Preludio

Existe un mundo donde los elfos danzan bajo las estrellas, donde las pisadas de los humanos trazan inquietos derroteros en círculos cada vez más amplios. En esa tierra pueden correrse aventuras, y hay magia suficiente para atraer a exploradores y a soñadores con mil secretos. Allí hay maravillas más que sobradas para colmar la existencia de un dragón, y la mayor parte de los habitantes de ese mundo se contentan con los retos que proporciona la vida.

Sin embargo, unos cuantos recuerdan los relatos nocturnos que los aterrorizaron y deleitaron de niños, y buscan las historias susurradas y las sombrías advertencias para hacer caso omiso de ellas. Intrépidos o necios, esos espíritus tenaces se aventuran en lugares prohibidos situados bajo las tierras que los vieron nacer. Los que sobreviven hablan de otra tierra más maravillosa aún, un mundo oscuro y diferente hecho de la misma urdimbre de la que están hechos los sueños... y las pesadillas. Este mundo es la Antípoda Oscura.

En cuevas tachonadas de piedras preciosas y recorridas por túneles sinuosos, cauces turbulentos y horadadas por cavernas inmensas, las criaturas de la Antípoda Oscura establecen sus hogares. Son mundos hermosos y traicioneros, y tal vez el más importante de ellos sea Menzoberranzan, la fabulosa ciudad de los drows.

La vida en la ciudad de los elfos oscuros ha estado siempre dominada por el culto a Lloth —la diosa drow del caos— y por una pugna constante por el poder y la posición social. No obstante, en las sombras de los templos y de las grandes casas regentes, lejos de la Academia que enseña técnicas de combate y fanatismo, gentes complejas y de toda condición se entregan a la diaria tarea de vivir.

Aquí los drows, tanto nobles como plebeyos, viven, trabajan, intrigan, juegan y —de vez en cuando— aman. Ecos de su común herencia elfa pueden observarse en el arte que prodigan en hogares y jardines, el perfecto acabado de sus corazas y adornos, su afinidad por la magia y el arte, y el feroz orgullo que demuestran por su destreza en el combate. Aun así, ningún elfo de la superficie puede deambular entre sus oscuros primos sin sentir horror, y sufrir una muerte rápida y terrible; pues a los drows, a pesar de lo raros y maravillosos que son, siglos de odio y aislamiento los han convertido en una macabra parodia de sus antepasados elfos. Logros sorprendentes y atrocidades espeluznantes. Esto es Menzoberranzan.

Hubo una época, unas tres décadas antes de que los dioses recorrieran los reinos, en que el caos y desorden de la ciudad de los elfos oscuros alcanzó un breve y costoso equilibrio. Los drows pudientes aprovecharon tales intervalos de tranquilidad para dar rienda suelta a su gusto por el lujo y el placer, y muchos de sus momentos de ocio los pasaron en Narbondellyn, un elegante distrito de la ciudad que presumía de amplias avenidas, casas magníficas y tiendas caras, todo ello realizado a partir de la piedra y la magia. Una luz tenue bañaba el panorama, en su mayor parte procedente del resplandor multicolor de los fuegos fatuos, pues todos los drows sabían conjurar esa luz mágica, y en Narbondellyn su uso era pródigo. Los fuegos fatuos realzaban las esculturas de las mansiones, iluminaban los letreros de las tiendas, concedían a las mercancías un fulgor tentador y brillaban como un bordado en los vestidos y capas de los adinerados transeúntes.

En los territorios de la superficie muy por encima de Menzoberranzan, el invierno empezaba a declinar y el sol del mediodía se esforzaba por calentar el severo paisaje. La Antípoda Oscura no conocía estaciones y carecía de un ciclo de luz y oscuridad, pero los drows seguían ocupándose de sus asuntos según los antiguos ritmos olvidados de aquellos antepasados suyos que habían vivido bajo la luz solar. El calor mágico de Narbondel —el pilar de piedra natural que hacía las veces de reloj de la ciudad— ascendía hacia su punto medio mientras el invisible sol llegaba a su cénit. Los drows podían leer el mágico reloj incluso en una total oscuridad, pues sus agudos ojos percibían los más sutiles espectros de calor con una precisión y detalle que incluso un halcón envidiaría.

