XLII
ESTADO DE LOS BÁRBAROS - ESTABLECIMIENTO DE LOS LOMBARDOS SOBRE EL DANUBIO - TRIBUS Y CORRERÍAS DE LOS ESLAVONES - ORIGEN, IMPERIO Y EMBAJADAS DE LOS TURCOS - HUIDA DE LOS AVARES - COSROES I, O NUSHIRVAN, REY DE PERSIA - SU PRÓSPERO REINADO Y GUERRAS CON LOS ROMANOS - LA GUERRA CÓLQUIDA O LÁTICA - LOS ETÍOPES
Nuestro concepto del mérito personal se deslinda por los alcances humanos. Se justiprecian los ímpetus del numen o del pundonor, así en la práctica como en la teoría, no tanto por su encumbramiento positivo como por la superioridad en su país y su época, pues la estatura que ni asoma apenas entre una ralea de gigantes descuella entre los pigmeos. Allá exhalaron sus vidas Leónidas y sus compañeros en Termópilas, pero la educación desde la niñez, la mocedad y aun la edad varonil había ido labrando y disponiendo aquel sacrificio memorable, y cada espartano aprobaba sin pasmo aquel desempeño que él mismo y sus ocho mil conciudadanos abrigaban en su pecho.[387] Podía el gran Pompeyo rotular sus trofeos con dos millones de enemigos arrollados y mil quinientas ciudades sojuzgadas, desde el lago Meotis al Mar Rojo;[388] pero la suerte de Roma iba allá guiando al vuelco sus águilas, aherrojaban a las naciones sus propias zozobras, y las legiones invencibles que estaba mandando eran producto de otras conquistas y de la disciplina de los siglos. Bajo este concepto debe justicieramente sobreponerse el alma de Belisario a los adalides de las repúblicas antiguas. Adoleció de los achaques de su tiempo: sus prendas eran propias, como don ilustre de la naturaleza y de su tino; encumbrose sin maestro ni competidor, y lo desnivelaban en tanto grado las armas que vino a capitanear, que cifró toda preponderancia en el desatinado engreimiento de sus contrarios. A su impulso merecieron los súbditos de Justiniano repetidamente apellidarse romanos, pero los godos altaneros los apodaban griegos, pues los menospreciaban por desaguerridos, sonrojándose afectadamente de tener que lidiar por el reino de Italia con una estragada nación de comediantes, pantomimos y piratas.[389] El clima de Asia era muy diferente del de Europa para el espíritu militar; lujo, despotismo y superstición se atinaron para destroncar aquellos países populosos, y los monjes sobrepujaban en número y en costo a los soldados de Oriente. Las fuerzas disciplinadas del Imperio llegaron a ascender a seiscientos cuarenta y cinco mil hombres; redujéronse en tiempo de Justiniano a ciento cincuenta mil, y aun este número, crecido como aparece, tenía que clarearse desparramadamente por mar y tierra, en España e Italia, en África y Egipto, sobre las márgenes del Danubio, la costa del Euxino y la raya de Persia. Hambreaban por igual ciudadano y soldado, y a esto se le cohonestaba su desamparo, con el agravante perniciosísimo de la rapiña y la flojedad, pues le descaminaban y consumían sus pagos los agentes malvados que, sin riesgo ni pujanza, se prohíjan los productos de la guerra. La escasez pública y privada iba reclutando los ejércitos, pero en campaña, y más al frente del enemigo, menguaba siempre su número. Se suplía el denuedo nacional con la escasa fe y el servicio desconcertado de la barbarie asalariada. Yacía exánime el pundonor militar que suele sobrevivir a la virtud y a la independencia, y los generales ya sin número se esmeraban tan sólo en desairar y oscurecer a sus compañeros; y estaban palpando diariamente, que si el mérito acarreaba celos, el desacierto y aun el delito solía merecer la blandura de un emperador graciable.[390] Centellean sobremanera en tal siglo los triunfos de Belisario y luego los de Narses, pero los opacan tanta lobreguez, afrenta y desventura. Mientras el lugarteniente de Justiniano estaba sojuzgando los reinos godos y vándalos, apocado, aunque ambicioso, el emperador[391] iba contraponiendo mutuamente las fuerzas de los bárbaros, enconaba sus desavenencias con lisonjas falsas, y brindaba con sus larguezas y sufrimiento a la repetición de más y más demasías.[392] Llegaron a manos del conquistador las llaves de Cartago, Roma y Rávena en el trance de estar los persas asolando Antioquía, y Justiniano temblando por su Constantinopla.
Hasta las victorias godas de Belisario redundaron en quebranto del Estado, puesto que arrasaron la valla importantísima del Danubio superior, tan desveladamente custodiada por Teodorico y su hija. Acudieron los godos a la defensa de Italia, desamparando Panonia y Nórico, que se hallaban en extremo florecientes; reclamaba el emperador de los romanos su soberanía, franqueando su posesión a la osadía del primer invasor. Poseían en la parte opuesta del Danubio las llanuras de la alta Hungría y los cetros de Transilvania, desde la muerte de Alela, tribus de gépidas que acataban las armas godas y menospreciaban, no tanto el oro de los romanos como el móvil de los subsidios anuales. Aposentáronse prontamente aquellos bárbaros en las fortificaciones vacantes del río; tremolaron sus banderas en los muros de Sirmio y Belgrado, y el desentono irónico de su descargo agravó su desacato a la majestad del Imperio.
«Tan dilatado es, oh César, vuestro señorío, tantísimas vuestras ciudades, que os es fuerza andar a caza de naciones para dejarles en paz o en guerra vuestras posesiones inservibles. Los gépidos son vuestros aliados valerosos y leales, y si se anticipan a la formalidad de la dádiva, cuentan desde luego con vuestra dignación.» El desagravio que usó Justiniano disculpa aquel engreimiento, pues en vez de esforzar los derechos de todo un soberano para el resguardo de los súbditos, brindó el emprender a un pueblo extraño para internarse y posesionarse de las provincias romanas entre el Danubio y los Alpes, y atajó la ambición de los gépidos con la nombradía y potestad ya descollante de los lombardos.[393] Esta nación ya descarriada se fue dilatando en el siglo XIII por los mercaderes y negociantes, posteridad italiana de aquellos guerreros tan bravíos, pero el nombre primitivo de longobardos está significando la moda particular de sus larguísimas barbas. No es mi ánimo pararme a descreer o comprobar su origen escandinavo,[394] ni andar siguiendo las marchas y contramarchas de aquellos lombardos por desconocidas regiones, con aventuras portentosas. Desde el tiempo de Augusto y de Trajano ya empieza a rayar entre su lobreguez cierto destello histórico, y asoman por vez primera entre el Elba y el Odra. Aun más bozales que los germanos, se afanaban en propagar la creencia pavorosa de que sus cabezas eran como de perros, y que chupaban la sangre de cuantos enemigos vencían en la refriega. Acrecían su corto número adoptando a sus esclavos más esforzados, y solos, encajonados entre vecinos poderosos, defendían a todo trance su independencia. En las tormentas del norte, que arrollaron tantos nombres y naciones, navegó siempre por las olas el barquillo de los lombardos; fueron bajando sucesivamente al sur del Danubio, y tras cuatro siglos reaparecen con su antiguo denuedo y nombradía. En nada amainaba su ferocidad, pues asesinaron a un huésped regio en presencia y por mandato de la hija del rey, airada por ciertas expresiones insultantes, y por la pequeñez del novio, y el hermano rey de los hérulos cargó un tributo a los lombardos en pago de la sangre derramada. Sobrevino con la adversidad algún comedimiento justiciero, y aquellas ínfulas de soberanía quedaron escarmentadas con la derrota absoluta y la dispersión irreparable de los hérulos que moraban en las provincias meridionales de Polonia.[395] Victoriosos los lombardos se hicieron acreedores al aprecio del Imperio, y pasaron a instancias de Justiniano el Danubio, para avasallar al tenor de su tratado las ciudades de Nórico y las fortalezas de Panonia. Mas a impulsos de su codicia arrollaron luego aquellos linderos anchurosos, explayáronse por las costas del Adriático hasta Durazzo, y se propasaban con cerril familiaridad, hasta internarse por los pueblos y viviendas de sus aliados romanos, apresando a los cautivos que se habían salvado de sus manos desaforadas. Estas demasías de hostilidad, arranques según suponían de algunos aventureros desmandados, quedaban desautorizadas por la nación y disculpadas por el emperador, mas se formalizó una contienda de treinta años con las armas lombardas, que concluyó en el exterminio total de los gépidos. Solían las naciones contrapuestas acudir a litigar ante el solio de Constantinopla, y el taimado Justiniano que odiaba casi por igual a los bárbaros pronunció una sentencia parcial y enmarañada, dilatando mañosamente la guerra con pausados e inservibles auxilios. Formidable sería aquel poderío, puesto que los mismos lombardos que salían a campaña con largos millares de soldados iban aun, como más endebles, en pos del arrimo de los romanos. Denodados eran de suyo, mas es la valentía tan deleznable, que ambos ejércitos quedaron igual y repentinamente despavoridos, y huyendo uno de otro los reyes competidores vinieron a quedar solos con sus guardias en medio de una llanura desierta. Medió una breve tregua, mas reenconáronse de nuevo, y el recuerdo de su mengua hizo el primer encuentro más sangriento y desesperado. Hasta cuarenta mil bárbaros fenecieron en la refriega decisiva, volcó la potestad de los gépidos, trasladó las zozobras y anhelos de Justiniano, y sacó a luz al descollante Alboin, el príncipe mozo de los lombardos, y conquistador venidero de Italia.[396]
La gente montaraz que residía o vagaba por las llanuras de Rusia, Lituania y Polonia puede abarcarse, en tiempo de Justiniano, bajo las dos grandísimas raleas de búlgaros[397] y eslavones. Según los autores griegos, los primeros, entre el Euxino y el lago Meotis, descendían o tomaban su nombre de los hunos, y es muy excusado el repetir aquí el cuadro ya consabido de las costumbres tártaras. Eran flecheros arrojados y duchos, se alimentaban con la leche y la carne de sus veloces e incansables caballos, cuyas manadas o rebaños seguían o más bien señalaban los campamentos mudables, y para cuyas algaradas no había país lejano e inasequible, amaestrados en la fuga, y sin asomo de zozobra. Dividíase la nación en dos tribus poderosas y enemigas que se estaban acosando con el encono del parentesco. Competían denodamente por la amistad, o más bien por las dádivas del emperador, y el deslinde que estampó naturaleza entre el perro leal y el lobo robador salió de boca de un embajador que tan sólo traía instrucciones verbales de su príncipe idiota.[398] Los búlgaros de todas raleas se cebaban igualmente con las riquezas romanas; apellidábanse así confusamente para descollar sobre los eslavones, y sus carreras arrebatadas tan sólo hacían alto en el mar Báltico, y a los asomos del hielo y el desamparo del norte. Mas la propia casta de eslavones se posesionó al parecer por todos los siglos de los mismos países. Sus crecidas tribus, aunque lejanas y encontradas, usaban el mismo idioma (bronco y desconcertado) y se daban a conocer por la semejanza de su estampa, que se desviaba del atezado tártaro, y se acercaba a la gallarda estatura y tersa tez del germano, sin alcanzarla. Hasta cuatro mil seiscientas aldeas[399] asomaban allá desparramadas por las provincias de Rusia y Polonia, fabricando arrebatadamente sus chozas de madera tosquísima, por carecer de piedra y de hierro. Emboscados en lo más recóndito de sus selvas, por las orillas de ríos y pantanos, no les cabe sin adularlos el parangón de los castores arquitectos, asemejándose tan sólo en las dos entradas de agua y tierra, para ponerse a buen recaudo el irracional semihombre, que vivía menos asediado, expedito y sociable que el cuadrúpedo portentoso. La fertilidad del terreno, y no el afán de los brazos, proporcionaba cierta abundancia a los eslavones. Eran crecidos sus rebaños lanares y vacunos, y las campiñas que sembraban de mijo[400] les proporcionaban, en vez de pan, sustento más tosco y menos nutritivo. Tenían que enterrar sus bienes por el salteamiento incesante de sus vecinos, pero al asomar un huésped se le brindaba por gentes de suyo e inesperadamente recatadas, sufridas y agasajadoras. Adoraban por numen supremo a un árbitro invisible del trueno, y luego obsequiaban también a los ríos y las ninfas, celebrando el culto popular con votos y sacrificios. Desentendíanse los eslavones de todo déspota, príncipe o magistrado, pues carecían de alcances y se disparaban con ímpetus excesivos para formalizar un sistema de leyes desiguales y de resguardo general. Guardaban algún miramiento voluntario con la edad y el denuedo, pero cada tribu o aldea vivía allá como república separada, y había que recabar la avenencia donde no mediaba el predominio. Peleaban a pie y casi desnudos, sin más arma defensiva que un broquel descomunal; eran las ofensivas un arco, una aljaba con flechillas envenenadas y una cuerda larga que arrojaban diestramente desde lejos, y ensogaban al enemigo con un lazo corredizo. En campaña la infantería eslavona arredraba por su agilidad, su diligencia y su aguante: nadaban, buceaban, y permanecían debajo del agua alentando por el hueco de una caña, y solía ser un río o un lago el sitio de una emboscada. Mas con estas proezas guerrilleras, desconocían los eslavones el arte militar, y así ni sonaba su nombre, ni resplandecían sus conquistas.