XLVIII
PLAN DE LOS TRES TOMOS ÚLTIMOS - SUCESIÓN E ÍNDOLE DE LOS EMPERADORES GRIEGOS DE CONSTANTINOPLA, DESDE EL TIEMPO DE HERACLIO HASTA LA CONQUISTA DE LOS LATINOS
He ido ya eslabonando desde Trajano a Constantino, y desde éste hasta Heraclio, la sucesión interminable de los emperadores romanos, desentrañando, sin rebozo, los vaivenes de prosperidad o de quebranto, de sus reinados. Quedan ya traspuestos cinco siglos de la decadencia y ruina del Imperio, pero media todavía un plazo de ocho siglos, hasta el paradero de mis tareas, la toma de Constantinopla por los turcos. Perseverando en mi carrera, y al idéntico paso, se iría más y más adelgazando y redoblando el hilo de mi narración por tomos sin cuento, sin que cupiesen al lector recompensa proporcionada de instrucción y recreo. Al mover la planta y engolfarnos hondamente en el menoscabo y derribo del Imperio oriental, los anales de cada reinado nos atarearían con afán más árido y desabrido; pues todos seguirían repitiendo y menudeando la relación cansadísima de flaquezas y desdichas. El enlace natural de causas y acontecimientos padecería quiebras incesantes y atropelladas y, agolpando y desmenuzando particularidades, se nublarían los destellos y resultados de aquellos cuadros generales que constituyen la utilidad y la gala de una historia lejana. Fallece Heraclio, y el teatro bizantino se estrecha y se enlobreguece; los ámbitos del Imperio, deslindados con las leyes de Justiniano y las armas de Belisario, se van encogiendo al mirarlos; el nombre «Romano», el campo grandioso de nuestros afanes, queda arrinconado en un ángulo de Europa, y reducido a los arrabales de Constantinopla, y la suerte del Imperio griego se ha parangonado con la del Rin, que desaparece por los arenales, antes de mezclar sus aguas con las del océano. La escala de aquel señorío se va minorando más y más a nuestra vista, con la distancia de tiempos y lugares, sin que el menoscabo exterior se compense al interior, con rasgos pundonorosos o científicos. Aun en su trance postrero, descollaba positivamente Constantinopla, más opulenta y populosa que Atenas, donde en su temporada más floreciente veintiún mil ciudadanos varones y adultos poseían la suma escasa de seis mil talentos o cinco millones de duros. Pero cada uno de aquellos era ciudadano libre, que afianzaba a su salvo el desahogo de su independencia, en pensamientos, palabras y obras; cuyas personas y haberes vivían escudados con leyes iguales, y que gozaban de voto a su albedrío, en el gobierno de la república. Su número crece y se redobla al parecer con la variedad de sus aspectos descollantes: al resguardo de su libertad, en alas de la competencia y vanagloria, cada ateniense aspiraba a ensalzarse hasta la cumbre del señorío nacional, desde aquella elevación sobrehumana, todavía alzaban allá el vuelo prohombres peregrinos, fuera del alcance de los ojos vulgares, y según escasean los varones sobresalientes en reinos dilatados y populosos, excusados son cómputos de millones soñados. Los ámbitos de Atenas, Esparta y sus aliados, vienen a igualarse con una provincia mediana de Francia y de Inglaterra; pero tras los trofeos de Salamina y de Platea, se ensanchan y se agigantan acá en la fantasía, al par de la inmensidad del Asia, hollada bajo las plantas de los griegos victoriosos. Pero los súbditos del Imperio Bizantino, que se apellidan griegos y romanos, afrentando a entrambos, están mostrando una identidad yerta de villanías rastreras, sin cohonestarlas con flaquezas de la humanidad, ni realzarlas con la pujanza de atrocidades memorables. Los prohombres de la Antigüedad pudieran repetir con gallardo entusiasmo la sentencia de Homero, «de que al primer día de servidumbre, el cautivo se desmejora en la mitad de su pundonor varonil». Mas el poeta había presenciado solamente los resultados de la esclavitud civil o casera, ni le cabía el predecir, que el despotismo espiritual anonadaría la segunda mitad de las potencias, maniatando, no sólo para las obras, sino aun para los pensamientos, al postrado devoto. Bajo los sucesores de Heraclio, este doble yugo unció a los griegos al mismo carro, que por ley de justicia sempiterna pregonaba al tirano tiznado con las mismas vilezas que los súbditos, y hay que andar ya por el solio, por el campamento y por las escuelas, en busca, tal vez con ansia inservible, de nombres e individuos que merezcan rescatarse del olvido. Ni tampoco se resarce el achaque del asunto, con el primor y las pinceladas de los retratistas. En el espacio de ocho siglos, anubla, allá los cuatro primeros, una cerrazón, en que tan sólo se vislumbra tal cual destello apocado y apagadizo de luz histórica: en las vidas de los emperadores desde Mauricio hasta Alexio, tan sólo el Macedonio Basilio es asunto de una obra particular, y la carencia, pérdida o escasez de testimonios contemporáneos, tiene que suplirse mezquinamente, con la autoridad harto dudosa de hacinadores más modernos. No escasean materiales en los cuatro siglos últimos, pues resucita con la alcurnia Comnenia, la musa histórica de Constantinopla, pero son sus galas oropeladas y su andar es desairado. Sigue su carrera una sarta de sacerdotes y palaciegos, hollando las pisadas de los anteriores, por el idéntico sendero de la servidumbre y la superstición: sus miras son rastreras, sus conceptos endebles o estragados, y hay que cerrarse el libro rebosante de esterilidad, sin deslindar las causas de los acontecimientos, la índole de los personajes y las costumbres del tiempo que encarecen o zahieren. Este reparo acerca de un hombre debe recaer sobre el pueblo entero, pues la pujanza de la espada trasciende a la pluma, y se palpará con la experiencia, que la entonación de la historia, se encumbra o se postra, al tenor del siglo.
Bajo este concepto orillara yo sin quebranto los esclavos griegos y sus historiadores rastreros, a no hacerme cargo de que el paradero de la monarquía bizantina se enlaza allá pasivamente, con las revoluciones más sonadas y trascendentales que han variado el aspecto del orbe. Nuevas colonias y reinos crecientes fueron luego cuajando los ámbitos de las provincias perdidas, la pujanza eficaz, en paz y en guerra, desamparó a las naciones vencidas y acudió a las vencedoras; y hay que ir desentrañando, en su origen y conquistas, en su religión y gobierno, las causas y efectos del menoscabo y vuelco del Imperio oriental, sin que el campo y el caudal más o menos ameno de la narración se deshermanen de la unidad y el blanco de nuestro intento; y así como el musulmán desde Fez o Delhi se está siempre encarando con el templo de la Meca, tiene el historiador que clavar su vista en la ciudad de Constantinopla. Nuestro rumbo dilatadísimo tendrá que abarcar los páramos de la Arabia y de la Tartaria, para luego venir a concentrarse en los linderos menguadillos de la monarquía romana.
Voy desde ahora a despejar mi plan, para los tres tomos últimos de toda la obra. Comprenderá el primer capítulo, eslabonadamente los emperadores que reinaron en Constantinopla durante el espacio de seis siglos, desde el tiempo de Heraclio hasta la conquista latina; resumen expedito, pero siempre atenido a la coordinación y el texto de los historiadores originales. Me ceñiré, por vía de encabezamiento, a los vaivenes del solio, la sucesión de las familias, la índole individual de los príncipes griegos, las particularidades de su vida y muerte, las máximas y el influjo de su gobierno interior, y la propensión de sus reinados, para atropellar o contener el vuelco del Imperio. Esta reseña cronológica conducirá, para despejar el contenido de los capítulos posteriores, y cuantas circunstancias asomen, por la historia conceptuosa de los bárbaros, se irán encajonando en su lugar competente de los anales bizantinos. El estado interno del Imperio y la herejía azarosa de los paulinos, que conmovió el Oriente y vino a instruir el Occidente, serán el asunto de dos capítulos, mas éstos quedarán pospuestos hasta que nos hayamos adelantado hasta la perspectiva del orbe, en los siglos IX y X de la era cristiana. Enquiciada así la historia bizantina, se nos irán presentando las naciones siguientes, abultando más o menos, según su poderío, trascendencia y conexión en la esfera romana y el correspondiente siglo. I. Los francos, denominación genérica que abarca los bárbaros de Francia, Italia y Germania, unidos con la espada o cetro de Carlomagno. La persecución de las imágenes y de sus devotos vino a separar la Italia toda, del solio bizantino, y labró el restablecimiento del Imperio Romano en el Occidente. II. Los árabes o sarracenos. Se dedicarán tres capítulos cuantiosos a este objeto interesante y peregrino. En el primero, tras el cuadro del país y sus habitantes, procuraré desentrañar la índole personal de Mahometo, y luego su rumbo, religión y éxito como profeta. Encabezaré luego a los árabes conquistando la Persia, el Egipto y el África, provincias del Imperio Romano; sin atajarles la carrera hasta el vuelco de las monarquías de Persia y España; y en el tercero me esmeraré en manifestar cómo se salvaron Constantinopla y la Europa, con el lujo y las artes, y con las desavenencias y el menoscabo del Imperio de los Califas. Un solo capítulo comprenderá, III. los búlgaros, IV. los húngaros, y V. los rusos que se arrojaron por mar o por tierra, a las provincias y a la capital, pero estos últimos, de tantísima entidad en su poderío actual, mueven la curiosidad acerca de su origen y sus comienzos. VI. Los normandos, o más bien los aventureros particulares de aquel pueblo guerrero, que vinieron a fundar un reino poderoso en la Apulia y en la Sicilia, estremecieron el solio de Constantinopla, ostentaron los trofeos de la hidalguía, y casi realizaron los portentos de las novelas. VII. Los latinos; los súbditos del papa, las naciones del Occidente que se alistaron bajo la bandera de la cruz, para el recobro o el amparo del Santo Sepulcro. Despavoridos y conservados los emperadores con las millaradas de peregrinos que se encaminaban a Jerusalén con Godofredo de Bullón, y los prohombres de la cristiandad. La Cruzada segunda y la tercera, siguieron las huellas de la primera: estrelláronse el Asia y la Europa en una guerra sagrada de dos siglos, y las potestades cristianas tropezaron con el denodado contrarresto de Saladino y de los mamelucos de Egipto, que por fin las arrojaron. En aquellas cruzadas memorables, una armada de franceses y venecianos se desvió de la Siria, sobre el Bósforo de Tracia; asaltó la capital, volcó la monarquía griega, y sentose por sesenta años una dinastía de príncipes latinos, en el solio de Constantino. VIII. Los mismos griegos, deben conceptuarse, en aquella temporada de cautiverio y destierro, como nación extraña, enemiga y luego soberana de Constantinopla. Avivó la desventura tal cual pavesa de pundonor nacional, y allá se condecora algún tanto la sucesión imperial, desde su restauración hasta la conquista turca. IX. Los mogoles y tártaros. Conmoviose el globo, con las armas de Gengis y sus descendientes, desde la China hasta Polonia y Grecia, quedaron por tierra los sultanes, yacieron los califas y temblaron los Césares en su solio; y las victorias de Tamerlán dilataron por más de medio siglo el exterminio total del Imperio Bizantino. X. Apunté allá los asomos de los turcos, y los nombres de aquellos padres de Seljuk y Otmano deslindan las dos dinastías, que vinieron a desembarcarse en el siglo XI de los páramos de la Escitia. Planteó la primera un reino prepotente y esplendoroso, desde las márgenes del Oxoes hasta Antioquía y Niza, y la primera cruzada se originó, con el atropellamiento de Jerusalén y el peligro de Constantinopla. Encumbráronse los otomanos de humildísimos principios; azote y pavor de la cristiandad. Sitió Mahometo II, y tomó a Constantinopla; y anonadó, allá con su triunfo, las reliquias, la sombra y el dictado del Imperio Romano en el Oriente. El cisma de los griegos va enlazado con sus postreras desventuras, y con el restablecimiento de la sabiduría en el mundo occidental. Volveré, desde el cautiverio de la nueva Roma, a los escombros de la antigua, y aquel nombre venerable, aquel asunto interesantísimo, derramará algún destello de gloria sobre la conclusión de mis afanes.
Había el emperador Heraclio castigado a un tirano y subido a su solio, y se perpetuó la memoria de su reinado con la conquista insubsistente, y la pérdida irreparable de las provincias orientales. Muerta Eudoxia, su primera esposa, desobedeció al patriarca, y contravino las leyes, casándose, en segundas nupcias, con su sobrina Martina, y la superstición de los griegos estuvo viendo el juicio del cielo, en las dolencias del padre y la monstruosidad de su prole. Pero el concepto de un nacimiento ilegítimo basta para indisponer la elección y relajar la obediencia del pueblo; el cariño materno estimulaba la ambición de Martina, y quizás también por envidia de madrastra, pues el marido ya anciano y endeble, mal podía contrarrestar a las añagazas conyugales. Constantino, su primogénito y adulto, gozaba el dictado de Augusto, pero de complexión achacosa, necesitaba un compañero y ayo, y se avino allá con repugnancia reservada a la partición del Imperio (4 de julio de 638 d. C.). Convocose el Senado a palacio, para revalidar o atestiguar la asociación de Heracleonas, hijo de Martina; plegarias y bendiciones del patriarca consagraron la ceñidura de la diadema; adoraron senadores y patricios al grande emperador, y los partícipes de su reinado, y abiertas luego las puertas, la vocería alborotada, pero trascendental de la soldadesca, aclamó a los soberanos. A los cinco meses (enero de 639 d. C.) se celebraron con boato bizantino las ceremonias grandiosas y esencialísimas en la catedral y en el hipódromo: aparentose suma concordia entre los hermanos regios, asiéndose el menor al brazo del otro, y sonó el nombre de Martina, en las aclamaciones violentas o venales del vecindario. Sobrevivió Heraclio dos años a este acto; declarando en su postrer testamento (11 de febrero de 641 d. C.) a entrambos hijos herederos iguales, en el Imperio oriental, y mandándoles acatar a la viuda Martina como a su madre y soberana.
Al asomar en el solio Martina con el nombre y atributos de emperatriz, se vio atajada con una oposición reverente pero incontrastable, y allá ciertas cenizas apagadas de libertad, se avivaron al soplo de la vulgaridad supersticiosa. «Acatamos —prorrumpió la voz de un ciudadano–, acatamos a la madre de nuestros príncipes, mas tan sólo a ellos debemos obediencia, y el mayor Constantino se halla en edad de sobrellevar solo el peso del cetro. Naturaleza excluyó a vuestro sexo de los afanes del gobierno. ¿Cómo podéis pelear? ¿Cómo acertaréis a contestar a los bárbaros, que con intento amistoso, o dañado, asomen por la ciudad regia? ¡Así los cielos alejen de la República romana ese desdoro nacional, que aun destemplaría hasta a los mismos esclavos de Persia!». Apeose Martina airada del solio, y se guareció en la vivienda mujeril de palacio. Tan sólo ciento tres días duró el reinado de Constantino III; falleció a los trece años de edad, y aunque su vida fue una dolencia incesante, prevaleció el concepto de que el veneno había sido el matador, y su madrastra la autora de su temprana muerte. Con efecto, Martina cogió el esquilmo ideado, y empuñó las riendas del gobierno, en nombre del emperador restante (25 de mayo de 641 d. C.) pero aborrecida universalmente la viuda incestuosa de Heraclio, se enceló el pueblo y tomó a su cargo los dos huerfanillos que había dejado Constantino. En vano fraguaron que el hijo de Martina, de solos quince años, se constituyese ayo de los niños, uno de los cuales era su ahijado, y en vano juró sobre el leño de la verdadera cruz escudarlos contra todos sus enemigos. Había el difunto emperador, en su agonía, encargado a un sirviente leal, que armase las tropas y provincias del Oriente, en defensa de los niños desvalidos: arengó y agasajó Valentín con éxito, y desde su campamento de Calcedonia, pidió denodadamente el castigo de los asesinos, y el restablecimiento del heredero legítimo. El desenfreno de la soldadesca que andaba vendimiando los viñedos asiáticos, y consumiendo el vino de los ciudadanos, alborotó el vecindario de Constantinopla, contra los autores caseros de sus quebrantos, y el cimborio de Santa Sofía estaba retumbando, no ya con himnos y plegarias, sino con los clamores e imprecaciones de una muchedumbre enfurecida. A su voz incontrastable, tuvo que asomar Heracleonas en el púlpito, con el mayorcillo de los huérfanos reales, sólo Constante fue aclamado emperador de los romanos, ciñéndole las sienes con una corona de oro, tomada del túmulo de Heraclio, y bendiciéndole solemnemente el patriarca. Pero en la oleada de aquellas iras gozosas, una caterva revuelta de judíos y bárbaros saqueó la iglesia y mancilló el santuario; y el monotelita Pirro, hechura de la emperatriz, dejando su protesta sobre el altar, se salvó cuerda y atropelladamente del ímpetu de los católicos. Empeño más arduo y sangriento quedaba al Senado, que logró cierta pujanza momentánea, con el arrimo de la soldadesca y el vecindario. El denuedo de la libertad romana resucitó los ejemplares antiguos y grandiosos de la resistencia contra los tiranos, y los reos imperiales fueron sindicados y sentenciados, como autores de la muerte de Constantino. Mas el castigo indistinto de inocentes y culpados, mancilló la severidad de aquellos padres conscriptos, condenando a Martina y Heracleonas al cercén de la lengua a la primera, y a su hijo de la nariz, y tras esta ejecución inhumana, tuvieron que acabar allá sus días, arrinconados en un destierro (septiembre de 641 d. C.). Cualquier griego sensato pudo consolarse de su servidumbre, al ver hasta qué extremo se propasaba la aristocracia, teniendo momentáneamente la potestad en sus manos.
Retrocedamos en idea cinco siglos al tiempo de los Antoninos, y vendremos a escuchar la arenga de Constante II, a los doce años de su edad, ante el Senado bizantino. Tras su nacimiento de gracias por el castigo justísimo que habían marchitado las lozanas esperanzas del reinado de su padre. «Con la providencia divina y vuestro decreto justiciero, Martina y su prole incestuosa fueron derrocados del solio: vuestra majestad y sabiduría han precavido que el Estado romano degenerase en tiranía desenfrenada; por tanto, os amonesto y ruego que estéis a la mira, como jueces y consejeros del salvamento público». Agasajó a los senadores con su alocución reverente y con dádivas cuantiosas, mas aquellos griegos rastreros desmerecían y esquivaban la libertad, la oratoria de un rato quedó luego olvidada, con las vulgaridades arraigadas y la práctica del despotismo. Tan sólo vino a conservar en cuenta la zozobra celosa, de que el Senado o el pueblo asaltasen su derecho de primogenitura, y sentasen a su lado en el solio al hermano Teodosio. Para inhabilitar a éste, le impusieron las órdenes sagradas, mas no por esta ceremonia, profanadora de los sacramentos, amainaron los recelos del tirano, y tan sólo la muerte del diácono Teodosio alcanzó a purgar su delito del nacimiento real. Desagraviáronle las imprecaciones del pueblo, y tuvo el asesino que desterrarse voluntaria y perpetuamente, en medio de todo su poderío. Se embarcó para la Grecia, y se cuenta que en demostración de corresponder al aborrecimiento que se había merecido, escupió, desde la galera imperial, contra las murallas de su patria. Invernó en Atenas, dio la vela para Tarento en Italia, visitó Roma, y terminó su dilatada peregrinación de afrenta y robo sacrílego, avecindándose en Siracusa. Mas huyendo de su pueblo, no podía desapropiarse de sí mismo, pues sus remordimientos entrañables, abortaron un vestigio que lo iba acosando día y noche, por mar y por tierra, y el soñado Teodosio arrimando a sus labios una copa de sangre, estaba diciendo al parecer: «Bebe, hermano, bebe»: simbolizando así lo sumo de su atentado, por haber recibido de las manos del diácono la copa mística de la sangre de Cristo. Odioso para sí mismo como para todos, feneció Constante, por traición casera, o tal vez episcopal, en aquella capital de Sicilia. El sirviente que le acompañaba en el baño, después de verterle el agua sobre la cabeza, le descargó reciamente con la misma vasija, y los demás que estaban extrañando su pesada tardanza miraron con indiferencia el cadáver del emperador. Las tropas de Sicilia revistieron con la púrpura un mancebo, cuya beldad sin par no acertaron a remedar los torpísimos artistas de aquel siglo.
