24

El paseo

No volvieron a ver a Nisstyre ni a sus cazadores durante el viaje; pero fue mejor así, pues los rigores del camino fueron más que suficientes para el gusto de Liriel.

Fyodor pasó la mayor parte del primer día buscando a sus caballos y, aunque Liriel agradeció la velocidad que esto les concedió, casi deseó que las malditas bestias hubieran conseguido huir. En la Antípoda Oscura se la consideraba una jinete experta, pero los andares de un caballo eran totalmente distintos de los suaves y rápidos movimientos de una montura lagarto. Al final del primer día de cabalgada, a Liriel le dolían músculos que nunca antes había sabido que tenía. Pero a medida que transcurrían las jornadas, su cuerpo se fue acostumbrando al discordante trote, igual que sus ojos se adaptaban a la brillante luz.

El largo viaje a caballo en dirección oeste supuso también otros cambios para la drow. Liriel jamás había sido alguien que se sentara a reflexionar; ahora no tenía demasiada elección. Sin embargo, por mucho que lo intentaba, no encontraba palabras para la noche que ella y Fyodor habían compartido en el claro iluminado por la luz de la luna. Finalmente le preguntó sin andarse por las ramas cuáles eran las costumbres de los humanos en tales cuestiones.

La pregunta no pareció sorprenderlo, pero tardó bastante en responder.

—Esas cosas no se pueden explicar con facilidad. Pregunta a diez hombres lo que significa pasar una noche con una joven y probablemente recibirás diez respuestas diferentes.

—Gracias, aceptaré tu palabra al respecto —repuso ella con un escalofrío. Una vez, en su opinión, ofrecía más confusión de la que podía digerir.

Fyodor respondió con una profunda e irónica risita.

—¡Por favor, pequeño cuervo! Un hombre tiene su orgullo.

—No era mi intención… —La joven frunció el entrecejo.

—No tienes que dar explicaciones —repuso él, haciendo un ademán para acallarla—. Creo que ambos nos sorprendimos por lo que encontramos juntos. Existe un vínculo entre nosotros, para bien o para mal, y así permanecerá. Debes comprender que jamás he tomado tales cosas a la ligera, pero creo que es mejor convenir en que, dado que nos unimos como amigos, dejemos las cosas así.

Liriel meditó la cuestión. Parecía razonable y también correcto. De todos modos…

—Nunca antes había compartido pasión con un amigo —reflexionó.

—¿Con quién, pues? —inquirió él, enarcando una ceja—. ¿Tus enemigos?

—Sí, eso más o menos lo resume. —Una breve y sobresaltada carcajada escapó de los labios de la drow.

—Ah. —Fyodor asintió con solemnidad, pero sus ojos centellearon—. Eso explica muchas cosas.

Liriel aceptó su burla con una sonrisa sarcástica y se sintió más que contenta de dejar el asunto así. Hablar de ello aclaró las cosas entre ellos y eso, por ahora, era suficiente. Los desafíos que les aguardaban eran abrumadores y no podía permitirse verse distraída por cosas que no podía esperar comprender. La información que había obtenido ya era bastante perturbadora.

Pues Liriel había llegado a aceptar la posibilidad de que no pudiera recuperar jamás sus poderes drows, y todas las noches, cuando se detenían para que los caballos descansaran, convencía a Fyodor de que hicieran prácticas con la espada. Nisstyre le había dejado las armas que carecían de magia —unos cuantos cuchillos, la daga larga que había cogido del naga— y estaba decidida a empuñarlas lo mejor que pudiera. Día a día, su fuerza y habilidad aumentaban, y el manejo de la espada sin orden ni concierto de una princesa malcriada empezó a convertirse en el feroz arte de un drow. Liriel planeaba abrirse camino como hechicera; el tesoro del naga le permitiría adquirir componentes para hechizos y libros de conjuros en los mercados de Puerto de la Calavera. Con el tiempo, podría recuperar una cota de poder similar a la magia que había controlado en una ocasión; pero hasta entonces tenía que sobrevivir.

No fue hasta que se acercaron a Aguas Profundas que Liriel se dio cuenta de que no había perdido todos los dones drows que poseía. El arte de la intriga, una vez aprendido, no se olvidaba con facilidad.

Ella y Fyodor se aproximaron a la ciudad desde el norte, cabalgando con cautela a través de los verdes campos de labranza y rodeando las calzadas muy concurridas. Por fin divisaron las elevadas torres alzándose por encima de los grandes campos de hortalizas e instaron a sus caballos a acercarse. Los detuvieron algo más allá en una pequeña ladera boscosa de una colina.

