto de las regalías y la independencia, y mandó Oton a su escudero que no se le desviase un punto, temeroso de que le asaltasen y matasen al pie mismo del altar.[1274] Antes de tramontar los Alpes, castigó el emperador la asonada del pueblo y la ingratitud de Juan XII. Quedó apeado el papa en un sínodo (967 d. C.); montaron al prefecto sobre un asno, lo fueron azotando por la ciudad y lo empozaron en una mazmorra; ahorcaron a trece de los más criminales, lisiaron o desterraron a otros, sincerando aquellas justicias con las leyes antiguas de Teodosio y de Justiniano. El eco de la fama está tildando a Oton II del acto alevoso y sangriento de la matanza de los senadores, tras haberlos convidado a su mesa con el agasajo decoroso de amistad y hospedaje.[1275] Intentó denodadamente Roma, en la menoría del hijo Oton III, sacudir el yugo sajón, y fue el cónsul Crescencio el Bruto de la república. De la clase de súbdito y desterrado se encumbró dos veces al mando de la ciudad (998 d. C.): atropelló, arrojó y creó los papas, y fraguó una conspiración para restablecer la autoridad de los emperadores griegos. Mantuvo un sitio porfiado, hasta que el desventurado cónsul fue vendido con la promesa de salvamento; colgáronle de una horca, y luego colocaron su cabeza en las almenas del castillo. En un vaivén de la suerte, Oton, habiendo separado sus tropas, estuvo tres días sitiado y en ayunas dentro de su palacio, y su fuga desairadísima le preservó de que lo ajusticiase la saña de los romanos. Encabezaba al pueblo el senador Tolomeo, y logró la viuda de Crescencio el desahogo o la nombradía de haber desagraviado a su marido encerrando al amante imperial. Era el ánimo de Oton III desamparar los países montaraces del norte, ensalzar su solio en Italia, y reponer las instituciones de la monarquía romana, mas luego los sucesores solían asomar una vez sola por las márgenes del Tíber, para recibir la corona en el Vaticano.[1276] Era su ausencia despreciable, pero odiosa y formidable su presencia. Se descolgaban de los Alpes capitaneando a sus bárbaros, advenedizos todos y enemigos del país, y la visita pasajera paraba por lo más en alborotos sangrientos.[1277] Allá un recuerdo en bosquejo de sus antepasados estaba todavía atormentando a los romanos, y miraban con ira devota la sucesión de sajones, francos, suabios y bohemios que seguían usurpando la púrpura y las prerrogativas de los Césares.
Lo más contrapuesto quizás a la naturaleza y a la racionalidad es el empeño de enfrenar países lejanos y naciones extranjeras, contrarrestando sus inclinaciones e intereses. Dispárase un raudal de bárbaros por la tierra, mas un Imperio dilatado requiere para su permanencia un sistema científico de policía y sujeción: en el centro una potestad absoluta muy ejecutiva en sus providencias, y abundante en recursos; comunicación obvia y veloz entre sus extremos; fortalezas para contrastar el primer disparo de la rebeldía; un régimen muy entonado para proteger y castigar, y un ejército disciplinado que infunda zozobra sin causar descontento ni desesperación. Diversísima era la situación de los Césares alemanes ansiosos más y más de esclavizar el reino de Italia. Sus estados patrimoniales se extendían por el Rin o se desparramaban por las provincias mas los ámbitos de aquel señorío fueron fracasando por la torpeza o las escaseces de los príncipes sucesivos y sus rentas de regalías baladíes y gravosas apenas alcanzaban al mantenimiento de sus sirvientes. Componíanse sus tropas de la asistencia legal o voluntaria de sus vasallos feudales que atravesaban con repugnancia los Alpes; se desenfrenaban con robos y tropelías y allá se marchaban antojadizamente antes de la terminación de la campaña. El influjo pestilente del clima solía arrebatar a huestes enteras; los restantes cargaban con la osamenta de los príncipes y nobles[1278] y las resultas de sus destemplanzas se achacaban luego a la maldad alevosa de los italianos, que no dejaban al menos de complacerse con las desdichas de los bárbaros. Su tiranía desencajada podía habérselas en iguales términos con los tiranillos de Italia, y ni sus pueblos ni los lectores se interesarían en gran manera por tales contiendas. Pero en los siglos XI y XII reavivaron los lombardos la chispa de la industria y de la libertad, cuyo ejemplo grandioso remedó por fin la república de Toscana. Nunca cesó absolutamente un gobierno municipal en las ciudades de Italia, y sus fueros fundamentales se concedieron por el favor y la política de los emperadores, ansiosos de levantar una valla plebeya contra la independencia de los nobles; pero sus medros prontísimos, y el ensanche diario de sus potestades y pretensiones estribaban en el número y denuedo de sus vecindarios.