Había dejado Constante en el palacio bizantino tres hijos, y el primero engalanado ya desde niño, con la púrpura. Al empeñarse el padre que acudiesen a Sicilia, detuvieron los griegos tan preciosos rehenes, participándole terminantemente, que eran hijos del Estado: llegó, con diligencia casi sobrenatural, el aviso de su muerte, desde Siracusa a Constantinopla, y el primogénito Constantino heredó su solio (septiembre de 668 d. C.), mas no su aborrecimiento público. Acudieron los súbditos desaladamente a castigar la maldad y el descoco de una provincia usurpadora de los derechos del Senado y del pueblo; dio la vela el tierno emperador del Helesponto con armada poderosa y las legiones de Roma y de Cartago se juntaron bajo su bandera, en la bahía de Siracusa. Fácil fue la derrota del usurpador siciliano, justo su castigo, y su cabeza se colgó, con toda su hermosura, en el hipódromo; mas no rebosaba de clemencia un príncipe que, entre una caterva de víctimas, condenó al hijo de un patricio por condolerse, con algún desentono, de la ejecución de un padre virtuoso. Castraron al mozo, y sobreviviendo a la operación, se conserva la memoria de esta cruel indecencia, en el ensalzamiento de Germano a la jerarquía de patriarca y de santo. Tras verter esta libación sangrienta sobre el túmulo de su padre, regresó Constantino a su capital, y se pregonó al mundo griego el asomo de su bozo, durante el viaje siciliano, con el dictado familiar de Paganato. Pero la idéntica deshermandad que la de su antecesor, mancilló también su reinado. Había condecorado con el tratamiento de Augustos a sus dos hermanos Heraclio y Tiberio, pero sin trascendencia, pues seguían penando, ajenos de confianza y de potestad, por las soledades del palacio. Las tropas del tema o de la provincia de Anatolia, incitadas ocultamente por ellos, se acercaron a la ciudad por la parte del Asia, y pidieron, para entrambos hermanos regios, la partición o ejercicio de la soberanía, corroborando su asonada, con un argumento teológico. Eran cristianos, clamaban, y católicos acendrados, devotos entrañables de la sagrada e indivisible Trinidad, y puesto que en el cielo hay tres personas iguales, ha de ser muy fundado en razón, el que las haya también, a su puntualísimo remedo, sobre la tierra. Brindó el emperador a teólogos de tal cuantía, una conferencia amistosa en la cual pudieran desentrañar sus argumentos, ante el Senado; acudieron al llamamiento, pero la perspectiva de sus cadáveres colgados en una horca del arrabal de Gálata, avino a sus compañeros con la unidad del reinado de Constantino. Indultó a sus hermanos, cuyos nombres siguieron sonando en las aclamaciones públicas, mas con la repetición, o sospecha de igual demasía, los príncipes reos se quedaron sin dictados y sin narices, a presencia de los obispos católicos, congregados en Constantinopla para el sexto sínodo general. Todo el afán de Pogonato hacia el fin de su vida se contrajo en arraigar el derecho de primogenitura; ofreció en el sagrario de san Pedro la cabellera de sus dos hijos Justiniano y Heraclio, simbolizando su adopción espiritual por el papa, mas sólo el mayor quedó ensalzando a la jerarquía de Augusto, y a la futura del Imperio.
Muerto el padre, la herencia del mundo romano recayó en Justiniano II (septiembre de 685 d. C.) y el nombre de un legislador triunfante, vino a quedar afrentado con los desbarros de un muchacho que sólo remedó a su tocayo en el costosísimo boato de los edificios. Disparados eran sus ímpetus y su entendimiento escaso, y se embriagó con el engreimiento desatinado de que su nacimiento le posesionaba del mando de millones, quienes ni el menor concejo le nombraron para uno de su ayuntamiento. Vinculaban su privanza dos entes ajenísimos de todo impulso de humanidad, un eunuco y un monje; entregando al primero el palacio, y la hacienda al segundo; aquél manejaba a latigazos a la madre del emperador y éste colgaba de las piernas a los tributarios insolventes sobre un hogar humoso y apagadizo. Desde el tiempo de Cómodo y Caracalla, solían ser las zozobras de los príncipes romanos los móviles de sus crueldades, pero Justiniano que blasonaba de entereza, se estaba empapando en los padecimientos, y maliciando allá la venganza de los súbditos por espacio de diez años, hasta que colmó la medida de sus propias maldades, y del sufrimiento ajeno. Yaciera más de tres años en una mazmorra Leoncio, general de concepto, con algunos patricios beneméritos; lo sacan repentinamente para el gobierno de la Grecia, pero este ensalzamiento de un agraviado arguye más bien menosprecio que confianza del príncipe. Acompáñanle al embarcadero varios amigos oficiosos, y advierte Leoncio suspirando, que es una víctima engalanada para el sacrificio, y que una muerte inevitable está abocada sobre sus pasos. Arrójanse a contestarle que la gloria y el Imperio pudieran galardonar un denuedo gallardo; que todas las clases aborrecen, a cual más, el reinado de un monstruo, y que las diestras de doscientos mil patriotas están únicamente esperando un caudillo. Acuerdan la noche para el intento; matan al prefecto, allanan las cárceles, los emisarios de Leoncio van voceando por las calles: «Cristianos, a Santa Sofía»; y el texto oportunísimo del patriarca: «Éste es el día del Señor» es el arranque de un sermón infamador. El vecindario en la iglesia se emplazó para el hipódromo; arrastraron a Justiniano, por cuya causa no se desenvaina un solo acero, ante aquellos jueces amotinados, y claman por la muerte ejecutiva del tirano; mas Leoncio, revestido ya con la púrpura, se conduele enternecidamente de aquel hijo, postrado y lloroso, de su bienhechor, y de tantos emperadores. Se le conserva la vida, se hace el ademán de cercenarle la nariz, y tal vez la lengua; el idioma pastoso de los griegos facilitó el apodo de Ritnometo, o naricortado, y el tirano medio mutilado fue a parar con su destierro a Quersona, en la Tartaria Crimenea; establecimiento arrinconado, a donde el trigo, el vino y el aceite se llevaban como lujo extranjero.
Allá asomado a los páramos de la Escitia, todavía abrigó Justiniano el engreimiento de su cuna, y la esperanza de su restauración. A los tres años de su destierro, recibe el aviso halagüeño de su desagravio en otra revolución (695-705 d. C.) que destronaba a Leoncio, con el cercén acostumbrado, acaudillada, en los mismos términos, por Apsimar, tomando el nombre más decoroso de Tiberio. Pero el título de la sucesión lineal se hacía siempre temible a un usurpador plebeyo, y se avivaban sus celos con las quejas y tachas de los quersonitas, quienes estaban mirando los devaneos del tirano, en el desenfreno de un desterrado. Con una gavilla de secuaces, por afecto o por desesperación, huye Justiniano de las playas inhabitables, a la ranchería de los chozares, que plantaban sus aduares entre el Tanais y el Borístenes. El khan recibió con lástima y miramiento al suplicante regio; le señaló para su residencia a Fanagoria, ciudad opulenta, en lo antiguo, por el lado asiático del lago Meotis, y se orillaron preocupaciones romanas, para desposarse con la hermana del bárbaro, que, según su nombre de Teodora, habría recibido el sacramento del bautismo; con el oro de Constantinopla coechó luego al aleve Chozar, y a no revelarle el intento el cariño conyugal de Teodora, iba el esposo a ser asesinado, o puesto en poder de sus enemigos. Justiniano después de ahogar con sus propias manos a los dos emisarios del khan, devolvió la esposa a su hermano, y se embarcó en el Euxino en busca de aliados nuevos y más leales. Asaltó una tormenta desecha a su bajel, y uno de sus afectuosos acompañantes le aconsejó que se congraciase con Dios, haciendo voto de indultar sin excepción a todos, si recobraba el solio. «¿Indulto? —replicó el tirano denodado—. ¡Así fenezca yo en este punto!, ¡así me hunda el Todopoderoso en las olas, si me avengo a perdonar a uno solo de mis enemigos!». Sobrevivió a tan impío arranque, se internó por la embocadura, aventuró su persona en la aldea regia de los búlgaros y ferió el auxilio de Terbolis, un conquistador pagado, con la promesa de su hija y una partición garbosa de los tesoros del Imperio. Extendíase el reino búlgaro hasta el confin de Tracia, y entrambos príncipes vinieron a sitiar a Constantinopla acaudillando quince mil caballos. Apsimar se arredró al asomo repentino y enemigo de su competidor, cuya cabeza había prometido el Chozar, y cuyo salvamento ignoraba, y estando trascordadas, mediando diez años, las maldades de Justiniano, y condoliéndose la muchedumbre del nacimiento y desventuras de su soberano hereditario, mal hallada como siempre con la potestad actual, lo introdujeron sus allegados eficaces en la ciudad y el palacio de Constantino.
Manifestose Justiniano pundonoroso y agradecido en llamar a su esposa y galardonar a sus aliados, y se retiró Terbolís cargado de oro, cuyas monedas estuvo midiendo con el látigo escítico (705-711 d. C.); pero no cabe voto más religioso y colmadamente cumplido, que el juramento solemne proclamado en medio de las tormentas del Euxino. Ambos usurpadores, pues tengo que reservar el apodo de tirano para el vencedor, fueron arrebatados al hipódromo, uno del calabozo y otro del palacio, y antes de ajusticiarlos, se les tendió aherrojados bajo el solio del emperador, y Justiniano ahincando sus plantas sobre entrambas cervices, estuvo mirando más de una hora la carrera de caballos, mientras el pueblo voluble voceaba las palabras del Salmo: «Hallarás el áspid y el basilisco, y pondrás el pie sobre el león y la sierpe». El desvío universal que había allá padecido, pudiera incitarle a repetir el anhelo de Calígula, de que el pueblo romano tuviera una sola cerviz; pero yo me adelanto a expresar que semejante ansia es muy ajena de un tirano discreto, pues su venganza y crueldad quedaban yertas al primer golpe, en vez de la variedad de tormentos con que Justiniano iba martirizando las víctimas de su saña. Regalábase sin término; ni pundonor ni servicios alcanzaban a desagraviarle de la obediencia activa o pasiva al gobierno establecido, y en los seis años de su nuevo reinado, conceptuó el hacha, el dogal y el potro, como los únicos realces del solio. Pero asestó muy particularmente su odio contra los quersonitas, que le insultaron en el destierro, y hallaron y hollaron las leyes de la hospitalidad. Su situación lejana les proporcionaba defensa, o al menos salvamento, y se impuso a Constantinopla una contribución cuantiosa para la habilitación de escuadra y ejército: «Todos son reos, y todos han de morir» fue el decreto de Justiniano y encargó su ejecución a su predilecto Esteban, a quien realzaba el apodo de Montaraz. Aun el cerril Esteban descabalaba los intentos del soberano, pues su pausado avance franqueó a grandísima parte del vecindario la salida al campo, y aquel ministro vengador se contentó con reducir a servidumbre la juventud de ambos sexos, con asar vivos a siete de los principales ciudadanos, ahogar a veinte en el mar y reservar cuarenta y dos aherrojados, para que los sentenciase el emperador con sus propios labios. La escuadra al regreso se estrelló contra la costa brava de Anatolia; y Justiniano celebró el acatamiento del Euxino, que le había tributado tantísimos miles de súbditos y enemigos en el naufragio general: pero seguía siempre el tirano sediento de sangre, y se dispuso segunda expedición para exterminar los restos de la colonia proscrita. En aquel breve intermedio, habían vuelto los quersonitas a su pueblo, con ánimo de morir en el trance; el khan de los chozares se había desentendido de la causa de su odioso hermano, los desterrados de todas las provincias se juntaron en Tauris, y revistieron con la púrpura a Bardanes, bajo el nombre de Filípico. La tropa imperial, ajena o incapaz de poner por obra las venganzas de Justiniano, se resguardaron de su enojo, extrañándose de su mando; la escuadra con rumbo más venturoso, aportó al regreso en Sínope y Constantinopla, y toda lengua se mostraba ansiosa de pronunciar como toda mano de ejecutar, la muerte del tirano. Desertó su guardia de bárbaros, y careciendo de amigos, la puñalada de un asesino se encareció, como rasgo de patriotismo y de virtud romana. Refugiose su hijo Tiberio en una iglesia, le guardaba la puerta su anciana abuela, y el niño inocente, colgándose al cuello las reliquias más pavorosas, estaba abrazando con una mano el altar, con la otra el leño de la verdadera cruz. Pero el ímpetu popular avasalla la superstición, y ensordece a los alaridos de la humanidad, y la alcurnia de Heraclio quedó extinguida, tras el reinado de un siglo.
Entre el vuelco de la dinastía Heraclia, y el ensalzamiento de la Isauria, median tan sólo seis años, divididos en tres reinados. Bardanes, o Filípico (711 d. C.) fue aclamando en Constantinopla con ínfulas de héroe libertador de su patria, de las garras de un tirano; y le cupo paladear arranques de bienaventuranza, en los disparos del entrañable y universal regocijo. Había dejado Justiniano en pos de sí, un tesoro cuantioso, parto de sus crueldades y rapiñas, pero lo aventó el sucesor pronta y desvariadamente. Embelesó Filípico al vecindario, en la función de su nacimiento, con los juegos del hipódromo, desde allí anduvo por las calles con el boato de mil banderas y otros tantos clarines, se estuvo recreando en los baños de Zeuxipo, y vuelto a palacio, agasajó a los nobles con un banquete suntuoso. Retirose a sestear a su estancia, embriagado de vino y de lisonjas, y ajeno de que su ejemplar trascendía a todo súbdito ambicioso, y que éste era su enemigo recóndito. Entrometiéronse conspiradores denodados en el bullicio de la función, y el monarca adormecido quedó maniatado, ciego y depuesto, antes que soñase en su peligro. Mas quedaron los traidores frustrados de su galardón, pues la voz libre del Senado y del pueblo, encumbró a Artemio del cargo de secretario al de emperador: se apellidó Anastasio II, y sobresalió en un reinado breve y revuelto, con sus prendas de paz y de guerra; pero extinguida la línea imperial, se andaba atropellando todo miramiento y obediencia, y cada variación derramaba semillas de nuevas revueltas (4 de junio de 715 d. C.). En un alboroto de las tripulaciones, revistieron, a un arrinconado dependiente de la Hacienda, con la púrpura a viva fuerza, y tras algunos meses de guerra naval, arrimó Anastasio el cetro, y luego el vencedor, Teodosio III, se doblegó al predominio de León, general y emperador de las tropas orientales. Se franqueó a los dos antecesores la profesión eclesiástica: el desasosiego de Anastasio le arrebató a arriesgar y perder su vida (enero de 716 d. C.) en un empeño alevoso; pero los días últimos de Teodosio fueron condecorados y sin zozobra. La voz única y sublime «Sanidad» que estampó en su túmulo, estaba diciendo su confianza filosófica y religiosa, y duró largamente la nombradía de sus milagros en el pueblo de Éfeso. Aquel resguardo decoroso de la iglesia, pudiera a veces infundir sus rasgos de clemencia, pero queda siempre dudoso, si redunda en interés público el afianzamiento de una ambición malograda.
He tenido que pararme en el vuelco de un tirano, voy a compendiar la fundación de una dinastía nueva, sonada en la posteridad por los cargos de sus enemigos, y cuya vida, pública y privada, va embebida en la historia eclesiástica de los iconoclastas (25 de marzo de 718 d. C.). Pero a pesar de la vocinglería de la superstición, la cuna ruin y la duración del reinado de León Isaúrio, vienen a redundar en algún concepto favorable de sus prendas. I. En un siglo de ánimos denodados, la perspectiva de toda una corona imperial, tenía que estar enardeciendo el pecho, y producir una caterva de competidores tan beneméritos como ansiosos de reinar. Aun en el cenagoso apocamiento de los griegos modernos, el ensalzamiento de un plebeyo de la esfera ínfima a la suprema, está suponiendo cierto descollamiento, sobre el nivel de la muchedumbre. Ni le incumbía quizás, ni le interesaba, el ser científico, y en la carrera de sus medros, se desentendería de rasgos de equidad y de benevolencia; pero realzaban su temple, tino y fortaleza, conocimiento de los hombres, y maña para granjearles el albedrío y avasallar sus propensiones. Consta que León era natural de Isauria, y su primitivo nombre Conon. Los escritores, cuya demasiada sátira redunda en alabanza, lo retratan como un buhonero, que aguijando su asnillo iba de feria en feria, revendiendo géneros baladíes; y refieren fatuamente, que tropezó con unos judíos, que diciéndole la buena ventura le prometieron el Imperio, bajo la condición de que dejase la idolatría de toda especie. Relación más probable cuenta la traslación de su padre del Asia Menor a la Tracia, donde estuvo haciendo el negocio ventajoso de ganadero, debiendo progresar en su granjería, porque al primer asomo de su hijo, abasteció el campamento imperial con quinientas reses. Se estrenó en la guardia de Justiniano, donde luego conoció y se le enceló el tirano. Descolló con su denuedo y maestría en la guerra de Colcos; le encargó Anastasio el mando de las legiones Anatolias, y con los votos de la soldadesca, se encumbró al Imperio, con aplauso general del orbe romano. II. En este azaroso encumbramiento, acertó León III a contrastar la envidia de sus iguales, el desagrado de un bando poderoso, y los embates de enemigos extraños y caseros. Los católicos, acusadores de sus innovaciones religiosas, están confesando que las emprendió con templanza y las manejó con entereza. Su silencio está igualmente respetando la cordura de su entendimiento y la pureza de sus costumbres. Tras un reinado de veinticuatro años, vino a espirar pacíficamente en su palacio de Constantinopla, y la púrpura que se había granjeado, logró ir trasladándola, por herencia, hasta la tercera generación.
El hijo y sucesor de León, Constantino V, apellidado Coprónimo, en su larguísimo reinado de treinta y cuatro años, embistió con más destemplanza a las imágenes, o ídolos de la iglesia (28 de junio de 741 d. C.). Allá sus devotos han diluviado raudales de hiel religiosa sobre los retratos de aquella pantera atigrada, aquel anticristo, aquel dragón alado, de la semilla de las sierpes, que sobrepujó en maldades al mismo Nerón, a todo un Heliogábalo. Matanza perpetua fue su reinado de lo más esclarecido, más sagrado e inocente de todo el Imperio. Asistía el emperador en persona a la ejecución de sus víctimas, se enteraba de sus agonías, escuchaba sus gemidos, y se empapaba más y más sediento en la sangre; recibía por ofrenda muy halagüeña una bandeja de narices, y solía con sus reales manos azotar o lisiar a sus sirvientes. Se apellidaba Coprónimo, por haber enturbiado la fuente bautismal; todo era disculpable en la niñez, pero ya de varón, sus torpezas lo envilecieron hasta lo sumo de la irracionalidad; su lujuria barajaba el deslinde sempiterno de especies y sexos, y aun al parecer se saboreaba brutalmente, con los objetos más repugnantes a la sensibilidad humana. Para su religión, el iconoclasta era hereje, judío, mahometano, pagano y ateísta, y su creencia de una potestad invisible tan sólo aparecía en sus ritos mágicos, víctimas humanas y sacrificios nocturnos, a Venus y a los demonios de la Antigüedad. Tiznaron su vida los desbarros más contrapuestos, y las úlceras que le fueron cubriendo el cuerpo, le anticiparon, al trance de la muerte, los tormentos infernales. De tantísimos cargos como he ido sufridamente copiando, parte quedan desvanecidos con su misma monstruosidad, y en las particularidades recónditas de la vida de los príncipes, la patraña es más obvia, por cuanto se hace más arduo el desengaño. Sin prohijar aquella máxima aciaga, de que cuando mucho se agolpa algo ha de quedar cierto, se deslinda sin embargo, que Constantino V era un disoluto y un inhumano. Más bien suele abultar que fingir la calumnia, y su desenfreno queda también atajado, hasta cierto punto, con la experiencia del siglo y el país a que se refiere. Se menciona el número con los nombres de obispos, generales y magistrados notables y pacientes, en ejecución pública y con lisiadura visible y permanente. Odiaban los católicos la persona y el gobierno de Coprónimo, pero este mismo aborrecimiento comprueba su atropellamiento. Encubren las demasías que pudieran disculpar o sincerar su violencia, pero estos mismos desacatos debieron ir enconando más y más su rencor y enmudecer su índole, en el ejercicio y el abuso del despotismo; mas no carecía Constantino V de prendas, y no siempre su gobierno se hizo acreedor a tanta maldición y menosprecio, por parte de los griegos. Sus enemigos mismos nos enteran de que restableció un acueducto, de que rescató dos mil quinientos cautivos, de que hubo abundancia colmada en su tiempo; y que repobló a Constantinopla y las ciudades de Tracia con nuevas colonias. Están elogiando violentamente su actividad y su denuedo; acaudillaba a caballo sus legiones, y aunque fue varia la suerte de sus armas, triunfó por mar y por tierra, sobre el Éufrates y el Danubio, y en la guerra civil y contra los bárbaros. Hay que contraponer alabanzas heréticas para contrapesar las reconvenciones católicas, reverenciaban los iconoclastas las virtudes del príncipe, y cuarenta años después, todavía estaban rezando en la tumba del difunto santo. El fanatismo o el engaño, fueron propagando una visión milagrosa, donde se apareció el héroe sobre un caballo blanquísimo, blandiendo su lanza contra los paganos de Hungría, «patraña disparatada —dice el historiador católico— puesto que Coprónimo yace aherrojado, con los demonios en las mazmorras infernales».
