15

Consejos y conspiraciones

Cada día en Arach-Tinilith terminaba en la capilla de la Academia, en una sesión de plegarias y alabanzas a la diosa de los drows. Aunque los ritos adoptaban muchas formas, resultaban siempre acontecimientos misteriosos e impresionantes. La capilla en sí misma inspiraba asombro, tallada como estaba de una única masa de roca negra. Círculos de asientos rodeaban una plataforma central, cada hilera más alta que la anterior de modo que todos pudieran contemplar el negro altar. Ocho vigas curvas reforzaban la sala circular y se unían en lo alto de la abovedada estancia, convirtiéndose en parte de una enorme escultura de una araña con la cabeza de una hermosa hembra drow: una de las representaciones más populares de la Reina Araña. Fuegos fatuos perfilaban la gigantesca figura y proyectaban sombras sobre los oscuros rostros del suelo.

Todo Arach-Tinilith estaba reunido allí, desde la dama matrona a la más humilde de las sacerdotisas novicias, y los rítmicos cánticos de cientos de voces de elfas oscuras resonaban por toda la estancia y su elevada cúpula. Y de todas las voces que se alzaban, tal vez la más ferviente pertenecía a Shakti Hunzrin, que llevaba guardados entre los pliegues de su túnica papeles que destruirían a su odiada rival.

Los cánticos aumentaron en velocidad y fuerza a medida que se aproximaba el momento para el ritual oscuro. Una de las alumnas más antiguas se aproximó despacio al altar, sosteniendo ante ella una bandeja de plata; en aquella bandeja reposaba un corazón drow, en el que palpitaba aún la vida recién arrebatada. Era el corazón de un varón, lo que por lo general se consideraba un sacrificio menor, pero aquella noche el ritual tenía un poder especial. Aquella noche el sacrificio satisfacía uno de los requisitos más brutales de Lloth.

La devoción a la Reina Araña lo era todo y desbancaba a cualquier lealtad personal. Lloth se sentía especialmente ofendida por la posibilidad de que una de sus sacerdotisas pudiera encariñarse demasiado con un varón inferior, de modo que de vez en cuando, se ordenaba a una sacerdotisa que asesinara a su amante, a una matrona que sacrificara al patrón de su casa, a una madre que ofreciera al que había engendrado a sus hijos. Sabiendo esto, los drows habían aprendido a ser reacios a ofrecer y recibir afecto; el castigo era demasiado cruel. Pero mientras la joven sacerdotisa se aproximaba al altar, la dura expresión de su rostro y la sangre que manchaba sus delicadas manos demostraban que había estado a la altura de la tarea.

La joven alzó en alto la bandeja, y la atronadora plegaria se convirtió en una única y aguda nota, y con voces tan obsesivas y agudas como flautas elfas, las hembras drows empezaron a entonar el canto ritual de convocatoria. La matrona Triel Baenre se adelantó, vestida con el sombrío color negro de una gran sacerdotisa y su voz, aumentada mágicamente para igualar la potencia de las cantoras allí reunidas, entonó una plegaria con voz grave en extraño contrapunto a la canción.

Aquella noche la canción y la salmodia eran sobre todo una formalidad, ya que Lloth pocas veces hablaba ahora excepto a sus sacerdotisas más poderosas. Se murmuraba en Menzoberranzan que la pérdida de tantas sacerdotisas durante la guerra y la lucha por obtener una posición había reducido el poder incluso de la diosa. En épocas pasadas —antes de la Época de Tumultos, antes de la desastrosa guerra—, ceremonias como aquélla se veían a menudo recompensadas con alguna manifestación de la aprobación de la diosa: un nuevo hechizo, la creación de un objeto mágico, de un veloz torrente de arañas, incluso la aparición de uno de los esbirros de la Reina Araña. En alguna rara ocasión, aparecía incluso el avatar de la misma Lloth ante sus fieles. Pero parecía como si aquellos tiempos hubieran desaparecido.

De improviso el fuego fatuo se extinguió, sumiendo la sala en una oscuridad total. La canción y el cántico callaron, y todos los ojos se clavaron con atemorizada fascinación en el tenue resplandor que iba apareciendo en el centro de la capilla.

Allí donde había estado el altar un momento antes, se hallaba una enorme y horrenda criatura. Su cuerpo informe parecía un montón de cera derretida y los enormes ojos bulbosos brillaban con una siniestra luz roja mientras contemplaba colérica a los allí reunidos.

Una mezcla de júbilo y temor se apoderó de las seguidoras de Lloth. Era una yochlol, una criatura de los planos inferiores y doncella de la Reina Araña. Para bien o para mal, la aparición de la yochlol indicaba que los ojos de la diosa estaban puestos en ellas.

—Anarquía.

La voz de la criatura era débil y etérea, un simple vestigio de sonido, y sin embargo todos los oídos de la sala oyeron aquella palabra de advertencia.

El cuerpo del ser cambió y fluyó, y un apéndice con aspecto de brazo salió disparado en dirección a la sacerdotisa estudiante y tiró la bandeja de plata que sostenía en sus brazos aún alzados. El corazón sacrificado voló por la habitación y fue a aterrizar en el regazo de una sacerdotisa anciana. En aquel completo silencio, el sonido de la bandeja al chocar contra el suelo de piedra fue un resonante presagio de muerte.

La yochlol se escurrió al frente y arrebató el corazón del regazo ensangrentado de la anciana drow, luego sostuvo el sacrificio en alto.

—Otra vida eliminada —siseó la criatura—. ¿Creéis que esta carnicería complace a Lloth?

