XLV

REINADO DE JUSTINO EL MENOR - EMBAJADA DE LOS AVARES - SU ESTABLECIMIENTO SOBRE EL DANUBIO - CONQUISTA DE ITALIA POR LOS LOMBARDOS - ADOPCIÓN Y REINADO DE TIBERIO - DE MAURICIO - ESTADO DE ITALIA BAJO LOS LOMBARDOS Y EXARCAS - DE RAVENA - CONFLICTO DE ROMA - ÍNDOLE Y PONTIFICADO DE GREGORIO I

Justiniano, quebrantado de ánimo en sus postreros años, empapándose en contemplaciones celestes, desatendía las incumbencias del bajo mundo. Se impacientaban ya los súbditos con tantísima duración de su vida y reino, mas estaban temerosos los sensatos de que el trance de su fallecimiento disparase asonadas en la capital y trastornos en el Imperio. Siete sobrinos del monarca sin sucesión,[789] hijos o nietos de su hermano o su hermana, se habían educado con el boato de sangre regia; habían ya ejercido mandos esclarecidos en las provincias y en los ejércitos; eran sus prendas notorias, sus secuaces ansiosos, y como el tedio de la edad había propuesto su declaración de sucesor, estaban igualmente esperanzados de la herencia del tío. Expiró en su palacio (14 de noviembre de 565 d. C.), tras un reinado de treinta y ocho años, y los allegados de Justino, hijo de Vigilancia, se abalanzaron a la coyuntura.[790] Atronó su puerta a deshora el tropel arrebatado, y despertando a los sirvientes, lograron audiencia, manifestándose individuos principales del Senado. Participáronle halagüeñamente el secreto importantísimo del fallecimiento del emperador; expresaron, o quizás fraguaron, su elección al morir del más amado y más acreedor de sus sobrinos, y amonestaron a Justino para que precaviese los desmanes de la muchedumbre, pues amaneciendo estaba cundiendo la voz de que se hallaban sin dueño. Amañando su semblante con extrañeza, desconsuelo y decoro, se avino, con el dictamen de su esposa Sofía, a la autoridad del Senado (15 de noviembre de 565 d. C.-diciembre de 574 d. C.). Condujéronle arrebatada y silenciosamente al palacio, saludó la guardia al nuevo soberano, y se celebraron ejecutivamente los ritos religiosos y marciales de la coronación. Los palaciegos diligentes lo revistieron con el manto imperial de púrpura, sobre la túnica blanca y borceguíes encarnados. Un soldado venturoso, a quien inmediatamente ascendió a la jerarquía de tribuno, enroscó a su cerviz el collar de la milicia; cuatro mancebos lozanos lo elevaron sobre un broquel: se mantuvo erguido e inmóvil para ir recibiendo la adoración de los súbditos, y santificaron su elección las bendiciones del patriarca, quien ciñó la diadema en las sienes de un príncipe católico. El gentío innumerable cuajó el hipódromo, y al asomar el emperador en su solio, se confundió la vocería de ambos partidos, el verde y el azul. En las arengas al Senado y al pueblo, ofreció Justino atajar los abusos que desdoraron la ancianidad de su antecesor, ostentó máximas de un gobierno justo y benéfico, y declaró que en las calendas inmediatas de enero resucitaría en su persona el nombre y el liberalismo de un cónsul romano.[791] El pago ejecutivo de las deudas de su tío estuvo manifestando una prenda positiva de su garboso desempeño (1 de enero de 566 d. C.); una comparsa de empleados con sus talegas de oro al hombro se adelantó al centro del hipódromo, y los acreedores desahuciados de Justiniano recibieron, a fuer de don gratuito, aquel pago equitativo. Aún no cumplido el trienio, la emperatriz Sofía imitó y sobrepasó su ejemplo, redimiendo a muchos ciudadanos menesterosos de los ahogos de atrasos y de usuras; rasgo de benevolencia dignísimo de sumo agradecimiento, como que socorre la urgencia más intolerable, pero en el cual es la fineza muy resbaladiza, por las instancias de la prodigalidad y el engaño.[792]

El séptimo día de su reinado (566 d. C.) dio Justino audiencia a los embajadores de los avares, y ornamentó la escena, para dejar a los bárbaros sumisos, asombrados y despavoridos. Desde las verjas del palacio, patios y pórticos estaban guarnecidos con los empinados airones y broqueles dorados de la guardia, que presentaban lanzas y hachas, con mayor garbo que si se hallasen en el campo de batalla. Los palaciegos que ejercían el poderío, o acompañaban la persona del príncipe, se erguían engalanados con todos sus arreos, y colocados por el orden civil o militar de sus graduaciones. Descorrido el velo del santuario, cupo a los embajadores mirar al emperador de Oriente en su solio, bajo un dosel o cimborio, sostenido por cuatro columnas, y coronado con una efigie alada de la Victoria. En el primer ímpetu de su pasmo, se allanaron a la postración servil de la corte bizantina; mas puestos luego en pie, Targecio, principal de la embajada, manifestó el engreimiento y desahogo de un bárbaro. Encumbró, por boca del intérprete, la grandeza del chagan, cuya clemencia dejaba existir todavía los reinos del sur, cuyos súbditos victoriosos habían atravesado los ríos helados de Escitia, y que a la sazón estaban cubriendo las orillas del Danubio con sus tiendas innumerables. Había el difunto emperador cultivado con regalos anuales y costosos la amistad del monarca agradecido, y los enemigos de Roma habían estado respetando a los aliados de los avares. Igual cordura debía enseñar al sobrino de Justiniano a imitar las larguezas de su tío, y conseguir así las dichas de la paz con un pueblo invicto que se complacía y descollaba en el ejercicio de la guerra. Prorrumpió el emperador, contestando con el mismo desentono de retos altaneros, y cifró su confianza en el Dios de los cristianos, en la gloria antigua de Roma y en los triunfos aún recientes de Justiniano. «Rebosa —dijo–, el Imperio de gente y caballos, con armas suficientes para escudar nuestra raya y escarmentar a los bárbaros. Brindáis con hermandad, y amagáis con hostilidades, uno y otro despreciamos. Solicitan los vencedores de los avares nuestra alianza, ¿hemos de temer a sus fugitivos y desterrados?[793] Franqueó nuestro tío finezas a vuestro desamparo y a vuestras plegarias rendidas; y así ahora nos deberéis otro agasajo de mayor valía que el desengaño de vuestra flaqueza. Retiraos de nuestra presencia, en salvo quedan las vidas de unos embajadores, y si volvéis para implorar nuestro indulto, tal vez os haréis acreedores a nuestro agrado».[794] El chagan con la relación de sus embajadores, acató la entereza aparente del emperador Romano, cuya índole y recursos ignoraba. En vez de cumplir sus amenazas con el Imperio oriental, se encaminó a los yermos áridos de Germania, avasallados por los francos. Tras dos refriegas indecisas, accedió a retirarse, y el rey de Austrasia acudió a las privaciones de su campamento, con un suministro ejecutivo de trigo y ganado.[795] Tanto desmán quebrantó el denuedo de los avares, y su poderío se hubiera disipado por los desiertos de Sarmacia, si la alianza de Alboin, rey de los Lombardos, no hubiera proporcionado nuevo objeto a sus armas y un establecimiento duradero a sus atropellados descarríos.

Mientras Alboin servía en las banderas de su padre, se encontró en la lid, y atravesó con su lanza al príncipe competidor de los gépidos. Los lombardos, en sus vítores a tan temprana gallardía, rogaron al padre que el mancebo heroico, partícipe de los peligros de la campaña, lo fuese igualmente en el triunfal banquete. «No trascordéis —replicó inexorable Alboin–, las costumbres atinadas de nuestros antepasados. Por esclarecido que sea su mérito, ningún príncipe puede sentarse a la mesa con el padre, hasta haber recibido sus armas de mano regia y extranjera». Hizo Alboin su acatamiento a las instituciones de su patria, eligió a cuarenta camaradas, y se encaminó arrojadamente a la corte de Turismundo, rey de los gépidos, que abrazó y agasajó, según ley de hospedaje, al matador de su propio hijo. Ocupaba Alboin en el banquete el asiento del mancebo malogrado, y embargó a Turismundo un recuerdo entrañable. «¡Ay, sitio del alma!» prorrumpe suspirando el airado padre–, «¡cuán aborrecible es quien te goza!» Aquel arranque disparó el encono nacional de los gépidos y el vino o el cariño fraternal arrebataron a Cunimundo en ímpetus de venganza. «Los lombardos —dijo el bárbaro cerril–, son en la figura y en el color como las yeguas de las llanuras de Sarmacia», y aquel desacato aludía a las fajas blancas con que solían ceñir sus piernas.