León IV, hijo de Constantino V, y padre del VI (14 de septiembre de 775 d. C.) era endeble de cuerpo y alma, y el desvelo capital de su reinado se cifró en el arreglo de la sucesión. La oficiosidad vehemente de los súbditos ocasionó la asociación del mozo Constantino, y el emperador hecho cargo de su propio quebranto, se avino, tras cierta cavilación discreta, con tan unánimes anhelos. Fue coronado el niño regio, con su madre Irene, y cuanta pompa y solemnidad pudiera embelesar la vista y vincular los ánimos de los griegos, se emplearon en la revalidación del consentimiento nacional. Juramentáronse palaciegos y eclesiásticos, y luego el pueblo todo, en el hipódromo, invocando los nombres sagrados del Hijo y de la Madre de Dios. «Sea testigo Jesucristo, de que celaremos el salvamento de Constantino, hijo de León, le serviremos a todo trance, y acataremos lealmente a su persona y su descendencia». Se juramentaron determinadamente sobre el leño de la verdadera cruz, y el acta de su compromiso, sobre el altar de Santa Sofía. Los primeros en jurar y en perjurarse, fueron los cinco hijos de Coprónimo en segundas nupcias, y es la historia de aquellos príncipes trágica y peregrina. Excluidos del solio por segundos, la sinrazón del primogénito los defraudó de una manda de cerca de diez millones de duros, sin que se conceptuasen compensación suficiente ciertos dictados aéreos, en cambio de caudales y poderío; y así anduvieron conspirando repetidamente contra el sobrino antes y después del fallecimiento del padre. Se les indultó por la primera tentativa; a la segunda fueron sentenciados al estado eclesiástico, mas por la tercera traición se cegó al primogénito, y a los cuatro hermanos, Cristóbal, Nicetas, Antemio y Eudoxas, por vía de castigo más leve, se les cercenó la lengua. Tras cinco años de encierro, lograron retraerse a la iglesia de Santa Sofía, y fue muy lastimosa su presencia para el pueblo. «Compatricios y cristianos —clamaba Nicéforo por sí y por sus hermanos mudos–, aquí estáis viendo a los hijos de vuestro emperador, si es que podéis reconocer nuestros semblantes, en tan suma desdicha. La vida, y vida descabalada, es lo único que la maldad de nuestros enemigos ha venido a dejarnos; y aun ésta la tenemos amagada, y así allá nos arrojamos a vuestra compasión». Iba creciendo el murmullo, que pudiera parar en alboroto, a no enfrenarlo la presencia de un ministro que anduvo halagando a los desventurados príncipes con zalamerías y esperanzas, y los condujo sosegadamente del santurio al palacio. Embarcáronlos arrebatadamente, y fue Atenas el paraje de su destierro. En tan bonancible retiro y desvalida situación, Nicéforo y sus hermanos vivían aún atormentados y sedientos de poderío, y se fueron tras el brindis de un caudillo eslavón, que se ofreció a libertarlos y conducirlos con armas y con la púrpura, hasta las puertas de Constantinopla, mas el vecindario de Atenas finísimo en la causa de Irene, se anticipó a su justicia o su crueldad, y empozó allá a los cinco hijos de Coprónimo en lobreguez y olvido sempiterno.
Había el emperador escogido para sí una consorte bárbara, hija del khan de los chozares; mas para el desposorio de su hijo, antepuso una doncella ateniense, huérfana y de diez y siete años, cuyo único realce se cifraba en sus prendas personales. Celebrose la boda de León e Irene con boato regio (8 de septiembre de 780 d. C.) y luego embelesado el endeble marido llegó a declarar, en su testamento, a la emperatriz, aya del orbe romano y de su hijo Constantino VI, de la edad de diez años. Durante su niñez estuvo Irene desempeñando, en el régimen público, atinada y eficazmente, el cargo de madre leal, y su afán por el restablecimiento de las imágenes, le granjeó el nombre y los blasones de santa, como los está todavía disfrutando en el calendario griego. Pero el emperador, ya mozo, desamaba el yugo materno, y se aunó con los íntimos de su edad que alternaban en sus recreos, y ansiaban participar de su poderío. Le patentizaron su derecho, le encarecieron su desempeño para reinar, y se avino a galardonar los servicios de Irene, con un destierro perpetuo a la isla de Sicilia. Mas Irene desvelada y perspicaz, aventó fácilmente aquel temerario intento, descargando igual o mayor escarmiento sobre sus contrarios, y cabiéndole, al ingrato principillo, el castigo propio de un niño. Tras esta reyerta, la madre y el hijo encabezaron sus respectivos bandos, y en vez de influjo halagüeño y obediencia voluntaria, tenía aherrojado un cautivo y un enemigo. Abusó de la victoria y se estrelló la emperatriz; requirió juramento de fidelidad para ella sola, y se pronunció con agrio murmullo; hasta que rehusándolo denodadamente la guardia armenia, prorrumpieron todos en la declaración desenfadada, de que Constantino VI, era el emperador legítimo de los romanos. Subió bajo este concepto a su trono hereditario, arrinconando a Irene allá en su soledad y sosiego. Disimuló enteramente su altanería; halagó a los obispos y a los eunucos, avivó el cariño filial del príncipe, recobró su confianza, y burló su credulidad. No carecía Constantino de sensatez y denuedo, pero quedó estudiadamente desatendida su educación, y la madre ambiciosa estuvo patentizando al desengaño público, los desbarros que había fomentado, y los actos que reservadamente le aconsejaba; y así con su divorcio y segundo desposorio se estrelló con las preocupaciones del clero, y desmereció la adhesión de su guardia armenia, con el desacuerdo de sus rigores. Se fraguó una conspiración poderosa para el restablecimiento de Irene, y el secreto, aunque entre muchos, se estuvo guardando por más de ocho meses, hasta que maliciándolo el emperador, huyó de Constantinopla, con intento de apelar a las provincias y los ejércitos. Quedó la emperatriz, con esta fuga atropellada, como asomada al despeñadero; mas quiso antes de implorar la conmiseración de su hijo, escribiendo cartas particulares a los amigos que tenía puestos a su inmediación, amenazándolos de que iba a revelar su traición si no la cumplían. Esta zozobra tuvo que envalentonarlos; afianzan el emperador en la playa asiática, lo traen al aposento de Pórfido, donde había nacido en palacio, y como la ambición de Irene se desentiende allá de todo arranque de humanidad y de naturaleza, hace decretar en su consejo sangriento, que se imposibilite a Constantino de ocupar el solio; sus emisarios asaltan al príncipe dormido tan atropelladamente, que le clavan sus estoques por los ojos, en ademán de muerte. Un paso enmarañado de Teófanes persuadió al analista de la Iglesia, que feneció el paciente en el acto. El engaño avasalló la autoridad de Baronio; el afán de los protestantes ha andado repitiendo las palabras de un cardenal, ansioso al parecer de abonar a la favorecedora de las imágenes. Pero el hijo ciego de Irene, sobrevivió largos años atropellado por la corte, y olvidado en el mundo: feneció calladamente la dinastía Isáurica, y la memoria de Constantino llegó únicamente a recordarse, con motivo de los desposorios de su hija Eufrasina, con el emperador Miguel II.
Hasta el catolicismo más preocupado abominó fundadamente de aquella madre descastada, que apenas tiene parangón en la historia de las maldades (19 de agosto de 792 d. C.). La superstición achacó a su sangriento atentado la lobreguez inmediata de diecisiete días; con la cual varios bajeles en medio del día perdieron su rumbo, como si el sol, aquel globo de fuego, tan grandioso y lejano, se condoliese de los atomillos girantes en un planeta. Por cinco años quedó impune la atrocidad de Irene sobre la tierra; descolló su reinado exteriormente, y con tal que enmudeciese su conciencia, ni oyó ni vio las reconvenciones de las gentes. Doblegose el orbe romano al gobierno de una hembra, y al pasear las calles de Constantinopla, asían las riendas de sus cuatro blanquísimos alazanes, otros tantos patricios, que iban a pie delante de la carroza dorada de su reina. Pero solían ser eunucos todos ellos, y su ingratitud desalmada comprobó, en este trance, el odio y menosprecio del pueblo. Encumbrados, enriquecidos y condecorados con las primeras dignidades del Imperio, conspiraron ruinmente contra su bienhechora. El tesorero mayor Nicéforo, fue revestido reservadamente con la púrpura, introducido en el palacio y coronado en Santa Sofía, por el patriarca venal. En su primer avistamiento, Irene fue apuntando con señorío los vaivenes de su vida, tildó suavemente la alevosía de Nicéforo, insinuó que debía la vida a su candorosa clemencia, y requirió un retiro decoroso y honorífico, por el solio y los tesoros que le cedía. Denegole su codicia suma aquella compensación tan comedida, y toda una emperatriz, desterrada en la isla de Lesbos, tuvo que acudir, para ganar su escaso sustento, al trabajo de la rueca.
Reinaron ciertamente muchos tiranos más forajidos que Nicéforo (31 de octubre de 802 d. C. pero ninguno en cuyo pecho haya encarnado más hondamente, sin excepción, el aborrecimiento. Tiznaban su alma los tres achaques odiosísimos de hipocresía, ingratitud y avaricia; sin que sus alcances compensasen la total carencia de pundonor, ni que algún asomo de prendas encubriese su rematada idiotez. Negado e infeliz en la guerra, quedó vencido por los sarracenos y muerto por los búlgaros, pero el logro de su fallecimiento, preponderó, en el concepto público, al descalabro de un ejército romano. Salvose del campo con una herida mortal su hijo y heredero Sauracio, pero seis meses de agonía, fueron suficientes para desmentir su proclama indecorosa, aunque popular, de que se esmeraría (25 de julio de 811 d. C.) en evitar cabalmente el ejemplo de su padre. A los asomos de su acabamiento, Miguel, mayordomo del palacio y marido de su hermana Procopia, quedó nombrado por palaciegos y vecindario, mas no por el cuñado. Aferrado a un cetro que se le estaba ya desprendiendo de las manos, conspiró contra la vida del sucesor, y se prendó allí del arranque de trocar en democracia el Imperio Romano; mas aquel intento temerario, tan sólo condujo, para enardecer el afán del pueblo y aventar los escrúpulos del candidato. Aceptó Miguel I la púrpura, y antes de sumirse en el sepulcro, tuvo el hijo de Nicéforo que implorar la clemencia de su nuevo soberano (2 de octubre de 811 d. C.). Si Miguel ascendiera en temporada pacífica a un solio hereditario, pudiera haber vivido y muerto como padre de su pueblo: pero sus virtudes apacibles congeniaban con una vida sombría y particular; ni alcanzaba a frenar la ambición de sus iguales, ni a contrarrestar las armas de los búlgaros victoriosos. Si su escaso desempeño y sus desaciertos le acarreaban el menosprecio de la soldadesca, el denuedo varonil de su mujer Procopia enardecía sus iras. El descoco de una hembra estaba provocando aun a los griegos del siglo IX, pues andaba al frente de los pendones enmendando su disciplina y estimulando su valentía, de modo que su desenfrenada vocería advirtió a la nueva Semiramis que acatase la majestad de los reales romanos. Malograda la campaña, dejó el emperador en el invernadero de Tracia un ejército desafecto, al mando de sus contrarios, y su persuasiva artificiosa recabó de la soldadesca que hollasen el predominio de los eunucos, apeasen al marido de Procopia, y que esforzasen su derecho a una elección militar. Se encaminaron a la capital; mas el clero, el Senado y el vecindario de Constantinopla, estaban por Miguel, y las tropas y tesoros del Asia podían ir dilatando la guerra civil y sus descalabros. Pero su humanidad, tildada de flaqueza por los ambiciosos, protestó que ni una sola gota de sangre cristiana se había de derramar, en su contienda, y sus mensajeros presentaron a los vencedores las llaves de la ciudad y del palacio. Quedaron avasallados con su inocencia y rendimiento; conserváronle la vida y ojos, y el monje imperial siguió disfrutando los halagos de la soledad y de la religión, más de treinta y dos años, después de haberle despojado de la púrpura y separado de su mujer.
Un rebelde, allá del tiempo de Nicéforo, el famoso y desventurado Bardanes, tuvo la curiosidad de consultar con un profeta asiático (11 de julio de 813 d. C.), quien después de pronosticar su vuelco, anunció las felicidades de sus tres oficiales primeros, León el Armenio, Miguel el Frigio y Tomás el Capadocio; los reinados sucesivos de los dos primeros, y el intento infructuoso y aciago del tercero. Verificose, o al menos resultó la predicción, con el suceso; pues diez años más tarde cuando el campamento de Tracia desechó al marido de Procopia, se brindó con la corona al mismo León, el de mayor graduación en la milicia, y el autor encubierto de la asonada. Mientras estaba aparentando titubear, «Con esta espada —exclamó su compañero Miguel–, he de abrir las puertas de Constantinopla a vuestro señorio imperial, o si no, voy a clavárosla en el pecho, como os resistáis porfiadamente a los fundados anhelos de estos camaradas». Condescendió el Armenio, y le valió el Imperio, reinando siete años y medio bajo el nombre de León V. Criado en un campamento, y tan lego en letras como en leyes, entabló en el gobierno civil la violencia y aun la crueldad de la disciplina militar, pero si en tantos riesgos atropelló tal vez al inocente, siempre redundó en castigo del culpado. Apodáronle, Camaleón, por su insubsistencia religiosa, pero los católicos reconocieron, por boca de un santo y confesor, que la vida del iconoclasta fue provechosa a la república. Remuneró el afán de su compañero Miguel con riquezas, honores y mando militar, y sus medianos alcances se emplearon aventajadamente en servicio público. Mas no se dio por satisfecho el Frigio con recibir, a fuer de fineza, la porción escasilla de galardón imperial que había regalado a un igual suyo; y su enfado, que solía prorrumpir en hablas destempladas, paró en ademán amenazador, y contrapuesto a un príncipe que andaba zahiriendo, como a un tirano implacable. Este tirano, sin embargo, descubrió, avisó y descargó al compañero antiguo de sus armas, hasta que la zozobra y el encono preponderaron al agradecimiento; y Miguel, precedidas pesquisas acerca de sus actos e intentos, quedó convicto de traición, y sentenciado a ser quemado vivo, en el horno de los baños particulares. Aciaga fue la humanidad timorata de Isófano para su marido y familia. Se emplazó la ejecución para un día solemnísimo, el 25 de diciembre, y así le hizo el cargo vehemente de que se iba a profanar el día del nacimiento del Salvador con aquel espectáculo inhumano, avínose León a su pesar con la prórroga, pero en la víspera, desvelado con su afán tuvo el arranque de visitar a deshora la prisión de su enemigo, y lo halló desaherrojado y durmiendo sosegadamente en el lecho del alcalde. León se sobresaltó con aquellas muestras de indiferencia y de intimidad; pero aunque se retiró calladamente, no dejó de advertir su entrada y salida un esclavo oculto en cierto ángulo de la cárcel. Pretextando el auxilio espiritual de un confesor, avisó Miguel a los conjurados que en el trance de pocas horas se cifraba su salvamento, y tenían en su mano el libertarle con la patria, so pena de fenecer todos con su declaración. Solían los sacerdotes y santones acudir en las funciones principales, por una puerta excusada del palacio, a entonar los maitines en su capilla, y León que formalizaba, a fuer de campamento, la disciplina del coro, no se escaseaba en aquellas devociones tan tempranas. Barajáronse en la procesión los conjurados con ropaje eclesiástico, y las espadas ocultas; se fueron arrinconando por la capilla en acecho de la señal de muerte, que era la entonación del primer salmo, por el emperador mismo. La luz apocada y la igualdad de traje pudieron favorecer su salvamento, mientras asestaban sus golpes contra un sacerdote inocente; mas luego desengañados cercaron a la víctima regia. Sin armas y sin amigos, empuñó una cruz pesada, y arrostró a los asaltadores; pero al pedir compasión: «Ésta es la hora, no de lástima, sino de venganza», fue la contestación inexorable. De un tajo certero desviaron un brazo de la cruz, de su cuerpo, y León el Armenio quedó tendido al pie del altar.
Trueque de suerte memorable acaeció con Miguel II, que por su torpeza se apellidó el Balbuciente (25 de diciembre 820 d. C.); pues lo arrebató de la boca del horno al solio de todo un imperio, y como no hubo a la mano, con el alboroto, un herrero, siguió aún horas con los grillos en las piernas sentado ya en el solio de los Césares. No redundó en beneficio la sangre real derramada para su ensalzamiento, pues abrigó con la púrpura las ruindades de su cuna, y Miguel fue perdiendo provincias con tan soñolienta indiferencia, cual si fuesen herencia de sus padres. Le disputó la corona Tomás, el último del triunvirato militar, que descargó sobre Europa ochenta mil bárbaros de las márgenes del Tigris y las playas del mar Caspio. Sitió a Constantinopla, mas defendían la armas espirituales y mundanas; un rey búlgaro asaltó el campamento de los orientales, y tuvo Tomás la debilidad o la flaqueza de caer vivo en manos del vencedor. Le cortaron los extremos, lo cabalgaron en un asno, y lo fueron insultando por las calles que salpicaba con su sangre. Las costumbres, tan bravías como estragadas, resaltan más con la presencia del mismo emperador. Desoyendo los lamentos de un camarada, se aferraba más y más en el descubrimiento de sus cómplices, hasta que le atajó la curiosidad la pregunta de un ministro culpado y pundonoroso: «¿Daréis crédito a un enemigo contra el amigo más leal?». Muerta la primera esposa, el emperador, a instancias del Senado, sacó del monasterio a Eufrósine, la hija de Constantino VI. Su augusta curia debía abonar un pacto de su contrato matrimonial, de que sus hijos debían partir el Imperio con su primogénito; mas fue estéril aquel desposorio, y Eufrósine se contentó con el dictado de madre de Teófilo, su hijo y sucesor.
La índole de Teófilo es un ejemplar peregrino, en que el fervor religioso ha concedido, y tal vez abultado, las prendas de un hereje y de un perseguidor (3 de octubre de 829 d. C.). Experimentaron los enemigos repetidamente su denuedo y los súbditos su justicia, mas era su ímpetu temerario e infructuoso, y su justicia arbitraria e inhumana. Tremoló la bandera de la cruz contra los sarracenos, pero sus cinco expediciones tuvieron allá por paradero un descalabro lastimoso; Amorio, patria de sus antepasados quedó arrasada, y de todos sus afanes militares tan sólo le cupo el apodo de el Desgraciado. La sabiduría de un soberano se cifra en el contexto de sus leyes y la elección de sus magistrados, y mientras aparece inmóvil, su gobierno civil va girando sobre su centro, con el orden y el silencio del sistema planetario. Mas Teófilo era justiciero a lo déspota oriental, que en sus disparos de autoridad, se atiene a los motines o los ímpetus del trance, sin proporcionar la sentencia con la ley, ni el escarmiento con la demasía. Una pobre se le arrojó a las plantas quejándose de un vecino poderoso, el hermano de la emperatriz, que había encumbrado tantísimo la fachada de su palacio, que privaba la luz y el ambiente a su ruin morada. Comprobado el hecho, en vez de conceder, como un juez regular, desagravio y reintegro a la ofendida, el soberano aplicó a su uso y beneficio el solar y el palacio. Ni aun se contentó Teófilo con esta disposición disparatada, pues su enardecimiento vino a trocar un exceso civil en acto criminal, y el patricio malhadado apareció desnudo y azotado en la plaza de Constantinopla. Por desaciertos leves, por alguna quiebra, en el desempeño, en la puntualidad, ministros, prefectos, cuestores, capitanes de la guardia, solían ser desterrados, o lisiados, o rociados con pez hirviendo, o quemados vivos en el hipódromo; y como aquellos ejemplares pavorosos, podían ser aborto de equivocación o de capricho, no podían menos de retraer de su servicio a los ciudadanos más despejados y pundonorosos. Pero allá se engreía el monarca con el ejercicio de su potestad, y en su concepto de pura virtud; y la plebe, resguardada con su arrinconamiento, se regalaba con el peligro y la postración de sus mandarines. Rigor tan extremado vino a redundar en ventajas notables; pues en una reseña de diez y siete días, no asomó demasía o disbarro en la corte, ni en toda la ciudad, cuanto más que sólo una vara de hierro podía manejar a los griegos, y que el interés público es el móvil, y no la ley, de un juez supremo. Pero mediando delito o recelo de traición, propende el juez a la crédula parcialidad; pudo Teófilo imponer tardía pena a los asesinos de León, y salvadores de su padre, pero él estaba gozando el fruto de aquel atentado, y su tiranía recelosa sacrificó un hermano y un príncipe a la seguridad venidera de su propia vida. Falleció en Constantinopla un persa de la alcurnia de los Sasánides, menesteroso y desterrado, dejando un hijo, único retoño de un enlace plebeyo. A la edad de doce años cundió el nacimiento regio de Teófobo, y sus prendas no desdecían de su sangre. Se le educó en el palacio bizantino como cristiano y como soldado; ascendió rápidamente por la carrera de las riquezas y de la gloria; mereció la mano de toda una hermana del emperador, y se le ensalzó al mando de treinta mil persas, que, al igual que su padre, habían huido de los conquistadores mahometanos. Adolecían de los dos achaques de asalariados y fanáticos, e intentaban sublevarse contra su bienhechor, y enarbolar el estandarte de su rey natural; pero el leal Teófobo desechó sus ofrecimientos, desbarató sus maquinaciones, y huyó de sus manos a los reales, o al palacio de su real hermano. Por medio de una confianza hidalga, afianzaba un ayo fiel y entendido a su esposa y su niño tierno a quien Teófilo, en la lozanía de su edad, tuvo que dejar la herencia del Imperio. Pero la envidia y los achaques enconaron sus celos; se recelaba de virtudes azarosas que podían sostener o acosar su niñez y apocamiento, y el emperador moribundo pidió la cabeza del príncipe persa. Reconoció con embeleso irracional las facciones familiares de su hermano «Ya no existes Teófobo —dijo, y tendiéndose en su lecho, añadió con voz desmayada— ¡Pronto, harto pronto, ya no seré Teófilo!».