[1279] Desempeñaba cada ciudad cuanto correspondía a su diócesis o distrito; quedaron las campiñas exentas de toda jurisdicción de condes, marqueses y obispos, y se recabó de los nobles más engreídos el desamparo de sus castillos solitarios, y entablar el estado más honorífico de ciudadanos y magistrados. El concejo gozaba de autoridad legislativa, mas la potestad ejecutiva se confiaba a tres cónsules, elegidos anualmente de los tres órdenes, capitanes, vavasores,[1280] y comunes en que se dividía la república. Fueron reviviendo y medrando los afanes de la agricultura y del comercio al arrimo de las leyes iguales; mas el peligro presente era pábulo de la valentía lombarda, y en sonando el campanón, o en tremolando el estandarte[1281] desembocaban las puertas de la ciudad unos tercios crecidos y denodados, cuyo afán por su causa tuvo luego por norte el ejercicio y la disciplina de las armas. Estrellábanse las ínfulas de los Césares al pie de aquellos antemurales populares; y el numen incontrastable de la libertad arrolló a entrambos Federicos los príncipes más descollantes de la edad media, el primero quizá superior en pujanza militar, y el segundo sobresalía innegablemente en las prendas más apacibles de la paz y la literatura.
Ansioso de recobrar los timbres de la púrpura, embistió Federico I a las repúblicas de Lombardía con las arterías de un estadista, la bizarría de un soldado y la crueldad de un tirano. Las Pandectas recién halladas renovaron la ciencia más favorable al despotismo y sus incensadores venales (1152-1190 d. C.) pregonaron al emperador como dueño absoluto de vidas y haciendas. Reconociéronse las prerrogativas reales bajo otro concepto menos odioso en la dieta de Roncalla, y los réditos de la Italia se acotaron en treinta mil libras de plata,[1282] que se fueron recargando indefinidamente con las rapiñas de los dependientes. El pavor o la pujanza de sus armas fue avasallando a las ciudades más pertinaces: entregó sus cautivos a los sayones o los disparó de sus máquinas militares, y tras el sitio y la rendición de Milán, los edificios grandiosos de aquella capital quedaron arrasados; se enviaron trescientos rehenes a Alemania, y se dispersó al vecindario por cuatro villares bajo el yugo del vencedor inflexible.[1283] Mas descolló luego Milán sobre sus escombros, y la desventura consolidó la liga de Lombardía; hermanáronse en la causa Venecia, el papa Alejandro III y el emperador Griego: un solo día echó al través toda aquella máquina de opresión, y Federico tuvo que firmar, aunque con reserva, en el tratado de Constancia la libertad de veinticuatro ciudades, contra las cuales ya en su pujanza y madurez vino a batallar el nieto Federico II,[1284] dotado de ciertas prendas aventajadas (1138-1250 d. C.). Recomendábanle para los italianos su nacimiento y educación, y en la discordia implacable de los dos bandos, los guibelinos estaban adictos al emperador, al paso que los guelfos tremolaban la bandera de la libertad y de la Iglesia. Yacía aletargada la corte de Roma al consentir que su padre Henrique VI incorporase con el Imperio los reinos de Nápoles y Sicilia, cuyos reinos hereditarios aprontaban al hijo crecidos réditos en caudales y en reclutas. Pero las armas de los lombardos y los rayos del Vaticano estrellaron por fin a Federico II; se traspasó su reino a un extraño, y el postrero de su familia fue degollado en Nápoles sobre un cadalso. No asomó emperador alguno en Italia por espacio de sesenta años, y su nombre sonaba tan sólo por la almoneda de los últimos rastros de soberanía.
