7
Otros mundos
Más tarde aquel mismo día, Liriel se retiró a su recién reparada y cuidadosamente barrida habitación para ocuparse de sus estudios. Había encontrado un rollo de pergamino interesante en las profundidades de la biblioteca de Arach-Tinilith que ofrecía un conjuro para visitar un portal a otro plano. Era un conjuro sumamente difícil, uno que forzaría sus habilidades al límite y más allá, y la joven estaba sumida en el examen del pergamino cuando sonó un tímido golpe en su puerta robada.
Su concentración se rompió y sintió un estallido de dolor tras los párpados. Maldijo enfurecida y se frotó los ojos con los puños. Si hubiera estado intentando lanzar el conjuro y perdido la concentración, la reacción mágica podría haberla matado. ¿Quién podría haber sido tan estúpido para interrumpirla en un momento así? La hora de estudio era sacrosanta y durante ese tiempo no se permitía a ninguna sacerdotisa molestar a otra. Sin embargo, volvió a oírse la débil llamada.
Liriel apartó la silla y fue a la puerta con paso airado. Se inclinó junto a la rendija y siseó:
—Será mejor que merezca el dolor que planeo infligir. ¿Quién es?
—Soy yo —llegó la ahogada respuesta en una familiar y quejumbrosa voz masculina—. Déjame entrar, Liriel, antes de que aparezca alguien.
—¿Kharza? —masculló, sobresaltada por la inesperada visita de su tutor. Abrió la puerta de golpe y, agarrando al hechicero por la manga, lo arrastró al interior.
—¡Me alegro tanto de que hayas venido! ¡No vas a creer lo que estoy aprendiendo a hacer! —exclamó la joven, llena de alegría. Su enojo había quedado olvidado por completo; ahora que Kharza-kzad estaba allí, podría ayudarla con su nuevo conjuro. Cogió el pergamino de su escritorio y lo agitó ante él—. ¡Esto me permitirá ver otros planos! ¿Por qué no estudiamos nunca tales cosas?
—Las sacerdotisas drows extraen su poder de sus aliados en los planos inferiores. Como sabes, un hechicero tiene otras fuentes de poder —respondió él, jugueteando distraídamente con la manga de su túnica—. Casi nunca invocamos el poder y los servicios de las criaturas abismales y tampoco resulta tan entretenida su contemplación.
Liriel sonrió de oreja a oreja y se dejó caer sobre un montón de almohadones.
—De todos modos, puedes ayudarme a aprender este conjuro. Siéntate, Kharza, y deja de juguetear. Me pones nerviosa.
El hechicero sacudió la cabeza con tanta energía que los finos mechones blancos de sus cabellos se alborotaron.
—No puedo quedarme mucho tiempo. Sólo quería traerte esto. —Sacó un pequeño libro de tapas oscuras de su manga y se lo entregó.
Intrigada, Liriel lo abrió y alzó para capturar la tenue luz de la vela. En las páginas de amarillento pergamino había runas extrañas, angulosas como las del lenguaje drow, pero más simples y dibujadas de un modo tosco.
—¿Qué es esto?
—Una curiosidad con la que me tropecé —explicó Kharzad, hablando a toda velocidad como si lo hubiera ensayado—. Un comerciante que conozco me vendió una caja de libros. Algunos de ellos eran valiosos, otros sólo interesantes. Me temo que éste pertenece a estos últimos, sin embargo pensé que podría gustarte, sabiendo lo insaciable que eres.
—No lo sabes bien. —La joven le lanzó una burlona mirada de soslayo.
—El orgullo de un viejo drow es su perdición —suspiró el otro, citando pesaroso una conocida expresión—. ¿Jamás olvidarás mi lamentable falta de discreción, verdad, ni te cansarás de atormentarme?
—Probablemente no —asintió ella, divertida, y luego se inclinó sobre su nuevo tesoro.
