5
Fuegos fatuos
La expresión de Kharza-kzad Xorlarrin cuando Liriel entró tranquilamente en sus aposentos cumplió todas las expectativas de la joven. El rostro delgado del hechicero se tensó por el sobresalto, enviando una serie de ondulaciones a la telaraña de arrugas de preocupación que cubría su frente y se agrupaba alrededor de sus ojos. También tenía un aspecto culpable, y sus ojos rojos y ligeramente saltones escudriñaron la cámara de la torre como si temiera lo que pudiera seguir a la muchacha al interior de la habitación.
—He venido a recibir mi clase —anunció ésta con aire satisfecho.
El hechicero se acercó más para examinar la delicada telaraña de relucientes luces entretejidas que enmarcaba la mágica puerta.
—¡Yo no te he enseñado cómo tener acceso a un portal! —protestó con su quejumbrosa voz—. ¿Cómo lo has hecho? Nadie conoce ningún portal que conduzca a mis aposentos excepto… —Se interrumpió bruscamente, y con un veloz y nervioso movimiento se pasó ambas manos por lo que quedaba de sus cabellos.
Liriel sonrió y rodeó con sus brazos el cuello del hombre. Tendría su clase de magia, pero también tenía cierta leve venganza que obtener.
—Ya sé que no me has enseñado este truco —ronroneó—, y sólo piensa en todas las oportunidades perdidas. Imagina, podría pasarme por tu estudio privado siempre que me viniera en gana…
El hechicero Xorlarrin carraspeó varias veces y retrocedió.
—Sí. Bueno. Tal vez en otra ocasión, seguro, pero en este momento estoy ocupado en otras cosas.
—No, no lo estás —repuso ella, y su voz sonó repentinamente inflexible—. Es hora de mi clase práctica.
—Muy bien. —Kharza suspiró y alzó las manos—. Pero primero debes decirme cómo aprendiste a conjurar un portal y quién te dio el hechizo. Por tu propia seguridad debo saberlo. Los hechiceros son traicioneros y la mayoría de portales tienen requisitos ocultos, limitaciones secretas. No puedes entrar y salir de ellos a capricho.
La muchacha sacó su nuevo libro de conjuros y aseguró a su tutor que «su padre el archimago» consideraba que estaba lista para estudiar y lanzar tal magia. Liriel había descubierto siendo muy joven que el nombre de Gomph Baenre era capaz de poner fin a cualquier conversación y lo dejaba caer siempre que le daba la impresión de que podía agilizar las cosas. Como había previsto, las protestas de Kharza-kzad se evaporaron al instante y pudieron dedicarse a lo que la había llevado allí con un mínimo del acostumbrado ceremonial que usaba el hechicero.
Juntos repasaron el nuevo libro de conjuros de la muchacha, probando palabras y gesticulaciones arcanas, explorando los límites y secretos de los distintos portales mágicos. Liriel se sumergió en la lección con su acostumbrada concentración y ésta no vaciló hasta que se acercaron a la mitad del libro.
—Este portal lleva a la superficie —murmuró, y los ojos que alzó hacia el rostro de su maestro estaban abiertos de hito en hito por la sorpresa y la admiración—. ¡Este portal lleva a la superficie! ¡No tenía ni idea de que existieran tales cosas!
—Claro que sí, querida —respondió él—. Hay muchos hechizos parecidos. Algunos grupos de asalto los utilizan, igual que los comerciantes. ¿No te has preguntado nunca cómo es que el pescado del mar de las Estrellas Fugaces, que se encuentra a tantos miles de kilómetros de aquí, aparece fresco en tu plato?
—No tengo idea ni de cómo llega del mercado a mi plato —respondió ella distraídamente—. Pero ¡imagínate, Kharza! ¡Ver las Tierras de la Luz con tus propios ojos!
El hechicero frunció el entrecejo, inquieto por la expresión extasiada de su alumna.
—Si tienes que hablar de tales cosas, Liriel, ten cuidado con quien pueda estar escuchando. Estos conjuros son atesorados como raras gemas y su enseñanza está cuidadosamente regulada por los maestros de Sorcere. Si se supiera que estás aprendiendo el acceso a tales portales, pondrían fin a tus estudios conmigo.