«Hay que añadir otra semejanza —replica un lombardo arrojado–, ya habéis experimentado cuán reciamente cocean. Andad a las vegas de Asfeld, en busca de los huesos del hermano, revueltos allí con los de los irracionales más inmundos». Los gépidos, nación guerrera, saltan de sus asientos, y el denodado Alboin y sus cuarenta compañeros empuñan las espadas, pero media luego Turismundo y aplaca aseñoradamente el alboroto, salvando así su pundonor y la vida del huésped; le da en seguida solemnemente la investidura, y lo despide con las armas sangrientas del hijo, regalo de un padre lloroso. Regresa triunfante Alboin, y los lombardos, encareciendo su denuedo sin par, tuvieron que elogiar también el rasgo de un enemigo.[796] Vio probablemente en aquella visita extraordinaria a la hija de Cunimundo, que subió luego al trono de los gépidos. Era su nombre Rosamunda, dictado que simboliza una beldad, y que nuestras historias anoveladas tienen vinculado en relaciones amorosas. El ya rey de los lombardos, pues había fallecido el padre, estaba apalabrado con la nieta de Clodoveo, mas se orillaron miramientos pundonorosos y políticos, con la esperanza de atesorar a la hermosa Rosamunda, e insultar así a su familia y a su nación. Se estrelló toda persuasiva, y el amante impaciente, con ardides o violencias, logró el objeto de sus ansias. Guerra fue el resultado que preveía y anhelaba; mas los lombardos no podían seguir contrastando el avance disparado de los gépidos, con el arrimo de un ejército romano, y como el ofrecimiento de su enlace mereció menosprecio, tuvo Alboin que devolver su presa, y alternar con la desgracia que había acarreado a la alcurnia de Cunimundo.[797]

Cuando agravios particulares enconan más y más una contienda pública, el golpe que no es mortal y decisivo trae cuando más una breve tregua, que permite al lidiador despechado aguzar las armas para nueva refriega. No alcanzaba la pujanza de Alboin para saciar su cariño, su ambición y su venganza, allanose a implorar el auxilio formidable del chagan (566 d. C.), y las razones de que se valió están mostrando los ardides y la política de los bárbaros. Incitole a guerrear contra los gépidos el fundado anhelo de exterminar a un pueblo, a quien su alianza con el Imperio Romano constituía enemigo común de las naciones, y contrarios personales del chagan. Si se juntaban las fuerzas de avares y lombardos para la esclarecida contienda, era segura la victoria, y el galardón imponderable, pues el Danubio, el Ebro, Italia y Constantinopla quedaban, sin la menor valla, a la merced de sus armas incontrastables; pero si titubeaban o dilataban el prevenir la malicia de los romanos, el mismo desenfreno que había insultado seguiría acosando a los avares hasta los confines del orbe. Oyó el chagan con tibieza y menosprecio aquel alegato relumbrante, detuvo en sus reales a los embajadores lombardos, fue alargando la negociación, y ora mostraba su desafecto, ora su escaso desempeño, para tan grandiosa empresa. Manifestó por fin el galardón imprescindible de su alianza, a saber, que le aprontasen desde luego los lombardos el diezmo de sus ganados, que se partiesen por igual despojos y cautivos, pero las tierras de los gépidos habían de ser patrimonio a solas de los avares. Aceptó el afán de Alboin a ciegas condiciones tan violentas, e insatisfechos los romanos con la ingratitud y alevosía de los gépidos, allá entregó Justiniano aquel pueblo incorregible a su estrella, y estuvo sosegadamente presenciando aquella lid tan desproporcionada. Era eficaz y azarosa la desesperación de Cunimundo, y sabedor de que los avares habían atropellado sus linderos, pero satisfecho de que tras el descalabro de los lombardos pronto rechazaría a aquellos advenedizos, se disparó al encuentro del enemigo implacable de su nombre y alcurnia. Pero el denuedo de los gépidos tan sólo les afianzaba una muerte honorífica; yacieron en el campo de batalla los prohombres de la nación; el rey de los lombardos se estuvo deleitando en contemplar la cabeza de Cunimundo, y su cráneo se trocó en copa que saciase el encono del vencedor, o quizá para seguir la costumbre bravía de su país[798] se franqueó con esta victoria el camino a los confederados, quienes cumplieron fielmente los términos de su convenio.[799] Las campiñas pingües de Valaquia, Moldavia, Transilvania y la parte de Hungría allende el Danubio, quedaron ocupadas sin resistencia por una colonia nueva de escitas, y descolló el Imperio feroz de los chaganes más de doscientos treinta años. Se desvaneció la nación gépida, pero en el reparto de los cautivos fueron más desventurados los esclavos de los avares que los compañeros de los lombardos, cuya generosidad prohijó a un enemigo valeroso, y cuyos arranques no daban cabida a una tiranía estudiada y empedernida. La mitad del despojo introdujo, en los reales de Alboin, más riquezas de las que un bárbaro podía regular. La hermosa Rosamunda, por persuasión o por precisión, vino a reconocer los derechos de su amante victorioso, y aparentó indultar demasías que se pudieran achacar a su embeleso irresistible.

El exterminio de un reino poderoso encumbró la nombradía de Alboin. En tiempo de Carlomagno, los bávaros, sajones y otras tribus del idioma teutónico andaban todavía entonando los cantares que vitoreaban los rasgos heroicos, el denuedo, el agasajo y las dichas del rey de los lombardos.[800] Mas no quedaba satisfecha su ambición, y el vencedor de los gépidos se encaró, allá desde el Danubio, con las orillas más pingües del Po y del Tíber. Aún no mediaban quince años (567 d. C.) desde que sus mismos súbditos, confederados de Narsés, se habían regalado con el clima halagüeño de Italia; ríos, cerros, carreteras, todo lo estaba aún presenciando; la memoria de sus logros, quizás a vista de los despojos había enardecido a la generación viniente con la llama de la competencia emprendedora. El denuedo y la elocuencia de Alboin esperanzaron más y más a todos, y se afirma que les habló a los sentidos presentando en la función regia la fruta más vistosa y exquisita que se cría de suyo en el jardín del mundo. Tremoló su bandera, y al vuelo acudieron a reforzarlo los mancebos más gallardos de Germania y Escitia. El paisanaje membrudo de Nórico y Panonia habían cejado a las costumbres bárbaras; y los nombres de los gépidos, búlgaros, sármatas y bávaros suenan perceptiblemente todavía por las provincias de Italia.[801] Hasta veinte mil guerreros sajones, aliados antiguos de los lombardos, con mujeres y niños, correspondieron al llamamiento de Alboin, y su valentía contribuyó a la victoria, pero en hueste tan crecida no se echaba de ver aquel aumento. Las varias religiones lograban culto anchuroso, por sus respectivos secuaces. Educose el rey lombardo en la herejía arriana, pero estaba concedido a los católicos el suplicar en las plegarias públicas por su conversión, al paso que los bárbaros más tenaces sacrificaban una cabra, o quizás un cautivo, a los dioses de sus padres.[802] Enlazaba a los lombardos y a los confederados el apego sumo al caudillo que descollaba en todas las virtudes y vicios de un héroe bravío, y los desvelos de Alboin acopiaron un surtido colmado de pertrechos para el desempeño de la expedición. Seguían la marcha las riquezas portátiles de los lombardos, desamparando gozosamente su territorio para los avares, bajo la promesa solemne hecha y recibida risueñamente de que si se les malograba la conquista de Italia, aquellos desterrados voluntarios se restablecerían a su patria.