Los rusos que en grandísima parte han tomado de los griegos su arreglo civil y eclesiástico, conservaron hasta el siglo anterior una institución peregrina, para los desposorios del César. Juntaban las doncellas de todas clases y provincias, y no escogían con miras anoveladas sino las hijas de la nobleza principal, que estaban esperando la elección de su soberano; y se asegura que el mismo sistema se siguió para la boda de Teófilo. Anduvo pausadamente con una manzana de oro en la mano por la calle que formaban las beldades competidoras; el embeleso de Icasia embargó su vista, y en su requiebro balbuciente tan sólo acertó a expresar, que en este mundo las mujeres habían sido causantes de infinito daño: «Y ciertamente, señor —contestó la dama con desenvoltura–, lo han sido de grandísimos logros». Se desagradó el amante con aquel arranque de agudeza intempestiva: volviole enojado la espalda; Icasia emparedó su pesar en un convento, y el galardón de la manzana de oro fue para el silencio comedido de Teodoro. Mereció el cariño, mas no evitó las tropelías de su señor. Estuvo éste viendo desde el jardín del palacio un bajel cargadísimo, aportando en la bahía y noticioso de que sus preciosidades de lujo sirio eran propias de su mujer, sentenció el bajel a las llamas, con la reconvención amarga de que su codicia había apeado el señorío de toda una emperatriz, a la ruindad de un traficante. Encargole sin embargo en su disposición postrera la tutoría del Imperio, y de su hijo Miguel, huerfanillo de cinco años (20 de enero de 842 d. C.). El restablecimiento de las imágenes y el exterminio total de los iconoclastas, la encariñó con los griegos devotos, pero a impulsos de su fervor, se interesó Teodora agradecida en la memoria y salvación de su esposo. A los trece años de su régimen cuerdo y comedido, fue echando de ver la mengua de su predominio, pero la segunda Irene tan sólo imitó las prendas de su antecesora. En vez de contrastar la vida y el gobierno de su hijo, se retiró sin resistencia, mas no sin susurro, a la soledad de una vida privada, lamentándose de la ingratitud, los desbarros y el exterminio inevitable, del villano mancebo.
Entre los sucesores de Nerón y de Heliogábalo, no hemos tropezado en los imitadores de sus vicios, con un príncipe romano tan malvado, que conceptuase el deleite vinculadamente, como el objeto de su vida, y la virtud como enemiga de su regalo. Por más esmerado que fuese el desvelo maternal de Teodora, para la educación de Miguel III, fue el desventurado hijo rey, antes de ser hombre. Si la madre ambiciosa retrajo los asomos de la razón, no le cupo afianzar el disparador de las pasiones y el menosprecio y la ingratitud de su hijo desbocado, correspondieron a los extremos de su política interesada. A los dieciocho años se desentendió de su autoridad, sin hacerse cargo de su bisoñez, en el régimen del Imperio y de su persona. Todo miramiento y sabiduría se apeó de la corte con Teodora; devaneos y vicios sustituyeron su lugar, y había que desmerecer el aprecio público, para lograr o conservar la privanza con el emperador. Cuantos millones en oro y plata yacían atesorados para las ocurrencias del Estado, pararon en manos de los ruines que halagando sus pasiones, alternaban en sus deleites; y en un reinado de trece años, el soberano más adinerado tuvo que despojar el palacio y las iglesias de sus preciosidades. Otro Nerón se deleitaba con el embeleso del teatro, suspirando amargamente de que le aventajasen allá en los primores de que se debía avergonzar. Pero el afán de Nerón por su música y poesía, argüía asomos de finura y educación, pero el hijo de Teófilo se aplebeyaba con sus carreras indecorosas en el hipódromo. Los cuatro bandos que habían alterado la paz, seguían entreteniendo el ocio de la capital, ostentó el emperador su librea azul, repartió los tres colores contrapuestos entre sus privados, y echó en olvido, con sus torpes competencias, el señorío de su persona y el resguardo de sus dominios. Acalló al mensajero de una invasión, que intentaba distraerle en el trance crítico de la carrera, y dispuso que se apagasen las fogatas que andaban sobresaltando y acongojando los pueblos desde Tarso hasta Constantinopla. El corredor más aventajado era también el primero en su privanza; galardonaba colmadamente su habilidad; acudía el emperador a sus banquetes, apadrinaba a sus niños en el bautismo, y blasonando de su popularidad, se esmeraba en motejar la gravedad yerta y conceptuosa de sus antecesores. Se habían desterrado del orbe las torpezas hediondas que habían desdorado la madurez de Nerón, pero Miguel quebrantó su naturaleza, con las demasías de sus amores y de su destemplanza. En sus trasnochadas perpetuas, la embriaguez le arrebataba con decretos sanguinarios, y si le quedaban asomos de humanidad, al volver en sí, tenía que reducirse a aprobar la desobediencia saludable de sus sirvientes. Pero descolló ante todo Miguel con su rematado escarnio de la religión de su patria. Pudiera con efecto un filósofo sonreírse con la superstición de los griegos, pero su sonrisa tendría que ser comedida y decorosa, zahiriendo el devaneo de un mancebo que envilecía los objetos de la veneración pública. Revistió a un rufián de la corte con los ropajes del patriarca; sus doce metropolitanos, entre los cuales, hacía también el emperador su papel, se apropiaron las vestiduras eclesiásticas: usaron o abusaron de los vasos sagrados de los altares, y en medio de sus bacanales, se fueron administrando la comunión, con un brebaje revuelto de vinagre y mostaza. Ni se ocultaban tamañas impiedades a la vista del vecindario. En una gran festividad, el emperador y sus obispos o rufianes, anduvieron por las calles cabalgando en asnos, embistieron al verdadero patriarca acaudillando a su clero, y con el desenfreno de su vocería y de sus deshonestidades desbarataron la procesión cristiana y circunspecta. Tan sólo asomaba la devoción de Miguel, en cuanto se oponía a la razón y religiosidad, pues recibía sus coronas teatrales de la estatua de la Virgen, y se profanó un túmulo imperial con el objeto de quemar los huesos de Constantino el iconoclasta. Paró el hijo de Teófilo, con tan rematadas extravagancias, en hacerse despreciable y odiosísimo; todo ciudadano estaba ansiando el rescate de su patria, y los predilectos de un momento se hacían cargo, de que un antojo podía arrebatarles lo que otro capricho les había concedido. Miguel a los treinta años, a la hora de la embriaguez y del sueño, fue muerto en su estancia, por el fundador de una nueva dinastía, a quien el emperador había igualado en potestad y en jerarquía consigo mismo.
La alcurnia de Basilio, el Macedonio (si ya no es parto bastardo de la lisonja y el orgullo) está retratando al vivo las revueltas de las familias más esclarecidas. Estuvieron los arsácides, competidores de Roma, poseyendo el cetro del Oriente por cerca de cuatro siglos; siguió reinando en Armenia una rama menor de aquellos reyes partos, y sus descendientes reales sobrevivieron a la partición y servidumbre de la monarquía antigua. Huyeron o se retiraron dos de ellos, Artabano y Clienes a la corte de León I: su agrado los colocó en destierro seguro y halagüeño en la provincia de Macedonia, y pararon por fin en Andrinópolis. Sostuvieron por varias generaciones el señorío de su nacimiento, y su patriotismo romano rechazó los brindis expresivos de las potestades árabes, que los estuvieron llamando a su patria. El tiempo y la escasez fue sin embargo nublando aquellos blasones, y el padre de Basilio quedó reducido a un pequeño terreno cultivado con sus propias manos; pero siempre muy ajeno de desdorar la sangre de los arsácides, con enlaces plebeyos; su mujer, una viuda de Andrinópolis, se engreía contando entre sus antepasados el gran Constantino, y su hijo regio encumbraba allá enmarañadamente sus entronques de alcurnia, o patria, con Alejandro de Macedonia. Recién nacido Basilio, su cuna, familia y pueblo, cayeron en manos de una piara de búlgaros: se educó allá en tierra extraña, como esclavo, y con enseñanza tan adusta, se le robusteció el cuerpo, y despejó el entendimiento, para luego encumbrarse hasta lo sumo. Aun mancebo, o ya varón, logró su rescate con otros cautivos romanos, que denodadamente se desaherrojaron, y atravesaron la Bulgaria, hasta las playas del Egipto, arrollaron dos huestes búlgaras, se embarcaron en bajeles que los estaban esperando y regresaron a Constantinopla, y desde allí respectivamente a sus hogares. Pero Basilio libre, yacía también desamparado; la guerra había dado al través con su porción de terreno: muerto el padre, su trabajo manual, o su servicio, no alcanzaba a sustentar una familia huérfana, y se arrojó a ir en busca de algún teatro, donde virtudes o vicios se ensalzan a la cumbre del poderío. La primera noche de su llegada a Constantinopla, durmió el desvalido peregrino en la gradería de la iglesia de San Diómedes; lo alimentó por casualidad el favor de un monje, y lo colocó en el servicio de un primo y tocayo del emperador Teófilo, quien siendo pequeñuelo, mantenía una servidumbre gallarda. Acompañó Basilio a su amo en el gobierno del Peloponeso, deslució con sus prendas, el nacimiento y señorío de Teófilo, y entabló relaciones ventajosas con una viuda acaudalada de Patras. Su cariño entrañable o carnal, se estrechó con el joven aventurero, prohijándolo sin rebozo. Entregole Danielis treinta esclavos, y el producto de su dignación se empleó en sostener a los hermanos y en comprar grandiosas posesiones en Macedonia. Su agradecimiento, o su ambición, le tenían siempre comprometido en el servicio de Teófilo, y una ocurrencia venturosa le dio a conocer recomendablemente a la corte. Un luchador afamado de la comitiva de los embajadores búlgaros, había retado, en la mesa imperial, a todo griego que se preciase de esforzado. Se alabaron los bríos de Basilio, salió a la palestra, y el campeón bárbaro quedó volcado, al primer lance. Había un alazán hermosísimo y resabiado que se iba a desechar, mas la maestría y el denuedo del sirviente de Teófilo, acertó a domeñarlo; y de resultas lo colocaron en clase de caballerizo imperial. Mas no cabía privar con Miguel, no hermanándosele en sus vicios, y su nuevo valido, el camarero mayor de palacio, se encumbró y se sostuvo, enlazándose vilmente con una manceba real, y deshonrando a su hermana que entró a reemplazarla. Cargó con el régimen público el César Bardos hermano y enemigo de Teodora, pero las arterías mujeriles recabaron de Miguel el odio y el recelo contra su tío. Arrebatáronle de Constantinopla, con el pretexto de una expedición a Creta, y el camarero lo traspasó con su estoque, en la tienda de audiencia, y ante el mismo emperador. Al mes de este trance, quedó Basilio revestido con el dictado de Augusto, y el gobierno del Imperio. Fue sosteniendo la desigualdad de aquella asociación hasta que pudo granjearse el aprecio popular. Peligró su vida con los antojos del emperador, y su jerarquía quedó profanada hermanándolo con un compañero que había remado en las galeras; pero siempre la matanza de su bienhechor, merece afearse como atentado, de ingratitud y de traición, y por más iglesias que dedicó luego a san Miguel, aniñado y mezquinísimo era este descargo de su maldad (24 de septiembre de 867 d. C.).
Las diversas edades de Basilio I pueden parangonarse con las de Augusto. La situación de los griegos le imposibilitaba el acaudillar en la mocedad un ejército contra su patria, sino el dar por el pie a sus prohombres, pero su arrojo nativo se allanaba a las arterías de un esclavo; encubrió su ambición y aun sus prendas y empuñó, con la diestra ensangrentada de un asesino, la soberanía que manejó con la cordura y el cariño de un padre. Suele para un particular desavenirse su interés con su obligación, mas un monarca absoluto, tan sólo por insensatez o cobardía, podrá deshermanar su felicidad con su gloria, o ésta con la bienaventuranza pública. Se compuso, a la verdad, la vida, o sea panegírico, de Basilio durante el larguísimo reinado de su descendencia; pero esta misma permanencia en el solio debe fundadamente atribuirse al desempeño sobresaliente de aquel antepasado. Intentó su nieto Constantino, esbozar en su retrato el dechado cabal de un soberano; pero aquel príncipe apocado, careciendo de norma efectiva para su trasunto, no cabía que se encumbrara tanto sobre la ruindad de su manejo y de sus alcances. Mas la acendrada alabanza de Basilio debe cifrarse en el cotejo de una monarquía floreciente, con otra desastrada; la que traspasó a su dinastía Macedónica, con la que arrebató al desenfrenado Miguel. Su maestría enmendó los estragos, consagrados ya con el tiempo y los ejemplares, y resucitó, si no el denuedo nacional, a lo menos el sistema y la majestad del Imperio Romano. Su laboriosidad era incansable, su índole comedida, y su entendimiento brioso y despejado; y en la práctica se atuvo a aquel temple tan escaso y tan saludable que va siguiendo el rumbo de la virtud, promediado entre sus vicios contrapuestos. Su servicio militar fue todo palaciego, y no atesoraba el emperador el ardimiento y el desempeño de un guerrero, pero en su reinado rindieron parias los bárbaros a las armas romanas. Apenas entonó, con la disciplina y el ejercicio, un nuevo ejército, acudió personalmente a las orillas del Éufrates, doblegó las ínfulas de los sarracenos, y soterró la rebelión azarosa, aunque justa, de los maniqueos. Su ira contra un rebelde que iba sorteando sus alcances, lo arrebató a desear y rogar, que con la gracia de Dios, pudiera clavar tres flechazos en la cabeza de Crisoquir. Aquella cabeza odiosísima, lograda más bien por traición que por valentía, se colgó de un árbol, y sirvió tres veces de hito al disparo certero del tirador imperial: venganza ruin contra un difunto, y más propia de aquel tiempo que de todo un emperador Basilio. Pero sobresalió en el desempeño de la hacienda y la legislación. Para acudir al desamparo del erario, se trató de recobrar las dádivas profusas y desatinadas del antecesor, mas su cordura las redujo a la mitad, y resultó una suma de más de seis millones de duros para arrostrar urgencias ejecutivas, y desahogarse hasta plantear un nuevo sistema expedito y económico. Se apuntó para lograr el intento un género nuevo de encabezamiento o tributo, que en gran parte venía a quedar al albedrío de los repartidores. Aprontó al golpe el ministro una lista cumplida de agentes eficaces y pundonorosos, pero escudriñados ahincadamente por Basilio, tan sólo dos resultaron acreedores a tan suma confianza, y éstos revalidaron su aprecio, desentendiéndose del encargo. Mas el esmero atinado y puntual del emperador, fue pausadamente planteando un equilibrio equitativo; entre los haberes y los pagos, y entre los ingresos y los desembolsos: se fue aplicando su fondo respectivo a cada ramo, y un balance patente afianzó los intereses del príncipe y las fincas del hacendado. Cercenando todo boato, destinó los patrimonios imperiales al costo de su mesa abundante y decorosa; se reservaron las contribuciones del súbdito para su propia defensa, y el sobrante se dedicó al ornato de la capital y de las provincias. La afición a los edificios, aunque costosa, merece alabanza, y ante todo disculpa; se fomenta así la industria, se realzan las artes, y se logra el intento ya de provecho, o ya de recreo público: la utilidad de un hospital, de una carretera, de un acueducto, es muy obvia y permanente, y las cien iglesias que se elevaron por disposición de Basilio se consagraron a la devoción de los fieles. Como juez era puntual y justiciero, ansioso de indultar, pero sentenciador sin zozobra; castigaba severamente a los atropelladores del pueblo, pero a sus enemigos personales que resultaba peligroso perdonar, los cegaba y los reducía a la soledad y al arrepentimiento. La alteración del idioma y de las costumbres, estaba pidiendo una revisión de la jurisprudencia anticuada de Justiniano: el cuerpo o mole de su instituta, Pandectas, Código y Novelas, se despejó bajo cuarenta títulos, en lengua griega, y los Basilicos que se mejoraron y completaron por su hijo y su nieto, deben referirse al numen del fundador de su alcurnia. Terminose aquel reinado glorioso, con un fracaso en la caza. Un ciervo enfurecido enredó sus astas en el tahalí de Basilio, y lo desencajó del caballo; rescatolo un sirviente cortando el ceñidor y matando el venado; pero la caída o la fiebre postraron al monarca anciano y finó en su palacio, llorado por su familia y su pueblo. Si cortó la cabeza al sirviente leal, por arrojarse a desenvainar la espada contra su soberano, las ínfulas del despotismo, que yació dormido en el discurso de su vida, descollaron en aquel trance desesperado, para la justicia y el concepto del público.
De los cuatro hijos del emperador, Constantino murió antes que su padre, cuyo pesar y credulidad embelesó un impostor lisonjero, y luego una visión desatinada. El menor, Esteban, se satisfizo con los timbres de patriarca y de santo; León y Alejandro, fueron igualmente revestidos de la púrpura, mas sólo el primero estuvo ejerciendo la potestad del gobierno (1 de marzo de 886 d. C.). Se ha realzado el nombre de León con el dictado de filósofo, y la sabiduría encarnada en la autoridad, y las prendas teóricas en las ejecutivas, constituirían en verdad el realce cabal de la naturaleza humana; pero se quedó muy corto León de aquella ideal sobresalencia. ¿Avasalló acaso sus disparos y sus apetitos, bajo el señorío de la razón? Desperdició su vida en el boato palaciego, y en el trato de sus esposas y mancebas, y hasta la clemencia que anduvo manifestando, y la paz que se esmeró tantísimo en conservar, deben achacarse a la blandura y flojedad de su índole. ¿Frenó por ventura sus preocupaciones y las de su pueblo? Adolecía de supersticiones aniñadas; sus leyes santificaban el influjo del clero y los desvaríos de la plebe, y los oráculos de León revelando, en estilo profético, la suerte del Imperio, se fundaban en las patrañas de la astrología y la adivinación. Si vamos a escudriñar por qué se le apellidó con aquel realce, se contestará que el hijo de Basilio era menos lego que la generalidad de sus contemporáneos, en la Iglesia y el Estado; que tuvo por ayo al sabio Focio, y que salieron a luz varios libros de ciencia profana o eclesiástica, de la pluma, o en nombre, del filósofo imperial. Pero un desbarro casero, la repetición de sus desposorios, volcó la nombradía de su filosofía y su religión. Andaban los monjes predicando, y todos los griegos repitiendo, las aprensiones primitivas, acerca de las excelencias del celibato. Se otorgaba el matrimonio, como medio imprescindible, para la propagación de la especie; muerto uno de los contrayentes, podía el restante acudir a segundo enlace para dar vado a la flaqueza, o la pujanza, de la carne; mas el tercer enlace se conceptuaba en clase de mancebía, y el cuarto era pecado tan escandaloso, que carecía de ejemplar en la cristiandad oriental. El mismo León había vedado las mancebas, al principio de su reinado, condenando el tercer matrimonio sin anularlo; mas luego su patriotismo y la pasión le precisaron a quebrantar sus propias leyes, y a incurrir en la penitencia que había impuesto él mismo a los súbditos, en caso semejante. Estériles fueron sus tres desposorios primeros, y el emperador necesitaba una compañera, como una heredera legítima del Imperio. Trajeron a palacio por manceba a la linda Zoe, y comprobada su fecundidad con el nacimiento de Constantino, manifestó el amante su ánimo de legitimar madre y niño, celebrando cuarto desposorio. Negose el patriarca Nicolás a su bendición, y pasó a bautizar al principillo, bajo la promesa del desvío de Zoe, y su marido quedó excluido de la comunión de los fieles, por contumaz. Ni el temor de salir desterrado, ni la deserción de sus hermanos, ni la autoridad de la Iglesia latina, ni el peligro de falta o duda, en la sucesión del Imperio, nada alcanzó a doblegar el tesón del inflexible monje. Muerto León volvió de su destierro al desempeño de sus funciones civiles y eclesiásticas, y el edicto de unión promulgado en nombre de Constantino condenó todo escándalo venidero de cuartas nupcias, tildando tácitamente su propio nacimiento.