—Ya está sucediendo —se lamentó ella, y la luz se apagó en sus ojos—. Ésta será mi última clase. Mañana por la mañana debo presentarme en Arach-Tinilith.
—¡Tú, una sacerdotisa! —Su maestro estaba horrorizado ante la idea.
—No empecemos —refunfuñó ella, y desató los cordones que sujetaban una pequeña bolsa de cuero a su cinturón—. Pero te he traído un regalo de despedida. Esta bolsa contiene la última cosecha de escamas de dragón de las profundidades. Puedes enviar la acostumbrada mitad de los beneficios a mi nueva dirección. O mejor aún —añadió maliciosamente—, podrías traérmelos, durante una de nuestras pequeñas citas. No soportaría que terminaran, sólo porque me hayan enviado a la Academia… Y piensa en todos aquellos que se han divertido con tus jactanciosos relatos. Sin duda esperarán una continuación.
Una expresión de auténtico pánico apareció en el rostro del hechicero y éste puso rápidamente una cierta distancia entre él y su alumna. Liriel podría ser joven, pero poseía ya un considerable dominio de la magia y un talento creativo para la venganza.
—No quería hacer ningún daño —farfulló.
—Y no se ha hecho ningún daño, querido Kharza. Pero creo que deberías saber —murmuró al tiempo que se balanceaba acercándose seductoramente— que tus insignificantes cuentos no consiguieron hacerme justicia. Fracasaron miserablemente. Es una vergüenza, que no llegues a aprender jamás los auténticos límites de tu imaginación.
Con aquella indirecta como despedida, la joven drow penetró en el aún reluciente portal y desapareció. Su alegre carcajada burlona se quedó en la sala de la torre, y seguía resonando todavía cuando un delgado drow de cabellos rojos entró en la habitación desde una antecámara.
—Es una tigresa que puede derramar sangre con zarpas de terciopelo —comentó socarrón. Nisstyre, capitán comerciante de El Tesoro del Dragón se acomodó en el sillón de Kharza y dirigió una larga y especulativa mirada al hechicero de más edad—. Parece muy interesada en la Noche superior. Deberíamos alentarlo.
—Incluso aunque quisiera, no podría hacer nada —respondió Kharza muy envarado.
—Oh, pero ya lo creo que puedes. —Nisstyre tiró violentamente sobre el escritorio un volumen encuadernado en piel—. Este libro contiene oscuras tradiciones humanas, nada demasiado importante, pero puede servir para despertar su gusto por los temas prohibidos. Encuentra un modo de hacérselo llegar. A menos que me equivoque respecto a esa chica, lo devorará y querrá más. Entonces, nos presentarás. Puede regresar aquí a menudo, usando ese portal que conjura con tanta rapidez, y ella y yo podemos conversar.
—Es arriesgado.
—Los hechiceros que siguen a Vhaeraun corren muchos riesgos —replicó el comerciante con voz maliciosa, e interrumpió las farfulladas protestas del otro con una feroz mirada—. Dices que no eres de mi misma religión. Tal vez sea cierto. Pero sigues comerciando conmigo, sabiendo lo que sabes sobre mí y mi trabajo. En muchos círculos, eso haría que se alzaran unas cuantas cejas. —Rió entre dientes por un breve instante—. Por no decir unos pocos cueros cabelludos. ¿Se entregan aún las matronas de Menzoberranzan a ese pasatiempo? He oído la historia de una matrona menor que, de manera rutinaria, arrancaba el cuero cabelludo a sus amantes cuando se cansaba de ellos. Creo que hacía curtir y coser entre sí los cueros cabelludos, y tejer los cabellos en una especie de tapiz. Espero que tuviera el buen gusto de no colgarlo en su dormitorio —añadió pensativo—. Podría resultar un poco desalentador para el favorito del momento.
