8

La Doncella Oscura

La noche pasada en blanco dejó a Liriel ojerosa y malhumorada.

Su humor no mejoró a medida que transcurría la jornada, ni siquiera durante la clase avanzada sobre los planos inferiores. Shakti Hunzrin estaba allí, totalmente empapada en perfume para disfrazar el permanente olor a abono, aunque había sustituido su acostumbrada expresión torva por una sonrisita afectada de autocomplacencia, y siguió cada movimiento de Liriel con mirada especulativa y mesurada. La robusta sacerdotisa tramaba algo, de eso la joven no tenía la menor duda, y aunque la joven Baenre no se sentía excesivamente preocupada, no estaba de humor para ese juego.

Ni tampoco tenía tiempo. La maestra Zeld parecía consagrada a ocupar cada momento de su nueva alumna con dos actividades distintas, preferiblemente en extremos opuestos de la Academia. A la joven se le había suprimido el escaso tiempo libre para que pudiera asistir a más lecciones aún, e incluso, a partir de ese momento, tomaría sus comidas en compañía de un tutor. Asistir a una conferencia sobre las complejidades del protocolo clerical era suficiente para acabar hasta con el apetito de la muchacha, y ésta apartó a un lado la comida, sin haberla probado, a pesar de que el entrante —caracoles picantes al vapor— era uno de sus platos predilectos. Liriel tuvo que correr para cumplir su nuevo horario, y al final del día sus brazos estaban llenos de pergaminos con conjuros y libros sobre costumbres y tradiciones que debía aprender para la siguiente ronda de clases.

Puesto que no era una persona que aceptara el atropello en silencio, Liriel se encaminó al estudio de la maestra Zeld, donde expresó sus inquietudes con su acostumbrada energía.

La maestra permaneció impasible hasta que la princesa Baenre hubo terminado su rimbombante discurso.

—La dama matrona me ordenó que te convirtiera en gran sacerdotisa en un tiempo récord. Tengo mis órdenes —dijo en voz baja y amenazadora— y tú tienes las tuyas.

No había gran cosa que Liriel pudiera decir para contestar a aquello, de modo que se levantó para irse. Sabía que Zeld sospechaba que era la autora de las travesuras y había creído que la maestra se limitaba a mantenerla demasiado ocupada para que no se dedicara a tales diabluras. De haber sido ése el caso, un pequeño recordatorio del apellido de la joven y su paternidad habrían sido suficientes para poner de nuevo en vereda a la maestra; pero puesto que la orden provenía de la matrona Triel, no había modo de que Liriel pudiera pasarla por alto.

«Estupendo», decidió la muchacha con amargura mientras se dirigía a grandes zancadas hacia su habitación, profusamente cargada con sus tareas. «Me convertiré en gran sacerdotisa antes de los cuarenta y cinco, sirva para lo que sirva, y habré muerto de agotamiento, claro está, ¡pero al menos la casa Baenre tendrá la satisfacción de quemarme con uno de esos látigos de serpiente en la mano!».

Cuando por fin regresó a su dormitorio, la mayoría de las alumnas dormía ya. La puerta de su habitación estaba intacta y cerrada con llave, pero el tenue olor entremezclado de perfume y excrementos de rote flotaba en el pasillo, lo que le indicó que su intimidad había sido invadida de nuevo.

Con un siseo de rabia arrojó a un lado pergaminos y libros, y se inclinó para examinar la cerradura. Una rápida mirada le indicó lo que había sucedido. Chirank no había cambiado la antigua cerradura, como Liriel había indicado, y lo único que Shakti necesitó para entrar en la estancia fue una de sus viejas llaves, ya que a las alumnas no se les permitía atrancar sus puertas con hechizos.

Liriel maldijo a la ogresa por su estupidez, a sí misma por su descuido y al libro que la había mantenido despierta toda la noche con viejas historias y sueños inútiles. Abrió de un tirón la puerta y entró para evaluar los daños.

La cerradura de su cofre de libros mostraba varios arañazos diminutos, como si alguien hubiera intentado forzarla. No obstante, el fino, casi invisible hilo de tela de araña que Liriel había tendido a lo largo de un costado del cofre permanecía intacto. Shakti podía poseer una magia formidable, concedió Liriel, pero tenía mucho que aprender sobre robos. Dentro del armario todo parecía seguir igual que como lo había dejado, pero no dándose por satisfecha con las apariencias, la joven hechicera se cubrió los ojos, y luego lanzó un conjuro que podía dejar al descubierto cualquier acción mágica.

