22
El beso de la Araña
La drow y el rashemita caminaron toda la noche, y con las primeras luces divisaron los remotos campos que anunciaban la existencia de un pueblo agrícola. Se detuvieron en la ladera de una colina desde donde se contemplaba un lugar verde y oloroso que Fyodor llamó prado. Más allá, al otro lado de varios ondulantes altozanos más pequeños, Liriel vio un centelleo blanco y azul que sólo podía ser el río Dessarin. Los agudos ojos de la drow escudriñaron el paisaje y se fijaron en un lugar que se ajustaría a sus propósitos: un pequeño claro resguardado en una colina cubierta de árboles que daba al río.
—Debes permanecer aquí —advirtió Fyodor—. La gente de Puente del Troll han padecido mucho a manos de bandidos drows y no aceptarían de buen grado tu presencia.
Liriel aceptó sus palabras sin discutir.
—Me parece bien. Estoy demasiado cansada para dar otro paso.
La joven recalcó su afirmación con un gran bostezo y, a instancias de Fyodor, se introdujo con grandes dificultades entre las enredaderas que casi asfixiaban un tejo de ramas bajas. La protectora sombra la resguardaría del sol y su piwafwi le proporcionarían invisibilidad. Allí podría descansar con relativa seguridad.
Cuando el guerrero quedó convencido de que todo estaba bien, descendió con pasos rápidos la ladera en dirección a Puente del Troll. La luna nueva había pasado, y esperó que el miedo de los aldeanos a los elfos oscuros saqueadores se hubiera ido con ella. Sin embargo no pudo evitar sentirse inquieto por ir allí con unos cazadores drow pisándole los talones. Los asediados habitantes del lugar ya tenían bastantes problemas; Fyodor no deseaba llevarles también los suyos.
Oyó los sonidos del pueblo antes de que los muros de la empalizada aparecieran ante sus ojos: el chirrido de ruedas de carreta, el entremezclado zumbido de un montón de voces, alguna que otra nota procedente de las flautas e instrumentos de cuerda de músicos ambulantes. Fyodor apresuró el paso. Los comerciantes habían llegado por fin y con ellos la feria de primavera.
En un principio, Liriel sólo tenía la mejor de las intenciones. Es cierto que había elegido un lugar de huida en una lejana ladera y que había preparado un portal que podía transportar a una o dos personas allí, pero aquello era una precaución razonable, nada más. La joven tenía intención de permanecer en su escondrijo para recuperar horas de sueño. Cuando su natural curiosidad se impuso, se repitió la advertencia de Fyodor sobre el temor que los humanos sentían de los drows, y apartó de sí su deseo de contemplar una plaza de mercado humana con sus propios ojos. Y se atuvo a su resolución durante una buena media hora.
La joven se quitó su piwafwi y le dio la vuelta. La maravillosa capa reluciente poseía un forro de un indefinido tono oscuro que era un atuendo perfecto para mezclarse en una multitud. Se puso la prenda del revés y se subió la profunda capucha para proteger su rostro del sol; a continuación rebuscó en su bolsa de viaje hasta localizar un par de guantes con los que cubrir la oscura piel y atenuar la característica forma elfa de sus manos. Finalmente, la joven hechicera lanzó un sortilegio menor para dar a su rostro el aspecto de una humana. Sacó un diminuto espejo de bronce bruñido de su bolsa y contempló su nueva apariencia. Hizo una mueca, y a continuación prorrumpió en una carcajada.
Al oír aquel sonido, una bandada de pequeños pájaros marrones que anidaban entre las enredaderas emprendieron un sobresaltado vuelo. Liriel observó cómo se iban, luego abandonó su escondite y se encaminó colina abajo en dirección al lugar que Fyodor había llamado Puente del Troll.
Puente del Troll no era ni mucho menos la fortaleza lúgubre y asediada de la última visita de Fyodor. La caravana de mercaderes había traído no sólo mercancías y una oportunidad para comerciar, sino también noticias de las tierras situadas más allá y un espíritu más alegre que —aunque no llegaba al entusiasmo de un festival rashemita— agradó al joven guerrero agotado.
Fyodor observó que aquella caravana traía los acostumbrados parásitos: guardas armados para el viaje que buscaban un lugar donde beber y un poco de compañía; artesanos que ejercían oficios tan diversos como el de hojalatero o adivino; bardos ambulantes de todas clases, desde chismosos a malabaristas y músicos. Los aldeanos paseaban en masa ataviados con sus mejores prendas y exhibían sus cosechas de invierno y artesanía del modo más favorable.
