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Hijas de Baenre
Baenre ha muerto. Largo reinado, matrona Triel. —Esta expresión fue repetida muchas veces, con distintos grados de sinceridad, durante todo el día, mientras uno a uno, los nobles, soldados y plebeyos de la casa Baenre iban desfilando ante el temible trono negro— una maravilla con vida propia en cuyas relucientes profundidades se retorcían los espíritus de las víctimas de los Baenre —para jurar lealtad a su nueva matrona.
Triel Baenre en sí no era una visión impresionante. Su estatura estaba bastante por debajo del metro y medio, y su cuerpo era delgado y recto como el de una criatura. Según los patrones de los elfos drows, tampoco resultaba particularmente atractiva, y la blanca cabellera era larga y fina, sujeta en una apretada trenza que le rodeaba la cabeza como una corona. Iba vestida con sencillez: con una cota de malla elfa echada sobre la sencilla túnica negra de una sacerdotisa. Sin embargo, Triel no necesitaba los tradicionales atavíos de la realeza, ya que era una de las sacerdotisas de Lloth de más categoría en la ciudad y gozaba de todo el favor de su diosa. La joven matrona exudaba poder y seguridad, y saludó a cada uno de sus súbditos con un regio movimiento de cabeza.
En realidad, la drow no se sentía tan cómoda en su nuevo papel como parecía estar. Sentada en el trono de su madre, se sentía como una niña que representa un papel. ¡Por la sangre de Lloth, maldijo en silencio, pero si sus pies ni siquiera tocaban el suelo! Una ignominia menor, tal vez, pero para, la mente preocupada de Triel los pies que se balanceaban en el aire parecían un presagio, una indicación de que no estaba a la altura de la tarea que se le encomendaba.
La sacerdotisa era consciente de que, bien mirado, debiera haberse sentido feliz con su ascenso, pues ahora era una matrona de la primera casa de Menzoberranzan. El poder no era algo desconocido para Triel —como dama matrona de la escuela clerical de Arach-Tinilith, ocupaba una posición de gran dignidad— pero jamás había aspirado al trono de su difunta madre. La anterior matrona había reinado durante tantos siglos que había parecido eterna. Incluso ya nadie recordaba su nombre de pila, y para generaciones de drows, la madre de Triel era Baenre, era Menzoberranzan. Así pues, cada repetición de «Baenre ha muerto» resonó en la mente de la sacerdotisa como un augurio de muerte, hasta que sintió que tenía que chillar o se volvería loca.
Pero por fin la ceremonia tocó a su fin, y Triel se quedó sola para enfrentarse a la tarea de reconstruir la destrozada familia. Era un desafío formidable. La fuerza de una casa descansaba en sus sacerdotisas, y demasiadas de ellas habían perecido en la guerra de su madre. Muchas de las hijas de la anterior matrona —y también las hijas de éstas— habían marchado a formar sus propias casas y, aunque en teoría, estas casas menores eran aliadas de la casa Baenre, su preocupación primordial era tejer sus propias redes de poder e intriga.
Además de su falta de sacerdotisas, la primera casa carecía de maestro de armas. El hermano de Triel, Berg’inyon, había desaparecido durante el conflicto. Como jefe de los poderosos jinetes de los lagartos, había encabezado el ataque contra los aliados de la superficie de Mithril Hall, y no había regresado jamás al hogar familiar. Muchos drows habían perecido en el terror y la confusión que siguió al amanecer, y no era descabellado pensar que el maestro de armas Baenre estuviera entre ellos. Aunque Triel sospechaba lo contrario, pues a menudo había percibido que los instintos de supervivencia del joven sobrepasaban con mucho su lealtad a su casa. Cualquiera que fuera la verdad que se ocultaba tras su desaparición, Berg’inyon ya no estaba con ella. Podría ser un simple joven —con apenas sesenta años de edad—, pero era un luchador vigoroso, y sería difícil de reemplazar. ¡No lo permita Lloth, se dijo Triel con enorme repugnancia, que tuviera que verse obligada incluso a tomar un patrón para ocupar el puesto de maestro de armas!
No obstante, la, tarea más inmediata de la mujer era elegir a su propia sucesora en Arach-Tinilith. Por lo general el puesto de matrona de la Academia recaía en la sacerdotisa de Lloth de mayor categoría de la casa Baenre. Después de Triel, tal persona sería Merith, una plebeya introducida en las filas Baenre años atrás cuando sus considerables poderes clericales empezaron a aflorar. Merith codiciaba el título de dama matrona, pero aquello sencillamente era imposible. En cualquier capacidad, era una deshonra potencial para la casa Baenre, pues en su calidad de hija de un barrendero, no comprendía los sutiles matices del protocolo, ni era capaz de apreciar la compleja trama y urdimbre de la intriga. También era sádica en grado sumo, y en situaciones que requerían un estilete, Merith era un hacha enana. Triel esperaba que su querida hermana de adopción contrajera una rara y fatal enfermedad en cualquier momento.
Aquello dejaba a Sos’Umptu, la guardiana de la capilla Baenre, como la candidata idónea, ya que era Baenre de nacimiento, su favor con Lloth era seguro, y su posición como sacerdotisa impresionantemente elevado. Así que, tras la debida consideración, Triel envió a buscar a su hermana menor y le ofreció Arach-Tinilith.
Sos’Umptu, lejos de sentirse contenta ante su promoción, se mostró horrorizada ante la sugerencia de que abandonara la capilla Baenre. Triel instó, lisonjeó y amenazó, pero al final admitió que, al menos por el momento, ella misma debería ocupar ambos puestos. Su hermana menor recibió la decisión con un suspiro de alivio, luego echó una veloz mirada a la puerta que conducía a su querida capilla.