Una esfera de luz azul apareció de improviso alrededor del pulcro montón de prendas de viaje y Liriel alargó la mano para tocar la reluciente bola; no sintió nada, pero en cuanto la yema del dedo atravesó la luz, la esfera reventó tan silenciosamente como una pompa de jabón. Se trataba de una alarma, dispuesta para sonar cuando se tocara el montón de ropa.

De modo que eso era lo que tramaba Shakti, comprendió la joven con un cierto regocijo. La sacerdotisa Hunzrin pensaba pescarla escabullándose fuera de la Academia. Si era eso lo que quería, ¡tendría que hacerlo mejor!

La elfa oscura aguardó hasta que el resplandor azulado del hechizo se apagó. Transcurrieron varios segundos, ya que había muchos pergaminos y objetos mágicos en su habitación y la reveladora luz iluminaba dolorosamente la estancia. Cuando pudo volver a ver sin molestias, registró metódicamente el lugar en busca de cualquier otro regalo que Shakti hubiera podido dejar.

Por fin lo localizó: oculta en los primorosos frunces y pliegues de unas colgaduras había una pequeña gema oval. Era una piedra mediocre de un blanco turbio con motas azules, pero Liriel supo enseguida de qué se trataba. Una gema así se podía hechizar para cualquier propósito y se usaba en ocasiones para ayudar a ver tanto planos lejanos como adversarios cercanos. Esa en concreto era sin duda una especie de mecanismo de visión.

Liriel apretó con fuerza la piedra en su mano mientras decidía qué era lo mejor que podía hacer. Los conjuros necesarios para activar la gema era muy difíciles y ello hizo subir varios puntos su opinión sobre Shakti Hunzrin. Cuando la sacerdotisa no estaba motivada por la rabia ciega, podía resultar una adversaria creíble; tal vez incluso una muy respetable, reflexionó la joven.

Había una tentación oculta en aquel pensamiento y la joven drow la atrapó al vuelo. Una sorda y siniestra risita escapó de sus labios mientras la idea tomaba cuerpo; si Shakti quería pescarla escabullándose de la Academia, ella estaba más que dispuesta a complacerla.

—Muy bien —anunció en voz alta—, que empiece la cacería.

En primer lugar, Liriel conjuró una esfera de oscuridad alrededor de la joya, impidiendo por completo la visión a cualquiera que la espiara. Aquello atraería el interés de su enemiga y daría comienzo al juego. A continuación se vistió rápidamente con sus ropas de viaje y se armó con una variedad de armas pequeñas y prácticos conjuros, además de coger el libro de conjuros que Gomph le había dado, que guardó en la parte superior de su bolsa de viaje. Cuando estuvo lista, Liriel ya había urdido un plan que confería a su escapada un pícaro toque de venganza creativa.

Echándose su piwafwi alrededor de los hombros, salió subrepticiamente al vestíbulo. La capa mágica podía otorgar invisibilidad a quien la llevara y con sus botas encantadas Liriel andaba tan silenciosamente como una sombra. Tan deprisa como se atrevió a hacerlo, la joven se encaminó hacia los lujosos apartamentos que alojaban a las maestras de Arach-Tinilith.

Una de tales instructoras, una sacerdotisa recientemente ascendida de la casa Faen Tlabbar, tenía fama de poseer, en grado sumo, el lascivo temperamento de las mujeres de aquel clan. La maestra Mod’Vensis Tlabbar casi nunca carecía de compañía, pues tenía a los maestros y alumnos tanto de la escuela de magia como de la academia de lucha a mano, por lo que, en opinión de Liriel, el dormitorio de una hembra Tabblar era un lugar excelente para esconder la joya de visión de Shakti.

Ésa, desde luego, era la parte delicada. Para reforzar su resolución, la muchacha imaginó lo que, probablemente, sucedería al cabo de unas horas. El hechizo que iba a lanzar oscurecería la gema durante varias horas, lo que daría a Shakti tiempo más que suficiente para llevar sus acusaciones y esfera de visión a la maestra Zeld; pero la escena que aparecería cuando el círculo de oscuridad se desvaneciera sería sin lugar a dudas muy distinta de la que la sacerdotisa Hunzrin había esperado.

Liriel sonrió satisfecha mientras imaginaba cómo la expresión triunfal de Shakti se transformaba en una de contrariedad… y pánico. No envidió a su adversaria la tarea de explicar cómo y por qué se había inmiscuido en la intimidad de la maestra Mod’Vensis. ¡Hacerlo requería una lengua mucho más ágil que la que poseía Shakti!

Con tan agradable pensamiento para darse fuerzas, la joven drow se agazapó y esperó. El inhabitual silencio tras la puerta de la sacerdotisa Tlabbar indicaba que las correrías nocturnas no se habían iniciado aún.