El joven guerrero se ocupó de sus asuntos con toda la rapidez que pudo. No usó las monedas de platino que Liriel había cogido al naga, pues podrían atraer demasiada atención en un mercado de pueblo, y sus propias monedas de plata eran más apropiadas para las compras que tenía que hacer. Primero adquirió dos caballos: una yegua picaza y un caballo alazán, bestias veloces y resistentes las dos. Entregó al mozo del establo un puñado de monedas de cobre y le indicó que llevara los caballos fuera de los muros del pueblo y los sujetara con estacas en el extremo más oriental de los prados. El muchacho se sintió demasiado satisfecho con su inesperada fortuna para poner objeciones a tal petición; lo cierto era que el mismo Fyodor no estaba muy seguro de por qué la había hecho. Se sentía intranquilo, a pesar del espíritu de despreocupada alegría que dominaba el día; así que adquirió rápidamente unas cuantas cosas más: algunas prendas ya confeccionadas para reemplazar a sus muy remendadas ropas, una capa de mujer con una amplia capucha para proteger a la muchacha del sol, raciones secas de viaje, bramante para poner trampas, un pedazo de piel de venado curtida para reparar botas y vestidos, unos cuantos artículos diversos que resultarían necesarios en un largo viaje. Las necesidades del joven eran escasas y sus costumbres frugales, sin embargo no pudo resistirse a una última adquisición. Era un colgante, la última pieza que quedaba en la colección de un fabricante de joyas enano. Fyodor comprendió al instante por qué no habían vendido la joya, pero su mismo defecto la convertía en perfecta para Liriel, y marchó tras pagar alegremente el precio solicitado.
Aunque impaciente por regresar al escondite de la drow, Fyodor llevaba andando desde el amanecer sin detenerse para comer o descansar, y un camino igual de largo le aguardaba. Así pues, se encaminó a la taberna del pueblo para tomar una jarra y un bocado. Saida, la posadera, lo reconoció y gritó a una de las mozas que servían que le encontrara un asiento en el piso superior, y él se abrió paso por la atestada sala para ascender por la escalera. Habían llenado uno de los dormitorios con mesas, y Fyodor encontró un asiento vacío cerca de la ventana. A sus pies estaba la zona de la cocina, y más allá el mercado. Contempló la alegre escena distraídamente mientras devoraba su pan con queso.
De improviso se quedó helado, con la mano a mitad de camino de la boca. Apartó a un lado la comida y se inclinó más cerca de la ventana.
Allí, cerca del centro del terreno comunal, había una figura pequeña y delgada envuelta en una capa oscura. De silueta claramente femenina, la figura podría haber sido anciana o joven, morena o rubia, y sus prendas de abrigo no la distinguían de los demás, ya que muchos de los que tomaban parte en la feria iban vestidos de modo parecido, debido a que el viento soplaba desde el río aquel día, y el aire era vivificante y frío. Pero la figura atraía miradas de perplejidad, de todos modos. Su paso era demasiado ligero, sus movimientos demasiado gráciles y ondulantes.
En ese momento, la mujer se detuvo ante un puesto y alargó una mano enguantada para examinar las mercancías ofrecidas. Un mercenario de paso se acercó a su lado y le sujetó la muñeca extendida, luego se inclinó junto a ella y pronunció palabras que Fyodor no pudo oír, para a continuación indicar con un insinuante movimiento de cabeza en dirección a la taberna.
La cabeza de la mujer se alzó en un gesto imperioso que Fyodor conocía muy bien, y éste se puso en pie de un salto, con lo que empujó a una criada cargada de jarras de bebida. La muchacha respondió con un chillido de protesta que se convirtió en un sonoro grito cuando el joven pasó junto a ella y echó al suelo de una patada la ventana de cuarterones.
Debajo de él estaba el techo de la cocina de un solo piso; era muy empinado y finalizaba no muy lejos del suelo, de modo que se abrió paso a través de la ventana rota y se deslizó, con los pies por delante, por el tejado de toscas tejas.