—No, quédate conmigo un rato —dijo Triel en tono cansado—. Tengo que hablar contigo de otro asunto. La casa Baenre necesita grandes sacerdotisas desesperadamente, en especial nobles Baenre de nacimiento. Ya sabes que no tengo hijas, ni es probable que las tenga jamás. Me veo obligada a depender de mis hermanas y sus hijas para reconstruir nuestras fuerzas. Tú estás a cargo de los registros de nacimientos; ¿qué puedes decirme sobre nuestras perspectivas? ¿Algún talento notable entre las jóvenes?
La guardiana de la capilla carraspeó.
—Probablemente la más dotada entre ellas sería Liriel. La hija de Gomph —apuntó, cuando su hermana no dio señales de reconocer el nombre.
Los recuerdos encajaron de repente, y los ojos de Triel se abrieron de par en par asombrados mientras consideraba las posibilidades. La hija consentida y díscola de Gomph, una gran sacerdotisa de Lloth. ¡Qué absurdo, y qué delicioso!
Por lo que la drow recordaba, Gomph había engendrado a la criatura unas cuatro décadas atrás e inexplicablemente la había reclamado como propia. Liriel llevaba el nombre de la casa de su padre, lo que era casi inaudito en su matriarcal sociedad. Su madre, una belleza inútil de alguna casa menor, había desaparecido y durante muchos años se había sabido muy poca cosa de la niña, a excepción de desaprobadores cuchicheos de que Gomph permitía a la criatura hacer lo que le viniera en gana. Con el comienzo de la adolescencia, Liriel se había ganado un puesto en la frenética vida social de ciertos círculos adinerados, y la sacerdotisa había oído relatos sobre las hazañas de la joven, que habían otorgado a ésta notoriedad y admiración a partes iguales. Aunque se la consideraba testaruda y caprichosa, se decía de Liriel que poseía excepcionales poderes mentales y mágicos, y ¿qué mejor uso para tales aptitudes que el servicio de Lloth?
Triel sonrió perversa. ¡Cómo enfurecería eso a Gomph! Por ley y por costumbre, las nobles entraban en el colegio clerical con el inicio de la pubertad o en su veinticinco aniversario, lo que aconteciera primero. Gomph no había exigido a su hija que asistiera… ¡tal vez incluso se lo prohibió! El archimago no era precisamente devoto del servicio a Lloth, y Triel había advertido atisbos del amargo resentimiento del drow hacia las sacerdotisas gobernantes. Sin embargo, si la matrona Triel lo ordenaba, Gomph no tendría más remedio que enviar a su hija a Arach-Tinilith.
Y Liriel Baenre, como gran sacerdotisa de Lloth, se convertiría no sólo en una brillante joya en la corona de la casa Baenre, sino que también sería un poderoso recordatorio para Gomph de dónde se hallaba el auténtico poder en Menzoberranzan.
—Vaya. —Triel se volvió para contemplar a su hermana menor, diciendo maliciosa—: Sos’Umptu, ¡me sorprendes! No te había creído capaz de tan tortuosa sutileza.
La aludida se encogió y no dijo nada, ya que había aprendido por dura experiencia a recelar de los elogios. A decir verdad, los ojos de la sacerdotisa se endurecieron peligrosamente mientras seguía observando a su hermana menor.
—Parece —prosiguió la nueva matrona— que la guardiana de la capilla posee aptitudes que van más allá de la esfera de influencia elegida. ¡Ocúpate de que tus ambiciones no hagan lo mismo!
—Sólo deseo servir a Lloth y a mi hermana, la madre matrona —dijo la otra con fervor, efectuando una profunda reverencia.
Aunque resultaba casi increíble, Triel percibió que la joven hija Baenre decía la verdad, y no estuvo segura de si considerar la insólita falta de ambición de Sos’Umptu con alivio o con desdén, pero sonrió a su hermana y le rogó que se levantara.
—Tu devoción te honra —observó en tono seco— y tu idea tiene mérito. Que alguien localice a la muchacha y la traiga aquí de inmediato.
—¿Quieres que Gomph esté presente cuando hables con su hija?
El calor inundó el rostro de Triel hasta hacer que su semblante brillara como un rubí enfurecido.
—No necesito la bendición de mi hermano ni en este asunto ni en ningún otro —espetó.
—Desde luego que no, matrona Triel —se apresuró a decir Sos’Umptu, efectuando otra respetuosa reverencia—. Pero creí que podrías querer, tal vez, contemplar la angustia del archimago.
El peligroso brillo de los ojos de la sacerdotisa se tornó más cálido, convirtiéndose en un destello de camaradería.
—¡Querida hermana, por el bien de la casa Baenre, debes aventurarte fuera de tu capilla más a menudo!
Entre tanto, lejos de la sala de audiencias de la casa Baenre, la hija de Gomph brincaba alegremente por los túneles de la Antípoda Oscura. Sus ojos brillaban rojos mientras taladraban la oscuridad que tenían delante y alguna que otra corriente de través se ondulaba por entre la espesa melena blanca que descendía en ondulantes rizos hasta su cintura. Llevaba ropas de viaje con botas y pantalones hechos de fino y flexible cuero, una camisa de seda acolchada, y un chaleco de fina cota de malla. Una lanza de casi un metro de longitud con punta de púas descansaba sobre su hombro y en la mano libre sostenía unas pequeñas boleadoras, que hacía girar describiendo complicados dibujos mientras andaba.