Los bárbaros conquistadores del Occidente tuvieron a bien condecorar a su caudillo con el dictado de emperador, mas no fue su ánimo revestirlo con el despotismo de Constantino y Justiniano. Libres eran las personas de los germanos, sus conquistas propias y su temple nacional rebosaban de arrogancia despreciadora de la jurisprudencia servil de la Roma antigua y la nueva. Empeño infructuoso y expuestísimo fuera embocar un monarca a guerreros independientes mal avenidos aun con sus magistrados; al denodado que se desmandaba, y al poderoso que aspiraba al dominio. Estaba el Imperio de Carlomagno y de Oton repartido entre los duques de las naciones o provincias (814-1250 d. C.), los condes de los distritos menores y los margraves fronterizos que abarcaban todos la autoridad civil y militar cual se habían subdelegado a los lugartenientes de los primeros Césares. Los gobernadores romanos que solían ser soldados de fortuna, cohechaban a sus legiones asalariadas, se revestían la púrpura imperial y triunfaban o fracasaban en su rebeldía, sin lastimar el poderío y la unidad del gobierno. Si los duques, margraves y condes de Alemania se propasaban menos en sus demandas, los resultados de sus logros eran más duraderos y nocivos al Estado. En vez de encaminarse a la cumbre se afanaban calladamente por plantear y apropiarse la independencia provincial. Fomentaban su ambición aquella mole de estados y vasallos, en arrimo y ejemplo mutuo, el interés común de la nobleza subalterna, la variación de príncipes y familias, las menorías de Oton III, Henrique IV, el anhelo de los papas y el afán desatinado de las coronas volanderas de Italia y Roma. Los comandantes de las provincias iban usurpando más y más todas las regalías de la jurisdicción regia o territorial; el derecho de paz y guerra, de vida o muerte, de cuños e imperios, de enlaces externos de economía casera. Cuanto arrebataban las tropelías se revalidaba con el valimiento o las escaseces, y se concedía como pago de un voto dudoso o servicio voluntario: cuanto se había otorgado a uno era ya sinrazón el negarlo al sucesor o al igual, y todas las actas de posesión local o temporal se iban imperceptiblemente embebiendo en la constitución del reino germánico. Mediaba en todas las provincias entre el solio y la nobleza, la presencia visible del duque o del conde: los súbditos de la ley paraban en vasallos un caudillo particular, y el estandarte recibido del soberano solía tremolarse contra él. La superstición o la política de las dinastías carolingia y sajona halagaban y engrandecían la potestad temporal del clero, entregándose ciegamente a su comedimiento y lealtad; pues los obispados de Alemania igualaban en extensión y privilegios y se sobreponían en riquezas y población a los estados más grandiosos de la clase militar. Mientras los emperadores retuvieron la prerrogativa de conceder en todas las vacantes aquellos nombramientos eclesiásticos o seculares, el agradecimiento o la ambición de sus amigos o privados los mancomunaba en su causa; mas en punto a investiduras quedaron defraudados de su influjo sobre los cabildos episcopales; restableciose la libertad de elección, y el soberano, con escarnio solemne, quedó reducido a sus primeras plegarias: la recomendación única en sus reinados de una sola prebenda en cada iglesia. Los gobernadores seculares, en vez de revocarlos según el albedrío de un superior, podían apearse privativamente por sentencia de sus pares. En los arranques de la monarquía se solicitaba como merced el nombramiento del hijo para el ducado o condado de su padre; luego se fue logrando por mera costumbre o vinculando como derecho; se solía extender la sucesión de la línea varonil a las ramas colaterales, o femeninas; los estados del Imperio (denominación popular y luego legal) se fueron dividiendo o enajenando por testamento o venta, y caducó todo concepto de encargo público con el de herencia privada y perpetua. No le cabía al emperador acaudalarse con las eventualidades de fallecimientos y confiscaciones; pues en el plazo de un año tenía que disponer del feudo vacante, y atenerse a la propuesta de la dieta general o provincial.