Triel Baenre se adelantó y se dejó caer en una respetuosa reverencia.

—Durante incontables siglos, ésta ha sido la costumbre de los drows, por orden de Lloth. Muéstranos dónde nos hemos equivocado.

—Demasiada sangre mancha las calles de Menzoberranzan —anunció la yochlol en su sobrenatural susurro—. Quedan demasiados pocos drows, y sin embargo os matáis entre vosotros sin pensar en las consecuencias. En vuestras egoístas ambiciones, lo habéis puesto todo en peligro. Por decreto de Lloth, esta pugna entre casas debe finalizar. Igualmente, también la lucha por obtener poder personal dentro de cada casa debe cesar. Hasta que Lloth ordene lo contrario, deberá existir paz entre sus seguidores. Esta noche, en la hora de la Muerte Negra de Narbondel, las veinte casas más poderosas que quedan se reunirán en Qu’ellarz’orl.

La criatura las nombró una tras otra, desde la casa Baenre hasta la casa Vandree.

—En este orden os ha colocado la palabra de Lloth, y así permaneceréis hasta que la diosa os libere de esta paz forzada. Cualquier casa que no haya solucionado sus asuntos y elegido una matrona cuando llegue la hora señalada será destruida —amonestó el ser—. Marchad ahora, cada una a su propia casa, y llevad con vosotras la palabra de Lloth.

Otro estremecimiento recorrió la figura de la yochlol y la doncella se fundió en un borboteante charco. Una columna de vapor se elevó de la hirviente masa para convertirse en una multitud de arañas espectrales que flotó hacia lo alto, en dirección a la imagen de Lloth que rodeaba la capilla con su pétreo abrazo.

Las sacerdotisas drows permanecieron allí sentadas, aturdidas y silenciosas. ¡Lloth, la Señora del Caos, instaba a la paz! ¡Nadie estaba seguro de cómo tomar aquello!

—Ya lo habéis oído —de nuevo la matrona Triel rompió el silencio—. En la hora señalada nos encontraremos en la casa Baenre.

Expresiones ceñudas recibieron aquel anuncio. La yochlol había decretado que la reunión tuviera lugar en Qu’ellarz’orl. Aquél, el sector más prestigioso de Menzoberranzan, tomaba su nombre de la diminuta cueva que servía de sala de reuniones al consejo regente. Todas las mujeres de la sala aspiraban a sentarse en esa sala y la mayoría de ellas comprendían que esa reunión podría, de una manera realista, ser su única oportunidad para hacerlo. Sin embargo, nadie osó objetar la orden de la dama matrona; según la palabra de Lloth, Triel Baenre seguía siendo matrona de la primera casa. Existían también consideraciones de índole práctica, pues en todo Qu’ellarz’orl, sólo la enorme capilla Baenre era lo bastante grande para alojar una reunión de aquella envergadura.

Así pues, las drows se escabulleron en la oscuridad. Mientras cada una corría a la fortaleza familiar, ella meditó el mejor modo de sacar provecho de los nuevos acontecimientos. La extraña y antinatural paz finalizaría a su debido tiempo y mucho podía hacerse a fin de prepararse para ese jubiloso día.

Una figura solitaria se hallaba al pie de Narbondel, la columna de piedra natural que sostenía la enorme caverna y marcaba el paso del tiempo. Gomph Baenre, el archimago de Menzoberranzan, aguardaba y observaba mientras el calor mágico del núcleo del pilar descendía hasta su punto más bajo. Pronto sería medianoche —la Muerte Negra de Narbondel— y él lanzaría el poderoso hechizo que iniciaba de nuevo todo el proceso.

Aunque no había nadie por allí para verlo y envidiarlo, el porte altivo de Gomph sugería que era muy consciente de la impresionante imagen que daba. La magnífica capa del archimago, una reluciente piwafwi cuyos innumerables bolsillos contenían más magia que todo Sorcere, descansaba orgullosa sobre sus hombros, adornados con broches cubiertos de joyas que mantenían la capa en su lugar. El archimago tocó uno de ellos, un zafiro del tamaño de un puño que contenía la magia necesaria para hechizar el reloj de la ciudad.

Gomph sabía que resultaba llamativo incluso sin los atavíos del poder. Alto y apuesto, tan en forma y juvenil de aspecto como cualquier alumno de la escuela de lucha, podía atraer tanto miradas de admiración como de temor y respeto. Y se le temía en gran medida, pues en todo Menzoberranzan no había un hechicero tan poderoso como él. Aquella hora oscura le pertenecía por completo, y la conjuración del hechizo era una celebración diaria y privada de su propio poder.

El hechicero empezó a meditar, a reunir sus pensamientos en preparación para el conjuro, pero entonces, por el rabillo del ojo, observó la presencia de un disco flotante que descendía por la amplia avenida en dirección a él. Detrás de él marchaba no la acostumbrada escolta armada, sino un grupo de sacerdotisas vestidas con sus túnicas correspondientes.

Gomph frunció el entrecejo al reconocer a la matrona de Barrison Del’Armgo, la segunda casa más poderosa de la ciudad. ¿Qué podría estar haciendo a aquellas horas, desplazándose con tanta ceremonia?

Su perplejidad aumentó al detectar otro disco flotante que se acercaba desde el elegante Narbondellyn. Justo detrás marchaban varias literas transportadas por esclavos, y a continuación aparecieron más sacerdotisas, algunas montadas en lagartos, otras a pie. Pasaron en tropel por su lado, casi todas las sacerdotisas de la ciudad, dirigiéndose con silenciosa determinación hacia la fortaleza Baenre.