Al poco rato, un apuesto y joven alumno de lucha se deslizó con cautela por los pasillos en dirección a la puerta de Mod’Vensis y Liriel se preguntó por un instante si habría algo de verdad en el rumor sobre que las mujeres Tlabbar elaboraban una poción que provocaba la devoción apasionada de cualquier varón que la tomara. Una buena idea, supuso la joven, si se carecía de tiempo y talento para la seducción más convencional. El comportamiento del joven parecía respaldar el rumor, pues su forma de actuar mientras corría hacia la cita con su amante revelaba más ardor que discreción.

El varón se acercó a la puerta y empezó a golpear con los nudillos en un complicado código. Liriel se arrebujó aún más en su piwafwi para que la ayudara a sofocar mejor su sombra de calor. Flexionó los dedos varias veces para darles mayor agilidad, luego se aproximó cautelosamente y, con el sigilo que había aprendido de su doncella —una mediana ratera convertida en esclava—, introdujo la gema de visión en el doblez de las botas del hombre. La puerta se abrió y unas manos femeninas engalanadas con una manicura letal y una fortuna en joyas salieron al exterior y tiraron violentamente del joven.

Con una amplia sonrisa, Liriel regresó apresuradamente a su propia habitación. Con la ayuda de su cuchillo de hoja fina, reemplazó con rapidez la cerradura de Shakti por la que había tenido ella antes; luego cerró la puerta y colocó una sencilla alarma diseñada por ella misma: una pequeña pirámide de copas apiladas contra la puerta. No resultaría tan efectivo como una protección mágica, desde luego, pero si alguien intentaba abrir la puerta, ¡el ruido atraería al menos una atención no deseada!

Quedaba una cosa por decidir: su destino. Liriel sacó el libro de conjuros de Gomph de su bolsa y lo dejó caer, abierto, sobre su mesa de estudio. Sintiéndose temeraria y casi mareada por la idea de libertad, cerró los ojos y proyectó el dedo hacia abajo para elegir el conjuro que lanzaría. Bajó la mirada y se cubrió rápidamente la boca con una mano para reprimir un alarido de puro júbilo.

Aquella noche saldría a la superficie.

Pronunció la palabra de poder que activaba el portal de Kharza —kzad, y saltó a través de él, para ir a aterrizar a cuatro patas en los aposentos de su tutor en la Torre de los Hechizos Xorlarrin. Kharza no se hallaba en su estudio a aquella hora, pero siguió el sordo y chirriante sonido de los ronquidos del hechicero hasta su dormitorio.

No todos los elfos oscuros dormían, pero Kharza evidentemente era uno de los que lo hacían. Unos pocos drows todavía descansaban en forma de ensueño elfo, una especie de meditación vigilante, pero con cada siglo que transcurría, aquellos drows menguaban en número. Los elfos oscuros, incapaces ya de encontrar la paz en su interior, necesitaban la inconsciencia del auténtico sueño para descansar. Aquello le iba muy bien a Liriel, pues resultaba mucho más fácil localizar a alguien que roncaba que a alguien que simplemente soñaba.

No tardó en localizar el dormitorio y saltó al lecho de su tutor. Arrodillándose sobre el hechicero, sujetó su camisa de dormir con ambas manos y lo sacudió hasta despertarlo. Kharza salió de su, en absoluto élfica ensoñación, farfullando y despeinado, e inmediatamente buscó a tientas alguna clase de arma.

Liriel volvió a zarandearlo y por fin los ojos del otro se clavaron en su atacante. Su pánico se desvaneció y la exasperación inundó su rostro arrugado.

—¿Qué hora es? —inquirió ella.

—En estas circunstancias —bufó él—, ¿no crees que debería ser yo quien hiciera esa pregunta?

—No. —La joven volvió a zarandearlo con energía—. Arriba, en la superficie, ¿qué hora es allí? ¿A qué hora marca la puesta de sol Narbondel, y cuándo regresa éste?

Emociones encontradas —temor y comprensión— aparecieron en los ojos de Kharza-kzad.

—¿Vas a ir Arriba? Pero ¿por qué?

—Llámalo cacería —respondió la joven drow sin darle importancia; rodó fuera del lecho y se quedó allí de pie, con las manos apoyadas en las caderas—. Bueno, ¿no vas a ayudarme?

El hechicero apartó a un lado las sábanas.

—Debería enviarte de vuelta a Arach-Tinilith —refunfuñó, pero se puso una túnica y la ató a su cintura mientras seguía a su alumna a su estudio.