Kharza tragó saliva con fuerza, si bien sabía por la expresión astuta de Nisstyre que éste intentaba provocarlo. El hechicero Xorlarrin se arrebujó en su astrosa dignidad lo mejor que pudo e intentó tomar el control de la situación.
—Te pagué un sustancioso adelanto por las varitas rashemitas que me prometiste —indicó severo—. Y sin embargo regresas ante mí sin ellas.
—Un retraso temporal. —Nisstyre hizo a un lado su protesta con un sencillo ademán—. El grupo de asalto me precedió por otro portal, si bien por uno que los condujo a un punto situado a cierta distancia de aquí. Llegarán a la ciudad en cualquier momento.
Aquella parte era cierta, aunque algo engañosa. Nisstyre se vanagloriaba de no decir mentiras categóricas. Si Xorlarrin entendía con aquellas palabras que las mercancías por las que había pagado le serían entregadas, bien, no era culpa del comerciante que el viejo drow oyera lo que quería oír.
Concluida su transacción, el comerciante de rostro zorruno se alzó para marchar.
—No olvides dar ese libro a la muchacha Baenre. Con el tiempo, esa princesita se convertirá al culto a Vhaeraun, de eso estoy seguro. —Sus finos labios se torcieron en una parodia de una sonrisa—. ¡Jamás pensé que lloraría la muerte de la vieja bruja Baenre, pero lamento hasta cierto punto que no viviera el tiempo suficiente para presenciar la deserción de su nieta!
Alegremente ajena al hecho de que su futuro se estaba decidiendo en la Torre de los Hechizos Xorlarrin, Liriel se apresuró a regresar a su casa en Narbondellyn para preparar su última noche de juerga. Organizaba una fiesta aquella noche en una mansión que se alquilaba para tales acontecimientos y, puesto que un pequeño ejército de criados se ocupaba de los detalles, ella sólo tenía que hacer acto de presencia y divertirse.
La joven drow permaneció sentada con insólita paciencia mientras una criada experta peinaba sus cabellos con docenas de diminutas trenzas, y luego enroscaba y sujetaba los trenzados mechones para obtener un conjunto elaboradamente artificioso. Liriel acostumbraba a dejar sus cabellos sueltos, pero aquella noche necesitaba un peinado que resistiera cualquier cosa. Su vestido para la velada era también duradero y diseñado para el movimiento. De un blanco níveo y de corte atrevido, el traje tenía varias aberturas largas en la falda para que pudiera disfrutar al máximo de su pasión por el baile. Las festividades de la noche incluirían una nedeirra —un salvaje concurso de danza acrobática—, que Liriel iniciaría con un baile en solitario. La muchacha adoraba la libertad, la sensación de rítmico vuelo que sentía al bailar y, en su mente, el resto del festejo nocturno, aunque agradable, sería algo soso comparado con la nedeirra.
Cuando Liriel llegó a la mansión alquilada, sus amigos ya estaban reunidos allí. Era costumbre entre los invitados llegar temprano, a fin de mezclarse entre ellos para conspirar y beber vino verde con especias, y la llegada del anfitrión o anfitriona era la señal tradicional para que diera comienzo el baile. La joven Baenre penetró en la estancia con el acompañamiento de un lento y vibrante tamborileo. La nedeirra daba comienzo.
Todos los ojos estaban fijos en ella cuando empezó a golpear el suelo con el pie en un rítmico contrapunto al tambor. Sus brazos iniciaron un complicado movimiento sinuoso, y uno a uno los otros tambores se unieron a la música, así como extraños instrumentos de percusión que sólo los drows conocían. Entonces una flauta de voz grave empezó a tocar una extraña e irresistible tonada, una melodía que habían entonado los elfos en las Tierras de la Luz, muchos siglos atrás. Aquellos elfos que llevaban ya tanto tiempo muertos no habrían reconocido su canción ahora; su extraña magia se había modificado y alterado para reflejar a los seres que ahora la interpretaban. Hermosa todavía, la música retenía todo el misterio de la raza elfa y nada de su alegría, pues los drows habían olvidado aquella emoción. Pero sabían lo que era el placer y eran capaces de perseguirlo salvajemente en un intento de llenar ese vacío en sus espíritus elfos que no querían reconocer.