La cólera, desbocada y feroz, ardió en el corazón del hechicero. Era evidente que se había convocado una importante reunión, y a él no lo habían incluido, o informado siquiera. Algo trascendental ocurría, y él debía averiguar qué era.

Sujetó con fuerza la insignia de su casa que colgaba de su cuello y pronunció las palabras que lo transportarían con la velocidad de un pensamiento al baluarte Baenre. Ante su total asombro, nada sucedió. El poderoso hechicero de Menzoberranzan se quedó solo en el centro del oscuro patio, con el acceso prohibido a su hogar familiar.

Puesto que no podía hacer otra cosa, Gomph se volvió hacia el frío pilar de piedra y empezó a recitar las palabras del conjuro.

Triel Baenre estaba sentada en el centro de la capilla Baenre, inspeccionando los oscuros rostros que tenía ante ella. Aunque aquélla era su fortaleza, su reino, se sentía incómoda ante la tarea que tenía delante y no estaba segura de cómo iniciar la reunión.

Para bien o para mal, la decisión le fue arrebatada. Una menuda y arrugada hembra drow se dirigió con paso audaz hacia el trono Baenre. Las otras sacerdotisas retrocedieron para dejarle sitio, e incluso Triel se puso en pie y ofreció el asiento de honor a la recién llegada.

Pues la anciana drow era Hesken-P’aj, la matrona de la casa Symrywin y la sacerdotisa más poderosa de todo Menzoberranzan. Aunque su casa había sido simplemente la número dieciocho durante innumerables siglos, la matrona poseía un poder que todos conocían y respetaban. A Hesken-P’aj a menudo la llamaban «los ojos de Lloth», y en las raras ocasiones en que abandonaba su casa se la trataba con el mayor de los respetos.

Pero la matrona desestimó con un gesto de la mano la oferta que Triel le hacía del trono.

—He venido a hablar no a gobernar —dijo, impaciente, y la anciana se volvió hacia las sacerdotisas allí reunidas, deseosa de comunicar lo que tenía decir y marcharse.

—Lloth envía su felicitación a cada una de las nuevas matronas. Que gobiernen mucho tiempo y bien, y restauren la fe de Lloth a su antiguo poder. Ya habéis oído que no debe haber más guerra en Menzoberranzan. La ciudad debe recuperarse. Ninguna sacerdotisa matará a otra, y todos los niños drow sanos deberán ser criados, incluso los varones. Hasta que Lloth indique lo contrario, el consejo regente impondrá estas leyes.

A continuación, la anciana drow nombró a las ocho matronas que debían mandar en la ciudad.

—Ocupaos de gobernar bien —las exhortó—, pues la paz de Lloth es temporal y se rompe con facilidad. Sabed que aquellos que rompan la paz para su propio beneficio serán destruidos. Aquellos que extiendan el reinado de Lloth serán recompensados. Eso es todo lo que tengo que decir. —Con estas palabras, la matrona se tornó tan insustancial como una neblina y desapareció de la vista.

—Todas lo habéis oído —dijo Triel tras un carraspeo—. Ahora que el consejo regente ha quedado constituido, todas las futuras reuniones quedarán limitadas a las ocho matronas. Si alguna tiene algo que decir que concierna a este consejo general, puede hacerlo ahora.

Shakti Hunzrin se puso en pie de un salto. Un momento así podría no volver a presentarse jamás, y pensaba aprovecharlo. Lloth podría haber alejado la anarquía por el momento, pero Shakti haría todo el daño que pudiera.

—Me he enterado de algo que concierne a cada una de las drows presentes —empezó—. Una sacerdotisa novicia ha tenido tratos con magia extraña, con magia humana. Con qué propósito, no lo sé. Esa sacerdotisa posee un amuleto, un objeto humano de gran antigüedad que le permite transportar magia drow a las Tierras de Arriba.

Shakti sacó varias hojas de pergamino de entre los pliegues de su túnica y los mostró en alto.

—Tengo aquí la prueba, escrita por la misma mano de la sacerdotisa. Esta magia la posee Liriel, de la casa Baenre. Entrego a este consejo mi descubrimiento y la tarea de decidir qué debe hacerse con él.

Hubo un momento —sólo un momento— de conmoción. Luego la reunión se convirtió en un caos. Las sacerdotisas recibieron la noticia con opiniones opuestas; algunas discutían excitadas sobre sus posibilidades, otras clamaban por la muerte de la traidora Baenre, en tanto que otras —con el rostro sombrío— murmuraban plegarias dirigidas a Lloth.

Por fin, la matrona Baenre se puso en pie, y no obstante su escasa estatura física, todos los ojos se volvieron hacia ella cuando se irguió ante las presentes, con el pequeño rostro ardiendo de cólera.

—¡Silencio! —tronó la matrona.

Y todas callaron de inmediato. Aquella única palabra llevaba consigo la fuerza de un hechizo y nadie en la capilla podría haber hablado aunque hubiera osado intentarlo.

—Es una noticia perturbadora —admitió la mujer; hablaba con voz fría y totalmente calmada, pero la mirada que dirigió a Shakti estaba cargada de pura malicia—. Desde luego, todas comprenderéis que este descubrimiento me coloca a mí, personalmente, en una posición de lo más difícil. Recordemos que las acciones de Liriel Baenre se llevaron a cabo bajo mi mandato, y no importa demasiado si actuó con mi aprobación o sin mi conocimiento. Agradezco realmente la paz de Lloth —añadió Triel con sinceridad y en tono significativo—. Pero en el espíritu de esta nueva unidad, discutiremos qué es lo mejor que se puede hacer y dejaremos la decisión en manos de la Reina Araña. Tú —indicó, señalando a una hembra de pasmosa belleza sentada junto a la delegación de la casa Faen Tlabbar—. Dinos qué piensas, matrona Ghilanna.