Hubieran podido zozobrar si Narsés hubiera estado como enemigo de los lombardos, y los guerreros veteranos, socios de sus victorias godas, muy mal de su grado arrostraron a un contrario tan apreciable como temible. Mas la flaqueza de la corte bizantina se ponía de parte de la barbarie, y si el emperador dio alguna vez oídos a las quejas de los súbditos, fue para el exterminio de Italia. Tiznaba la codicia las excelencias de Narsés, y atesoró, en su reinado provincial de quince años, un caudal exorbitante para un mero particular. Era su régimen atropellador y malquisto, y los diputados de Roma estuvieron manifestando libremente el descontento general. Declararon osadamente ante el solio de Justiniano que se les hacía más llevadera su servidumbre goda que el despotismo de un eunuco griego, y a menos que no se retirase al tirano, tendrían que acudir en busca de otro dueño, para el logro de su bienestar. Zahirió la envidia, que poco antes había triunfado, de Belisario, reforzando las zozobras de una rebeldía, el mérito de Narsés, y se nombró el nuevo exarca Longino, para desposeerlo; y los motivos ruines de su deposición sonaban en el mandato insultante de la emperatriz Sofía, «que dejase a los varones el ejercicio de las armas, y regresase a su estancia proporcionada entre las damas palaciegas, donde se restablecería la rueca en manos del eunuco». «Les hilaré tal hebra que no acertarán a desenmarañarla», se cuenta que fue la contestación en que la ira de su pundonor atropellado hizo prorrumpir al héroe. En vez de estar como víctima o esclavo, esperando a la puerta del palacio de Constantinopla, se retiró a Nápoles, desde donde (según se creyó por entonces) invitó a los lombardos, para castigar la ingratitud del príncipe y del pueblo.[803] Pero son los ímpetus de la plebe disparados y variables, y luego los romanos recapacitaron los merecimientos, o temieron el encono, de su general victorioso. Con la mediación del papa, que pasó de intento a Nápoles, quedó admitido su arrepentimiento, y Narsés, amainando sus iras, se avino, en lenguaje comedido, a avecindarse en el Capitolio.[804] Su muerte, aunque ya en su postrer plazo de vida, fue temprana e intempestiva, pues tan sólo su numen acertaría a enmendar el yerro último y aciago de su carrera. La realidad, o sospecha, de una conjuración desarmó y dividió a los italianos. La soldadesca se desconsoló con el desdoro y más con el malogro de su general, desconociendo al nuevo exarca, quien ignoraba igualmente el estado del ejército y de la provincia. Las plagas de peste y hambre habían estado asolando Italia, en el año anterior, y el pueblo, ya desafecto, achacaba los azotes naturales a la culpa, o al desvarío, de sus gobernantes.[805] Prescindiendo ahora del fundamento de su confianza, Alboin ni esperó ni buscó a los romanos en campo raso. Trepó a los Alpes Julianos, y estuvo oteando, con desdén y anhelo, las pingües llanuras que se denominaron para siempre de Lombardía, con su victoria (568-570 d. C.). Aposentó un caudillo fiel con tropa selecta en el Forum Julii, actual Friuli, para resguardar los desfiladeros. Respetaban los lombardos la fortaleza de Pavía, y escucharon la demanda de los trevisanos; su muchedumbre, pausada y revuelta, se adelantó a ocupar el palacio y la ciudad de Verona, y a los cinco meses de la salida de Panonia, Alboin, con todo su poderío, cercó Milán, que estaba resucitando de sus cenizas. Iba el pavor despejándole la carrera, y por donde quiera hallaba, o dejaba, una soledad horrorosa; y los cobardes italianos daban por invencible al advenedizo, sin asomo de escaramuza. El gentío despavorido, huyendo por lagos, pantanos y breñas, iba ocultando alguna porción de sus haberes, y alejando el plazo de su servidumbre. Trasladó Paulino, patriarca de Aquileia, sus alhajas sagradas y profanas a la isla de Grado,[806] y la república de Venecia, medrando siempre con los quebrantos públicos, fue prohijando a los sucesores. Honorato, que estaba ocupando la silla de san Ambrosio, había admitido crédulamente el brindis falso de capitulación, y tanto el arzobispo como el clero y la nobleza de Milán, fueron arrojados con la alevosía de Alboin, en busca de resguardo menos accesible, tras los muros de Génova. La facilidad de abastos, la esperanza de rescate y el ensanche para la huida, alentaban algún tanto a los pueblos marítimos; pero desde los cerros trentinos hasta las puertas de Rávena, y de Roma, al interior de Italia quedó todo, sin batalla ni sitio, para perpetuo patrimonio de los lombardos. Brindaba el rendimiento del pueblo al bárbaro con las ínfulas de soberano legítimo, y el exarca desvalido tuvo que reducirse al cargo de anunciador a su amo Justiniano, de la pérdida ejecutiva e irreparable de ciudades y provincias.[807] Una ciudad esmeradamente fortificada por los godos contrastó las armas de un nuevo invasor, y mientras yacía Italia sojuzgada por los destacamentos volantes de los lombardos se mantuvieron los reales clavados por más de tres años ante la puerta occidental de Ticino, de Pavía. El mismo denuedo que se granjea el aprecio de un enemigo civilizado ensaña más y más a un salvaje, y el sitiador impaciente se había pavorosamente juramentado no distinguir edad, sexo ni jerarquía en la matanza general. El hambre le proporcionó al fin el cumplir su voto sangriento pero al entrar Alboin por la puerta, tropezó su caballo, y no pudo ya levantarse del suelo. Uno de los acompañantes, a impulsos de su lástima o religiosidad, interpretó aquella señal milagrosa como ira del cielo: detúvose el vencedor y se condolió; envainó su espada, y descansando apaciblemente en el palacio de Teodorico, pregonó a la trémula muchedumbre que debía vivir y obedecer. Embelesado con la situación de un pueblo que halagaba su orgullo, por la dificultad de su logro, menospreció los timbres antiguos de Milán, y Pavía mereció por siglos acatamientos de capital del reino de Italia.[808]

Esplendoroso pero volátil fue el reinado del fundador, y antes de entonar el régimen de sus conquistas, yació Alboin, sacrificado por traición casera y venganza mujeril. En un palacio que no se había construido para bárbaros, junto a Verona, estuvo agasajando a sus compañeros de armas; era la embriaguez el galardón de la nombradía, y el mismo rey se propasó por vanagloria o apetito, a su acostumbrada destemplanza (28 de junio de 573 d. C.). Tras de apurar grandiosas copas del vino de Ricia y de Falerno, pidió el cráneo de Cunimundo, la gala más noble y preciosa de su vajilla. La cuadrilla de caudillos lombardos vitoreó a la copa triunfal con horrenda algazara. «Llenadla de nuevo —exclamó el vencedor inhumano–, cuajadla hasta que rebose; llenadle el vaso a la reina y decidle que se regale con el padre». Traspasada de quebranto y saña, tuvo Rosamunda brío para prorrumpir: «Cúmplase la voluntad de mi señor» y articuló calladamente la imprecación de que el insulto se había de lavar con la sangre de Alboin. Acreedor es el enojo de una hija, si ya no hubiera quebrantado el recato; pero implacable en su encono, o variable en su cariño, la reina de Italia se había apeado del solio en los brazos de un súbdito, y Helmiquis, escudero del rey, fue en privado el ministro de sus deleites y su venganza. No cabía tener escrúpulos sobre lealtad o agradecimiento contra la propuesta del homicidio, mas estremecíase Helmiquis, recapacitando el peligro y la bastardía de la empresa contra aquella pujanza incontrastable que solía presenciar en las refriegas, instó y logró que uno de los campeones más esforzados de la nación se asociase al intento, mas tan sólo se pudo conseguir el compromiso de la reserva del gallardo Peredeo, y el género de seducción a que apeló Rosamunda muestra su descocada insensibilidad, tanto de pundonor como de cariño. Tomó el lugar de una de sus sirvientas, amada de Peredeo, e ideó disculpas de lobreguez y silencio hasta que pudiese enterar a su amigo de que había gozado a la reina de los lombardos, y que su propia muerte, o la de Alboin, había de ser el final de aquel alevoso adulterio. En tal alternativa, eligió ser cómplice al parar en víctima de Rosamunda,[809] cuyo tesón incontrastable no daba cabida a la zozobra ni al remordimiento. Se puso en acecho, y luego se le presentó el trance favorable cuando el rey, empapado en vino, se levantó de la mesa para ir a sestear desahogadamente. La fiel consorte, celosísima por su salud y descanso, con el palacio cerrado y desviadas las armas y la servidumbre, adormeciéndolo halagüeñamente, franquea el dormitorio y apremia a los conspiradores reacios a realizar ejecutivamente el intento. Sobresáltase al punto el guerrero, empuña la espada, no acierta a desenvainarla, por cuanto Rosamunda la había atado a la misma vaina, y un banquillo, su arma única, mal podía escudarlo contra los chuzos de sus enemigos. Sonriose la hija de Cunimundo al verlo caer; enterraron el cadáver bajo la escalera del palacio, y la posteridad agradecida de los lombardos reverenció el túmulo y la memoria de su caudillo victorioso.

Aspiró la ambiciosa Rosamunda a reinar, bajo el nombre de su amante; enmudecieron la ciudad y el palacio de Verona a su poderío, y una cuadrilla leal de sus paisanos los gépidos estaba ya dispuesta para vitorear la venganza y esforzar los anhelos de su soberana. Pero los caudillos lombardos que huyeron en el primer sobresalto y trastorno se habían ya rehecho e incorporado con sus fuerzas, y la nación, en vez de sujetarse a su reinado, pidió con unánimes alaridos que se ajusticiase a la esposa criminal y a los matadores de su monarca. Se refugió Rosamunda entre los enemigos de su patria, y la delincuente merecedora del aborrecimiento universal logró acogida en la política interesada del exarca. Se llevó por el Adige y el Po abajo a su hija heredera del solio lombardo, con sus dos amantes, los gépidos leales, y los despojos del palacio de Verona, y un bajel griego la transportó luego a la bahía segurísima de Rávena. Se embelesó Longino con el atractivo y los tesoros de la viuda de Alboin; abonaban su situación y su conducta anterior toda propuesta desmandada, y luego se avino a los amores de un empleado que aun en el menoscabo último se acataba al par de los reyes. Sacrificio llano y halagüeño fue el de la muerte de un amante celoso, y al salir éste del baño tuvo que sorber la copa emponzoñada que le alargó su dueña. El sabor del brebaje, su operación ejecutiva, y sus desengaños acerca de la índole de Rosamunda le dieron a entender que estaba envenenado; le puso una daga al pecho, le ordenó a apurar la copa, y espiró a pocos minutos con el consuelo de que la malvada no llegaría a disfrutar las resultas de su atrocidad. Embarcose la hija de Rosamunda con las preseas principales de los lombardos para Constantinopla; el brío asombroso de Peredeo entretuvo y amedrentó a la corte imperial, pues ciego y vengativo era allá un remedo escaso del antiguo Sansón. Nombró el consejo de la nación en Pavía por sucesor de Alboin a Clef, uno de sus caudillos más esclarecidos (agosto de 573 d. C.), pero antes de año y medio, un nuevo asesinato mancilló el solio, pues un sirviente mató a Clef, y así quedó suspendido el cargo regio por diez años, durante la menoría de su hijo Autaris, y así quedó Italia dividida y acosada por una aristocracia ducal de treinta tiranos.[810]