Púrpura y pórfido son una misma voz en griego; y como los colores naturales no varían, nos consta, que un rojo oscuro era el tinte tirio que bañaba la púrpura de los antiguos. Había una estancia, en el palacio bizantino, revestida de pórfido, y estaba reservada para las emperatrices embarazadas, por tanto el alumbramiento se expresaba con el dictado de pórfiro-génito, o nacido en la púrpura (11 de mayo de 911 d. C.). Varios príncipes romanos habían logrado herederos, mas este dictado peculiar, se apropió, por la vez primera, a Constantino VII. Iguales fueron su vida y su reinado titular; pero de los cincuenta y cuatro años, habían pasado seis antes de la muerte del padre, y el hijo de León, violenta o voluntariamente siguió subordinado a cuantos abrumaron su flaqueza, o abusaron de sus intimidades. Su tío Alejandro, revestido mucho antes con el dictado de Augusto, fue el primer compañero y ayo del príncipe tierno, pero disparado en su carrera de vicios y devaneos competía ya el hermano de León, en nombradía, con el mismo Miguel, y al fallecer de temprana muerte, abrigaba el intento, de eunucar el sobrino, y dejar el Imperio a un privado indignísimo. Los años posteriores de la minoría de Constantino, corrieron a cargo de su madre Zoe, y de una caterva o concilio de siete regentes, que miraban por sus intereses, halagaban sus pasiones, desatendían la república, se fueron atropellada y mutuamente desbancando, hasta que por fin un soldado fue el despejador de su presencia. Romano Locapino, de arrinconado origen, se había encumbrado al mando de la armada, y en las revueltas de aquella temporada había merecido, o cuando menos logrado, el aprecio nacional. Dio la vela, con su escuadra victoriosa y apasionada, de la desembocadura del Danubio para la bahía de Constantinopla, y fue aclamado como libertador del pueblo y padrino del príncipe. Su cargo supremo se deslindó al pronto, con el nuevo dictado de padre del emperador, mas luego Romano se desentendió de la potestad subalterna de ministro, y se apropió, titulándose César y Augusto, la independencia cabal de un monarca, y la ejerció por espacio de cerca de veinticinco años (24 de diciembre de 913 d. C.). Sus tres hijos, Cristóbal, Esteban y Constantino, fueron sucesivamente condecorados con los mismos blasones, y el emperador legítimo quedó apeado, desde la suma hasta la ínfima jerarquía, en esta runfla de príncipes; pero conservando vida y corona, aun debía celebrar su dicha y la clemencia del usurpador. Los ejemplares de la historia antigua y moderna abonan la ambición de Romano; en su diestra tenía la potestad y la legislación del Imperio; el nacimiento ilegal de Constantino justificaba su exclusión, y túmulos y monasterios se abrieron para recibir al hijo de una manceba. Mas no asoma Lecapeno con gallardías ni vilezas de tirano. El denuedo y ahínco de su vida particular, se desvanecieron allá con el centelleo del solio, y en el desenfreno de sus deleites trascordó el resguardo de la república y de su familia. Apacible de suyo y religioso, acataba la santidad del juramento, la inocencia del mancebo, la memoria de sus padres y el cariño del pueblo. La estudiosidad genial y retirada de Constantino desarmó el ceño de la prepotencia: allá se empapaba en sus libros y en su música, en su pluma y en sus pinceles; y en agenciándose algún auxilio con la venta de las pinturas, si no las encarecía el nombre del artista, se mostraba dotado de una habilidad personal que poquísimos príncipes aciertan a ejercitar en los quebrantos de la adversidad.
Volcaron a Romano sus propios vicios y los de sus hijos. Muerto el primogénito Cristóbal, los dos hermanos restantes se indispusieron entre sí, y conspiraron contra su padre (27 de enero de 715 d. C.). A la hora del mediodía, cuando se despejaba el palacio de toda persona extraña, allanaron a viva fuerza su estancia, y lo trasladaron vestido de monje a una islilla de la Propóntide poblada de una comunidad religiosa. Alborotose la ciudad, al eco de aquella revolución sombría, desvelándose todos por el emperador legítimo y verdadero Pórfirogénito; y los hijos de Lecapeno palparon el desengaño tardío, de que habían intentado y conseguido una maldad arriesgada, en beneficio de su competidor. La esposa de Constantino, Helena, hermana de ellos, reservó por supuesto su intento fementido de matarlo en medio del banquete regio. Sobresaltáronse sus allegados leales, se anticiparon a los usurpadores, los prendieron, despojaron de la púrpura, y embarcaron para la idéntica isla y monasterio, donde acababan de enclaustrar a su padre. Acudió el anciano emperador al desembarcadero, con una sonrisa de escarnio, y tras una reconvención justísima, de su desvarío e ingratitud, brindó a sus compañeros imperiales, con igual porción de agua y pitanza de verdura. Constantino VII se posesionó, a los cuarenta años de su reinado, del orbe oriental, que luego imperó en realidad o en apariencia, por espacio de cerca de quince años. Mas carecía de aquel brío denodado que descuella y va dando empuje esclarecido por dondequiera, pues las tareas propias de un retiro decoroso eran ajenísimas del eficaz desempeño de la soberanía. Empapado el emperador en instruir a su hijo Romano en la teórica del gobierno, se desentendía entretanto de practicarlo, y emperezándose en sus banquetes y regalos, las riendas del régimen supremo paraba en manos de su mujer Helena; y en los vaivenes de su privanza y sus antojos los últimos ministros resultaban siempre los más despreciables. Pero el nacimiento y los quebrantos de Constantino lo intimaban con los griegos; disculpaban sus yerros; apreciaban su sabiduría, su inocencia, humanidad y amor a la justicia, y en el ceremonial de sus exequias lloraron candorosa y amargamente los súbditos. Estuvo de cuerpo presente, según antigua costumbre, con sumo boato, en el atrio del palacio; y oficiales militares y civiles, patricios, Senado y clero, fueron por su orden besando y adorando el yerto cadáver de su soberano. Antes de romper todos la marcha hacia el panteón imperial, fue un heraldo pregonando esta amonestación grandiosa: «Álzate oh rey del orbe, y obedece a la intimación del Rey de los reyes».
Achacose la muerte de Constantino al veneno, y su hijo Romano, que derivaba aquel nombre de su abuelo materno, ascendió al solio de Constantinopla (25 de noviembre de 959 d. C.). Príncipe que a los veinte años estuvo indiciado de anticipar su herencia, desmereció sin arbitrio el aprecio público; mas era Romano de suyo apocado y no criminal, y se achacó fundamentalmente la maldad a su esposa Teófana, mujer de ruin esfera, denuedo varonil y costumbres depravadas. Allá se desentendía el hijo de Constantino de gloria personal y de felicidad pública, verdaderos logros de la soberanía; y mientras sus dos hermanos Nicéforo y León estaban triunfando de los sarracenos, las horas debidas al pueblo se desgastaban por el emperador en su ociosidad desaforada. Por la madrugada visitaba el circo; al mediodía banqueteaba con los senadores; la tarde se dedicaba por lo más al esferisterio o las birlas, único teatro de sus victorias; de allí atravesaba a la costa asiática del Bósforo, cazaba y mataba cuatro jabalíes descomunales, y se volvía al palacio ufanísimo con sus afanes de todo el día. Descollaba en brío y gentileza sobre los demás mozos; gallardo y recto como un cipresillo, de tez muy tersa y sonrosada, de ojos vivísimos, robusto de hombros y agraciadamente aguileño. Con tantos primores, no logró avasallar el cariño de Teófana, y a los cuatro años de reinado, revolvió para el marido, el mismo brebaje mortal que había aderezado para el padre.
Romano menor hubo en aquella malvada consorte dos hijos, Basilio II y Constantino IX, y dos hijas Teófana y Ana. La mayor casó con Oton II, emperador de Occidente; la menor se desposó con Waldomiro, gran duque y apóstol de Rusia, y por el enlace de su nieta con Enrique I rey de Francia, la sangre de los macedonios, y quizá de los arsácides está corriendo todavía por las venas de los Borbones. Intentó la emperatriz a la muerte de su marido reinar en nombre de sus hijos, siendo el mayorcillo de cinco años y el menor tan sólo de dos; mas luego experimentó el vaivén de un solio sostenido por una hembra aborrecida y por dos niños despreciables. Se revolvió Teófana en busca de un arrimo, y se arrojó a los brazos de un soldado valentón; todo cabía en aquel pecho, pero la monstruosidad del querido daba a conocer que el interés había sido el móvil y la disculpa de su cariño. Hermanaba Nicéforo Focas, para el concepto público los dos realces, del heroísmo y la santidad; la primera prenda estaba esclarecidamente de manifiesto: resplandecían en su alcurnia hazañas militares, y había el mismo sobresalido en todos los grados y por todas las provincias con su bizarría guerrera y su desempeño de caudillo; y se mostraba recién coronado de laureles por la conquista importantísima de la isla de Creta. No era tan patente su religiosidad, pues su cilicio, sus ayunos, su lenguaje místico y su anhelo por retirarse del bullicio mundano venían a ser un disfraz estudiado de su ambición recóndita y azarosa. Ilusó sin embargo a un santo patriarca, por cuyo influjo y por un decreto del Senado, se le encargó, durante la memoria de los príncipes, el mando absoluto e independiente de los ejércítos orientales. Afianzada que tuvo la oficialidad y la tropa, marchó denodadamente a Constantinopla, holló a sus enemigos, patentizó su correspondencia con la emperatriz (6 de agosto de 965 d. C.), y sin apear a los hijos, ostentó, con el dictado de Augusto, la preeminencia de su jerarquía y la plenitud de su poderío. El mismo patriarca que le había ceñido la corona, rechazó su matrimonio con Teófana, incurriendo, por su segundo desposorio, en la penitencia canónica, y más mediando un impedimento de afinidad espiritual, y así era indispensable algún sesgo, para acallar con perjuros al clero y al pueblo. Perdió el emperador su popularidad con la púrpura, y en su reinado de seis años se acarreó el odio de súbditos y extranjeros reviviendo en el sucesor la hipocresía y la codicia del primer Nicéforo. Jamás abonaré ni disculparé la hipocresía, pero no puedo menos de reparar que el vicio odioso de la codicia es el primero que se zahiere y más despiadadamente se condena. Con un particular, allá sentenciamos sin pararnos a desmenuzar sus haberes y sus desembolsos y en un ecónomo del erario público, siempre es virtud el ahorro, aunque suele hacerse forzoso el recargo de impuestos. Comprobado tenía su desinterés Nicéforo, en el manejo de su patrimonio, y sus productos se adjudicaban por entero al servicio del Estado; asomando la primavera, marchaba el emperador personalmente contra los sarracenos, y todo romano podía ir desentrañando el empleo de sus pagos en triunfos, conquistas y resguardos de la raya oriental.
Descolló entre los guerreros, sus ensalzadores y compañeros, un armenio noble y valeroso, que le mereció esclarecidos galardones. No era de gallarda estatura, pero el cuerpecillo de Juan Zimisces atesoraba brío, hermosura, y el alma de un héroe. Apeáronle, por celos del hermano del emperador, del cargo de general del Oriente, al de director de correos, y se le castigaron sus murmullos, con desdoro y destierro. Pero Zimisces abultaba en la lista larguísima de los amantes de la emperatriz, y por su mediación se le permitió residir en Calcedonia, a las puertas de la capital, y correspondían a su fineza con visitas amorosas y encubiertas, al palacio; y así Teófana se avino gozosísima a la muerte de su marido tacaño y espantoso. Ocultáronse algunos conspiradores denodados e íntimos, en las estancias más recónditas: en la lobreguez de una noche de invierno, Zimisces y sus principales camaradas se embarcan en un falucho, atraviesan el Bósforo, aportan en la gradería del palacio, y trepan calladamente por una escala de cuerda que les arrojan las sirvientas. Ni sus zozobras, ni el aviso de los amigos, ni el auxilio tardío de León, ni la fortaleza que se había construido en palacio pueden resguardar a Nicéforo contra un enemigo casero, a cuya voz se franquean todas las puertas a los asesinos. Está durmiendo en el suelo sobre una piel de oso, se levanta al estruendo, y le hieren a un tiempo treinta dagas. No consta que Zimisces empapase sus manos en la sangre de su soberano, pero se estuvo deleitando con la vista inhumana de su venganza. Desacatos y venganzas fueron dilatando la matanza, y al mirar la cabeza de Nicéforo en la ventana, enmudeció el alboroto, y fue el armenio emperador del Oriente (25 de diciembre de 969 d. C.). Al ir a coronarse, lo atajó en el umbral de Santa Sofía, el denodado patriarca, pues se cargaba la conciencia con aquella traición sangrienta, y exigió, en señal de arrepentimiento, su desvío de la asociada, todavía más criminal. No se agravió el príncipe con aquel arranque de celo apostólico, puesto que no le cabía el amar, ni entregarse, a una mujer quebrantadora repetidamente de las obligaciones más sagradas, y Teófana, en vez de alternar en la grandeza imperial fue afrentosamente arrojada de su lecho y palacio. Disparose, al despedirla, en extremos frenéticos y desvalidos, reconvino al amante por su ingratitud, asaltó a voces y golpes a su hijo Basilio, al verle callado y rendido ante el compañero prepotente, y pregonó su propio adulterio y la ilegitimidad de aquel nacimiento. Aplacose la ira general con su destierro, y el castigo de sus cómplices inferiores: se perdonó la muerte de un príncipe malquisto, y quedó olvidada la traición de Zimisces, con el esclarecimiento de sus virtudes. Quizás sus profusiones redundaron en menos utilidad del Estado que la codicia de Nicéforo, mas su agrado halagüeño y caballeroso, prendaba a cuantos se llegaban a hablarle, y tan sólo siguió las huellas de su antecesor, en el sendero de la victoria. Pasó la mayor parte de su reinado en el campamento y en sus empresas, descollando con su denuedo y actividad por el Danubio y el Tigris, los antiguos linderos del orbe romano: y con sus ambos triunfos contra rusos y sarracenos, devengó los dictados de salvador del Imperio, y conquistador del Oriente. Advirtió en su último regreso por Siria, que las campiñas más pingües de sus nuevas provincias estaban en manos de los eunucos: «¿Conque para ellos —prorrumpió con ira decorosa–, hemos estado batallando y venciendo? ¿Conque para ellos estamos derramando nuestra sangre, y consumiendo los haberes de nuestro pueblo?». Resonó la queja en palacio, y está harto patente la sospecha de veneno en la muerte de Zimisces.
Durante aquella usurpación, o regencia, los dos emperadores legítimos, Basilio y Constantino, vinieron a ser calladamente ya varones. En su tierna edad no cupo señorío; el comedimiento obsequioso de su acompañamiento y sus saludos, correspondían a la edad y al mérito de los ayos, sin sucesión, cuyo anhelo no debía inclinarlos a defraudar la descendencia de sus derechos; administrábale leal y acertadamente el patrimonio; y la muerte tan temprana de Zimisces fue más quebranto que beneficio para los hijos de Romano. Su inexperiencia los fue deteniendo, hasta doce años, allá como ahijados voluntarios y arrinconados, de un ministro que dilató más y más su reinado, persuadiéndoles que paladeasen los regalos de la mocedad, orillando los afanes del gobierno. Quedó para siempre enmarañada la flaqueza de Constantino en estos lazos halagüeños; mas su hermano mayor sentía ímpetus grandiosos y anhelos de actividad; enojose y desapareció el ministro. Reconociose a Basilio por soberano de Constantinopla y de las provincias europeas, mas yacía el Asia bajo el azote de los generales veteranos Focas y Esclero, quienes alternativamente amigos y contrarios, súbditos y rebeldes, se mantenían independientes, y se afanaban por lograr una nueva usurpación. Esgrimió desde luego su acero el hijo de Romano contra estos enemigos caseros, y se estremecieron al presenciar el denuedo de un príncipe legítimo. El primero acaudillando la batalla quedó al pie de su caballo por efecto de veneno de un saetazo, y el segundo, aherrojado ya dos veces y otras tantas revestido de púrpura, apeteció acabar sus ya cortos días pacíficamente. Al arrimarse el anciano suplicante al solio; con los ojos llorosos y a pasos trémulos, sostenido por sus dos acompañantes, prorrumpió el emperador, con el descoco de la mocedad y del poderío. «¿Es ése el hombre que tanto tiempo nos tuvo despavoridos?». Afianzada su autoridad y la paz del Imperio, no dejaron los trofeos de Nicéforo y de Zimisces dormir en el palacio a su alumno. Sus muchas y largas expediciones contra los sarracenos, fueron más bien gloriosas que útiles al Imperio, pero descuella el exterminio total del reino de Bulgaria, como el triunfo más grandioso de las armas romanas desde el tiempo de Belisario. Pero los súbditos, en vez de vitorear a su triunfador, estaban abominando de la codicia violenta y robadora de Basilio; y en la escasa relación de sus proezas, tan sólo asoman el denuedo, el aguante y el destemple de un soldado. Nubló su entendimiento una educación aviesa, que nunca avasalló su arrogancia; como idiota, recordaba tan sólo la ciencia de su apocado abuelo para menospreciar entrañable o afectadamente leyes y letrados, artes y artistas. Apoderose de por vida la superstición de tal índole, y en tal siglo, pues tras el primer desenfreno de su mocedad, Basilio II, dedicó su vida en el palacio y en el campamento, a la penitencia de un ermitaño; llevaba el hábito monástico debajo de su ropaje y armadura, guardaba voto de castidad, y frenaba sus apetitos con la abstinencia del vino y de la carne. Su desenfado marcial lo arrebató, a los sesenta y ocho años de edad, a embarcarse para una guerra santa, contra los sarracenos de Sicilia; pero le sobrevino la muerte, y Basilio, apellidado el Matabúlgaros, se fue del mundo llorado por el clero, y maldecido por el pueblo. A su muerte (diciembre de 1021 d. C.) el hermano Constantino disfrutó unos tres años la potestad, o más bien los deleites de la monarquía, y su único esmero fue el arreglo de la sucesión. Obtuvo por sesenta y seis años el dictado de Augusto, y el reinado de ambos hermanos es el más largo, y más enmarañado, de la historia bizantina.