La recién ascendida matrona se alzó entre un susurro de sedas y el suave tintineo de joyas de plata. La casa Faen Tabblar había padecido más desórdenes internos que la mayoría, pues tanto su anterior matrona como su heredera habían sido asesinadas. Toda la ciudad sabía que Ghilanna había obtenido su puesto mediante violentos y sangrientos combates con sus siete hermanas, sin embargo el aspecto frágil de la mujer resultaba incongruente con su mortífera reputación. Ghilanna Tlabbar era alta y delgada, y tan vanidosa respecto a su apariencia y, según se decía, igual de lasciva en sus hábitos como cualquier hembra Tlabbar. A diferencia de la mayoría de las sacerdotisas presentes, se vestía no con una sombría túnica sino con un exquisito vestido negro; negros abalorios y delicados bordados adornaban el ceñido y escotado corpiño, y toda la longitud de sus piernas resultaba claramente visible a través de las capas de gasa de la falda. No obstante su delicioso rostro maquillado, mostraba una expresión torva.

—Esta nueva magia podría significar el final del dominio de las matronas —dijo Ghilanna sin andarse por las ramas—. Los habitantes de Menzoberranzan se someten a nuestro gobierno, al menos en parte, porque no tienen otra opción. Pocos pueden sobrevivir en la salvaje Antípoda Oscura durante mucho tiempo, y en realidad una vida así no sería digna de tal nombre. Ni tampoco existe un lugar para nosotros en las Tierras de la Luz. Acontecimientos recientes lo han demostrado de un modo muy trágico. Pero considerad esto: si los hechiceros pudieran lanzar sus conjuros en la superficie con todo el poder que poseen Abajo, ¿qué los mantendría bajo nuestras órdenes? Sus ojos están preparados para soportar la luz, y con su magia podrían sobrevivir, puede que incluso prosperar, en el mundo de la superficie.

»Incluso los plebeyos —prosiguió con ardor—, los artesanos y los soldados podrían sentirse tentados e intentar hacerse un lugar para ellos Arriba. Y ¿por qué no? La drow más insignificante dispone de poderes que un hechicero humano envidiaría. Poseemos una resistencia natural a la magia que es la envidia y el terror de otras razas que utilizan magia. Sus hechizos resbalan sobre nosotras como gotas de agua. Invisibilidad, silencio, oscuridad, invulnerabilidad a la magia: estas cosas son patrimonio de todo drow. No olvidéis jamás que pocos pueden igualar la mortífera destreza de un luchador drow, y ¿quién de entre nosotras no ha recibido adiestramiento con las armas? Considerad todo esto, y preguntaos cuántos drows permanecerían en Menzoberranzan bajo nuestro mando, si supieran que pueden prosperar en otra parte.

Mez’Barris Armgo, la matrona de la casa Barrison Del’Armgo, fue la siguiente en recibir el permiso de la matrona Triel para hablar. Como gobernante de la segunda casa, Mez’Barris se sentía furiosa ante la necesidad de tal autorización. ¡Para agravar tal insulto, la matrona de una casa inferior había hablado primero! Sin embargo, Triel tenía el control de la reunión, y lo mejor que Mez’Barris pudo hacer fue descargar su ira sobre la advenediza matrona Tlabbar. La mirada que lanzó sobre la hermosa sacerdotisa fue de total desprecio.

—Ha sido un hermoso discurso —se mofó Mez’Barris—. Sólo Ghilanna podía ser capaz de otorgar estilo y elegancia incluso a la blasfemia. Y blasfemia fue, sólo así podemos describir sus palabras —gritó con voz resonante y apasionada—. ¿Gobernamos o no gobernamos por la gracia y el poder de Lloth? ¡La Reina Araña no se ve amenazada por la baratija mágica de una jovencita, y tampoco nosotras, sacerdotisas!

Se sentó entre un murmullo de asentimiento.

—Estoy de acuerdo con la matrona Mez’Barris en que este descubrimiento no significa una amenaza al matriarcado. Más bien al contrario. Podría beneficiarnos a todas —intervino la matrona Miz’ri. Su clan, la casa Mizzrym, era famoso por sus contactos comerciales, su disposición para tratar con no drows, y lo mucho que les gustaba la traicionera duplicidad; los ojos rojos de la matrona mostraban ahora un oscuro resplandor mientras consideraba las deliciosas posibilidades.

»Con esta baratija, como tú la llamas —prosiguió Miz’ri—, podríamos penetrar en las Tierras de la Luz armados como nunca antes. ¿Quién podría oponerse a nuestras bandas de comerciantes, a nuestros grupos de saqueadores? ¡Pensad en toda esa riqueza! Ese nuevo artilugio mágico es una herramienta, como cualquier otra. La tenemos y debemos utilizarla.

Kyrnill Kenafin se puso en pie para hablar. Su casa era en la actualidad la número diez, pero su actitud arrogante y los crueles ojos rojos la delataban como la tirana que era. En la casa Kenafin, las sacerdotisas reinaban como señoras supremas, y les satisfacía enormemente juzgar y aterrorizar a los varones de la casa.