Al entronizarse el sobrino de Justiniano, pregonó un siglo nuevo de dichas y blasones, y sus anales rebosan de afrenta exterior y desventura interna.[811] A occidente padeció el Imperio Romano la pérdida de Italia y la asolación de África, y a oriente las conquistas de los persas. Campeaba la sinrazón en la capital y en las provincias; temblaban los pudientes por sus haberes, los menesterosos por su existencia; eran los magistrados por lo más idiotas o venales; los remedios eventuales resultaban arbitrarios y violentos, y los dictados esplendorosos de legislador y triunfante no podían acallar los lamentos del pueblo. El concepto que atribuye al príncipe todas las calamidades del tiempo merece la comprobación de la historia, como verdad positiva y vulgaridad provechosa. Mas cabe presumir que era Justino candoroso y benéfico, y que habría acudido al desempeño de aquel sumo cargo si sus achaques no le hubieran menoscabado las potencias, imposibilitándolo de andar y encerrándolo en su palacio, ajenísimo de las quejas del pueblo; y los desbarros del gobierno, el conocimiento tardío de su propia inhabilidad, lo movieron a quitarse el peso de la diadema, y en la elección de un digno sustituto manifestó asomos de tino y magnanimidad. Murió de niño el hijo único de Justino y Sofía; su hija Arabia estaba casada con Baduario,[812] superintendente del palacio, y luego jefe de los ejércitos italianos, que aspiró en vano a corroborar sus derechos por el matrimonio con una adopción expresa. Mientras parecía el Imperio objeto apetecible, solía Justino mirar con celos y odio a sus hermanos y primos, competidores de sus esperanzas, y no le cabía descansar en el agradecimiento de cuantos aceptarían la púrpura como una restitución, y no como dádiva. Habíase quitado de en medio a uno de aquellos, primero por destierro, luego por muerte; y el mismo emperador había prorrumpido en insultos tan violentos con el otro que debía temer su ojeriza o desestimar su apocamiento. Estos enconos caseros acrisolaron su ánimo para acudir a la República, no a su familia, en busca de un sucesor, y la taimada Sofía le recomendó a Tiberio,[813] su fiel capitán de la guardia, cuyas prendas y haberes habrían podido entusiasmar al emperador como producto de su elección atinada. Celebrose la ceremonia de su ensalzamiento a la jerarquía de César, o de Augusto, en el pórtico del palacio, en presencia del patriarca, o del Senado (diciembre de 574 d. C.). Extremó Justino sus escasas fuerzas de cuerpo y alma; pero la creencia popular de que la divinidad le había dictado su arenga trae consigo un concepto humildísimo del individuo y de su siglo.[814] «Estáis viendo —dijo el emperador–, las insignias de la potestad suprema, y vais a recibirlas, no de mi mano, sino de la diestra del Señor; dadles realce, y recibidlo. Acatad a la emperatriz, vuestra madre, pues sois ya su hijo, si erais antes sirviente suyo. No os empapéis en sangre, retraeos de toda venganza, evitad los pasos que me han acarreado el odio público, y ateneos a la experiencia, y no al ejemplo, de vuestro antecesor. Pequé como hombre, y como pecador me ha cabido, ya en esta vida, el escarmiento; pero esos sirvientes (apuntando a los ministros) que han abusado de mi confianza y acalorado mis ímpetus, tendrán que comparecer como yo ante el tribunal de Cristo. Me deslumbraron los destellos de la diadema; sed cuerdo y comedido, recordad lo que habéis sido, recapacitad lo que sois. Estáis viendo en torno vuestros esclavos y vuestros hijos, hermanad con la autoridad el cariño de un padre. Amad al pueblo como a vos mismo; cultivad el afecto y conservad la disciplina en el ejército; escudad los haberes de los pudientes, y acudid a las urgencias de los menesterosos».[815] La concurrencia muda y llorosa celebró los consejos, y participó del arrepentimiento del príncipe: recitó el patriarca las plegarias eclesiásticas; recibió Tiberio la diadema de rodillas, y Justino, que apareció en la renuncia acreedor al cetro, habló en estos términos al nuevo monarca: «Si lo lleváis a bien, vivo, y si no, muero; ¡así el Dios de cielo y tierra encarne en vuestras entrañas cuanto he desatendido u olvidado!» Pasó Justino los cuatro últimos años de su vida en arrinconado sosiego; ya no le remordía su conciencia con los afanes que no acertaba a desempeñar, y quedó airoso en su nombramiento, con el respeto filial y el agradecimiento de Tiberio (5 de octubre de 578 d. C.).

Entre las prendas de Tiberio,[816] su lindeza (era uno de los romanos más gallardos y hermosos) pudo merecerle su privanza con Sofía, y conceptuaba la viuda de Justino que seguiría gozando su encumbramiento e influjo en el reinado de su segundo y joven marido. Mas aun cuando el ambicioso coronado se esmerase en disimular y encarecer su logro, no estaba en su mano el complacerla colmadamente, cumpliendo sus promesas.

Mostráronse impacientes los bandos del hipódromo por saber el nombre de la nueva emperatriz; y tanto el pueblo como Sofía quedaron atónitos al oír que Anastasia era la esposa encubierta pero legítima de Tiberio. Su hijo adoptivo aprontó a Sofía honores imperiales, alcázar lujoso, crecida servidumbre, cuanto podía aliviar su desconsuelo amarguísimo; solía sobre asuntos de trascendencia asesorarse con la viuda de su bienhechor, mas aquel pecho ambicioso menospreciaba el oropel del solio, y el dictado atentísimo de madre la airaba más y más en vez de halagarla. Al paso que admitía risueñamente las muestras decorosas de confidencia y miramiento, se hermanó reservadamente con sus enemigos antiguos, y se valieron de Justiniano, hijo de Germano, para su venganza. El engreimiento de la casa reinante llevaba a mal el señorío de un advenedizo; era el mancebo merecidamente popular: había sonado su nombre, después de la muerte de Justiniano, en los vaivenes de los bandos; y el brindis rendido de su cabeza, con un tesoro de sesenta mil libras, traía visos de bastardía, o por lo menos de zozobra. Cúpole indulto con el mando del ejército oriental; huyó el monarca persa de sus aceros, y los vítores que resonaron en su triunfo lo pregonaban digno de la púrpura. Su astuta madrina escogió la temporada de la vendimia, cuando el emperador, en su soledad campestre, lograba disfrutar los placeres de un súbdito. Al primer aviso del intento, regresó a Constantinopla, y su presencia y entereza desvanecieron la conspiración. Se la quitaron Sofía el boato y honores que había desmerecido, y se le concedió un estipendio decoroso; despidió Tiberio su comitiva, le atajó la correspondencia, y la hizo custodiar por guardia de toda confianza. El príncipe garboso, en vez de acriminar a Justiniano sus servicios efectivos, tras una reconvención apacible se desentendió de su traición y desagradecimiento, y se creía que trataba el emperador de entablar un doble enlace con su competidor al solio. La voz de un ángel (cundió esta fábula) pudo revelar al emperador que vendría siempre a triunfar sobre sus enemigos caseros, mas Tiberio cifraba su resguardo en la inocencia y la generosidad de su pecho.

Con el nombre odiosísimo de Tiberio, se apellidó más popularmente Constantino, y fue remedando las virtudes acendradas de los Antoninos. Tras de haber estado historiando el devaneo y desenfreno de tantísimos príncipes romanos, se hace halagüeño el pararse a contemplar a un varón descollante con las altas prendas de humanidad, justicia, templanza y fortaleza; espejarse en un soberano afable en el palacio, reverente en la iglesia, imparcial en el escaño, y victorioso, a lo menos por sus generales, en la guerra de Persia. El trofeo más esclarecido se cifró en un sinnúmero de cautivos que alimentó, rescató y devolvió a sus hogares, con ánimo cristiano y heroico. Méritos y desventuras de sus propios súbditos merecían más todavía sus larguezas, y solía medirlas no tanto por la expectativa de los menesterosos como por la bondad de su propio espíritu. Tal sistema, si bien azaroso en el fiador de los caudales públicos, se contrapesaba con los arranques de humanidad y justicia, que le estaban enseñando a menospreciar como un oro de ínfima ley al que mana de los lloros del pueblo. Ansiaba remediar sus quebrantos naturales o advenedizos, descargándolo de atrasos y recargos para lo venidero; rechazaba con ceño las ofrendas rastreras de sus ministros, que se reintegrarían en diez tantos con redobladas tropelías, y las leyes atinadas y equitativas movieron en lo sucesivo alabanzas y duelos por largo tiempo. Soñaba Constantinopla que el emperador había desenterrado algún tesoro, mas éste se cifraba todo en su desahogada economía, y en el menosprecio de todo gasto excusado y vanaglorioso. Felicísimos habrían sido los romanos orientales si el don más excelso de los cielos, un rey muy patricio, hubiera podido afianzarse como logro incontrastable. Mas a los cuatro años escasos, el dignísimo sucesor de Justiniano se postró con dolencia mortal, para devolver la diadema, en los términos que le había cabido, al más acreedor de sus conciudadanos (26 de septiembre de 578 d. C.-14 de agosto de 582 d. C.).