Detrás de ella, totalmente fuera del alcance de la rotante arma, avanzaba pesadamente una joven pareja drow. La hembra lucía la insignia de la casa Shobalar, un clan menor famoso por las excepcionales hechiceras que producía. El otro drow era un varón excepcionalmente apuesto, vestido con suma sofisticación, salvo por los cabellos sujetos en una única trenza, cosa que lo identificaba como plebeyo. Aquellos dos drows llevaban lanzas idénticas a las de Liriel, y lanzaban cautelosas miradas aquí y allá mientras maniobraban por el pequeño campo de estalagmitas que se alzaban del rocoso suelo.
El túnel era estrecho, apenas lo bastante ancho para que pasaran tres o cuatro drows uno al lado del otro. Hacía miles de años, las filtraciones de agua habían tallado una serie de surcos en las rocosas paredes, dejando largas y estrechas aristas que se elevaban a ambos lados del túnel. El pasadizo parecía la caja torácica de una desconocida bestia gigante, y a los compañeros de Liriel les resultaba bastante atemorizador, por lo que mantenían sus armas bien sujetas mientras maldecían en silencio el impulso que los había sacado de la relativa seguridad de Menzoberranzan. La Antípoda Oscura era imprevisible y estaba llena de peligros, y muy pocos se aventuraban en ella sin ir acompañados de unos buenos efectivos militares y magia. Sin embargo, cuando Liriel Baenre lanzaba una invitación, ¿cómo podían ellos rechazarla?
Liriel era con mucho la hembra más popular de su pandilla, un grupo de jóvenes adinerados tanto nobles como plebeyos que perseguían el placer y la intriga con típica pasión drow. La muchacha era más joven que la mayoría de ellos —no había cumplido aún su cuadragésimo cumpleaños, lo que la situaba en medio del largo y tumultuoso período de la adolescencia— y poseía la fresca belleza de una humana que no hubiera cumplido los diecisiete. Disfrutaba también de las riquezas y posición social de una noble de la casa Baenre. Y aunque también muchas de las jóvenes drows de la ciudad disfrutaban de riquezas, posición y belleza, Liriel era excepcional por su risa fácil y un entusiasmo por la vida que resultaba poco frecuente en la sombría Menzoberranzan. Si bien había que reconocer que resultaba excéntrica en sus gustos, pues prefería perseguir la aventura y los conocimientos mágicos a la intriga social. Pero, no obstante, pocos podían negarle su peculiar encanto, y muchos jóvenes drows competían por la posibilidad de compartir sus aventuras. Aquellos que sobrevivían podían contar con una incrementada posición social, así como unos cuantos relatos interesantes que compartir en la ronda de fiestas de la noche.
Incluso con tan agradable perspectiva ante ellos, los compañeros de Liriel se sentían cada vez más intranquilos. La total oscuridad del corredor no les causaba molestia alguna, pero el silencio los atemorizaba profundamente. En Menzoberranzan, el ruido de la ciudad se fundía en un constante murmullo ahogado por la magia, sazonado con algún chillido ocasional; en aquellos túneles, sus silenciosas pisadas golpeaban sordamente en sus oídos con un sonido hueco y resonante, como piedras al caer en un pozo profundo. Liriel avanzaba como una sombra, merced a sus hechizadas botas elfas y a dos docenas de años de experiencia en tales exploraciones. Su andar era ligero y vivo, y sus ojos estaban puestos en la aventura que les aguardaba.
De todos modos, la joven no era ajena al malestar de sus compañeros. Conocía bien a Bythnara Shobalar; las dos se habían educado juntas desde una edad temprana. Al parecer, Gomph se había cansado de su precoz hija casi inmediatamente después de haberla adoptado, y la había enviado a la casa Shobalar para ser criada y formada dentro de aquel clan de hechiceras. Una rivalidad infantil había surgido entre Liriel y Bythnara que se había mantenido a través de los años, aunque Liriel se lo había tomado con tranquilidad, y de hecho le resultaba bastante divertido. Agudizaba los esfuerzos de ambas y añadía un condimento necesario a su amistad. A pesar de su mutuo interés en la magia, las dos tenían pocas cosas en común, pues Bythnara no compartía el gusto de Liriel por la aventura ni su sentido del humor. La hechicera podía mostrarse distante en ocasiones —y manifiestamente aburrida el resto del tiempo— pero Liriel estaba muy acostumbrada a los límites de la amistad.
—¿Estamos llegando ya? —se quejó Bythnara a su espalda.
—Pronto.
—¡Pero llevamos horas andando y a estas alturas sólo Lloth sabe dónde podríamos estar! ¡Podríamos morir aquí y nadie se enteraría!
Liriel echó una mirada a su espalda y guiñó un ojo a su amiga, aunque no aminoró el paso.
—Una rectificación, Bythnara: tú podrías morir aquí y no te enterarías.
—¿Acaso es eso una amenaza? —Los ojos de la hechicera se entrecerraron.
—Claro que no —repuso la otra con suavidad, devolviendo la atención al sendero que tenía ante ella—. Es un insulto. Cuando yo muera, sin duda me daré cuenta de que algo ha cambiado. Tú, sin embargo…
—Tal vez no corro por la vida a tu ritmo, pero eso no es motivo para burlarse. La cautela es la mayor parte de la sabiduría —citó la aludida con voz tensa.
—Y la mayor parte del aburrimiento —replicó Liriel, alegremente—. ¿Qué dices tú, Syzwick? —preguntó al drow. El último consorte de Bythnara, hijo de un acaudalado comerciante de perfumes, era obscenamente rico, muy decorativo y enérgico aunque manejable; todas ellas cualidades que lo hacían muy popular entre las mujeres de su pandilla—. ¿También te lo estás replanteando?
—Claro que no —respondió él con firmeza, cambiando la lanza de uno al otro hombro—. De todos modos, hace bastante tiempo que marchamos.