El desconocido idioma no era una barrera: un sencillo hechizo transmutó las marcas parecidas a garabatos en elegante escritura drow. Liriel hojeó unas cuantas páginas, luego alzó una mirada llena de incredulidad hacia su tutor.
—¡Este libro procede de la superficie!
—Sí, ya pensé que podría ser —repuso él, removiéndose inquieto.
—Contiene relatos sobre un pueblo llamado los rus, sus héroes y sus dioses. Se menciona algo sobre magia con runas. ¿Qué es eso?
—Ya sabes que las runas y los glifos se pueden hechizar y usar como defensas.
—Sí, sí —le interrumpió ella, impaciente—. Pero esto es algo distinto. Esto es una magia lanzada mediante la creación de nuevas runas. ¿Cómo se hace eso?
—Oh, eso, no lo sé, pero suena demasiado fácil para resultar poderoso. —Kharza-kzad desechó la idea con un gesto despectivo—. Los magos humanos casi nunca, si es que lo consiguen alguna vez, alcanzan el nivel de poder que conocemos aquí abajo. Yo no malgastaría el tiempo en el sistema mágico de una cultura humana ya desaparecida. Pensé que el libro podría ayudarte de algún modo a satisfacer tu anhelo de lugares lejanos durante el tiempo que permanezcas confinada en Arach-Tinilith. —Se encogió de hombros como disculpándose—. Parece que no era necesario en realidad. No tenía ni idea de que fueras a estudiar otros mundos tan pronto.
—No importa. —La sonrisa de la joven fue resplandeciente—. El libro es fantástico y leeré cada palabra. El hecho de que pensaras en mí ya es un regalo.
Kharza-kzad carraspeó nervioso.
—En ese caso debería regresar a la Torre de los Hechizos Xorlarrin. Si no tienes ninguna objeción, conjuraré el mismo portal que usaste para entrar en mi estudio.
—¿Por qué no viniste por ese camino en primer lugar, en vez de deslizarte por los pasillos?
—No copié el hechizo de tu libro. Y, no obstante los rumores en contra, no sabía dónde se encontraba tu habitación —repuso con un inesperado toque de tosco sentido del humor—. Sin un punto de destino concreto en la mente, los viajes mágicos pueden ser peligrosos e imprevisibles.
—Desde luego. Podrías haber acabado compartiendo un baño de espuma con la maestra Zeld —murmuró ella, con expresión engañosamente seria.
—Sí. Ejem. Bueno. —El hechicero vaciló y las arrugas de preocupación se intensificaron en una expresión que bordeaba el pánico—. Si lo deseas, puedo convertir ese portal en permanente de modo que puedas entrar en la Torre de los Hechizos siempre que quieras. Entonces podré continuar ayudándote con tus estudios mágicos y hacerte llegar fácilmente los materiales y artículos que necesites, siempre que lo desees. —Las palabras surgieron a borbotones y cambió el peso del cuerpo de un pie a otro mientras aguardaba su respuesta.
A Liriel se le heló la sonrisa. Aunque el regalo de un libro había parecido totalmente sincero, tan extravagante generosidad por parte del hechicero sencillamente no sonaba auténtica. Kharza-kzad era cauteloso, irritable y solitario por naturaleza. No sentía afecto por los alumnos y pasaba más tiempo investigando hechizos y creando varitas que enseñando en Sorcere; su título de maestro era más bien honorario. El único motivo por el que había aceptado ser su tutor había sido el nombre y la influencia de su padre. A Kharza tampoco le gustaba correr riesgos y sin embargo allí estaba, ofreciendo saltarse las reglas de Tier Breche para seguir con su instrucción. El viejo drow llevaba un doble juego, de eso Liriel no tenía la menor duda. Pero, al fin y al cabo, eso lo hacían también todos. Mientras ella actuara con precaución, no veía ningún motivo para no aceptar lo que le ofrecía.
—Muy amable por tu parte, Kharza —respondió—. Intentan mantenerme muy ocupada aquí, pero estoy segura de que podré escabullirme antes de que pase mucho tiempo.