Mientras descendía, Fyodor vio cómo el enamoradizo mercenario fruncía el entrecejo y arrastraba a la mujer hacia él. La oscura capucha cayó hacia atrás, y rizos de lustroso cabello blanco quedaron al descubierto, enmarcando un rostro que era más oscuro que la luna nueva.
En ese momento Fyodor alcanzó el suelo, derribando a dos fornidos comerciantes con él. Se liberó del enredo y se puso en pie de un salto, desenvainando la espada mientras lo hacía. Sin hacer caso de los comerciantes que chillaban y agitaban los puños en el aire, empezó a abrirse paso a base de frenéticos codazos por entre la muchedumbre hasta el lugar donde Liriel había quedado al descubierto.
Su avance era lento, pues empezaba a correr la voz por la multitud y con ella un pánico por completo desproporcionado a la menuda figura oscura que había aparecido entre ellos. Mucha gente dio media vuelta y huyó, pisoteando a los que eran más lentos y débiles en su huida de los muy temidos drows. Durante varios minutos, la aglomeración de aldeanos aterrados mantuvo inmovilizado a Fyodor.
Luego apareció otro cambio de actitud más desagradable. La zona que rodeaba a la muchacha no tardó en vaciarse, y las gentes del pueblo descubrieron que estaba sola. Toda una vida de odio y generaciones de injusticias recordadas fluyeron en dirección a la hembra drow, y como podencos aullando a un tigre de las nieves arrinconado, empezaron a acercarse. Los cuchillos centellearon bajo el sol de la tarde.
Fyodor alzó del suelo a un par de juglares boquiabiertos para apartarlos de su camino y se abalanzó al frente justo en el momento en que Liriel se desprendía de sus guantes y empezaba a gesticular con las manos para lanzar un hechizo. Algunos de sus atacantes también reconocieron los primeros ademanes de un conjuro y retrocedieron, y por un instante quedó un sendero despejado entre Fyodor y la drow. Sus ojos se encontraron con los suyos, observaron la presencia de la espada desenvainada y parpadearon indecisos. Entonces acuchilló el aire con una delicada mano negra, disipando la magia que había reunido, para a continuación cerrar los ojos y llevarse ambas manos a las sienes, como para aislarse de la enfurecida multitud.
Una esfera de impenetrable oscuridad la envolvió al instante, un globo de seis metros que cubrió gran parte del patio. La muchedumbre retrocedió ante la extraña visión, algunos chillando, la mayoría haciendo gestos para protegerse de la maldad drow.
—¡La pesadilla de un hombre es la oportunidad de otro! ¡Yo digo que vayamos por ella! —gritó una voz conocida.
Un hombre de oscura barba se abrió paso hasta el extremo interior de la multitud, apuntó una flecha a la esfera y la disparó contra el lugar donde había estado Liriel. Fyodor reconoció al cazador de recompensas y corrió hacia él.
Desde el otro extremo del globo de oscuridad se oyó el gemido de dolor de un hombre, y un grito de mujer.
—¡Lo ha matado! ¡La drow ha matado a mi Tyron!
Fyodor sujetó al cazador de recompensas por el brazo antes de que pudiera colocar una segunda flecha.
—¡Maldito estúpido! —tronó—. Tu flecha ha atravesado la oscuridad y ha ido a parar a la gente del otro lado.
El hombre bajó el arco, y contemplando la espada desenvainada del joven se acarició la barba pensativo.
—Tú otra vez, ¿eh? Dame una idea mejor, muchacho, y me ocuparé de que consigas una de las orejas de la moza.
La rabia, pura y totalmente suya, fluyó por todo el cuerpo del joven luchador, que echó hacia atrás la espada y golpeó al otro justo por encima del cinturón con la hoja plana de su arma. El cazador se dobló mientras el aire escapaba de él en un siseante jadeo, y Fyodor se colocó entre la negra esfera y la muchedumbre, sosteniendo la espada en actitud amenazadora ante él.
—¡Liriel! —chilló, sin apartar ni una vez los ojos de los sombríos aldeanos—. ¿Estás herida? ¿Estás ahí?
—Y ¿dónde si no? —exclamó ella, y su voz parecía provenir de algún punto situado por encima del suelo, cerca del extremo superior de la esfera de oscuridad—. Entra aquí, ¿quieres?
Tras dirigir una última mirada de advertencia a los reunidos, Fyodor penetró de espaldas en la esfera de magia drow.