—Valdrá la pena todo ello —prometió Liriel, y se detuvo de improviso, alargando una mano para indicar que debían hacer lo mismo. Luego señaló al suelo y sus dos compañeros lanzaron una exclamación.
El trío se encontraba en el borde de la orilla de un río que discurría muchos metros por debajo formando una tranquila y oscura extensión de agua. El río era profundo, silencioso y muy frío, y se decía que sus aguas provenían de tierras cubiertas de hielo situadas muy por encima de la Antípoda Oscura. Aunque el aire allí era más caliente que el agua, una constante nube de bruma flotaba sobre la corriente como un espectro guardián.
—El bote está amarrado justo debajo de nosotros —indicó la joven, señalando un largo y estrecho esquife.
Saltó a las oscuras aguas, y haciendo uso de su habilidad natural para levitar, flotó en el aire un instante para a continuación descender hasta aterrizar con suavidad en la proa de la embarcación. Sus compañeros la imitaron con menos entusiasmo, y se sentaron a toda prisa para tranquilizar la balanceante barca, pues sabían que no podían permitir que volcara, y no sólo por las heladas aguas.
Lo cierto era que estaban allí para cazar pyrimos, unos pequeños y feroces peces que podían dejar en los huesos a una montura lagarto adulta en cuestión de minutos. Eran peces terriblemente agresivos, capaces de saltar fuera del agua para atacar a los animales que iban a beber a la orilla del río. Sus dientes eran tan afilados y tan poderosas sus mandíbulas que el primer mordisco resultaba a menudo indoloro, y pasaba desapercibido; pero el dolor no tardaba en aparecer, pues cualquier rastro de sangre en el agua atraía a docenas de los feroces peces. Su caza era un deporte peligroso, y los accidentes eran bastante frecuentes.
El primer desafío era conseguir llegar tan lejos, pues los túneles que conducían al río eran muy poco frecuentados y casi nunca los recorrían patrullas. El río en sí era un riesgo: engañosamente tranquilo, dado a repentinos remolinos y a fuertes y fortuitas resacas. Y los peces eran peligrosos incluso muertos; su carne era delicada y sabrosa… y muy venenosa. Preparados con cuidado, los pyrimos resultaban más potentes que el vino y cualquier fiesta en la que se sirvieran se convertía al instante en un acontecimiento. De vez en cuando sucedían desgracias entre los comensales, pero no eran algo corriente, pues los pyrimos los preparaban jefes de cocina cuidadosamente adiestrados que sabían que sus vidas dependían del resultado.
Pero para la fiesta faltaban bastantes horas, y ante ellos se extendía el desafío de la cacería. Liriel plantó una de las botas que cubrían sus pies en la orilla y empujó con fuerza, y su embarcación, sujeta a la rocosa orilla por una fina cadena de mithril, se deslizó hasta el centro del río. Cuando la nave se inmovilizó, la joven tomó su lanza y se colocó de pie en la proa, con los pies bien apuntalados para no perder el equilibrio. Bythnara imitó su postura en la popa, mientras que Syzwick se acomodaba en el centro para estabilizarla. El bote estaba diseñado de modo que pudieran cazar dos a la vez, uno en cada extremo y bien separados entre sí, pues los peces atacaban incluso después de atravesados, y más de un drow había resultado mordido por la captura ensartada de su compañero. Aunque si había sido por accidente o a propósito, ¿quién podía asegurarlo?
Liriel sacó dos pequeños frascos de la bolsa que colgaba de su cintura y arrojó uno a su amiga. Los recipientes estaban hechizados para mantener su contenido —sangre fresca de rote— caliente. La muchacha abrió el suyo y vertió una única gota de sangre en el agua; para los ojos sensibles a los infrarrojos de la drow, la gotita aparecía de un brillante color rojo, aunque resultaría visible sólo unos instantes, ya que las heladas aguas la enfriarían enseguida. Liriel preparó su lanza y observó con atención. El reluciente resplandor se apagó, de repente y por completo.
El arma de la drow penetró como un rayo en el río y a continuación ésta la alzó con expresión triunfante: un pez del tamaño de su mano se revolvía y retorcía en su extremo. Los pyrimos eran imposibles de ver en el agua, ya que su temperatura era idéntica a la del gélido río, pero ahora, claramente visible en el aire más caliente, el pez tenía una suave forma ovalada, con escamas plateadas y delicadas aletas; una belleza de no ser por las aceradas mandíbulas erizadas de dientes que ocupaban toda la anchura de su cuerpo.
—Cógelo, Syzwick —indicó Liriel, como si tal cosa, y con un veloz movimiento de su lanza arrojó el letal pez al muchacho.
El drow palideció y se encogió a un lado. No había necesidad: la captura chocó con un golpe sordo contra el fondo de la caja situada a sus pies.
—Si hubieras fallado… —empezó a decir él.
—¡No ha sucedido aún! —ronroneó ella, dirigiéndole una sonrisa picara—. No te preocupes, cariño, lo último que quiero es arrojar a un pyrimo hambriento a tu regazo. Un mordisco, y no le servirías de nada a nadie.
Los labios de Bythnara se tensaron; al darse cuenta, Liriel reprimió un suspiro. ¡Su amiga podía resultar tan posesiva en ocasiones! Ella sólo había querido tomar un poco el pelo a Syzwick, pues sabía que el apuesto joven apreciaba el humor obsceno. Pero Bythnara siempre confundía tales comentarios por una declaración de intenciones.
Syzwick no se dio cuenta de la expresión malhumorada de la hechicera; dedicó una sonrisa lasciva a Liriel y enarcó una ceja.
—¿Un mordisco? —retó.
—Quizá dos —concedió ésta, recorriendo su cuerpo con una apreciativa mirada.