—Sí. Bien. Ya sabes dónde encontrarme.
Las manos del hechicero se movieron veloces efectuando los ademanes del conjuro y un tenue portal ovalado apareció en la habitación. Dio a Liriel la palabra de poder que activaría la puerta y luego salió por ella hacia la libertad de Menzoberranzan.
Una vez sola, la muchacha suspiró profundamente. Si Kharza buscaba deliberadamente vengarse por sus burlas, ése habría sido un modo genial de hacerlo, pues saber que la forma, de escapar la tenía en una sola palabra habría sido toda una tortura para la inquieta joven. Su padre le había dado un libro de conjuros para que pudiera abandonar la Academia si era necesario, pero más tarde le había recalcado la necesidad de utilizar tales conjuros con extrema discreción. Lo que probablemente quería indicarle con eso era que sólo tenía que usarlos cuando él lo ordenara, se dijo con un arrebato de rebelde cólera. Pero tenía el suficiente sentido común para comprender el riesgo que implicaba y correrlo sólo por una buena causa.
Encendió otra vela con la llama de un cabo casi consumido y luego se acomodó ante su mesa para leer. El libro que Kharza le había dado era muy viejo, y los relatos simples y bastante pintorescos. Eran historias sobre unas gentes de temperamento inquieto que hacía mucho tiempo se pusieron a navegar en chalupas por mares y ríos, primero para saquear y aterrorizar, y posteriormente para establecerse. Sin embargo había una energía, un amor por la aventura, que resonaba en cada página, y Liriel leyó hasta bien entrada la noche, encendiendo una valiosa vela tras otra.
Jamás había pensado mucho en los humanos, pero aquellos relatos le fascinaron. En aquellas hojas amarillentas había historias sobre héroes audaces, animales extraños y feroces, poderosos dioses primitivos, y una magia que era parte y tejido de esa tierra lejana. Liriel estudió detenidamente cada palabra, absorbiendo el lenguaje de aquel tiempo tan remoto, el modo de pensar de la gente, y su extraña magia. Su entusiasmo fue en aumento a cada página.
El concepto de magia con runas resultaba fascinante. Algunas runas eran sencillas y podían enseñarse; otras eran únicas y profundamente personales. Un conjurador, descubrió, tenía que dar forma a la runa antes de que pudiera ser usada mágicamente. El proceso recibía el nombre de «modelado». Se llevaba a cabo en tres fases: planeado, tallado y activación. En el curso de un viaje, o como resultado de una misión o aventura, una runa adquiría forma poco a poco en la mente de su conjurador, y sólo cuando la runa resultaba comprensible por completo podía ser tallada. Muchos conjuros especificaban la clase de superficie requerida. Una runa sencilla para acelerar la curación, por ejemplo, debía tallarse en la rama de un árbol llamado roble.
—¿Qué es un árbol? —murmuró Liriel, y a continuación prosiguió con su estudio.
El paso final cargaba la runa de poder mediante su unción o el recitado de las frases de un hechizo. Esta fase también parecía ser sumamente personal; ningún rollo de pergamino comprado facilitaría el secreto. Liriel asintió pensativa mientras lo absorbía todo. Kharza tenía razón: en un primer examen, la magia con runas parecía ridículamente simple. Sin embargo exigía algo a quien la usaba. La magia provenía de un viaje, tanto si era un viaje de la mente o la misión de un peregrino aventurero.
Un viaje. Una grandiosa misión.
Una oleada de añoranza la sacudió con la fuerza de un puñetazo. Eso, comprendió de improviso, era lo que había ansiado toda su vida. Eso es lo que había provocado todas aquellas incursiones en la Antípoda Oscura y el interminable revoloteo social por la ciudad. Era una viajera nata, atrapada entre seres que se contentaban con vivir y morir en una caverna que medía tan sólo tres kilómetros de anchura. Por maravillosa que pudiera ser Menzoberranzan, era un lugar pequeño para alguien como ella.