A esa hora las calles hervían de animación y los drows eran con diferencia la gente que más abundaba en Narbondellyn. Elfos oscuros vestidos con opulencia deambulaban por la amplia vía, curioseaban en las tiendas, o se detenían ante mesones y tabernas elegantes para saborear copas de burbujeante vino verde especiado; entre tanto, la guardia de la ciudad hacía frecuentes rondas montada en enormes lagartos enjaezados, y los mercaderes drows azotaban a sus animales de tiro —en su mayoría lagartos o babosas gigantes— mientras carreteaban sus productos al mercado. De vez en cuando, la oleada de actividad se rompía para dejar paso a un drow noble, por lo general del sexo femenino, que viajaba con todo lujo sobre una litera transportada por esclavos o un mágico disco flotante.

Unos pocos seres de otras razas también recorrían Narbondellyn. Eran esclavos que atendían las necesidades de los elfos oscuros. Criados goblins avanzaban tambaleantes tras sus señoras drows, con las compras apiladas en los brazos; y en una tienda, atado con cadenas y a instancias de tres drows bien armados, un herrero enano reparaba a regañadientes espléndidas armas y joyas para sus captores. Un par de minotauros actuaban de guardas domésticos en una mansión majestuosa, flanqueando la entrada y colocados cara a cara de modo que los largos cuernos curvos formaran una mortífera arcada. Una docena más o menos de kobolds —parientes de pequeño tamaño y con colas de rata de los goblins— acechaban en estrechos nichos de piedra, y sus ojos bulbosos escudriñaban las calles sin pausa. De vez en cuando, una de las criaturas salía al exterior para recoger un pedazo de cordel desechado o para limpiar tras el paso de una montura lagarto; pues era tarea de los kobolds mantener las calles de Narbondellyn limpias de basura y su dedicación a tal deber quedaba asegurada por un capataz ogro armado con un látigo y dagas.

Uno de estos kobolds, con la espalda surcada de marcas recientes del látigo del ogro, estaba muy atareado dando brillo a un banco que había cerca del final de la calle, y tan deseoso estaba el esclavo por evitar futuros castigos que no observó la silenciosa aparición de un disco flotante. Sobre el mágico transporte viajaba una mujer drow ataviada con espléndidas vestiduras y joyas, y tras ella marchaban en extraño silencio sesenta soldados drows, todos vestidos con refulgentes cotas de mallas y luciendo la insignia de una de las casas regentes de la ciudad. El látigo de cabeza de serpiente que la mujer llevaba en el cinturón proclamaba su condición de gran sacerdotisa de Lloth, y la altiva inclinación de su barbilla exigía reconocimiento y respeto instantáneos. La mayoría de las gentes de Narbondellyn le tributaron ambas cosas al momento, al tiempo que dejaban paso a su séquito, y los que estaban cerca señalaron su paso con una educada inclinación de cabeza o hincando la rodilla, según marcase su condición social.

Mientras la noble sacerdotisa se deslizaba calle abajo, deleitándose con la embriagadora mezcla de deferencia y envidia que le correspondía, su mirada se posó sobre el ensimismado kobold. En un instante su expresión pasó de la regia altivez a la cólera letal. El pequeño esclavo no le cerraba el paso, pero su inadvertencia mostraba una falta de respeto, y tal cosa no podía tolerarse.

La sacerdotisa se acercó más. Cuando la sombra de calor del disco flotante cayó sobre el esforzado kobold, el pequeño goblinoide profirió un gruñido enojado y alzó la mirada. Vio cómo la muerte se aproximaba y se quedó paralizado, como un ratón enfrentado a las garras de una rapaz.

Alzándose por encima del sentenciado ser, la mujer extrajo una delgada varita negra de su cinturón y empezó a salmodiar. Arañas diminutas rezumaron de la varita y corretearon en dirección a su presa, creciendo veloces mientras avanzaban hasta que cada una alcanzó el tamaño de una mano humana. Treparon por el cuerpo del kobold, que no tardó en quedar envuelto por una gruesa red parecida a una telaraña, y una vez hecho esto, se dispusieron a alimentarse. La telaraña cubría la boca del desdichado y apagaba sus alaridos de muerte, aunque la agonía del esclavo fue breve, pues las arañas gigantes chuparon los fluidos de su víctima en unos instantes, y en menos tiempo del que se tarda en contarlo, el kobold quedó reducido a un montón de harapos, huesos y piel correosa. A una seña de la sacerdotisa, los soldados reanudaron la marcha calle adelante, y sus silenciosas botas elfas acabaron de aplastar aún más a la desecada criatura.

