XL

ASCENSO DE JUSTINO EL MAYOR - REINADO DE JUSTINIANO - I. LA EMPERATRIZ TEODORA - II. BANDOS DEL CIRCO Y SEDICIÓN DE CONSTANTINOPLA - III. COMERCIO Y FABRICACIÓN DE LA SEDA - IV. HACIENDA E IMPUESTOS - V. EDIFICIOS DE JUSTINIANO - IGLESIA DE SANTA SOFÍA - FORTIFICACIONES Y FRONTERAS DEL IMPERIO ORIENTAL - ABOLICIÓN DE LAS ESCUELAS DE ATENAS Y EL CONSULADO DE ROMA

El emperador Justiniano nació[110] junto a las ruinas de Sárdica (la moderna Sofía) de una estirpe[111] desconocida de bárbaros[112] (6 de mayo de 482 d. C. u 11 de mayo de 483 d. C.), moradores de una zona silvestre y desolada, a la cual se le había aplicado sucesivamente el nombre de Dardania, Dacia y Bulgaria. Su ascenso fue preparado por el espíritu aventurero de su tío Justino, que con otros dos campesinos de la misma aldea, dejó el ejercicio más provechoso de labrador y vaquero por la profesión de las armas.[113] Los tres jóvenes marcharon por la carretera de Constantinopla, a pie y mal provistos de galleta en sus mochilas, y por su estatura y robustez, pronto quedaron alistados en la guardia del emperador León. Durante los dos reinados sucesivos, el venturoso campesino fue acumulando riqueza y honores, y se le atribuyó más tarde al ángel de la guarda que vela por la suerte de los reyes el que haya escapado de algunos peligros que amenazaban su vida. Sus servicios dilatados y loables en las guerras de Isauria y Persia no habrían rescatado del olvido el nombre de Justino, mas fueron proporcionándole ascensos militares, y en el transcurso de medio siglo obtuvo la dignidad de tribuno, conde, general, senador y el mando de la guardia, que lo obedeció como jefe en la importante crisis del fallecimiento del emperador Anastasio. Los parientes poderosos que había enriquecido y ensalzado quedaron excluidos del trono, y el eunuco Amancio, que reinaba en el palacio, había resuelto en secreto ceñir la diadema a la más servil de las criaturas. Para conciliar el sufragio de la guardia, se puso un donativo cuantioso en manos de su comandante. Pero este medio eficaz fue empleado por Justino en ventaja propia, y como no se atrevió a aparecer ningún competidor, el labriego de Dacia quedó revestido con la púrpura por consentimiento unánime de los soldados —que lo consideraban valiente y moderado—, del clero y del pueblo —que lo creían ortodoxo—, y de las provincias —que tributaban sumisión ciega e incondicional a la capital (julio de 578 d. C.). Justino el Mayor, pues así se distinguía de otro emperador de la misma alcurnia y nombre, subió al trono bizantino a los sesenta y ocho años, y si se hubiese manejado sólo por sí mismo, durante los nueve años de reinado, a cada paso, habría demostrado a sus súbditos el desacierto en su elección. Su ignorancia era similar a la de Teodorico, y es sorprendente que en una época no ajena al saber dos monarcas contemporáneos careciesen de los rudimentos del abecedario. Pero el talento de Justino era mucho menor que el del rey godo: su experiencia militar no lo habilitaba para el gobierno de un imperio y, aunque valeroso, la conciencia de su propia insuficiencia le acarreaba naturalmente dudas, desconfianza y zozobras políticas. Sin embargo, el cuestor Proclo[114] se ocupaba con eficiencia y lealtad de los asuntos oficiales del Estado, y el anciano emperador adoptó el talento y las pretensiones de su sobrino Justiniano (1 de abril o 1 de agosto de 527 d. C.), joven ambicioso a quien su tío había arrancado de la soledad de Dacia y había educado en Constantinopla como heredero de su fortuna personal y, luego, del Imperio oriental.

Defraudado el eunuco Amancio de su caudal, había que quitarlo de en medio. La tarea se llevó a cabo con facilidad mediante el cargo de conspiración, real o ficticia, y se les informó a los jueces, aumentando las culpas, que adhería a la herejía maniquea[115] (520-527 d. C.). Degollaron a Amancio y castigaron a tres de sus compañeros, empleados principales del palacio, con el destierro o la muerte; y a su desventurado candidato a la púrpura lo mataron a pedradas en una mazmorra y luego lo arrojaron, sin funerales, al mar. Más arduo y peligroso resultaba provocar la ruina de Vitelino, pues aquel caudillo godo se había hecho popular en la guerra civil que sostuvo denodadamente contra Anastasio en defensa de la fe ortodoxa y, tras la conclusión de un tratado ventajoso, permanecía en las inmediaciones de Constantinopla al frente de un ejército de bárbaros formidable y victorioso. Con la frágil seguridad de juramentos, se vio tentado a renunciar a su situación ventajosa y a entrar en el recinto de la ciudad, cuyo vecindario, en especial el bando azul, estaba arteramente enconado con él por la memoria de sus devotas hostilidades. El emperador y su sobrino lo recibieron como campeón leal y digno de la Iglesia y del Estado, y se lo agradecieron con el título de cónsul y general. Pero a los siete meses de consulado, recibió siete puñaladas en el banquete real,[116] y se acusó a Justiniano, heredero de sus despojos, de asesino de su hermano espiritual, con quien acababa de comprometer su fe en la participación de los misterios cristianos.[117] Luego de la caída de su competidor, fue promovido, sin ningún antecedente de servicio militar, al cargo de maestre general de los ejércitos orientales, que debía acaudillar en campaña contra el enemigo público. Mas en la búsqueda de fama, Justiniano debe de haber perdido su predominio sobre la edad y la debilidad de su tío, y en vez de granjearse con trofeos escitas o persas la aceptación de sus compatriotas,[118] el cauteloso guerrero solicitaba el favor de las iglesias, el circo y el Senado de Constantinopla. Los católicos eran afectos al sobrino de Justino, que entre la herejía nestoriana y la euticia, hollaba el estrechísimo sendero de la ortodoxia inflexible e intolerante.[119] En los primeros días del nuevo reinado, fomentó y agasajó el entusiasmo popular contra la memoria del emperador difunto. Tras un cisma de treinta y cuatro años, reconcilió el espíritu orgulloso y tormentoso del pontífice romano, y divulgó entre los latinos el comentario favorable de su acatamiento religioso a la sede apostólica. Los tronos de Oriente estaban ocupados por obispos católicos, devotos de su interés. Se ganó al clero y a los monjes con su generosidad, y se le enseñó al pueblo a orar por su futuro soberano, esperanza y columna de la verdadera religión. Justiniano ostentaba su magnificencia en la pompa de los espectáculos públicos, punto no menos sagrado y trascendental para la muchedumbre que el credo de Niza o de Calcedonia; se estimaron los gastos de su consulado en doscientas veintiocho mil piezas de oro. En la misma época, rugían veinte leones y treinta leopardos en el anfiteatro, y se les otorgaba el extraordinario regalo de numerosos caballos con ricos jaeces a los corredores victoriosos del circo. Mientras consentía al pueblo de Constantinopla y recibía obsequios de reyes lejanos, el sobrino del emperador cultivaba asiduamente la relación con el Senado. Ese nombre venerable parecía calificar a sus miembros para manifestar el concepto de la nación y regular la sucesión del trono imperial: el débil Anastasio había dado lugar a que la pujanza del gobierno se convirtiera en forma o sustancia de mera aristocracia, y los militares ascendidos a la jerarquía de senadores se acompañaban con su guardia particular, un piquete de veteranos cuyas armas o aclamaciones podían ceñir, en un alboroto, la diadema a su caudillo.

No se escatimaron tesoros del Estado para obtener el voto de los senadores, y su dictamen unánime sonó en los oídos del emperador para que tuviese a bien asociarse a Justiniano. Mas este acuerdo, que le avisaba su fin cercano, desagradó al monarca celoso y anciano, que deseaba retener el poder que no acertaba a ejercer; y Justino, sosteniendo la púrpura con ambas manos, les aconsejó que antepusieran, dado que tan provechoso era un nombramiento, algún candidato mayor. Sin importarle esta reconvención, el Senado procedió a condecorar a Justiniano con el dictado real de nobilísimo, y el tío, por afecto o por miedo, tuvo que revalidar su decreto.

Después de algún tiempo, la flojedad de ánimo y de cuerpo que le acarreó una herida incurable en el muslo lo obligó a acudir a un auxiliar. Citó al patriarca y a los senadores; en su presencia, colocó solemnemente la diadema en la sien de su sobrino, quien fue acompañado del palacio al circo, donde lo aclamó el pueblo gozoso. Justino vivió cuatro meses más, pero desde el momento de esta ceremonia, el Imperio lo consideró muerto y reconocía a Justiniano, de cuarenta y cinco años, soberano legítimo de Oriente.[120]

Desde su ascenso hasta su muerte, Justiniano gobernó el Imperio de Roma treinta y ocho años, siete meses y trece días (1 de abril de 527-14 de noviembre de 565 d. C.). El secretario de Belisario, retórico cuya elocuencia lo había promovido a la jerarquía de senador y de prefecto de Constantinopla, historió su reinado, y esos acontecimientos embargan nuestra curiosidad por su número, su variedad y su trascendencia. Procopio[121] compuso la historia, el panegírico o la sátira de su tiempo según los vaivenes de entereza o servidumbre, de favores o deshonra. Los ocho libros de las guerras persa, vandálica y goda[122] seguidos de los cinco de Agatias merecen nuestro aprecio, como imitación trabajosa y atinada de los escritores áticos o, cuando menos, asiáticos de la antigua Grecia. Los hechos se recopilan desde la experiencia propia y la conversación desahogada de un militar, un estadista o un viajero; su lenguaje siempre aspira, y algunas veces lo logra, a ser brioso y elegante; sus reflexiones, en especial los parlamentos que inserta a menudo, atesoran ricos conocimientos de política; y el historiador, estimulado con el afán generoso de agradar e instruir a la posteridad, parece desdeñar los prejuicios del pueblo y las lisonjas de las cortes. Los escritos de Procopio[123] fueron leídos y celebrados por sus contemporáneos,[124] pero aunque respetuosamente los rindiese al pie del trono, debió lastimarse el orgullo de Justiniano con las alabanzas de un héroe que nublaba de continuo la gloria de su soberano inactivo. El concepto de digna independencia se postró ante las esperanzas y los miedos de un esclavo, y el secretario de Belisario se afanó por el perdón y la recompensa con los seis libros de los edificios imperiales. Escogió hábilmente un tema de aparente esplendor donde explayar a viva voz el talento, la magnificencia y la piedad de un príncipe que, como guerrero y como legislador, había superado las virtudes pueriles de Temístocles y de Ciro.[125] La decepción podría llevar al adulador a una venganza secreta, y el menor asomo de favoritismo podría de nuevo tentarlo a suspender o a suprimir un libelo[126] donde el Ciro romano queda tiznado de tirano odioso y despreciable; donde el emperador y su esposa Teodora aparecen retratados como dos demonios que habían asumido forma humana para el exterminio de la humanidad.[127] Incoherencia tan básica debió de mancillar indudablemente la reputación y desautorizar la pluma de Procopio; pero desfogada ya la ponzoña de su malignidad, el residuo de sus anécdotas y aun los hechos más vergonzosos, algunos de ellos apuntados ya con suavidad en su historia pública, quedan evidenciados por sí mismos o los monumentos auténticos de aquel tiempo.[128] Con estos numerosos materiales haremos la descripción del reinado de Justiniano, que tendrá gran extensión. El presente capítulo explicará el ascenso y el carácter de Teodora, los bandos del circo y el régimen pacífico del soberano de Oriente. En los tres capítulos siguientes relataremos las guerras de Justiniano, que obtuvieron la conquista de África y de Italia, y seguiremos con las victorias de Belisario y de Narsés, sin disfrazar lo infructuoso de sus triunfos ni la hostil virtud de los héroes persas y godos. La serie de este tomo y el siguiente abarcará la jurisprudencia y la teología del emperador; las controversias y sectas que todavía dividen la Iglesia oriental; la reforma de la legislación romana, obedecida o acatada por las naciones modernas de Europa.

I. El primer acto de Justiniano en el desempeño de su poder supremo fue compartirlo con su amada, la famosa Teodora,[129] cuyo extraño ascenso no puede atribuirse al triunfo de la virtud femenina. Bajo el reinado de Anastasio, el cuidado de las fieras mantenidas por el bando verde en Constantinopla recaía en Acacio, nativo de la isla de Chipre, a quien por su empleo se le decía maestro de osos. Después de su muerte, el cargo honorífico pasó a otro candidato, sin tener en cuenta la diligencia de su viuda, provista ya de marido y sucesor. Acacio dejó tres hijas, Comito,[130] Teodora y Anastasia, y por entonces, la mayor no tenía más de siete años. En una fiesta solemne, la madre, afligida e indignada, envió a las tres huérfanas desvalidas con vestimentas de suplicantes al medio del teatro; el bando verde las miró con menosprecio, y el azul con lástima, y esta diferencia que se instaló para siempre en el espíritu de Teodora, se sintió mucho después en el régimen del Imperio. Al ir creciendo en edad y hermosura, las tres hermanas, sucesivamente, se dedicaron a los placeres públicos y privados del pueblo bizantino; y a Teodora, después de seguir a Comito por el escenario en traje de esclava con un banquillo sobre la cabeza, al final se le permitió ejercitar su talento por sí sola. No cantaba, ni danzaba, ni tocaba la flauta: sus habilidades se relacionaban con la pantomima, sobresalía en los papeles de comediante y, cuantas veces hinchaba las mejillas y se lamentaba con tono y gesto ridículos por las bofetadas que le daban, todo el teatro de Constantinopla retumbaba de risas y aplausos. Su hermosura[131] era blanco de las alabanzas más lisonjeras y manantial del más exquisito deleite. Sus facciones eran finas y agraciadas; su tez, algo pálida, tenía un matiz natural; toda sensación se expresaba al instante en la vivacidad de sus ojos; sus movimientos elásticos mostraban la gracia de una figura pequeña, pero elegante; y el amor o la adulación podrían proclamar que no alcanzaba poesía ni pintura para retratar al vivo sus exquisitos primores. Pero su belleza se degradaba por la facilidad con que se exponía al público y se prostituía al deseo licencioso. Entregó sus encantos venales a cantidad de ciudadanos promiscuos y extranjeros de todo rango y toda profesión: el amante venturoso al que le había prometido una noche ansiada, a menudo tenía que ceder su lecho a otro favorito más fuerte o más rico. Cuando Teodora caminaba por la calle, cualquiera que deseara escapar del escándalo o de la tentación evitaba su presencia. El historiador satírico no se sonrojó[132] por retratar las escenas de desnudez que ella mostraba con descaro en el teatro.[133] Después de apurar el arte de la sensualidad,[134] se quejaba con ingratitud por la mezquindad de la naturaleza;[135] mas cubriremos sus quejas con el velo de la lengua culta. Pasado un tiempo de reinar en el deleite y en el desdén de la capital, aceptó acompañar a Ecébolo, natural de Tiro y recién nombrado gobernador de la Pentápolis africana. Esta relación fue frágil y efímera, pues Ecébolo pronto rechazó a una concubina costosa e infiel. Teodora quedó en Alejandría totalmente desamparada, y en su esforzado regreso a Constantinopla todas las ciudades del Oriente admiraron y disfrutaron a la beldad de Chipre, cuyas perfecciones parecían justificar su descendencia de la propia isla de Venus. El vago trato de Teodora y las precauciones más detestables la preservaron del peligro que temía; sin embargo, una vez, sólo una, fue madre. El padre salvó y educó al niño en Arabia, y cuando estaba por morir le informó que era hijo de una emperatriz. En aras de su ambición, el joven fue de inmediato al palacio de Constantinopla, y le permitieron presentarse ante su madre. Y como jamás se lo volvió a ver, ni siquiera después del fallecimiento de Teodora, se hace merecedora de la vil acusación de haber extinguido junto con aquella vida un secreto tan injurioso a su virtud imperial.

