17

Armas

Estoy tan contento de haberte encontrado aún aquí… Creía que ya habrías corrido a la seguridad de Sorcere a estas horas.

Sobresaltado, Kharza-kzad giró en redondo para enfrentarse a su importuno visitante, y mientras sus ojos se posaban sobre el drow de cabellos cobrizos —tumbado con insolente naturalidad en el sillón de Kharza— el hechicero maldijo amargamente el día en que empezó a hacer negocios con el comerciante. Una vez más, Nisstyre se había introducido en la Torre de los Hechizos Xorlarrin, usando el portal que habían establecido muchos años atrás para ese propósito, sin invitación ni permiso. Aquello se había convertido en una práctica frecuente y molesta.

—¿Qué quieres? —inquirió Kharza-kzad.

El otro sonrió y apoyó los pies sobre la mesa de estudio, sin prestar atención al montón de pergaminos que aplastaban sus botas.

—No más que cualquier otro drow en la ciudad. Quiero el amuleto de Liriel Baenre.

El hechicero se forzó a que sus ojos no fueran en dirección al tenue y casi desvanecido contorno del portal que había puesto a salvo a Liriel.

—No tengo ni idea del modo en que la chusma como tú se entera de tales noticias, pero no te servirá de gran cosa —respondió con bastante más bravura de la que sentía.

Incluso enardecido por la impresión de su primera muerte, Kharza-kzad no sentía un deseo real de alzar su varita de combate contra otro hechicero. Sabía que el éxito en la batalla requería más que poder en armas y en hechicería; hacían falta instintos que él jamás había puesto a prueba, y mucho menos desarrollado. Su mejor posibilidad de evitar el conflicto, creyó, sería desanimar por completo al hechicero comerciante.

—Por orden del consejo regente, el amuleto fue llevado a Sorcere para ser estudiado —dijo Kharza, invocando deliberadamente a todos los poderes de Menzoberranzan—. A menos que pienses solicitar tu entrada como alumno allí, está totalmente fuera de tu alcance.

—No lo creo —repuso Nisstyre con tranquilidad, sin hacer caso de los insultos de su interlocutor—. Por alguna razón dudo que el amuleto haya ido a parar a Sorcere. Tú estás aquí, al fin y al cabo. Y, si no me equivoco, esperas una visita de tu alumna.

—Tal visita sería bien recibida, pero es muy improbable. Liriel está en Arach-Tinilith —mintió él.

—No es así, me temo. Mis fuentes en Arach-Tinilith me aseguran que Liriel se esconde en alguna parte en la ciudad o en la Antípoda Oscura, no muy lejos de aquí. O tal vez —siguió el comerciante despacio—, ha huido ya a la Noche Superior.

Nisstyre se puso en pie y encarándose con el hechicero murmuró:

—Dime lo que sabes.

En respuesta, el hechicero Xorlarrin sacó una varita de su cinturón. Si alguna vez había sentido escrúpulos respecto a matar, éstos no aparecieron ahora en su dura mirada. Una llamarada azul chisporroteó a lo largo del arma y arrojó una bola de luz y poder contra el mercader de cabellos rojizos.

Ante el asombro de Kharza, la bola de fuego atravesó tranquilamente el cuerpo de Nisstyre y se estrelló contra la pared opuesta de la estancia, para a continuación estallar en silencio y dejar caer una lluvia de brillantes chispas sobre la alfombra. El fuego prendió y las llamas se alzaron para lamer la pared. Un tapiz de valor incalculable que estaba colgado allí empezó a arder.

Kharza se dio cuenta de que el Nisstyre que tenía delante no era más que una proyección mágica, y que el cuerpo del joven hechicero estaba en otra parte, puede que lejos de Menzoberranzan, o más probablemente en aquella misma habitación. El anciano giró en redondo, buscando frenético a su enemigo, pero no se veía otra señal de la presencia del pelirrojo drow.