[401] He ido escasamente bosquejando en general a los eslavones y búlgaros, sin empeñarme en deslindar sus respectivos límites, que ni aun discernían ni respetaban los bárbaros mismos. Abultaban más al paso que se iban acercando al Imperio, ocupando las llanuras de Moldavia y Valaquia los antes,[402] tribu eslavona que sonaba, en los dictados de Justiniano, bajo el concepto de conquista.[403] Levantó contra ellos las fortificaciones del bajo Danubio, y se afanó en ajustar alianza con un pueblo establecido en el rumbo directo de las inundaciones septentrionales; en un intermedio de doscientas millas [321,86 km] entre las serranías de Transilvania y el Ponto Euxino. Mas no cabía en los antes ni poderío ni voluntad para atajar aquel raudal disparado, y los eslavones armados tan a la ligera, con su centenar de tribus, iban siguiendo casi con velocidad igual las huellas de la caballería búlgara. Con el pago de una pequeña pieza de oro por cabeza, se afianzaban desahogadamente la retirada por el país de los gépidos que estaban mandando en el tránsito del alto Danubio.[404] Esperanzas o zozobras de los bárbaros, su concordia o desavenencia, el acaso de un río helado o vadeable, la perspectiva de mies o vendimia, la prosperidad o el menoscabo de los romanos, eran las causas acarreadoras de visitas uniformes y anualmente repetidas,[405] cansadísimas para la historia y arruinadoras en sus resultados. Por el mismo año, y quizás el idéntico mes de la rendición de Rávena, viene a sonar una invasión de los hunos o búlgaros tan en extremo pavorosa que casi borró de la memoria sus embestidas anteriores. Fuéronse derramando desde los arrabales de Constantinopla al golfo Jónico, arruinaron treinta y dos ciudades o castillos, arrasaron Potidea, fundada por Atenas y sitiada por Filipo y pasaron el Danubio arrastrando por las pezuñas de sus caballos ciento veinte mil súbditos de Justiniano. En el avance siguiente arrollaron la valla del Quersoneso tracio, exterminaron viviendas y moradores, y atravesaron denodadamente el Helesponto, y se reincorporaron con sus compañeros cargados de los despojos del Asia. Otra porción, conceptuada de muchedumbre por los romanos, se internó sin tropiezo por el estrecho de Termópilas hasta el istmo de Corinto, y el postrer exterminio de Grecia, cual si fuera objeto baladí, no asoma entre los pormenores de la historia. Cuantas obras fue levantando el emperador para el resguardo, y a expensas de los súbditos, sólo condujeron para poner de manifiesto la flaqueza de algún punto desatendido, y las murallas que la lisonja graduó de inexpugnables yacieron desiertas por las guarniciones, o escaladas por los bárbaros. Tres mil eslavones con la audacia de dividirse en dos algaradas, dejaron al descubierto la endeblez y el desamparo de un reinado triunfante. Atravesaron el Danubio y el Hebrus, vencieron a los generales romanos que intentaron atajarlos, y saquearon a su salvo las ciudades del Iliria y de Tracia, cada una de las cuales poseía armas y fuerzas para hollar a tan despreciables salteadores. Por más elogios que merezca el denuedo de los eslavones, lo mancillaron con la crueldad antojadiza y premeditada que se cuenta usaban con sus prisioneros. Sin distinción de jerarquía, edad o sexo los empalaban o desollaban vivos, los colgaban entre cuatro postes, los machucaban con sus mazos hasta que expirasen, o encerrados en edificios espaciosos los abrasaban con los despojos o ganados que podían entorpecer la marcha de vencedores tan bravíos.[406] Quizás relaciones más imparciales apocarían el número y desentrañarían los móviles de actos tan horrorosos, y tal vez podrían disculparse con las leyes inhumanas de represalias. En el sitio de Topiro,[407] cuya porfiada defensa había enconado a los eslavones, mataron hasta quince mil varones, perdonando a mujeres y niños; reservaban los cautivos de cuenta para el trabajo o el rescate; no era violencia la servidumbre, y los términos del dueño prontos y moderados. Pero así el súbdito como el historiador de Justiniano prorrumpía con fundada ira en quejas y cargos, afirmando Procopio sin rebozo que en un reinado de treinta y dos años, cada invasión anual de los bárbaros exterminó doscientos mil habitantes del Imperio Romano. La población total de la Turquía europea, que viene a equivaler a las provincias de Justiniano, quizás no alcanzaría a suministrar los seis millones de individuos que resultan de este cómputo increíble.[408]
En medio de estas fatalidades mal averiguadas, padeció Europa el embate de una novedad que dio por la primera vez al mundo el nombre y la nación de los turios (545 d. C. y ss.). Al par de Rómulo, el fundador de aquel pueblo guerrero mamó de una loba, y vino luego a encabezar una crecidísima alcurnia, y al tremolar aquel viviente en las banderas turcas, conserva la memoria, o más bien rodeó el pensamiento de una fábula soñada sin mucho arte, por los pastores del Lacio y los pastores de Escitia. A igual distancia de dos mil millas [3218,6 km] del mar Caspio, el Glacial, el de China y de Bengala, descuellan cumbres que son el centro y quizás lo más eminente del Asia, que en el idioma de diversas naciones se apellidó Imaus y Caf[409] y Altai, las Montañas de oro y el Ceñidor de la tierra. Producían sus faldas minerales, y las fraguas de hierro[410] para pertrechos de guerra se manejaban por los turcos, ínfimos esclavos del gran Khan de los yengenes. Mas no podía durar su servidumbre sino hasta que descollase un caudillo denodado y elocuente para imbuir a sus paisanos en que las mismas armas que estaban fraguando para sus dueños pudieran en sus manos venir a ser instrumentos de independencia y de victoria. Se apean de sus riscos;[411] un cetro es el galardón de su dictamen, y la ceremonia anual en que se calentaba en el juego una barra de hierro y empuñaban por su orden el príncipe y los nobles un martillo de herrero, recordando por siglos la profesión rastrera y el engreimiento sensato de la nación turca. Bertezena, el primer caudillo, sobresalió con el denuedo propio y el de los suyos en refriegas aventajadas con las tribus vecinas; mas ensoberbecido hasta el punto de pedir en desposorio la hija del gran Khan, quedó desechada, como desacato, la petición de un esclavo y un artesano con sumo menosprecio. Quedó arrollado el desaire por el enlace esclarecido con una princesa de China, y la batalla decisiva que casi exterminó la nación de los yengenes estableció en Tartaria el Imperio nuevo y más poderoso de los turcos. Reinaban en el norte, pero estaban intentando conquistar para su religión la montaña de sus padres. Por maravilla perdían sus reales de vista la cumbre de Altai, de donde se descuelga el río Irish para regar las pingües praderías de los calmucos,[412] que crían el ganado lanar y vacuno más grandioso del orbe. Pingüe suelo y clima apacible, sin asomo de terremotos ni epidemias, el solio del emperador vuelto al Oriente, un cerco de oro en el bote de una pica estaba al parecer guardando la entrada de su tienda. Cebose uno de los sucesores de Bertezeno con el lujo y la superstición de la China; pero la sabiduría llana de un consejero bárbaro aventó sus proyectos de edificar ciudades y templos. «Los turcos —dijo–, no llegan a la centésima parte de los habitantes de la China. Si contrarrestamos su poderío y sorteamos sus ejércitos es porque vagamos sin vivienda fija, guerreando y cazando. ¿Somos fuertes? Avanzamos y conquistamos. ¿Somos débiles? Nos retiramos y nos escondemos. Encerrados los turcos en el recinto de ciudades, en perdiendo una batalla, feneció su Imperio. Los bonzos están predicando siempre sufrimiento, humildad y desapropio del mundo. Ésa no es, oh rey, la religión de los héroes». Aviniéronse con menos repugnancia a la doctrina de Zoroastro, pero el globo de la nación se atuvo, sin averiguaciones, a las opiniones, o más bien a la práctica, de sus antepasados. Reservábanse los cultos del sacrificio para la deidad suprema, reconociendo en toscos himnos sus obligaciones al aire, al fuego, al agua y la tierra; y sus sacerdotes ganaban algún tanto con el arte de la adivinación. Eran sus leyes verbales pero rigurosas y equitativas, castigábase el robo con el diez tantos de la prenda; el adulterio, la traición, y el homicidio con pena de muerte, y no hallaban severidad suficiente para el delito rarísimo e insoldable de la cobardía. Las naciones avasalladas tenían que marchar bajo la bandera turca, y así su caballería, tanto por jinetes como por los animales, se abultaba engreídamente hasta millones: una de sus huestes ascendía efectivamente a cuatrocientos mil soldados, y en menos de cincuenta años se relacionaron en paz y en guerra con los romanos, los persas y los chinos. En sus linderos septentrionales asoman algunos rastros de la forma y situación de Kamchatka, de un pueblo cazador y pescador, cuyos trineos corrían tirados por perros, y cuyas viviendas eran subterráneas. Ignoraban los turcos la astronomía, pero la observación hecha por algún sabio chino con un gnomon de ocho pies [2,43 m] deslinda sus reales a la latitud de cuarenta y nueve grados, y señala su mayor avance no ya en tres, sino por lo menos, a los diez grados del círculo polar.[413] Entre sus conquistas posteriores, la más descollante fue la de los neftalitas o hunos blancos, pueblo culto y guerrero, que mandaba en las ciudades comerciantes de Bocara y Samarcand, que había vencido al monarca persa, y tremoló sus banderas victoriosas por las orillas y quizás hasta el desembocadero del Indo. Por el Occidente, se asomó la caballería turca al lago Meotis, y lo pasó luego sobre el hielo. El Khan, desde su morada en la falda del monte Altai, dispuso el sitio del Bósforo,[414] ciudad voluntariamente sujeta a Roma, y cuyos príncipes habían sido amigos de Atenas.[415] Por el Oriente solían los turcos invadir la China, en quebrantándose la pujanza del gobierno, y aun allá en la historia de aquel tiempo se lee que iban guadañando a sus enemigos sufridísimos, a manera de cáñamo o heno, y los mandarines decantaron la sabiduría de un emperador que rechazó a tales bárbaros con lanzas de oro. Los ámbitos de aquel imperio bravío llevaron al monarca turco a establecer tres príncipes subordinados de su propia sangre, que trascordaron luego su agradecimiento y vasallaje. Destroncó a los conquistadores el lujo siempre estragador, menos en un pueblo industrioso; estimuló la política de la China a las naciones avasalladas para que recobrasen su independencia, y el poderío de los turcos quedó ceñido al plazo de doscientos años; pues su renacimiento y señorío por los países meridionales del Asia corresponde a otros acontecimientos posteriores, y las dinastías que fueron sobreviniendo allá en sus reinos primitivos pueden yacer en el olvido, puesto que su historia no se roza con el menoscabo y el vuelco del Imperio Romano.[416]