Bythnara resopló y dio a su frasco de sangre una violenta sacudida, que desperdigó sobre el río brillantes gotas de sangre.
—No eches tanta sangre al agua de una sola vez —advirtió Liriel con severidad—. Atraerías demasiados peces.
La idea calmó a la celosa hechicera y durante un buen rato las dos mujeres cazaron en silencio. Encaramada en la punta misma del bote, Liriel trabajaba veloz, inclinándose sobre el agua y ensartando un pez tras otro. A ella personalmente le importaban muy poco los pyrimos, más allá del reto que significaba la caza, pero los peces poseían otro valor para ella que sus compañeros no podían ni imaginar. La perspectiva de otra peligrosa aventura llamaba a Liriel en aquel día, y ésta no estaba demasiado satisfecha con la vida para permitir que la pataleta de Bythnara la pusiera de malhumor.
La embarcación se movió ligeramente y por el rabillo del ojo Liriel vio que su compañera se había sentado y dejado a un lado la lanza. La hechicera hizo una mueca y se frotó el cuello, luego introdujo la mano en su bolsa de viaje y extrajo una pequeña botella. Vertió un poco del acre linimento en la mano y empezó a darse masaje a ambos lados del cuello.
Una lucecita de advertencia se encendió en la mente de Liriel. Había cazado pyrimos muchas veces, y conocía bien el agotamiento producido por la tensión y la velocidad a la que había que asestar los lanzazos. Bythnara frotaba los músculos equivocados.
Por un instante, la joven drow sintió una conocida sensación de vacío en el pecho, el sordo dolor vacuo que regresaba de nuevo con cada traición. Lo dejó de lado veloz y con frialdad, al tiempo que estudiaba subrepticiamente a su amiga de la infancia. Tal como sospechaba Liriel, los dedos en movimiento de Bythnara trazaban un complicado y familiar dibujo. La hechicera efectuaba un conjuro. No se trataba de un conjuro corriente, pero Liriel lo acababa de aprender la semana anterior de su nuevo y poderoso tutor, y su compañera, desde luego, no lo sabía, porque el maestro de la joven drow le había prohibido que compartiera con nadie los hechizos que le enseñaba, y por una vez ésta bendijo la codiciosa y paranoica naturaleza de los hechiceros de Menzoberranzan.
Bythnara se puso en pie, ignorando que su presa había percibido su doble juego. Liriel sabía que el siguiente movimiento de la hechicera sería lanzar una mano al frente y enviar una chisporroteante bola de fuego en dirección a la proa de la barca.
Manteniendo los pies separados en posición de caza, Liriel volvió a convocar la magia natural de la levitación, y, a continuación, con un veloz y fluido movimiento, se elevó por los aires, se volvió y arrojó su lanza como si fuera una jabalina. La punta de púas penetró en el pecho de su compañera, y el lánguido bostezo de la hechicera se convirtió en un rotundo «Oh» de sorpresa y dolor. Moviendo los brazos como un molinete, la mujer se desplomó de espaldas en el agua.
Al instante, los pyrimos cayeron sobre ella, y Liriel flotó sobre la nebulosa mortaja del río, observando con expresión impasible cómo el agua a sus pies se agitaba y revolvía, al tiempo que se volvía roja en la oscuridad a medida que la calentaba la sangre de su traicionera amiga.
Cuando el violento balanceo de la embarcación cesó y las aguas volvieron de nuevo a ser oscuras y heladas, la drow descendió de nuevo. Syzwick permanecía tumbado sobre el fondo del bote, adonde se había sabiamente arrojado en un esfuerzo por evitar que la embarcación volcara.
La joven contempló al apuesto drow un buen rato como si meditara qué podía hacer con él. El perfumado linimento que la hechicera había usado procedía sin duda de la tienda de su padre, y parecía probable que Syzwich hubiera intrigado con Bythnara. A lo mejor la difunta había contado algo a su consorte que podría servir a Liriel para comprender el motivo de aquel ataque. De ser así, pensaba obtener respuestas. Le asestó una patada.
Syzwick gateó hasta el asiento central, con expresión frenética mientras sus ojos se encontraban con la implacable mirada carmesí de su oponente.
—Juraré cualquier cosa que desees —indicó el joven, y las palabras surgieron casi a borbotones—. Diré que Bythnara te atacó. Es más que creíble, teniendo en cuenta lo mucho que te odiaba. Siempre te ha odiado, eran celos más que otra cosa, y jamás se molestó en ocultarlo. Todo el mundo lo sabe. Todos nos creerán —siguió farfullando—, pues ha mencionado muchas veces que quería verte muerta. La verdad es que, por lo que yo sé no había planeado realmente actuar en tu contra. Y ¡lo juro… lo juro por la octava pata de Lloth!… que ¡jamás habría tomado parte en tal plan, incluso aunque ella hubiera pedido mi ayuda! Lo sabes, Liriel. Todos sus discursos sobre verte muerta no eran más que palabras; ya sabes cómo son esas cosas.
—Sí —respondió ella en voz tensa y sin inflexiones.
Lo sabía muy bien. Y por fin, el frenético parloteo del drow empezó a tener sentido. Él realmente no sabía nada del ataque de Bythnara; todo lo que había visto era a Liriel matando a su amante, y su única preocupación ahora era su propia supervivencia. El asesinato —porque eso era a los ojos de Syzwick— era perfectamente aceptable, incluso loable, entre los elfos oscuros, siempre y cuando no pudiera probarse. Syzwick era un testigo, y esperaba realmente ser eliminado, de modo que suplicaba por su vida, y prometía jurar que Liriel había actuado en defensa propia.
¡Qué irónico que al hacer eso el drow estuviera diciendo la verdad!, se dijo ella como aturdida. Pero jamás conseguiría convencerlo realmente de ello. Ni tampoco, por motivos que no acababa de comprender por completo, deseaba ella intentarlo.