Aseguró a Liriel que acababa de oscurecer en las Tierras de la Superficie y juntos ensayaron las palabras y ademanes de los conjuros de portales que la joven necesitaría.

—Debo insistir en una cosa —advirtió—. Debes conjurar un portal que localice a otros drows que estén en la superficie. Las Tierras de la Luz están llenas de peligros a los que jamás te has enfrentado. Estarás más segura en compañía de otros drows.

—¿De veras? —repuso ella con hiriente sarcasmo—. Nunca antes había observado que fuera ése el caso.

Kharza no le discutió el comentario.

—Aun así, con tu insignia de la casa Baenre y tu propia, más que considerable, magia, serás bien recibida por cualquier expedición de saqueo o grupo de comerciantes que haya oído hablar de Menzoberranzan. Deberías estar a salvo.

Liriel aceptó de mala gana. Acostumbraba a efectuar casi todas sus exploraciones sola, no quería que su primera visión de las Tierras de la Luz quedara contaminada por la presencia de extraños. Pero, impaciente como estaba por ponerse en marcha, lanzó el conjuro y penetró en el portal.

Al instante se vio arrojada a un túnel en forma de impetuoso torbellino, en una estimulante caída libre que iba más allá de cosas como la velocidad y el tiempo. Era algo parecido a descender las corrientes de agua, pero sin las rocas, el ruido ni los violentos encontronazos. Resultaba aterrador y maravilloso. Y terminó demasiado pronto.

La muchacha se encontró de repente de rodillas. La cabeza le daba vueltas, el estómago no acababa de decidir qué hacer con las dos últimas comidas que había tomado y sus manos aferraban algo húmedo y verde.

—Helechos verdes —murmuró, al reconocer las plantas—. Qué curioso.

La sensación de náusea que siguió al mágico viaje desapareció con rapidez, y la drow se incorporó despacio. Protegiéndose los ojos con la mano, alzó la mirada despacio hacia el cielo.

¡El cielo! La momentánea imagen que le había ofrecido su cuenco de visión no había conseguido prepararla para aquella enorme e infinita bóveda, tan brillante como los zafiros casi negros que los drows amaban por encima de todas las piedras preciosas. Mientras miraba cada vez más hacia lo alto, algo en las profundidades de su ser pareció liberarse y emprender el vuelo.

¡Y las luces! La mayor y más brillante debía ser lo que Kharza había llamado luna; era redonda y de un blanco reluciente, apenas asomándose desde detrás de las lejanas colinas. Salpicando el cielo azul zafiro se veían miles de luces más pequeñas que a sus sensibles ojos aparecían no tan sólo blancas, sino amarillas, rosadas y de un nítido azul pálido. ¡Si eso era la noche, se maravilló Liriel, hasta qué punto podría llegar el resplandor con la llegada del amanecer!

¡Y el aire! Estaba vivo y se arremolinaba a su alrededor en una exuberante ráfaga, transportando con él cientos de aromas vegetales. La joven extendió los brazos a ambos lados y elevó el rostro al danzante viento, aunque resistió, con un gran esfuerzo, la tentación de desprenderse de sus ropas y dejar que las caprichosas brisas juguetearan con su piel.

Los sonidos que las corrientes de aire le llevaban eran igual de exóticos y seductores que los aromas. Oyó la sorda llamada ahogada de alguna ave desconocida sobre un telón de fondo de un coro de cantos repetitivos y chirriantes que recordaban ligeramente los ronquidos de Kharza. Se aproximó despacio hacia aquel croar, atravesando un grueso macizo de los extraños helechos verdes. Al otro lado había un estanque, y el sonido provenía de unas pequeñas criaturas verdes sentadas sobre anchas hojas que flotaban en el agua. Las criaturas se parecían un poco a gordos y redondos lagartos, y durante muchos minutos la joven se contentó con escuchar su canto, pues en la Antípoda Oscura, los lagartos no cantaban.

Más allá del estanque se extendía un bosque, un enorme revoltijo de plantas que recordaba en algo los huertos de setas gigantes que crecían aquí y allá en la Antípoda Oscura. Aquél no estaba lleno de hongos, sino de altas plantas verdes, y ella había visto algo parecido en su libro, un tosco dibujo que ilustraba un mito llamado «El árbol de Yggsdrasil». Aquellas plantas, pues, debían de ser árboles.

La joven bordeó apresuradamente el estanque para examinar uno de los árboles más de cerca. Acarició la áspera corteza, luego arrancó una de sus hojas y la estrujó entre los dedos para aspirar su aroma.