Los turcos en el vuelo de sus conquistas arrollaron la nación de los ogores o varconitas sobre las orillas del río Til, que se apellidaba negro por su raudal oscuro y sus lóbregas selvas.[417] Feneció el Khan de los ogores con trescientos mil súbditos, quedando sus cadáveres desparramados por espacio de cuatro jornadas; los moradores restantes reconocieron la pujanza y la compasión de los turcos, y tan sólo una porción corta, como de veinte mil guerreros, antepuso el destierro a la servidumbre. Fueron siguiendo el camino trillado del Volga, abrigaron el yerro de las naciones que los equivocaban con los avares, y anduvieron aterrando con aquel dictado falso pero decantado, que sin embargo no había eximido a los legítimos dueños del yugo de los turcos.[418] Los nuevos avares, tras dilatada y victoriosa marcha, llegaron a las faldas del Cáucaso, en el país de los alanos y circasianos,[419] donde vinieron luego a enterarse de la brillante flaqueza del Imperio Romano. Instaron rendidamente a su confederado, el príncipe de los alanos, que los guiase hacia aquel manantial de riquezas, y su embajador, con la anuencia del gobernador de Lática, pasó por el Ponto Euxino a Constantinopla. Acudió el vecindario entero a curiosear despavoridamente la traza de un pueblo extraño. Sus largas cabelleras, trenzadas y encintadas sobre la espalda, les agraciaban la cabeza, pero iban en el traje al remedo de los hunos. Llegados a la audiencia de Justiniano (558 d. C.), su principal embajador, Candish, se encaró al emperador con las siguientes razones: «Estáis viendo aquí, príncipe poderoso, a los representantes de la nación más pujante y populosa de los invictos e incontrastables avares. Nos alistaremos gustosos en vuestro servicio, como capaces de vencer y anonadar a cuantos enemigos os están ahora desasosegando. Mas contamos, en pago de nuestra alianza y como galardón de nuestra valentía, con dádivas cuantiosas, subsidios anuales y posesiones pingües». Contaba por entonces Justiniano más de treinta años de reinado y setenta y cinco de edad; yacía quebrantado de cuerpo y ánimo, y conquistada ya África e Italia, desatendiendo los intereses trascendentales de su pueblo, sólo trataba de acabar sus días en el regazo de una paz desairada. Esmerose estudiadamente en manifestar al Senado su determinación de disimular el desacato y ganar la amistad de los avares, y el Senado entero, al par de los mandarines de la China, aclamó la previsión y la sabiduría sin par de su soberano. Dispusiéronse al punto prendas galanas para embelesar a los bárbaros, ropajes de seda, lechos mullidos y esplendorosos, y cadenas y collares engarzados en oro. Retiráronse los embajadores muy pagados con el espléndido agasajo, y Valentino, de la guardia del emperador, pasó con la misma categoría a su campamento en las faldas del Cáucaso. Como su exterminio o su preponderancia podían igualmente redundar en logro del Imperio, recabó de ellos que embistiesen a los enemigos de Roma, y con dones y promesas se avinieron pronto a cebar su propensión genial. Aquellos fugitivos de las armas turcas atravesaron el Tanais y el Borístenes, se adelantaron denodadamente al corazón de Germania y Polonia, atropellando leyes y naciones y desmandándose con la victoria. En menos de diez años sentaron sus reales sobre el Danubio y el Elba; borráronse de la tierra muchos nombres búlgaros y eslavones, y las tribus restantes asoman allá como tributarias y vasallas acatando las banderas de los avares. El Chagan, título que recibía su rey, aparentaba seguir siempre galanteando al emperador, y aun Justiniano trató de plantearlos en Panonia, para contrapesar el poderío ya preponderante de los lombardos. Pero el pundonor, o la alevosía, de un avar sacó a luz el encono recóndito y los intentos ambiciosos de sus paisanos, y se quejaron a voces de la política apocada y celosa de estar deteniendo a sus embajadores, negándoles las armas, cuya compra se les había franqueado en la capital del Imperio.[420]
La variación aparente en el ánimo del emperador podría tal vez achacarse a la embajada que le llegó de los vencedores de los avares[421] (565-582 d. C.). La distancia inmensa que burló sus armas no alcanzó a desarraigar su encono. Los embajadores turcos fueron siguiendo las huellas de los vencidos al Jaik, al Volga, al monte Cáucaso, al Ponto Euxino y a Constantinopla, y por fin se presentaron al sucesor de Constantino, para amonestarle que no se hermanase con sus rebeldes fugitivos. Tuvo también su cabida el comercio en aquella negociación importante, y los sogdoitas, a la sazón tributarios de los turcos, aprovecharon la coyuntura ventajosa para abrir por el norte del Caspio un nuevo rumbo, por donde traer las sedas de China al Imperio Romano. Los persas, anteponiendo la navegación de Ceilán, habían atajado las caravanas de Bujara y Samarcanda, cuyas sedas quemaron con menosprecio; fallecieron algunos embajadores turcos en Persia, con sospechas de veneno, y el gran Khan se avino a que su vasallo leal Maniaco, príncipe de los sogdoitas, propusiera a la corte bizantina un tratado de alianza contra sus enemigos comunes. Descollaron en gran manera Maniaco y sus compañeros sobre los bárbaros montaraces del norte, por su aparato esplendoroso y riquísimos presentes, producto del lujo oriental; sus cartas en letra y lengua escita mostraban a un pueblo asomado a los arcanos de la ciencia;[422] fueron relatando las conquistas y brindando con la amistad y el auxilio de los turcos, comprobando su veracidad con tremendas imprecaciones, si acaso se les tachaba de falsos, sobre sus propias cabezas y la de Dizabal, su dueño. Agasajó el príncipe griego con sumo obsequio a los embajadores de un monarca lejano y poderoso: la vista de los gusanos de seda y de los telares desesperanzó a los sogdoitas; el emperador se retrajo, o lo aparentó, de los avares fugitivos, aceptando la alianza de los turcos, y un encargado romano pasó a la falda del monte Altai con la ratificación del tratado. Este enlace de las dos naciones siguió bajo los sucesores de Justiniano con relaciones frecuentes y entrañables; los vasallos predilectos gozaron el ensanche de remedar a su Khan, y ciento seis turcos que con varios motivos acudieron a Constantinopla, se marcharon a su país. No se expresa la duración del viaje ni la distancia de la corte bizantina al monte Altai, pues se hacía muy arduo el ir demarcando el camino por los yermos desconocidos, serranías, ríos y pantanos de Tartaria; mas se conserva un pormenor curioso del recibimiento de los embajadores romanos en el campamento real. Después de purificados con incienso y llamaradas, según el ritual que todavía se practica por los descendientes de Gengis, se los introdujo a la presencia de Dizabul. Hallaron en un valle de la Montaña Dorada, al gran Khan sentado en su tienda sobre una silla de ruedas, a la cual, según las ocurrencias, se podía enganchar un caballo. Entregados los regalos a sus correspondientes empleados, fueron exponiendo en un razonamiento florido los anhelos del emperador romano, para que la victoria fuese siempre acompañando a las armas de los turcos, que su reinado prosperase dilatadamente, y que una alianza íntima, sin envidia ni engaño, se mantuviese por siempre entre las dos naciones más poderosas de la tierra. Correspondió la contestación de Dizabul a tan finas protestas, y sentó a los embajadores a su lado en un banquete que vino a durar casi todo el día; estaba la tienda engalanada con colgaduras de seda, y sirvieron a la mesa un licor tártaro que era, cuando menos, tan embriagador como el vino. Sobrepujó todavía en suntuosidad el festín del día siguiente: las colgaduras de seda estaban bordadas en realce con varias figuras, y la silla real, las copas y las vasijas eran de oro. Sostenían columnas de madera sobredorada el tercer pabellón; asomaba un lecho de oro puro y macizo sobre cuatro pavos reales del mismo metal, y a la entrada de la tienda, platos, palanganas y estatuas de plata maciza, primorosamente labradas, estaban ostentosamente hacinadas en carruajes, como testimonios de valor más bien que de ingenio. Al acaudillar Dizabul sus huestes contra las fronteras de Persia, sus aliados romanos fueron siguiendo por muchos días las marchas del campamento turco, ni se les despidió hasta que disfrutaron su precedencia sobre el enviado del gran rey, cuyo recio y descompasado alboroto interrumpió el silencio del banquete regio. El poderío y la ambición de Cosroes robustecieron la concordia de turcos y romanos, que encajonaban sus dominios, mas aquellas dos naciones tan desviadas se atenían a sus respectivos intereses desentendiéndose de juramentos y tratados. Al estar el sucesor de Dizabul celebrando las exequias de su padre, cupo a los embajadores de Tiberio el cumplimentarle, proponiéndole una invasión en Persia, y sosteniendo con entereza las reconvenciones coléricas y tal vez fundadas de aquel bárbaro altanero. «Aquí estáis viendo mis diez dedos —dijo el gran Khan, arrimándoselos a la boca–, pues vosotros, romanos, soléis hablar con otras tantas lenguas, y todas engañosas y perjuras. Habláis en unos términos conmigo y en otros con mis súbditos, y así las naciones van quedando burladas con vuestra alevosa elocuencia. Allá estáis disparando vuestros aliados a la guerra y al peligro, y disfrutando sus afanes, desatendéis a vuestros bienhechores. Volveos, cuanto antes, participad a vuestro señor, que un turco es incapaz de hablar y de perdonar falsedades, y que luego le cabrá el castigo que le corresponde. Mientras está galanteando mi amistad con expresiones lisonjeras y huecas, se avillana en una confederación con mis fugitivos varconitas. Si me allano a marchar contra esclavos tan baladíes, temblarán al chasquido de nuestros látigos, quedarán hollados como un hormiguero bajo los pies de mi caballería innumerable. Estoy sabedor del camino que han seguido para invadir vuestro imperio, ni me alucina el alegato de que el monte Cáucaso es la valla inexpugnable de los romanos. Sé la carrera del Niester, del Danubio y del Hebrus; las naciones más guerreras rinden parias a las armas de los turcos, y desde Oriente al Ocaso, la tierra es herencia mía». En medio de tanto amago, enterados mutuamente de sus respectivas ventajas, renovaron turcos y romanos su alianza, pero allá el orgullo del gran Khan descolló sobre el encono, y al participar una conquista importante a su amigo el emperador Mauricio, se apellidaba dueño de siete alcurnias, y señor de los siete climas del orbe.[423]
Se solían suscitar contiendas en los reinos del Asia sobre el dictado de rey del mundo, mientras el mismo empeño estaba demostrando que a ninguno de los contendientes pertenecía. El reino de los turcos lindaba con el Oxo y el Jihon, y el Turan quedaba separado por aquel gran río de la monarquía competidora de Irán o Persia, que con menos ámbitos lograba mayor población y poderío. Los persas, que alternativamente embestían y rechazaban a turcos y romanos, seguían aun avasallados por la alcurnia de Sasán, que subió al trono tres siglos antes del advenimiento de Justiniano. Su contemporáneo Cabades, o Kobad, había arrollado al emperador Anastasio, pero el reinado de aquel príncipe adoleció de turbulencias civiles y religiosas. Preso en manos de los súbditos, desterrado entre los enemigos de Persia, recobró su libertad atropellando el pundonor de su esposa, y recobró su reino con el auxilio azaroso y asalariado de los bárbaros matadores de su padre. Maliciaban sus nobles que Kobad nunca indultaría a quienes lo expulsaron ni a quienes lo restablecieron. El fanatismo de Magdak,[424] que establecía la comunidad de las mujeres[425] y la igualdad del linaje humano, iba embaucando y enardeciendo al pueblo, al paso que apropiaba las campiñas más pingües y las hembras más lindas al uso de sus secuaces. Al presenciar los trastornos acarreados por su ejemplo y sus leyes,[426] se acongojó el monarca en su edad caduca; acibarando sus zozobras con el afán de invertir el orden natural y corriente de sucesión, por favorecer a su predilecto hijo tercero, tan afamado luego bajo los nombres de Cosroes o Nushirvan. Para hacer más esclarecida su mocedad a la faz de las naciones, se mostró Kobad ansioso de que el emperador Justiniano lo prohijase: la corte bizantina, esperanzada de la paz, propendía a la propuesta, y Cosroes pudo granjearse un llamamiento decoroso para la herencia de su padre romano. Mas zanjó aquel descarrío venidero el cuestor Proclo: se atravesó la dificultad de si la adopción debía formalizarse civil o militarmente;[427] desbaratose atropelladamente el tratado, y este desdoro encarnó hondamente en el pecho de Cosroes, que ya se había adelantado hasta el Tigris, por el camino de Constantinopla. Poco sobrevivió el padre al malogro de sus anhelos; leyose el testamento del soberano en el concurso de los nobles, y un bando poderoso, dispuesto al intento, desentendiéndose de la mayoría de edad, encumbró a Cosroes al solio de Persia. Lo disfrutó por el plazo próspero y dilatado de cuarenta y ocho años,[428] y las naciones de Oriente están todavía celebrando, con auges de alabanza inmortal, la justicia de Nushirvan (531-579 d. C.).