—Bythnara resbaló y cayó al agua —dijo por fin.
La frente de Syzwick se arrugó perpleja, y aguardó a que Liriel se explicara. Cuando ésta no lo hizo, aceptó la mentira con un enérgico cabeceo.
—Bythnara se había inclinado para coger un pez cuando el bote dio contra uno de esos remolinos —dijo, improvisando—. Empezamos a dar vueltas en círculo. Ella perdió el equilibrio y cayó. Intentamos cogerla, sin embargo los pyrimos cayeron sobre ella con demasiada velocidad.
Contuvo la respiración mientras aguardaba la respuesta de la mujer. Poco a poco, una sombría sonrisa fue apareciendo en el rostro de Liriel, y Syzwick soltó un suspiro de profundo alivio.
—Una cosa más.
—Cualquier cosa —juró él con fervor.
—Planear una acción requiere pensar en muchas cosas; tú lo sabes. Pero una vez hecho, intenta que todo sea sencillo, ¿de acuerdo?
—Bythnara resbaló y cayó —repitió él, tras permanecer silencioso unos instantes.
—Buen chico —repuso en tono seco—. También debes tener en cuenta que los pyrimos pueden matar en más de un modo. No me gustaría que uno de mis invitados a la cena contrajera, digamos, una indigestión fatal.
—No diré una palabra —prometió—. Jamás.
Liriel asintió, y su sonrisa ocultó más de lo que le gustó reconocer.
—En ese caso, regresemos con estos peces a Menzoberranzan.
Liriel se dijo que estaba siendo uno de esos días en que nada parecía salir según los planes. Su intención había sido devolver a Syzwick a la ciudad junto con la mayor parte de la captura de pyrimos, luego regresar a la Antípoda Oscura para hacer negocios con el resto del material tóxico. Tenía varios tratos que cerrar, algunos conjuros que aprender, una clase práctica a la que asistir, unas cuantas cuentas que ajustar y una cita con cierto mercenario; todo ello antes de que se iniciaran las festividades de la noche. En resumen, se suponía que iba a ser un día de lo más corriente.
Primero tuvo lugar el «accidente» de caza; luego, justo cuando abandonaba su casa —un castillo en miniatura en Narbondellyn que su padre le había dado en su vigésimo primer cumpleaños— la alarma silenciosa de su anillo Baenre empezó a vibrar.
Liriel frunció el entrecejo, molesta, mientras rebuscaba en el fondo de su bolsa para localizar el anillo. Se suponía que debía lucir la sortija a todas horas, pero ella jamás llevaba anillos; sus largas y bien proporcionadas manos eran uno de sus rasgos favoritos, y le gustaba adornarlas con complicados tatuajes pintados y reluciente esmalte de uñas, pero se negaba a llevar anillos. Podía competir en el lanzamiento de cuchillos con el mejor asesino de tabernas y, aunque la mayoría de drows sostenía que las joyas no perjudicaban su puntería, Liriel se decía que ya corría suficientes riesgos sin añadir aquel escollo en concreto.
Encontró el anillo y lo apretó con fuerza en la mano. Sí, allí estaba: una silenciosa alarma mágica, sincronizada sólo con sus sentidos. Lo había oído únicamente en otra ocasión, cuando se le entregó el anillo hacía un par de docenas de años. Todos los nobles de Menzoberranzan llevaban una insignia de su casa; la casa Baenre iba un poco más lejos y mantenía a cada uno de sus miembros sujeto por una traílla mágica, de modo que, en cuanto sonaba la alarma, se suponía que el Baenre en cuestión debía dejarlo todo y correr a la fortaleza familiar. Hasta ahora, Liriel había sido dispensada de tales comparecencias. Farfullando imprecaciones, la joven ensilló su montura lagarto y la espoleó en dirección a la mansión ancestral.
La casa Baenre era una residencia imponente. Las formaciones naturales de roca ya resultaban sorprendentes de por sí, pero a lo largo de los siglos las matronas Baenre habían añadido complejas esculturas, cúpulas bulbosas resaltadas con fuegos fatuos y una verja mágica en forma de telaraña tejida supuestamente por la misma Lloth. En opinión de Liriel, resultaba un poco excesivo; la decadencia resultaba agradable y estaba bien, pero aquello era una exageración.
La entrada se abrió de par en par cuando se acercó y una fila de soldados Baenre le dedicó una profunda reverencia. Una sirvienta ogresa se adelantó presurosa para hacerse cargo de su montura, y una escolta de ocho mujeres armadas —la selecta guardia de la madre matrona— la condujo por las sinuosas salas hacia el centro mismo del castillo: la capilla Baenre. Aquello empezaba a oler muy mal, se dijo la joven con expresión sombría mientras avanzaba bajo la sombra de calor de su escolta.
Una reunión más impresionante aguardaba su llegada en la capilla. Había dos sacerdotisas poderosas: Sos’Umptu, guardiana de la capilla, con su tétrica túnica de sacerdotisa y su rostro cansino y piadoso, y Triel, la recién ascendida madre matrona. De las dos, Liriel prefería con mucho a la aburrida y desaliñada Sos’Umptu, pues aunque la guardiana apenas abandonaba su amada capilla, al menos mostraba fervor por algo. Triel, por otra parte, era una araña de dos patas: fría, totalmente práctica y despiadadamente eficiente. Gomph permanecía en pie, muy tieso, junto a sus hermanas, y Liriel se animó al ver a su padre hasta que reparó en su expresión sombría. Y alzándose por encima de los hermanos Baenre estaba una gigantesca ilusión mágica, un tributo a Lloth que se transformaba sin cesar para pasar del aspecto de enorme araña negra al de hermosa mujer drow. Gomph había creado aquella ilusión hacía unos cincuenta años para aplacar a la anterior matrona y se rumoreaba que aquel tributo a la Reina Araña había comprado la vida del impío archimago, que había enojado a su madre con demasiada frecuencia. Lo que resultaba menos conocido era que había modelado la imagen de la drow a imagen y semejanza de su amante de aquel momento. Liriel no recordaba el rostro de su madre, fallecida mucho tiempo atrás, pero su propio parecido con la araña-drow era extraño e inquietante. La joven drow aspiró con fuerza y penetró en la capilla.