Eligió a Mauricio del gentío, nombramiento más precioso que la misma púrpura, citaron al patriarca y al Senado junto al lecho del príncipe moribundo, otorgó la hija y el Imperio, y el cuestor manifestó a voces, con toda solemnidad, su disposición postrera. Expresó esperanza de que las prendas de su hijo y sucesor alzarían el monumento más esclarecido a su memoria. Embalsamada quedó ésta con el duelo público, mas todo pesar se exhala luego con el alborozo del nuevo reinado, y así la vista como las aclamaciones del vecindario entero se asestaron al vuelo hacia el sol en su oriente.

Era el emperador Mauricio oriundo de Roma[817] antigua, pero sus padres moraban en Arabico de Capadocia, y su dicha peregrina les conservó la vida, hasta presenciar y gozar el logro de su augusto hijo. Mauricio en su mocedad fue militar; lo promovió Tiberio al mando de una legión nueva y predilecta de doce mil confederados; descolló con su desempeño en la guerra de Persia, y volvió a Constantinopla para admitir como galardón debido la herencia del Imperio (13 de agosto de 582 d. C.-27 de noviembre de 602 d. C.). Subió al solio Mauricio en su madurez de cuarenta y tres años, y reinó más de veinte años sobre el Oriente y sobre sí mismo,[818] desprendiendo de su ánimo la democracia desmandada de las pasiones, y planteando (según la expresión melindrosa de Evagrio) la aristocracia cabal de la racionalidad y de la virtud. Hay que maliciar algún tanto, en mengua de testimonio de un súbdito, por más protestas suyas de que sus alabanzas reservadas nunca habían de llegar a oídos del soberano,[819] y hay deslices que desnivelan a Mauricio respecto de su más acendrado antecesor. Su porte despegado y recóndito traía visos de engreimiento; rayaba de justiciero en inhumano, y de avenible en apocado, y ante todo de económico en avariento. Pero los anhelos atinados de un monarca absoluto, deben concentrarse en la dicha de su pueblo, y campeaban en Mauricio racionalidad y denuedo para fomentar aquella felicidad, encaminando su régimen por el rumbo y al remedo de Tiberio. La cobardía griega acarreó un desvío tan extremado entre los cargos de rey y de general que, habiendo desde ínfimo soldado venido a merecer y lograr la púrpura, rara vez se lo vio acaudillar sus ejércitos. Alcanzó sin embargo el emperador Mauricio el blasón de reponer en su solio al monarca persa; guerrearon sus lugartenientes, con repetidos vaivenes contra los avares del Danubio, y allá se condolió inserviblemente del estado lastimoso y la postración rematada de sus provincias italianas.

Acosaban de continuo a los emperadores mensajeros de Italia con relaciones llorosas y demandas urgentísimas de auxilio, que les hacían prorrumpir en muestras indecorosas de su propio desvalimiento. Estaba ya agonizando aquel sumo señorío de Roma, que tan sólo asomaba en el desahogo y la pujanza de sus lamentos. «Ya que no alcanzáis —decía–, a rescatarnos de la espada lombarda, libertadnos a lo menos de la plaga del hambre». Se desentendió Tiberio de la reconvención, y acudió al socorro; un suministro de trigo pasó de Egipto al Tíber, y los romanos invocando no a Camilo, sino a san Pedro, rechazaron a los bárbaros de sus murallas. Pero fue el alivio pasajero y el riesgo perenne y ejecutivo; y el clero y el Senado recogiendo los restos de su antigua opulencia, que ascendían a tres mil libras [1380 kg] de oro, y enviaron al patricio Pamfronio para que pusiese dones y quejas al umbral del solio. Embargaba la guerra de Persia la atención y las fuerzas del Oriente, mas el emperador justiciero aplicó el producto de la ciudad a su propia defensa, y despidió al patricio encargándole únicamente que, o viesen de cohechar a los caudillos lombardos, o de conseguir el auxilio de los reyes de Francia. A pesar de arbitrios tan baladíes, siguió Italia atropellada y Roma fue sitiada de nuevo; y hasta el arrabal de Clase, a sólo tres millas [4,82 km] de Rávena, fue saqueado y ocupado por la tropa de un mero duque de Spoleto. Dio Mauricio audiencia a una segunda diputación de sacerdotes y senadores; expresaban con vehemencia las cartas del pontífice romano las obligaciones y amenazas de la religión, y su nuncio, el diácono Gregorio, iba igualmente autorizado para implorar auxilios terrestres y celestiales. Acudió el emperador con más eficaz resultado a las disposiciones de su antecesor; se recabó de algunos caudillos poderosos al amistarse con los romanos, y uno de ellos, leal y apacible aunque bárbaro, vivió y murió en el servicio del exarca: franqueáronse los Alpes a los francos, y los alentó el papa, a fin de que contraviniesen los compromisos juramentados con los infieles. Persuadió también a Childeberto, biznieto de Clodoveo, invadir Italia por medio de cincuenta mil piezas; mas por cuanto había visto con embeleso monedas de una libra [460 g] de oro con el cuño bizantino, adelántose a pactar que se haría más halagüeño y digno de aprecio si alternasen con la cantidad algunos de aquellos medallones. Los duques lombardos habían estado enojando, con redobladas correrías, a sus vecinos poderosos de la Galia. Con la zozobra de justísimas represalias, se desentendieron de su independencia desvalida y desconcertada; se vitorearon a una voz las ventajas del gobierno regio, por unión, reserva y pujanza, y ya Autaris, hijo de Clef, se había robustecido y granjeado el concepto de guerrero. Bajo las banderas del nuevo rey, resistieron los vencedores de Italia tres invasiones sucesivas (582-590 d. C.), una de ellas acaudillada por Childeberto, el postrer Merovingio que bajó de los Alpes. Zozobró la expedición primera por los enconados celos entre francos y alamanes; en la segunda padecieron un descalabro más sangriento y afrentoso que cuantos les sobrevinieron desde la fundación de su monarquía. Impacientes por vengarse, volvieron por tercera vez con mayores fuerzas, y tuvo Autaris que desviarse del ímpetu arrollador, repartiendo tropa y tesoros por los pueblos amurallados, entre el Apenino y los Alpes. Nación más avenible al peligro que al afán y la demora, se puso a zaherir el devaneo de los veinte jefes, y los ardores de Italia plagaron de enfermedades aquellos cuerpos advenedizos y quebrantados ya con privaciones y demasías. Las fuerzas inhábiles para la conquista sobraron para la asolación del país, y los naturales trémulos no acertaban a distinguir a los enemigos de sus defensores. Si se incorporaran imperiales y francos junto a Milán, quizás dieran al través con el trono lombardo; mas los francos estuvieron contemplando seis días las llamaradas de una aldea, y las armas griegas se emplearon en reducir Parma y Módena, que luego les arrebataron con la retirada de sus aliados trasalpinos. Autaris victorioso, afianzó su empeño de avasallar Italia. Al pie de los Alpes Recios doblegó la resistencia, y apresó los tesoros ocultos de una islilla arrinconada en el lago de Como. Al extremo peñascoso de Calabria, tocó una columna sobre las playas de Regio,[820] pregonando que aquel límite antiguo había de ser el lindero incontrastable de su reino.[821]

Por espacio de dos siglos estuvo Italia dividida desigualmente entre el reino lombardo y el exarcato de Rávena. La condescendencia de Justiniano juntó los cargos y profesiones que Constantino había separado, y dieciocho exarcas consecutivos ejercieron, en la decadencia del Imperio la potestad civil, militar y aun eclesiástica. Su jurisdicción inmediata, que después se consagró al patrimonio de san Pedro, abarcaba la Romanía moderna, los pantanos o valles de Ferrara y Comaquio,[822] cinco ciudades marítimas, desde Rímini hasta Ancona, y una segunda Pentápolis interior, entre la costa Adriática y los cerros del Apenino. Tres provincias subordinadas de Roma, Venecia y Nápoles, deslindadas por tierras enemigas, desde el palacio de Rávena, reconocían en paz y en guerra la primacía del exarca. Parece que el distrito de Roma comprendía las conquistas de Toscana, Sabina y Lacio, en los cuatro primeros siglos de la capital y sus linderos se dejan obviamente rastrear por la costa desde Civita-Vechia a Terracina, y con el cauce del Tíber, desde Ameria y Narni, hasta el pueblo de Ostia. Las numerosas islas desde Grado a Chiozza componían el reciente señorío de Venecia, pero los pueblos más accesibles del continente quedaron arrasados por los lombardos, que estuvieron mirando con furia impotente una nueva capital descollando sobre las olas. Ceñían el señorío de los duques de Nápoles la bahía y sus islas adjuntas, el territorio enemigo de Capua, y la colonia Romana de Amalfi,[823] cuyos ciudadanos industriosos maravillaron al orbe con su invención de la brújula. Seguían afectas al Imperio las tres islas de Cerdeña, Córcega y Sicilia, y con la adquisición de la Calabria ulterior se alejó el padrón de Autaris, desde la playa de Regio al istmo de Consencia. Conservaban en Cerdeña los montañeses salvajes la libertad y la religión de sus mayores, mas los labriegos de Sicilia vivían clavados a su pingüe y aprovechado suelo. Desangraba a Roma con cetro de hierro un exarca, y tal vez algún eunuco, insultando a su salvo los escombros del Capitolio. Pero Nápoles se granjeó luego la regalía de nombrar sus propios duques;[824] la independencia de Amalfi fue producto de su comercio, y el apego voluntario de Venecia concluyó al fin en el realce de una alianza por igual con el Imperio de Oriente. El espacio del exarcato abulta poquísimo en el mapa de Italia, pero abarcaba una porción considerable de industria, riqueza y población. Los súbditos más fieles y apreciables huyeron del yugo bárbaro, y tremolaban las banderas de Pavía y Verona, de Milán y Padua en sus barrios respectivos, por los nuevos habitantes de Rávena. Los lombardos estaban poseyendo lo restante de Italia, y desde su solio en Pavía, su reino se extendía por levante norte y poniente hasta el confín de los avares y bávaros, y de los francos de Austrasia y Borgoña. En la geografía moderna le corresponden la tierra firme de la república veneciana, el Tirol, Milán, Piamonte, la costa de Génova, Mantua, Parma y Módena, el gran ducado de Toscana, y una gran parte del Estado eclesiástico, desde Perugia hasta el Adriático. Los duques, luego príncipes de Benevento, sobrevivieron a la monarquía y dilataron el nombre de los lombardos. Reinaron cerca de cinco siglos, desde Capua hasta Tarento, sobre la mayor parte del reino actual de Nápoles.[825]