—Toda esta charla sobre plebeyos, varones y hechiceros que utilizarían ese objeto mágico es una completa estupidez. ¿Se atreven ellos a manejar el látigo de cabeza de serpiente de una sacerdotisa? ¡Claro que no! Del mismo modo, si las sacerdotisas de Lloth reivindican ese nuevo objeto mágico como propio, así como todas las copias que ordenemos, ¿quién se va a oponer? —Kyrnill recalcó su pregunta con una dura y descarada sonrisa.

—Me gustaría saber —empezó Ker Horlbar, una de las dos matronas gobernantes de la casa Horlbar—, ¿por qué se presentó esta reclamación contra la casa Baenre desafiando la paz de Lloth?

Varias de las sacerdotisas intercambiaron miradas maliciosas. El clan Horlbar dependía de la agricultura para mantener su riqueza y posición, y su principal rival en ese empeño era la casa Hunzrin. Lloth podría declarar la paz, pero sus seguidoras seguirían encontrando una manera de competir entre ellas.

—No es mi propósito acusar a la primera casa —protestó Shakti, poniéndose en pie de nuevo—. Este descubrimiento va más allá de la ambición de un único drow. Podría muy bien ser más importante que acrecentar la riqueza y posición de la casa Horlbar.

La mordaz respuesta provocó un coro de risas burlonas y algunos aplausos dispersos por parte de las drows allí reunidas. Incluso algunas de las sacerdotisas que habían fruncido el entrecejo cuando Shakti se levantó la primera vez para hablar asintieron y dirigieron largas miradas evaluadoras en su dirección. La joven no era aún gran sacerdotisa, ni la heredera de su madre en la casa Hunzrin. En Menzoberranzan el poder no se otorgaba, se arrebataba, y cualquier hembra dispuesta y capaz de hacerlo merecía seria consideración.

La discusión prosiguió durante algún tiempo. Triel escuchó mientras cada sacerdotisa hablaba, pero no le llegó ninguna respuesta. Incluso aunque su propia casa no se hubiera visto implicada, aquel descubrimiento tenía más posibilidades, más capas de peligros e implicaciones, de los que incluso una drow podía llegar a comprender con tanta rapidez.

Por fin se volvió hacia Zeerith Q’Xorlarrin. La regia hembra era célebre por su talento para la diplomacia y se requería su presencia a menudo para mediar en disputas entre las casas. Incluso en aquellos momentos Zeerith permanecía sentada muy serena en medio de la controversia; aunque sin duda aquella situación pondría a prueba incluso su legendario buen criterio.

—¿Qué tienes que decir sobre este asunto, matrona Zeerith? —inquirió Triel, que estaba segura de que el criterio de la sacerdotisa, aunque en apariencia imparcial, haría honor a la alianza a largo plazo entre las casas Xorlarrin y Baenre—. Habla y aceptaremos tu consejo como si surgiera de la boca de Lloth.

—Está muy claro —replicó la aludida, poniéndose en pie— que necesitamos saber más cosas sobre ese artilugio humano. Puesto que se trata de un instrumento mágico, sugiero que sea confiado al colectivo de maestros de Sorcere. Sólo la escuela de magia posee los recursos necesarios para estudiar y reproducir algo así; lo que harán, desde luego, bajo la minuciosa supervisión del consejo regente. Hasta que se tome una decisión, debemos ocultar esta información a los plebeyos. Declaro que toda sacerdotisa que hable de ese amuleto fuera de esta estancia, excepto a los maestros hechiceros de Sorcere, será castigada por el consejo regente y sufrirá la pérdida del rango y el honor, con la amenaza de algo peor cuando la paz de Lloth sea revocada.

La mayoría de las drows asintió, aceptando en silencio la sentencia de la matrona Zeerith.

—En cuanto a la joven novicia que inició todo esto —prosiguió Zeerith inesperadamente—. Según el decreto de Lloth, ninguna sacerdotisa puede eliminar a otra; pero me parece que Liriel Baenre no ha alcanzado aún esa posición, y por lo tanto no está protegida por él decreto de la Reina Araña. Lo que es más, Liriel Baenre ha demostrado ser una hechicera de considerable poder, y sin embargo no se ha sometido a las pruebas de exploración mental requeridas para determinar su lealtad a Lloth. Por estas dos ofensas, yo reclamo su muerte. Esa es mi decisión, y, como ha dicho la matrona Triel, ésa es la voluntad de Lloth.

Esta sentencia, tan inesperadamente dura por parte de la sutil y conciliadora matrona Xorlarrin, provocó una oleada de sombríos murmullos por toda la sala.

—No.

La palabra sumió a todo el mundo en un asombrado silencio. Sos’Umptu Baenre, la por lo general reacia guardiana de la capilla Baenre, avanzó hasta el centro de la habitación; se colocó ante el altar y contempló a las presentes. Su delgada figura rígida expresaba certidumbre.

—No —repitió—. Esa no es la voluntad de Lloth.

Triel se alzó de su trono, temblando de ira. No estaba contenta con la sentencia de Zeerith, pero se había comprometido ante todos los poderes de Menzoberranzan a seguir el consejo de la matrona Xorlarrin. Su autoridad ya se había visto tristemente minada por aquel asunto, y el inesperado desafío de la leal Sos’Umptu era más de lo que la asediada joven matrona podía soportar.

—¿Me desafías? —rugió, acercándose a su hermana menor—. ¿Cómo es que la Reina Araña te habla a ti, en contra del buen juicio de tu propia madre matrona?

—Lloth nos habla a todas nosotras —repuso ella valientemente. La sacerdotisa se volvió y señaló la imagen mágica de la diosa, la araña metamorfoseante que flotaba sobre el altar, y aguardó hasta que cambió a la forma de hembra drow—. Mirad su rostro.