Los colores de la puesta de sol se derramaban en las revueltas aguas del Dessarin cuando Fyodor regresó al campamento con sus caballos. Liriel se mostró fascinada por las extrañas bestias, tan diferentes de las monturas de la Antípoda Oscura, pero aquella noche otros asuntos ocupaban sus pensamientos. Fyodor se había mostrado extrañamente silencioso desde que abandonaron el portal de huida que los había conducido hasta el claro, y la drow daba por supuesto que estaba enojado con ella por ir al pueblo. Reconocía que ella se habría sentido furiosa, de haber sido al revés, pero nunca antes había admitido haberse equivocado, y descubrió que no resultaba fácil. Aguardó hasta que hubieron comido y hecho turnos para echar alguna cabezadita. Entonces lo intentó.
—Hoy nos he puesto en peligro a los dos.
—Nos has salvado a ambos —corrigió Fyodor—. Con tu magia, podrías haber huido del pueblo en cuanto te descubrieron. Te detuviste al verme.
Liriel abrió la boca para contestar, se dio cuenta de que no tenía nada que decir y la cerró. Sus acciones, ahora que las meditaba, parecían bastante extrañas.
—Bueno, ¿qué otra cosa podría haber hecho? Por lo que yo sabía, podrías haberte dejado llevar por un arranque de furia en medio de toda aquella gente.
—Habría agradecido un ataque de furia —repuso él con amargura—, pero no conseguí hacer que apareciera.
—Pero ¿lo intentaste? —inquirió ella, sin poder creer que él hubiera hecho tal cosa; el instinto de conservación era la primera ley de la sociedad drow, y lo que él había intentado hacer habría significado casi con toda certeza su muerte.
Fyodor se limitó a encogerse de hombros. Permanecieron sentados en silencio un buen rato, escuchando el creciente coro de ranas que cantaba en la orilla mientras observaban cómo la luna creciente se alzaba por encima de las colinas.
Un poco después, el muchacho sacó una bolsita de terciopelo de su faja y la entregó a la joven.
—Esto es una tontería que encontré en el mercado.
Curiosa, Liriel aflojó el cordón y dio la vuelta a la bolsa. Una fina cadena de oro cayó en su mano, y con ella una enorme gema que imitaba el brillante color dorado de sus ojos. Era una pieza exquisita, pues aunque la cadena era vieja, era de delicada manufactura elfa, y la piedra parecía haber sido tallada y pulida por un artesano enano. Y justo en el centro de la joya había una pequeña y perfecta araña negra. Liriel contuvo la respiración. Las gemas amarillas eran muy raras en Menzoberranzan; ¡era un adorno que cualquier sacerdotisa o matrona envidiaría!
—¿Cómo se consigue esta ilusión? —preguntó, haciendo girar la piedra a un lado y a otro.
—No es ninguna ilusión —respondió él—. La piedra es ámbar. Abunda en mi país… es bonita pero no muy cara.
—Pero ¿la araña?
—Es real, atrapada en la piedra debido a un accidente de la naturaleza. El ámbar fue en una ocasión savia, la sangre de los árboles. Al menos —añadió en voz baja— ésa es la respuesta que dan aquellos que piensan.
La muchacha reconoció el familiar tono ascendente en su voz y añadió las palabras que sabía iban a surgir:
—¿Y aquellos que sueñan?
—Se cuenta una historia en mi país sobre cierto guerrero —empezó Fyodor, tras permanecer en silencio unos instantes—. Después de que la furia lo abandonó, vagó, herido y confundido, penetrando más y más en el bosque de lo que debiera hacer cualquier hombre. Al cabo de un tiempo llegó a un lugar hechizado y fue a descansar bajo un enorme árbol. A lo lejos distinguió a una doncella de sombras y luz de luna, más hermosa de lo que jamás había contemplado ni despierto ni en sueños. Ahora bien, se dice en mi país que un hombre muere cuando su vida sobrepasa sus sueños, y así pues el guerrero dejó esta vida con la imagen de la doncella ante él, y el árbol ciego derramó lágrimas doradas. Si se trataba de pena o de envidia, ¿quién puede decirlo?