El compás de la música se aceleró y, por encima del abrupto y sincopado ritmo de los tambores, las flautas gimieron y se elevaron en una sobrenatural melodía. Liriel giraba sobre sí misma y saltaba al compás de la música, y su cuerpo se agachaba y balanceaba mientras llamaba con las manos a los expectantes drows. Luego, con un repentino fogonazo de fuego mágico, la oscura danzarina quedó perfilada en un fuego fatuo del más puro blanco. Era la señal que todos aguardaban, y el resto de drows se lanzó a la pista de baile.
Incluso en el baile, los elfos oscuros competían entre sí. Algunos utilizaban su habilidad natural para levitar a fin de realizar complicados saltos en el aire. Otros dejaron de lado las acrobacias y se entregaron directamente a la seducción, intentando atraer tantos ojos ávidos como les era posible con sus movimientos ondulantes y sensuales. No obstante, dejando de lado el estilo, todos los drows escuchaban atentamente mientras bailaban; dentro de la elaborada melodía se ocultaban claves que indicaban lo que iba a suceder. El ritmo era irregular, con fuertes redobles que aparecían inesperadamente, casi al azar, y aquellos que no entendían bien la música corrían el peligro de perder el compás. Cualquier drow que diera un tropezón era recubierto de inmediato con un fuego fatuo por uno de los hechiceros que circundaban la pista de baile y vigilaban con atención mientras los elfos oscuros daban vueltas, saltaban y pateaban el suelo. Los bailarines así marcados debían abandonar la pista bajo un coro de comentarios mordaces y risas burlonas. Pero su diversión no se estropeaba por completo, puesto que todos permanecían en los laterales para apostar sobre quién sería el siguiente en seguirlos.
La música sonaba interminable, con muy pocos de los hábiles drows errando el complejo compás. Los rostros color ébano brillaban sudorosos y algunos bailarines empezaron a quitarse prendas. En ocasiones, una nedeirra continuaba hasta que muchos de sus bailarines se desplomaban agotados, pero Liriel tenía otros planes para la noche y, desde su puesto en el centro de la pista de baile, hizo una señal para que finalizara la música.
Uno de los hechiceros contratados flotó por encima de los danzantes. Sus manos tejieron un hechizo y, en respuesta, la música empezó a adquirir velocidad, acelerando hasta alcanzar un ritmo imposible. La magia afectó también a los bailarines y sus pies mantuvieron el compás de la vibrante música. Empezaron a girar cada vez más deprisa y un fuego fatuo multicolor se encendió alrededor de cada elfo oscuro, convirtiendo la nedeirra en un frenesí de luces danzantes hasta que, por fin, los tambores se unieron en un redoble y las flautas se alzaron en una última nota aguda. Entonces, súbitamente, la habitación quedó silenciosa y a oscuras.
Fue un conjuro espectacular y los drows aplaudieron encantados. A continuación, como era costumbre tras una nedeirra, los bailarines empezaron a quitarse sus galas. Los sirvientes particulares se adelantaron presurosos para recoger las prendas desechadas.
Los invitados fueron acompañados, sin sentirse cohibidos por estar desnudos, al interior de otra habitación. Aquélla era una estancia de techo bajo cuyas paredes, suelo y techo estaban acribilladas de respiraderos por los que se vertían a su interior vapores perfumados que limpiaban a los bailarines y calmaban sus extenuados miembros. La dirección e intensidad del flujo de vapor cambiaba constantemente: en un momento dado efectuaba masajes con cortas y vibrantes ráfagas, al siguiente acariciaba la piel de los elfos oscuros con una suave y sensual brisa. Mientras el vapor bañaba a los drows con una sucesión de sensaciones agradables, éstos deambulaban por la sala, tal vez flirteando o tendiendo trampas de múltiples capas para sus rivales en el escalafón social o simplemente tomando sorbos del luminoso vino verde ulaver que contenían sus copas.