Por vez primera, Triel observó el sorprendente parecido de la ilusión con su descarriada sobrina. No había modo de que se le pasara por alto ahora, pues los ojos de la drow ya no mostraban el reluciente color rojo típico de los elfos oscuros, sino que lucían un extraño y muy característico tono ambarino. Y los labios de la mágica imagen estaban curvados en una sonrisa de siniestro regocijo.

Todas aquellas que habían visto a Liriel Baenre reconocieron la importancia de la transformación y los murmullos extendieron el significado de aquella manifestación a todas las presentes.

—Servimos a la Señora del Caos —dijo Sos’Umptu, señalando a la imagen de ojos dorados que tenían delante—. Para bien o para mal, Liriel Baenre ha encontrado el favor de Lloth. Recordad las palabras de la matrona Hesken-P’aj: aquellas que encuentren otros modos de extender el reinado de Lloth serán recompensadas. A lo mejor Liriel ha encontrado ese modo. Lo que esta nueva magia nos traerá no podemos saberlo aún. Pero contemplad ante vosotras la voluntad de Lloth y marchad en paz.

La reunión finalizó poco después de que Sos’Umptu hubiera hecho su declaración, y las sacerdotisas de Menzoberranzan se perdieron en la oscuridad.

Zeerith Q’Xorlarrin, la madre matrona de la casa Xorlarrin, fue una de las primeras en abandonar el recinto Baenre. Corrió las cortinas de su litera transportada por esclavos y se recostó contra los almohadones, y sólo entonces dio rienda suelta a sus emociones, mascullando maldiciones contra la casa Baenre y sus tres generaciones de hembras estúpidas.

Había marchado a la guerra junto a la vieja matrona Baenre, y aún hervía de cólera por lo sucedido en los túneles bajo el Salón de Mithril. Auro’pol, la matrona de la poderosa casa Agrach Dyrr, había sido asesinada por una criatura del Abismo siguiendo órdenes de la antigua matrona Baenre. La guerra había resultado un completo desastre, pero fue la muerte de Auro’pol —que casi con toda certeza no gozaba del beneplácito de Lloth— lo que convenció a Zeerith Q’Xorlarrin de que la primera casa ya no era merecedora de su posición. Triel Baenre tendría problemas cuando Lloth se cansara de la paz, de eso estaba segura.

Entre tanto, había ciertas cosas que Zeerith podía hacer. Había arriesgado mucho con su severa declaración: su informal y tácita alianza con la casa Baenre, su reputación como una diplomática justa e imparcial. Había sido reprendida públicamente y aquello no había sentado bien a la orgullosa matrona. Sin embargo no había perdido por completo, ya que la nueva magia sería confiada a Sorcere, donde siete hechiceros Xorlarrin servían como maestros. Ninguna casa en Menzoberranzan poseía más poder mágico que Xorlarrin, y cualquier secreto que los hechiceros descubrieran sería susurrado a los oídos de la matrona Zeerith antes de ser revelado al consejo regente.

Tampoco se había perdido por completo la oportunidad de vengarse de la casa Baenre. Puede que ninguna sacerdotisa de Lloth pudiera actuar contra la joven Liriel, pero morían más drows víctimas de dagas envenenadas y hechizos que bajo los látigos de cabeza de serpiente de las grandes sacerdotisas.

Reconfortada por aquellos agradables pensamientos, la matrona sonrió y se relajó sobre los almohadones de seda de su litera. Tenía una tarea en mente para su querido hermano Kharza-kzad. Según se decía, el viejo estúpido estaba excesivamente encariñado con su hermosa y joven alumna.

«Y ¿por qué deben ser sólo las hembras las que soportan la carga de sacrificar a aquellos más próximos a sus corazones?», pensó Zeerith.

Desde la ventana de su oscuro estudio, Gomph Baenre observó cómo la ciudad despertaba. Mientras gran parte de Menzoberranzan dormía, él a menudo pasaba las horas de ese modo, solo en su mansión de Narbondellyn. No dormía —jamás había sido capaz de dormir— y ahora confiaba en la magia que lo mantenía joven para sustentar su vida sin el beneficio del descanso. Durante sus primeros pocos siglos de vida, Gomph había encontrado tranquilidad y regeneración en el profundo y vigilante ensueño que era su herencia elfa; pero ahora, desde hacía muchas décadas, a pesar de la formidable disciplina de su preparación mágica, la habilidad para sumirse en aquel trance le había esquivado. El archimago de Menzoberranzan había olvidado cómo soñar.

De modo que permaneció sentado a solas, sumido en una taciturna cólera e hirviendo con la interminable frustración que definía su existencia. Su estado de ánimo no mejoró cuando la alarma mágica de su insignia Baenre empezó a vibrar con una silenciosa pero insistente llamada. Parecía que su querida hermana Triel por fin requería el placer de su compañía.

Durante un buen rato, Gomph sopesó la idea de resistirse a la convocatoria. Pero no se atrevió. Triel reinaba en la casa Baenre y su vida no valdría nada si provocaba su ira.

Aunque tampoco es que su vida valiera mucho ahora, se dijo con amargura. Sin preocuparse por una vez en ponerse la túnica y esclavina que proclamaban su poderoso cargo, el archimago pronunció las palabras que lo transportarían a la casa Baenre.

Encontró a Triel paseando por la capilla familiar. La matrona se abalanzó sobre él con ojos enloquecidos y lo sujetó por los antebrazos.

—¿Dónde está ella? —inquirió—. ¿Dónde la has escondido?