Sucediéronse en el plazo de ciento sesenta años y en línea recta, cinco emperadores, y fueron halagando la lealtad de los griegos a la dinastía Macedonia, acatada, hasta tres veces, por los usurpadores de su potestad. Muerto Constantino IX, postrer varón de la alcurnia real, asoma una perspectiva nueva y quebrada, y adicionados los años de doce emperadores, no igualan al espacio de su reinado solo. Antepuso el primogénito, su castidad personal al interés público, y fueron tres hijas toda la prole de Constantino. Eudoxia, que tomó el hábito, y Zoe y Teodora que yacieron arrinconadas, ignorantes y vírgenes hasta su edad madura. Ventilados sus enlaces en el consejo del padre moribundo, la yerta y mística Teodora se desentendió de proporcionar herederos al Imperio, pero su hermana Zoe se adelantó a ser víctima voluntaria a las aras. Romano Argiro, patricio de estampa agraciada y acendrado concepto, fue el escogido para esposo, y al esquivar este timbre, se le manifestó que ceguedad o muerte serían el paradero de sus desdenes. Era el cariño conyugal el móvil de su repugnancia, pues su leal consorte, quiso sacrificar aquella felicidad, por su salvamento y exaltación, y entrando en un monasterio zanjó el único tropiezo que se oponía al desposorio imperial. Al fallecimiento de Constantino, paró el cetro en la diestra de Romano III, mas no asomaron tareas eficaces y provechosas, ni en casa, ni fuera; y la edad ya muy madura de Zoe, era menos a propósito para las resultas, que para el goce de los deleites. Su camarero predilecto era un Paflagonio muy lindo, llamado Miguel, cuya primera profesión había sido la de cambiante de monedas, y Romano, por agradecimiento o por condescendencia, se desentendía de este trato criminal, o se satisfacía con algún descargo. Mas luego Zoe corroboró la máxima romana de que toda adúltera es abonada para emponzoñar al marido, y tras la muerte de Romano, sobrevino ejecutivamente el matrimonio escandaloso, y el ensalzamiento de Miguel IV. Quedó Zoe frustrada en sus anhelos, pues en vez de un amante lozano y agradecido, franqueó su lecho a un desastrado, cuya salud y entendimiento yacían menoscabados con accidentes epilépticos, y cuya conciencia estaba a todas horas atenaceada, con la desesperación y el remordimiento (11 de abril de 1034 d. C.). Acudieron los facultativos más consumados, de cuerpo y de alma en auxilio, y anduvo esperanzado, con viajes frecuentes a baños y a túmulos de los santos más milagrosos; y los monjes celebraban sus penitencias, y excepto la restitución (pero, ¿a quién cabía restituir?) Miguel echó el resto por purgar su atentado. Mientras yacía sollozando y suplicando, con el saco y la ceniza, su hermano, el eunuco Juan, se sonreía de aquellos remordimientos, y gozaba el fruto de un delito que principalmente era aborto suyo. Todo su afán se ciñó al cebo de su codicia, y Zoe paró en cautiva y emparedada en palacio, al cargo de los esclavos. Al acechar el menoscabo irremediable de la salud del hermano, entrometió a su sobrino, otro Miguel apellidado Calafate, por su ejercicio en la carena de bajeles: manda el eunuco y Zoe prohija al niño de un menestral; revisten a este heredero de farsa, con el dictado y púrpura de los Césares, a presencia del Senado y clero. Era tan apocada la índole de Zoe, que se dejó avasallar por el mismo desahogo que recobró con la muerte del Paflagonio, y a los cuatro días ciñó la corona en la sien de Miguel IV (14 de diciembre de 1041 d. C.), quien estuvo protestando, lloroso y juramentado, que siempre reinaría como el súbdito primero y más rendido; y luego la única gestión de su reinado fue la ingratitud ruin con sus bienhechores, el eunuco y la emperatriz. Grato fue al público el vuelco del primero, mas el murmullo, y luego el clamor, de toda Constantinopla, acompañó en destierro a Zoe, hija de tantos emperadores; quedaron olvidados sus devaneos, y Miguel se desengañó de que hay trances en que el sufrimiento del esclavo más manso se enfurece y se dispara a la venganza. Alborotose el vecindario sin distinción, en asonada violentísima, por espacio de tres días; sitian el palacio, quebrantan sus puertas, llaman a sus madres, la una de la cárcel, la otra del monasterio, y sentencian al hijo del Calafate a perder ojos y vida. Miran por primera vez atónitos los griegos a las dos hermanas reales sentadas en el mismo solio (21 de abril de 1042 d. C.), presidiendo al Senado, y dando audiencia a los embajadores de las naciones. Mas cesa esta concordia peregrina a los dos meses: muy encontradas vivían las dos soberanas en índoles, intereses y allegados, y por cuanto seguía Teodora con su aversión al matrimonio, Zoe siempre incansable se avino a los sesenta años, por el bien público, a enlazarse con tercer marido, e incurrir la censura de la Iglesia griega. Apellidose Constantino X y el adjetivo Monomaco, peleante solo, expresaría su denuedo y su victoria en alguna contienda pública o particular (11 de junio de 1042 d. C.); pero gotoso y disoluto, su reinado vino a ser una alternativa incesante de dolencia y relajación. Una viuda, noble y hermosa, había acompañado a Constantino en su destierro a la isla de Lesbos, y blasonaba Ederena de titularse su manceba. Tras el enlace y ensalzamiento, la encumbró con el dictado y boato de Augusta, y la hospedó en una estancia inmediata al mismo palacio. La consorte legítima (tal era el miramiento, o el descoco de Zoe) se avino a partición tan extraña y escandalosa, y el emperador se manifestó al público entre su esposa y su manceba. Sobrevivió a entrambas, pero las últimas disposiciones de Constantino, para variar el orden de la sucesión, quedaron atajadas por los amigos más desvelados de Teodora, y a su muerte recobró ésta, con general consentimiento, la posesión de su herencia (30 de noviembre de 1054 d. C.). En su nombre, y a influjo de cuatro eunucos, estuvo gobernado pacíficamente el orbe oriental unos diecinueve meses y con afán de dilatar su predominio, recabaron de la anciana princesa, que nombrase por sucesor a Miguel VI (22 de agosto de 1056 d. C.). El sobrenombre de Estratónico, está diciendo su profesión militar, mas el veterano quebrantado y decrépito, tan sólo veía con los ojos, y obraba con las manos de sus ministros. Mientras subía al solio, se estaba empozando en el sepulcro Teodora, la postrera de la línea Basílica o Macedónica. He compendiado presurosamente, y me despido gustoso de este plazo vergonzoso y aciago de veintiocho años, en que los griegos, avillanados en ínfima servidumbre, fueron arrebatados acá y acullá, según el albedrío o el antojo de unas hembras baladíes. Sobre esta lobreguez de esclavitud, asoma por fin allá un destello de libertad, o a lo menos de brío; conservaban los griegos o resucitaron, el uso de los sobrenombres que perpetúan la nombradía de toda virtud hereditaria, y estamos ahora deslindando el arranque, la sucesión y las alianzas de las últimas dinastías de Constantinopla y Trebisonda. Los Comnenos que por algún tiempo contrastaron el vuelco del Imperio ruinoso, ostentaron el timbre de su origen romano, pero llevaba ya largo tiempo la familia de su traslación al Asia. Habían fincado en Cartamona, a las cercanías del Euxino, y uno de sus caudillos engolfado ya en la carrera de la ambición, anduvo reviendo con apego, y quizás con pesadumbre, la vivienda decorosa y honrada de sus padres. Encabezó su alcurnia el esclarecido Manuel, que en el reinado de Basilio II acudió con armas y razones a sosegar las turbulencias del Oriente, dejó dos niños tiernos, Isaac y Juan, que recomendó con ínfulas de merecimiento, al aprecio y favor de su soberano. Educáronse los nobles mancebos en la enseñanza del monasterio, la cortesanía del palacio y los ejercicios del campamento; y desde el servicio palaciego de la guardia pasaron ejecutivamente al mando de provincias y ejércitos. La estrechez de su hermandad robusteció la pujanza y nombradía de los Comnenos, y se realzó su nobleza por los enlaces de entrambos con una princesa cautiva de Bulgaria, y la hija de un patricio, que se apellidaba Caronte, por la caterva de enemigos que tenía enviados a las sombras infernales. Repugnaba a la soldadesca el servicio y la lealtad a sus dueños afeminados. El ensalzamiento de Miguel IX era un insulto personal a generales mas acreedores, cuyo desabrimiento se acibaró más y más con la mezquindad del emperador, y el descoco de los eunucos. Se juntaron reservadamente en el santuario de Santa Sofía, y por votos unánimes de aquel congreso militar, recayera la elección en el anciano y valeroso Catacalon, si el patriotismo y comedimiento dejara de apuntarles la trascendencia del nacimiento, como mérito en el nombramiento de un soberano. El consentimiento general aclamó a Isaac Comneno, y los asociados se desviaron sin demora, para juntarse en las llanuras de Frigia, acaudillando respectivamente sus escuadrones y destacamentos. Defendieron en una sola batalla la causa de Miguel los mercenarios de la guardia imperial, forasteros en el interés público, y obrando únicamente a impulsos de su honor y agradecimiento. Tras su derrota, despavorido el emperador, solicitó un convenio que iba a quedar ajustado por la moderación del Comnenio, pero vendieron sus embajadores al uno, y contuvieron los amigos al otro; y Miguel solitario tuvo que avenirse al dictamen del pueblo; anuló el patriarca su juramento de lealtad, y al afeitar la cabeza del monje real, se congratuló con él, por el trueque ventajosísimo de la soberanía temporal, con el reino de los cielos: cambio que el sacerdote mismo por su parte hubiera probablemente orillado. Coronó luego él mismo solemnemente a Comneno; ofendería el símbolo de la espada que usó en sus monedas como conceptuoso del derecho de conquista; mas estaba pronto aquel acero para blandirse contra los enemigos propios y extraños del Estado. El menoscabo de su salud y pujanza embargó los ímpetus de toda operación activa, y la perspectiva de su muerte cercana lo determinó a intermediar, por una temporada, la vida con la eternidad. Mas en vez de señalar por dote el Imperio a su hija, se hermanaron su tino y su propensión, para anteponerle su hermano Juan, militar, patriota, y padre de cinco hijos, columnas venideras de una sucesión hereditaria. El comedimiento de su primera resistencia pudiera equivocarse con impulsos de advertencia y cariño, mas su perseverancia porfiada y vencedora, por más que deslumbre con destellos pundonorosos, se debe tildar como ajena de su obligación, y un agravio a su familia y patria. Admitió Constantino Ducas la púrpura desechada, amante de la alcurnia Comnenia, y cuyo esclarecido nacimiento se engalanaba con la práctica y el concepto de inteligencia en los negocios. Recobró Isaac su salud con el hábito de monje y sobrevivió dos años a su renuncia voluntaria. A las órdenes del Abad, desempeñaba según la regla de san Basilio, los menesteres ínfimos del convento; pero allá su vanagloria encubierta, se pagaba con las visitas frecuentes y atentísimas del monarca reinante, que reverenciaba en su persona, la calificación de un bienhechor y de un santo.
Si Constantino XI era positivamente el prohombre del Imperio, hay que lastimarse del avillanamiento del siglo y nación, en que fue nombrado (25 de diciembre de 1059 d. C.). Se afanaba aniñadamente por descollar en elocuencia sin conseguirlo, anteponiendo la corona de la oratoria a la de Roma, y en el desempeño subalterno de juez, trascordaba su instituto de soberano y de guerrero. Ajeno de la tibieza patriótica de sus ensalzadores, Ducas tan sólo afianzaba, a costa de la república, el poderío y la prosperidad de su prole. Sus tres hijos, Miguel VII, Andrónico I y Constantino XII (mayo de 1067) permanecieron revestidos desde su niñez con igual dictado de Augustos, y luego les quedó también patente la sucesión con la muerte del padre. Su viuda Eudoxia fue la encargada del régimen; mas el desengaño había enseñado al padre moribundo y celoso a escudar a sus hijos contra el peligro de segundo desposorio, y este resguardo solemne, testimoniado por los senadores principales, se depositó en manos del patriarca. Antes de siete meses, los apuros de Eudoxia o del Estado, clamaban ya por las prendas varoniles de un soldado, y su pecho tenía escogido a Romano Diógenes que ensalzó, del cadalso al solio. El descubrimiento de una traición intentada, lo había expuesto a la severidad de las leyes: su gentileza y denuedo lo descargaron para los ojos de la emperatriz, y Romano desde un destierro benigno, fue llamado al segundo día para el mando de las huestes orientales. Ignoraba el público su elección para monarca, y la promesa que iba a patentizar su liviandad y fementimiento, cayó con ardides en manos del emisario, que acertó a burlar al patriarca. Alegó al pronto Xifilino la santidad del juramento y lo sagrado de un depósito; mas secreteándole, que su hermano era el emperador venidero, aventó sus escrúpulos y confesó, que la salvación pública era la ley suprema. Se desprendió del documento tan importante, y luego desahuciado con el nombramiento de Romano, ya no le cupo recobrar su afianzamiento, ni contrarrestar el segundo desposorio de la emperatriz (agosto de 1067 d. C.) Suena un susurro en palacio, y la guardia bárbara alza sus mazas por la alcurnia de Ducas, pero las lágrimas de la madre ablandan a los infantillos, afianzándoles la lealtad de su padrino, que desempeñaba la dignidad imperial con pundonor y señorío. Referiré más adelante sus conatos esforzados, pero infructuosos, para atajar el raudal de los turcos. Su derrota y cautiverio fue una llaga mortal para la monarquía bizantina del Oriente, y cuando allá el sultán llegó a desaherrojarlo, en vano volvió en busca de esposa y súbditos. Yacía aquella emparedada en un monasterio, y éstos se atenían a la máxima inexorable de la ley civil, de que todo prisionero en manos del enemigo, queda destituido, como guadañado por la muerte, de todo derecho público y privado de ciudadano. Despavoridos todos, el César Juan esforzó la penitencia incontrastable de los tres sobrinos; oyó Constantinopla su voz, y se pregonó en la capital y en la raya al cautivo de turcos, como enemigo de la república (agosto de 1071 d. C.). No fue Romano más venturoso en la guerra interior que en la externa; perdidas dos batallas tuvo que rendirse, bajo el resguardo de un trato apacible y decoroso; mas carecían sus contrarios de humanidad y de palabra, y tras la privación de la vista le dejaron desangrar y enconar las heridas, hasta que a los tres días dejó por fin de padecer aquel martirio. Bajo los tres reinados de la casa de Ducas, los dos hermanos menores quedaron reducidos al boato insustancial de la púrpura, pero el mayor, Miguel, de suyo apocadísimo, era inhábil para empuñar el cetro romano, y su apodo de Perpinatis denota la tacha que le cupo, al par de un privado avariento, que subía el precio y cercenaba las medidas del grano. Aprovechó algún tanto en retórica y filosofía el hijo de Eudoxia, al ejemplo de su madre, en la escuela de Piclio; pero su concepto quedó más bien deducido que realzado, con las virtudes de un monje y la ciencia de un sofista. Dos generales, engreídos con el menosprecio de un soberano y su propia suficiencia, capitaneando las legiones de Asia y de Europa, se revistieron la púrpura en Niza y en Andrinópolis. Se rebelaron en el mismo mes, y se apellidaban igualmente Nicéforos; pero se diferenciaban con los apodos de Brienio y Botaniates, el primero ya en la cumbre de su valentía y desempeño, y el otro descollante aún con la memoria de proezas ya remotas. Mientras Botaniates marchaba pausada y cautelosamente, su competidor disparado, se apersonó con sus armas a las puertas de Constantinopla. Esclarecido era el nombre de Brienio y estaba bienquisto, pero el desenfreno incontrastable de su tropa, incendió y saqueó un arrabal, y el vecindario que vitoreara al rebelde, desechó y rechazó, al incendiario de su patria. Favorable fue a Botaniates aquel cambio de la opinión pública, y se arrimó con un ejército turco a las playas de Calcedonia. Corrió por las calles de Constantinopla un llamamiento formal en nombre del patriarca, del sínodo y del Senado, y junta general estuvo ventilando, en el presbiterio de Santa Sofía, con método y sosiego, la elección del soberano. Dispersara la guardia de Miguel aquella muchedumbre desarmada mas el emperador apocado, ufano con su clemencia y comedimiento depuso sus insignias imperiales, y quedó recompensado con un hábito de monje y el título de arzobispo de Éfeso. Dejó un hijo, otro Constantino, nacido y educado en la púrpura, y una hija de la alcurnia de Ducas realzó la sangre, y revalidó la sucesión de la dinastía Comnenia.
Juan Comneno, hermano del emperador Isaac, sobrevivió en paz y señorío a su garboso desvío del cetro. Hubo en su esposa Ana, mujer despejada y varonil, hasta ocho hijos: las tres niñas fueron emparentando con los prohombres de Grecia; de los cinco hijos, Manuel falleció temprano; Isaac y Alexio restablecieron la grandeza imperial de la alcurnia Comnenia, disfrutándola sin afán ni peligro los dos hermanos menores Adriano y Nicéforo. Alexio, el más esclarecido de todos, descolló con sus prendas eminentes de cuerpo y alma, cultivándolas con su educación esmerada, y doblegándolas, en la escuela de la obediencia y la adversidad. El desvelo paternal del emperador Romano, desvió al mancebo de las contingencias de la guerra turca; mas se acusó a la madre de los Comnenos, con su linaje engreído, de traición, desterrándola los hijos de Ducas, a una isla de la Propóntide. Campearon luego con su privanza y sus empleos, pelearon de pareja contra los rebeldes y bárbaros, y acompañaron al emperador Miguel, hasta su total desamparo, por el mundo y por sí mismo. Al avistarse con Botaniates, «Príncipe —prorrumpió Alexio con candoroso garbo— mi obligación me constituyó vuestro enemigo; las disposiciones del Señor y del pueblo, me hacen vuestro súbdito; conceptuad mi lealtad venidera, por mi oposición pasada». El sucesor de Miguel lo agasajó con intimidad, y empleó su valentía contra tres rebeldes que estaban alterando el sosiego del Imperio, o al menos de los emperadores. Hacíanse formidables Ursel, Brienio y Basilacio, por sus crecidas fuerzas y pericia militar; fueron quedando todos vencidos, y luego traídos aherrojados al pie del solio, y por violento que fuese el trato que les cupo de una corte medrosa e inhumana, vitorearon la clemencia y bizarría del triunfador. En breve, zozobras y sospechas desdoraron la lealtad de los Comnenos, ni es tan obvio deslindar entre un súbdito y un déspota, el feudo de agradecimiento que el primero suele reclamar con su rebeldía, y cumplir el segundo por mano del sayón. Se niega Alexio a marchar contra el cuarto rebelde su cuñado, y desmerecía sus servicios anteriores; los allegados de Botanicio foguearon una ambición que temían y tildaban, y la retirada de ambos hermanos pudiera sincerarse, con el resguardo de su vida y su libertad. Quedaron depositadas las hembras de la familia en un santuario, acatado por los tiranos; los varones cabalgaron, partieron y tremolaron el estandarte de la guerra civil. La soldadesca que sucesivamente se había ido agolpando en la capital y sus cercanías, se apasionó por la causa de un caudillo victorioso y agraviado; vínculos de interés y de parentesco afianzaban el apego de la casa de Ducas, y el paradero de la contienda garbosa de los Comnenos, fue la resolución terminante de Isaac; que fue el primero en revestir a su hermano menor, con el nombre y las insignias de la soberanía. Revolvieron sobre Constantinopla más bien para amagar que para sitiar aquella fortaleza inexpugnable; pero se cohechó la guardia, se sorprendió una puerta, y se adelantó a rendir la escuadra el denodado Jorge Paleólogo que estuvo peleando contra su padre, sin prever que se afanaba por su prosperidad. Entronizose Alexio, y su ansioso competidor se empozó en un monasterio. Se dio la ciudad al saqueo para halagar a una hueste de varias naciones, pero lloraron y ayunaron por aquel desmán los Comnenos, que se avinieron a toda penitencia compatible con la posesión del Imperio.