En el estado más lamentable de su fortuna y su reputación, los susurros de una visión, un sueño o una fantasía, le habían dado a la joven la seguridad de que estaba destinada a convertirse en esposa de un monarca poderoso. Consciente de su próxima grandeza, se volvió de Pallegonia a Constantinopla; asumió, como una actriz consumada, un papel más decoroso; alivió su pobreza con la recomendable tarea de hilar lana; y aparentó castidad y soledad en una vivienda pequeña, que luego cambió por un templo suntuoso.[136] Su hermosura, incrementada por artificios o por el acaso, pronto atrapó, cautivó y vinculó al patricio Justiniano, que ya reinaba con predominio absoluto bajo el nombre de su tío. Quizás se las ingenió para realzar el valor de un don que había malgastado a menudo aun con los más miserables; tal vez, con demoras modestas al principio y con encantos sensuales al final, encendió los deseos de su amante, que, por naturaleza o por devoción, era afecto a largas vigilias y dietas frugales. Pasado el primer encantamiento, la mujer continuó teniendo la misma influencia sobre él, por medio de las prendas más sólidas del carácter y de la comprensión. Justiniano se deleitaba ennobleciendo y enriqueciendo el objeto de su cariño; ponía a sus pies los tesoros del Oriente y decidió, quizá por escrúpulos religiosos, otorgar a su concubina el lugar sagrado y legal de consorte. Pero las leyes de Roma prohibían expresamente el enlace de un senador con una mujer de origen servil o artista teatral. La emperatriz Leipcia o Eufemia, una mujer bárbara de modales toscos, pero de virtud irreprochable, se negó a aceptar a una prostituta por sobrina; y aun Vigilancia, la supersticiosa madre de Justiniano, aunque reconocía la agudeza y la belleza de Teodora, estaba muy preocupada de que la liviandad y la arrogancia de aquella astuta amante corrompieran la religiosidad y la dicha de su hijo. El tesón inflexible de Justiniano arrolló todos los obstáculos: esperó con paciencia la muerte de la emperatriz; menospreció las lágrimas de su madre, que pronto se hundió bajo el peso de su desconsuelo; y se promulgó una ley en nombre del emperador Justino que abolía la antigua y rigurosa jurisprudencia. A todas las infelices mujeres que se hubieran prostituido en el teatro se les daba la oportunidad de un «glorioso arrepentimiento» (tales eran las palabras del edicto), y se les permitía contraer matrimonio legal con los más ilustres de los romanos.[137] Esta indulgencia fue aprovechada con rapidez para las solemnes nupcias de Justiniano y Teodora. Su dignidad se realzó poco a poco con la de su amado, y no bien Justino revistió con la púrpura a su sobrino, el patriarca de Constantinopla ciñó la corona en la sien del emperador y de la emperatriz de Oriente. Mas no alcanzaban los honores habituales que la severidad de los modales romanos había otorgado a las esposas de los príncipes para saciar la ambición de Teodora y el cariño de Justiniano. La sentó, pues, en el trono como compañera igual e independiente en la soberanía del Imperio, y les tomaron juramento de lealtad a los gobernadores de las provincias en nombre de ambos.[138] El mundo oriental se postró ante el talento y la estrella de la hija de Acacio. La prostituta que en presencia de innumerables espectadores había mancillado el teatro de Constantinopla fue idolatrada como reina en la misma ciudad por magistrados circunspectos, obispos ortodoxos, generales victoriosos y monarcas cautivos.[139]

Los que opinan que la índole femenina se degrada por completo con la pérdida de la castidad escucharán con avidez todos los improperios de la envidia particular o del encono público que han disimulado las virtudes de Teodora, exagerando sus devaneos y condenando con severidad los pecados venales o voluntarios de la joven ramera. Por vergüenza o por desdén, solía rechazar el homenaje servil de la multitud, huir del esplendor odioso de la capital y pasar la mayor parte del año en los palacios y jardines placenteramente situados en las playas del Propóntide y del Bósforo. Dedicaba sus horas al cuidado prudente y agradecido de su belleza, al lujo del baño o de la mesa, y los sueños profundos por la tarde y por la mañana. Su vivienda reservada estaba ocupada por sus doncellas íntimas y sus eunucos, cuyos intereses e inclinaciones satisfacía a expensas de la justicia. Los personajes más ilustres del Estado se agolpaban en una antecámara lóbrega y sofocante y cuando, tras angustiosa expectativa, al fin podían besar los pies de Teodora, experimentaban, según el temple del día, la muda arrogancia de una emperatriz o la liviandad antojadiza de una comedianta. Puede excusarse su avaricia por acumular un inmenso tesoro por la zozobra del fallecimiento de su marido, que no le dejaba alternativa entre la ruina y el trono, y el miedo, así como la ambición, pudieron predisponer a Teodora en contra de dos generales que durante la enfermedad del emperador habían declarado sin reflexión que no estaban dispuestos a consentir el albedrío de la capital. Pero el reproche de crueldad, tan ajeno a sus vicios livianos, ha tiznado para siempre la memoria de Teodora. Sus innumerables espías observaban y celosamente le informaban cualquier ademán, palabra o mirada injuriosa para la dueña real. Los acusados eran arrojados a sus mazmorras particulares,[140] inaccesibles a las pesquisas de la justicia; y, según se decía, se los torturaba en el potro o con azotes en presencia de la tirana, insensible a los pedidos de compasión o a las plegarias.[141] Algunas de estas desventuradas víctimas murieron en calabozos profundos y malsanos; otras, tras la pérdida de sus miembros, de su cordura o de sus pertenencias, podían aparecer en el mundo como monumentos vivos de venganza, que solía alcanzar a la prole de los sospechosos o agraviados. El senador o el obispo sentenciado a muerte o a destierro por Teodora quedaba en manos de un encargado de confianza, cuyo desempeño ella incentivaba con una amenaza de su propia boca: «Si faltas un ápice a lo mandado, juro por todo un Dios que se te ha de desollar vivo».[142]

Si Teodora no hubiese empañado su creencia con herejías, su devoción ejemplar habría expiado, según la opinión de la época, su orgullo, su crueldad y su codicia. Mas si empleó su influencia para amansar el ímpetu intolerante del emperador, el siglo actual atribuirá algún mérito a su religión y alguna indulgencia a sus errores especulativos.[143] En todas las fundaciones piadosas y caritativas, el nombre de Teodora se presentaba con los mismos honores que el de Justiniano, y la institución más benevolente de su reinado se puede suponer un arranque de la emperatriz a favor de sus hermanas menos venturosas, que por seducción o por violencia tuvieron que caer en la prostitución. Un palacio situado en la parte asiática del Bósforo fue convertido en monasterio majestuoso y espacioso, y se le asignó una generosa cuota de mantenimiento para quinientas mujeres recogidas por las calles y burdeles de Constantinopla. En este refugio seguro y sagrado debían permanecer encerradas para siempre, y la desesperación de algunas, que se arrojaron de cabeza al mar, quedó diluida con la gratitud de las penitentes, preservadas de sus liviandades y su miseria por su generosa bienhechora.[144] El mismo Justiniano celebraba la prudencia de Teodora, y sus leyes se atribuyeron a los consejos atinados de su preciosa consorte, a quien reverenciaba como agasajo de la misma Divinidad.[145] Su valor se exhibió en medio del tumulto de gente y del terror de la corte. Su castidad, desde el momento en que se unió a Justiniano, queda demostrada por el silencio de sus enemigos implacables; y aunque la hija de Acacio podía estar hastiada de amoríos, merece elogios por la entereza de su alma que pudo sacrificar el deleite y la costumbre, impulsada por la fuerza mayor del deber o el interés. No lograron los anhelos y plegarias de Teodora la dicha de un hijo legítimo, y tuvo que enterrar a una niña, único fruto de su enlace.[146] Sin hacer caso a esta decepción, conservó su permanente y absoluto predominio; afianzó, por habilidad o por mérito, el cariño de Justiniano, y sus desavenencias aparentes solían redundar en desventura de los palaciegos que los consideraban sinceros. Tal vez, su salud se vio afectada por el desenfreno de su juventud, porque siempre fue enfermiza, y los médicos le aconsejaron los cálidos baños pitios. En este viaje, la escoltaron el prefecto pretoriano, el gran tesorero, varios condes y patricios, y una comitiva espléndida de cuatro mil acompañantes. Para su tránsito, se repararon las carreteras; se edificó un palacio para recibirla, y al pasar por Bitinia fue repartiendo limosnas cuantiosas a las iglesias, a los monasterios y a los hospitales, para que encomendasen al Cielo la recuperación de su salud.[147] Por último, después de veinticuatro años de matrimonio y veintidós de reinado, la consumió el cáncer[148] (11 de junio de 548 d. C.). Su marido, un hombre que de la habitación de una prostituta de teatro pudo obtener la doncella más pura y noble de Oriente, lloró tan irreparable pérdida.[149]

II. Se puede advertir una gran diferencia entre los juegos de la Antigüedad, pues los griegos más descollantes eran actores, y los romanos, sólo espectadores. El estadio olímpico estaba abierto a la opulencia, al mérito y a la ambición, y si los aspirantes dependían de su maestría y desempeño personal, podían seguir las huellas de Diomedes y Menelao, y conducir sus propios caballos en la rápida carrera.[150] Se permitía que partieran al mismo tiempo diez, veinte y hasta cuarenta carruajes: una corona de hojas era el galardón del vencedor, y su fama, con la de su alcurnia y su patria, resonaba en cantares líricos más duraderos que el mármol y el bronce. Pero un senador, y aun cualquier ciudadano, consciente de su jerarquía, se habría sonrojado por poner su persona o sus caballos en el circo de Roma. La República, los magistrados o los emperadores costeaban los juegos, pero manos siervas empuñaban las riendas, y si las ganancias de un conductor favorito sobrepasaban a veces las de un abogado, se debía mirar como una extravagancia popular y el crecido salario de una profesión deshonrosa. En un principio, la carrera era una mera competencia de dos carruajes, cuyos conductores se diferenciaban por sus libreas blancas y rojas; luego se añadieron otros dos colores, el verde claro y el azulado, y como la carrera constaba de veinticinco vueltas, en un solo día cien carruajes revestían de pompa el circo. Los cuatro bandos pronto adquirieron legalidad, y se atribuía el misterioso origen de sus colores de fantasía a los tonos de la naturaleza en las cuatro estaciones del año: el rojo de la encendida canícula, el nevado del invierno, las sombras del otoño y el verde lozano de la primavera.[151] Otra interpretación prefería los elementos a las estaciones, y se suponía que la lucha entre el verde y el azul representaba el conflicto entre la tierra y el mar. Sus victorias respectivas presagiaban una cosecha abundante o una navegación favorable, y la oposición de labriegos y marineros solía ser menos absurda que el ciego ahínco del pueblo romano, que entregaba su vida y sus haberes al color que endiosaban. Los príncipes más sabios toleraban con menosprecio tal desvarío, pero Calígula, Nerón, Vitelio, Vero, Comodo, Caracala y Eliogábalo estaban alistados en el bando verde o azul del circo, frecuentaban sus caballerías, aplaudían a sus favoritos, perseguían a sus contrarios y se granjeaban el aprecio del populacho, gracias al remedo natural o aparente de sus modales. La contienda sangrienta y tumultuosa continuó alborotando las festividades públicas hasta la última época de los espectáculos en Roma, y Teodorico, a impulsos de su justicia o de su afecto, solía interponer su autoridad para proteger a los verdes contra la violencia de un cónsul o de un patricio, que eran partidarios apasionados del bando azul del circo.[152]

Constantinopla adoptó los devaneos, mas no las virtudes, de la antigua Roma; y los mismos bandos que habían alborotado el circo se manifestaron con redoblado ímpetu en el hipódromo. En el reinado de Anastasio, el fervor religioso incrementó este frenesí popular, y los verdes, que traicioneramente habían escondido piedras y dagas en los cestos de frutas, asesinaron en una función solemne a tres mil adversarios azules.[153] El mal se diseminó desde esta capital hacia las provincias y ciudades de Oriente, y el distintivo deportivo de los dos colores dio lugar a dos bandos recios e irreconciliables, que sacudieron los cimientos de un gobierno débil.[154] Las desavenencias populares fundadas en los intereses trascendentales o la pretensión sagrada apenas han podido igualar la tenacidad de discordia tan antojadiza, que perturbó la paz de las familias, separó amigos y hermanos, y tentó al sexo femenino, que casi no se asomaba por el circo, a abrazar el bando de sus amados o a contradecir los deseos de sus maridos. Se pisoteaban las leyes humanas o divinas; y cuando el partido vencía, sus seguidores desatendían miramientos particulares o públicos. En Antioquía y en Constantinopla reinaba el libertinaje y no la libertad de la democracia, y era imprescindible que todo candidato apoyara algún bando para conseguir un puesto civil o eclesiástico. Se achacaba a los verdes un compromiso secreto con la alcurnia o la secta de Anastasio. Los azules eran celosamente devotos de la causa ortodoxa y de Justiniano,[155] y su caudillo, agradecido, protegió durante más de cinco años los desórdenes de un bando cuyos alborotos periódicos avasallaban el palacio, el Senado y las capitales de Oriente. Envanecidos por el favoritismo real, los azules gustaban de sembrar el terror por su particular vestimenta bárbara, la cabellera larga de los hunos, sus mangas ajustadas, vestidos amplios, un andar majestuoso y una voz sonora. De día ocultaban sus puñales de doble filo, pero de noche con descaro se agolpaban armados en grupos numerosos, dispuestos a toda tropelía y robo. Estos forajidos nocturnos despojaban o malherían a sus adversarios verdes o, incluso, a ciudadanos inofensivos; y era peligroso llevar botones o ceñidores de oro, o asomar a altas horas por las calles de una capital pacífica. El espíritu desafiante fue creciendo con la impunidad: empezaron a violar la garantía de las viviendas particulares y se valían del fuego para allanarlas o encubrir sus atentados. Ningún lugar era sagrado ni estaba a salvo de sus pillajes; derramaban con profusión la sangre de los inocentes, mancillaban iglesias y altares con sus atroces desafueros, y los asesinos se jactaban de ser tan certeros que infligían heridas mortales con una sola puñalada. La juventud disoluta de Constantinopla vistió la librea azul del desenfreno; enmudecieron las leyes y se relajaron los vínculos sociales. Los acreedores debían renunciar a los compromisos; los jueces, revocar sus sentencias; los dueños, libertar a sus esclavos; los padres, apoyar las extravagancias de los hijos. Las matronas principales se prostituían a sus sirvientes; los niños eran arrebatados de los brazos de sus padres, y las mujeres, a menos que eligieran la muerte, eran violadas en presencia de sus maridos.[156] Los verdes, desesperados, perseguidos por sus enemigos y abandonados por los magistrados, acudieron al privilegio de la defensa, y, tal vez, de la venganza. Pero los que sobrevivían al combate eran ejecutados, y los desventurados fugitivos huían a los bosques y cavernas, presas sin misericordia de la sociedad que los arrojaba. Los magistrados de justicia que tuvieron el valor de castigar los delitos y de hacer frente al resentimiento de los azules resultaban víctimas de su celo indiscreto. Un prefecto de Constantinopla acudió a refugiarse al santo sepulcro; un conde de Oriente fue azotado con ignominia, y un gobernador de Cilicia, ahorcado por disposición de Teodora sobre la tumba de dos asesinos, a quienes había condenado por la muerte de su palafrén y por el asalto desalmado a su propia persona.[157] Un aspirante ansioso puede estar tentado de construir su grandeza sobre la base de la confusión pública, sin embargo, al soberano le interesa, y es su deber, velar por el cumplimiento de las leyes. El primer edicto de Justiniano, que fue repetido y, a veces, ejecutado, proclamaba su firme resolución de apoyar a los inocentes y castigar a los culpables de toda denominación y color. Aun así la balanza de la justicia se inclinaba por el bando azul, debido al afecto recóndito, la costumbre y los temores del emperador. Su equidad, tras una lucha aparente, se sometió sin renuencia a las implacables pasiones de Teodora, y la emperatriz nunca olvidó ni perdonó los agravios que había sufrido la comedianta. Con el advenimiento de Justino el Menor, la proclama de justicia pareja y rigurosa condenó en forma indirecta la parcialidad del reinado anterior. «¡Vosotros, azules, Justiniano ya murió! ¡Vosotros, verdes, todavía vive!».[158]