Al comparar la proporción de vencedores y vencidos, la ilación más fundada estriba en la mudanza de idioma. Bajo esta pauta resulta que los lombardos en Italia y los visigodos en España eran menos que los francos y borgoñones, y estos conquistadores de la Galia menguan luego respecto del sinnúmero de sajones y anglos, que casi desarraigaron los dialectos de la Bretaña. El italiano moderno se ha ido fraguando con la mezcla de mil naciones; la torpeza de los bárbaros en el uso esmerado de conjugaciones y declinaciones los precisó al arrimo de los artículos y verbos auxiliares, y expresaron varios conceptos nuevos con nombres teutónicos. Mas el caudal de voces familiares y artísticas se deriva fundamentalmente del latín,[826] y si estuviésemos impuestos en los dialectos anticuados, campesinos y lugareños de Italia, rastrearíamos el arranque de muchos vocablos ajenísimos del puro y clásico romano. Una hueste crecida no alcanza para el concepto de nación, y menguó luego el poderío de los lombardos con la retirada de veinte mil sajones, mal hallados con su clase de dependientes, y regresaron, tras repetidas y osadísimas aventuras, a su patria.[827] Anchurosos en extremo eran los reales de Alboin, pero todo campamento queda ceñido en el recinto de una ciudad, y sus habitantes belicosos clarean desde luego hasta lo sumo, explayándose por un campo dilatado. Al bajar Alboin de los Alpes, revistió a su sobrino, primer duque de Friuli, con el mando de la provincia y del paisanaje, pero el prudente Gisulf se hubiera desentendido del cargo azaroso sin el permiso de elegir de los nobles lombardos un número suficiente de familias[828] para formar una colonia perpetua de soldados y súbditos. Progresando la conquista, no cabía el mismo derecho para los duques de Brescia o Bérgamo, de Pavía o Turín, de Spoleto o Benevento; mas cada uno de estos y demás compañeros se avecindó en su distrito señalado con una comitiva que acudía a sus banderas en la guerra y a su tribunal en la paz. Era su afecto libre y honorífico; árbitros de ir devolviendo sus dones y repartos, lo eran también de pasar con sus familias a otra jurisdicción, pero el ausentarse del reino se castigaba con pena capital, como deserción militar. La posteridad de los primeros conquistadores fincó y se arraigó hondamente en el país, que debían defender a todo trance, por su pundonor y su interés. Nacía un lombardo soldado de su rey y de su duque, y los concejos de la nación desplegaban las banderas y se denominaban ejércitos. Las provincias conquistadas suministraban las pagas y galardones, y el reparto, que no se realizó hasta después del fallecimiento de Alboin, estaba manifestando el torpe borrón de robos y tropelías. Los italianos acaudalados padecieron muerte o destierro; los demás se iban apropiando a los advenedizos, y se impuso el feudo, bajo el nombre de hospitalidad, de pagar a los lombardos el tercio de los productos de la tierra. En menos de setenta años quedó abolido este sistema con un arriendo más sencillo y permanente.[829] O el hacendado romano iba fuera por el demandado huésped, o aquel tercio del producto anual se trocaba en un equivalente más equitativo en las mismas fincas. Con estos dueños advenedizos, las faenas agricultoras de sementera, viñedo y olivares quedaron torpe y flojamente desempeñadas por los brazos de esclavos o jornaleros, pero la vida pastoril congeniaba más con la holgazanería de los bárbaros. En las praderas lozanas de Venecia restablecieron y mejoraron las crías de caballos tan celebrados en la Antigüedad,[830] y los italianos observaban con asombro una casta extraña de bueyes y búfalos.[831] La despoblación de Lombardía, y el aumento de bosques, proporcionaban ámbitos espaciosos al recreo de la caza.[832] El arte peregrino que enseña a las aves a conocer la voz y ejecutar las órdenes del dueño fue absolutamente desconocido a la ingeniosidad de griegos y romanos.[833] Escandinavia y Escitia crían los halcones más arrojados y mansos;[834] los domesticaban y educaban corriendo siempre a caballo por las campiñas; y así los bárbaros fueron los introductores, en las provincias romanas, del pasatiempo predilecto de nuestros antepasados, y las leyes de Italia conceptúan la espada y el halcón, de igual realce y entidad, en manos de un lombardo noble.[835]

Fueron el clima y el ejemplo tan rápidos con los lombardos, que a la cuarta generación curioseaban despavoridos los retratos de sus montaraces antepasados.[836] Se afeitaban el pescuezo, pero melenudos por delante se emboscaban ojos y boca, y luego una barba cumplidísima era característica de la nación. Su ropaje de lino era ancho, al modo de los anglosajones, que se condecoraban, en su concepto, con listas grandiosas y matizadas. Cubrían pies y piernas con pantalones, arrastrando sandalias abiertas, ciñendo siempre el resguardo de su espada, aun en medio de la paz. Pero aquel traje estrambótico y ese aspecto horroroso tal vez encubrían un temple blando y aseñorado, pues al amainar la saña de la refriega solían los cautivos y los súbditos pasmarse con la humanidad del vencedor. Los vicios de los lombardos eran producto de arrebato, ignorancia o embriaguez, y sus virtudes eran tanto más loables, cuanto no adolecían de los dobleces de la sociedad, ni las reprimía la violencia de las leyes o de la educación. No conceptuaría que me alejo de mi objetivo si me cupiese desentrañar la vida íntima de los conquistadores de Italia, y voy a explayarme gustoso en el galanteo caballeresco de Autaris, que es un espejo del temple aseñorado de los andantes posteriores.[837] Tras el malogro de su novia merovingia, aspiró al desposorio con la hija del rey de Baviera, y aceptó Garibaldo el enlace con el monarca italiano. Mal hallado con las demoras de la negociación, arde el amante, huye de su palacio y visita la corte de Baviera en la comitiva de su propia embajada. Adelántase el advenedizo en la audiencia pública al solio, y participa a Garibaldo que el embajador es positivamente el ministro de Estado, pero que sólo él era el íntimo de Autaris, que le había confiado el encargo delicadísimo de darle noticia cabal de los primores de su novia. Llaman a Teudelinda para allanarse al escrutinio importante, y tras una pausa de mudo embeleso, la saluda como reina de Italia, y le ruega rendidamente que, según estilo de su nación, tenga a bien ofrecer una copa de vino al primero de sus nuevos súbditos. Obedece por mandato del padre, toma luego Autaris la copa, y al devolvérsela a la princesa le toca disimuladamente la mano, y le pasa el dedo por el rostro y los labios. Anochece y Teudelinda comunica a su nodriza la familiaridad descomedida del advenedizo, mas queda consolada al ver que tanta llaneza no cabía sino en el rey, su marido, que según su gentileza y bizarría era acreedor al desposorio. Despídense los embajadores, y al hollar el confín de Italia, Autaris, empinándose sobre su caballo, asesta su hacha contra un árbol con suma pujanza y maestría. «Tales —dice–, son los golpes que descarga el rey de los lombardos», dice a los atónitos los bávaros. Se acerca un ejército franco, Garibaldo y su hija se refugian en los dominios de sus aliados, y se consuma el desposorio en el palacio de Verona. Quedó disuelto al año con el fallecimiento de Autaris, mas embelesó Teudelinda con sus virtudes a la nación,[838] y se le permitió conceder con su diestra el cetro del reino de Italia.