Rasgueó la vida del emperador Alexio su hija predilecta, enamorada de su persona, y loablemente ansiosa de perpetuar sus excelencias (abril de 1081 d. C.). Enterada de cuanto fundadamente pudieran maliciar sus lectores, se había informado de palabra y por escrito, de los veteranos más fidedignos, protestando repetidamente, que todos estaban corroborando su conocimiento; que habiendo ya pasado treinta años, olvidando al mundo y olvidada de él, no asomaban zozobras ni esperanzas por el desamparo de su soledad, y que la verdad desnuda y cabal, le era más halagüeña y sagrada que la memoria de su padre. Mas, en vez de aquel sencillo y fluido lenguaje que nos embelesa, su acicalamiento esmerado de retórica y de ciencia, está poniendo de manifiesto, a cada paso, la vanagloria de la autora. La índole nativa de Alexio se enmaraña allá en un ramillete revuelto de primores; y la entonación incesante del panegírico y apología, nos encela contra la veracidad del historiador y los merecimientos del héroe. No podemos, sin embargo, desentendernos de su reparo atinado y trascendental, de que en el desconcierto de los tiempos, se cifraron los quebrantos y los blasones de Alexio, y de que cuantas plagas pueden aquejar a un imperio menoscabado, se dispararon sobre su reinado, por la justicia del cielo, y los desbarros de sus antecesores. En el Oriente, los turcos victoriosos habían ido derramando, desde la Persia al Helesponto, la prepotencia del Alcorán y de la media luna; la valentía aventurera de los normandos había invadido el Occidente, y en los intermedios de paz seguía el Danubio desembocando nuevos enjambres, que habían aventajado en el arte de la guerra, cuanto iban perdiendo de sus costumbres desenfrenadas. No estaba menos embravecido el mar que la tierra, y mientras un enemigo patente asaltaba la raya, alevosía y conspiraciones encubiertas, traían despavorido el palacio. Tremolan de repente los latinos la bandera de la Cruz; arrójase la Europa sobre el Asia, y Constantinopla está a pique de fracasar en tamaña inundación. En el vaivén de la tormenta, maneja Alexio la nave con denuedo y maestría. Acaudilla los ejércitos, campea en la refriega, aguanta la fatiga, acude a sus ardides, y avalora las ventajas, y se rehace de los quebrantos, con inexhausta pujanza. Revive la disciplina en el campamento, y el ejemplo y la ciencia del general, plantea nuevas generaciones de hombres y soldados. Alexio, en sus relaciones con los latinos, se muestra sufrido y artero; su vista despejada cala, hasta las interioridades de aquel mundo desconocido; y más adelante desentrañará la política recóndita, con que acertó a ir equilibrando los intereses y los afanes de los campeones cruzados. En su larguísimo reinado de treinta y siete años, doblegó y disimuló la envidia de sus iguales: restableció las leyes del orden público y particular se cultivaron las artes lujosas y científicas: ensanchó los linderos del Imperio en Asia y en Europa, y el cetro Comnenio se fue traspasando, hasta la tercera y aun cuarta generación. Pero los contrarrestos del tiempo, sacaron a luz los lunares de su conjunto; y ocasionaron algunas tachas fundadas, o siniestras, en su memoria. Se sonreirá acaso el lector con el raudal de alabanzas que suele la hija derramar sobre un héroe fugitivo: la flaqueza, o la cordura, en aquellas situaciones, podrán equivocarse con la cobardía, y sus amaños políticos se solían tildar por los latinos con los vituperios de doblez y engaño. Su alcurnia redoblada de varones y hembras, realzaban su solio, afianzando la sucesión; pero su boato y engreimiento regio lastimaba a los patricios, desangraba el erario y estaba insultando a las escaseces del pueblo. Atestigua formalísimamente Ana, que se nubló la dicha y se quebrantó la salud del celador de la felicidad pública. Su dilatado y adusto señorío llegó a cansar al vecindario, y Alexio en vida, había ya desmerecido el cariño y el acatamiento de los súbditos. No le perdonaba el clero el desvío de sus riquezas sagradas a la defensa del Estado, pero encarecía su sabiduría teológica y su afán desalado por la fe acendrada, batallando por ella con lengua, pluma y espada. Desdoraba la superstición griega sus prendas, y el idéntico móvil, encontrado, de flaqueza humana, lo arrebataba, para fundar un hospital de dolientes y desamparados, y para disponer y presenciar la quema de un hereje, que fue abrasado vivo, en la plaza de Santa Sofía. Sus íntimos de por vida maliciaron fementimiento en su moralidad y su religión. En su última hora, estrechado por su mujer Irene, para que alterase la sucesión, se incorporó algún tanto y prorrumpió en una exclamación mística sobre la vanidad del mundo. La contestación colérica de la emperatriz podía esculpírsele, por epitafio, en la tumba: «¡Mueres como has vivido… Un hipócrita!».
Anhelaba Irene desbancar al primogénito de los hijos en vida, a favor de su hija la princesa Ana, cuya filosofía no esquivara el peso de una diadema; mas los amantes de la patria, esforzaron la sucesión masculina; desencajó el heredero legítimo el sello, o estampilla real, del dedo insensible del padre consentido, y el Imperio obedeció al mayordomo del palacio. La ambición y la venganza incitaron a Ana Comnena, para conspirar contra la vida de su hermano, y cuando el intento quedó frustrado, con los recelos, o escrúpulos, de su propio marido, exclamó destempladamente, que la naturaleza había equivocado los sexos, dando a Brienio el alma de una mujer. Los dos hijos de Alexio, Juan e Isaac, conservaron la concordia solariega de su alcurnia, pagándose el menor con el dictado de César, inmediato en dignidad, mas no en poderío, al emperador. Hermanaba éste, por dicha, mérito y jerarquía: su rostro atezado, facciones broncas y estatura menguada, le acarrearon el apodo irónico de Calo Juanes o Juan el Lindo, que los súbditos agradecidos aplicaban con formalidad a la hermosura de su alma. Vida y haberes desmereció Ana, según las leyes, descubierta una vez su traición; pero la clemencia del emperador le conservó la existencia; mas en vista de sus tesoros y de su ostentoso palacio, lo cedió todo, después de confiscarlo, a amigo más benemérito. Este precioso amigo, esclavo de linaje turco, se arrestó a esquivar el agasajo, y a interceder por el reo; su dueño caballeroso celebró el rasgo de su privado, y a su ejemplo, la reverencia o la queja de un hermano agraviado fue el único castigo de princesa tan criminal. Con este ejemplar de clemencia, ni conspiración, ni rebeldía alteraron ya la bonanza de su reinado, y nunca Juan, temido por la nobleza, y amado de la plebe, tuvo que padecer la precisión de castigar o de indultar a sus enemigos personales. Quedó durante su gobierno de veinticinco años, abolida la pena de muerte en el Imperio Romano: ley indulgente, muy halagüeña a los especulativos afectuosos, pero cuya práctica, en un estado grandioso y estragado, por maravilla se hermana con la seguridad pública. Adusto para consigo, bondadoso para los demás, recatado, sobrio y parco, no esquivara el filósofo Marco las prendas candorosas de aquel sucesor, como que brotaron de su interior, sin asomar por las escuelas. Menospreciaba, y fue desmoronando el boato de la corte bizantina, tan desangrador del pueblo, y tan baladí, para el concepto de la racionalidad. Con aquel príncipe no hubo zozobras para la inocencia, ni desaires para el mérito; y sin revestirse del cargo tiránico de censor, fue labrando mejoras sucesivas y patentes, en las costumbres públicas y privadas de Constantinopla. El único lunar de índole tan cabal era la flaqueza de toda alma esclarecida, el afán por las armas y la gloria militar; pero las muchas expediciones de Juan el Lindo, pueden sincerarse, a lo menos en cuanto a su móvil, con la precisión de rechazar a los turcos, del Helesponto y del Bósforo. Quedó el sultán de Iconio emparedado en su capital, los bárbaros enriscados en sus breñas, y las provincias marítimas del Asia paladearon la dicha volandera de su rescate. Acaudilló repetidamente, de Constantinopla a Antioquía y Alepo, su ejército victorioso, y en los sitios y batallas de aquella guerra sagrada, dejó atónitos a los latinos con la bizarría y sobresalencia de un griego. Ya se estaba empapando en su esperanza grandiosa de recobrar los antiguos linderos del Imperio; ya revolvía en su ánimo el Tigris y el Éufrates, el señorío de la Siria y la conquista de Jerusalén, cuando un fracaso extrañísimo, cortó el hilo de su vida, y se desplomó la felicidad pública. Cazando jabalíes en el valle de Anazarbo, logró clavar su venablo en el cuerpo de la alimaña enfurecida, pero con el empuje se le saltó de la aljaba una flecha emponzoñada, y una leve herida en la mano, que vino luego a enconarse, dio al través con el mejor y mayor de los príncipes Comnenios.
Habían fallecido tempranamente los dos hijos mayores de Juan el Lindo; su concepto o su cariño, de los dos restantes Isaac y Manuel, antepuso el menor, y se revalidó la elección del príncipe moribundo por la soldadesca, enamorada del denuedo de aquel predilecto en la guerra contra los turcos. Acude el fiel caudillo presuroso a la capital, afianza la persona de Isaac en honorífico encierro, y cohecha con doscientas libras de plata a los prelados de Santa Sofía, consagradores de todo emperador. Síguele Manuel con sus tropas afectas y veteranas; aviénese su hermano al dictado de Sebastocrator; se prendan los súbditos de la estatura gallarda, y marcial gentileza de su nuevo soberano, y dan crédulamente oídos a la promesa lisonjera de que ha de hermanar la cordura de la madurez con el ímpetu y pujanza de la mocedad. Se desengañan luego de que competía con el padre en el brío y en parte de su desempeño, pero que yacen aquellas prendas sociales en la huesa. Hierve su reinado de treinta y siete años con guerras incesantes contra turcos, cristianos y rancherías de los páramos allende el Danubio. Ejercitáronse las armas de Manuel en el monte Tauro, en las llanuras de Hungría, en las costas de Italia y Egipto, y por los mares de Sicilia y Grecia, abarcaron sus negociaciones Jerusalén, Roma y Rusia, y la monarquía bizantina por una temporada vino a causar acatamiento y pavor a las potencias de Asia y de Europa. Aunque educado en la seda y en la púrpura del Oriente, era de hierro el temple del guerrero Manuel, sin que le quepa cotejo, sino con Ricardo I de Inglaterra, y Carlos XII de Suecia. Llegaba a tanto su brío y maestría en las armas, que Raimundo, apellidado el Hércules de Antioquía, nunca acertó a blandir la lanza y embrazar el broquel del emperador griego. En un torneo decantado, cabalgó un alazán fogosísimo, y a la primera embestida volcó a dos de los caballeros italianos más corpulentos. El primero en el avance, y el postrero en la retirada, amigos y enemigos temblaban igualmente, aquéllos por su salvamento, éstos por el suyo propio. Emboscó su escuadrón; se adelantó en busca de aventuras arriesgadas, sin más escolta que la de su hermano y el leal Anxuch, quienes no se avinieron a desamparar al soberano. Diez y ocho jinetes tras un breve encuentro les huyeron, pero se reforzaron; la venida de un auxilio fue tardía y apocada, y Manuel, ileso, se abrió paso por medio de un escuadrón de quinientos turcos. En una batalla contra húngaros, en ascuas con la pausa de su tropa, arrebató un estandarte de la cabeza de la columna, y fue el primero, y casi solo, que atravesó el puente que lo separaba del enemigo. En el mismo país, traspuesto el Save con su ejército, despidió las embarcaciones con orden al comandante, bajo pena de la vida, le dejase vencer o morir en aquel territorio absolutamente contrario. En el sitio de Corfú, remolcando una galera apresada, estuvo el emperador erguido sobre la popa, recibiendo las descargas de flechas y piedras en su broquel grandioso y una vela desplegada; ni podía evitar una muerte ejecutiva, a no mandar el almirante siciliano a sus flecheros que respetasen la memoria de un héroe. Se cuenta, que en un día mató con su propia mano hasta más de cuarenta bárbaros; volvió al campamento arrastrando cuatro prisioneros turcos, amarrados al arzón de su silla: siempre era el más delantero para retar o aceptar alguna lid personal, y cuantos campeones agigantados le salían al encuentro, quedaban traspasados con el lanzón, o descuartizados con la espada del invencible Manuel. Tan extremadas hazañas, norma o copia de novelas caballerescas, acarrean fundada desconfianza acerca de la veracidad de los griegos: no trato de aventurar mi crédito escudando el suyo, mas reparo, que en sus dilatados anales, tan sólo Manuel es el príncipe que ha dado campo a tamaños encarecimientos. No realzaba su valentía como soldado con la maestría y cordura como general; no redundaron sus victorias en conquistas permanentes y provechosas, y sus laureles turcos se marchitaron en la campaña postrera y desventurada, perdiendo su ejército por los riscos de la Pisidia, y debiendo su rescate a la generosidad del Sultán. Pero la extrañeza más peregrina en el conjunto de Manuel, es su vaivén contrapuesto y frecuente de afán y de apoltronamiento, de aguante y de afeminación. En guerra desconocía la paz, y en ésta, aparecía incapaz de aquella. En campaña dormía al sol o sobre la nieve, cansaba con marchas larguísimas hombres y caballos, y terciaba risueñamente en las escaseces y el desamparo; mas en llegando al umbral de Constantinopla, se engolfaba más y más en regalos y en primores; galano, glotón y lujoso en alhajas y colgaduras, sobrepujó en gasto a todos sus antecesores, veraneando deliciosamente por las islas amenísimas de la Propóntide, y solazándose incestuosamente con su sobrina Teodora. Con ambos desembolsos de disolución y de guerra, se apuraron las rentas, se recargaron los impuestos, y Manuel en el conflicto de su postrer campamento en Turquía, padeció la reconvención amarguísima de un soldado en el extremo de su desesperación. Llegó sediento a un manantial, y se quejó de que estaba revuelta el agua con sangre cristiana. «No es de ahora —prorrumpió una voz de la muchedumbre–, el estar vos bebiendo, emperador, la sangre de vuestros desventurados súbditos cristianos». Se desposó dos veces Manuel Comneno, con la virtuosa Berta o Irene de Germania, y la hermosa María, princesa latina o francesa de Antioquía. Destinó la hija única de la primera mujer a Bela, príncipe húngaro, educado en Constantinopla con el nombre de Alexio, y la consumación de su desposorio trasladaba el cetro romano a una alcurnia de bárbaros, libres y guerreros. Mas luego que María dio un hijo y heredero al Imperio, fueron abolidos los derechos presuntivos de Bela, y quedó defraudado de su novia ofrecida; pero en suma el príncipe húngaro recobró el nombre y reino de sus padres, y luego floreció con prendas envidiables para los griegos. Llamose Alexio el hijo de María, y subió a los diez años al solio bizantino, cuando el fallecimiento del padre amortajó las glorias de la alcurnia Comnenia.
La hermandad efectiva de los dos hijos del grande Alexio, se nubló a veces con arranques de interés o de acaloramiento. Incitó su ambición al Sebastocrator Isaac, a huir y rebelarse, pero lo retrajo la entereza y clemencia de Juan el Lindo. Los yerros de Isaac, padre de los emperadores de Trebisonda, fueron leves y pasajeros, pero Juan, el primogénito suyo, renegó de su religión para siempre. Airado con un insulto efectivo o soñado del tío, huyó del campamento romano al turco; mereció su apostasía el galardón de la hija del Sultán, del dictado de Quselebí, o noble, y de la herencia de un principado, y aun en el siglo XV, blasonaba Mahometo II, de su entronque imperial con la alcurnia Comnenia. Andrónico, hermano menor de Juan, hijo de lsaac, y nieto de Alexio Comnenio, fue uno de los individuos más descollantes de aquel tiempo, y sus aventuras positivas darían grandioso campo para una novela peregrina. Para abonar la elección de tres damas reales, me incumbe el advertir que el amante venturoso era un dechado de brío y gentileza, y si carecía de trato afectuoso, sobresalta con su garbo varonil, gallarda estatura, musculación grandiosa, y marcialidad agraciada. Su templanza y su ejercicio le conservaron hasta la ancianidad la pujanza y robustez juvenil. Un mendrugo y un trago de agua solían ser ya por la tarde su comida única; y si participaba de un jabalí asado por sus propias manos, o bien de un ciervo, era el producto de su propia y afanada cacería. Con su maestría en las armas, desconocía el miedo, su persuasiva se atemperaba a toda situación y circunstancia de la vida; amoldaba su lenguaje, mas no su práctica, al ejemplo de san Pablo, y en toda gestión siniestra abrigaba alcance para idear, pecho para resolver y manos para ejecutar. En su mocedad, tras la muerte del emperador Juan, siguió la retirada del ejército romano, pero al atravesar el Asia Menor, de intento o por acaso, tuvo el arranque de irse monteando por los riscos; apresaron al cazador otros cazadores turcos, y permaneció algún tiempo de cautivo forzado o voluntario del sultán. Privaba con el primo por sus virtudes y sus vicios, terciaba con Manuel en peligros y en recreos, y mientras el emperador vivía pública e incestuosamente amancebado con su sobrina Teodora, Andrónico se estaba empapando en el cariño de su hermana Eudoxia. Hollando decoros de sexo y jerarquía, blasonaba de ser su manceba, y así el campamento como el palacio estaban viendo que dormía o velaba en brazos de su amante. Le acompañó en su mando militar de Cilicia, primer sitio de su arrojo y su imprudencia. Activaba desaladamente el sitio de Mopsuestia; se dedicaba de día a denodados ataques, pero empleaba la noche en saraos y cantares, y una compañía de comediantes griegos, venía a componer lo más selecto de su comitiva. Sorprende el enemigo desvelado a Andrónico en una salida, huye su tropa deshechamente, pero su lanza invicta atraviesa las filas de los armenios. Regresa al campamento imperial en Macedonia, recíbele Manuel risueñamente en público, y le reconviene en privado, pero los ducados de Nasia y Braniseba galardonan y consuelan al general desairado. Sigue Eudoxia sus pasos, y a deshora los hermanos coléricos, y ansiosos de lavar aquella afrenta en la sangre de Andrónico, les asaltan repentinamente la tienda, su denuedo menosprecia el dictamen de Eudoxia para que se disfrace de mujer, y arrojándose osadamente de su lecho, esgrime la espada, y se abre paso por medio de un tropel de asesinos. Allí es donde saca por fin a luz su ingratitud y su traición; entabla una correspondencia alevosa con el rey de Hungría y el emperador de Germania; se abalanza a la tienda real a hora sospechosa, con espada en mano y con el disfraz de soldado latino, confiesa su ánimo en desagraviarse de un enemigo mortal, y confiesa indiscretamente la velocidad de su caballo, que lo arrebata y lo salva. Disimula el monarca su sospecha, pero al fin de la campaña, prende y encierra estrechamente a Andrónico, en una torre del palacio de Constantinopla.
Permanece preso por más de doce años, más y más afanado por huir en pos de aventuras y deleites. Solitario y caviloso descubre unos ladrillos desmoronados hacia un rincón de la estancia, y ensanchando por punto el portillo, escudriña un retrete lóbrego y olvidado. Se empoza en el hoyo con los restos de su alimento, repone los ladrillos como estaban, y encubre esmeradamente todo rastro de su retraimiento. Llega la hora de la requisa, y enmudecen los guardas con el silencio y soledad de la cárcel y van luego a dar cuenta vergonzosos y trémulos, de aquella fuga inapeable. Ciérranse inmediatamente las puertas del palacio y de la ciudad; despáchanse órdenes ejecutivas a las provincias en pos del fugitivo, y su mujer, con la sospecha de algún arrojo de su cariño, queda villanamente encerrada en la misma torre. Allá a deshora se le apareció un vestigio: conoció a su marido, partieron su alimento, y resultó un niño de aquellos avistamientos furtivos, que amenizaban el quebranto de su encierro. La vigilancia de los guardas amainó de suyo custodiando a una mujer, y el preso había realizado su escape, cuando lo descubrieron, lo retrajeron a Constantinopla y lo aherrojaron con dobles cadenas. Logró por fin su rescate. Un muchacho, su sirviente, embriagó la guardia, y estampó las llaves en cera. La eficacia de los amigos proporcionó llaves iguales, y un lío de cuerdas que se introdujeron dentro de un tonel. Habilita Andrónico mañosa y arrojadamente los arbitrios de su salvamento, abre las puertas, baja de la torre, se oculta de día en los matorrales, y se descuelga por la noche de la cerca del palacio. Está pronto el barquillo para recibirle, visita su propia casa, abraza a sus niños, se deshace de su cadena, monta en un caballo veloz, y se encamina hacia las márgenes del Danubio. En Anquíalo de Tracia, un amigo resuelto le apronta caballo y dinero, atraviesa el río y arrebatadamente el desierto de Moldavia y los cerros Carpathios, y al llegar ya al pueblo de Halier en la Rusia Polaca, lo ataja una partida de Walaquios, quienes disponen conducir el cautivo de tanta consideración a Constantinopla. Su serenidad le salva de aquel gran peligro. Pretextando indisposición se apea por la noche, logra desviarse un tantillo de la tropa; planta su varapalo en el suelo, lo cubre con su sombrero y su capote, y emboscándose luego deja allí un fantasma para entretener por largo rato la vista de los Walaquios. Desde Halier lo escoltaron honoríficamente a Kion, residencia del gran duque, el agudo griego se granjeó luego la privanza de Yeroslao; su índole se atemperaba a las costumbres de todos países, y los bárbaros vitorearon su brío y denuedo en la caza de los alces y osos de la selva; en aquella región septentrional, mereció el indulto de Manuel, quien solicitó del príncipe ruso que se incorporase con sus armas para invadir la Hungría. El influjo de Andrónico facilitó este servicio importante; se firmó su tratado personal, con la promesa de fidelidad por una parte y el olvido por la otra, y marchó acaudillando la caballería rusa del Borístenes al Danubio. Manuel en medio de sus rencores, se hermanó siempre con la índole guerrera y desbocada de su primo, y su indulto cabal quedó sellado en el asalto de Zemlim donde fue segundo y segundo tan sólo, el denuedo del emperador.