Por primera vez en su corta vida, Liriel no supo qué decir. Los acontecimientos del día, el regalo cuidadosamente meditado y el delicado tributo en el relato de Fyodor la habían conmovido y sumido en una profunda confusión. Por un momento deseó con todas sus fuerzas estar de vuelta en Menzoberranzan. Su ciudad natal, con todo su caos y sus conflictos, resultaba más fácil de comprender. Conocía las reglas del lugar y sabía seguirlas, pero no tenía ni idea de qué hacer con las emociones contrapuestas que le inspiraba aquel extraño mundo.
Pero Liriel no era persona dada a la introspección, de modo que hizo a un lado los incómodos nuevos pensamientos y se refugió en algo que comprendía.
La elfa oscura se puso en pie ágilmente. Su coraza, armas y ropas cayeron a su alrededor, y no tardó en encontrarse cubierta sólo por la luz de la luna, ante su compañero.
Los ojos de Fyodor se oscurecieron. ¡Por fin, se dijo ella con alivio, una expresión que conocía! El deseo ardía con la misma llama oscura, tanto si el varón en cuestión era humano o drow. Sin embargo, el joven no hizo ningún movimiento hacia ella; no desvió la mirada, pero parecía claramente indeciso sobre si aceptar o no lo que ella ofrecía.
Un instante de pánico amenazó con apoderarse de Liriel. La pasión era un territorio familiar y tranquilizador, una de las pocas salidas emocionales permitidas entre los drows. Si no era eso, se preguntó, entonces ¿qué? Sencillamente no conocía otro modo.
Entonces Fyodor extendió su mano, y con un grito que era una mezcla de triunfo y alivio ella fue hacia él.
La luna se alzó a lo más alto, bañando su campamento con una suave luz, pero ellos no advirtieron el paso del tiempo. El humano no conocía ninguno de los complicados juegos de los drows, y Liriel descubrió que no echaba en falta ninguno. Aquello era algo completamente distinto, a la vez estimulante y profundamente perturbador, pues había una honestidad entre ellos, una intimidad tan despiadada como la luz del sol, que quemaba su espíritu casi tan dolorosamente como el amanecer hería sus ojos. Era casi más de lo que podía soportar, pero no obstante le era imposible darle la espalda.
Liriel luchó por reponerse, por recuperar algún vestigio de control. Rodaron juntos, y ella se alzó sobre él y reclamó el control de la íntima danza; pero incluso entonces los intensos ojos azules de él la sujetaron en un abrazo que resultaba incómodamente íntimo. La drow cerró los ojos para refugiarse en la oscuridad.
Fyodor lo vio y no le hizo falta la Visión para reconocer el acendrado instinto de conservación del gesto. Había aceptado la oferta que Liriel le había hecho de sí misma como el regalo que era, aunque no comprendía lo que la entrega significaba para la muchacha drow; ni tampoco estaba seguro de qué lugar ocuparía aquella noche en su propia vida. Sin embargo, en el misterioso modo que tenía su gente de hacerlo, sabía sin comprenderlo que su destino estaba en cierto modo ligado al de la joven elfa oscura. La insensatez de aquella idea no le preocupó; Fyodor estaba muy acostumbrado a tomar la vida tal como venía.
Inexplicablemente, vino a su mente el recuerdo del cachorro de tigre de las nieves con el que había trabado amistad años atrás, sabiendo sin lugar a dudas que jamás podría ser domesticado. Lo había aceptado con la tranquila resignación que era la herencia de los rashemitas, y no criticó al felino por seguir sus inclinaciones ni deseó que el animal se comportara de modo diferente a como era. Pero no reprimió sus sentimientos entonces, y no lo hizo ahora. Aquellos que pensaban sabían que abrazar a una drow era una completa locura. Aquellos que soñaban comprendían que la alegría de la vida se componía de pequeños instantes.
Fyodor alzó una mano para acariciar la mejilla de la elfa oscura. Una leve sonrisa apareció en los labios de ésta y él la dibujó con suavidad con un dedo. Los ojos dorados de ella se abrieron, se concentraron en él y luego se endurecieron. Le apartó las manos y lo miró directamente al rostro y, por un momento, Fyodor creyó ver un atisbo de humedad tras el frío ámbar. Entonces Liriel cerró la mano con fuerza y la lanzó a la sien de su amante.
Una explosión de dolor estalló en la cabeza del joven, abrasando sus sentidos y eclipsando la luz de la luna, y cuando la luz y el dolor se desvanecieron, no encontró más que oscuridad.