El odio mutuo y una reconciliación momentánea de los bandos provocaron una sedición que casi redujo a cenizas a la gran Constantinopla. Durante el quinto año de su reinado, cuando Justiniano estaba celebrando la festividad de idus de enero (552 d. C.), los verdes no cesaban de perturbar los juegos con su ruidoso descontento. El emperador se mantuvo adustamente silencioso hasta la carrera veintidós, cuando, cediendo a su impaciencia, entabló con frases abruptas, por boca de un pregonero, el diálogo más extraño[159] que medió jamás entre un príncipe y sus súbditos. Las primeras quejas fueron respetuosas y moderadas, pues acusaron a los ministros subalternos de opresión y aclamaron sus deseos de larga vida y victoria al emperador. «¡Sed pacientes y atentos, insolentes descarriados! —prorrumpió Justiniano—, ¡callad judíos, samaritanos y maniqueos!». Los verdes insistieron en su afán por despertar su compasión: «Somos menesterosos, somos inocentes y estamos atropellados; ni siquiera nos atrevemos a andar por las calles, hay una persecución generalizada contra nuestro nombre y color. ¡Haz que muramos, oh, emperador, pero por vuestra disposición y a vuestro servicio!». Pero la repetición de improperios parciales y vehementes degradaba, a su parecer, la majestad de la púrpura. Renunciaron a la lealtad a un príncipe que negaba justicia a su pueblo; se lamentaban de que el padre de Justiniano hubiera nacido y tildaron al hijo de homicida, asno, tirano y perjuro. «¿Despreciáis vuestra vida?», gritó airado el monarca. Los azules se levantaron con furia de sus asientos; su clamor estremeció el hipódromo, y sus adversarios, abandonando tan desigual contienda, sembraron el terror y la desesperación por las calles de Constantinopla. En ese peligroso momento, siete asesinos conocidos, de ambos bandos, condenados por el prefecto, eran trasladados por la ciudad hasta el lugar de la ejecución, en el arrabal de Pera. Inmediatamente degollaron a cuatro de ellos, ahorcaron al quinto y, cuando estaban castigando en la misma forma a los dos restantes, se cortó el dogal, y cayeron vivos al suelo. La multitud aplaudió su huida, y los monjes de San Conon, que aparecieron del convento cercano, los llevaron en un bote al santuario de la iglesia.[160] Como uno de los reos vestía librea azul, y el otro, verde, los dos bandos estaban irritados por igual, ya fuera por la crueldad de su opresor, ya por la ingratitud de su padrino, y acordaron una breve tregua hasta que liberaran a sus prisioneros y cumplieran su venganza. Incendiaron en un instante el palacio del prefecto, que soportó el torrente de los sediciosos, masacraron a los guardias y empleados, allanaron las cárceles y pusieron en libertad a los que sólo podían usarla para el exterminio público. La muchedumbre armada, que iba aumentando en número y en fortaleza, se enfrentó con violencia a la fuerza militar que había acudido a defender al magistrado civil. Los hérulos, los bárbaros más bravíos que el Imperio tenía a su servicio, arrollaron al clero con sus reliquias, que por humanidad se había interpuesto temerariamente para aplacar el sangriento conflicto. El alboroto creció con este sacrilegio; el pueblo peleaba con entusiasmo por la causa de Dios; las mujeres arrojaban piedras desde los tejados y las ventanas en la cabeza de los soldados que, a su vez, arrojaban tizones a las casas; y las llamas, encendidas por mano de ciudadanos y extraños, se propagaban sin control por todo el ámbito de la ciudad. El incendio abrasó la catedral de Santa Sofía, los baños de Zeuxipo, parte del palacio, desde el atrio hasta el altar de Marte, el dilatado pórtico desde el palacio hasta el foro de Constantino, el gran hospital con sus enfermos, y muchas iglesias y edificios majestuosos, y se derritió o se perdió un tesoro inmenso de oro y plata. Horrorizados y despavoridos con tamaño desastre, los ciudadanos sensatos huyeron a la parte asiática del Bósforo, y por espacio de cinco días Constantinopla quedó en manos de los bandos, cuya consigna «¡Nika, vence!» dio nombre a aquella sedición memorable.[161]

Mientras los bandos estaban divididos, los triunfantes azules y los abatidos verdes miraban, al parecer, con la misma indiferencia los desórdenes del Estado. Coincidían en censurar la corrupción de la justicia y de la hacienda, y acusaban a viva voz de ser responsables de la miseria pública a dos ministros: el solapado Treboniano y el rapaz Juan de Capadocia. Habría sido posible dejar a un lado los comentarios pacíficos del vulgo, pero incendiada la ciudad, merecían más consideración: el cuestor y el prefecto fueron apartados de su cargo de inmediato, y dos senadores de inmaculada integridad ocuparon esos puestos. Hecha esta concesión, Justiniano confesó sus propios desaciertos en el hipódromo y aceptó el arrepentimiento de sus agradecidos súbditos, que, de todas formas, desconfiaban de sus garantías, aunque juró sobre los Santos Evangelios. El emperador, alarmado por la desconfianza, se retiró precipitadamente a la fortaleza de su palacio.

La obstinación del tumulto se atribuyó a una conspiración secreta y ambiciosa, y se abrigaba la sospecha de que los sublevados, en especial los verdes, habían obtenido armas y dinero de Hipacio y Pompeyo, dos patricios que no podían olvidar con decoro ni recordar con tranquilidad que eran sobrinos del emperador Anastasio. Habían recibido la confianza, la deshonra y el perdón caprichosos de la celosa ligereza del monarca, y habían aparecido como sirvientes leales del trono. Durante los cinco días de tumultos permanecieron detenidos como rehenes importantes hasta que, al fin, los temores de Justiniano prevalecieron sobre la cordura, los vio como espías, tal vez como asesinos, y los arrojó con dureza de su palacio. Después de una protesta inútil, que la obediencia podría llevar a una traición involuntaria, se retiraron a sus albergues. En la madrugada del sexto día, Hipacio se halló cercado y asido por el pueblo, el cual, menospreciando su resistencia virtuosa y las lágrimas de su consorte, arrebató a su favorito al foro de Constantino y, en vez de diadema, le ciñó en la sien un collar preciosísimo. Si el usurpador, que alegó luego el mérito de su demora, hubiera acatado el dictamen de su Senado y hubiera enardecido a la muchedumbre, su primer esfuerzo irresistible habría oprimido o expulsado a su trémulo competidor. El palacio bizantino se comunicaba con el mar; los bajeles estaban preparados en la gradería de los jardines, y se tomó la decisión secreta de trasladar al emperador con su familia y sus tesoros a un paraje seguro, a cierta distancia de la capital.

Habría sido la perdición de Justiniano si la prostituta que ascendió del teatro no hubiera renunciado a la timidez y las virtudes de su sexo. En medio de un consejo, presenciado por Belisario, Teodora sola exhibió la bizarría de un héroe, y ella sola, sin percibir el odio venidero, pudo salvar al emperador de aquel peligro inminente y de sus miedos indecorosos. «Si la huida —dijo la esposa de Justiniano— fuera la única salvación, aun así, la desdeñaría. Morir es la condición de nuestro nacimiento; mas quien llegó a reinar, jamás sobreviviría a la pérdida de su dignidad y su dominio. Imploro al Cielo que nunca se me vea, ni siquiera un día, sin la diadema y la púrpura, y que jamás vuelva a ver la luz si no me han de saludar con el título de reina. ¡Oh, César!, si decides huir, tienes tesoros; mira el mar, tienes naves; pero tiembla, no vaya a ser que el afán de vivir te exponga a vil destierro y a muerte deshonrosa. Por mi parte, me atengo a la máxima de la Antigüedad: el trono es un glorioso sepulcro». Tamaña entereza de la mujer devolvió valor para recapacitar y para actuar, y el valor pronto encuentra recursos, incluso, en la situación más desesperada. Reflotar la animosidad de los bandos fue una medida fácil y decisiva. Los azules estaban asombrados de su propia culpa y locura, ya que un desaire insignificante los llevó a conspirar con sus enemigos contra su bienhechor misericordioso y dadivoso, y volvieron a proclamar la majestad de Justiniano. Los verdes, con su advenedizo emperador, se quedaron solos en el hipódromo. La lealtad de la guardia era dudosa, pero la fuerza militar de Justiniano constaba de tres mil veteranos curtidos en el valor y la disciplina en las guerras de Persia y del Ilírico. A las órdenes de Belisario y de Mundo, marcharon en silencio en dos divisiones desde el palacio, se franquearon rumbo encubierto por pasajes angostos, restos de llamas y edificios en ruinas, y abrieron de par en par, a un mismo tiempo, las dos puertas opuestas del hipódromo. En este espacio estrecho, la multitud desordenada y aterrorizada no fue capaz de contrarrestar por ambas partes el avance sostenido y regular. Los azules signaron la furia de su arrepentimiento, y se calcula que murieron más de treinta mil personas en la matanza desapiadada y promiscua de aquel día. Arrastraron a Hipacio de su trono y lo condujeron con su hermano Pompeyo a las plantas del emperador: ellos imploraron su clemencia, pero su culpa era evidente y su inocencia, incierta, y Justiniano se había aterrorizado demasiado para perdonar. A la mañana siguiente, los dos sobrinos de Anastasio, con dieciocho cómplices ilustres de jerarquía patricia o consular, fueron ejecutados en privado por los soldados, se arrojaron los cuerpos al mar, se arrasaron sus palacios y se confiscaron sus bienes. Hasta el mismo hipódromo tuvo que enmudecer por algunos años. Cuando se restablecieron los juegos, volvieron a surgir desórdenes, y los bandos azul y verde siguieron asolando el reinado de Justiniano y alterando el sosiego del Imperio oriental.[162]

III. Aquel imperio todavía abarcaba las naciones que había conquistado la Roma bárbara más allá del Adriático, hasta los confines de Etiopía y de Persia. Justiniano reinaba sobre sesenta y cuatro provincias, y novecientas treinta y cinco ciudades.[163] La naturaleza favorecía sus dominios con suelo, posición y clima, y las mejoras del ingenio humano se habían ido difundiendo sin cesar por las costas del Mediterráneo y las márgenes del Nilo, desde la antigua Troya hasta la Tebas egipcia. Abraham[164] se había aliviado gracias a la abundancia de Egipto; el mismo país, una pequeña y populosa extensión, todavía era capaz de exportar anualmente más de doscientos sesenta mil cuartos de trigo [30000 kg] para Constantinopla,[165] y las manufacturas de Sidón proveían a la capital de Justiniano quince siglos después de haber celebrado los poemas de Homero.[166] La pujanza anual de los cultivos, en vez de agotarse en dos mil cosechas, se renovaba y robustecía con la hábil labranza, el rico abono y el descanso oportuno. Aumentaba infinitamente la cría de ganados; las plantaciones, los edificios y los instrumentos de trabajo y de lujo, más duraderos que la vida humana, se iban acumulando con el esmero de sucesivas generaciones. La tradición conservaba, y la experiencia simplificaba la humilde práctica de las profesiones: la sociedad se enriquecía con la subdivisión del trabajo y la facilidad del intercambio. Todo romano se albergaba, se vestía y se alimentaba con el trabajo de miles de brazos. La religiosidad les atribuye a los dioses el invento del telar y la rueca. En todos los tiempos se usó un sinnúmero de productos animales y vegetales —pelo, pieles, lana, cáñamo, algodón y, por último, seda— para fabricar hábilmente vestimentas para ocultar o adornar el cuerpo humano, y se empapaban en infusiones de colores permanentes; el pincel realzó con éxito el trabajo del telar. El gusto o la moda permitían elegir esos colores, que imitaban los de la naturaleza,[167] pero la púrpura intensa que los fenicios[168] extraían de un marisco quedó reservada para la persona sagrada del emperador y su palacio, y se castigaba como traidor a todo ambicioso que osase usurpar las prerrogativas del trono.[169]