Allí donde mirara, todo era verde, brillante y nítido bajo la reluciente luz de la luna que empezaba a alzarse, y la imagen de su cuenco de visión no la había preparado del todo para aquello. El verde era el color más difícil de encontrar en la Antípoda Oscura y allí había tantas variedades que la simple palabra no podía ni empezar a abarcar todas las tonalidades y matices. Liriel se adentró en el bosquecillo, tocando uno y otro árbol, al tiempo que exploraba los perfumes, texturas y colores del lugar. Luego, con un débil grito de deleite, se inclinó para recoger un objeto familiar.

Era una bellota, un dibujo que aparecía a menudo en su nuevo libro de tradiciones locales. Se detuvo y examinó las hojas del árbol situado justo encima. Sí, la forma era correcta; eso, pues, debía de ser un roble, el árbol que se mencionaba tan a menudo en la magia de runas de los antiguos rus.

Llevada por un impulso, Liriel trepó a las ramas del roble y ascendió tan alto como pudo. Tras encontrar un lugar cómodo en el que instalarse, se inclinó hacia atrás y miró en dirección al estanque y las colinas situadas más allá. Aquel árbol era algo magnífico y comprendió por qué la magia de las runas usaba el poder del roble para ayudar en las curaciones. Había un misterio y grandeza en aquel árbol que jamás había visto en las plantas de la Antípoda Oscura, ni siquiera en las setas salvajes de mayor tamaño. Pensó en los micónidos, extraños hombres-hongo dotados de sensibilidad y más altos que los drows, y se preguntó qué clase de hombres-árbol habitaría en aquel maravilloso bosque.

Entonces le llegó el olor a humo transportado por las corrientes de aire y el sabroso perfume de la carne asada. Liriel casi había olvidado la insistencia de Kharza-kzad en que utilizase un portal hechizado para localizar un campamento drow. El humo, supuso, debía de provenir de uno de tales campamentos.

Sabía que debía presentarse a los desconocidos drows de inmediato, antes de que ellos percibieran su presencia y lanzaran un ataque. Por otra parte, el olor a carne asada no indicaba que hubiera encontrado a otros miembros del Pueblo. Los drows tomaban sus alimentos tanto crudos como cocinados, y no le entusiasmaba la idea de darse de bruces con humanos o, lo que era aún peor, elfos de la superficie.

Entonces empezó la música y Liriel supo al instante que el conjuro del portal había funcionado como se esperaba. La música era familiar, con una misteriosa melodía obsesiva y complejas gradaciones en el ritmo; el puro tono argentino de la flauta era nuevo para ella, pero el estilo era inconfundiblemente drow.

Liriel descendió de su atalaya y se deslizó cautelosamente por entre las excesivamente verdes plantas en dirección a la seductora música. Se detuvo en la entrada de una pequeña caverna forestal —un trozo de terreno despejado rodeado de árboles— y contempló con asombro la reunión que tenía ante ella.

Allí, girando y saltando alrededor de una llameante fogata, bailaban una veintena de elfas oscuras, mientras otras cuatro permanecían apartadas del círculo, tocando flautas de plata y pequeños tambores. Todas las mujeres, sin excepción, eran altas y los músculos de sus desnudas extremidades, tirantes, largos y poderosos, y cada una lucía una larga melena plateada que parecía retener la luz de las llamas. Aparte de su altura, aquellas mujeres tenían el mismo aspecto que cualquier drow de los que ella conocía: eran delgadas, misteriosas y terriblemente hermosas. Tampoco se mostraban más recatadas que cualquiera de sus semejantes, pues iban vestidas únicamente con ligeras prendas de gasa que se arrollaban a sus piernas como humo.

La más alta se separó del grupo y se quedó quieta, sonriente, con las manos tendidas en señal de bienvenida en dirección al escondite de Liriel.

—Únete a nosotras, hermanita —le dijo en el idioma drow.

Sólo pronunció esas palabras y luego la elfa oscura dio media vuelta para reanudar su extática danza. Liriel, preparada para retirarse a toda prisa, se detuvo para considerar la invitación. Si la desconocida se hubiera acercado a ella con intención de conversar, la joven se habría mostrado más cautelosa; pero aquellas drows querían simplemente danzar. Tras un instante de reflexión, Liriel decidió unirse al festejo que se celebraba bajo la luz de la luna.