Gomph comprendió al instante, pues por encima de la cabeza de su hermana se alzaba la imagen mágica de Lloth, creada por su poder y su magia. La hermosa ilusión le sonreía con sardónico regocijo en los dorados ojos. Los ojos de él y de su inesperadamente ingeniosa hija.

El hechicero se liberó de las crispadas manos de la matrona.

—Podrías ser más concreta —preguntó con frialdad—. No hay escasez de hembras en Menzoberranzan.

—Sabes a quién me refiero —escupió Triel—. Liriel no está en Arach-Tinilith. Le diste permiso para marchar y me has hecho quedar como una estúpida. ¡Dime por qué marchó, dónde está, y cuéntame todo lo que ha hecho!

—Liriel sólo dijo que tenía unos asuntos personales de los que ocuparse —respondió él, encogiéndose de hombros—. No tengo por costumbre cuestionar las acciones de una hembra Baenre.

—¡Es suficiente! —aulló la sacerdotisa—. No hay tiempo para tales juegos. ¿Dónde está Liriel, y dónde está el objeto?

Se produjo un instante de estupefacto silencio.

—Liriel no dijo nada de un objeto —respondió Gomph, despacio.

Triel lo creyó. La familiar expresión codiciosa del rostro del hechicero la convenció más allá de toda duda. Los objetos eran raros, incluso en la rica en magia Menzoberranzan, y no era probable que Gomph permitiera a su hija poseer un artículo así si conocía su existencia y su peligroso poder.

—Entonces no sabes que Liriel ha hallado un modo de transportar magia drow a las Tierras de la Luz —declaró.

Gomph sacudió la cabeza despacio, más como señal de asombro que de negación.

—No sabía qué tenía ni qué planeaba hacer. Desde luego, se lo habría quitado.

—Y eso debes hacer —insistió Triel—. Si no lo haces, el artilugio acabará en Sorcere, con sus secretos accesibles a todos. Encuéntralo y tráelo aquí. Tú y yo solos compartiremos su poder, para nuestro beneficio personal y la gloria de la casa Baenre.

—¿Y qué pasa con Liriel?

—La mitad de Menzoberranzan la busca —respondió ella con indiferencia—. Con o sin tu participación, no es probable que la muchacha sobreviva a este día. Nadie sabrá qué mano asestó el golpe, y es mejor que sus esfuerzos fortalezcan la casa Baenre.

—Pero ¿y eso? —inquirió Gomph, señalando en dirección a la imagen de ojos dorados de Lloth que se alzaba sobre el altar—. Pocas veces habla la diosa con tanta claridad. Sin duda sería una locura hacer caso omiso de una señal así.

—Vuelve a mirar —repuso Triel en tono seco.

Incluso mientras lo decía, la imagen cambió y los ojos adoptaron su acostumbrado brillo rojo. Al cabo de un instante, volvían a ser ambarinos.

Gomph comprendió de inmediato. La Señora del Caos se deleitaba enfrentando a sus seguidores unos con otros, no sólo para su propio placer sino en la creencia de que el drow más fuerte era el que emergía de la contienda. Liriel podría haber encontrado el favor de Lloth, pero eso no garantizaba una vida larga y halagüeña.

—Se hará —asintió el archimago sin vacilación.

—Vaya, ¿sin ningún pesar? —se burló ella.

—Sólo el de no haber actuado antes y en solitario —declaró él sin andarse por las ramas.

—Ese momento ya pasó, querido hermano —ronroneó la matrona con una sonrisa, reconociendo la veracidad de sus palabras—. Tú y yo tenemos una alianza.

Pasó el brazo por el del archimago en actitud afable y lo sacó de la capilla.

—Tenemos mucho de que hablar, pues ha sido una noche llena de acontecimientos. Lloth ha decretado que la ciudad esté en paz para que podamos reconstruir nuestro poderío. Por ahora, la casa Baenre mantiene su puesto legítimo, pero debemos apuntalar nuestras defensas para cuando esta paz finalice.

Gomph dejó que su hermana lo condujera al exterior, aunque sabía que Triel lo estaba manipulando, que apelaba a su deseo de poder e influencia. Sin embargo mientras abandonaba la capilla, del brazo de la letal hembra, era consciente de que la alianza sólo lo sería mientras los beneficiara a ambos.

La noticia de la reunión y de lo acontecido se extendió deprisa, viajando desde las grandes casas incluso hasta los hogares humildes y comercios del distrito de Hacinas. Antes de que el enorme reloj Narbondel marcara el inicio del nuevo día, casi todo el mundo en Menzoberranzan estaba enterado de que Lloth había declarado un período de tregua, aunque nadie sabía exactamente cómo interpretarlo, y por toda la ciudad teorías y rumores fueron el plato del día junto con el almuerzo.

En sus aposentos de la torre que daba al Bazar, Nisstyre reflexionaba sobre aquellos nuevos sucesos. Por una parte, la pausa en la constante y enconada guerra prometía mejores negocios, y desde luego eso era una buena noticia para El Tesoro del Dragón. Pero el auténtico propósito del comerciante, la misión de su vida, no se cumpliría si Lloth recuperaba todo su poder en Menzoberranzan.

No se sintió complacido cuando su lugarteniente apareció en su puerta con la información de que una sacerdotisa Hunzrin exigía audiencia. Nisstyre no deseaba ver a ningún miembro del clero de la Reina Araña; pero antes de que pudiera dar la orden de que despidieran a la mujer, ésta empujó a su lugarteniente a un lado y penetró con paso firme en la habitación.