No es necesario explicar que la seda[170] se va hilando, en principio, de las entrañas de una oruga, que construye el capullo del que emerge como mariposa. Hasta el reinado de Justiniano, el gusano de seda que se alimenta de las hojas de la morera estaba confinado a China; el que se alimenta de pino, de roble y de fresno era común en los bosques de Asia y de Europa, pero por ser su cría más trabajosa y su producción más incierta, se solían desatender, excepto en la isla de Ceos, junto a la costa de Ática. De su tejido resultaba una gasa fina, y esta manufactura cea, invento de una mujer para uso femenino, era muy apreciada en el Oriente y en Roma. Aunque se quieran sacar conclusiones sobre las prendas de los medos y los asirios, Virgilio es el escritor más antiguo que menciona expresamente la lanilla liviana que se iba cardando de los árboles de Seres o China;[171] y este error natural, menos maravilloso que la realidad, se fue corrigiendo poco a poco con el conocimiento de un insecto valioso, el primer artífice del lujo de las naciones. Durante el reinado de Tiberio, la gravedad romana censuró aquel primor extraño y elegante, y Plinio con elocuencia vehemente, aunque afectada, condenó el afán codicioso que llevaba a explorar lo más remoto de la Tierra, con el propósito pernicioso de exponer al público la desnudez de las matronas envueltas en gasas transparentes.[172] La vestimenta que mostraba el contorno de los miembros y el color de la piel podía halagar la vanidad o estimular el deseo. A veces, las mujeres fenicias destejían las sedas tupidas de la China y multiplicaban el precioso material con una textura más floja, mezclada con hilos de lino.[173] Dos siglos después de Plinio, aún se vinculaba el uso de la seda pura o mezclada al sexo femenino, hasta que los ciudadanos acaudalados de Roma y de las provincias se fueron familiarizando con el ejemplo de Eliogábalo, el primero que con su traje afeminado manchó el señorío de un emperador y de un hombre. Aureliano se lamentaba de que una libra de seda [460 g] se vendiese en Roma a doce onzas de oro [336 g]; mas la provisión creció con la demanda, y el precio disminuyó con la provisión. Si por casualidad o por el monopolio el precio a veces se elevaba aun por encima del nivel de Aureliano, los fabricantes de Tiro o de Berito tenían que contentarse, por la misma causa, con la novena parte de esa suma disparatada.[174] Se consideró necesaria una ley para diferenciar la vestimenta de los comediantes de la de los senadores; y la mayor parte de la seda exportada de su país nativo se consumía entre los súbditos de Justiniano. Estaban todavía más familiarizados con las propiedades de un marisco del Mediterráneo llamado gusano de seda marino. La delgada lanilla o cabellera con que la madreperla se adhiere a la roca ahora se fabrica por curiosidad más que por provecho, y el emperador romano les regaló a los sátrapas de Armenia una vestimenta de tan extraño material.[175]

Una mercancía valiosa y que ocupara poco espacio se podía trasladar por tierra, y las caravanas atravesaban toda Asia, desde el océano chino hasta la costa de Siria, en doscientos cuarenta y tres días. Los mercaderes persas entregaban de inmediato la seda a los romanos[176] que frecuentaban las ferias de Armenia y de Nisabis; pero este comercio, entorpecido aun en las temporadas de tregua por la codicia y los celos, se interrumpía por completo durante las guerras dilatadas de las monarquías opuestas. El gran rey podía incluir, con arrogancia, entre las provincias de su imperio a Sogdiana y aun a Sérica (China), pero el Oxo era el límite real de sus dominios, y su provechoso intercambio con los sogdoítas, allende el río, dependía de la voluntad de sus conquistadores, los blancos hunos y los turcos, que reinaron sucesivamente sobre aquel pueblo industrioso. Sin embargo, ni siquiera el gobierno más irracional desarraigó las semillas de la agricultura y del comercio en una región considerada uno de los cuatro jardines de Asia. Las ciudades de Samarcanda y Bochara estaban situadas en lugares ventajosos para el trueque de sus diversos productos, y sus comerciantes les compraban a los chinos[177] la seda cruda o labrada para transportarla a Persia y destinarla al Imperio Romano. En la presumida capital de China, recibían las caravanas sogdianas como embajadas suplicantes de reinos tributarios, y si éstas regresaban a salvo, la audaz aventura se recompensaba con una ganancia exorbitante. Pero el tránsito difícil y peligroso desde Samarcanda hasta la primera población de Shensi, no se podía realizar en menos de sesenta, ochenta o cien días. No bien atravesaban el Yapartes se internaban en el desierto, y quedaban expuestos a los grupos errantes que consideraban a los ciudadanos y a los viajeros objetos de legítima presa, a menos que los enfrentaran con armas y guarniciones. Para escapar de los salteadores tártaros y de los tiranos de Persia, las caravanas de la seda encontraron un camino más meridional: atravesaron las montañas del Tíbet, bajaron por el río Ganges o el Indo, y esperaron con paciencia en los puertos de Guzarate y Malabar a las flotas anuales del Occidente.[178] Pero los peligros del desierto eran más tolerables que el esfuerzo, el hambre y la pérdida de tiempo; así que el intento rara vez se repitió, y el único europeo que tomó ese rumbo poco frecuente elogiaba su propia diligencia por haber llegado en nueve meses desde Pekín hasta la desembocadura del Indo.

Sin embargo, el océano estaba a disposición de la humanidad como vía de comunicación. Los emperadores del norte sometieron y civilizaron las provincias de la China, desde el gran río hasta el trópico de Cáncer. Durante la era cristiana, esas provincias estaban pobladas de ciudades y gente, de moreras y sus preciosos comensales. Si los chinos, con el conocimiento de la brújula, hubieran poseído el espíritu de los griegos o de los fenicios, habrían divulgado sus descubrimientos hasta el hemisferio meridional. No estoy calificado para examinar ni propenso a creer sus lejanos viajes al golfo Pérsico o el cabo de Buena Esperanza, pero los antepasados podían igualar las tareas y el éxito de la generación actual, y los ámbitos de su navegación podían extenderse desde las islas del Japón hasta los estrechos de Malaca, las columnas, si podemos aplicar tal nombre, de un Hércules oriental.[179] Sin perder de vista la tierra, podían navegar por la costa hasta el último promontorio de Aquin, que anualmente visitaban diez o doce naves cargadas con los productos, con las manufacturas y aun con artífices de la China. La isla de Sumatra y la península opuesta[180] eran las regiones del oro y la plata, y las ciudades comerciales citadas en la geografía de Tolomeo indican que sus riquezas no derivaban sólo de las minas. Unas cien leguas [557 km] distan entre Ceilán y Sumatra; el vuelo de las aves y los vientos periódicos conducían a los navegantes indios y chinos, que surcaban el océano a salvo en bajeles cuadrados, que unían con fuertes cuerdas de coco en lugar de hierro. Ceilán, Serendib o Trapobana estaban divididas entre dos príncipes enemigos; uno poseía las montañas, los elefantes y el carbúnculo (rubí) reluciente, el otro disfrutaba de las riquezas más sólidas de la industria doméstica, el extranjero y la bahía de Trinquemalo, que recibía y enviaba flotas de Oriente y de Occidente. En aquella isla hospitalaria, a igual distancia (como fue calculado) de sus respectivos países, los mercaderes chinos de seda, que habían acopiado en sus viajes aloe, clavo de olor, nuez moscada y sándalo, mantenían un comercio libre y ventajoso con los habitantes del golfo Pérsico. Los súbditos del gran rey exaltaban, sin competencia, poderío y magnificencia; y el romano, que confundía la vanidad de ellos comparando su moneda baladí con una medalla de oro del emperador Anastasio, había navegado a Ceilán como simple pasajero en un buque de Etiopía.[181]

Como la seda se convirtió en un artículo imprescindible, el emperador Justiniano veía con preocupación que los persas tuvieran el monopolio de este importante producto por mar y por tierra, y que una nación enemiga e idólatra desangrara continuamente la riqueza de sus súbditos. Un gobierno eficaz habría restablecido el comercio de Egipto y la navegación del Mar Rojo, decaída a la par que la prosperidad del Imperio; y los bajeles romanos podrían haber navegado para comprar seda a los puertos de Ceilán, de Malaca o, incluso, de la China. Justiniano tomó una decisión más humilde y solicitó el auxilio de sus aliados cristianos, los etíopes de Abisinia, recién dedicados a la navegación y al comercio, y ubicados en el puerto de Adulis,[182] todavía decorada con los trofeos de un conquistador griego. Siguiendo la costa de África, penetraron hasta el ecuador en busca de oro, esmeraldas y plantas aromáticas, y evitaron con sensatez una competencia desigual en la que siempre se les anticipaban los persas con su vecindad a los mercados de la India, por lo que el emperador se hallaba desilusionado. Ya habían predicado el Evangelio a los indios: un obispo dirigía a los cristianos de santo Tomás sobre la costa de las especias en el Malabar, se edificó una iglesia en Ceilán, y los misioneros siguieron las huellas del comercio hasta los extremos de Asia.[183] Dos monjes persas habían residido en la China, quizás, en la ciudad real de Nankin, asiento de un monarca afecto a supersticiones extranjeras que, de hecho, recibió una embajada de la isla de Ceilán. En medio de sus afanes místicos, vieron con curiosidad el traje habitual de los chinos, las fábricas de seda y la miríada de gusanos de seda, cuya cría (ya en los árboles, ya en las viviendas) se consideraba en otra época tarea de reinas.[184] Pronto comprendieron que era imposible transportar un insecto de tan corta vida, pero que podrían preservar los huevecillos de una numerosa cría para que se reprodujeran en climas remotos. En los monjes persas preponderó la religión o el interés antes que el amor a la patria: tras un dilatado viaje, llegaron a Constantinopla y comunicaron su proyecto al emperador, quien los alentó generosamente con sus dádivas y promesas. Los historiadores de ese príncipe consideraban que era más interesante relatar una campaña a las faldas del Cáucaso que el afán por el comercio de aquellos misioneros, que de regreso a la China engañaron a un pueblo receloso, ocultando los huevecillos de los gusanos en sus bordones, y regresaron triunfantes con los despojos de Oriente. Con sus indicaciones, los incubaron en la época propicia con el calor artificial del estiércol, alimentaron a los gusanos con hojas de morera hasta que crecieron en el clima extraño; sobrevivió suficiente número de mariposas para continuar la reproducción, y plantaron árboles para alimentar a las nuevas generaciones. La experiencia y la reflexión fueron corrigiendo los errores de un nuevo intento, y en el reinado siguiente, los embajadores sogdoítas reconocieron que los romanos no eran inferiores a los chinos en cuanto a la cría de los insectos y la fabricación de seda, industria en la que la Europa moderna superó a China y a Constantinopla. Soy consciente del provecho que acarrea el lujo elegante, pero reflexiono con pena que si los importadores de seda hubieran traído el arte de la imprenta, que ya se practicaba en la China, se habrían perpetuado las comedias de Menandro y las décadas enteras de Livio en ediciones del siglo VI. Una visión más amplia del mundo podría haber promovido, al menos, el avance de las ciencias especulativas, pero era necesario extraer la geografía cristiana de los textos de la Sagrada Escritura, y el estudio de la naturaleza era síntoma seguro de una mente incrédula. La fe ortodoxa concentraba el mundo habitable en una sola zona templada, y representaba la Tierra como una superficie oblonga —cuyo largo se podía recorrer en cuatrocientas jornadas de marcha, y su ancho, en doscientas–, encerrada por el océano y cubierta por el sólido cristal del firmamento.[185]

IV. Los súbditos de Justiniano estaban disconformes con la situación y con el gobierno. Los bárbaros infectaban Europa, y los monjes, Asia. La pobreza de Occidente desalentaba el comercio y las manufacturas de Oriente: los sirvientes improductivos de la Iglesia, el Estado y el ejército consumían el fruto de todos los trabajos, y disminuyó con rapidez el capital en circulación, que constituye la riqueza nacional. La economía de Anastasio había aliviado los quebrantos públicos, y ese emperador sensato acumuló un inmenso tesoro y liberó al pueblo de impuestos gravosos y opresivos. Un agradecimiento generalizado celebró la abolición del oro del desconsuelo, tributo personal sobre la industria de los menesterosos,[186] que más intolerable era, al parecer, por el modo que por la esencia, puesto que la ciudad floreciente de Edesa sólo pagaba ciento cuarenta libras [64 kg] de oro cada cuatro años, que se recolectaban entre diez mil artesanos.[187] Mas tal era el acierto de estas disposiciones que, en un reinado de veintisiete años, Anastasio ahorró la enorme cantidad de trece millones de libras esterlinas o trescientas veinte mil libras de oro.[188] Su sobrino Justino no siguió su ejemplo y abusó del tesoro. Las riquezas de Justiniano se agotaron con rapidez en limosnas, edificios, guerras ambiciosas y tratados deshonrosos. Sus gastos eran desproporcionados a las rentas; usaba artimañas para obtener del pueblo el oro y la plata que luego derrochaba desde Persia hasta Francia.[189] Su reinado estuvo marcado por los vaivenes o, más bien, por la lucha entre la rapacidad y la codicia, y la ostentación y la escasez. Vivió acusado de ocultar tesoros[190] y legó al sucesor el pago de sus deudas.[191] El pueblo y la posteridad han demandado fundadamente semejante índole, pero el descontento público suele ser crédulo; los rumores particulares, temerarios; y el amante de la verdad debe leer con desconfianza las anécdotas instructivas de Procopio. El historiador secreto transmitió sólo los vicios de Justiniano y los oscureció con su lápiz malévolo. Imputó los actos dudosos a las peores causas, malinterpretó errores por culpas, accidente por plan y leyes por abusos. Con maliciosa habilidad, consideró la injusticia de un momento como la máxima de un régimen de treinta y dos años; cargó sobre las espaldas del emperador la responsabilidad de sus empleados, los desórdenes de la época y la corrupción de los súbditos e, incluso, los desastres naturales de epidemias, terremotos e inundaciones. De este modo, hizo aparecer a Justiniano como la encarnación del príncipe de los demonios.[192]

Con estas advertencias, relataré con brevedad las anécdotas de avaricia y atropello bajo ciertos títulos.

1. Justiniano era tan pródigo que no podía ser liberal. Los empleados civiles y militares, al entrar en la servidumbre del palacio, obtenían una jerarquía modesta con un sueldo moderado y luego iban ascendiendo por antigüedad en paga y en descanso. Las pensiones anuales, de las que Justiniano abolió las más altas, llegaban hasta cuatrocientas mil libras; los cortesanos venales y menesterosos deploraban su economía casera como el peor atentado a la majestad del Imperio. Los correos, los salarios de los médicos y el alumbrado eran objeto de gran preocupación, y las ciudades podían quejarse porque se les usurpaban los fondos municipales destinados a esos fines. Los soldados también se veían perjudicados, y tal era la decadencia del espíritu militar que los atropellaban con impunidad. El emperador les retiró el donativo habitual de cinco piezas de oro por quinquenio, redujo a los veteranos a pordiosear por el sustento y consintió que ejércitos enteros se disolviesen por su desamparo en las guerras de Italia y de Persia.