Extendida ante ellos, elevándose sobre una vasta llanura y varias concurridas calzadas comerciales, estaba Aguas Profundas, la Ciudad del Esplendor. Una amplia sonrisa iluminó el rostro de la drow, que extendió los brazos a ambos lados, como si pudiera abarcarlo todo en su abrazo.

¡Qué hermosa era aquella ciudad colgada entre el mar y el cielo! El aire allí poseía un delicioso sabor salado, y transportaba un sordo y agitado murmullo que sólo podía ser la voz del mar. La ciudad misma era mayor que Menzoberranzan y llena de actividad; carretas y caballos transportaban un continuo flujo de gente a través de las puertas. Liriel dejó caer los brazos a los costados.

—Las puertas —murmuró, viendo de inmediato el problema.

—Todos los que desean entrar deben pasar ante guardias armados —añadió Fyodor en tono preocupado, echando una ojeada a su compañera. Incluso con la capucha y los guantes, no podía pasar por humana sin la ayuda de un hechizo; y todos sus conjuros habían sido utilizados en el peligroso trayecto hacia el oeste.

La drow se mordisqueó el labio inferior mientras estudiaba los muros de la ciudad. Sin duda debía existir algún punto débil, algún modo de que pudiera deslizarse al interior sin que la vieran. Pero no, las murallas eran altas y gruesas, y la llanura que las rodeaba no ofrecía demasiado resguardo. Observó las caravanas de mercaderes y meditó la posibilidad de pasar clandestinamente. No había modo de hacerlo: los soldados registraban cada carromato con meticulosidad.

Mascullando un juramento, Liriel devolvió su atención a la planicie. Era lisa y estaba cubierta de hierba, salpicada con pequeños grupos de arbustos y unos cuantos árboles de sombra. En aquella agradable zona se habían alzado unos cuantos pabellones: tiendas confeccionadas con telas de brillantes colores y decoradas con primorosos escudos de armas. Paseando alrededor de las ociosas tiendas había una multitud de humanos, vestidos con sedas de colores intensos, pieles lujosas, y joyas, y las brisas primaverales transportaban el aroma de comidas deliciosas y el sonido de música y diversión. Gentes adineradas y ociosas que disfrutaban de una fiesta al aire libre, se dijo Liriel.

Entonces la música cambió, adoptando el majestuoso y acompasado ritmo de un paseo. Los ojos de Liriel se entrecerraron. Advirtió la mareante variedad de trajes que llevaban los humanos —algunos de los cuales estaban mejorados mediante la magia— y el modo en que los danzantes desfilaban ante una tarima tapizada de flores. Una lenta sonrisa curvó sus labios. Los elfos oscuros tenían una costumbre parecida: bailes solemnes conocidos como illiyitrii. La mayoría de éstos eran cuestiones políticas cargados de peligrosas posturas llenas de matices, pero de vez en cuando un paseo era una excusa para competir de un modo menos letal; se hacía ostentación de riqueza, belleza e ingenio mediante disfraces imaginativos y vestidos extravagantes.

De improviso, a Liriel se le ocurrió cómo entrar en la ciudad.

La drow observó y aguardó hasta que un hombre y una mujer, riendo por lo bajo debido a alguna agudeza inducida por el vino y abrazándose mutuamente para no caer, se encaminaron tambaleantes a la intimidad de los arbustos que se apiñaban al pie de la colina. La mujer era menuda y delgada, vestida con un traje de ceñida seda blanca, y llevaba un complicado casco en la cabeza, ahora ligeramente torcido, que imitaba las orejas, la melena y el cuerno de un unicornio.

—Espera aquí —siseó la joven a Fyodor.

Antes de que el rashemita pudiera responder, la muchacha saltó de su caballo y avanzó en silencio ladera abajo. Fyodor oyó un par de golpes sordos y, tras unos instantes de silencio, la drow hizo su aparición triunfante, con los brazos cargados de reluciente seda.

—No los habrás… —empezó Fyodor, mirándola con cautela.

—¿Matado? —finalizó ella, alegremente—. ¡Un esfuerzo malgastado! Esos dos apenas se tenían en pie; lo único que necesitaron fue un ligero empujón. Despertarán con un dolor de cabeza no mucho mayor del que ya se habían ganado mediante sus excesos. Y he dejado un puñado de monedas para cubrir las pérdidas —añadió con ironía—. Algo me ha dicho que no te haría demasiada gracia un pequeño hurto inofensivo.