Se despojó rápidamente de su cota de malla y de sus armas. Bailar armado no sólo era un insulto en la sociedad drow, sino también un peligro. Un solitario cuchillo empuñado en medio de un grupo de drows que saltaban y giraban podía causar considerables estragos, y las armas se dejaban por ley y por costumbre más allá del círculo de una pista de baile. El baile era lo más parecido a una tregua honorable a lo que podían llegar los elfos oscuros y, por lo tanto, Liriel no temía a aquellas drows desconocidas tanto como podría haberlo hecho en circunstancias diferentes. Y aunque dejó atrás sus armas, se llevó su magia con ella. Así estaría más que segura.

Vestida sólo con sus polainas y su túnica, Liriel saltó al interior del círculo de canciones y luz de las llamas. Las otras drows se hicieron a un lado para dejarle sitio y ella se adaptó enseguida a los movimientos y pautas de la danza.

La luna se alzó despacio en el cielo, proyectando largas sombras de árboles al interior del claro iluminado por la hoguera. Por fin, la música finalizó y las elfas oscuras dieron por terminada la danza con un movimiento rotatorio. La mujer alta que había llamado a Liriel se adelantó e hincó una rodilla en el suelo, un gesto que en Menzoberranzan significaba rendición. Puesto que Liriel estaba sola y aquella mujer de aspecto poderoso estaba rodeada por una veintena de otras mujeres, la joven Baenre lo interpretó como una oferta de paz, y aceptó el gesto con el suyo propio: las dos manos extendidas, con las palmas hacia arriba, para mostrar que no llevaba armas.

—Soy Isolda Veladorn —se presentó la mujer, levantándose con una sonrisa—. Estas son mis amigas y compañeras sacerdotisas. Nuestra fogata es tuya, durante tanto tiempo como quieras compartirla. ¿De dónde, si puedo preguntarlo, vienes?

Era un comportamiento extraño para una sacerdotisa, pero Liriel prefirió no hacerlo notar.

—Yo soy Liriel de la casa Baenre, casa primera de Menzoberranzan —dijo.

Tal anuncio era recibido por lo general con una mezcla de temor y respeto, pero una extraña emoción —¿compasión, quizá?— cruzó el rostro oscuro de Isolda.

—Vienes de muy lejos —comentó—. ¿Quieres sentarte un rato con nosotras y compartir nuestra comida?

Liriel echó una ojeada en dirección a la fogata. Una de las elfas oscuras había cogido un arpa —un instrumento raro en la Antípoda Oscura— y la tocaba con suavidad. Las otras mujeres estaban repantigadas a su alrededor, riendo tranquilamente mientras se pasaban pedazos de carne asada. Aquellas drows mostraban una actitud tranquila y despreocupada que la joven encontró curiosa pero extrañamente atractiva.

—Me quedaré —aceptó, y luego añadió—: Desde luego, pagaré por la comida.

—Eso no es necesario —repuso Isolda, sacudiendo la cabeza—. En honor a nuestra diosa, compartimos lo que tenemos con los viajeros.

—Esa costumbre es nueva para mí —comentó Liriel, mientras seguía a la alta drow hasta el fuego—. Pero, claro está, acabo de empezar a asistir a la Academia.

Una de las otras mujeres, una versión más menuda y delgada de Isolda, alzó repentinamente la cabeza de su comida.

—¿No será Arach-Tinilith?

—¿La conoces? —inquirió la joven, asintiendo al tiempo que tomaba una brocheta de carne asada y champiñones.

Las drows intercambiaron miradas.

—Hemos oído relatos sobre Menzoberranzan —dijo una de ellas con cautela.

Liriel tuvo la impresión de que les habría gustado hacer más preguntas, pero Isolda lanzó una tranquila mirada alrededor del círculo para acallarlas.

—Gracias por unirte a nosotras en el ritual —indicó la mujer—. Tener a una extraña entre nosotros es una ofrenda especial a la diosa.

El miedo atenazó la garganta de la joven, que casi se atragantó con su primer bocado. La incredulidad vino a continuación, dando paso rápidamente al agravio; arrojó a un lado su comida y se incorporó de un salto.

—¡Puede que no sea de las vuestras, pero no osaréis ofrecer a una Baenre a Lloth! —rugió—. ¡El cuchillo ritual que alzaseis para matarme se volvería contra vosotras!

Todas se quedaron boquiabiertas; luego, ante el total asombro de Liriel, las mujeres de cabellos plateados se echaron a reír.

—Nosotras no adoramos a la reina de las arañas —explicó Isolda, levantándose y posando una mano sobre el hombro de la joven—. Nuestra diosa es Eilistraee, la Doncella Oscura, patrona de las canciones y la esgrima. ¡La danza a la que te uniste era un ritual de alabanza a ella!