2. La humanidad de sus antecesores había condonado siempre, en épocas prósperas de reinado, los atrasos en el tributo público y había resignado con sabiduría el reclamo de una deuda imposible de cobrar. «Durante sus treinta y dos años de reinado, Justiniano nunca ha otorgado una indulgencia similar, y muchos de sus súbditos han renunciado a la posesión de esas tierras cuyo valor es insuficiente para cubrir las demandas del erario. A las ciudades que habían sufrido ataques hostiles, Anastasio prometió una exención general de siete años; las provincias de Justiniano han sido devastadas por persas, árabes, hunos y eslavonios, pero su dispensa vana y ridícula de un solo año se ha aplicado a los pueblos que estaban de hecho en manos del enemigo.» Así habla el historiador secreto, que expresamente negaba que se le hubiera concedido algún alivio a Palestina tras la rebelión de los samaritanos; imputación falsa y odiosa, refutada por el informe verdadero que atestigua un descargo de trece centenarios de oro (52000 libras) otorgado a aquella provincia asolada, por la mediación de san Sabas.[193]

3. Procopio no ha tenido a bien explicar el sistema de impuestos que caía como granizo sobre la tierra y como pestilencia sobre los moradores, y nos haríamos cómplices de su iniquidad si imputáramos sólo a Justiniano el antiguo y riguroso principio de que un distrito entero debía afrontar las pérdidas de las personas o propiedades individuales. La provisión de granos para el ejército y la capital era una obligación gravosa y arbitraria, que excedía, quizás, diez veces la capacidad del granjero, cuya aflicción empeoraba con la desigualdad de pesos y medidas, y la tarea y el gasto adicional del traslado a lugares distantes. En un momento de escasez, se practicó una requisa en las vecinas Tracia, Bitinia y Frigia; pero los dueños, tras un viaje tedioso y una navegación peligrosa, recibieron un pago tan mezquino que habrían preferido entregar el grano y su valor en la puerta de sus graneros. Estas precauciones podrían indicar sumo afán por el bienestar de la capital; sin embargo, Constantinopla no escapaba al rapaz despotismo de Justiniano. Hasta su reinado, los estrechos de Bósforo y del Helesponto gozaban la libertad de comercio, sin ninguna prohibición más que la de exportación de armas para los bárbaros. En cada una de las puertas de la ciudad residía un pretor, el ministro de la codicia imperial. Se cobraban elevados derechos a bajeles y mercancías; la exigencia recaía en el desvalido consumidor; los pobres sufrían por una escasez artificial y por el exorbitante precio de los mercados, y el pueblo, acostumbrado a la generosidad de su príncipe, a veces carecía del agua y del pan.[194] El tributo aéreo, sin nombre, ley, ni objeto determinado, era un don anual de ciento veinte mil libras que el emperador aceptaba del prefecto del pretorio, y el medio de pago quedaba a discreción del magistrado poderoso.

4. Aun este impuesto era más tolerable que el privilegio de los monopolios, que impedía la competencia justa de la industria y, por el afán de una ganancia escasa e indecorosa, imponía una carga arbitraria sobre las necesidades o el lujo de los súbditos. «No bien —copio las anécdotas— el tesorero imperial usurpó la venta exclusiva de seda, todo un pueblo, los fabricantes de Tiro y de Berito quedaron reducidos a la miseria extrema y perecieron de hambre o huyeron a los dominios enemigos de Persia». Una provincia podía sufrir por la decadencia de sus manufacturas, pero en este ejemplo de la seda, Procopio no tiene en cuenta el beneficio inestimable y duradero que recibió el Imperio gracias a la curiosidad de Justiniano. El recargo de un séptimo al precio habitual de la moneda de cobre puede disculparse de la misma forma, y la modificación, que podía parecer acertada, parece ser inocente, puesto que no se alteró la pureza ni varió el valor de la moneda de oro, medida legal para los pagos públicos y privados.[195]

5. Las amplias atribuciones para exigirles a los granjeros el cumplimiento de sus compromisos pueden considerarse dignas de reprobación, ya que parecía que le hubieran comprado al emperador la vida y la fortuna de sus conciudadanos. Y aun se celebró una compra más directa de honores y de empleos en el palacio, con el permiso o, por lo menos, la anuencia de Justiniano y Teodora. No se tenían en cuenta las razones de méritos ni de privanza, y casi era razonable esperar que el osado aventurero que había asumido una magistratura tuviese una cuantiosa recompensa por la infamia, el esfuerzo, el peligro y las deudas contraídas, y el alto interés que pagaba. Tantos oprobios y estragos acarreados por esta práctica venal despertaron por fin la virtud oculta de Justiniano, e intentó proteger la integridad de su gobierno mediante juramentos y castigos.[196] Pero después de un año de perjurio, se suspendió el riguroso edicto, y la corrupción licenciosa declaró su triunfo sobre la impotencia de las leyes.

6. El testamento de Eulalio, conde de los domésticos, declaraba al emperador heredero único, con la condición, sin embargo, de que satisficiese sus deudas y legados, otorgase a sus tres hijas una pensión decorosa y una dote de diez libras de oro en el momento de su casamiento. Pero la espléndida fortuna de Eulalio se había consumido en el fuego, y el inventario de sus bienes se reducía a la suma insignificante de quinientas sesenta y cuatro piezas de oro. Un ejemplo similar en la historia de Grecia advertía al emperador sobre la oportunidad de remedarlo. Frenó los rumores egoístas de la tesorería, celebró la confianza de su amigo, cumplió con los legados y las deudas, educó a las tres niñas a la vista de la emperatriz Teodora y duplicó la dote que el cariño paternal consideraba suficiente.[197] Algún elogio merece la humanidad de un príncipe (puesto que a los príncipes no les cabe ser generosos), pero aun en este acto de virtud se puede descubrir la vieja práctica de suplantar a los herederos legítimos o naturales, que Procopio le imputa al reinado de Justiniano. Apoya este cargo con apellidos ilustres y ejemplos escandalosos; ni las viudas ni los huérfanos estaban a salvo, y los cortesanos ejercitaban en su beneficio el arte de solicitar, falsear o inventar testamentos. Esta tiranía ruin y desalmada invadía la seguridad de la vida privada; y el monarca que había consentido el apetito por las ganancias pronto estaría tentado a anticipar el momento de la sucesión, a interpretar la riqueza como prueba de culpabilidad y a trocar el derecho a una sucesión en la potestad de confiscarla.

7. Un filósofo puede incluir entre las formas de hurto la conversión de las riquezas paganas o heréticas para el uso de los fieles, mas en la época de Justiniano este saqueo sagrado sólo era condenado por los sectarios, que eran las víctimas de la codicia católica.[198]

Todo el deshonor recaía en última instancia en la persona de Justiniano, pero gran parte de la culpa y aun más de las ganancias la tenían los ministros, que rara vez eran ascendidos por sus virtudes y no siempre por su competencia.[199] Se deben valorar los méritos de Triboniano, el cuestor, para la reforma de la ley romana, pero el régimen del Oriente estaba subordinado al prefecto pretoriano, y Procopio justificó sus anécdotas por el retrato que expuso en su historia pública de los notorios vicios de Juan de Capadocia.[200] No había adquirido conocimientos en las escuelas,[201] y su escritura era apenas legible; pero descollaba por su pujanza nativa para dar los consejos más sabios y para hallar soluciones en las situaciones más desahuciadas. La corrupción de su corazón igualaba su extraordinario entendimiento. Aunque se sospechaba que practicaba la superstición mágica y pagana, parecía inconsciente del temor de Dios y de los reproches de los hombres. Su inmensa fortuna se labró sobre la muerte de miles, la pobreza de millones, la ruina de ciudades y el asolamiento de provincias. Trabajaba desde el amanecer hasta el momento de la cena para enriquecer a su amo y a sí mismo, a costa del mundo romano; dedicaba el resto del día a los placeres sensuales y obscenos; y en el silencio de la noche, lo asaltaba el terror por la justicia de algún asesino. Sus habilidades y, quizá, sus vicios le aconsejaron una larga amistad con Justiniano: el emperador cedió a su pesar ante la furia del pueblo; exhibió su triunfo con el inmediato restablecimiento de su enemigo, y sintieron por más de diez años, bajo su administración opresiva, que lo estimulaba la venganza más que lo instruía la desventura. Las murmuraciones sólo sirvieron para robustecer más la resolución de Justiniano; pero el resentimiento de Teodora desdeñó un poderío ante el cual todos se ponían de rodillas, y él intentó sembrar las semillas de discordia entre el emperador y su amada esposa. La misma Teodora tuvo que disimular para esperar el momento oportuno y, mediante una conspiración artificiosa, convertir a Juan de Capadocia en cómplice de su propia destrucción. Mientras Belisario demostraba ser un rebelde, a menos que haya sido un héroe, su mujer Antonina, íntima de la emperatriz, comunicó su supuesto descontento a Eufemia, hija del prefecto. La crédula niña le comunicó a su padre el peligroso proyecto, y Juan, que debería haber conocido el valor de los juramentos y las promesas, se vio tentado a aceptar una entrevista nocturna y casi traidora con la esposa de Belisario. Por orden de Teodora, guardias y eunucos le tendieron una emboscada; se abalanzaron espada en mano sobre el ministro culpable, que se salvó por la fidelidad de sus asistentes. Pero en vez de acudir a un soberano misericordioso que le había advertido en privado del peligro, huyó cobardemente al santuario de la iglesia. El favorito de Justiniano fue sacrificado por el cariño conyugal y el sosiego doméstico; la conversión de prefecto a sacerdote extinguió su ambición, pero la amistad con el emperador alivió su desgracia y retuvo una gran porción de sus riquezas en el exilio apacible de Císico. Esa venganza incompleta no podía satisfacer a Teodora; el asesinato de su antiguo enemigo, el obispo de Císico, exigía una pretensión decente, y Juan de Capadocia, cuyas acciones habían provocado mil muertes, al final fue condenado por un delito que no cometió. Un gran ministro, revestido con los honores de cónsul y de patricio, fue azotado con ignominia como un forajido, y sólo quedaron sus harapos como muestra de su fortuna. Lo embarcaron para su destierro en Andrinópolis del alto Egipto, y el prefecto de Oriente tuvo que mendigar el pan por las mismas ciudades que habían temblado con su nombre. Durante un destierro de siete años, la ingeniosa crueldad de la emperatriz prolongó y amenazó su vida. Cuando ella murió, Justiniano pudo recuperar a un sirviente al que había abandonado con pesar. Sin embargo, la ambición de Juan de Capadocia quedó reducida a los humildes deberes de la profesión sacerdotal. Sus sucesores convencieron a los súbditos de Justiniano de que aún podía mejorarse la opresión mediante la experiencia y la laboriosidad. Se introdujeron en la administración de las finanzas los fraudes de un asentista sirio, y el ejemplo del prefecto sirvió de pauta al cuestor, al tesorero general y particular, al gobierno de las provincias y a los magistrados principales del Imperio oriental.[202]

V. Los edificios de Justiniano se construían con la sangre y el caudal de su pueblo, mas aquellas estructuras suntuosas parecían anunciar la prosperidad del Imperio y exhibían en realidad la maestría de sus arquitectos. Los emperadores apadrinaban el desarrollo de la teoría y la práctica de las artes que estriban en las matemáticas y en la maquinaria. Proclo y Antenio estaban a la par de Arquímedes, y si los espectadores hubieran sido capaces de desentrañar sus milagros, podrían en ese momento aumentar las conjeturas, en lugar de incitar la desconfianza de los filósofos. Cuenta la tradición que la flota romana quedó reducida a cenizas en el puerto de Siracusa por los espejos ustorios de Arquímedes,[203] y se asegura que Proclo se valió del mismo instrumento para destruir las naves godas en la bahía de Constantinopla y proteger a su benefactor, Anastasio, contra el arrojo de Vitaliano.[204] En las murallas de Constantinopla se instaló una máquina que se componía de un espejo hexagonal de metal pulido con varios polígonos menores y móviles, que al recibir el reflejo del sol del mediodía enviaba una llama abrasadora a más de doscientos pies [61 m].[205] El silencio de historiadores más auténticos desmiente estos dos hechos extraordinarios, y nunca se usaron los espejos ustorios en el ataque o la defensa de un lugar.[206] Sin embargo, los experimentos asombrosos de un filósofo francés[207] han demostrado la posibilidad de semejantes instrumentos, y dado que son asequibles, me parece más razonable atribuírselos a la invención de los grandes matemáticos de la Antigüedad que a la fantasía extravagante de un monje o de un sofista. Según otro relato, Proclo se valió del azufre para destruir las naves godas.[208] El hombre moderno asocia el azufre con la pólvora, y esta asociación se transmite mediante las artes secretas de su discípulo Antemio.[209] Un ciudadano de Tralles (Asia) tenía cinco hijos, que descollaron todos en sus respectivas profesiones. Olimpio sobresalió en el conocimiento y la práctica de la jurisprudencia romana; Dióscoro y Alejandro fueron médicos eminentes: el primero dedicó su ciencia al provecho de sus conciudadanos, mientras que su hermano, más ambicioso, se granjeó riqueza y fama en Roma. La reputación de Metrodoro, el gramático, y de Antemio, matemático y arquitecto, llegó a oídos de Justiniano y los invitó a Constantinopla. Mientras el primero instruía a los jóvenes en la elocuencia, el segundo colmó la capital y las provincias con los monumentos más duraderos de su arte. La elocuencia de su vecino Zenón lo había vencido en un pleito baladí sobre paredes y ventanas de sus casas contiguas, pero el orador fue arrollado, a su vez, por el maestro de la mecánica, cuyas estratagemas traviesas, pero inofensivas, están representadas misteriosamente por la ignorancia de Agatias. En un aposento bajo, Antemio colocó varias vasijas o calderos de agua, cubrió cada uno con la parte inferior y ancha de un tubo de cuero, cuyo otro extremo angosto se elevaba hasta las vigas y aleros del edificio vecino.

Calentó los calderos, el vapor ascendió por los tubos, la casa se estremeció con el empuje del aire encajonado, y sus moradores, trémulos, se extrañaron de que la ciudad no percibiera el terremoto. En otra oportunidad, los amigos que estaban comiendo con Zenón quedaron deslumbrados con el reflejo irresistible de los espejos de Antemio y aturdidos con el estruendo del choque de ciertas partículas diminutas, y el orador manifestó con entonación trágica ante el Senado que cualquier mortal se rendiría ante el poder de un enemigo que conmovía la tierra con el tridente de Neptuno e imitaba los truenos y rayos del mismo Jove. El príncipe, cuyo gusto por la arquitectura se había convertido en una pasión enfermiza y costosa, incitó y empleó el genio de Antemio y de su compañero Isidoro el Milesio. Sus arquitectos favoritos sometían sus diseños y dificultades a Justiniano, y confesaban con discreción que sus ideas laboriosas eran superadas por el conocimiento intuitivo, fruto de una inspiración celestial, del emperador, cuyo interés se concentraba siempre en el beneficio de su pueblo, la gloria de su reinado y la salvación de su alma.[210]

La iglesia principal, que el fundador de Constantinopla había dedicado a santa Sofía, quedó destruida por el fuego en dos ocasiones: la primera, después del destierro de Juan Crisóstomo; la segunda, durante los disturbios entre el bando azul y el verde. Tras aquellos tumultos, la población cristiana deploró la temeridad sacrílega, pero se podría haber regocijado si hubiera previsto el esplendor del nuevo templo, que a los cuarenta días emprendió con ahínco la religiosidad de Justiniano.[211] Retiraron las ruinas, delinearon un plano más espacioso y, como necesitaban la conformidad de algunos propietarios de la tierra, obtuvieron los términos más exorbitantes gracias a los deseos impacientes y la conciencia timorata del monarca. Antemio creó el diseño, y su maestría dirigió las manos de diez mil albañiles, cuyo pago en piezas de plata finísima se cumplía sin demoras todas las tardes. El emperador en persona, con una túnica de lino, controlaba a diario el progreso y animaba la diligencia con su familiaridad, su fervor y sus premios. El patriarca consagró la nueva Catedral de Santa Sofía a los cinco años, once meses y diez días de colocados los primeros cimientos, y en medio de una fiesta solemne Justiniano exclamó con vanidad devota: «Alabado sea Dios, que me consideró digno de cumplir tan grandiosa obra; logré vencerte, ¡oh!, Salomón».[212] Pero el orgullo del Salomón romano, antes de pasados veinte años, dio una lección de humildad, ya que un terremoto derribó la parte oriental de la cúpula. Sin embargo la perseverancia del mismo príncipe la restauró nuevamente, y a los treinta y seis años de su reinado, Justiniano dedicó por segunda vez un templo que, después de doce siglos, sigue siendo un extraordinario monumento de su fama. La arquitectura de Santa Sofía, convertida ahora en mezquita principal, fue imitada por los sultanes turcos, y la asombrosa mole sigue despertando la admiración de los griegos y la curiosidad de los viajeros europeos.