La drow se desprendió rápidamente de sus desgastadas ropas y se pasó el vestido por la cabeza. Peinó sus cabellos y los dejó caer en una ondulante cascada sobre sus hombros desnudos, luego sujetó el colgante con la araña encerrada en la cápsula de ámbar alrededor de su cuello. Acallando las protestas de Fyodor, le entregó la túnica que había «tomado prestada» —con algunas manchas de hierba pero exquisita de todos modos— para que se la pusiera sobre sus ropas de viaje.

A continuación tomó un pedazo de seda roja y la ató alrededor de la cabeza del joven, a modo de turbante, sujetándola con un alfiler cubierto de joyas.

—Ya está —anunció en tono satisfecho—. Así es como quedaba en el otro hombre. No tengo ni idea de qué se supone que eres, pero imagino que los humanos sí lo sabrán.

—Deseas unirte a la fiesta y deslizarte al interior de la ciudad mezclada con los demás —dijo él—. Pero ¿qué pasa con tu disfraz?

—Soy una drow, claro está —sonrió Liriel con astucia—. Resulta un disfraz bastante exótico. ¡Y auténtico, además! —añadió con un deje de ironía.

Los ojos del hombre se iluminaron comprendiendo primero, y con burlona admiración después. Intercambiaron una sonrisa conspiradora y descendieron despacio la colina para unirse a los festejantes.

Durante la siguiente hora, Liriel danzó, bebió vino, aceptó cumplidos necios sobre su «disfraz», y observó a Fyodor con asombro. El joven encajaba en la alegre compañía con la misma facilidad de un espada en su vaina: riendo y bebiendo y contando historias. No tardó mucho en reunir a su alrededor un grupo de jóvenes nobles, cada uno esforzándose por superar a los otros con jactanciosos relatos de sus propias aventuras. Fyodor hacía circular su frasco de vino de fuego y escuchaba con profunda atención sus mentiras. La drow oyó murmurar la palabra «Puerto de la Calavera», y sus ojos centellearon con divertida comprensión; su plan los haría entrar en Aguas Profundas, pero Fyodor se ocupaba ya de la siguiente tarea.

Alguien apartó a un lado los cabellos de la joven y depositó un beso en su nuca, y ella se giró en redondo, instintivamente, con un gruñido.

Un hombre alto de ojos grises y cabellos color trigo retrocedió un paso, como sobresaltado por su vehemente reacción, y Liriel lo reconoció como uno de los nobles que había intercambiado historias con Fyodor. Si bien su porte tambaleante y la copa casi vacía de su mano sugerían que había bebido más de la cuenta, había una expresión perspicaz en sus ojos que la joven notó y de la que receló. Entonces la aguda mirada desapareció y el joven le sonrió graciosamente.

—Oh, ya veo. Actúas como tu personaje. —Alzó las manos en burlón gesto defensivo y fingió acobardarse—. Debo reconocer, Galinda, que te has superado a ti misma esta vez. ¡Es un disfraz maravilloso! Pero ¿no deberías llevar alguna clase de arma espantosa para añadir realismo: un látigo o algo parecido?

Por primera vez en su vida, Liriel realmente envidió a las grandes sacerdotisas sus látigos de cabeza de serpiente, y le mostró los dientes en algo parecido a una sonrisa.

—El problema con los látigos es que nunca parece haber uno a mano cuando realmente lo necesitas —gorjeó.

—¡Es muy cierto! —El hombre echó la cabeza hacia atrás y rió—. A menudo he pensado eso mismo.

Su lasciva mirada de soslayo era cómica y amable, su risa contagiosa. Liriel abandonó de improviso su enojo. Una sonrisa auténtica curvó sus labios y contempló al apuesto varón con interés.

Fyodor eligió aquel momento para aparecer junto a ella y, de nuevo, la drow vislumbró un centelleo de aguda inteligencia en los ojos grises del desconocido cuando éste calibró al rashemita. Antes de que nadie pudiera hablar, un mujer sumamente achispada de cabellos de un rojo brillante y luciendo un generoso escote se tambaleó sobre ellos para apoderarse del brazo del joven.

—Ahí estás, Dan —gorjeó—. ¡Te he estado buscando por todas partes!

—¿Era éste nuestro baile? —murmuró él distraídamente.

La mujer pelirroja sonrió como un troll hambriento.