Pero en la justicia de los reyes se sobreentienden para ellos, y aun para los súbditos, mil ensanches para el desahogo de sus arranques y sus intereses. El pundonor de Cosroes era el de un conquistador que a fuer de esta ambición, o su cordura, va midiendo los ámbitos de la paz y de la guerra, que equivoca el engrandecimiento con la felicidad de las naciones, y aboca millares de vidas a la nombradía, y aun al recreo de un solo individuo. Hasta en el desempeño interno merece, para la acendrada sensibilidad, el apodo de tirano. Habían quedado sus dos hermanos mayores defraudados en su expectativa de la diadema; su existencia venidera entre la jerarquía suprema y la esfera de súbditos era angustiosa para ellos, y sensible para su soberano: zozobras y venganzas pudieran estimularlos a rebelarse: el más leve testimonio de conspiración era ya convincente para su atropellador, y Cosroes acudió a afianzar su sosiego con el exterminio de los príncipes indefensos, sus familias y ahijados. Salvose un mancebo inocente con el miramiento y la lástima de un general veterano, y aquel rasgo de humanidad, descubierto por el hijo, preponderó al merecimiento de avasallar doce naciones a Persia. El afán y el tino de Mebodes habían afianzado la diadema en la sien del mismo Cosroes, pero dilató el acudir al llamamiento regio hasta haber desempeñado la tarea de una reseña militar, mandándole ejecutivamente subir al padrón de hierro[429] que estaba delante de la puerta del palacio, donde no era lícito bajo pena de muerte aliviar o tocar a las víctimas; y Mebodes allí estuvo penando varios días hasta que el engreimiento inexorable y la ingratitud yerta del hijo de Kobad pronunció su sentencia. Pero el pueblo, especialmente en el Oriente, está propenso a disimular y aun a vitorear crueldades que descargan sobre cervices eminentes, las de aquellos siervos de la ambición, ansiosos de empaparse en la sonrisa, o estremecerse con el ceño de un monarca antojadizo. En cuanto a la ejecución de leyes que él no había de quebrantar, y al castigo de excesos que lastimaban su señorío y el bienestar de los individuos, Nushirvan o Cosroes se hizo acreedor al dictado de justo, pues su gobierno fue de tesón, severidad y rectitud. El primer afán de su reinado fue dar por tierra la teoría azarosa de haberes comunes e iguales, devolviendo las fincas y las mujeres usurpadas por los secuaces de Mazdak a sus legítimos dueños, y robusteciendo los derechos sociales con el castigo razonable de los fanáticos o impostores. En vez de endiosarse con un solo consejero privado, estableció cuatro visires sobre las cuatro grandiosas provincias de su imperio: Asiria, Media, Persia y Bactriana. Para el nombramiento de jueces, prefectos y consejeros, se esmeraba en desencajarles la máscara que reina en presencia de los reyes; ansiaba anteponer el desempeño de los sujetos al distintivo accidental de nacimiento y haberes; su ánimo era medrar a los desinteresados y desterrar todo cohecho de los escaños de la justicia, así como se arrojaban los perros de los templos de los magos. Se revalidó el código del primer Artajerjes, y se pregonó como norma de los magistrados, pero la certeza del castigo ejecutivo era el sumo resguardo de su pundonor. Miles de ojos escudriñaban su conducta, y otros tantos oídos estaban escuchando sus palabras, atalayándolo todos los agentes recónditos o patentes del solio; y desde el confín de la India al de Arabia resplandecían las provincias con las visitas frecuentes de su soberano que echaba el resto compitiendo con su hermano celeste en la velocidad de su carrera benéfica. Ponía su especial ahínco en la educación y la labranza como los quicios del gobierno. Manteníanse en todas las ciudades de Persia a expensas del público los huérfanos y los desamparados, dándoles enseñanza competente: se casaban las niñas con los más acaudalados de su jerarquía, y se aplicaban los niños, según su disposición respectiva, a las artes, o se los colocaba en puestos honoríficos. Repoblaba las aldeas desamparadas; repartía caballerías y granos a los labradores imposibilitados, franqueándoles apero para su cultivo, y se repartía con esmero y equidad el beneficio precioso del riego por los territorios mas áridos de Persia.[430] La prosperidad del reino estaba pregonando sus prendas; sus vicios iban anejos al despotismo oriental, mas en la competencia dilatada de Cosroes y Justiniano, descolló por lo más en mérito y en fortuna el monarca bárbaro.[431]
Hermanaba Nushirvan el concepto de instruido con el de justiciero; si acudieron los siete filósofos griegos a su corte al eco de que un discípulo de Platón realzaba el solio de Persia, presto palparon su desengaño. ¿Pudieron soñar acaso que un príncipe empapado en los afanes de la guerra y del gobierno ventilase con maestría, como ellos, las cuestiones recónditas e inapeables que embargaban el ocio de los escolares de Atenas? ¿Cabía que las máximas de la filosofía encaminasen los rasos y enfrenasen los ímpetus de un déspota, cuya niñez se engrió con el concepto de que su albedrío, tan absoluto como voluble, era la única norma de la moralidad?[432] Ostentosos y superficiales eran los estudios de Cosroes, pero su ejemplo inflamó la curiosidad de un pueblo agudo, y los destellos de la ciencia se difundieron por el señorío de Persia.[433] Planteose en Gondi-Sapor, hacia las cercanías de la ciudad real de Susa, una academia de medicina, que fue imperceptiblemente ascendiendo a escuela de poesía, filosofía y retórica.[434] Formalizáronse los anales de la monarquía,[435] y mientras la historia reciente y auténtica pudiera aprontar documentos provechosos al príncipe y al pueblo allá la lobreguez de los primeros siglos se amenizó con los gigantes, dragones y héroes fabulosos de las novelas orientales.[436] Todo extranjero instruido o despejado tenía cabida en la conversación y en los agasajos del monarca: galardonó garbosamente a un médico griego[437] con el rescate de tres mil cautivos; y los sofistas, que competían por sus favores, quedaron enojadísimos con las riquezas y el desentono de Uranio, su competidor venturoso. Creía, o por lo menos acataba, Nushirvan la religión de los magos, y aun asoman rastros de persecución en su reinado;[438] pero él se explayaba en parangonar la doctrina de sectas encontradas, y las contiendas teológicas que solía presidir apocaban la preponderancia del sacerdocio y despejaban el entendimiento del pueblo. Dispuso la traducción en lengua persa de los escritores descollantes de Grecia y la India, en aquel idioma halagüeño y elegante que recomienda Mahoma para el uso de su paraíso, aunque tiznado con los apodos de bronco y montaraz por la ignorancia y el engreimiento de Agatias.[439] Cabía sin embargo en el historiador griego extremar el desempeño de una traducción cabal de Platón y Aristóteles en lengua forastera, que no constaba de elementos para entonar la libertad y desmenuzar sutilezas filosóficas. Y si los raciocinios del estagirita habían de resultar igualmente enmarañados, o bien ininteligibles para todos los idiomas, el coloquio teatral y los argumentos apuradores del discípulo de Sócrates[440] suenan allá como embebidos y vinculados en el sumo gracejo del estilo ático. Nushirvan al ir en pos de la instrucción universal vino a saber que las fábulas morales y políticas de Pilpay se atesoraban con esmero entre las preciosidades de los reyes de la India. Enviose reservadamente al médico Peroses a las orillas del Ganges, con el encargo de agenciar a todo trance un traslado de la preciosa obra. Amañose en extremo y logró copiarla y traducirla, y las fábulas de Pilpay[441] se leyeron con asombro en el congreso de Nushirvan y sus nobles. Desaparecieron allá el original indio y la versión persa; pero luego el esmero de los califas árabes resguardó aquel monumento tan reverenciado, trascendió al persa moderno, al turco, al sirio, al hebreo y al griego, y por fin, tras varios traslados, a las lenguas modernas de Europa. En el día se nubló la estampa primitiva, y su hermandad con la religión y las costumbres de los indos; y el mérito efectivo de las fábulas de Pilpay queda muy en zaga de la elegancia lacónica de Fedro y el gracejo candoroso de La Fontaine. Una sarta de apólogos va desentrañando hasta quince sentencias morales y políticas, pero su conjunto enmarañado y su relación difusa vienen a parar en unos documentos trillados y áridos. Queda sin embargo al Bracman el realce de inventor de una ficción halagüeña que engalana la desnudez de la verdad, y suaviza tal vez a un oído regio el desabrimiento de la instrucción. Con intento parecido en cuanto a advertir a los reyes que su poderío se cifra todo en la fortaleza de los súbditos, inventaron los indios el juego del ajedrez, introducido igualmente en Persia bajo el reinado de Nushirvan.[442]
Halló el hijo de Kobad un reino empeñado en guerra con el sucesor de Constantino, y la zozobra de su situación interna lo inclinó a avenirse a la suspensión de armas que ansiaba conseguir Justiniano (533-539 d. C.). Estuvo Cosroes viendo a los embajadores romanos postrados a sus plantas, y se agradó de las once mil libras [5060 kg] de oro, precio de una paz interminable o indefinida;[443] ajustáronse algunos trueques; encargose el persa de guardar las puertas del Cáucaso, y se suspendió la demolición de Dara, bajo el pacto de que nunca fuese la residencia del general de Oriente. La ambición del emperador agenció y utilizó eficazmente aquel plazo de sosiego, siendo sus conquistas en África el primer fruto del tratado con Persia, y halagando la codicia de Cosroes con una remesa cuantiosa de los despojos de Cartago, que pidieron sus embajadores con razones graciosas y apariencia de intimidad.[444] Mas ya tanto trofeo de Belisario iba causando desvelos al gran rey, y oyó con pasmo, envidia y zozobra que Sicilia, Italia y la misma Roma habían quedado avasalladas en tres brevísimas campañas a Justiniano. Bisoño en el arte de atropellar tratados, incitó encubiertamente a su tributario denodado y travieso Almondar, príncipe sarraceno, residente en Hira,[445] que no se había incluido en la paz general, y seguía allá arrinconadamente la guerra contra su competidor Aretas, caudillo de la tribu de Gasan y confederado del Imperio. El motivo de su contienda era una dehesa dilatada por el desierto, al sur de Palmira. Un feudo inmemorial por la franquicia del pasto parece que abogaba por Almondar, al paso que el gasaneta se atenía al nombre latino de verata, carretera, como testimonio indisputable de la soberanía de los romanos.[446] Los monarcas sostenían a sus vasallos respectivos, y el árabe persa, desentendiéndose de las pautas de un arbitramiento dudoso, fue enriqueciendo su campo volante con el despojo y cautivos de Siria. Justiniano, en vez de rechazar a viva fuerza a Almondar, trató de cohecharlo, llamando de los extremos de la tierra a las naciones de Etiopía y Escitia para invadir los dominios de su contrario. Pero estaba remoto y contingente el auxilio de tales aliados, y aquella correspondencia alevosa sinceraba las quejas de godos y armenios, que acudieron casi al mismo tiempo al amparo de Cosroes. La alcurnia de Arsaces, crecida todavía en Armenia, se vio comprometida para volver por los fueros últimos de la independencia nacional y jerarquía hereditaria; y los enviados de Vitiges habían atravesado encubiertamente el Imperio, para manifestar el riesgo inminente del reino de Italia. Iban sus representaciones acordes, vehementes y palpables: «Aquí estamos ante vuestro solio para abogar tanto por vuestro interés como por el nuestro. Aspira allá el ambicioso y aleve Justiniano a quedar dueño único del orbe. Desde la paz interminable que falseó la libertad común del linaje humano, aquel príncipe, vuestro aliado en palabras y enemigo en obras, se ha estrellado igualmente con amigos y enemigos, y ha ensangrentado y revuelto la tierra toda. ¿No atropelló los privilegios de Armenia, la independencia de Colcos, y la libertad bravía de la serranía tzania? ¿No ha usurpado con igual desenfreno la ciudad de Bósforo en el helado Meotis, y el valle de las palmeras sobre las playas del Mar Rojo? Yacen sucesivamente hollados moros, vándalos y godos, y cada nación se ha quedado inmóvil mirando el exterminio de las vecinas. Ea, ¡oh rey!, al trance propicio, pues quedó el Oriente indefenso, mientras los ejércitos de Justiniano y su afamado general están allá embargados por las regiones lejanas de Occidente. Si titubeáis y os detenéis, luego Belisario y sus tropas victoriosas van a volver del Tíber al Tigris, y la Persia tendrá que consolarse llorosamente con ser la postrera en yacer al fin devorada».[447] Tales razones persuadieron pronto a Cosroes de que siguiese el mismo ejemplo que estaba acriminando, pero el persa, ansioso de nombradía militar, menospreció el sistema poco activo de su competidor, que disparaba sus disposiciones sanguinarias desde el regazo incontrastable del alcázar bizantino.