Los espectadores se desilusionan por la perspectiva irregular de semicúpulas y techos escalonados; la fachada occidental, que es la principal, carece de sencillez y de magnificencia, y sus dimensiones han sido superadas por varias catedrales latinas. Pero aquel arquitecto que levantó por primera vez una cúpula aérea es acreedor del elogio a su audaz diseño y su hábil ejecución. La cúpula de Santa Sofía, iluminada por cuarenta ventanas en una pechina o curva rebajada, tiene una profundidad de sólo un sexto de su diámetro. Éste mide ciento quince pies [35 m], y el centro, donde una media luna ha suplantado a la cruz, se eleva perpendicularmente a doscientos ochenta pies [85 m] del pavimento. El círculo que compone la cúpula reposa con suavidad sobre cuatro arcos poderosos, sostenidos por cuatro pilares macizos fortalecidos, ayudados, en el lado norte y el sur, por la presencia de cuatro columnas de granito egipcio. La planta del edificio está representada por una cruz griega inscrita en un cuadrángulo; mide doscientos cuarenta y tres pies [74 m] de ancho, y doscientos sesenta y nueve [82 m] de largo desde el santuario en el lado este hasta las nueve puertas occidentales, que se abren al atrio y luego al nártex o pórtico exterior. Ese pórtico era la humilde estación de los penitentes. La nave o cuerpo de la iglesia se colmaba de fieles, pero se separaban con prudencia los dos sexos, y la galería alta y la baja se reservaban para la devoción más privada de las mujeres. Tras los pilares del norte y del sur, una barandilla, que terminaba en los extremos con los tronos del emperador y del patriarca, separaba la nave del coro, y el clero y los cantores ocupaban todo ese espacio (presbiterio) hasta los escalones del altar. El mismo altar, nombre ya familiar para los cristianos, estaba ubicado en la capilla oriental, construida expresamente en forma semicilíndrica; y este santuario se comunicaba por varias puertas con la sacristía, el vestuario y el batisterio, y con las construcciones inmediatas, que servían para la pompa del culto, o para el uso particular de los ministros eclesiásticos. Teniendo presentes los desastres anteriores, Justiniano decidió con sabiduría no utilizar madera, excepto en las puertas, en el nuevo edificio, y se fueron seleccionando los materiales según lo requería la pujanza, la ligereza o el esplendor de las respectivas partes. Los sólidos pilares que sostenían la cúpula se componían de enormes sillares de piedra pulida, cuadrados o triangulares, fortalecidos con abrazaderas de hierro y afianzados con la fusión de cal viva y plomo; mas el peso de la cúpula disminuía por la liviandad de su material, que era piedra pómez (que flota en el agua) o ladrillo de Rodas, cinco veces más liviano que el común. Toda la estructura del edificio era de ladrillos, sin embargo, estaban recubiertos con un revestimiento de mármol. El interior de Santa Sofía, la cúpula, las dos semicúpulas mayores y las seis menores, las paredes, las cien columnas y el piso embelesaban aun los ojos de los bárbaros, con sus matices ricos y abigarrados. Un poeta[213] que fue testigo del brillo inicial de Santa Sofía describe los colores, las sombras y las manchas de diez o doce mármoles, jaspes y pórfidos que la naturaleza había diversificado profusamente y que aparecían combinados y contrapuestos como por la mano de un hábil pintor. El triunfo de Cristo se engalanó con los últimos despojos del paganismo, pero la mayor parte de estas costosas piedras salió de las canteras de Asia Menor, de las islas y el continente de Grecia, Egipto, África y Galia. La religiosidad de una matrona romana donó ocho columnas de pórfido, que Aureliano había colocado en el Templo del Sol; el fervor ambicioso de los magistrados de Éfeso entregó otras ocho de mármol verde; todas son admirables por su tamaño y hermosura, aunque sus capiteles desdicen todas las órdenes de la arquitectura. En los mosaicos aparecía una variedad de adornos y figuras, y las efigies de Cristo, de la Virgen, de santos y ángeles, que han sido borradas por el fanatismo turco, estaban expuestas peligrosamente a la ciega superstición de los griegos. Los metales preciosos se empleaban en hojuelas o bloques macizos, según la santidad de cada objeto. La barandilla del coro, los capiteles de los pilares, los adornos de las puertas y las galerías eran de bronce dorado; los espectadores quedaban encandilados con los destellos de la cúpula; el santuario contenía cuarenta mil libras [18.400 kg] de plata, y los vasos sagrados y las vestiduras del altar eran del oro más puro salpicado de piedras preciosas. Antes que la obra se levantara dos codos del suelo [90 cm], ya se habían gastado cuarenta y cinco mil doscientas libras, y toda la empresa ascendió a trescientas veinte mil: cada lector, según su propio método, podrá calcular el importe en oro o plata, pero el cálculo más bajo es de un millón de libras esterlinas. Un templo suntuoso es un monumento loable al gusto y la religión nacional, y el devoto que contemplaba el domo de Santa Sofía estaría tentado a suponer que era la residencia o, incluso, el trabajo de la misma divinidad. Sin embargo, ¡cuán torpe es el artífice, cuán insignificante es la labor si los comparamos con la formación del insecto más ínfimo que se arrastra por el techo del mismo templo!

La envergadura de tal edificio, que el tiempo ha respetado y que disculpa el habernos explayado en sus pormenores, es una muestra de las innumerables obras que Justiniano construyó, tanto en la capital como en las provincias, en menor escala y menos duraderas.[214] Sólo en Constantinopla y sus suburbios dedicó veinticinco iglesias a Cristo, a la Virgen y a los santos, muchas de ellas decoradas con mármol y oro, y cuya ubicación escogía con habilidad en una plaza concurrida, en alguna arboleda agradable, en la playa o en una loma desde donde se veían los continentes de Europa y de Asia. Parece que la iglesia de los Santos Apóstoles en Constantinopla y la de San Juan en Éfeso se ajustaron a la misma norma. Sus cúpulas imitan las de Santa Sofía, pero el altar se colocó en un lugar más acertado, bajo el centro de la cúpula y en el cruce de los cuatro pórticos majestuosos que expresaban mejor la figura de una cruz griega. La Virgen de Jerusalén podría regocijarse con el templo erigido por su devoto imperial en paraje más ingrato, sin solar ni materiales. Se alzó un terraplén sobre una parte elevada de una honda cañada para nivelarla con la altura del cerro. Se labraron con esmero las piedras de una cantera vecina en formas regulares. Se condujo cada bloque en un carruaje especial tirado por cuarenta poderosos bueyes, y se ensancharon los caminos para el tránsito de tan extraordinario peso. El Líbano proporcionó sus cedros más elevados para las maderas de la iglesia, y el descubrimiento oportuno de una veta de mármol rojo aportó el material para sus bellas columnas, dos de las cuales, los apoyos del pórtico exterior, eran las más grandes del mundo. La espléndida generosidad del emperador se propagó por la Tierra Santa, y si la racionalidad debería condenar los monasterios de ambos sexos edificados o restablecidos por Justiniano, la humanidad no puede menos que elogiar los pozos que perforó y los hospitales que fundó para el alivio de los agotados peregrinos. El espíritu cismático de Egipto lo hacía poco acreedor de la liberalidad real, pero en Siria y en África se aplicaron algunos remedios contra los desastres de la guerra y de los terremotos, y tanto Cartago como Antioquía, renaciendo de sus escombros, debieron reverenciar el nombre de su benefactor misericordioso.[215] Casi todos los santos del calendario fueron honrados con un templo, casi todas las ciudades del Imperio lograron las ventajas contundentes de puentes, hospitales y acueductos, mas la sobria generosidad del príncipe se negó a halagar al pueblo con el lujo popular de los baños y los teatros. Mientras Justiniano se esforzaba por el servicio público, no desatendía su propia dignidad y su situación. Restauró su palacio bizantino, dañado por el incendio, con una nueva majestuosidad, y se puede tener una noción del edificio por el vestíbulo o recibidor, que desde la puerta o, quizá, del techo, se denominaba cales o bronce. El domo, de cuadrángulo espacioso, descansaba sobre pilares macizos; el piso y las paredes estaban revestidos de mármoles jaspeados: verde esmeralda de Laconia, rojo de fuego y blanco frigio salpicado con vetas de color verde mar. Los mosaicos pintados de la cúpula y de los costados representaban las glorias triunfales de Italia y de África. En la costa asiática del Propóntide, a poca distancia del este de Calcedonia, se dispuso el costoso palacio y los jardines de Hereo[216] como residencia veraniega de Justiniano y, en especial, de Teodora. Los poetas de la época le cantaron a la extraña alianza entre la naturaleza y el arte, a la armonía de las ninfas de los bosquecillos y de los manantiales, pero la multitud de sirvientes que acompañaba a la corte se quejaba de la incomodidad de los albergues,[217] y las ninfas se alarmaban con demasiada frecuencia por el famoso Porfirión, un ballenato de diez codos [4,5 m] de ancho y treinta [12,50 m] de largo que se encalló en la desembocadura del río Sangaris, después de haber infestado por más de medio siglo los mares de Constantinopla.[218]

Justiniano redobló las fortificaciones de Europa y de Asia, pero tan tímidas e inútiles precauciones no hacían más que exponer, según una visión filosófica, la debilidad del Imperio.[219] Desde Belgrado hasta el Euxino, desde la confluencia del Sava hasta la embocadura del Danubio, se extendía un cordón de más de ochenta plazas por la orilla del gran río. Las simples atalayas se convirtieron en grandiosas ciudadelas; los murallones solitarios, estrechados o agrandados por los ingenieros según la naturaleza del terreno, se llenaron de colonias o guarniciones; una gran fortaleza escudaba los escombros del puente de Trajano[220] y varios apostaderos parecían difundir el orgullo del nombre romano allende el Danubio. Pero ese nombre fue despojado del terror que inspiraba, pues los bárbaros pasaban dos veces por año con desdén por delante de aquellos baluartes inservibles, y los habitantes de la frontera, en vez de resguardarse a la sombra de la defensa general, se veían obligados a mantener una vigilancia incesante sobre sus viviendas desparramadas. La soledad de ciudades antiguas se repobló, las fundaciones nuevas de Justiniano adquirieron, tal vez con demasiada precipitación, los calificativos de inexpugnables y populosas, y el solar venturoso de su nacimiento provocó la reverencia agradecida del más vanidoso de los príncipes. Con el nombre de Justiniana Prima, la aldea oscura de Tauresio se convirtió en sede de un arzobispo y un prefecto, cuya jurisdicción abarcaba siete provincias belicosas del Ilírico;[221] y la denominación viciada de Jiurtendil todavía señala la residencia de un sanjaco turco, veinte millas [32 km] al sur de Sofía.[222] Se construyó con rapidez una catedral, un palacio y un acueducto para el uso de los cortesanos del emperador; edificios públicos y particulares se adaptaron a la grandeza de una ciudad real, y la fortaleza de sus murallas rechazó, durante la vida de Justiniano, los torpes asaltos de los hunos y los eslavos. A veces, su avance quedó retardado, y sus esperanzas de saqueo frustradas por los innumerables castillos que, en las provincias de Dacia, Epiro, Tesalia, Macedonia y Tracia, parecían cubrir el país de un extremo a otro. El emperador construyó o reparó seiscientos de esos fuertes, pero es razonable pensar que la mayoría consistía en una torre de piedra o ladrillo en medio de un área cuadrada o circular, cercada por valla y foso, y que proporcionaba alguna protección en los momentos de peligro a los campesinos y al ganado de las aldeas vecinas.[223] Mas aquellas obras militares, que agotaban el erario, no alcanzaban para evitar los temores del emperador y de sus súbditos europeos. Los baños calientes de Anchialo, en Tracia, se consideraban tan seguros como beneficiosos, pero la caballería escita saqueaba las ricas tierras de Tesalónica; atronaba a toda hora el estruendo de la guerra en el delicioso valle de Tempe, a trescientas millas [483 km] del Danubio;[224] y no había lugar descubierto, por lejano y recóndito que fuese, donde se disfrutaran sin peligro las venturas de la paz. Justiniano fortificó el desfiladero de Termópilas, que parecía resguardar la seguridad de Grecia, pero que tan a menudo la había burlado. Se edificó una fuerte muralla por los bosques y las cañadas, desde la playa hasta la cumbre de las montañas de Tesalia, con lo que se cubrían todas las entradas. En lugar de una multitud de campesinos, en la muralla se apostaron tres mil soldados; para ellos se instalaron graneros y reservas de agua, y, con cautela, se elevaron fortalezas para su retirada, síntoma de la cobardía que se preveía. Se restauraron con esmero las murallas de Corinto, derrumbadas por un terremoto, y los baluartes desmoronados de Atenas y de Platea. Los bárbaros se desanimaron por la perspectiva de sitios sucesivos y trabajosos, y las ciudades indefensas del Peloponeso se cubrieron con las fortificaciones del istmo de Corinto. En el extremo de Europa, otra península, el Quersoneso de Tracia, se interna en el mar por un espacio equivalente a tres jornadas para formar, con las playas adyacentes del Asia, el estrecho del Helesponto. Entre once pueblos populosos había empinados bosques, fértiles praderas y tierras de labranza, y un general espartano, nueve siglos antes del reinado de Justiniano, había fortificado el istmo de treinta y siete estadios [7,4 km].[225] En una época de libertad y valor, la más leve muralla puede evitar una sorpresa, y Procopio, al parecer, no tiene en cuenta la superioridad de los tiempos antiguos, puesto que elogia la construcción sólida y el parapeto doble de una muralla cuyos largos brazos abarcaban ambos lados de la península, pero cuya fortaleza podía resultar insuficiente para resguardar el Quersoneso si todas las ciudades, en especial Galipoli y Serto, no hubieran tenido sus propias fortificaciones. La muralla larga, como se la llamaba enfáticamente, era obra tan indecorosa en el objeto como grandiosa en la ejecución. La riqueza de toda capital se difundía sobre su comarca, y el territorio de Constantinopla, un paraíso de la naturaleza, se realzaba con lujosos jardines y quintas de senadores y ciudadanos opulentos. Sin embargo, esa riqueza sólo sirvió para atraer la osadía y la rapacidad de los bárbaros; los romanos más nobles, en la comodidad de su indolencia, sufrieron el cautiverio escítico, y su soberano vio desde el palacio la llamarada enemiga que se explayaba insolente hasta las puertas de la ciudad imperial. Anastasio tuvo que establecer su última frontera a una distancia de sólo cuarenta millas [64 km], su larga muralla de sesenta millas [96,6 km] desde la Propóntida hasta el Euxino proclamó la impotencia de sus armas, y cuando el peligro se hizo más inminente, la cordura incansable de Justiniano añadió nuevas fortificaciones.[226]