—A menos que tengas algo un poco más… interesante en mente.

La invitación era cruda e inconfundible, y obtuvo toda la atención del varón, que se hizo con la mano de la mujer y se inclinó profundamente sobre ella.

—Myrna, querida mía, phlar Lloth ssinssrickla —dijo con ardor, y a continuación se llevó los dedos a los labios para dedicarle un galante beso.

Liriel dejó escapar un burbujeo de regocijada risa. Cuando Lloth ría como una tonta, había dicho en respuesta a las insinuaciones amorosas de la mujer; lo que no era en absoluto el homenaje que la bobalicona y sobreexcitada joven aparentemente creía que era. ¡Era muy inteligente aquel humano!

Las risas de Liriel se apagaron bruscamente. Era demasiado listo.

Con tres palabras, pronunciadas en un drow con un curioso acento, el hombre de rubios cabellos había dicho mucho y revelado aún más. Sabía lo que era ella y se lo daba a conocer. También la había puesto a prueba, más allá de la evidente prueba que el reconocimiento de la frase drow ofrecía. La blasfema burla habría provocado una mueca de desagrado en una seguidora realmente devota de Lloth, y aunque Liriel suponía que su regocijo habría hablado bien de ella, se sentía molesta por caer en la trampa de múltiples facetas del humano. Sencillamente no había esperado tal astucia entre aquellas gentes insulsas. Y ¿cómo, por los Nueve Infiernos, había aprendido un humano unas cuantas palabras en lengua drow?

Fyodor, percibiendo su agitación, deslizó un reconfortante brazo alrededor de su cintura.

—¿Mi señora? —inquirió, dirigiendo una mirada desafiante al hombre de mayor altura—. ¿Va todo bien?

El desconocido lanzó una atractiva sonrisa a la cautelosa drow y a su aparente campeón.

—Ya lo creo, amigo mío. Maravillosa historia la que nos contó Regnet, ¿verdad? Lo más curioso es que ¡la mayor parte de ella es cierta! Y a riesgo de repetirme, Galinda, ese disfraz es sencillamente el mejor que has lucido jamás. Un poco desconcertante al principio, por supuesto, pero el aspecto de Doncella Oscura te sienta bien. Bien, disfrutad de la fiesta, los dos.

Con estas enigmáticas palabras, el hombre se perdió en la multitud, conduciendo con firmeza a la mujer de cabellos rojos en dirección al círculo de danzantes y lejos de los íntimos pabellones de seda que tan evidentemente prefería. Pero Liriel había captado el mensaje en sus palabras de despedida, en todos sus niveles de significado. La tensión la abandonó, y se recostó en el tranquilizador círculo del fuerte brazo de Fyodor.

Un sirviente vestido con una ondeante túnica y un tocado en forma de medusa pasó junto a ellos con una bandeja de golosinas de marisco. Liriel, sintiéndose repentinamente hambrienta, se sirvió varios pedazos de calamar picante, y mientras masticaba contempló con atención cómo se alejaba la figura del hombre rubio.

—Sabes —dijo pensativa—, creo que podría vivir en esta ciudad.

Ratas, una multitud de ellas, se movían frenéticamente sobre Liriel con diminutas patas codiciosas. La drow arrojó a varias de las pequeñas criaturas lejos de sí y saltó desde una estrecha repisa de piedra al agua, sumergiéndose hasta la cintura. Contuvo la respiración ante el increíble hedor y resistió el impulso de arrojar un puñado de cuchillos a los chirriantes bichos que le habían obligado a introducirse en el fango del alcantarillado, pues no tenía sentido perder sus armas en el agua y el lodo de las cloacas de Aguas Profundas.

—Esta no ha sido una de tus mejores ideas —refunfuñó, dirigiéndose a Fyodor.

El rashemita no se volvió, y siguió avanzando pesadamente sin pausa, rodeado por un círculo de luz de antorcha.

—Es la ruta que el relato de Regnet sugería. Puede que no sea el mejor modo de entrar en Puerto de la Calavera, pero al menos un drow puede utilizarla sin atraer la atención.

—¡Oh, ya lo creo! —Liriel echó una mirada malévola a la espalda del muchacho—. Yo me encuentro como en casa en cualquiera de vuestros principales pozos negros. ¡Nadie con quien nos tropecemos me mirará dos veces!

—Vamos, pequeño cuervo —repuso él en broma—. ¿Dónde está tu espíritu aventurero?