Cuando el último chorro de vapor se apagó, los elfos oscuros penetraron en grupos de cuatro o cinco por las innumerables puertecitas que recorrían la estancia. Allí, en pequeñas habitaciones privadas, se relajarían en divanes, intercambiarían chismorreos y se anotarían puntos en conversación ingeniosa mientras hábiles criados les daban masaje con aceites perfumados. El masaje era uno de los placeres favoritos en las fiestas y lo más parecido a la relajación que podía conseguir el siempre cauteloso drow.
Liriel renunció a su masaje para deambular de habitación en habitación, sacando partido de los pequeños grupos y el inusual estado de ánimo relajado para charlar con sus invitados. Sus amigos no sabían que los abandonaría al día siguiente, pero a cada uno le dedicó una sobrentendida despedida. A su manera. La mayoría de las veces, repentinos chillidos y carcajadas marcaban el paso de la joven. A los elfos oscuros les encantaban los sortilegios: insignificantes hechizos inofensivos lanzados para gastar bromas a sus compañeros, y con su adiestramiento mágico Liriel sobresalía en tal deporte. Por donde pasaba, las manos amorosas se tornaban gélidas o el aceite perfumado cambiaba de fragancia para convertirse en el perfume distintivo de un odiado rival. Los drows, con su oscuro y perverso sentido del humor, no consideraban una reunión completa sin tales bromas y aquella noche Liriel no había ahorrado trucos para darles satisfacción.
Bastante más tarde, satisfechos y vestidos con nuevas prendas de fiesta, los invitados se reunieron en otra sala para cenar. Fue un elegante acontecimiento con varios cambios de platos, cada uno servido con un vino intenso y distinto. La conversación se tornó estridente tras la sopa y aquí y allá unos cuantos drows se deslizaron bajo las mesas para reflexionar sobre los acontecimientos de la velada o forjar nuevas alianzas sociales. La expectación general se aceleró al extenderse el rumor de que se serviría pyrimo como plato final. Las fiestas como aquélla a menudo finalizaban en un desenfrenado festejo y un plato de pyrimo casi garantizaba que la celebración alcanzaría vertiginosas cotas de desenfreno.
Y así fue.
Y así prosiguió, hasta que sonó la campana que indicaba el final de la última ronda. Por ley y por costumbre, las fiestas terminaban al inicio de un nuevo día.
Liriel permaneció de pie en la puerta de la mansión que había alquilado y contempló cómo se ayudaba —o introducía, según el caso— a sus invitados a subir a literas mágicas o carruajes tirados por lagartos. Más tarde, los sirvientes que había contratado arrojarían a los convidados con menos capacidad de movimiento a la calle, donde serían recogidos por sus esclavos y conducidos en carros a sus casas. Aquellos drows que todavía disfrutaban de una parte de su agudeza remolonearon en pequeños grupos por la mansión y la calle, reacios a que acabara la noche.
De repente, el ruidoso y tambaleante grupo de festejantes quedó en silencio y sus diferentes transportes dejaron paso a un disco flotante que lucía la insignia de la casa Baenre. El mágico asiento flotó hacia la casa en impresionante silencio y Liriel sintió un nudo en la garganta al verlo acercarse. Corría por la vida a una velocidad que pocos podían seguir, sin embargo aquel instante la había atrapado.
¡Y qué poco confiaba Triel en su palabra! La matrona había amenazado con enviar a alguien para llevar a la joven a la Academia si se retrasaba, pero según las cuentas de Liriel, le quedaban horas. Sin embargo, sentada en el mágico transporte estaba ni más ni menos que Sos’Umptu, el fiel lagarto faldero de Triel y al parecer su lugarteniente.
El disco flotante se detuvo ante las puertas de la mansión y la guardiana de la capilla Baenre descendió. Su rostro se crispó con expresión ultrajada mientras se abría paso por entre la gente y la basura, y casi se abalanzó sobre su escandalosa sobrina.
—¡No había visto jamás tan frívolos excesos ni un comportamiento tan vergonzoso! —la reprendió.
—¿Es cierto eso? —inquirió Liriel, con los ojos muy abiertos en fingida inocencia—. En ese caso, deberías salir más.