Uno de los soldados pisó sin querer una araña que se había rezagado —oculta entre los jirones de tela— para sorber la última gota, y el atiborrado insecto reventó con una nauseabunda detonación, que salpicó a su asesino de pus y kobold líquido. Por desgracia para aquel soldado, a la sacerdotisa se le ocurrió mirar a su espalda justo en el instante en que la araña, una criatura sagrada para Lloth, perdía simultáneamente su comida y su vida. El rostro de la drow se crispó con expresión ultrajada.

—¡Sacrilegio! —bramó con una voz resonante de poder y magia; alargó un dedo en dirección al soldado culpable de tal afrenta y exigió—: ¡Administrad la ley de Lloth, ahora!

Sin perder el paso, los drows situados a ambos lados del soldado condenado desenvainaron dagas de largos filos, y atacaron con experta eficacia. Una hoja centelleó desde la derecha y destripó al desdichado drow; el ataque desde la izquierda lo degolló. En cuestión de segundos la lúgubre tarea finalizó, y los soldados siguieron su camino, dejando el cuerpo de su camarada sobre un creciente charco de sangre.

Únicamente un breve silencio marcó el fallecimiento del soldado drow. Una vez que quedó claro que el espectáculo había finalizado, los habitantes de Narbondellyn volvieron su atención a sus asuntos. Ni uno de los espectadores puso ninguna objeción a las ejecuciones, y la mayoría ni siquiera mostró la menor reacción ante ellas, a excepción de los esclavos kobold, que salieron corriendo con bayetas y cubetas para limpiar los despojos. Menzoberranzan era el baluarte del culto a Lloth, y allí las sacerdotisas reinaban por encima de todos.

De todos modos, el cortejo de la orgullosa mujer se mantuvo a respetuosa distancia de la negra mansión situada casi al final de la calle. En absoluto similar a las casas que conocían los habitantes de la superficie, aquella residencia estaba tallada en el corazón de una estalactita, una formación natural que colgaba del techo de la caverna a modo de enorme colmillo de color ébano. Nadie osaba tocar la piedra, pues sobre ella había esculpido un complicado entramado de símbolos que cambiaban constantemente y al azar. Cualquier parte del dibujo podía ser una runa mágica, lista para liberar su poder sobre los descuidados o los imprudentes.

Esa estalactita convertida en casa solariega era el refugio privado de Gomph Baenre, el archimago de Menzoberranzan y el hijo mayor de la reina indiscutible (aunque no coronada) de la ciudad. Gomph tenía una habitación en la fabulosa fortaleza castillo de la casa Baenre, pero el hechicero poseía tesoros —y ambiciones— que deseaba mantener lejos de los ojos de sus parientes femeninos. Así pues, de vez en cuando se retiraba a Narbondellyn, a disfrutar de su colección de objetos mágicos, para estudiar detenidamente su extensa biblioteca de libros de hechizos o para disfrutar de su última amante.

Tal vez incluso más que su evidente riqueza y famosos poderes mágicos, la habilidad de Gomph para seleccionar a sus consortes era un tributo a su posición social. En aquella ciudad matriarcal, los hombres tenían un papel subordinado, y la mayoría respondía a los caprichos del sexo opuesto; por lo que incluso alguien como Gomph Baenre se veía obligado a elegir a sus compañeras con discreción. Su amante actual era la hija menor de una casa de poca importancia, que poseía una rara belleza, pero muy pocas aptitudes para la magia clerical. Esto último le proporcionaba una posición social baja en la ciudad y la elevaba de modo considerable en la estimación de Gomph. El archimago de Menzoberranzan no sentía mucha simpatía por la Reina Araña o sus sacerdotisas.

Sin embargo, en Narbondellyn podía olvidar durante un tiempo tales cuestiones. La seguridad de su mansión quedaba asegurada por las runas exteriores de protección y la soledad de su estudio particular estaba protegida por un escudo mágico. Ese estudio era una gran estancia de elevada cúpula tallada en piedra negra e iluminada por una única vela que reposaba sobre su escritorio; aunque para los sensibles ojos de un drow, el suave resplandor que desprendía aquel candelero hacía que la sombría cueva pareciera tan brillante como el mediodía en el mundo exterior. Allí estaba sentado ahora el hechicero, leyendo atentamente un interesante libro de conjuros que había obtenido del cadáver, a estas horas ya frío, de un rival.