Ella respondió con una locución drow que desafiaba cualquier traducción, pero el rashemita, no obstante, captó su esencia y, muy sabiamente, puso unos cuantos pasos más de distancia entre él y su contrariada compañera.

Sin advertencia previa, algo agarró la pierna de Liriel y tiró de ella bajo el agua. Una criatura invisible la arrastró, pateando y debatiéndose, hasta un agujero en el suelo del túnel, y luego se sumergió en aguas más profundas con su presa.

La joven extrajo un cuchillo de su bota y serró frenéticamente el apéndice que la sujetaba. Otros brazos similares la rodearon, y ella comprendió cuál era la naturaleza de su atacante y se quedó inerte. Los pulmones le ardían por falta de aire, pero se obligó a permanecer inmóvil, para permitir que la cosa la atrajera hacia sí. A través de las lóbregas aguas vio los ojos bulbosos y la boca en forma de pico de un calamar gigante, y cuando tuvo al ser a su alcance, lo apuñaló con rabia en los ojos. El calamar soltó de inmediato a su mortífera «comida», y un chorro de tinta negra salió disparado por el agua mientras la herida criatura huía precipitadamente.

Liriel luchó por abrirse camino hasta la superficie y aspiró largas y agradecidas bocanadas del infecto aire; luego se arrastró fuera del agua y localizó un saliente en los irregulares bloques que formaban la pared de la alcantarilla. Un pedazo de fino tentáculo, seccionado pero moviéndose aún, estaba enrollado en su pantorrilla.

—Creo que me comí a unos cuantos parientes tuyos en el desfile de disfraces —masculló la drow con malevolencia.

Agarró la punta del tentáculo y tiró de él hacia atrás. La parte inferior estaba cubierta de ventosas de succión, y manaba sangre de varios diminutos cortes circulares en su pierna. Liriel apretó los dientes y arrancó aquella cosa con un veloz tirón. El dolor fue mayor de lo que esperaba y profirió un aullido.

—No deberías hacer tanto ruido —advirtió Fyodor, volviendo por fin la cabeza—. A saber qué podemos encontrarnos aquí abajo.

Liriel cerró la boca con fuerza y volvió a saltar al agua. Mientras chapoteaba en pos del joven, jugueteó con la idea de enrollar el tentáculo cortado al cuello de su compañero.

La luz de la luna, tan hermosa como improbable, apareció de improviso ante ellos, derramándose en una cortina plateada sobre las oscuras aguas de la alcantarilla. Fyodor se detuvo en seco ante la inesperada visión, pero la drow, que estaba más instruida en cuestiones mágicas, lo empujó sin miramientos a través del reluciente portal.

Al aparecer por la puerta se hallaron en las orillas de un extenso río subterráneo. La tenue luz de hongos luminiscentes iluminaba la caverna situada más allá, en la que había una ciudad tallada en la roca. La ciudad era inconfundiblemente drow, más pequeña que Menzoberranzan y sin la maravillosa luz de los fuegos fatuos, pero que a los ojos de Liriel no resultaba menos bella por eso.

—¿Qué es este lugar? —murmuró Fyodor.

—Esto es el Paseo de Eilistraee —dijo una grave voz musical detrás de ellos— y os hemos estado esperando.

Los dos amigos giraron en redondo. Ante ellos encontraron a una hermosa mujer drow, más alta incluso que el rashemita, de ojos plateados y cabellos tejidos de luz de luna. Estaba flanqueada por guardas elfos oscuros que lucían magníficas cotas de malla e iban armados con espadas y arcos largos.

La mano de Fyodor se dirigió instintivamente a la empuñadura de su espada; pero, ante su sorpresa, Liriel lanzó un grito de alegría y se arrojó en los brazos de la mujer. Sin prestar atención a sus propias galas, la elfa rodeó a la enfangada muchacha en un abrazo fraternal.

—¡Qilué! ¿Cómo te enteraste de nuestra presencia tan pronto?

—La noticia de vuestra llegada nos la transmitieron los Arpistas.

Liriel se echó hacia atrás, con la frente fruncida en expresión perpleja. Había sospechado que el hombre de cabellos rubios de los risueños ojos grises y la mente tortuosa avisaría de algún modo a los seguidores de Eilistraee de su llegada. El hombre más o menos lo había dado a entender con su ambigua referencia a la Doncella Oscura, pero la alusión de Qilué a unos músicos carecía de sentido.

—¿Arpistas? —repitió la joven—. ¿Por qué tendrían que molestarse gentes que tocan el arpa con estas cuestiones?