—¿Tienes la valentía de reunirte conmigo en terreno abierto? —se burló la imagen de Nisstyre—. ¿O prefieres que entre los dos arrasemos la Torre de los Hechizos Xorlarrin hasta sus cimientos?

De modo que se había llegado a aquello: no tenía otra elección que luchar. Por extraño que parezca, Kharza-kzad no sintió el temor que había esperado sentir. Una oleada de júbilo recorrió su viejo cuerpo, y dedicó una airada y firme mirada a la imagen proyectada de su némesis.

—Estoy listo —respondió con sencillez—. Sólo tienes que elegir el lugar.

—Está elegido, y te espero. —La mágica proyección extendió una delgada mano, aparentemente sólida—. Dame un objeto personal, un anillo o algo parecido, para que pueda armonizar el portal a tu persona.

Kharza-kzad no consideró aquella exigencia desmedida, pues sabía que los portales mágicos poseían una infinita variedad de requisitos. Algunos exigían una ofrenda de oro o piedras preciosas, otros concedían transporte sólo en ciertos momentos, mientras que otros requerían hechizos o rituales. Jamás había oído hablar de armonización, pero no resultaba inconcebible, de modo que se quitó un anillo de oro y ónice del dedo y lo dejó caer sobre la mano extendida.

Al instante el hechicero Xorlarrin sintió cómo el mágico remolino de un hechizo de teletransporte lo envolvía, y se lo llevaba en medio de una ráfaga de energía y movimiento como jamás había experimentado. Kharza no había tenido una gran necesidad de portales mágicos durante su larga vida; podía conjurar sólo cinco o seis, y únicamente en una ocasión había utilizado uno personalmente: para su breve viaje desde la habitación de Liriel en Arach-Tinilith a la Torre de los Hechizos Xorlarrin. Desde luego, sabía lo suficiente sobre principios mágicos generales para ayudar a la joven a practicar los conjuros de portales de su nuevo libro, pero no se había molestado en copiar ninguno de los conjuros ni en aprenderlos. Ahora lo lamentaba, pues aquella nueva experiencia resultaba estimulante más allá de lo que se podía expresar con palabras.

De improviso sintió roca sólida bajo los pies y se encontró en el interior de una enorme caverna deshabitada. Mientras miraba en derredor con admiración, el hechicero se dio cuenta de que era la primera vez que abandonaba Menzoberranzan. En circunstancias menos extremas, se habría sentido fascinado por el paisaje de roca salvaje, al que ni la magia ni el artificio habían tocado jamás, y por el hirviente estanque de roca fundida que borboteaba y escupía hacia las alturas a sus pies.

Kharza-kzad lanzó una mirada a lo alto. Sus ojos no estaban acostumbrados a tales distancias ni su mente equipada para registrarlas; pero percibió a lo lejos, en lo alto, una luz lejana, un brillante fragmento de azul que sólo podía ser el cielo de las Tierras de la Superficie. Al parecer, Nisstyre había elegido el corazón de un volcán en activo para su enfrentamiento. Que así sea, se dijo el anciano, y se preparó para la lucha que se avecinaba.

—Muéstrate —gritó—. ¡Empecemos!

En respuesta, un proyectil de piedra líquida se alzó del estanque y salió disparado hacia él. Kharza cruzó los antebrazos frente al rostro y pronunció una única palabra de poder. Un escudo redondo, que resplandecía negro pero era tan transparente como el cristal, apareció entre él y el torrente de lava; la reluciente piedra golpeó el escudo mágico con un tremendo siseo, y se enfrió al instante para convertirse en un sólido muro protector.

Con insolente tranquilidad, Kharza lanzó un hechizo que convirtió la pared en una cascada de guijarros y polvo, luego se quedó allí, con los brazos cruzados y una expresión levemente aburrida en su rostro arrugado.

Unos aplausos burlones resonaron por la caverna y Nisstyre apareció ante él. El hechicero de cabellos cobrizos se encontraba en el otro extremo del estanque de lava, sobre una elevación rocosa aproximadamente a la altura de los ojos de su adversario.