Por gravísimos que fuesen los agravios de Cosroes, atropelló la fe de los tratados, y tan sólo la brillantez de sus victorias pudiera cohonestar la fealdad de su falso disimulo.[448] El ejército persa, reunido en las llanuras de Babilonia (540 d. C.), fue advertidamente sorteando las fortalezas de Mesopotamia, y siguiendo la orilla occidental del Éufrates, hasta la población corta, pero muy avecindada, de Dura, que osó atajar la marcha al gran rey. Abriéronsele las puertas por sorpresa o alevosía, y apenas empapó Cosroes su cimitarra en la sangre de los moradores, despachó un enviado a Justiniano para participarle dónde quedaba el enemigo de los romanos. Aparentaba el vencedor ínfulas de humano y justiciero, y al estar viendo a una matrona con su niño arrastrada ferozmente por el suelo, prorrumpió en suspiros, lloros y raptos a la justicia divina, en demanda de castigo contra el fraguador de tamañas desventuras. Entretanto la grey de doce mil cautivos se rescató con doscientas libras [92 kg] de oro, a cuyo pago se comprometió el obispo cercano de Sergiópolis, y al año siguiente la codicia empedernida de Cosroes impuso el recargo por una obligación contraída por generosidad e imposible de satisfacer. Seguía internándose por Siria, al paso que el enemigo endeble, desapareciendo siempre de los alcances, le frustraba el timbre de su victoria, y desesperanzado además de plantear su señorío, todo un rey persa se mostró en aquella correría con la fealdad ruin e insaciable de un salteador. Fue luego sitiando a Hierápolis, Berrea o Alepo, Apamea y Calcis, las que fueron rescatando su exterminio con oro o plata, al tenor de sus fuerzas y caudales, estrechando siempre los términos de la capitulación y ejecutándola a su albedrío. Como alumno de los magos, no tuvo escrúpulos en cometer sacrilegios, y tras de ir arrancando de una verdadera cruz el oro y la pedrería, devolvió, con visos generosos, la reliquia raspada a la devoción de los cristianos de Apamea. Tan sólo mediaban catorce años desde el vuelco de Antioquía por un terremoto, pero la reina del Oriente, la nueva Teópolis, quedaba ya realzada con las larguezas de Justiniano; y el auge grandioso de edificios y vecindario aventó luego la memoria de su catástrofe reciente. Escudábase la ciudad por una parte con la montaña, y por otra con el río Orontes, pero adolecía, por su lado más accesible, del padrastro de un cerro; se dejó de acudir a la urgencia por la zozobra baladí de manifestar su flaqueza al enemigo, y, Germano, sobrino del emperador, rehuyó la contingencia de arriesgar su persona y señorío en una ciudad sitiada. Iba el pueblo de Antioquía heredando el destemple vanaglorioso y satírico de sus antepasados, y se regocijó más y más con el refuerzo repentino de seis mil soldados; desechó la oferta de una capitulación comedida; y aun anduvo insultando a voces desde los muros a la majestad del gran rey. Treparon a su presencia las millaradas persas por las escalas del asalto; huyeron los romanos mercenarios por la puerta contrapuesta de Dafne, y el tesón gallardo de la juventud antioquena sólo condujo a extremar las desdichas de su patria. Al ir bajando Cosroes, acompañado de los embajadores de Justiniano, de la eminencia, estuvo aparentando en ecos lastimeros condolerse de la tenacidad de aquel vecindario desventurado, pero no amainaba la rabiosa matanza, y la ciudad, a las órdenes de un bárbaro, quedó entregada a las llamas. Su codicia, no su religiosidad, conservó la catedral de Antioquía, concedió sin embargo exención más honorífica a la iglesia de San Julián y al barrio donde residían los embajadores; varió el viento y se salvaron algunas calles lejanas, permaneciendo las murallas para resguardar, y luego comprometer, a los nuevos moradores. Había el fanatismo ajado los reales de Dafne, pero se empapó Cosroes en el ambiente embalsamado de sus manantiales y arboledas, y aun hubo idólatras en su séquito que sacrificaron a su salvo a las ninfas de aquel recinto primoroso, a las dieciocho millas [28,97 km] del cual desagua el Orontes en el Mediterráneo. Fue el altanero persa visitando el confín de sus conquistas, y después de bañarse a solas en el mar tributó en agradecimiento un sacrificio solemne al sol, o más bien al creador de aquel astro, adorado por los magos. Si aquella superstición repugnó a la preocupación de los sirios, se complacieron en gran manera con el ahínco y la cortesanía que manifestó en su asistencia a los juegos del circo, y enterado de que el emperador era banderizo de los azules, al punto dispuso que la victoria recayese en el partido verde. De mayor alivio fue para el vecindario la disciplina de sus reales, mediando en vano por el indulto de un soldado, que había querido remedar muy al vivo las rapiñas de Nushirvan. Abrumado por fin, mas no satisfecho con los despojos de Siria, se encaminó pausadamenle al Éufrates, echó un puente provisional junto a Barbaliso, y en el plazo de tres días transitó su crecida hueste por entero. A su regreso fundó a una jornada del palacio de Estafonte una ciudad apellidándola para siempre con los nombres juntos de Cosroes y Antioquía. No echaron de menos los cautivos sirios sus antiguos albergues, pues baños y un circo suntuoso se construyeron para su uso, y una colonia de músicos y conductores resucitó en Asiria los recreos de una capital griega. La munificencia del fundador regio señaló un salario cuantioso a los desterrados felices, con la regalía preciosa de proporcionar la libertad a cuantos esclavos reconocían por sus deudos. Palestina luego, con las riquezas sagradas de Jerusalén, cebó la ambición, o más bien la codicia de Cosroes. Ni Constantinopla ni el alcázar de los Césares le parecían ya inexpugnables ni lejanos, y su anhelo arrebatado estaba ya colmando de tropas el Asia menor, y de bajeles el Mar Negro.