Liriel se puso en pie y se pasó el dorso de la mano sobre los ojos, mientras se maldecía amargamente por bajar la guardia, por traicionar su educación drow. El precio —tal y como había esperado— había sido alto.
La muchacha dirigió una mirada a las ropas desparramadas por el suelo, pero no había tiempo para vestirse, ni siquiera tiempo para coger un arma. De modo que se limitó a permanecer allí, con la misma frialdad orgullosa de cualquier gran sacerdotisa de Lloth, mientras el primero de los cazadores elfos oscuros penetraba en el claro iluminado por la luz de la luna. No los temía. Al fin y al cabo, tenía su magia, y harían falta más que unos pocos luchadores drows para vencer a una hechicera de su talento.
Los cazadores drows —seis en total— formaron un cauteloso círculo alrededor del campamento. Liriel reconoció a los cuatro que había derribado con su veneno narcótico, así como al varón del pelo corto y el tatuaje del dragón en la mejilla. Echó una ojeada a su brazo y esbozó una leve sonrisa burlona, que se ensanchó cuando sus camaradas se colocaron a ambos lados de él y le impidieron por la fuerza que desenvainara la espada contra ella. Pero su sonrisa se desvaneció cuando un drow de cabellos cobrizos y ojos negros se abrió paso por entre los cazadores y penetró en el círculo. Otro hechicero inclinaba la balanza definitivamente a favor de los luchadores.
—Nisstyre —siseó—. ¿Has venido a ofrecerme más ayuda?
—Aquello que necesites, querida señora —respondió él, y le hizo una reverencia—. Pero primero, hay que eliminar distracciones innecesarias.
Se volvió hacia el apenas controlado Gorlist y señaló al humano.
—Lo has encontrado por fin. A ver si consigues matarlo mientras duerme. —Su tono era deliberadamente áspero, claramente destinado a dirigir la cólera del luchador lejos de la mujer.
—No necesitas molestarte —indicó ella con indiferencia, maravillándose ante la firmeza con que sonaba su voz—. Ya está muerto.
La mirada de Nisstyre recorrió la figura pálida e inmóvil de su némesis humano, luego dirigió una ojeada especulativa a Liriel.
—El Beso de la Araña, ¿eh? ¡Un extraño final para una cita a la luz de la luna! Oí que tenías gustos audaces, querida, pero esto excede todo lo que se cuenta. De todos modos, casi envidio al pobre desgraciado —concluyó galante—. Hay cosas por las que muy bien valdría la pena morir.
A Liriel no le gustó el destello en los ojos del comerciante, así que alzó la barbilla y se recordó que era una hija de la casa Baenre.
—En ese caso, te deseo una larga y saludable vida —dijo en el tono altivo que las hembras Baenre habían perfeccionado a base de siglos de indiscutido mando—. Si vienes buscando venganza contra el humano, llegas demasiado tarde. Está muerto. Dame las gracias por evitarte la molestia y sigue tu camino.
—En realidad, busco cierto objeto sin importancia —repuso él en voz baja—. Un amuleto en forma de daga.
Ella le respondió con un gesto despectivo y extendió los brazos de par en par, como invitando a la inspección.
—Como puedes ver, no lo tengo conmigo —indicó burlona.
—Es una lástima. Siempre encuentro que buscar información resulta de lo más divertido —contestó el hechicero.
Extendió una mano e hizo como si se ajustara sus numerosos anillos. Uno de ellos, un grueso aro de oro engastado con una centelleante gema negra, resultaba espeluznantemente familiar, y los ojos de Liriel se desorbitaron al reconocer el anillo de su antiguo tutor. El otro se dio cuenta de su expresión y sonrió.
—Te aseguro que no lo necesita.
Así que Kharza estaba muerto, se dijo ella con una mezcla de pesar y temor. ¿Hasta qué punto había sido brutal la «búsqueda de información» de Nisstyre, y cuánto le había contado el anciano sobre el amuleto antes de escapar a la muerte?
Suficiente, al parecer. Nisstyre dio un golpecito a la gran piedra negra del anillo, y la joya se balanceó hacia atrás sobre un diminuto gozne. El hechicero tomó una pizca de polvo del oculto compartimento y la lanzó al aire. La espectral y tenue luz azul de un hechizo localizador de magia inundó el claro. La mayoría de las cosas de Liriel brillaron: su cota de malla, sus botas elfas, su piwafwi, muchos de sus cuchillos y armas arrojadizas. Pero el amuleto —incluso oculto como estaba en su bolsa de viaje— resplandeció claramente con un fuego azul celeste.