A la muerte de Federico II apareció la Alemania un aborto con cien cabezas. Una caterva de príncipes y prelados (1250 d. C.) se abalanzaron a los escombros del Imperio; los señores de innumerables castillos propendían menos a obedecer que a remedar a sus mandarines, y según el alcance de sus fuerzas venían sus correrías a apellidarse robos o conquistas. Era tan incesante anarquía resultado inevitable de las leyes y costumbres de Europa; y el idéntico huracán voló allá en trozos los reinos de Italia y de Francia. Pero las ciudades de Italia y los vasallos de Francia yacían en lastimosa división y menoscabo; mientras la hermandad de los germanos produjo un gran sistema, llamado Imperio de república federativa. Con la institución frecuente y al fin perpetuo de la dieta, vivió descolladamente el denuedo nacional, y la potestad de una legislatura común se está todavía ejerciendo por los tres brazos o colegios de los electores, los príncipes y las ciudades libres o imperiales de Alemania. I. Cupo a los siete feudatarios más poderosos el cargar, tras denominación y jerarquía esclarecida, con el privilegio exclusivo de elegir el emperador romano, y fueron estos electores el rey de Bohemia, el duque de Sajonia, el margrave de Brandemburgo, el conde palatino del Rix, y los tres arzobispos de Metz, Tréveris y Colonia. II. El colegio de los príncipes y prelados se descartó de una muchedumbre revuelta: redujeron a cuatro votos representativos la abultada caterva de condes independientes, excluyendo a los caballeros, que asomaron allá en la campiña de la elección hasta sesenta mil montados como en la dieta de Polonia. III. El engreimiento de cuño y señoríos, y de espada y mitra, tuvo cuerdamente que prohijar al estado llano como tercer estamento en la legislatura, y progresando la sociedad vino por la misma época a ir alternando en los consejos nacionales de Francia, Inglaterra y Alemania. Señoreaba la liga Anseática el convenio y la navegación del norte; los confederados del Rin afianzaban la paz y el tráfico del interior: correspondía el influjo de las ciudades a sus riquezas y su política, y su negativa está todavía derogando las actas de entrambos colegios supremos de electores y de príncipes.[1285]
En el siglo XIV es donde podemos hacernos cargo a mejores luces del estado y contraposición del Imperio Romano de Alemania, que ya no poseía fuera de las villas del Rin y del Danubio ni una sola provincia de Trajano o Constantino (1347-1378 d. C.). Sus menguados sucesores fueron los condes de Habsburgo, de Nasau, de Luxemburgo y de Shwarsemburgo; proporcionó el emperador Henrique VII la corona de Bohemia para su hijo, y su nieto Carlos nació en un pueblo extraño y bárbaro aun para el concepto de los mismos alemanes.[1286] Tras la excomunión de Luis de Baviera, le cupo el don o la promesa del Imperio vacante por los pontífices romanos, que desde su destierro y cautividad en Aviñón estaban aparentando el señorío del Orbe. Con la muerte de sus competidores se hermanó el colegio electoral, y saludó unánime a Carlos como rey de romanos y emperador venidero; dictado que se avillanó por el mismo tiempo en los Césares de Alemania y de Grecia. El emperador germano ya no era más que un magistrado electivo y baladí de una aristocracia de príncipes que no le dejaban una aldea que pudiera llamar suya. Su prerrogativa preeminente era el derecho de presidir y proponer en el Senado nacional que se juntaba a su llamamiento, y su reino nativo de Bohemia, menos acaudalado, que la ciudad inmediata de Nuremberg era el solar más fundamental de su poderío y el manantial más pingüe de sus rentas. De trescientos caballos se componía el ejército con que tramontó los Alpes (1555 d. C.), ciñeron a Carlos la corona de hierro que la tradición vinculaba en la monarquía lombarda, en la catedral de san Ambrosio; mas se le admitió tan sólo con una comitiva pacífica, cerrando las puertas de la ciudad tras él, y el rey de Italia permaneció cautivo de las armas de los Vicentis, en quienes revalidó la soberanía de Milán. Coronáronle luego en el Vaticano con la corona de oro del Imperio, pero cumpliendo con un convenio reservado, el emperador romano se retiró inmediatamente, sin descansar una sola noche en el recinto de Roma. El elocuente Petrarca,[1287] cuyo numen fantaseaba las glorias soñadas del Capitolio; está allá lamentando y zahiriendo la huida afrentosa de Bohemio, y hasta sus contemporáneos pudieron enterarse de que el único ejercicio de su autoridad se cifraba en la venta gananciosa de títulos y privilegios. El oro de Italia afianzó el nombramiento de su hijo, mas tan extremado y vergonzoso era el desamparo del emperador romano, que un carnicero lo prendió en las calles de Horms, y quedó arrestado en un mesón por prenda o rehén del pago de sus gastos.