Rendidos los isaurios,[227] Asia Menor quedó sin enemigos ni fortificaciones. Esos salvajes audaces, que se habían negado a ser súbditos de Galieno, se aferraron por espacio de doscientos treinta años a una vida de independencia y saqueos. Los príncipes más altivos respetaron la fuerza de las montañas y la desesperación de los nativos; a veces, su fiereza se calmó con dádivas, otras veces, se apaciguó por miedo. Un conde militar con tres legiones fijó su apostadero permanente y oprobioso en el centro de las provincias romanas.[228] Pero apenas se adormecía o se distraía aquella vigilancia, los escuadrones, sin obstáculos, descendían de las serranías e invadían la abundancia pacífica de Asia. A pesar de que los isaurios no se destacaban por la altura ni por la valentía, la miseria los envalentonaba, y la práctica los había convertido en expertos en la depredación. Atacaban de improviso y con rapidez las aldeas y los pueblos indefensos; a veces, las partidas llegaban hasta el Helesponto, el Euxino y las puertas de Tarso, Antioquía y Damasco,[229] y guardaban el botín en sus cumbres inaccesibles antes de que la tropa romana recibiese órdenes, o de que la provincia lejana tuviera conciencia de sus pérdidas. El delito de rebeldía y saqueo los excluía del derecho reservado a los enemigos nacionales; y se indicó a los magistrados por medio de un edicto que el proceso y castigo de un isaurio, aun en medio de la Pascua, era un acto meritorio de justicia y piedad.[230] Si los cautivos quedaban condenados a la esclavitud doméstica, mantenían riñas con el amo, con su espada o daga, y se consideró conveniente para el sosiego público prohibir el servicio de tan peligrosos sirvientes. Cuando su compatriota Tarasicodissa o Zenón ascendió al trono, invitó a un grupo leal y formidable de isaurios, que atropellaban la corte y la ciudad, y se los agasajaba anualmente con un regalo de cinco mil libras de oro. Mas las esperanzas de fortuna despoblaron sus montañas, el lujo debilitó la pujanza de su cuerpo y su alma, y a medida que se fueron mezclando con los pobladores perdieron la capacidad de vivir en la pobreza y la libertad solitaria. Muerto Zenón, Anastasio, su sucesor, los privó de sus pensiones, los expuso a la venganza del pueblo, los arrojó de Constantinopla y los obligó a sostener una guerra que dejaba sólo la alternativa de victoria o servidumbre. Un hermano del emperador difunto usurpó el título de Augusto, sostuvo su causa por medio de las armas, los tesoros y almacenes acopiados por Zenón, y los isaurios nativos deben de haber conformado la minoría de los ciento cincuenta mil bárbaros que fueron bajo su estandarte, santificado, por primera vez, con la presencia de un obispo guerrero. El fervor y la disciplina de los godos vencieron a aquella hueste desordenada en las llanuras de Frigia, pero la guerra de seis años casi agotó las fuerzas del emperador.[231] Los isaurios se retiraron a sus montañas, les fueron sitiando y destruyendo sus fortalezas, se les interceptó la comunicación con el mar, sus líderes más valerosos murieron bajo las armas, los caudillos sobrevivientes fueron encadenados y arrastrados por el hipódromo antes de su ejecución, trasplantaron a Tracia una colonia de jóvenes, y el resto del pueblo se sometió al gobierno romano. Sin embargo, mediaron generaciones antes de que su espíritu se postrase a la esclavitud. Las aldeas populosas del monte Tauro se llenaron de jinetes y arqueros que resistieron la imposición de tributos, pero reforzaron los ejércitos de Justiniano; y sus magistrados civiles, el procónsul de Capadocia, el conde de Isauria y los pretores de Licaonia y Pisidia obtuvieron poder militar para frenar las prácticas delictivas de las violaciones y los asesinatos.[232]

Si recorremos con la vista la distancia desde el trópico hasta la embocadura del Tanais advertiremos, por un lado, las disposiciones de Justiniano para doblegar a los montaraces de Etiopía[233] y, por el otro, los largos valles que construyó en Crimea para proteger a sus amigos godos, una colonia de tres mil pastores y guerreros.[234] Desde la península de Trebisonda, la curva oriental del Euxino se afianzó con fuertes, alianzas y creencias; y la posesión de Lazica, el Colcos de la geografía antigua y la Mingrelia de la moderna, pronto se convirtió en objeto de una importante guerra. Trebisonda, más tarde sede de un imperio novelesco, estaba en deuda con la generosidad de Justiniano, debido a una iglesia, un acueducto y un castillo, cuyos fosos se labraron en el sólido peñasco. Desde aquella ciudad marítima se puede calcular una línea fronteriza de cerca de quinientas millas [805 km] hasta la fortaleza de Circesio, el último apostadero de los romanos sobre el Éufrates.[235] Inmediatamente por encima de Trebisonda, y a hasta siete jornadas al sur, el país se presenta con bosques cerrados y montañas escarpadas, tan silvestre como los Alpes y los Pirineos, pero no tan elevado. En este clima[236] riguroso, donde apenas se derriten las nieves, los frutos son tardíos y desabridos, y hasta la miel, venenosa. La labranza más esmerada debía ceñirse a algunos valles apacibles, y las tribus pastoriles vivían muy escasamente de la carne y la leche de sus ganados. Los cálibes[237] tomaron su nombre y su temperamento de la característica herrumbrosa del suelo, y desde el tiempo de Ciro podían alegar, con el nombre de caldeos o zanios, una fórmula ininterrumpida de guerras y saqueos. En el reinado de Justiniano, reconocieron al Dios y al emperador de los romanos, y se edificaron siete fortalezas en los pasajes más accesibles para frenar las ambiciones del monarca persa.[238] La fuente principal del Éufrates desciende de las montañas Calibias, parece fluir hacia el oeste y el Euxino, y luego de doblar hacia el suroeste, el río lame los muros de Sátula y Melitene (restablecidos por Justiniano para baluarte de la Armenia inferior), y se va acercando al mar Mediterráneo hasta que, al fin, rechazado por el monte Tauro[239] desvía su largo y flexible curso hacia el sureste y el golfo de Persia. Entre las ciudades romanas allende el Éufrates, se distinguen dos fundaciones modernas, que recibieron su nombre por Teodosio y por las reliquias de los mártires, y dos capitales descollantes en todos los siglos, Amida y Edesa. Justiniano las fortaleció en proporción a los peligros de sus asientos. Un foso y una empalizada podrían ser suficientes para detener la tosquedad de la caballería de Escitia; pero se requerían obras más elaboradas para resistir un sitio regular contra las armas y los tesoros del gran rey. La maestría de sus ingenieros socavaba el terreno y levantaba plataformas hasta el nivel de las murallas: las almenas más fuertes se sacudían con los embates de sus máquinas y, a veces, se adelantaban al asalto en una línea de torres movibles sobre el lomo de elefantes. En las grandes ciudades de Oriente, la desventaja del espacio y, tal vez, de la posición se compensaba con el fervor del pueblo, que auxiliaba a la guarnición en la defensa de su patria y su creencia; y la promesa fabulosa del Hijo de Dios de que Edesa nunca sería tomada enardecía a los ciudadanos con esforzada confianza y entorpecía a los sitiadores con incertidumbre y desaliento.[240] Los pueblos subordinados de Armenia y la Mesopotamia se reforzaron con diligencia, y los parajes que parecían tener alguna ventaja en cuanto a tierra o agua se fueron coronando de fuertes, sobre todo de piedra, o bien fabricados con mayor rapidez con tierra y ladrillos. Justiniano controlaba todos los puntos, y su cautela inhumana atraía, tal vez, la guerra a valles recónditos, cuyos pacíficos moradores, unidos por el comercio y el parentesco, ignoraban las discordias nacionales y los pleitos de los príncipes. Al oeste del Éufrates un desierto de arena se extendía más de seiscientas millas [966 km] hasta el Mar Rojo. La naturaleza había interpuesto un yermo entre la ambición de dos imperios rivales: los árabes, hasta que surgió Mohamed, eran temibles sólo como salteadores, y en la bonanza orgullosa de la paz quedaron desatendidas las fortificaciones de Siria en las zonas más vulnerables.

La enemistad, al menos sus efectos, se había suspendido por una tregua que duró más de ochenta años. Un embajador del emperador Zenón acompañó al imprudente y desventurado Perozes (482 d. C.) en su expedición contra los neftalites o hunos blancos, cuyas conquistas se habían extendido desde el mar Caspio hasta el corazón de la India; su trono estaba tachonado de esmeraldas,[241] y su caballería respaldada por una línea de dos mil elefantes.[242] Los persas quedaron acorralados dos veces, en situación que inutilizaba el valor e imposibilitaba la fuga, y los hunos obtuvieron ambas victorias gracias a su estratagema. Despidieron al cautivo real después de lograr que se sometiera a adorar la majestad de un bárbaro, y se pudo evadir en algo la humillación por la sutileza casual de los magos, quienes le indicaron a Perozes que prestara atención al sol saliente. El sucesor indignado de Ciro olvidó su peligro y su gratitud; renovó el ataque con empecinada furia y perdió su ejército y su vida.[243] Muerto Perozes, Persia quedó a merced de sus enemigos externos e internos, y pasaron doce años de revueltas antes de que su hijo Cabades o Cobad pudiera entablar algún plan de ambición o de venganza (502-505 d. C.). La cruel mezquindad de Anastasio fue el motivo o el pretexto de una guerra romana.[244] Los hunos y los árabes marcharon con el estandarte persa, y las fortificaciones de Armenia y de la Mesopotamia en ese tiempo estaban en ruinas o en malas condiciones. El emperador les agradeció al gobernador y al pueblo de Martinópolis por la rendición inmediata de una ciudad que no era posible defender, y el incendio de Teodosiópolis podría justificar la conducta de sus vecinos prudentes. Amida mantuvo un sitio dilatado y asolador de tres meses, con la pérdida de cincuenta mil soldados de Cabades y sin ninguna perspectiva de éxito, y los magos hicieron, inútilmente, una predicción halagüeña de la deshonestidad de las mujeres que habían revelado sus encantos más ocultos a los agresores en las murallas. Por fin, en una noche silenciosa, treparon a la torre más accesible, guardada sólo por algunos monjes que se habían rendido al vino y al sueño tras la tarea de una festividad. Al amanecer colocaron las escalas, la presencia de Cabades, su ceñudo mando y su espada centelleante vencieron a los persas, y antes de envainar el acero, ochenta mil moradores habían purgado la muerte de sus compañeros. Tras el sitio de Amida, la guerra continuó durante tres años, y el territorio fronterizo sufrió todas las consecuencias de esta calamidad. El oro de Anastasio llegó demasiado tarde, la cantidad de generales superaba el número de las tropas, y el país se quedó sin habitantes, y tanto los vivos como los muertos yacían en el desamparo del desierto, a merced de las fieras. La resistencia de Edesa y la escasez de los despojos inclinaron el ánimo de Cabades hacia la paz: vendió sus conquistas por un precio exorbitante, y se fijó la misma frontera, aunque con matanza y devastación, para dividir los dos imperios. Con el propósito de evitar los mismos males, Anastasio resolvió fundar una colonia nueva, tan fuerte que desafiara el poderío de los persas y tan cerca de Asiria que la tropa de ese apostadero resguardase la provincia con la amenaza o la concreción de una guerra ofensiva. Para ello, se pobló y se engalanó la ciudad de Dara,[245] a catorce millas [22,5 km] de Nisibis y a cuatro jornadas del Tigris. Las apresuradas obras de Anastasio se mejoraron con la perseverancia de Justiniano, y sin tener en cuenta las plazas de menor importancia, en las fortificaciones de Dara se refleja la arquitectura militar de aquel tiempo. La ciudad estaba rodeada por dos murallas, y el espacio entre ambas, cincuenta pasos, proporcionaba resguardo al ganado de los sitiados. El muro interior era un monumento de fuerza y belleza, se alzaba a sesenta pies [18 m] del terreno; y las torres, a cien [30 m]. Las aspilleras para disparar las armas arrojadizas contra el enemigo eran pequeñas pero numerosas. Los soldados se ubicaban en las murallas al resguardo de galerías dobles, y en la cima de las torres había una tercera plataforma espaciosa y segura. La muralla exterior era, al parecer, menos elevada pero más sólida, y cada torre estaba protegida por un baluarte cuadrangular. El terreno granítico rechazaba las herramientas de los excavadores, y por el sureste, donde el suelo era más maleable, se obstruían los acercamientos con otra obra que avanzaba sobre el enemigo en forma de media luna. Por el foso doble o triple fluía una corriente de agua, y se aprovechó con habilidad el río para abastecer el vecindario y consternar a los sitiadores, sin peligro de inundaciones naturales ni artificiales. Dara cumplió durante más de sesenta años el anhelo de sus fundadores y provocó el recelo de Persia, que no dejó de quejarse porque tan inexpugnable fortaleza se había construido violando en forma manifiesta el tratado de paz entre los dos imperios.

Entre el Euxino y el Caspio, diversos ramales del Cáucaso cruzan los países de Colcos, Iberia y Albania en todas direcciones, y las dos puertas o pasos principales, de norte a sur, suelen confundirse con frecuencia en la geografía tanto antigua como moderna. El nombre de puertas Caspias o Albanias se aplica con propiedad al Derbend,[246] que ocupa una pendiente breve entre las montañas y el mar; la ciudad, si damos crédito a la tradición local, fue fundada por los griegos, y esta entrada peligrosa fue fortificada por los reyes de Persia con un malecón, una muralla doble y puertas de hierro. Las puertas Iberias[247] estaban formadas por un pasaje angosto de seis millas [9,7 km] en el monte Cáucaso, que se abría por la parte del norte de Iberia o Georgia y desembocaba en la llanura que llega hasta el Tanais o el Volga. Una fortaleza, diseñada tal vez por Alejandro o alguno de sus sucesores para dominar aquel paso tan importante, había pasado por derecho de conquista o de herencia a un príncipe de los hunos, que se la ofreció a un precio moderado al emperador; pero mientras Anastasio se demoraba calculando el coste y la distancia, se entrometió un competidor más vigilante: Cabades ocupó por la fuerza los estrechos del Cáucaso. Las puertas Albanias e Iberias impedían el paso de la caballería escítica por los caminos más breves y transitables, y todo el frente de las montañas estaba ceñido por la larga muralla de Gog y de Magog, que despertó la curiosidad de un califa árabe[248] y de un conquistador ruso.[249] Según una descripción moderna, enormes bloques de piedra, de siete pies [2 m] de ancho y veintiuno [6,4 m] de largo o alto, estaban unidos con hierro o argamasa y componían una valla de más de trescientas millas [483 km] desde las playas del Derbend por los cerros y por los valles de Darguestand y Georgia. No es producto de la imaginación pensar que la política de Cabades podía emprender tamaña obra, y que también podía terminarla sin milagros su hijo, tan formidable para los romanos, bajo el nombre Cosroes, y tan idolatrado por los orientales, como Nuzhirvan. El monarca persa poseía las llaves de la paz y de la guerra, y estipulaba, en todos los tratados, que Justiniano debía costear también la muralla común, que protegía del mismo modo a ambos imperios contra las correrías de los escitas.[250]

VI. Justiniano suprimió las escuelas de Atenas y el consulado de Roma, que habían dado tantos sabios y héroes a la humanidad. Desde hacía tiempo, ambos institutos habían perdido su gloria primitiva, mas la avaricia y el recelo de un príncipe cuya diestra terminó de destruir tales remanentes merece la reprobación.