Gomph era anciano, incluso según los baremos elfos. Había sobrevivido siete siglos en la traicionera Menzoberranzan, en su mayor parte debido a que su talento para la magia se veía igualado por una sutil y calculadora astucia. Había sobrevivido, pero sus setecientos años lo habían convertido en un ser amargado y frío, y su capacidad para el mal y la crueldad era legendaria incluso entre los drows. Nada de todo esto se reflejaba en el aspecto del hechicero, pues merced a su poderosa magia parecía joven y enérgico; su piel color ébano era suave y brillante, las manos de largos dedos, delgadas y ágiles. Una ondulante cabellera blanca relucía a la luz de la vela, y sus llamativos ojos —grandes ojos almendrados de un insólito tono ámbar— estaban clavados en el libro de conjuros.

Sumido en sus estudios, el hechicero sintió, más que oyó, el tenue chisporroteo que le advertía que alguien había atravesado el escudo mágico. Alzó los ojos del libro y dirigió una feroz mirada letal en dirección a la perturbación.

Consternado, no descubrió a nadie. El escudo mágico apenas era algo más que una alarma, pero sólo un mago poderoso podría atravesarlo manteniendo intacto un conjuro de invisibilidad. Las aladas cejas blancas de Gomph se juntaron cuando frunció el entrecejo, y el drow se preparó para la lucha, alargando despacio la mano hacia una de las mortíferas varitas de su cinturón.

—Mira al suelo —advirtió una voz melodiosa, una voz con un timbre de picardía y júbilo infantil.

Incrédulo, Gomph desvió los ojos hacia el suelo. Allí se encontraba un diminuto y sonriente miembro del sexo femenino de unos cinco años de edad, con mucho la criatura más hermosa que había visto jamás. Era un minúsculo duplicado de su madre, a quién Gomph había dejado hacía poco durmiendo en unos aposentos contiguos. El rostro de la niña era anguloso y sus facciones elfas delicadas; una pelambrera de sedosos rizos blancos le caía sobre los hombros, en contraste con su piel de bebé, que mostraba el brillo y la textura del raso negro. Pero lo más notable eran sus grandes ojos ambarinos, tan parecidos a los del hechicero, al cual contemplaban con inteligencia y sin temor. Aquellos ojos hicieron que se desvaneciera el enfado de Gomph y despertaron su curiosidad.

Debía de ser su hija. Por algún motivo aquel pensamiento agitó algo en el corazón del solitario y maligno viejo drow. Sin duda había engendrado a otros niños, pero aquello no le preocupaba, pues en Menzoberranzan, las familias seguían únicamente el linaje de la madre. No obstante, aquella criatura atrajo su atención. Había atravesado la barrera mágica.

El archimago apartó a un lado el libro de conjuros, se recostó en el asiento y devolvió a la niña su descarado escrutinio. No estaba acostumbrado a tratar con niños, pero aun así, sus palabras, cuando habló, lo sorprendieron:

—Bien, pequeña. Supongo que no sabrás leer.

Era una afirmación ridícula, ya que la criatura era poco más que un bebé. Sin embargo, la pequeña arrugó el entrecejo mientras meditaba la cuestión.

—No estoy segura —respondió, pensativa—. Porque nunca lo he probado.

Se precipitó hacia el abierto libro de hechizos y contempló la página con atención. Demasiado tarde, Gomph le cubrió los dorados ojos con la mano, maldiciendo en voz baja mientras lo hacía. Incluso los conjuros sencillos podían resultar mortales, pues las runas mágicas atacaban al ojo inexperto con una puñalada de luz cegadora, de modo que intentar leer un hechizo no aprendido podía provocar un dolor terrible, la ceguera e incluso la demencia.

No obstante, la pequeña drow parecía estar indemne. Se soltó de un tirón de la mano del hechicero y saltó hasta el otro extremo. Inclinándose, cogió un pedazo de pergamino desechado de la papelera, luego se irguió y sacó el cálamo de la preciada botella de tinta siempre negra de Gomph. Aferrando la pluma torpemente en la menuda mano, empezó a dibujar.

Su progenitor la observó intrigado. El rostro de la niña mostraba una intensa concentración mientras garabateaba con sumo cuidado unas vacilantes y sinuosas líneas en el pergamino. Tras unos momentos se dio la vuelta, con una sonrisa triunfal, para mirar al hechicero.