Realizáranse quizá tamañas esperanzas, a no acudir oportunamente el conquistador de Italia a la defensa de levante[449] (541 d. C.). Mientras iba Cosroes adelantando sus intentos ambiciosos por la costa del Euxino, Belisario, acaudillando un ejército sin paga ni disciplina, sentó sus reales allende el Éufrates a seis millas [9,65 km] de Nisibis. Estuvo ideando con maestría un arbitrio para desencastillar a los persas de su inaccesible fortaleza, o descollando más y más por la campiña, o atajar la retirada o quizás agolparse a las puertas con los bárbaros fugitivos. Se internó una jornada por el territorio de Persia, rindió la fortaleza de Sisaurane, y envió al gobernador con ochocientos jinetes selectos a servir al emperador en sus guerras de Italia. Destacó a Aretas y sus árabes, sostenidos por mil doscientos romanos, para atravesar el Tigris y talar allá las mieses de Asiria, provincia pingüe y ajena por mucho tiempo de la plaga de la guerra. Pero desbarató los planes de Belisario la índole indómita de Aretas que ni asomó más por los reales ni envió el menor aviso de sus movimientos. Clavado se mantenía con expectativa congojosa el general romano en idéntico sitio; se malogró la temporada de obrar: el sol abrasador de Mesopotamia caldeó la sangre de la soldadesca europea, y la tropa y la oficialidad aportada en Siria padecía sus zozobras por las ciudades indefensas. Surtió sin embargo su efecto la llamada, pues tuvo Cosroes que regresar atropellada y costosamente, y si el denuedo y la disciplina hubieran auxiliado la maestría de Belisario, sus logros habrían cumplido colmadamente el afán del público, que estaba pidiendo a su diestra la toma de Ctesifonte y el rescate de los cautivos antioquenos. Llamole una corte ingrata, al fin de la campaña a Constantinopla (542 d. C.), mas los peligros de la primavera lo regresaron al mando; y allá el héroe tuvo que acudir al vuelo y casi a solas, para rechazar con su nombre y su presencia la invasión de Siria. Halló a los generales romanos, y entre ellos un sobrino de Justiniano, aprisionados por su abatimiento en el recinto de Hierápolis; y Belisario arrollando sus zozobras, les mandó que lo siguiesen a Europa, donde dispuso juntar sus fuerzas y obrar contra el enemigo según Dios le fuese inspirando. El ademán de su entereza sobre las márgenes del Éufrates atajó a Cosroes el rumbo de Palestina, recibiendo con ardid y señorío a sus embajadores, o más bien espías. Abarcaban la llanura entre Hierápolis y el río escuadrones de caballería, a fuer de seis mil cazadores gallardos y membrudos, que iban acosando venados sin la menor zozobra de enemigos. Descubrieron los embajadores por la orilla opuesta mil caballos armenios, que estaban al parecer guardando el tránsito del Éufrates. Era la tienda de Belisario de lona burda, albergue sencillo de un guerrero hollador del boato oriental, y había en derredor un cúmulo de naciones revueltas estudiadamente, que seguían sus banderas. Asomaban al frente los tracios e ilirios, los hérulos y godos al centro, cerrando la perspectiva moros y vándalos, y aparentando con aquel ensanche abultadísimas fuerzas. Era su traje ligero y expedito; aquí un soldado con su látigo, allí otro con espada, con arco y tal vez hacha, y el conjunto estaba rebosando denuedo y desvelo del general. El numen travieso del lugarteniente de Justiniano burló y arredró a Cosroes. Enterado de su desempeño y mal informado de sus fuerzas, se retrajo de toda refriega decisiva en país lejano, donde pudiera no quedar un persa que noticiase el rematado descalabro. Atropellose el gran rey en pasar el Éufrates, y Belisario le extremó el arrebato aparentando contrarrestarle un movimiento tan ventajoso para el Imperio, y que apenas pudiera haberse proporcionado con un ejército de cien mil hombres. Bien pudo la envidia cebar la ignorancia y el orgullo, con la hablilla de franquear la huida al enemigo público, pero los triunfos africanos y godos son menos esclarecidos que esta victoria cabal y sin sangre, en la que ni la suerte ni el denuedo del soldado pueden cercenar ni un ápice a la nombradía del general. La segunda remoción de Belisario (543 d. C. y ss.) de la guerra de Persia a la de Italia estuvo pregonando su supremacía en suplir o enmendar la carencia de valor y de disciplina. Quince generales desavenidos y negados fueron llevando por las montañas de Armenia un ejército de treinta mil romanos, sin arreglo de señales, graduaciones ni insignias, y cuatro mil persas atrincherados en su campamento de Dubis vinieron a vencer sin pelea aquella muchedumbre desmandada, que fue cuajando el camino con sus armas inservibles, y desalentando sus caballos en su fuga voladora. Pero los árabes y el partido romano preponderaron, volvieron los armenios a su vasallaje; resistieron las ciudades de Dura y Edesa a un asalto repentino y a un sitio formal, y el azote de una epidemia dio alguna tregua al de la guerra. Un convenio tácito o expreso entre los soberanos resguardó el sosiego de la raya oriental, ciñéndose las armas de Cosroes a la guerra cólquida o lática, referida con extremados pormenores por los historiadores de aquel tiempo.[450]
La descompasada longitud del Ponto Euxino,[451] desde Constantinopla hasta la boca del Fasis, puede estimarse en un viaje de nueve días, y en una tirada de setecientas millas [1126,51 km]. Desde el Cáucaso Iberio, la montaña más empinada y peñascosa del Asia, se dispara aquel río con tan recia violencia que se atraviesa, en corto trecho, por ciento veinte puentes. Recién amaina y se hace navegable cuando baña el pueblo de Sarapana, a cinco jornadas del Cydno, que se derrama de las mismas cumbres, pero con rumbo contrapuesto, sobre el mar Caspio. La cercanía de sus cauces proporcionó la práctica, o por lo menos el pensamiento, de transportar las mercancías preciosas de la India por el Oxo bajo, luego por el Caspio, luego Cydno arriba, y al fin con la corriente del Fasis al Ponto Euxino y al mar Mediterráneo. Como va sucesivamente recogiendo los ríos del llano de Colcos, se amansa el Fasis, acaudalándose más y más sin embargo. Su hondura, al desembocar, es de sesenta brazas [100,30 m], y su anchura de media legua [2,78 km], pero se atraviesa una islilla arbolada en medio del cauce; y el agua apenas va depositando allá un pozo arcilloso y metálico, corre somera sobre las olas y ya nunca llega a corromperse. En su carrera de cien millas [160,93 km], cuarenta de las cuales lo hacen navegable para buques mayores, el Fasis linda la región afamada de Colcos[452] o Mingrelia,[453] escudada por tres partes con las montañas iberias y armenias, y cuya costa marítima se extiende más de doscientas millas [321,86 km], desde la cercanía de Trebisonda a Dioscurias, y los confines de Circasia. Clima y suelo son improductivos por exceso de humedad; veintiocho ríos, además del Fasis y sus tributarios, desaguan en el mar, y lo hondo del terreno parece indicar la presencia de conductos subterráneos entre el Caspio y el Euxino. En las campiñas donde se cosechan el centeno y la cebada, el terreno es blando y no aguanta el arado; pero el gom, granillo menudo semejante al mijo o al coriandro, acude a la subsistencia general del pueblo, vinculándose el uso del pan en el príncipe y los nobles. La vendimia es más aventajada que la miel, y el grueso de las cepas y la calidad del vino decantan el poderío inexhausto de la naturaleza. Aquella misma pujanza está emboscando el país; las maderas de sus cerros y el cáñamo de los valles aprontan materiales para la navegación; cunden sobremanera venados, caballos, bueyes y cerdos, y el nombre del faisán sugiere que su patria notoria son las riberas del Fasis. Las minas de oro que se están todavía beneficiando con notable producto fueron motivo de contienda nacional entre Cosroes y Justiniano; y es muy creíble que la vena del metal precioso se irá repartiendo igualmente por todo el ámbito de los cerros, aunque la pereza, o la cordura, de los mingrelianos desatienda o encubra aquellos recónditos tesoros. Las aguas cargadas de partecillas de oro se van apresando esmeradamente con pieles lanudas o vellones; pero este arbitrio, cimiento quizá de una fábula portentosa, es un remedo escasísimo de las riquezas extraídas de aquella tierra virgen con el poder y la inteligencia de sus antiguos reyes. Sus alcázares de plata y estancias de oro sobrepujan a nuestra creencia, pero la nombradía de aquella opulencia fue al parecer la incitadora para la empresa codiciosa de los Argonautas.[454] Refiere la tradición, con asomos de probabilidad, que Egipto fundó sobre el Fasis una colonia instruida y culta,[455] que fabricó lienzos, construyó bajeles e inventó los mapas geográficos. La inventiva de los modernos ha ido poblando con ciudades y naciones florecientes el istmo que engarza el Mar Euxino y el Caspio,[456] y un escritor agudo, advirtiendo la semejanza de clima, y en su concepto, de comercio, no ha titubeado en llamar a Colcos la Holanda de la Antigüedad.[457]
Pero las riquezas de Colcos tan sólo resplandecen allá entre las lobregueces de conjeturas y tradiciones, y su historia efectiva está de continuo ofreciendo un cuadro montaraz de extremado desamparo. Si se hablaban ciento treinta idiomas en el mercado de Diocurias,[458] eran los abortos disonantes de otras tantas tribus bozales, o bien familias desviadas mutuamente por las cañadas del Cáucaso, y aquel desvío acrecentador del número minoraba la entidad de sus incultas capitales. En el estado actual de Mingrelia, una aldea es un conjunto de chozas cercado con un palenque; las fortalezas están allá emboscadas en lo íntimo de las selvas, la ciudad principal de Ata o Cotatis, consta de doscientas casas, y el único edificio de piedra es solariego de los reyes. Doce bajeles y sesenta barcas de Constantinopla, cargadas con artefactos, fondean anualmente en la costa, y el padrón de las salidas ha crecido en gran manera, puesto que los naturales tan sólo poseían esclavos y pieles, que trocaban por el trigo y la sal que obtenían de los súbditos de Justiniano. No asoma rastro de artes, instrucción y náutica de los antiguos colcos, pocos griegos apetecieron u osaron seguir las huellas de los Argonautas, y hasta las señales de colonia egipcia desaparecen al escudriñarlos de cerca. Los mahometanos del Euxino son los únicos que practican la circuncisión, y el pelo crespo y el cutis atezado de África ya no afea a la casta humana más aventajada. En los climas inmediatos de Georgia, Mingrelia y Circasia cifró la naturaleza, a lo menos para nuestra vista, el dechado de la beldad, en la hechura de los miembros, el sonrosado de la tez, la simetría de las facciones y el donaire del conjunto.[459] Según el destino de cada sexo, labrose el hombre al parecer para obrar, y la mujer para enamorar, y el suministro incesante de hembras del monte Cáucaso ha ido acrisolando la sangre y mejorando la traza de las naciones meridionales del Asia. El distrito propio de Mingrelia, parte solamente del antiguo Colcos, ha estado aprontando por largo plazo hasta doce mil esclavos. El número de prisioneros y reos no alcanzaba al pedido anual, pero el pueblo yace siervo de sus señores; el ejercicio del engaño y la rapiña se tolera en un gentío desmandado, y el mercado se surte de sobras con el abuso de la autoridad civil o paterna. Este tráfico[460] nivelador de la especie humana con la grey puede ir fomentando los enlaces y la población, puesto que lo crecido de la prole enriquece a los padres codiciosos e inhumanos. Pero semejante manantial de riqueza villana ha de emponzoñar imprescindiblemente las costumbres nacionales, borrar todo asomo de virtud y pundonor, y casi anonadar el instinto de la naturaleza: son los cristianos de Georgia y Mingrelia lo sumo de la disolución; y sus niños, vendidos desde edad muy tierna para esclavitud extranjera, están ya resabiados con la rapiña del padre y la prostitución de la madre. En medio de su rematada idiotez despuntan los naturales de suyo con ingenio y maña, y aunque por falta de unión y enseñanza yacen a merced de vecinos más poderosos, siempre los colcos descollaron por su denuedo y travesura. Servían a pie en la hueste de Jerjes, y eran sus armas un estoque o una pica, una celada de madera y un broquel de cuero en pelo; pero está más generalizado el uso de la caballería en su patria, pues el ínfimo campesino se desdeña de andar; los nobles belicosos poseen hasta doscientos caballos, contándose tal vez más de cinco mil en la comitiva del príncipe de Mingrelia. El gobierno de Colcos fue siempre un reino meramente hereditario, y no hay más contraste para la autoridad suprema que el alboroto de los súbditos. Obedeciendo sale con grandioso ejército a campaña, pero no cabe creer que la tribu sola de los suanios se componía de doscientos mil soldados, y que la población de Mingrelia asciende hoy en el día a cuatro millones de habitantes.[461]
Blasonaban los colcos de que sus antepasados habían atajado las conquistas de Sesostris, y la derrota del egipcio es más creíble que sus adelantos venturosos, hasta las faldas del Cáucaso. Postráronse sin conato reparable, ante las armas de Ciro; fueron siguiendo por guerras lejanas las banderas del gran rey, brindándole cada quinquenio con cien muchachos y otras tantas niñas sobresalientes.[462] Aceptaba como regalo el ébano y el oro de la India, el incienso de Arabia, y los negros y el marfil de Etiopía; no señoreaba a los colcos ningún sátrapa, y siguieron disfrutando el nombre y la esencia de la independencia nacional.[463] Con el vuelco del Imperio persa, agregó Mitrídates, rey del Ponto, a Colcos al ámbito de sus dominios sobre el Euxino, y cuando los naturales se arrojaron a pedirle un hijo para su rey, aherrojó con cadenas de oro al mancebo ambicioso, y envió un sirviente en su lugar. Adelantáronse los romanos en su alcance contra Mitrídates hasta las orillas del Fasis, surcando con sus galeras río arriba, hasta llegar a los reales de Pompeyo sus legiones.[464] Pero el Senado y luego los emperadores se desentendieron de abarcar aquella conquista lejana e inservible en clase de provincia. Franqueose el reino de Colcos y reinos contiguos a la alcurnia de un retórico griego, desde el tiempo de Marco Antonio hasta el de Nerón, y extinguida la descendencia de Polemón[465] el Ponto oriental que conservó su nombre sólo alcanzaba hasta las cercanías de Trebisonda. Fuera de aquellos linderos, los fuertes de Hipso, Apsaro, Jasis, Dioscurias o Sebastopolis y Pitio se guardaban con destacamentos suficientes de caballería e infantería, y hasta seis príncipes de Colcos fueron recibiendo sus diademas de los lugartenientes del César. Uno de éstos, el elocuente y afilosofado Arriano, registró y luego describió la costa euxina bajo el reinado de Adriano (530 d. C.). La guarnición que revistó a la desembocadura del Fasis constaba de cuatrocientos legionarios selectos: las murallas y torres de ladrillo, el foso doble y las máquinas militares sobre las almenas constituían la plaza inasequible para los bárbaros, pero los arrabales, recién construidos por los traficantes y veteranos, estaban requiriendo, en concepto de Arriano, algún resguardo exterior.[466] Con el menoscabo redoblado del Imperio, los romanos apostados sobre el Fasis se retiraron o fueron arrojados, y la tribu de los lazios,[467] cuya posteridad habla un dialecto extraño, y habita por las playas de Trebisonda, dio su nombre y sojuzgó al antiguo reino de Colcos. Luego un vecino formidable arrolló su independencia, granjeándose con armas y tratados la soberanía de Iberia. El rey de Lazica, ya dependiente, recibía su cetro del monarca persa, y los sucesores de Constantino se allanaron a servidumbre tan torpe, requerida altaneramente como derecho de posesión inmemorial. Restableciose a principios del siglo VI su influjo (522 d. C.) con la introducción del cristianismo que siguen todavía los mingrelianos con decoroso fervor, sin calar los misterios ni guardar los mandamientos de su religión. Zato, muerto su padre, se vio ensalzado a la dignidad regia, por el favor del gran rey, pero la religiosidad del mancebo se horrorizó con las ceremonias de los magos, y fue al palacio de Constantinopla en pos de un bautismo católico, de una consorte noble y de alianza con el emperador Justino. Ciñeron solemnemente al rey de Lazica la diadema, y su túnica y manto de seda blanca con cenefa de oro estaba ostentando en bordado primoroso la estampa de su nuevo padrino, quien aplacó los celos de la corte persa y disculpó la rebeldía de Colcos, allá con el sobrescrito decoroso de hospedaje y religión. El interés de entrambos imperios cargó a los colcos con la obligación de guardar las gargantas del Cáucaso, donde un vallado de sesenta millas [96,55 km] se está ahora resguardando con el servicio mensual de los mosqueteros de Mingrelia.[468]
Mas la codicia o la ambición de los romanos estragó luego enlace tan provechoso. Apeose a los lazios de la jerarquía de aliados, recordándoles por puntos, con palabras y obras, la dependencia de su Estado. A una jornada de Apsaro estuvieron mirando la fortaleza ya descollante de Petra,[469] que señoreaba la comarca marítima al mediodía del Fasis. Los asalariados extranjeros, en vez de escudar con su tesón a Colcos, lo estaban atropellando con su desenfreno; los réditos del comercio se trocaron en monopolio ruin y gravosísimo, y Gubares, el príncipe nativo, vino a quedar reducido al boato del solio, con el influjo prepotente de los empleados de Justiniano.