Repuesto el desterrado en su libertad y su patria, su ambición revivió con sus desventuras y las de todos. Endeble valle era la de un hijo de Manuel para la sucesión de los varones más beneméritos, de la sangre Comnenia, y aquel enlace venidero con el príncipe de Hungría, repugnaba a las preocupaciones de la parentela y la nobleza. Mas al ir a juramentarse en homenaje al heredero presuntivo, tan sólo Andrónico volvió por el honor del nombre Romano, se desentendió de aquel compromiso ilegal, y protestó denodadamente contra la adopción de un extranjero. Lastimó al emperador su patriotismo, pero prorrumpió debidamente en el concepto del pueblo, y se le alejó de la presencia real con un destierro honorífico, cual fue un segundo mando en la raya de Cilicia, con los productos de Chipre a su absoluta disposición. En aquel cargo ejecutaron de nuevo su valentía los armenios y patentizaron su descuido y el mismo rebelde, que burló todos sus conatos, quedó desmontado y casi muerto con el ímpetu de su lanza. Mas descubrió Andrónico luego otra conquista más obvia y halagüeña, la hermosa Felipa, hermana de la emperatriz María e hija de Raimundo del Postú, príncipe latino de Antioquía. Desamparó por ella su puesto y desperdició el estío con saraos y torneos, sacrificando a su pasión, envileciendo y privando de acomodo competente a la misma inocencia. Pero enconado Manuel por aquel desdoro propio, le atajó sus devaneos; dejó Andrónico a la desacordada princesa llorosa y arrepentida, y con una pandilla de aventureros desatinados emprendió la peregrinación de Jerusalén. Su nacimiento, su nombradía militar y sus protestas de celo, le pregonaron allá como el campeón de la cruz; embelesó al clero y al rey, quien le dio el señorío de Berito, sobre la costa de Fenicia. Vivía por las cercanías una reina joven y linda de su misma nación y alcurnia, viuda del rey de Jerusalén, Balduino III. Visitó y se rindió a su pariente; fue Teodora la víctima tercera de su hechicero galanteo, y su afrenta fue más pública y escandalosa que la de sus antecesoras. Ansiaba el emperador más y más su desagravio, y amonestó y estrechó repetidamente a súbditos y aliados de la raya siria que prendiesen y deshojasen al fugitivo. No estaba ya en salvo dentro de Palestina, mas la enamorada Teodora, le patentizó su peligro y le acompañó en su fuga declarándose por el Oriente toda una reina de Jerusalén su rendida concubina dejando hasta dos bastardos por monumentos vivos de sus deslices. Guareciéronse por el pronto en Damasco, y allá el señorío del gran Nuradin y su segundo Paladino, pudieron enseñar al griego supersticioso a reverenciar el pundonor de los musulmanes. Visitó, como amigo de Nuradin probablemente, Bagdad y las cortes de Persia, y tras un rodeo larguísimo por el mar Caspio y las montañas de Georgia, se aposentó por fin con los turcos del Asia Menor, enemigos hereditarios de su patria. Agasajó el Sultán de Colonia al amante y a su dama y gavilla; entabló el agradecido correrías incesantes, por la provincia romana de Trebisonda, trayendo por lo más ricos despojos y cristianos cautivos. Se preciaba historiando sus aventuras de parangonarse con David, que se libertó con un dilatado destierro de las asechanzas de sus enemigos; pero se entonaba añadiendo que el Profeta real que se avino a ocultarse por los confines de Judea, a desollar un Amalecita, y a amagar, desde aquel desamparo, con muerte ejemplar al avariento Nabal. Extendíanse infinitamente y por otros ámbitos las correrías del príncipe Comnenio, y había derramado por el orbe oriental la gloria de su nombre y de su religión. Una sentencia de la Iglesia griega había separado al salteador escandaloso del gremio de los fieles, mas esta misma excomunión está demostrando que nunca orilló la profesión del Cristianismo.
Burlaron sus desvelos, o rechazaron la persecución, patente o encubierta, del emperador, pero quedó por fin enlazado con el cautiverio de su compañera. Logró el gobernador de Trebisonda afianzar la persona de Teodora; enviáronla a Constantinopla con sus dos niños, y aquel sumo quebranto acibaró más y más la soledad y el destierro. Imploró y alcanzó el fugitivo su indulto, permitiéndole arrojarse a las plantas de su soberano, quien se satisfizo, con doblegar su altanería. Postrado en el suelo, lloró y gimió por el desbarro de su rebeldía, ni trataba de levantarse, hasta que algún súbdito leal lo arrastrase hasta el timbral del solio, con una cadena, reservadamente enroscada al cuello. Se conmovieron y apiadaron los concurrentes, con penitencia tan peregrina; perdonaron sus culpas la Iglesia y el Estado, mas el recelo fundado de Manuel, lo confió allá lejos de la corte en Oenoe, pueblo del Ponto, cercado de lozano viñedo y situado en la costa del Euxino. Con la muerte de Manuel y las revueltas de la menoría, se explayó su ambición por anchuroso campo. Niño de doce a catorce años, era el emperador, endeblillo, parado y bisoño: su madre, la emperatriz María, entregó su persona y gobierno a un privado, de los Conmenios; su hermana, otra María, cuyo marido, italiano, estaba condecorado con el dictado de César, tramó una conspiración, y luego una asonada, contra la odiosa suegra. Quedaron olvidadas las provincias, se incendió la capital, y un siglo de arreglado sosiego se empozó en un albañal de torpezas y maldades. Estalló la guerra civil en Constantinopla, y dos bandos trabaron sangrienta refriega, en la misma plaza del palacio, teniendo que formalizar un sitio a los rebeldes en la catedral de Santa Sofía. Afanose el patriarca, con celo decoroso, por curar las llagas de la república; los patriotas más respetables clamaban con alaridos, por un ayo y vengador, y todos los labios andaban repitiendo las alabanzas, y aun las virtudes de Andrónico. Aparentaba estar en su retiro recapacitando las obligaciones imprescindibles de su juramento. «Si la conservación o el pundonor, de la familia imperial estuviesen amenazadas, revelaré y contrastaré la maldad, hasta lo sumo de mis alcances». Salpicaba oportunamente su correspondencia con el patriarca y los patricios de citas oportunas de los Salmos de David y las Epístolas de san Pablo, y estaba resignadamente aguardando a que la patria lo llamase para su rescate. Marchando de Oenoe para Constantinopla, su escasa comitiva va creciendo más y más, hasta parar en tropel, y luego en ejército; se conceptuaban partos entrañables sus protestas de religión y de lealtad, y la sencillez del traje extranjero que favorece a su estatura majestuosa está retratando su pobreza y su destierro. Su asomo, aventa allá todo contrarresto; llega al estrecho del Bósforo tracio; la armada bizantina da la vela para recibir y trasportar al salvador del Imperio; retumba el torrente arrollador, y cuantos insectillos revoloteaban a los destellos de la privanza regia desaparecen al primer soplo de la tormenta. Esmerose ante todo Andrónico en acudir a palacio, saludar al emperador, encerrar a la madre, castigar a los ministros, y restablecer el sosiego y la confianza. Visita el sepulcro de Manuel, desvía a los concurrentes, quienes al doblegarse en ademán de plegaria, oyen, o creen oír, un murmullo triunfador y vengativo. «Ya no te estoy temiendo, enemigo antiguo, que me has arrojado y tenido vagando por todos los climas del orbe. Yaces ya depositado bajo siete bóvedas, de donde no te has de erguir hasta la llamada del clarín postrero. Llegó mi vez, y luego voy a hollar tus cenizas y tu posteridad». Tales serían sus arranques en aquel trance, pues así lo comprueba su inmediata tiranía; mas no se hace probable que articulase perceptiblemente sus recónditos pensamientos. Su hipocresía fue al pronto enmarañando y encubriendo a la muchedumbre sus intentos; solemnizó por tanto la coronación de Alexio, y el ayo alevoso, teniendo en sus manos el cuerpo y sangre de Jesucristo, pregonó fervorosísimamente que su ánimo era vivir y morir echando el resto en servicio de su amado alumno. Mas al mismo tiempo, sus muchos allegados se extremaban en defender que el Imperio se estaba derrumbando en manos de un niño; que tan sólo un príncipe veterano podía salvar a los romanos, pues denodado en armas, consumado en política y amaestrado, para reinar, con su larga experiencia de la suerte y de los hombres, incumbía a todo ciudadano la obligación de violentar el comedimiento melindroso de Andrónico, a cargar con el desempeño de los afanes públicos. Tuvo el tierno emperador que entonar la cantinela general, y solicitar la asociación de un compañero, que inmediatamente lo apeó de la jerarquía suprema, desvió su persona, y comprobó la declaración temeraria del patriarca, a saber, que debía conceptuarse por muerto Alexio, desde el punto en que se le entregaban a disposición de un ayo. Pero antecedió a esta muerte el encierro y la ejecución de su madre. Después de tiznar su reputación y enconar contra ella los ímpetus de la muchedumbre, tildó al tirano y procesó a la emperatriz, por correspondencias fementidas con el rey de Hungría. El mismo hijo de Andrónico, mozo humano y pundonoroso, se horrorizó de aquella bastardía, y aun tres de los jueces contrajeron el mérito de anteponer su conciencia a su seguridad; pero el tribunal avasallado, sin probanza y sin defensa, sentenció a la viuda de Manuel, y su desventurado hijo tuvo que firmar aquel fallo sangriento. Dieron garrote a María, y zambulleron su cadáver en el mar, lastimando su memoria con el insulto más ofensivo para la vanagloria mujeril, que fue un mamarracho, o caricatura horrenda, de su linda estampa. Se fue dilatando la suerte de su hijo; lo ahorcaron con la cuerda de un arco, y el tirano, empedernido para todo asomo de compasión o remordimiento, después de andar registrando el cuerpo de aquel inocente mozo, lo empujó reciamente con el pie, y prorrumpió luego: «Tu padre fue un bribón, tu madre una ramera, y tú un mentecato».
Empuñó Andrónico el cetro romano, por galardón de sus atrocidades, como tres años y medio, a título de celador, o soberano, del Imperio (octubre de 1185 d. C.). Su gobierno fue una contraposición incesante de su excelencia y de maldades. Era en sus ímpetus el azote, y con juicio, el padre de su pueblo. En su régimen privado, era justiciero; quedó desterrada toda venalidad aciaga y vergonzosa, y desempeñaban los cargos sujetos nombrados por un príncipe certero en la elección, y ejecutivo en el escarmiento. Prohibió la práctica atroz de saltear los haberes y las personas de los náufragos; rebosaron de abundancia y prosperidad las provincias, antes exánimes con las tropelías y el abandono, y allá le vitoreaban millones desde lejos, al paso que lo estaban maldiciendo los testigos de sus crueldades diarias. Aquel proverbio antiguo, de que el desterrado que se entroniza está sediento de sangre, se aplicó allá con harta verdad a Mario y a Tiberio, y se comprobó ahora, por tercera vez, con Andrónico. Hervían en su memoria, mil rostros verdinegros de enemigos y competidores, que habían ajado sus merecimientos, contrastado sus medros, o insultado a sus desventuras; y el consuelo único de su destierro era la esperanza sagrada y el consentimiento de su venganza. El exterminio indispensable del tierno emperador y de su madre trajo consigo el de los amigos que odiaban y pedían castigar al asesino; y la matanza misma lo encrudecía, más y más, con las nuevas víctimas. El ir refiriendo largamente las infinitas que sacrificó ya con veneno, ya con el acero, ya con el fuego y el agua retrataría menos al vivo su crueldad que la denominación de Haleyodais que se aplicaba a semana extrañísima de reposo, y sin ajusticiado. Se esmeraba el tirano en trasponer a las leyes y los jueces parte de su criminalidad; mas no cabía máscara y los súbditos no podían ya equivocar el verdadero autor de sus desdichas. Los griegos más esclarecidos, con especialidad los que por algún entronque podían disputarle la herencia de los Comnenios, huyeron de la caverna del monstruo; Niza o Prusa, la Sicilia o Chipre, fueron sus asilos, y como su fuga era ya criminal, agravaron su culpa con rebelión manifiesta y el dictado imperial. Contrastó sin embargo Andrónico las espadas y dagas de sus mayores enemigos: allanó y castigó a Niza y Prusa; halagó a los sicilianos con el saqueo de Tesalónica. Y la distancia de Chipre no favorecía más al rebelde que al tirano. Un competidor sin mérito, y un pueblo sin armas, volcaron su solio. Isaac Ángelo, descendiente por línea recta femenina del grande Alexio, era ya víctima señalada por la cordura o la superstición del emperador. Ángelo en un rapto desesperado, defendiendo su vida y libertad, mató al sayón, y huyó a la iglesia de Santa Sofía. El santuario se fue cuajando más y más de un tropel ansioso y desconsolado, que estaba viendo su propia suerte en la del refugiado. Los lamentos pararon luego en maldiciones, y éstas en amenazas, atreviéndose a preguntar. «¿Por qué tememos?, ¿por qué estamos obedeciendo? Nosotros somos muchos y él es solo, nuestro aguante es el único vínculo de nuestra servidumbre». Al amanecer se dispersa la ciudad entera en asonada; ábrense las cárceles; hasta los tibios y rendidos, se enardecen para la defensa de su patria, e Isaac, segundo de este nombre, queda desde el santuario entronizado. Ajenísimo de tamaño peligro, estaba ausente el tirano, desahogándose de los afanes gubernativos, por las islas amenisímas de la Propóntide. Había contraído enlace indecoroso con Alice o Alisa, hija de Luis VII rey de Francia, resto del desventurado Alexio, y su compañía más propia de su índole que de su edad, se componía de una esposa joven, y una ramera predilecta. Acude sobresaltado a Constantinopla, sediento de la sangre de los culpados; mas enmudece con el silencio de un palacio, el bullicio de la ciudad y el desvío del vecindario. Pregona Andrónico su indulto cabal a los súbditos, quienes ni lo admiten, ni lo conceden: ofrece trasladar la corona a su hijo Manuel, mas todas las prendas del hijo no abonan los delitos del padre. Franquéale todavía el piélago retirada; pero las últimas novedades habían corrido por la costa: voló la obediencia en alas de la zozobra, un bergantín armado persigue y apresa la galera imperial, y arrastran aherrojado de pies y de cuello al tirano ante Isaac Ángelo. Ni elocuencia, ni lágrimas de compañeros, aciertan a abogar con éxito por su vida, pues en vez de ajusticiarle legal y decorosamente, queda el malvado a merced de sus infinitos agraviados, a quienes había despojado de un padre, de un marido o de un amigo. Arráncanle dientes, cabello, y una mano, en desagravio mezquino de sus padecimientos, y le dan una tregua breve, para acibararle más y más su agonía. Lo cabalgan en un camello, sin asomo de rescate, lo van paseando por las calles, y la ínfima chusma huella con algazara toda la majestad de un príncipe, ya destronado. Tras miles de golpes y vilipendios, lo cuelgan por los pies entre dos columnas que sostenían un lobo y una lechona, y cuantas manos pueden alcanzarlo le descargan algunas muestras de crueldad estudiada e irracional, hasta que dos italianos, o amigos o enfurecidos, lo estoquean y lo libertan de más castigos. En aquella larga y desastrada agonía: «Apiadaos de mí, Señor, ¿para qué habéis de golpear una caña ya quebrada?», fueron las únicas palabras que salieron de sus labios. Nos horroriza el tirano, pero siempre nos condolemos del hombre, sin que vituperemos su resignación apocada, pues un déspota griego, no era ya dueño de su propia vida.
No he podido menos de explayarme en la índole peregrina y aventuras de Andrónico, pero voy a cerrar aquí (12 de septiembre de 1185 d. C.) la reseña de los emperadores griegos, desde el tiempo de Heraclio. Se habían ido agotando los vástagos de la cepa Comnenia, y la línea varonil siguió únicamente en la posteridad del mismo Andrónico, la cual en tantísimas revueltas, escapó la soberanía de Trebisonda, tan enmarañada en la historia, como sonada allá en las novelas. Un mero ciudadano de Filadelfia, Constantino Ángelo, se había encumbrado con blasones y caudales, por su enlace con una hija del emperador Alexio. Su hijo Andrónico sobresalió únicamente en cobardía; su nieto Isaac castigó y sucedió al tirano; pero lo destronaron sus propios vicios y la ambición del hermano, y su desavenencia acarreó a los latinos, para la conquista de Constantinopla; período primero y grandioso en el vuelco del Imperio oriental (12 de abril de 1204 d. C.).
Si ajustamos ahora el número y duración de los reinados, hallaremos que resultan en el plazo de seis siglos sesenta emperadores, comprendiendo en el recuerdo augustano algunas soberanas, y rebajando ciertos usurpadores, nunca reconocidos en la capital, y varios príncipes que no vivieron hasta posesionarse de la herencia. Corresponden proporcionalmente diez años por cabeza, mucho menos de la regla cronológica de Newton, quien por el cómputo de las monarquías modernas, ha venido a señalar de dieciocho a veinte años por término de un reinado regular. Prosperaba en bonanza el Imperio Bizantino, cuando se avenía a la sucesión hereditaria: cinco dinastías, la Heraclia, Isauri, Armórica, Basílica, y Comnenia, fueron las alcurnias que disfrutaron y traspasaron su patrimonio regio a su descendencia por cinco, cuatro, tres, seis y cuatro generaciones respectivamente; varios príncipes cuentan los años de su reinado con los de su niñez, y Constantino VI y sus dos nietos, cuajan el espacio de un siglo entero. Mas en los intermedios de las dinastías bizantinas, se quiebra o se arrebata la sucesión, y el nombre de un candidato venturoso queda atropelladamente burlado por un competidor prepotente. Trepaban por varios y revueltos senderos a la cumbre de la soberanía; volcaba el embate de la conspiración, o socavaba el amago recóndito, la tramoya de la rebeldía: los predilectos de la soldadesca o la plebe, del Senado o el clero, de las mujeres o los eunucos, solían alternativamente ir arropándose con la púrpura; se encumbraban ruinmente para finar con tragedia, o menosprecio. Algún ente de nuestra misma naturaleza, con las idénticas potencias, pero de vida más dilatada, allá se sonreiría con desdén lastimero al ir presenciando las maldades y devaneos de la ambición humana, tan desalada en tan menguadillo plazo, para arrojarse de bruces sobre logros tan mínimos y tan volanderos. La experiencia de la historia, va de este modo engrandeciendo y sublimando nuestros alcances. En las plumadas de unos cuantos días en el repaso de algunas horas, volaron allá seiscientos años, y la duración de un reinado queda reducido a un trance disparado y ejecutivo; allí se patentiza la huesa junto al solio; el éxito de un malvado se estrella inmediatamente con la presa, y nuestra racionalidad, siempre inmortal, queda sobreviviendo y menospreciando esos secretos espectros de reyes, que fueron pasando por nuestra vista, y asoman enmarañadamente en nuestros recuerdos. Al reparar, que en todos tiempos y países, descolló la ambición con la misma pujanza prepotente, debe apear de su extrañeza al filósofo; y al zaherir la vanidad, tendrá que escudriñar el móvil de aquel anhelo universal por empuñar el cetro de la soberanía. No cuadra el afán de nombradía y de humanidad para los más de la sucesión bizantina. Tan sólo el pundonor de Juan Comneno fue acendrado y benéfico: los príncipes más esclarecidos que anteceden o siguen a aquel nombre respetable, han hollado con cierto tino y desembarazo, las sendas intrincadas y sangrientas de su política interesada: al desentrañar las índoles achacosas de León Isáurico, Basilio I y Alexio Comneno, de Teófilo, de Basilio II, y de Manuel Comneno, vienen a equilibrarse nuestro aprecio y sus tachas, y los demás de la chusma imperial, deben únicamente apetecer y esperar el yacer para siempre olvidados. ¿Se vinculaba su ambición en la felicidad personal? No andaré ahora repitiendo y glosando esa vulgaridad de la desventura de los reyes, pero sí afirmaré que su esfera es, entre todas, la que más adolece de zozobras, y que menos se engríe con esperanzas. Mayor campo se ofrecía en la Antigüedad, a estos afectos de suyo contrapuestos, que en el temple ya suavizado y fortalecido del mundo moderno, que por maravilla podrá repetir, ni el encumbramienro de Alejandro, ni el vuelco de Darío, pero la desventura vinculada en los príncipes bizantinos, los estaba exponiendo a contingencias caseras, sin brindarles con muestras y proporciones de conquista extranjera. Fue Andrónico derrocado desde la cumbre de la grandeza a muerte más cruel y afrentosa que la del ínfimo malhechor; pero aun sus antecesores más esclarecidos tenían mucho más que temer de sus súbditos, que esperanzar de sus enemigos. Era el ejército demandado, sin denuedo, como la nación alborotadora, sin libertad: estrechaban la monarquía los bárbaros por levante y poniente, y la pérdida de las provincias oró en la servidumbre perpetua de la capital.
La serie cabal de los emperadores romanos desde el primer César hasta el postrer Constantino abarca más de mil quinientos años, y el término de su señorío, sin quiebra de conquista extranjera, sobrepuja la extensión de las monarquías antiguas, esto es, de asirios o medos, de los sucesores de Ciro y de Alejandro.