—Hay muchos que comparten ese sentimiento —dijo la mujer de más edad en tono seco—. Pero era un relato lo bastante extraño como para transmitirlo. No se ve cada día que una drow entre en Aguas Profundas buscando un modo de llegar a Puerto de la Calavera, acompañada por un humano que lleva un frasco de vino de fuego jhuild y habla con el acento de Rashemen. Tú, entonces, debes de ser Fyodor. Liriel te ha mencionado. Yo soy Qilué Veladorn, sacerdotisa de Eilistraee. Servimos a la Doncella Oscura, diosa del canto y la luz de la luna, y en su nombre damos ayuda a todos los que lo necesitan.

El joven hincó la rodilla ante la regia drow.

—La Doncella Oscura no es desconocida en Rashemen. Y yo creo que os he visto antes, señora —dijo el joven despacio; luego, recordando la insólita altura de la oscura elfa, añadió—: O a alguien que se os parece mucho. Hace varios días, observé sin ser visto cómo Liriel danzaba a la luz de la luna. Otra persona bailaba con ella. Yo estaba muy lejos, pero no olvidaré con facilidad aquel rostro.

—¿Es eso cierto? —La elfa enarcó una nívea ceja—. Lo que viste sólo pudo haber sido la sombra de la Doncella Oscura. La tarea que os aguarda debe de ser de gran importancia para obtener una señal tan clara del favor de Eilistraee.

—¿Puede alguien decirme de qué va todo esto? —exigió Liriel.

—Más tarde, criatura —amonestó Qilué—. Dime cómo podemos ayudaros.

Liriel vaciló. Las Elegidas de Eilistraee podían viajar como desearan y llevar con ellas las bendiciones mágicas de su diosa, por lo que el Viajero del Viento no les era de demasiada utilidad. Tal vez podría confiar en Qilué y su gente. Dirigió una veloz mirada a Fyodor, y éste le hizo una señal apenas perceptible de asentimiento.

—Fyodor y yo necesitamos el amuleto Viajero del Viento: él, para domeñar la furia guerrera cuando se descontrola; yo para transportar magia de los elfos oscuros conmigo allí adonde vaya. Creo haber descubierto una manera de convertir esos poderes en permanentes. Para los dos —añadió, sosteniendo directamente la perpleja mirada de Fyodor.

—¿Con qué fin? —preguntó la sacerdotisa.

—¿Qué quieres decir con qué fin? —Liriel devolvió la mirada a Qilué—. Fyodor es un bersérker, un protector de Rashemen. Yo soy una hechicera cuya magia proviene de la Antípoda Oscura, y de la herencia de los drows. Simplemente deseamos ser lo que somos.

—Tu amigo desea servir a su país —señaló ella—. ¿Cómo usarás tú el poder concedido por el Viajero del Viento?

Liriel parpadeó. El poder era el objetivo de todos los drows que conocía y era perseguido por sí mismo. Nadie reflexionaba sobre lo que haría con él, más allá de manejarlo para obtener aún más. Aunque la pregunta de Qilué era extraña, la joven descubrió que tenía una respuesta.

—Un hechicero drow llamado Nisstyre, capitán de una banda de comerciantes conocida como El Tesoro del Dragón, ha robado el amuleto. Sé lo que él quiere hacer con el amuleto: espera persuadir a los drows para que salgan de la Antípoda Oscura a fin de seguir el camino marcado por su dios, Vhaeraun. Por lo que he visto de Nisstyre y sus ladrones drows, eso no sería nada bueno —concluyó Liriel sombría—. Si debo justificar mi pretensión al Viajero del Viento, ¡entonces arrebatárselo a Nisstyre sería un buen principio!

—¡Un principio! —exclamó uno de los soldados; un drow alto, vestido con una cota de mallas y un yelmo de malla negros, fue a colocarse junto a Qilué—. Milady, ese nombre es conocido en Puerto de la Calavera. Nisstyre es un hechicero de Ched Nasad, y sus soldados son al menos casi un centenar. Lo que es peor aún, se rumorea que el nombre de su compañía proviene de su oculta plaza fuerte: una caverna en algún lugar debajo de la ciudad que en una ocasión fue la guarida de un dragón. Muchos han seguido esos rumores en busca de tesoros. Nadie ha regresado. ¿Quién sabe qué mágicas defensas podrían proteger el refugio de un dragón?

—En ese caso —repuso Qilué con tranquilidad—, será mejor que planeemos bien las cosas.