Nisstyre se agachó, levantó la bolsa de la joven y volcó el contenido en el suelo. Monedas de oro y centelleantes joyas cayeron en cascada, y los ojos de los ladrones drows se iluminaron codiciosos; pero el hechicero les hizo una seña para que retrocedieran y agarró el iluminado amuleto.
—Estás perdiendo el tiempo. ¡No puedes hacer nada con él! —dijo Liriel con frialdad.
—Tal vez no. Pero muy al sur hay una ciudad gobernada por hechiceros drows con habilidades que van más allá de lo que tú o yo podamos imaginar. Cuando la magia del amuleto sea mía, podré independizar al Pueblo de su falsa dependencia de Lloth. Y por fin —concluyó triunfal—, ¡los drows reclamarán un puesto de poder en la Noche Superior!
—¿Veneras a Eilistraee? —Aquello era demasiado para que Liriel pudiera asimilarlo.
—En absoluto —contestó él con sequedad—. Seguimos a Vhaeraun, el Señor Enmascarado, el dios drow del sigilo y el latrocinio. Las insípidas chicas de Eilistraee sólo piensan en danzar a la luz de la luna y ayudar a indefensos viajeros; ¡nosotros tenemos un reino que construir!
Nisstyre se volvió entonces hacia Gorlist.
—Recoge todo lo que reluzca. Quiero estudiar cualquier objeto mágico que posea.
Un gorgoteo aterrorizado subió por la garganta de Liriel.
—¡Vas a dejarme sin nada de magia!
—Claro que no —le aseguró él—. Hay un lugar entre los seguidores de Vhaeraun para cualquier drow que abandone la Noche de Abajo. ¡En tu caso, un puesto de categoría! A mí mismo me complacería tomarte como consorte.
La joven se rió en su cara.
Por un momento creyó que el hechicero la golpearía; pero éste volvió a hacer una reverencia, en esta ocasión a modo de burla.
—Como desees, princesa. Pero con el tiempo, aprenderás que los drows sólo pueden sobrevivir si están unidos entre sí y vendrás a mí. —Sacó un pequeño pergamino de su cinto y se lo tendió—. Esto es un mapa. Con él encontrarás la forma de llegar a una colonia cercana de seguidores de Vhaeraun. Puedes quedarte con las armas que no llevan magia y con tu dinero; necesitarás ambas cosas si quieres llegar a la fortaleza del bosque.
La muchacha le arrancó el rollo de pergamino de la mano de un golpe, y él se encogió de hombros y dio media vuelta.
—Como quieras. Pero más tarde o más temprano, princesa, nos volveremos a encontrar.
—Cuenta con ello —masculló Liriel por lo bajo mientras el último de los cazadores drows abandonaba el calvero.
Aguardó hasta que estuvieron lo bastante lejos para no poder verla ni oírla, luego se dejó caer de rodillas junto a Fyodor y empezó a zarandearlo y golpearlo para que recuperara el conocimiento, musitando todo el tiempo fervientes oraciones de gratitud —a cualquiera y a todos los dioses drows que pudieran oírle— por haber mantenido a Fyodor servicialmente «muerto» hasta que hubo pasado el peligro.
Tras unos instantes de tal tratamiento, el rashemita gimió y se agitó. Se sentó en el suelo, sujetándose las sienes, y sus ojos nublados se posaron en Liriel. El recuerdo se encendió en ellos y luego la perplejidad.
—En mi tierra tales cosas se hacen de otro modo —murmuró.
La muchacha se levantó bruscamente, y él alargó el brazo y le sujetó la mano.
—¿Por qué? —inquirió con suavidad—. Te pido sólo esto, qué me digas por qué.
Ella lo apartó a un lado y empezó a recoger sus ropas.
—Por si sirve de algo, acabo de salvarte la vida —gruñó—. Nisstyre y sus ladrones drows cayeron sobre nosotros. Te habría matado de no haberlo convencido yo de que le había ahorrado la molestia.
—Pero ¿cómo podía creer que me habías matado si nos encontró en un momento así? —Fyodor seguía mostrándose desconcertado.