Desesperanzados de las virtudes cristianas y airados los lazios, se inclinaron más confiados a la equidad de un incrédulo. Convencidos reservadamente de que sus enviados no se entregarían a los romanos, aspiraron desembozadamente a la amistad y el auxilio de Cosroes. Enterose prontamente el monarca perspicaz del provecho y la importancia de Colcos, e ideó un plan de conquista, que renovó a los mil años Shah-Abbas, el más sabio y poderoso de todos sus sucesores.[470] Enardeció a su ambición la esperanza de botar una armada persa en el Fasis, de señorear la navegación y el tráfico del Euxino, de infestar la costa de Ponto y Bitinia, de acosar y quizás asaltar a Constantinopla, y recabar de los bárbaros de Europa que acudiesen a robustecer sus armas y disposiciones contra el enemigo del linaje humano. Pretextando guerra en Escitia, acaudilló reservadamente sus tropas hacia Iberia; guías de Colcos debían conducirlos por los bosques y despeñaderos del Cáucaso, y un sendero se trocó a mucha costa en carretera firme y anchurosa, para las marchas de la caballería y aun de los elefantes. Postró Gubares su persona y diadema a las plantas del rey de Persia, a su remedo se rindieron los colcos, y estremecidas ya las murallas de Petra, capituló la guarnición romana para sortear el trance del asalto. Mas presto vinieron a palpar los lazios, que su destemple les había acarreado un quebranto más amargo que cuantas desdichas habían tratado de evitar. Cesó el monopolio efectivamente de sal y trigo con los mismos géneros. Tras la autoridad de un legislador romano, lo estaba orgullosamente hollando un déspota oriental, que miraba con igual menosprecio a los esclavos que había encumbrado y a los reyes que tenía abatidos ante la tarima de su solio. Afanáronse los magos para plantear en Colcos la adoración del fuego; su desenfado intolerante enardeció la religiosidad de un pueblo cristiano, y lastimaba las preocupaciones de la naturaleza y de la educación la práctica irracional de empinar los cadáveres de sus padres a la cima de una torre encumbrada para pasto de grajos y buitres.[471]
Enterado del auge de aquel odio que atrasaba la ejecución de sus grandiosos intentos, el justiciero Nushirvan había comunicado órdenes reservadas para asesinar al rey de los lazios, trasladar a su gente a territorio lejano, y plantear una colonia fiel y guerrera sobre las orillas del Fasis. El desvelo ansioso de los colcos aterró y frustró el malvado intento, y su arrepentimiento tuvo acogida en la cordura, más bien que en la clemencia, de Justiniano, pues mandó a Dagisteo que con siete mil romanos y mil zanos arrojase a los persas de la costa euxina.
El sitio de Petra, que emprendió ejecutivamente el general romano, con el auxilio de los lazios, es uno de los acontecimientos preponderantes de aquel siglo. Estaba el pueblo situado sobre un risco (549-551 d. C.) asomado sobre la marina y se comunicaba con la tierra por un senderillo empinado. Arduo era el acercarse, y el asaltarlo imposible, pues el conquistador persa había extremado las fortificaciones de Justiniano, y resguardó con baluartes los puntos menos inaccesibles. El desvelo de Cosroes había depositado en tan importante fortaleza un almacén de armas ofensivas y defensivas, en número cinco veces mayor que el de la guarnición y el vecindario. El acopio de harina y sal era proporcionado al consumo de cinco años: se suplía la falta de vino con vinagre y una semilla de donde se exprimía un licor fuertísimo, y tres acueductos burlaban los afanes y aun los barruntos del enemigo. Pero la defensa fundamental de Petra se cifraba en la valentía de mil quinientos persas, quienes rechazaban los asaltos de los romanos, mientras se estaba taladrando encubiertamente una mina, en cierta vena más blanda de terreno. La muralla sostenida por puntales cenceños y provisionales quedó colgada en el aire, pero Dagisteo suspendió el avance hasta tener afianzado su galardón, y quedó el pueblo socorrido antes que el mensajero volviese de Constantinopla. Estaba reducida la guarnición persa a cuatrocientos hombres, de los cuales tan sólo había cincuenta absolutamente sanos de dolencia o de heridas; mas fue tan extremado su tesón que ocultaban sus pérdidas al enemigo aguantando mudamente la vista y hediondez de los cadáveres de sus mil cien compañeros. Libertados por fin, cerraron atropelladamente las brechas con sacos o tierra, macizaron la ruina, labraron una nueva muralla de madera compacta, y se relevó la guarnición con tres mil hombres para sostener los afanes de un segundo sitio. Condujéronse las faenas del ataque y la defensa con pertinaz maestría, y por ambas partes se enmendaron los yerros cometidos y palpados en la vez anterior. Se inventó un ariete manejable y poderosísimo; lo plantaban y servían cuarenta soldados, y desencajando con su empuje los sillares, se arrebataban de la muralla con garfios descomunales. Diluviaban entretanto desde las almenas las armas arrojadizas sobre la cabeza de los asaltadores, pero los acosaba más una composición abrasadora de azufre y betún, que podía con toda propiedad denominarse en Colcos aceite de Medea. De los seis mil romanos que treparon por las escalas, el primero fue el general Beras, gallardo veterano de setenta años; el denuedo del caudillo, su vuelco y sumo peligro enardeció más y más a la incontrastable tropa; y su mayoría en el número holló la pujanza, sin apurar el brío de la guarnición persa. Merece la suerte de aquellos valerosos mención especialísima. Habían fenecido setecientos en el sitio, y les sobrevivían dos mil trescientos para defender la brecha. Expiraron hasta mil setenta por el fuego y el acero en el postrer asalto, y si se rindieron setecientos treinta, dieciocho tan sólo se hallaron sin muestras de heridas honrosas. Los quinientos restantes se salvaron en la ciudadela, defendiéndola desahuciados, desechando los términos más honoríficos de capitulación y servicio, hasta que perecieron en las llamas. Murieron obedeciendo a su príncipe, y tamaños ejemplares de lealtad y bizarría podían estimular a sus compatricios, para hazañas de igual desesperación y de resultado más venturoso. Demoliéronse las obras de Petra inmediatamente, confesando así el asombro y la zozobra del vencedor. Encareciera un espartano condolido el pundonor de tan heroicos esclavos; pero aquellas campañas angustiosas y alternativamente aventajadas para las armas persas o romanas no alcanzan a embargar la posteridad a la falda del monte Cáucaso. Solían descollar las tropas de Justiniano más esclarecidamente; pero el gran rey estaba de continuo rehaciendo sus fuerzas, hasta que llegaron a ocho elefantes y setenta mil hombres, incluyendo doce mil escitas aliados y más de tres mil dilemitas, bajados a su albedrío de los cerros de Hircania, y tan esforzados batalladores de cerca como de lejos (549-556 d. C.). El sitio de Arqueópolis, apellidada o corregida así por los griegos, se levantó con arrebato y pérdida, pero estaban los persas aposentados en las gargantas de Iberia, quedó Colcos esclavizada con fortines y guarniciones devoradoras del escaso mantenimiento del pueblo, y el príncipe de los lazios huyó a las montañas. Desconocíanse en los reales romanos miramientos y disciplina, y los caudillos independientes revestidos de potestad igual competían por sobresalir en cohechos y devaneos. Seguían los persas mudamente las disposiciones de un solo jefe, que se atenía estrechamente a las instrucciones del soberano, descollando el general entre los héroes del Oriente por su sabiduría en los consejos y su denuedo en los trances. Ni la edad avanzada de Mermeroes, ni su lisiadura de ambos pies, lo retraían un punto de sus desvelos y movimientos, y en la línea de batalla, desde su litera, estaba infundiendo pavor al enemigo y suma confianza a su tropa, siempre vencedora a sus órdenes.