Liriel enterró la cabeza entre las manos y se esforzó por no chillar. La joven jamás había conocido la desesperación, pero ésta cayó sobre ella, y también se estrecharon las paredes de su habitación hasta amenazar con engullir la luz de la vela.
Entonces, con la misma rapidez con que había aparecido, el momento se esfumó, ahuyentado de su mente por un audaz plan. La joven levantó los ojos despacio hacia su cuenco de visión.
«¿Por qué no?», pensó, rebelde. Si se le permitía echar un vistazo al Abismo y estudiar sus criaturas y funestos secretos, ¿por qué no debía aprender más sobre su propio mundo? Tal vez en alguna parte de las Tierras de la Luz, descendientes de los rus vivían con el mismo enérgico y pendenciero espíritu despreocupado que había vislumbrado en aquel viejo libro. ¿Por qué no encontrarlos y estudiar sus costumbres?
Le pasó por la cabeza que incluso aquello podría no ser suficiente, pero al instante apartó a un lado tal pensamiento y cogió rápidamente su precioso rollo de pergamino. Había aprendido a tomar lo que la vida le ofrecía sin reflexionar en exceso sobre lo que no tenía.
Así pues, la elfa oscura encendió otra vela más y empezó a estudiar cómo podría abrir una ventana a las Tierras de la Luz.
Fyodor no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba vagando por la Antípoda Oscura, pues allí incluso el tiempo parecía distorsionado e irreal. No era sólo que se encontrara muy por debajo de la superficie, lejos de los reconfortantes ritmos del sol y la luna. La constante sensación de alerta con los nervios a flor de piel necesaria para mantenerse con vida concedía a cada instante una increíble claridad, de modo que cada uno permanecía en su mente hasta mucho después de que hubiera debido dejar paso al siguiente. En cierto modo, aquel transcurrir más lento del tiempo era como lo que experimentaba durante el frenesí enloquecido y resultaba casi igual de agotador.
Había llevado consigo a la Antípoda Oscura comida y agua suficientes para dos días, y aunque había comido y bebido con moderación, ambas cosas estaban casi agotadas. Peor aún, su provisión de antorchas empezaba a acabarse y no había visto nada en aquel lugar que diera la impresión de poder arder, lo cual era un problema; pues mientras tuviera luz, Fyodor podía seguir el rastro de los ladrones drow. Se enfrentaba a una dura elección: seguir adelante o hallar un camino de vuelta a la superficie para conseguir las provisiones que necesitaba para volverlo a probar.
Fyodor siguió adelante. El rastreo era complejo y si titubeaba ahora tal vez jamás encontraría las huellas. Aunque eran cinco drows, andaban con paso ligero, y cualquier rastro era difícil de seguir en un terreno tan distinto al de su propia tierra.
Mientras reflexionaba sobre las dificultades de su misión, no se le ocurrió preguntarse qué haría cuando encontrara a los elfos oscuros. Sabía lo que podía hacer y esa información lo espoleó.
En su país, famoso por sus guerreros enloquecidos, Fyodor era un campeón. Era respetado en su tierra y ya se hablaba de convertirlo en un fang, un caudillo a cargo de un grupo de guerreros. Le respetaban, pero también le temían por lo que era y él temía aquello en lo que podía llegar a convertirse.
Una de las magias más incomprendidas de los rashemitas implicaba la destilación de jhuild, una libación tan potente que era denominada comúnmente —y con toda razón— «vino de fuego». Una versión menos potente se destilaba para su comercio, pero era sin duda alguna un gusto adquirido, uno que pocos extranjeros deseaban contraer. Cada guerrero enloquecido llevaba consigo un frasco que contenía una inacabable provisión de jhuild y bebía de él de vez en cuando sin mayores efectos que los que se esperarían de cualquier potente bebida destilada. Pero antes de la batalla, el jhuild se, usaba en un ritual que inflamaba las pasiones y llevaba a los guerreros a un nivel inconcebible de destreza y ferocidad. Eso era algo que se enseñaba a hacer a los rashemitas desde el momento en que nacían y nadie que no hubiera tenido ese adiestramiento podía provocar con éxito un frenesí combativo.