Ahora le había llegado el turno a la muchacha de quedarse boquiabierta. En Menzoberranzan, los rituales por lo general implicaban algún tipo de sacrificio. Se salmodiaban oraciones a Lloth y se le entonaba algún que otro himno, pero el baile estaba estrictamente reservado a los acontecimientos sociales. La idea de que la danza pudiera considerarse un acto de culto resultaba por completo asombrosa, e incluso más escandaloso era el hecho de que algunos drows veneraran a otra diosa. Lo que llevó a Liriel a hacerse la más básica y terriblemente perturbadora de las preguntas. ¿Existía otra diosa a la que venerar?

Antes de que Isolda pudiera proseguir, el sonido de otro instrumento flotó hasta ellas procedente de más allá de las lejanas colinas. Era un instrumento de viento, con un profundo e insistente toque que no se parecía a nada que Liriel hubiera oído jamás. La drow se quedó inmóvil, escuchando.

—¿Qué es eso? —inquirió.

—El cuerno de caza de Eilistraee —respondió la alta sacerdotisa, y su voz sonó queda, en tanto que su rostro aparecía embelesado y atento.

Todas las drows escucharon con atención mientras el cuerno volvía a sonar, esta vez con un sencillo fragmento melódico.

Las elfas oscuras se pusieron en acción de repente. Se desprendieron de sus túnicas de gasa y se vistieron con pantalones y botas, túnicas y capas de grandes capuchas; a continuación se sujetaron armas: espadas tan bellamente forjadas y afiladas como cualquiera que Liriel hubiera visto en Menzoberranzan, arcos varias veces mayores en tamaño que las diminutas ballestas que los drows de la Antípoda Oscura usaban para sus dardos envenenados y flechas con puntas de plata tan largas como el brazo de Liriel. Una de las mujeres extinguió la fogata; otra hizo un bulto con los vestidos de baile que se habían quitado. Un brillo de impaciencia brillaba en todos los ojos mientras las drows se preparaban para la batalla.

Su excitación era contagiosa y la joven observaba con una mezcla de curiosidad y envidia. Aquellas extrañas drows se preparaban para alguna gran aventura, allí, a cielo abierto.

—¿Qué sucede? ¿Adonde vais?

—El cuerno de caza. Es la señal de que alguien de por aquí necesita nuestra ayuda —respondió Isolda, y se detuvo en el acto de sujetarse una aljaba de flechas para mirar a la joven drow—. Habrá una batalla. Si quieres unirte a nosotras, agradeceremos una espada más.

Liriel se sintió tentada por un instante. Se sentía intrigada por aquellas drows, tan distintas de las que conocía, y sentía la llamada de la caza. Sin embargo, ¿ir de caza con aquellas mujeres de cabellos plateados, a instancias de esa advenediza Eilistraee, no sería un insulto a Lloth? Y si la Reina Araña se volvía en su contra, fuera Baenre o no, no habría lugar para ella en Menzoberranzan.

Isolda leyó la respuesta de la joven en su vacilación y le dedicó una sonrisa comprensiva.

—Tal vez eso sea lo mejor. Todavía no comprendes lo que hacemos o a qué enemigo nos disponemos a combatir. Pero recuerda, un puesto legítimo te aguarda en las Tierras de Arriba. Puedes unirte a nosotras en cualquier momento que lo desees, para vivir bajo el sol y danzar a la luz de la luna.

Y a continuación las drows desaparecieron, fundiéndose en el bosque con el mismo sigilo que cualquier patrulla de la Antípoda Oscura.

Liriel permaneció sola durante un buen rato, aspirando grandes bocanadas del vivificante aire nocturno, al tiempo que dejaba que el viento acariciara su acalorada piel. Tal vez regresaría a aquel lugar, pero sólo para aprender y observar. Por muy fascinantes que pudieran ser aquellas extrañas sacerdotisas, Liriel no estaba dispuesta a renunciar a su diosa para unirse a ellas, ni tampoco podía instalarse en aquella remota caverna arbórea. Si alguna vez salía a la superficie para pasar un período de tiempo allí, lo haría para viajar muy lejos en alas de una grandiosa aventura.

Aquella idea le vino a la mente de un modo inopinado y le resultó tan atractiva como imposible, por lo que la desechó a toda prisa. Recogió sus cosas y se preparó para regresar a Menzoberranzan.

El viaje de vuelta a la Torre de los Hechizos Xorlarrin resultaría más complicado que el que la había llevado allí. Aquel conjuro, aunque sumamente poderoso, sólo funcionaba en un sentido, y para regresar le haría falta efectuar toda una serie de conjuros de portales. Los viajes mágicos era poco fiables en la Antípoda Oscura, pues zonas de fuerte radiación mágica —como la gruta donde tenía su guarida Zz’Pzora— podían distorsionar los hechizos y arrojar al viajero fuera de su ruta.