—Aquí estás por fin —indicó Triel con voz fría.
—A tus órdenes, tía Triel —saludó Liriel con una profunda reverencia.
—Matrona Triel —reprendió Sos’Umptu con aspereza, con el agravio ante tal falta de respeto claramente escrito en el rostro. La mujer tomó aliento y se dispuso a lanzar su acostumbrada diatriba.
Pero Triel agitó una mano para acallar a su hermana, luego se inclinó al frente y clavó en Liriel una larga y escrutadora mirada.
—Se me ha comunicado que has celebrado hace ya tiempo tu vigésimo quinto aniversario. Sin embargo no te has inscrito en la Academia como marca la costumbre y la ley para todos aquellos de sangre noble. Son casi quince años desperdiciados en frivolidades, cuando debieras haberte preparado para servir a la casa Baenre.
—He usado bien ese tiempo —declaró Liriel, alzando la barbilla y contemplando a la matrona cara a cara—. Mi padre —prosiguió con énfasis, dirigiendo una veloz mirada intencionada al archimago— se ocupó de que recibiera las mejores enseñanzas mágicas posibles.
—No has estudiado en Sorcere —señaló Triel, nombrando la escuela de magia.
—Técnicamente no —reconoció ella.
Gomph se había negado a apadrinarla en Sorcere, alegando que por ser el único miembro del sexo femenino allí y su hija, sería objetivo de muchas intrigas y acarrearía excesivas controversias. Tras prometerle que no sufriría la falta de tal adiestramiento, utilizó su poder y riqueza para conseguirle los mejores tutores y le proporcionó una generosa renta que le permitía adquirir todos los libros y componentes para hechizos que le apetecieran. La muchacha dirigió una veloz mirada a su padre, esperando recibir su apoyo, pero la expresión reservada del archimago le indicó que no podía esperar ayuda por su parte.
—No obstante he estudiado con varios de los maestros de Sorcere. Mi tutor actual es Kharza-kzad Xorlarrin —añadió, nombrando a un poderoso hechicero que se especializaba en la creación de varitas de combate.
—Según todos los informes —resopló Triel en tono burlón—, ¡tú has estado instruyendo al viejo rote, no lo contrario! Los alardes de Kharza-kzad se han extendido desde Sorcere a Melee-Magthere e incluso a Arach-Tinilith. Tus proezas han sido la comidilla de la Academia.
«También las tuyas», pensó Liriel con furia. Era bien sabido que la sacerdotisa no había tomado jamás consorte, y oscuros murmullos sugerían que los gustos de la madre matrona eran bastante pervertidos incluso para los patrones drows. Pero mencionar tales asuntos en voz alta resultaría muy poco sensato, y tampoco veía Liriel ninguna razón para confirmar o negar aquello de lo que alardeaba su tutor, así que respondió al hostigamiento de Triel con una mirada de soslayo.
La matrona Baenre dirigió una ojeada al rostro ceñudo de Gomph, y una sonrisa apenas perceptible elevó las comisuras de sus labios.
—De hecho —prosiguió con suavidad—, creo que podría decirse que hay muchos que aguardan impacientes el día en que finalmente asistas a la Academia.
Vaya. La miserable bruja había mostrado por fin sus armas. A Liriel se le cayó el alma a los pies, pero sabía que no existía modo de evitar el golpe que se avecinaba. Podía imaginar destinos peores, y le costaría aceptar la pérdida de libertad, aunque lo cierto era que disfrutaba con el estudio de la magia. Y los alardeos de Kharza, si bien totalmente falsos, le evitaban la molestia de establecer una reputación como amante de las juergas. Entraría en la Academia con todos los honores, por así decirlo.
—¿Cuándo? —preguntó sin tapujos.
—Teniendo en cuenta que llevas un retraso de quince años, no existe una prisa especial. Mañana estará bien —contestó Triel, y sus ojos rojos relucieron con malicioso regocijo.
—Como ordenes, tía Triel —asintió Liriel—. Me presentaré en Sorcere antes de que Narbondel llegue a su punto medio.
—Me temo que no lo has entendido bien, querida criatura. —La sonrisa de la matrona se ensanchó al añadir con falsa dulzura—: Te presentarás en Arach-Tinilith.
—¿Qué?
La palabra brotó de los labios de Liriel en un alarido de rabia e incredulidad, y la joven giró en redondo para mirar a su padre. El archimago alzó una mano y la expresión de su rostro era tan severa que las protestas y ruegos de su hija murieron antes de ser pronunciados.
—Es la costumbre de la ciudad y el deseo de la matrona Triel —anunció él en tono protocolario.
Con grandes dificultades, la joven drow consiguió asentir. Furiosa con la sacerdotisa por enviarla a la escuela clerical, se sentía casi tan rabiosa consigo misma por caer en la repugnante trampa que la vieja araña le había tendido. Triel le había hecho creer deliberadamente que iría a Sorcere, cuando desde el principio la matrona había tenido la intención de enviarla a la escuela clerical. Liriel no prestó demasiada atención a las instrucciones y despedida de su tía, y sólo percibió vagamente la mano de su padre sobre el hombro, conduciéndola sin demasiados miramientos fuera de la capilla.