A diferencia de sus camaradas guerreros, Fyodor era un enloquecido nato y la furia se adueñaba de él sin necesidad de jhuild o ceremonial. Combatía con mayor ferocidad que sus hermanos, pero sin su control. Mientras duraba la furia, no podía usar estrategias ni cambiar sus tácticas para ayudar o proteger a los otros rashemitas. Lo único que podía hacer era atacar, masacrar a sus adversarios hasta que no quedaba ninguno y algún día eso significaría su muerte, Fyodor estaba seguro. Sin embargo, no era la muerte lo que temía; su mayor temor era que llegaría el día en que sería incapaz de distinguir al amigo del enemigo.
La batalla en el claro del bosque le preocupaba, ya que antes de aquella noche había combatido sólo para proteger a su gente y su tierra. ¡Ahora se había sumido en el frenesí batallador para salvar a una banda de ladrones drows! Qué sería lo siguiente: ¿se uniría a los magos de Thay en sus asaltos a los círculos de las torres de las Brujas de Rashemen? No, era mucho mejor que muriera allí, en ese país subterráneo y lejano.
El sendero ante él se alzó pronunciada e inopinadamente. Fyodor trepó a lo alto de la cuesta y alzó bien alta la antorcha. Más allá, el túnel se hundía y describía una curva cerrada a la derecha. Con sorpresa, vio que una tenue luz brotaba del pasadizo.
Con sumo cuidado, con todo el silencio de que era capaz, se arrastró hacia la luz. El sonido de agua que goteaba aumentó a medida que avanzaba y el aire se tornó húmedo como una marisma en primavera. Cuando por fin dobló el recodo, lo que vio le cortó la respiración.
Se encontraba en otra caverna. Era más pequeña que la anterior, pero más extraña que cualquier cosa que hubiera visto jamás. Los muros estaban húmedos y en ellos crecían, en formaciones de aspecto curioso, brotes de musgo y hongos que brillaban en luminiscentes tonos morados y azules. La luz se reflejaba en la húmeda roca negra e inundaba toda la cueva con aquel extraño color. Fyodor extendió la mano; incluso su piel parecía relucir de un modo raro en la tenue luz azulada.
El joven guerrero aspiró con fuerza y miró en derredor. Había llegado a considerar la Antípoda Oscura poco más que una colmena de roca maciza, pero en aquella caverna crecía una sorprendente variedad de plantas. Rizados helechos azul oscuro rodeaban un pequeño estanque, y musgo de un pálido tono plateado colgaba, como un velo de encaje, en elegantes pliegues del techo de la gruta. No muy lejos, bajo un saliente, crecían agrupaciones de hongos. Fyodor se agachó para observarlos con más atención.
Jamás había visto setas con tales colores ni formas tan curiosas; algunas se parecían a las de los bosques de su hogar, excepto que eran mucho mayores y de un fuerte tono violeta. Otras eran más etéreas, con tallos delicados y finos bordes estriados que parecía que iban a desmenuzarse si se tocaban. Había pedos de lobo, envueltos de carmesí y azul lavanda, y blanquecinos champiñones que se alzaban como robustos y bajos centinelas.
Fyodor decidió que podía intentar comer alguna de las curiosas plantas, pero sólo como alternativa a la muerte por inanición. Incluso en su país las setas llevaban veneno; ¿quién podía decir qué efectos podrían tener aquellas extrañas plantas? Al menos los blanquecinos y gruesos champiñones resultaban algo familiares; si llegaba el momento, probaría esos primero. Alargó la mano para tocar uno, y el champiñón se echó hacia atrás y profirió un agudo y siseante alarido.
Fyodor apartó la mano al instante.
—Las setas chillan —masculló, incrédulo.