Liriel abrió su libro de conjuros en busca del primero de ellos. Aquél, le dijo Kharza, situaba un portal en algún punto de la serie de amplias cavernas que estaban cerca de la garganta del Dragón Muerto, a unos seis o siete días de viaje de Menzoberranzan y muy cerca de un laberinto de cuevas que se hallaba cerca de la superficie. Era un sitio de fácil acceso mediante aquel tipo de viaje, pues disponía de mucho espacio libre y nada de radiación mágica. Desde allí podría encontrar el emplazamiento de la segunda puerta, que la conduciría al perímetro de la ciudad. El último conjuro era más difícil y el portal poseía un secreto para atrapar al hechicero que viajara a la Torre de los Hechizos Xorlarrin sin la bendición de Kharza-kzad.

La joven pronunció rápidamente las palabras del conjuro y la oscuridad la envolvió como un acogedor abrazo. Liriel paseó la mirada por la Antípoda Oscura, por la agradable familiaridad de los túneles y las cavernas. Para bien o para mal, estaba en casa.

Se oyó un sobrenatural chillido agudo, que retumbó en los muros de una caverna de buen tamaño situada en algún punto por delante de ella. Otras voces se unieron a ésta en un coro de excitados y temblorosos gritos ululantes y chillidos. A su espalda, Liriel oyó una llamada de respuesta. Giró en redondo, con la mano en la empuñadura de su espada corta, al tiempo que dos estrechas rendijas de brillante luz se abalanzaban sobre ella; el característico color violeta —el color de refulgentes amatistas— sólo podía significar una cosa: un dragazhar.

Liriel se arrojó cuan larga era al suelo y rodó a un lado. Una enorme figura pasó volando sobre ella, tan cerca que sintió la ráfaga de aire que provocaba. Sus ojos, ajustados aún a las brillantes luces del cielo de medianoche, regresaron apresuradamente al espectro infrarrojo. El dragazhar, o cazador de la noche, pasó junto a ella agitando las aterciopeladas alas negras parecidas a las de un gigantesco murciélago. La criatura tenía la larga cabeza afilada de una rata, una cola con aspecto de látigo terminada en una afilada púa triangular y largas orejas curvadas que recordaban los cuernos de un dragón. Con una envergadura de unos dos metros, el cazador de la noche era uno de los murciélagos más peligrosos de la Antípoda Oscura. La joven se agazapó, sacó varios cuchillos arrojadizos de sus escondites y aguardó a que la criatura volviera a pasar.

El esperado ataque no llegó, pero los sonidos de una batalla —repetidos golpes sordos y los gritos de los revoloteantes murciélagos— surgieron de la cueva que tenía delante. Diez dragazhar, se dijo a juzgar por el resonar de los gritos, toda una partida de caza. Casi nunca atacaban nada excepto animales pequeños, pero fuera lo que fuese lo que estaban atacando esta vez se defendía bien.

Y si había algo con lo que Liriel disfrutaba era con una buena pelea; de modo que con las armas a mano, la drow avanzó lentamente por el túnel.

Una débil luz la recibió cuando dobló una curva cerrada, la pálida luminosidad violeta proyectada por ciertos hongos luminiscentes. La luz fue aumentando con cada paso que daba, hasta que el túnel resultó casi tan brillante como el cielo nocturno que había dejado atrás. También aumentaron en intensidad los sonidos de la batalla, y los potentes chasquidos de un arma que no veía provocaban chillidos de rabia y dolor en los gigantescos pájaros.

Seguro que valía la pena contemplar aquello, se dijo alegremente la joven mientras resbalaba por una pendiente curva.

La caverna apareció ante ella. Gruesas lanzas negras de roca surgían del suelo y del techo de la cueva, para unirse en ciertos puntos como los colmillos de una bestia. Varios dragazhar giraban y se lanzaban en picado, corriendo entre las estalactitas con asombrosa agilidad. Ni una sola de las criaturas había salido indemne del combate; la mayoría estaban señaladas con largas y ensangrentadas cuchilladas, una había perdido la cola y otra aleteaba impotente en el suelo de la cueva, con el ala rota colgando inerte. Sin embargo, el adversario de los dragazhar no estaba a la vista.

La muchacha se agachó tras una formación rocosa y se alejó un poco para echar una ojeada. Lo que vio fue más sorprendente que nada de lo que aquella noche le había mostrado.

Lo que estaba acabando con los cazadores de la noche era simplemente eso y nada más: un varón humano.