—Porque sucede. —Dejó de anudarse la túnica y le devolvió la mirada con fijeza—. Tal diversión no es desconocida entre mi gente. Uno de estos juegos ha sido denominado el Beso de la Araña, por la araña que se aparea y luego mata.
El hombre la contempló, claramente horrorizado, y ella se preparó para su respuesta. Por lo que había averiguado de su compañero humano, esperaba repugnancia, horror, cólera, incluso puede que un rechazo total.
—Ah, mi pobre pequeño cuervo —repuso él, limitándose a menearla cabeza—. ¡Qué vida debes de haber tenido!
Liriel decidió hacer caso omiso de lo que no podía comprender.
—Levanta —ordenó con brusquedad—. Si nos damos prisa, tal vez podamos atraparlos aún.
—Sé por qué debo enfrentarme a los drows. —Fyodor la contempló con una expresión extraña—. Pero ¿por qué deberías correr tú ese riesgo?
—¡Se llevaron toda mi magia! ¡Mis armas, mis libros de conjuros, incluso mis botas y mi capa!
—Pero son simples cosas —indicó él.
—Nisstyre tiene el Viajero del Viento —respondió ella categórica; resultaba peligroso decirle eso, ya que aún no había resuelto un modo de compartir la magia del amuleto, pero no vio otra alternativa—. Vi un amuleto en forma de daga en sus manos. ¿O es ésa también una «simple cosa» que no vale la pena recuperar?
La contrariedad aleteó en los ojos de Fyodor, y éste alargó la mano para tomar el cinto de su espada.
—¡Mis disculpas, dama hechicera! Tu necesidad es tan grande como la mía.
Corrieron colina abajo tras los ladrones —con Liriel apretando los dientes debido al dolor que las piedras y los espinos provocaban en sus pies desnudos— y se detuvieron bruscamente ante el borde del agua. Los drows se hallaban ya en el río, a muchos metros de la orilla, empujando con pértigas ligeras embarcaciones de madera en dirección a la corriente más rápida que discurría por el centro del río. Nisstyre los divisó y ordenó parar la navegación.
—¡Bravo, princesa! —gritó, sonriendo pesaroso—. ¡Me engañaste bien! Sin embargo, según mis cálculos, tú has perdido. —Sostuvo en alto un pequeño objeto que se balanceaba, y la luz de la luna centelleó en el deslustrado oro de una antigua daga—. ¡Hasta que lo recuperes, yo diría que la victoria es mía! —Le lanzó un beso, luego indicó a sus drows que condujeran los botes a la veloz corriente.
—Recuperarlo —repitió Fyodor en voz baja, y volvió una mirada incrédula hacia su compañera—. ¡Has tenido el amuleto todo este tiempo! Te callaste después de lo que te conté. ¿Por qué?
Liriel se mantuvo firme, pero le resultaba inexplicablemente difícil no sentirse violenta bajo su mirada acusadora.
—Tenía mis razones.
El joven inspiró con fuerza para tranquilizarse, luego le cogió las manos y las sujetó con fuerza entre las suyas.
—Liriel, no niego que pueda ser así —dijo con cuidado—. A tu entender, esas razones podrían haber sido buenas y suficientes. Pero te confieso que esto es demasiado para que pueda soportarlo. Aquí nos separamos.
La muchacha liberó sus manos y apretó los puños a los costados. Su primera respuesta fue de enojo. La intriga era el pan de cada día en Menzoberranzan e incluso sus amigos más ocasionales se lo tomaban con calma. ¿Por qué no podía Fyodor ser igual de razonable?
—Ambos necesitamos el amuleto —indicó ella, con la esperanza de apelar a su lado práctico—. Si competimos, sólo uno puede vencer.
—Tú harás lo que debas, pequeño cuervo, y yo también. —El joven asintió, reconociendo, con expresión sombría, la veracidad de sus palabras.
Ella permaneció inmóvil, mirándolo con fijeza, durante un instante, incapaz de creer que él los estaba arrojando a ambos a una competición. Los ojos de él mostraban a la vez tristeza y resolución, y Liriel supo instintivamente que ninguna de sus amenazas o artimañas podría hacerlo cambiar de opinión. No estaba preparada para la oleada de desolación que la inundó.
Sin saber qué otra cosa hacer, la joven dio media vuelta y echó a correr río abajo en persecución de Nisstyre y del Viajero del Viento.