Tras sus triunfos pérsicos Atenas adoptó la filosofía de Jonia y la retórica de Sicilia, y estos estudios se convirtieron en el patrimonio de una ciudad cuyos moradores, cerca de treinta mil hombres, resumían en una sola generación el genio de siglos y de millones. Nuestro sentido de la dignidad de la naturaleza humana se exalta con el recuerdo de que Isócrates[251] fue compañero de Platón y Jenofonte, que asistió, quizás, con el historiador Tucídides a la primera representación del Edipo de Sófocles, y de la Ifigenia de Eurípides, y que sus alumnos Esquines y Demóstenes batallaron por la corona del patriotismo en presencia de Aristóteles, maestro de Teofrasto, que enseñó en Atenas con los fundadores de las sectas estoica y epicúrea.[252] La juventud ingeniosa del Ática disfrutaba de los beneficios de su educación culta, que se comunicaba sin envidia a los pueblos rivales. Dos mil discípulos escucharon las lecciones de Teofrasto,[253] las escuelas de retórica debían de ser aun más concurridas que las de filosofía, y la sucesiva asistencia de estudiantes difundió la fama de sus maestros hasta los límites últimos del idioma y del nombre griegos. Las victorias de Alejandro extendieron más y más esos límites; las artes de Atenas superaron su libertad y su dominio, y las colonias griegas que los macedonios fundaron en Egipto y cundieron por Asia emprendían largas y frecuentes peregrinaciones para idolatrar a las musas en su templo favorito sobre las márgenes del Ilizo. Los conquistadores latinos escuchaban con respeto las instrucciones de sus súbditos o cautivos, se inscribían en las escuelas de Atenas los nombres de Cicerón y de Horacio, y ya asentado perfectamente el Imperio Romano, los naturales de Italia, de África o de Bretaña conversaban por las arboledas de la academia con sus condiscípulos de Oriente. Los estudios de filosofía y elocuencia se corresponden con un Estado popular, que estimula la libertad de la investigación y sólo se somete a la persuasión. En las repúblicas de Grecia y de Roma, el arte de la palabra era el motor poderoso del patriotismo y de la ambición, y las escuelas de retórica generaron una colonia de estadistas y legisladores. Si se suprimía la libertad del debate público, el orador, según su honorable profesión de abogado, podría alegar la causa de inocencia y justicia, y podría usar su habilidad en el comercio más redituable del panegírico. Los mismos preceptos habilitaban las declamaciones extravagantes del sofista y las castas bellezas de composición histórica. Los sistemas que intentaban desentrañar la naturaleza de Dios, del hombre y del universo despertaban la curiosidad de los estudiantes de filosofía, y según sus respectivos temples podían dudar con los escépticos, sentenciar con los estoicos, especular sublimemente con Platón o argumentar con la severidad de Aristóteles. El orgullo de las sectas adversarias había fijado un término inalcanzable de felicidad y perfección moral; mas la carrera era siempre gloriosa y benéfica; a los discípulos de Zenón y aun a los de Epicuro se les enseñaba a actuar y a sufrir, y la muerte de Petronio no era menos importante que la de Séneca para humillar a un tirano mediante el descubrimiento de su impotencia. Sin embargo, la luz de la ciencia no puede confinarse al recinto de Atenas. Sus escritores incomparables se dirigían a la raza humana, sus maestros emigraban a Italia y a Asia; más tarde, Berito se adentró en el estudio de las leyes; en el museo de Alejandría se cultivaba la astronomía y la física, pero las escuelas atenienses de retórica y filosofía siguieron conservando su reputación encumbrada desde la guerra del Peloponeso hasta el reinado de Justiniano. Atenas, aunque situada en terreno estéril, gozaba de aire puro, navegación libre y monumentos de las artes antiguas. El retiro sagrado ni siquiera se interrumpía por cuestiones de comercio ni de gobierno, y hasta el más ínfimo ateniense se distinguía por su vivo ingenio, la pureza de su gusto y su lenguaje, sus modales sociales y algunos rastros, al menos en el habla, de la magnanimidad de sus antepasados. En los suburbios de la ciudad, la academia de los platónicos, el liceo de los peripatéticos, el pórtico de los estoicos y el jardín de los epicúreos estaban arbolados y adornados con estatuas, y los filósofos, en vez de encerrarse en claustros, derramaban sus enseñanzas durante placenteros paseos al aire libre, dedicados, en diversas horas, a los ejercicios de la mente y del cuerpo. El espíritu de los fundadores todavía vivía en esos venerables sitios; el afán de suceder a los maestros de la sabiduría humana estimulaba la imitación generosa, y el pueblo ilustrado votaba libremente según el mérito de los aspirantes para cada vacante. Los alumnos pagaban a los profesores atenienses: según sus necesidades y habilidades mutuas, el precio, al parecer, variaba; y el mismo Isócrates, que se burlaba de la codicia de los sofistas, exigía cerca de treinta libras de cada uno de sus cien alumnos. El salario de toda industria es justo y honrado, sin embargo el mismo Isócrates derramó lágrimas al recibir el primer recibo de paga: el estoico se sonrojaría al verse alquilado para predicar sobre el menosprecio del dinero y lamentaría descubrir que Aristóteles o Platón bastardearon el ejemplo de Sócrates, hasta el punto de cambiar conocimientos por oro. Pero se estableció la propiedad de tierras y viviendas lícitamente, y hubo legados de amigos difuntos para las cátedras filosóficas de Atenas. Epicuro dejó a sus discípulos los jardines comprados en unos ochenta minae o doscientas cincuenta libras, y fondos suficientes para su decorosa subsistencia y las funciones mensuales.[254] El patrimonio de Platón contaba anualmente con una renta, y en ocho siglos había crecido poco a poco desde tres hasta mil piezas de oro.[255] Los príncipes romanos más sabios y virtuosos protegían las escuelas de Atenas. La biblioteca, fundada por Adriano, estaba colocada en un pórtico realzado con pinturas, estatuas y techo de alabastro, sostenido por cien columnas de mármol frigio. El espíritu generoso de los Antoninos asignó los sueldos públicos, y cada profesor de política, de retórica o de filosofía platónica, peripatética, estoica o epicúrea cobraba anualmente diez mil dracmas o más de trescientas libras esterlinas.[256] Muerto Marco, estas asignaciones liberales y los privilegios relacionados con los tronos de la ciencia se abolieron y se revitalizaron, disminuyeron o aumentaron; pero se puede encontrar algún vestigio de munificencia real en los sucesores de Constantino, y su nombramiento arbitrario de un aspirante indigno inclinaba, tal vez, a los filósofos de Atenas a suspirar por los días de escasez e independencia.[257] Es de destacar que los favores imparciales de los Antoninos abarcaran las cuatro sectas adversarias de filosofía y las consideraran igualmente provechosas e igualmente inocentes. Sócrates había sido la gloria y la deshonra de su patria, y las primeras lecciones de Epicuro escandalizaron de tal manera los oídos religiosos de los atenienses que, con su destierro y el de sus antagonistas, enmudecieron toda disputa vana acerca de la naturaleza de los dioses. Sin embargo, al año siguiente revocaron el decreto precipitado, restablecieron la libertad de las escuelas y se convencieron, por la experiencia de los siglos, de que la diversidad de las especulaciones teológicas de los filósofos no afecta su carácter moral.[258]

Las armas godas fueron menos aciagas para las escuelas de Atenas que el establecimiento de una religión nueva, cuyos ministros reemplazaban el ejercicio de la razón, resolvían todas las cuestiones con artículos de fe y condenaban al infiel o al escéptico a las llamas eternas. En muchos volúmenes de controversias exponían laboriosamente la debilidad del entendimiento y la corrupción del corazón, insultaban la naturaleza humana de los sabios de la Antigüedad y proscribían el espíritu de la investigación filosófica, tan contraria a la enseñanza o, por lo menos, a la índole de un humilde creyente. Las sectas sobrevivientes de platónicos, que a Platón le habría dado vergüenza reconocer, mezclaban con desatino una teoría sublime con la práctica de la superstición y la magia y, como permanecían aisladas en medio del mundo cristiano, abrigaban un rencor secreto contra el gobierno de la Iglesia y del Estado, cuya severidad todavía sufrían. Cerca de un siglo después del reinado de Juliano,[259] Proclo[260] logró permiso para enseñar en la cátedra de filosofía de la academia, y se desempeñaba con tanto ahínco que solía dar cinco lecciones en un día y escribir hasta setecientos renglones. Su perspicacia exploraba las cuestiones más profundas de la moral y la metafísica, y se animó a dar dieciocho argumentos contra la doctrina cristiana de la creación del mundo. Pero entre clase y clase, solía conversar personalmente con Pan, Esculapio y Minerva, en cuyos misterios se había iniciado en secreto, y cuyas estatuas volcadas adoraba, con la creencia de que un filósofo, como ciudadano del universo, debe ser el sacerdote de sus varias divinidades. Un eclipse de sol anunció su fin cercano, y su vida, con la de su alumno Isidoro,[261] recopilada por dos de sus discípulos más brillantes, exhibe una pintura lamentable de la segunda niñez de la razón humana. Mas la cadena de oro, como se le decía con cariño, de la descendencia platónica continuó durante cuarenta y cuatro años desde la muerte de Proclo hasta el edicto de Justiniano,[262] que impuso silencio perpetuo a las escuelas de Atenas y provocó el pesar y la ira de los pocos amantes que aún quedaban de la ciencia y la superstición griegas. Siete amigos y filósofos, Diógenes y Hermias, Eulalio y Prisciano, Damacio, Isidoro y Simplicio, que disentían de la religión de su soberano, decidieron buscar en tierra extranjera la libertad que se les negaba en su país nativo. Habían oído y habían creído ciegamente que la república de Platón se había instaurado en el gobierno despótico de Persia, y que un rey patriota reinaba en la nación más feliz y más virtuosa. Pero pronto quedaron atónitos al comprobar que Persia era similar a otros países del mundo; que Cosroes, que se llamaba filósofo, era vanidoso, inhumano y ambicioso; que en los magos prevalecía el fanatismo y la intolerancia; que los nobles eran altaneros, los cortesanos, serviles, y los magistrados, injustos; que los culpables, a veces, escapaban, y los inocentes a menudo estaban oprimidos. El desengaño de los filósofos les hizo pasar por alto las verdaderas virtudes de los persas, y se escandalizaron, más de lo que tal vez correspondía por su profesión, de la cantidad de esposas o concubinas, los enlaces incestuosos y la costumbre de entregar los cadáveres a los perros y los buitres, en vez de enterrarlos o consumirlos con fuego. Su arrepentimiento los hizo regresar atropelladamente, y declararon a viva voz que preferían morir en el confín del Imperio antes que disfrutar de la riqueza y los favores de los bárbaros. Sin embargo, de este viaje obtuvieron un beneficio que demuestra los aspectos más puros del carácter de Cosroes. Éste requirió que Justiniano eximiera a los siete sabios que habían visitado la corte de Persia de las leyes promulgadas contra sus súbditos paganos, y esta exención, estipulada expresamente en un tratado de paz, quedó bajo la vigilancia de un poderoso mediador.[263] Simplicio y sus compañeros vivieron recogidos y en paz, y como no dejaron discípulos, con ellos termina la larga lista de filósofos griegos, acreedores del elogio de ser, sin importar sus defectos, los más sabios y virtuosos de sus contemporáneos. Nos quedan los escritos de Simplicio. Sus comentarios físicos y metafísicos sobre Aristóteles han pasado de moda, pero su interpretación moral de Epicteto se conserva en las bibliotecas de las naciones como un libro clásico, que se adapta en forma brillante para estimular la voluntad, purificar el corazón y robustecer el entendimiento mediante la confianza cabal en la naturaleza de Dios y del hombre.

Por la misma época en que Pitágoras inventó la denominación de filósofo, el primer Bruto fundó la libertad y el consulado de Roma. Las alteraciones del cargo consular, ya sean de esencia, sombra o nombre, se han ido mencionando ocasionalmente en la presente historia. Los primeros magistrados de la República habían sido elegidos por el pueblo para que desempeñaran en el Senado y en la campaña la potestad de la paz y de la guerra, que luego se trasladó a los emperadores. Mas romanos y bárbaros reverenciaban la tradición de la dignidad antigua. Un historiador godo elogia el consulado de Teodorico como la máxima gloria y grandeza de todos los tiempos;[264] el mismo rey de Italia felicitaba a los afortunados de todos los años que disfrutaban del esplendor del trono sin las preocupaciones; y después de más de mil años, los soberanos de Roma y de Constantinopla seguían nombrando sus dos cónsules con el único objeto de fechar el año y hacer una fiesta para el pueblo. Pero los gastos de estos festivales, en los que el rico y vanidoso pretendía superar a sus antecesores, crecieron hasta llegar a la enorme cantidad de ochenta mil libras. Así, los senadores más sensatos declinaban el inútil honor, que acarreaba dificultades a su familia, y a este rechazo debemos atribuir las frecuentes interrupciones que aparecen en el último siglo de los fastos consulares. Los antecesores de Justiniano solían acudir al tesoro público para salvar la dignidad de los candidatos menos acaudalados, pero la avaricia de este príncipe consideró más barato y adecuado el método del dictamen y la regulación.[265] Su edicto redujo a siete las carreras o espectáculos de carruajes o caballos, deportes, música y pantomima del teatro, y caza de fieras, y sustituyó con discreción por pequeñas piezas de plata las medallas de oro, que siempre habían provocado tumultos y embriaguez cuando se las desparramaba a manos llenas sobre la población. A pesar de estas precauciones y de su propio ejemplo, la sucesión de cónsules terminó definitivamente en el año trece de Justiniano (544 d. C.), cuya índole despótica se podría gratificar con la extinción silenciosa de un título que advertía a los romanos de su libertad antigua.[266] Sin embargo, el consulado anual permaneció en la memoria del pueblo, que siempre esperó su rápida restauración y elogió la condescendencia misericordiosa de los príncipes sucesivos que lo usaban en el primer año de su reinado. Aún mediaron tres siglos después de la muerte de Justiniano antes de que aquella dignidad anticuada, suprimida ya por la costumbre, quedase abolida por la ley.[267] Aquel método imperfecto de distinguir los años por el nombre de un magistrado se mejoró con la fecha de una era permanente: los griegos adoptaron la de la creación del mundo, según la versión de los Setenta,[268] y los latinos desde el tiempo de Carlomagno computan el tiempo desde el nacimiento de Jesucristo.[269]