Este hecho, y otros parecidos, nos confirman[839] que los lombardos estaban en posesión de elegir a sus soberanos, pero con el tino de limitar la frecuencia de sus nombramientos. Las rentas públicas se cifraban en el producto de la tierra y las obvenciones de la justicia. Cuando los duques independientes acordaron que Autaris subiese al solio del padre, dotaron el cargo regio con la mitad de sus respectivas pertenencias. Los nobles más engreídos aspiraban al timbre de la servidumbre junto a la persona de su príncipe, quien por su parte galardonaba la lealtad de sus vasallos con dádivas y feudos, y compensaba los quebrantos de la guerra con fundaciones pingües de monasterios e iglesias. Juez en la paz y caudillo en la guerra, jamás usurpaba la potestad de legislador único y absoluto. Juntaba el rey de Italia el concejo nacional en su palacio, o más probablemente en la campiña de Pavía; componíase su concejo sumo de sujetos eminentes por su nacimiento y empleos, pero la validez y ejecución de sus decretos se cifraba en la aprobación del pueblo leal, y el ejército venturoso de los lombardos. Como ochenta años después de la conquista de Italia, sus costumbres y fueros se tradujeron en latín teutónico,[840] (643 d. C. y ss.) y se ratificaron con la anuencia del príncipe y el pueblo; algunos arreglos nuevos fueron sobreviniendo, mas conformes con su situación actual; los sucesores más atinados siguieron el ejemplo de Rotaris, y las leyes de los lombardos se han conceptuado siempre como las menos desacertadas del código de los bárbaros.[841] Afianzados en el regazo de la libertad con su denuedo, legisladores tan toscos y atropellados no alcanzaban a equilibrar las potestades de una Constitución, ni a despejar los trámites políticos de un gobierno. Declarábanse delitos capitales los que se cometían contra la vida del soberano o la seguridad del Estado, mas limitaron su ahínco en el resguardo de la persona y los haberes del súbdito. Según la jurisprudencia extraña de aquel tiempo, el atentado de sangre podía redimirse con una multa, pero el alto precio de novecientas piezas de oro está demostrando el concepto atinado del valor de un mero ciudadano. Agravios menos atroces, como herida, lisiadura, una palabra afrentosa, se iban midiendo con esmero casi ridículo; y la cordura del legislador fomentó la práctica ruin de trocar el pundonor y la venganza por una compensación pecuniaria. La idiotez de los lombardos, ya de paganos, ya de cristianos, daba crédito a ciegas a la maldad y a los daños de la hechicería; pero los jueces del siglo XVII pudieran instruirse y abochonarse, con la sabiduría de Rotaris, quien escarnece superstición tan absurda y escuda a las víctimas de la crueldad popular o judicial.[842] Se debe atribuir la misma sabiduría de todo un legislador a Liutprando, que sobreponiéndose a su siglo tolera y condena el abuso impío e inveterado de los duelos,[843] hecho cargo, por su propia experiencia, de que la causa justa había zozobrado hartas veces a manos de la poderosa violencia. Cuanto mérito pueda asomar en la legislación lombarda será producto castizo del alcance de los bárbaros, que nunca dieron cabida a los obispos de Italia en sus concejos legislativos. Pero descuella la sucesión de sus reyes con pundonor y maestría; alternan en sus anales temporadas de turbulencias y de sosiego, acierto y felicidad, y estuvieron gozando los italianos gobierno más suave y equitativo que todos los demás reinos fundados sobre los escombros del Imperio occidental.[844]

Entre las armas de los lombardos y bajo el despotismo de los griegos volvemos siempre a curiosear la suerte de Roma,[845] que a fines del siglo VI había llegado hasta su ínfimo desamparo. Arrebatado el solio del Imperio y perdidas tantas provincias, se agotaron los manantiales de la opulencia pública y particular; el árbol empinado cobijador de naciones agonizaba desenramado y deshojado, y el tronco marchito y árido yacía por el suelo. No se tropezaban ya en la vía Apia o Flaminia los mensajeros que iban y venían con decretos nuevos, y con albricias de la victoria, padeciendo a veces correrías, y siempre zozobras de lombardos. El vecindario de una capital pacífica y poderosa, al visitar desahogadamente la campiña enramada, no acierta a recapacitar el conflicto de los romanos; cerraban o abrían las puertas con trémula diestra, y luego estaban mirando desde las almenas las llamaradas de sus quintas, y oyendo los alaridos de sus hermanos, apedreados como canes, y arrastrados allá por esclavos, allende el mar o las cumbres. Sobresaltos tan incesantes acibaraban los recreos e interrumpían las faenas campesinas, y así la campiña de Roma en breve fue toda una maleza pavorosa, de terreno estéril, aguas inmundas y ambiente emponzoñado. Desfalleció el móvil de la curiosidad o la ambición, acarreadoras de naciones enteras a la capital del mundo; y si el acaso o la precisión encaminaban los pasos del advenedizo, se horrorizaba al ver el vacío y la soledad del recinto, y se paraba en ademán de preguntar: ¿dónde está el Senado?, ¿dónde el vecindario? Una estación lluviosa, rebosando el Tíber se derramó disparadamente por las cañadas de los siete cerros, sobrevino epidemia con el estancamiento de aquel diluvio, y fue tan ejecutiva su malignidad que en una hora fallecieron ochenta personas en medio de una procesión solemne para implorar la clemencia del cielo.[846] En toda sociedad que fomenta los matrimonios y promueve la industria, pronto quedan repuestos los quebrantos de una guerra o de un contagio, mas como la mayor parte de los romanos yacían desahuciados de alimentos, e imposibilitados de enlazarse, era la despoblación incesante y palpable, y los adustos Jeremías andaban fundadamente presagiando el exterminio inmediato del linaje humano.[847] Excedía sin embargo el vecindario a los alcances de los abastos; suministrábanlos a temporadas las cosechas de Sicilia y Egipto, y desmayaba la provincia desatendida por el emperador, según sus frecuentes padecimientos de hambre. Desmoronábanse al par los edificios, volcándolos a carrera, avenidas, huracanes y terremotos, y los monjes encumbrados hasta lo sumo se engreían con su ruin triunfo sobre las ruinas de la Antigüedad.[848] Fue Gregorio I quien asaltó los templos, y desmoronó las estatuas de la ciudad, y por mandato del bárbaro quedó la biblioteca palatina reducida a cenizas, y la historia de Tito Livio fue con especialidad el punto donde asestó su frenesí exterminador. Los mismos escritos de Gregorio rebosan de aversión implacable a los monumentos del numen clásico, y dispara una censura severísima contra la erudición profana de un obispo que estaba enseñando la gramática, estudiaba los poetas latinos y entonaba con los mismos labios las alabanzas de Júpiter y las de Jesucristo. Pero el testimonio de su saña asoladora es moderno y dudoso: el templo de la paz o el teatro de Marcelo se han ido pausadamente deteriorando con el tiempo, y aquella veda formal hubiera ido redoblando las copias de Virgilio y de Livio en los países ajenos del dictador eclesiástico.[849]

Al par de Tebas, Babilonia o Cartago, pudo el nombre de Roma quedar arrasado sobre la tierra, a no vivificar a la ciudad un impulso fundamental que la encumbró de nuevo a los blasones y al señorío. Corrió la hablilla de que dos predicadores judíos, uno fabricante de tiendas y otro pescador, habían sido ajusticiados públicamente en el circo de Néron, y al cabo de quinientos años su religión castiza, o embelesadora, se adoraba como el paladio de la Roma cristiana. Acudían peregrinos de levante y poniente al umbral sagrado, pero los sagrarios particulares de los apóstoles se resguardaban con milagros y horrores invisibles, acercándose siempre con zozobra el católico timorato al objeto de su culto. Azaroso era el contacto, expuestísima la mirada de los cadáveres santos, y cuantos osaban, aun con motivos acendrados, alterar el sosiego del santuario, adolecían y finaban con visiones pavorosas. El empeño desatinado de una emperatriz en defraudar a los romanos de su tesoro sacrosanto, la cabeza de san Pablo, se desechó horrorizadamente, y afirmó el papa, muy probablemente con verdad, que los lienzos tocados en su cuerpo, y las limaduras de su cadena, que a veces se lograban sin reparo, y a veces se hacían inasequibles, atesoraban un grado igual de pujanza milagrosa.[850] Pero la potestad y aun la virtud de los apóstoles vivía esforzadamente cifrada en el pecho de sus sucesores, y la cátedra de san Pedro estaba poseída, bajo el reinado de Mauricio, por el primero y el mayor de los Gregorios.[851] Había sido también papa su abuelo Félix, y como los obispos estaban ya sujetos a la ley del celibato, la muerte de su mujer precedería a su consagración. La alcurnia de Gregorio, por Silvia y por Gordiano, sobresalía en el Senado y en la Iglesia de Roma; la parentela mujeril era toda de vírgenes y de santas, y su propia estampa y la de su padre y madre se estuvieron representando cerca de trescientos años en un retrato de familia[852] que ofreció al monasterio de San Andrés. El dibujo y el matiz de esta pintura suministran un testimonio honorífico de que los italianos seguían dedicándose al arte de la pintura en el siglo VI, pero se forma un concepto muy rastrero de su gusto e instrucción, por las cartas, sermones y diálogos de Gregorio, como el trabajo de quien a ningún contemporáneo iba en zaga; su erudición,[853] su nacimiento y su desempeño lo habían encumbrado al cargo de prefecto de la ciudad, y logró el mérito de renunciar al boato y a las vanidades del mundo. Abocó su pingüe patrimonio a la fundación de siete monasterios,[854] uno en Roma[855] y seis en Sicilia, anhelando más y más arrinconarse en esta vida y esclarecerse en la otra. Pero su devoción, que sería entrañable, siguió el rumbo entablado por un estadista astuto y ambicioso. El talento de Gregorio y la gloria que le acarreó su retiro, le redundaron en cariño y utilidad de la Iglesia; y la obediencia rendida es siempre el primer atributo de todo monje. Ordenado de diácono, pasó de nuncio a ministro de la silla apostólica a la corte bizantina, y desde luego asumió ínfulas de independiente, en nombre de san Pedro, en términos criminales y expuestísimos para todo seglar del Imperio. Vuelto a Roma, mucho más conceptuado, tras una temporada de vida claustral, lo encumbró la voz unánime del clero, el Senado y el vecindario al solio papal. Tan sólo él se opuso, o lo aparentó, a su encumbramiento, y su demanda abatida a Mauricio para que rechazase el nombramiento de los romanos tan sólo condujo para realzarlo en el ánimo del emperador y del público. Pregonado el azaroso decreto, se valió de traficantes amigos para que lo sacasen dentro de un año fuera de las puertas de Roma, y se emboscó avergonzadamente por las sierras, hasta que, según cuentan, un destello celeste descubrió su retiro.