A saber qué tendrían que decir los helechos. No le interesaba averiguarlo, pero había agua más allá del macizo de plantas y no podía permitirse despreciarla.
Vadeó por entre los rizados helechos sin incidentes, luego se detuvo en seco. Los huesos de algún viajero muerto hacía mucho tiempo yacía medio dentro medio fuera del agua. Pero ¡qué huesos! Parecían los restos de un lagarto, aunque el esqueleto tenía el tamaño de un corcel de guerra; más extraño aún era que restos de cuero podrido y pedazos de metal descansaban alrededor de los enormes huesos. Fyodor se inclinó para verlos mejor. El esqueleto estaba intacto, a excepción de un hueso roto en una pata.
El guerrero meneó la cabeza al comprender lo que debía de haber sucedido. Alguien había usado aquella especie de lagarto como montura y, cuando la pata se rompió, el inútil animal fue abandonado, negándole incluso el don de la muerte. Fyodor pensó en Sasha y se preguntó qué clase de ser podía tratar a una montura fiel de ese modo.
Se inclinó para beber agua y supo al instante cómo le había llegado finalmente la muerte a la desesperada criatura. El agua desprendía un leve olor mineral. Fyodor sumergió la mano y la olió. En una ocasión anterior ya había olido la cal, fue durante una época en que la peste se llevó a muchos de los habitantes de su poblado y jamás olvidaría aquel terrible verano, ni el aroma de la cal al ser espolvoreada en el interior de la única y enorme fosa. Se puso en pie y se alejó del mortífero estanque.
Fyodor paseó la mirada por la caverna. El agua discurría en arroyuelos por las paredes y un goteo más fuerte resonaba por el lugar procedente de túneles situados más allá. Seguramente no todos los afluentes del estanque serían venenosos y como él tenía que encontrar agua pronto, sin duda ésa era su mejor oportunidad de hacerlo. Sin embargo, los túneles eran tan sinuosos que el agua que oía con más claridad tanto podía estar al girar la esquina como a un día de camino. Lo mejor que podía hacer, decidió, era continuar siguiendo a los ladrones drows, porque ellos también necesitarían agua, y a lo mejor lo conducirían hasta ella. Así pues, examinó rápidamente los pasadizos que abandonaban la caverna y encontró las huellas del paso de botas elfas.
El luminoso resplandor azul se desvaneció cuando dejó atrás la cueva, y la pálida luz de su antorcha pareció pura y saludable en comparación. El sendero que seguía era estrecho y empinado, y no tardó en tener que esforzarse para respirar en el enrarecido y extraño aire. Al poco rato de andar localizó el agua. Una pequeña cascada se derramaba desde un rocoso nicho, esparciendo sus gotas sobre un arroyo poco profundo y veloz. El agua seguía el sendero unos pocos pasos, luego desaparecía por un agujero en el suelo del túnel. Sobre la abertura, tendida de un extremo del túnel al otro, colgaba una enorme telaraña. Las gotas atrapadas allí reflejaron la luz de la antorcha de Fyodor y convirtieron la tela en un millar de prismas con los colores del arco iris. El joven observó la presencia de unos cuantos insectos diminutos que pasaban rozando la superficie del arroyo, lo que era indicio de que el agua era potable, y probó el agua, que encontró dulce.
El guerrero se arrojó al suelo y bebió con avidez, luego, lanzando un suspiro de satisfacción y alivio, alargó la mano hacia su cantimplora. Su mano se frenó en seco, y se maldijo diciéndose que era un completo idiota. Donde había telarañas, por lo general había arañas, y él se había aproximado a la gigantesca tela con tan poco sentido común como una mosca. Cara a cara con la araña más grande que había visto jamás, Fyodor comprendió lo que debía sentir una mosca atrapada.
La cabeza de la araña era casi tan grande como el puño de un hombre, y bajo la débil luz de la antorcha su peludo y redondeado abdomen negro resplandecía como el de un bien acicalado gato casero. La criatura completa debía de medir casi un metro de anchura, y sus ocho enormes patas estaban dobladas en una tensa posición acuclillada.