Este se inclinó, y sus ojos se movieron veloces e incrédulos del pergamino al libro de conjuros para luego regresar al primero. ¡La niña había esbozado uno de los símbolos mágicos! Desde luego estaba dibujado de un modo tosco, pero la pequeña no sólo lo había visto, sino que lo había recordado con sólo echarle una ojeada. Eso era una hazaña para un elfo de cualquier edad.

A Gomph se le ocurrió entonces poner a prueba a la pequeña. Extendió la palma de la mano y conjuró una pequeña pelota que resplandecía con un fuego fatuo azulado. La niña rió y aplaudió, y él arrojó el juguete a través del escritorio en dirección a ella, que lo atrapó con destreza.

—Vuelve a arrojarlo —indicó él.

Ella volvió a reír, a todas luces encantada de haber encontrado un compañero de juegos. Luego, con un relampagueante cambio de humor, echó hacia atrás el brazo y apretó los dientes, poniendo todas sus energías en el esfuerzo.

Gomph deseó en silencio que la magia se disolviera, y la luz azul se extinguió.

Y al cabo de un instante, la pelota salió disparada de vuelta a él, casi a demasiada velocidad para que pudiera atraparla. Sólo que ahora la luz era dorada.

—El color de mis ojos —dijo la pequeña, con una sonrisa que prometía romper muchos corazones de jóvenes drows en años venideros.

El archimago lo observó y tomó nota. Luego volvió su atención a la pelota dorada de su mano. De modo que la niña ya podía conjurar fuego fatuo. Era un talento innato en los drows, pero que casi nunca se manifestaba tan pronto. ¿Qué más, se preguntó, podría hacer aquella jovencita?

Volvió a lanzar la pelota, en esta ocasión dándole impulso hacia el techo abovedado. Con las manos extendidas, la precoz criatura se elevó por los aires en dirección al reluciente juguete, levitando con una soltura que dejó sin respiración al archimago, y arrancó la pelota del aire, con una carcajada triunfal que resonó por todo el estudio mientras ella volvía a descender con suavidad hasta quedar junto a él. En aquel instante, Gomph tomó una de las pocas decisiones impulsivas de su larga vida.

—¿Cómo te llamas, criatura?

—Liriel Vandree —respondió ella de inmediato.

—Ya no. —El hechicero sacudió la cabeza—. Debes olvidar la casa Vandree, pues no eres una de ellas.

Trazó un diestro dibujo mágico en el aire con los dedos de una mano, y en respuesta, una ondulación atravesó la roca maciza de la pared opuesta. La piedra fluyó al interior de la estancia como una voluta de humo, y la oscura nube se retorció y dobló, hasta soltarse por fin del muro. En un instante se comprimió y esculpió a sí misma con la forma de un gólem del tamaño de un elfo, y la estatua viviente hincó la rodilla ante su amo drow y aguardó sus órdenes.

—La madre de la niña abandonará esta casa. Ocúpate de ello, y de que se informe a su familia de que sufrió un desgraciado accidente cuando se dirigía al Bazar.

El sirviente de piedra se levantó, volvió a hacer una reverencia y luego desapareció en la pared con la misma facilidad con que un espectro pasaría a través de un banco de niebla. Al poco rato, se oyó el alarido de una elfa procedente de una casa cercana: un grito que se inició aterrorizado y finalizó en un sibilante jadeo.

Gomph se inclinó y apagó la vela de un soplo, pues la oscuridad mostraba mucho mejor el carácter de los drows. Toda la luz desapareció de la habitación, y los ojos del hechicero pasaron del ámbar al rojo brillante a medida que su visión se introducía en el espectro de la lectura infrarroja. Su mirada se clavó en la criatura.

—Eres Liriel Baenre, mi hija y una noble de la primera casa de Menzoberranzan —anunció.

El archimago estudió la reacción de la pequeña. El fulgor carmesí del calor desapareció de su rostro, y las diminutas manos de blancos nudillos se aferraron al borde de la mesa en busca de sostén. Estaba claro que la joven drow comprendía todo lo que acababa de suceder, pero su expresión permaneció indiferente, y su voz era firme cuando repitió su nuevo nombre.

Gomph asintió. Liriel había aceptado la realidad de su situación —difícilmente podría haber hecho lo contrario y haber sobrevivido—, sin embargo la cólera y frustración de su espíritu indómito ardía con fuerza en sus ojos.

Desde luego, era su hija.