Orillemos tan bochornoso trance para presenciar la majestad relumbrante del mismo Carlos en la dieta del Imperio. La bula de oro que deslinda la constitución germánica, suena a soberano y legislador. Cien príncipes se doblegaban ante el solio y encumbraban su propio señorío tributando acatamientos voluntarios a su caudillo o ministro. En el banquete regio los primeros palaciegos, los siete electores que en jerarquía y dictado se igualaban con los reyes, desempeñaban solemnemente el servicio interior de palacio. Los arzobispos de Metz, Colonia y Tréveris, arquicancilleres perpetuos de Alemania, Italia y Arles, iban llevando en pompa los sellos de los tres reinos. El gran mariscal a caballo ejercía sus funciones con una medida de centeno, que volcaba con sus visos plateados por el suelo, y se apeaba luego para coordinar la colocación de los convidados. El mayordomo mayor, conde palatino del Rin, iba poniendo los platos sobre la mesa. El gran camarero, el margrave de Brandemburgo, servía la palangana y aguamanil de oro para lavarse. El rey de Bohemia, como su primo escanciano, estaba representado por el hermano del emperador, el duque de Luxemburgo y Brabante, y cerraba la procesión el montero mayor, que tenía un jabalí y un venado con un coro estruendoso de trompas y perros.[1288] No se limitaba la supremacía del emperador a la Alemania sola, pues los monarcas hereditarios de Europa reconocían su preeminencia su jerarquía y dignidad; era el primero de los príncipes cristianos, la cabeza temporal de la gran república de Occidente;[1289] vinculábase en su persona el dictado de majestad y disputaba con el papa la prerrogativa excelsa de crear reyes y juntar concilios. El oráculo de las leyes civiles, el sabio Bartolo, estaba pensionado por Carlos IV; y retumbaba en su cátedra la doctrina de que el emperador romano era el soberano legítimo de la tierra, desde el Sol saliente hasta su ocaso. La opinión contraria estaba condenada no como error sino como herejía, puesto que hasta el mismo Evangelio había pronunciado: «Y salió un decreto de César Augusto para que el mundo todo quedase empadronado».[1290]
Si anonadamos el plazo que media entre Augusto y Carlos, resalta y descuella hasta lo sumo la contraposición entre ambos Césares; el Bohemo encubridor de su apocamiento con el boato fementido, y el romano disfrazador de su poderío socolor de comedimiento. Acaudillando sus legiones victoriosas y reinando por mar y tierra, desde el Nilo y el Éufrates hasta el Océano Atlántico, Augusto se estuvo siempre mostrando sirviente del Estado e igual a sus conciudadanos. Todo un vencedor de Roma y de sus provincias, acudió a la mera traza, como legal y popular, de censor, cónsul y tribuno. Su albedrío era ley por el género humano, mas siempre con el sobrescrito del Senado y pueblo romano, por cuyos decretos fue admitiendo y renovando el dueño absoluto, el encargo temporal de administrar más y más la república. En traje, servidumbre,[1291] dictados y trato civil, siguió Augusto con todos los visos de un particular, y sus aduladores más arteros acataron invariablemente el secreto de su monarquía despótica y perpetua.