A su muerte, recayó el mando en Nacoragan, sátrapa altanero, que en una conferencia con los caudillos imperiales blasonó que tenía tan en su mano la victoria como el anillo de su dedo. Tamaño engreimiento fue precursor y causa natural de una derrota vergonzosa. Habían arrinconado a los romanos hasta la misma playa, y su postrer campamento, sobre los escombros de la colonia griega del Fasis, estaba en torno resguardado con recios atrincheramientos, el río, el Euxino y una escuadra de galeras. La desesperación hermanó sus intentos y robusteció sus armas: contrarrestaron el asalto de los persas, y la huida de Nacoragan antecedió o siguió la matanza de diez mil soldados sobresalientes. Salvose de los romanos para luego parar en manos de un dueño inexorable que castigó severamente el yerro de su propia elección; el desventurado general fue desollado vivo, y su piel embutida en forma humana estuvo colgada sobre una cima; aviso para cuantos en lo sucesivo cargasen con la nombradía y la suerte de Persia.[472] El tino de Cosroes fue sin embargo orillando la guerra de Colcos, hecho cargo de la imposibilidad de avasallar, o a lo menos retener, un país remoto contra el albedrío y los conatos de sus moradores. Extremadas pruebas estuvo padeciendo la fidelidad de Gubares, aguantó sufridamente las penalidades de una vida montaraz, y desechó con menosprecio los brindis lisonjeros de la corte persa. Se había educado en la religión cristiana; era su madre hija de un senador; había servido en su mocedad diez años como silenciero en el palacio bizantino[473] y los rezagos de su sueldo eran motivo de queja y de apego. La continuación de sus padecimientos le hizo al fin prorrumpir en una manifestación terminante de la verdad, y ésta era una reconvención irremisible para los lugartenientes de Justiniano, que con las demoras de una guerra arruinadora contemplaban a los enemigos y atropellaban a los aliados. Sus informes siniestros impusieron al emperador en que su vasallo desleal estaba ya ideando nueva alevosía: arrebatósele una orden para enviarlo preso a Constantinopla, con la cláusula engañosa de que en caso de resistencia se le quitase legalmente la vida; y Gubares, sin armas ni recelo de peligro, fue asesinado bajo la salvaguardia de un avistamiento amistoso. Los colcos, en el ímpetu de su saña y desesperación, iban a sacrificar patria y religión a su desagravio; pero el predominio y la persuasión de los pocos más atinados pudieron recabar una suspensión provechosa, la victoria del Fasis restableció el pavor antiguo de las armas romanas, y el emperador se mostró ansioso de libertar su concepto del tiznón de aquel atentado. Encargose a un juez de jerarquía senatoria pesquisar la conducta y la muerte del rey de los lazios. Subió a su tribunal ostentoso, cercado de ministros de justicia y castigo; litigose esta causa extraordinaria en presencia de entrambas naciones, según las formalidades de la jurisprudencia civil, y se desagravió algún tanto al pueblo ofendido, con la sentencia y ejecución de los ínfimos reos.[474]
En la paz, el rey de Persia andaba siempre escudriñando pretextos para su rompimiento, y apenas tomaba las armas ya estaba manifestando anhelos de un tratado seguro y honorífico. En lo más reñido de la contienda, ambos monarcas tenían siempre entabladas negociaciones engañosas (540-561 d. C.); y en tanto grado se sobreponía Cosroes, que mientras estaba tratando a los enviados romanos con insolencia y menosprecio, lograban sus embajadores en la corte imperial agasajos peregrinos. Se engreía el sucesor de Ciro con la majestad del sol oriental, y concedió graciosamente a su hermano menor Justiniano el reinado de Occidente con el reflejo escaso y macilento de la luna. Isdiguno, camarero suyo, era el sostenedor pomposo y elocuente de tan descompasado lenguaje. Su esposa e hijas, con una comitiva de eunucos y camellos, iban siguiendo los pasos del embajador, marchaban entre sus secuaces dos sátrapas con diademas de oro, escoltábanle quinientos jinetes, los más valerosos de Persia, y el gobernador romano de Dara se negó cuerdamente a recibir más de veinte de tan guerrera y amenazadora caravana. Isdiguno, después de saludar y entregar sus presentes al emperador, pasó hasta diez meses en Constantinopla sin formalizar el menor asunto. En vez de confinarlo en su palacio, y entregarle agua y abastos por mano de los aposentadores, visitó a sus anchas la capital, sin atalayas ni celadores; su servidumbre disfrutaba libertad de conversación y tráfico, lastimando así las preocupaciones del siglo, en que se observaba estrechamente la ley de las naciones sin confianzas ni cortesanía.[475] Hasta el intérprete con inigualable condescendencia, aunque empleado inferior a un magistrado romano, se llegó a sentar a la mesa de Justiniano, junto a su principal, y se le asignaron mil libras [460 kg] de oro para su viaje y mantenimiento. Sin embargo el redoblado afán de Isdiguno tan sólo pudo alcanzar una tregua parcial y escasa, conseguida siempre con los tesoros, y renovada a instancias de la corte bizantina. Mediaron largos años de asolación infructuosa, antes que Justiniano y Cosroes tuviesen con mutuo cansancio que mirar por el sosiego de su edad quebrantada. En una conferencia celebrada en la frontera, ambas partes, sin contar con la creencia de los contrarios, estuvieron ensalzando el poderío, la justicia y los intentos pacíficos de sus soberanos respectivos; pero la precisión y el interés dictaron el tratado de paz por el término de cincuenta años, extendido esmeradamente en griego y en persa, y testimoniado con los sellos de doce intérpretes. Deslindose puntualmente la libertad de comercio y religión; comprendiendo a los aliados de entrambas partes en el beneficio y la obligación correspondiente, y se tuvo sumo cuidado en providenciar cautelas, para precaver y zanjar cuantas desavenencias accidentales pudieran sobrevenir en los confines de dos naciones contrapuestas. Tras veinte años de guerra asoladora, aunque endeble, los linderos vinieron a quedar intactos, y por fin se recabó de Cosroes su renuncia a la posesión azarosa, o soberanía, de Colcos y sus dependencias. Atesorando ya las preciosidades del Oriente, se acaudaló más y más exprimiendo a los romanos el pago anual de treinta mil piezas de oro, y la cortedad de la suma estuvo pregonando la afrenta de un tributo en su torpe desnudez. En una contienda anterior, sonaron la carroza de Sesostris y la rueda de la fortuna, aplicándolas uno de los empleados de Justiniano, advirtiendo que la rendición de Antioquía y algunas ciudades sirias había engreído sobremanera a los bárbaros, ya de suyo ufanos y ambiciosos. «Os equivocáis —replicó el modesto persa–, el rey de los reyes, el señor del linaje humano, mira allá con menosprecio tan menguados objetos, y de las diez naciones vencidas por sus armas invencibles, conceptúa como la más baladí a la romana».[476] Extendiose el Imperio de Nushirvan, según los orientales, desde Ferganah en la Transtoriana, hasta el Yemen o la Arabia Feliz. Sujetó a los rebeldes de Hircania, avasalló las provincias de Cabul y Zablestan, sobre las márgenes del Indo, quebrantó el poderío de los eutalitas, zanjó la guerra turca con un tratado honorífico, y colocó a la hija del gran Khan entre sus esposas legítimas. Victorioso y acatado entre los príncipes de Asia, dio audiencia en su alcázar de Madain, Ctesifonte, a los embajadores del orbe. Sus regalos o tributos, armas, jaeces ricos, perlas, esclavos o aromas, se le iban presentando al pie del solio rendidamente, y se allanó a recibir del rey de la India diez quintales [460 kg] de aloes, una muchacha de siete codos de altura, y un tapete más suave que la seda, la piel, según se refería de una serpiente descomunal.[477]
Afeósele a Justiniano su alianza con los etíopes, por cuanto venía a internar una casta de negros bozales, en medio de la sociedad civilizada; pero los amigos del Imperio Romano, los ayumitas o abisinios, se diferencian de suyo de los naturales primitivos del África.[478] Acható la naturaleza a los negros, emboscó su cabeza con lanas revueltas, y atezó su piel con negrura empapada e indeleble. Pero la tez aceitunada de los abisinios, sus cabellos, su hechura y facciones, los deslindan como colonia de los árabes, corroborándose el entronque con la semejanza de idioma y costumbres, el eco de una emigración antigua, y el trecho corto entre las playas del Mar Rojo. Había el cristianismo elevado la nación de la barbarie africana,[479] su trato con Egipto y los sucesores de Constantino[480] les había traspasado cierto asomo de artes y ciencias, sus bajeles traficaban hasta la isla de Ceilán,[481] y hasta siete reinos obedecían al Negus, o príncipe supremo de Abisinia. La independencia de los homeritas que reinaban en la rica y feliz Arabia, zozobró con un conquistador etíope; se entroncaba en demanda de su herencia con la reina de Sheba,[482] y el fervor religioso santificó su ambición. Habían los judíos, poderosos y eficaces en su destierro, embelesado el ánimo de Duncan, príncipe de los homeritas, para desagraviarlos de la persecución fulminada por las leyes imperiales sobre sus hermanos desventurados, se atropelló a varios traficantes romanos, y diferentes cristianos de Negra[483] lograron la corona del martirio.[484] Imploraron las iglesias de Arabia el amparo del monarca abisinio; atravesó el Negus el Mar Rojo con armada y ejército, quitó al alumno judío reino y vida, y exterminó la alcurnia de unos príncipes que habían señoreado por más de dos mil años la región arrinconada de la mirra y el incienso. Pregonó enseguida el vencedor el triunfo del Evangelio, demandó un patriarca puramente católico, y se enfervorizó tanto en sus protestas de amistad con el Imperio Romano, que ya Justiniano se lisonjeó con la esperanza de acanalar el tráfico de la seda por Abisinia, y de mover allá las fuerzas de Arabia contra el rey de Persia. Nonoso, descendiente de una familia de embajadores, fue el nombrado por el emperador para el desempeño de este encargo importante (533 d. C.). Se desvió acertadamente del rumbo más breve pero azaroso de los arenales desiertos de Nubia; subió por el Nilo, atravesó el Mar Rojo y aportó felizmente en Adulis. No median desde allí más que cincuenta leguas [278,6 km], en línea recta, hasta la ciudad regia de Axume, pero las revueltas de la serranía detuvieron quince días al embajador, y al irse emboscando vio y reguló por mayor hasta cinco mil elefantes bravíos. La capital, según su relación, era crecida y populosa, y todavía descuella la aldea de Axume por la coronación de los reyes, por los escombros de un templo cristiano, y por dieciséis o diecisiete obeliscos entallados con caracteres griegos.[485] Pero el Negus le dio audiencia en campo raso, entronizado en un carruaje altísimo, tirado por cuatro elefantes galanamente enjaezados, y cercado de sus nobles y sus músicos. Estaba vestido con un ropaje y gorro de lino, empuñando dos picas, y embrazando una adarga, aunque en su desnudez mal disimulada estaba ostentando el boato bárbaro de cadenas de oro, collares y brazaletes engarzados con perlas y piedras preciosas. Arrodillose el embajador, alzole el Negus y lo abrazó, besó el sello, leyó la carta, aceptó la alianza romana, y blandiendo sus armas pregonó guerra implacable contra los idólatras del fuego. Desentendiose no obstante de la propuesta del comercio de seda, y a pesar de las seguridades y quizá los anhelos de los abisinios, todo aquel aparato de amenazas quedó en anuncio. Repugnaba a los homeritas desamparar sus arboledas aromáticas para ir a escudriñar un desierto arenoso y estrellarse tras un mundo de fatigas con una formidable nación que jamás los había agraviado personalmente. En vez de dilatar sus conquistas, era el rey de Etiopía incapaz de resguardar sus posesiones; Abrahá, esclavo de un tratante romano de Adulis, empuñó el cetro de los homeritas, el regalo del clima relajó a las tropas del África, y Justiniano apeteció la amistad del usurpador, que honró con un leve tributo la soberanía de su príncipe. Tras larga serie de prosperidades, se desquició el poderío de Abrahá a los umbrales de la Meca; el conquistador persa despojó a sus hijos, y por fin los etíopes quedaron arrojados del continente de Asia. Estas particularidades acerca de acontecimientos recónditos y lejanos vienen a darse la mano con el menoscabo y vuelco del Imperio Romano; si permaneciera una potencia cristiana en Arabia, estrellárase Mahoma en su cuna, y la Abisinia hubiera frustrado una revolución que mudó el estado civil y religioso del orbe.[486]