Se encontraban casi en la puerta cuando Triel la llamó por su nombre. Paralizada aún por la conmoción, la joven se volvió para contemplar a su pariente de más edad. Toda apariencia de jovialidad había desaparecido del rostro de la matrona, y Liriel quedó estupefacta ante la triunfal y gélida malicia de los ojos entrecerrados de su antagonista.
—Escucha con atención, muchacha: una vez en la Academia seguirás las mismas normas que cualquier otra novicia. Se espera mucho de ti. Sobresaldrás en tus estudios, mantendrás el honor de la casa Baenre y obtendrás el favor de Lloth, o no sobrevivirás. Es así de sencillo. —Dedicó a Gomph una mirada maliciosa, y a Liriel una sonrisa helada—. Pero te queda una última noche para ir de juerga. Que te diviertas.
—Que te diviertas —parodió ella con amargura mientras recorría con su padre el vestíbulo—. Esto, proviniendo de alguien cuya idea de la diversión implica azotar a la gente con serpientes.
Su blasfemo comentario arrancó una risita escandalizada a Gomph.
—Debes aprender a contener tu lengua —la reconvino—. Entre las maestras de la Academia no es común el sentido del humor.
—¡Bien que lo sé! Padre, ¿realmente debo convertirme en sacerdotisa? —inquirió—. ¿No puedes hacer algo para detenerlo?
Liriel comprendió que sus palabras eran un error en cuanto las pronunció. Todo aquel que señalara al orgulloso y frustrado Gomph que existían límites a su poder no tardaba en desaparecer del mundo de los vivos. Pero el esperado exabrupto no se produjo.
—Es mi deseo que te conviertas en sacerdotisa —respondió el archimago con frialdad.
Mentía, desde luego, y no hacía ningún esfuerzo por ocultarlo. ¿Acaso no era el futuro de la joven digno siquiera de aquel pequeño esfuerzo?
—Posees muchas aptitudes —continuó él— y como sacerdotisa podrías lograr muchas cosas.
—Para mayor gloria de la casa Baenre —repuso ella en tono amargo.
—Eso también —asintió Gomph, enigmático; luego permaneció en silencio un buen rato, como si sopesara con cuidado sus próximas palabras—. ¿Sabes por qué se nos tolera a los hechiceros en Menzoberranzan?
Liriel lanzó una veloz y sobresaltada ojeada a su progenitor.
—¿Para prácticas de tiro?
—¡No seas impertinente conmigo! —le espetó el archimago—. Es importante que lo comprendas. Considera esto: Lloth es la única deidad reconocida en la ciudad y sus sacerdotisas gobiernan virtualmente sin oposición. ¿Para qué necesita Menzoberranzan varones, excepto para procrear más sacerdotisas? ¿Por qué conceder a los varones el poder de utilizar magia?
—Muy pocas mujeres drows, al menos en Menzoberranzan, poseen la clase de talento mágico innato necesario para la hechicería —respondió ella.
—¿Entonces? ¿Por qué tolerar a los hechiceros?
—Existen límites a los poderes clericales —razonó la joven drow, tras meditarlo.
—Aunque ninguna sacerdotisa lo admitiría —asintió él en tono agrio—. Pero debes saber esto: muy pocas drows tienen aptitudes mágicas y los hechiceros tienen acceso a poderes que las seguidoras de Lloth no saben manejar. Este poder está cuidadosamente controlado por el matriarcado, claro está, pero Menzoberranzan necesita a sus hechiceros.
El archimago introdujo la mano en un bolsillo camuflado de su capa y extrajo un pequeño libro.
—Esto es tuyo. Apréndetelo bien, pues sin duda enloquecerías en Arach-Tinilith sin la escapatoria que te ofrece este libro. —Hizo una pausa para sonreír sombríamente—. Hice que compilaran esto para ti, una tarea que duró varios años y costó las vidas de bastantes hechiceros, pues sabía que llegaría este día.
Aquello resultaba un poco excesivo, incluso para el melodramático Gomph, se dijo Liriel con un deje de retorcido sentido del humor. Tomó el volumen y lo abrió por el primer conjuro. Ojeó la página, y el significado de los símbolos apareció ante ella en una oleada de emoción e incredulidad.
—¡Esto es un conjuro para hacer aparecer un portal!
—Y también cada uno de los conjuros del libro —convino su padre—. Con estos conocimientos, puedes viajar a donde ninguna sacerdotisa puede seguirte.
La muchacha hojeó el libro de conjuros y su excitación fue creciendo por momentos. Los viajes mágicos resultaban sumamente difíciles en la Antípoda Oscura, y aquellos que lo intentaban por lo general acababan formando parte del paisaje. Aquel regalo le concedería mayor libertad de la que había tenido nunca. ¡Y lo que era aún mejor, su padre había previsto que llegaría ese día, y se había preparado para su llegada! Apretó el valioso libro contra su pecho.
—¡No sé cómo empezar a agradecértelo! —exclamó jubilosa.
Gomph Baenre le sonrió, aunque sus ojos color ámbar permanecieron fríos.
—Aún no, tal vez, pero cuando llegue el momento te diré en qué modo puedes expresar adecuadamente tu gratitud. Conviértete en una sacerdotisa y hazte con todo el poder que te sea posible. Pero jamás olvides que ante todo eres una hechicera. Tu lealtad me pertenece a mí.
El entusiasmo se esfumó del corazón de Liriel, que sostuvo la dura mirada del archimago, reflejando en sus ojos dorados los de él.
—No te preocupes, padre —dijo en voz baja—. No quiera Lloth que olvide jamás lo que soy para ti.