El rostro sobresaltado de Fyodor contempló a éste, reflejado mil veces en los ojos múltiples de la criatura. El horror que esperaba sentir no llegó; al contrario de la criatura-escorpión, aquel ser no era una bestia estúpida y voraz, sino que mostraba una apariencia de vigilante inteligencia. El ser estaba claramente tan interesado en él como el guerrero en el arácnido, y se mostraba igual de cauteloso. Despacio, en silencio, la araña gigante retrocedió, moviendo una pata cada vez, y cuando estuvo fuera de su alcance profirió un bajo y chirriante sonido y empezó a elevarse en el aire.
Fyodor observó con asombro cómo el animal se deslizaba hacia arriba por un hilo de seda. Había visto a arañas hacer aquello muchas veces en su mundo, pero nunca había advertido la gracia y elegancia del silencioso vuelo. Resultaba extraño que una criatura tan grande pudiera moverse por un sendero tan fino; y más extraño aún, que el gigantesco arácnido desapareciera sencillamente en mitad del vuelo, mucho antes de haber alcanzado el techo del túnel.
¿Tendría poderes mágicos? Reflexionó. Si las setas de aquel lugar podían chillar, a lo mejor una araña podía utilizar magia.
O tal vez obedecía a alguien que sí podía.
La idea espoleó al joven a actuar. Llenó con rapidez su cantimplora y echó a correr por el túnel. Si aquella araña era alguna especie de mensajero, su presencia en aquel lugar no tardaría en ser conocida; y si no recuperaba el amuleto pronto, sin duda moriría en aquel mundo de pesadilla. Por encima de todo, no debía perder la cabeza.
Eso al menos sí lo sabía: la Antípoda Oscura no era sitio para los que soñaban.
La noche se había consumido casi antes de que Liriel sintiera que estaba lista para probar el conjuro. Primero encendió varias velas y las colocó alrededor de los bordes del cuenco de visión, pues una imagen conjurada carecía de calor y, por lo tanto, no podía ser contemplada sin luz. Llenó el cuenco de agua y, en lugar de la sustancia pulverizada que pedía el hechizo, rompió una esquina de una de las viejas páginas de su libro y la arrugó en el agua.
Salmodiando, pronunció las palabras del conjuro. El agua se arremolinó con fuerza, luego se inmovilizó adquiriendo un brillante color negro. La joven se inclinó impaciente sobre el cuenco.
En su interior vio agua, una gran extensión de agua, que se elevaba y descendía en olas de blancas crestas. «Un mar», pensó emocionada. Había oído hablar de tales cosas. Aquel mar era maravilloso, tan grande y despejado, y lleno de posibilidades. El agua subía y bajaba a pesar de no haber rocas ni rápidos visibles que explicaran el movimiento, y hendiendo las embravecidas aguas se encontraba el bote más grande y extraño que había contemplado nunca.
La embarcación era larga y estrecha, construida con una gruesa sustancia pálida y coronada con enormes alas blancas que se curvaban con fuerza a un lado. Las alas no se movían, pero el bote navegaba sobre las aguas con fascinante rapidez, lanzando al aire chorros de blanca espuma al atravesar las olas. Lo más pasmoso de todo era la proa de la nave, que estaba toscamente tallada con la forma de la cabeza de un dragón.
De modo que todavía vivían descendientes de los rus, se maravilló Liriel, y todavía cruzaban los mares para realizar largas travesías con sus naves. ¿Adonde podrían conducirla las alas de ese dragón, se dijo anhelante, si pudiera viajar con los inquietos humanos? Se inclinó más, asiendo los costados del cuenco de visión con ambas manos mientras devoraba la imagen que tenía ante ella.