El pontificado de Gregorio el Grande, que duró trece años, seis meses y diez días, es uno de los plazos más edificantes de la historia de la Iglesia (8 de febrero de 590 d. C.-12 de marzo de 604 d. C.). Sus virtudes, y aun sus nulidades, mezcla extraña de sencillez y astucia, de engreimiento y humildad, de tino y superstición, eran adecuadísimas para su elevación y el temple del siglo. Tildó en su competidor el patriarca de Constantinopla el dictado anticristiano de obispo universal, que la altanería del sucesor de san Pedro no le podía otorgar, ni tampoco le cabía apropiárselo por su debilidad, ciñéndose la jurisdicción de Gregorio al triple realce de obispo de Roma, primado de Italia y apóstol de Occidente. Frecuentaba el púlpito y enardecía con su tosca pero arrebatada elocuencia los ímpetus de su auditorio; interpretaba y aplicaba textos de los profetas judíos, y el ánimo del pueblo abatido de suyo con sus quebrantos repetidos tomaba alas para esperanzar o temer al mundo invisible. Sus preceptos y su ejemplo definieron la norma del rezo romano,[856] el arreglo de las parroquias, el calendario de las festividades, la disposición de las procesiones, el desempeño de los presbíteros y diáconos, y la variedad y alternativa de las vestiduras sacerdotales. Siguió hasta el fin de su vida oficiando en la misa solemne, que duraba más de tres horas: el canto gregoriano[857] es el conservador de la música instrumental y vocal del teatro, y las voces broncas de los bárbaros se empeñaban en remedar la melodía de la escuela romana.[858] Le tenía su experiencia enseñada la suma eficacia de aquellos ritos grandiosos y entonados para aplacar los conflictos, robustecer la fe, desembravecer el destemple y aventar las lóbregas aprensiones del vulgo; y les soltó gustoso la rienda en cuanto fomentaban el reinado del sacerdocio y la superstición. Los obispos de Italia e islas adyacentes reconocían al pontífice romano como su arzobispo especial. Disponía también a su albedrío de la existencia, la incorporación o el traslado de las sillas episcopales, y sus entrometimientos por las provincias de Grecia, España y Galia dieron alas para los impulsos más arrojados de los papas posteriores. Se interpuso para precaver abusos de elecciones populares, su desvelo solícito mantuvo la fe y la disciplina en su tersa pureza, celando una y otra, a fuer de pastor apostólico, en los rabadanes subordinados. Bajo su reinado, los arrianos de Italia y España se hermanaron con la Iglesia Católica, y la conquista de Britania destella menos gloria sobre el nombre del César que sobre el de Gregorio I. Embarcáronse en vez de seis legiones, cuarenta monjes para aquella isla lejana, lamentándose el pontífice de que su desempeño sagrado le imposibilitase alternar en los peligros de aquella campaña espiritual. Participó, a los dos años, al arzobispo de Alejandría, que había bautizado al rey de Kent con diez mil de sus anglosajones, y los misioneros romanos, al par de los primitivos, sólo iban pertrechados con potestad espiritual y sobrehumana. La credulidad o el arte de Gregorio estaban siempre en ademán de corroborar las verdades de la religión con el testimonio de duendes, milagros y resurrecciones;[859] y la posteridad le ha devuelto el tributo que estuvo anchamente franqueando a las virtudes de su propia generación, o de la antecedente. Se han concedido colmadamente los honores celestiales por la autoridad de los papas, mas es Gregorio el postrero de su propia jerarquía, que han tenido a bien alistar en el calendario de los santos.

Su poderío temporal fue descollando más y más con los conflictos de aquel tiempo, y los obispos romanos que han estado diluviando sangre sobre Europa y Asia tuvieron que reinar como ministros de cariño y de paz. I. La Iglesia de Roma, como ya se ha manifestado, estaba dotada de fincas pingües en Italia, en Sicilia y aun en las provincias más lejanas, y sus agentes, que solían ser subdiáconos, se habían granjeado jurisdicción civil, y hasta criminal, sobre sus inquilinos y labriegos. El sucesor de san Pedro manejaba su patrimonio con el tino de un hacendado solícito y comedido,[860] y las cartas de Gregorio rebosan de encargos para prescindir de pleitos dudosos y atropelladores, conservar cabales los pesos y medidas, dar largas razonables, reducir el impuesto a los esclavos del clero, que compraban el derecho de casarse con el pago de una multa arbitraria.[861] Transportábase el rédito o el producto del Estado a la embocadura del Tíber; por cuenta y riesgo del papa se administraba el caudal, a fuer de mayordomo fiel de la Iglesia y de los pobres, y franqueaba gallardamente a sus urgencias, cuantos ahorros le proporcionaban su economía extremada y metódica. Estuvo archivada más de tres siglos en el Laterán su abultada cuenta y razón de las entradas y desembolsos, como pauta de mayordomía cristiana. Repartía en las cuatro festividades mayores el cupo del trimestre al clero, a los criados, a los monasterios, iglesias, cementerios, hospitales y hospicios de Roma y de toda la diócesis. Racionaba a los pobres, según las estaciones, con queso, trigo, vino, verduras, aceite, pescado, abastos frescos, ropa y dinero, y sus ecónomos tenían que andar de continuo acudiendo a socorrer, de su orden, a los menesterosos y merecedores. Todos los días y a toda hora estaba su anhelo remediando al doliente, al desvalido, al extraño, al peregrino, sin sentarse a tomar su comida ligerísima, hasta que de su propia mesa enviase algún manjar a personas acreedoras a sus finezas. La desdicha de los tiempos tenía reducido el señorío a haber de aceptar sin sonrojo el amparo de la Iglesia: la diestra del bienhechor estaba vistiendo y alimentando a tres mil vírgenes, y varios obispos de Italia huyeron de las manos de los bárbaros a la hospedería general del Vaticano. Padre de la patria debía justísimamente apellidarse Gregorio, y escrupulizaba tantísimo su conciencia, que por haber fallecido en la calle un mendigo se impuso por varios días entredicho en sus funciones sacerdotales. II. Los quebrantos de Roma empeñaron al pastor espiritual en los afanes de la paz y de la guerra, y ni él mismo acertaría a deslindar si fue la religiosidad o la ambición el móvil de su esmero en suplir la ausencia del soberano. Desaletargó por fin Gregorio al emperador, le manifestó la maldad o torpeza del exarca y sus dependientes, se quejó de que se sacaran los veteranos para acudir a la defensa de Spoleto, alentó a los italianos para resguardar sus ciudades y altares, y se extendía, en los trances, a nombrar a los tribunos y disponer las operaciones de las tropas provinciales. Pero los escrúpulos de la humanidad y de la religión frenaban los ímpetus marciales del papa; abominaba de la imposición de tributos, como odiosa y desangradora, aun cuando se emplease en la guerra de Italia; y abrigaba contra los edictos imperiales la cobardía timorata de la soldadesca, que cambiaba la vida militar por la monástica. Se hacía muy obvio a Gregorio, si damos crédito a sus mismas protestas, el exterminio de todo lombardo con sus propios bandos, sin dejar un rey, un duque, o un conde, para salvar aquella nación desventurada de la venganza de sus enemigos. Como obispo cristiano, antepuso los afanes benéficos de la paz; su mediación aplacó el desenfreno de las armas, pero le constaban los ardides de los griegos y los ímpetus de los lombardos, para comprometer su sagrada promesa en el cumplimiento de la tregua. Desesperanzado de todo ajuste general y permanente, se adelantó a salvar su patria, prescindiendo del emperador y del exarca. Enarbolada estaba sobre Roma la espada enemiga, y quedó soslayada con la elocuencia apacible y los agasajos oportunos del pontífice, quien infundía respeto a herejes y bárbaros. Tantos realces merecieron a la corte bizantina tan sólo reconvenciones y aun insultos, pero halló en el cariño de un pueblo agradecido el galardón más acendrado de un ciudadano y el derecho más legítimo de un monarca.[862]