La sacerdotisa se detuvo muy tiesa ante su escritorio, con los brazos cargados de libros, en tanto que el comerciante se recostaba en su asiento y tomaba nota de los poco prometedores detalles: las negras vestiduras ribeteadas de púrpura de una sacerdotisa estudiante, el símbolo de una casa menor y la expresión fanática de su rostro cansado.

—¿Sí? —inquirió, y aquella única palabra consiguió transmitir una asombrosa falta de interés o de estímulo.

—Soy Shakti de la casa Hunzrin. Y tú —siseó la sacerdotisa—, ¡tú no veneras a Lloth!

—Observo que el arte de la conversación no forma parte de las asignaturas que se enseñan en Arach-Tinilith. —Nisstyre enarcó las cobrizas cejas.

—También eres un hechicero —prosiguió ella, inexorable en su propósito—. Un poderoso hechicero, y sin embargo no has realizado la prueba de lealtad a Lloth que se requiere de todos los que practican la magia en esta ciudad. Incitas el descontento entre los fieles a Lloth y los vuelves hacia Vhaeraun, ese llamado dios de los ladrones. ¡Por cualquiera de esas ofensas se te podría sumergir en queso fundido y atar a un poste para que te devoraran las ratas!

—Ya —murmuró Nisstyre. Meditó tal posibilidad por un instante, almacenándola para un futuro uso, antes de dedicar toda su atención a su visita.

»Debo reconocer, sacerdotisa, que posees un toque creativo en lo referente a torturas. Y sin embargo —añadió, inclinándose al frente y clavando en ella sus desconcertantes ojos negros—, algunos podrían llamarte imprudente. ¿Sospechas que poseo tal poder y vienes aquí, a mi casa, a amenazarme?

—Estoy aquí para hacer negocios —le corrigió ella—. Quiero que busques a cierta hembra. Te pagaré bien.

Él rechazó la oferta con un ademán.

—Sin duda hay gente más apropiada para la tarea que el capitán de El Tesoro del Dragón. A la ciudad no le faltan asesinos ni cazadores de recompensas.

—Observarás que no te he pedido que mates a la hembra —repuso Shakti recalcando las palabras—. Sólo pido que la encuentres y me traigas sus posesiones. Lo que hagas con ella es únicamente cosa tuya, siempre y cuando no se la vuelva a ver jamás en Menzoberranzan. Seguramente podrás llevar a cabo algo tan sencillo.

—También podría hacerlo una banda de mercenarios, por un precio mucho más módico. La ciudad tiene muchas de esas bandas. Ve a contratar una.

—No puedo —repuso ella de mala gana—. No puedo arriesgarme a que la información llegue a oídos de una de las matronas de la ciudad. Lloth ha prohibido que una sacerdotisa mate a otra.

—Empiezo a comprender tu dilema —repuso Nisstyre con un deje de regocijo, pues su reputación para llevar a cabo transacciones dudosas con gran discreción le había proporcionado muchas ofertas similares a través de los años—. Qué desagradable para ti, verte obligada a hacer negocios con un sospechoso de herejía. Pero ¿por qué yo, precisamente?

—Sé que tú vendiste estos libros. —Shakti arrojó los tomos sobre la mesa—. ¡Hablan del mundo de la superficie y están prohibidos en la ciudad!

—De modo que ahora volvemos a las amenazas —observó el comerciante—. Debo decir que esto empieza a resultar pesado. A menos que tengas algo interesante que ofrecerme…

—¡Te ofrezco a Liriel Baenre!

Nisstyre recibió el anuncio con un instante de silencio.

—No necesitas chillar —amonestó a la joven sacerdotisa, pero mantuvo el rostro cuidadosamente impasible a excepción de una tenue sonrisa sarcástica que curvó sus labios—. Admito que la oferta tiene cierto atractivo, pero ¿qué valor práctico tiene una princesa Baenre para una banda de comerciantes?

—Liriel Baenre lleva consigo un objeto mágico que podría ser muy útil en tu trabajo —declaró Shakti, apoyando ambas manos sobre el escritorio para inclinarse al frente—. Es algo que provoca grandes disputas entre las sacerdotisas de Lloth. No puedo decir más en este momento, pero tráemelo y compartiré sus secretos contigo.

—Pero tú eres una sacerdotisa de Lloth.

—Eso y tal vez más. —Shakti le devolvió la mirada sin pestañear—. De vez en cuando un clérigo de la Reina Araña es enviado a un culto rival como novicia para actuar como los ojos de Lloth. La Reina Araña permite ese espionaje, y en ocasiones lo incita. Es posible para una sacerdotisa de Lloth trabajar con los que siguen a Vhaeraun. La información puede transmitirse en ambas direcciones, para beneficio de todos. Es un riesgo enorme, pero estoy dispuesta a correrlo.

Nisstyre contempló a Shakti Hunzrin durante un buen rato, evaluando su sinceridad y meditando sobre el inmenso valor de su oferta. Sopesó el odio que se percibía en su voz cuando pronunciaba el nombre de Liriel, el fanático centelleo de sus ojos, y decidió aceptar la alianza. Pero, al contrario de la sacerdotisa, él no estaba dispuesto a hablar con tanta sinceridad, ni a comprometerse a algo tan peligroso.

—El Tesoro del Dragón es famoso por adquirir casi cualquier cosa, sin tener en cuenta el precio —dijo, eligiendo las palabras con cuidado—. Te conseguiré a tu princesa, pero te lo advierto, será mejor que la recompensa valga las molestias.

—Confía en mí —asintió ella, sombría.

La idea resultaba tan grotesca que tanto el comerciante como la sacerdotisa prorrumpieron en una carcajada.