La embarcación viró bruscamente. Las blancas alas revolotearon un instante y luego se tensaron con fuerza hacia el otro lado. Justo al frente, visible por encima del dragón rampante de la proa, había una isla, sus bordes oscurecidos por la bruma y la espuma. Liriel sabía lo que eran las islas, pues incluso en la ciudad existían pequeños islotes de roca y tierra en el lago Donigarten. Pero ese lugar se parecía tanto a los pastos de los rotes como el negro y melancólico Donigarten a aquel mar. La isla era inmensa, con una orilla salpicaba de rocas por todas partes y elevados acantilados; y era verde, tan verde que su contemplación hería la vista.
La isla se fue acercando cada vez más, pues la embarcación volaba hacia ella con asombrosa velocidad. Una ensenada hizo su aparición, una gran bahía curva resguardada por las plantas más altas y extrañas que la joven había visto jamás. Había muelles y diminutas figuras de gente que aguardaba para dar la bienvenida a los viajeros. Liriel se sintió atraída por aquel puerto del mismo modo que había escuchado la llamada del mar y, sin un parpadeo y apenas sin respirar, mantuvo la mirada fija en el interior del recipiente.
Transcurrieron varios minutos antes de que advirtiera el dolor que ardía detrás de sus ojos. En un principio lo achacó a su intensa concentración; luego se dio cuenta de que el cielo cambiaba de color. El maravilloso y vivido color azul noche se desvanecía para dejar paso a un luminoso color plateado y el mar también cambiaba, transformándose en un brillante gris con toques rosáceos que hería sus ojos. Súbitamente, Liriel comprendió lo que sucedía.
—El amanecer —musitó admirada—. El sol se acerca.
El sol. El inexorable y abrasador enemigo que había derrotado a su gente en la batalla contra los enanos, la luz cegadora que los mantenía prisioneros Abajo. Curiosamente, Liriel no experimentó el temor ni la repugnancia que le habían enseñado que debía sentir; lo único que sentía era un anhelo irrefrenable de ver tales maravillas con sus propios ojos. Para conseguirlo, daría cualquier cosa, se juró.
Entonces la realidad de su vida regresó a ella con la violencia de una puñalada y la tentadora imagen del cuenco de visión se desvaneció al instante. Liriel se desplomó hacia atrás en su silla.
No, se corrigió a sí misma; por algo así, lo daría todo.
Puede que no temiera al sol, pues sus ojos habían sido preparados para soportar la luz de las velas desde su quinto año de vida; pero Liriel sabía lo que sucedería si salía a las Tierras de la Luz: su oscura magia elfa se consumiría.
Había oído las historias que se explicaban a media voz sobre la desastrosa guerra en la superficie y cómo los hechizos salían mal y los componentes para conjuros se desintegraban con la llegada del amanecer. En la superficie sería vulnerable como no lo había sido nunca y sus innatos poderes drows también se desvanecerían. Liriel suponía que podía vivir sin fuegos fatuos, sin el delicado vuelo de la levitación y sin la mágica piwafwi que le proporcionaba invisibilidad; podría incluso ser capaz de sobrevivir sin la increíble resistencia a los ataques mágicos que era patrimonio de un drow. Suponía que podría vivir, pero llevar una vida así sería como pedirle a un músico que renunciara al sentido del oído, o a un pintor al de la vista.
Sí, tal vez podría realizar su viaje a la luz, pero a costa de su identidad. La oscura magia elfa era más que una colección de conjuros, poderes y armas; era su pasión y su patrimonio. Fluía por sus venas; conformaba cada uno de sus planes y acciones. Con ella, era una drow. Sin ella, ¿qué sería?
Como en sueños, Liriel se levantó de su mesa y tomó el cuenco de visión, que volcó, dejando que el agua se derramara despacio sobre el suelo cubierto de alfombras. Luego arrojó el recipiente a un lado y se dejó caer boca abajo en su lecho.
Por segunda vez en su vida, Liriel deseó llorar. La primera vez fue el día en que perdió a su madre. Ahora lamentaba la pérdida de un mar abierto y de un sueño recién nacido.