—Me parece que el primer asalto es un empate —concedió con una ligera reverencia.

—Y el segundo será mío —le aseguró Kharza.

El hechicero sacó una bolita pegajosa de un bolsillo oculto de su túnica y la arrojó a lo alto; la bolita estalló, y lo que había sido simplemente un pedazo de telaraña se ensanchó para convertirse en líneas grises de fuerza mágica. Tentáculos pegajosos salieron disparados en todas direcciones, en busca de roca sólida, que no tardaron en localizar. En menos de un segundo toda la cueva estaba cogida en una gigantesca y sombría telaraña, y ésta se estremeció por encima de las cabezas de los hechiceros, como un dosel gigante. Una gran gota pegajosa se desprendió despacio para caer con un silbido en el estanque de lava del suelo.

El rostro de Nisstyre, que brillaba rojo en la oscuridad de la caverna, palideció hasta tornarse casi gris cuando la telaraña de sombras le robó mágicamente el calor del cuerpo. Sus facciones mostraron el dolor provocado por aquella gelidez que le atenazaba los huesos, y sus manos se movieron con desesperante lentitud mientras formaban los gestos de un hechizo de respuesta.

El hechicero Xorlarrin no esperó el ataque; salmodió las palabras de una convocatoria. Arañas gigantes aparecieron a una orden suya y corretearon por la pegajosa tela gris en dirección a la presa designada. Resbalaron por los hilos y empezaron a descender mediante hebras plateadas en dirección a Nisstyre.

—¡Una muerte apropiada para un hereje! —se regocijó Kharza-kzad mientras las venenosas arañas, tan amadas por la Señora del Caos, se acercaban.

—¿Realmente luchas por el honor de Lloth? —se burló el otro.

La mano del hechicero más joven se balanceó despacio al frente en un arco amenazador, no hacia las arañas, sino hacia la telaraña misma. Kharza había esperado que aquello sucediera más tarde o más temprano, pues sólo un ataque mágico podía disipar la tela. Para su asombro, su contrincante soltó no una vibración de letal energía, sino un rayo de simple fuego.

Simple, pero efectivo, pues las llamas corrieron por cada hilo, prendiendo fuego a toda la telaraña. La telaraña de fuego era una gloriosa y deslumbrante visión, y Kharza se maravilló al contemplarla; también era, tuvo que reconocer, una brillante estrategia. El calor y la zahiriente luz de las llamas lo obligaron a ocuparse del fuego, y esto daría a su enemigo tiempo para ordenar su energía mágica, para recuperarse algo de la congelación del hechizo. Por fortuna, Kharza estaba bien preparado para la labor.

Protegiéndose los ojos con una mano de la brillante luz, el anciano sacó una escultura de obsidiana del tamaño de un puño de un bolsillo de la túnica. Como correspondía a un maestro de Sorcere, poseía un amuleto de Plelthong, un antiguo y poderoso objeto drow que controlaba muchos ataques y defensas. Kharza pronunció las palabras que liberarían la fuerza necesaria, alzó el amuleto —el rostro esculpido de un sonriente hechicero drow— y apuntó con él a la llameante telaraña.

Los labios de obsidiana se fruncieron y el amuleto en forma de drow escupió un chorro de fría luz azul hacia lo alto. La magia se extendió, hasta convertirse en un cono de poder que envolvió el fuego y lo extinguió; la telaraña siguió allí, pero ennegrecida y quebradiza, y los cuerpos carbonizados de las arañas colgaron y se balancearon un instante antes de caer en dirección a la lava.

Kharza se permitió una sonrisa triunfal y sólo un momento de celebración. Demasiado largo: un negro dardo salió disparado hacia él y le atravesó la mano alzada, arrancándole el valioso amuleto, que rodó entre las piedras corrientes.

El hechicero profirió un grito de dolor y ultraje, pero había aprendido lo peligrosa que era la vacilación. Sin preocuparse por arrancar el fino dardo de su mano, sacó una varita de su cinturón y apuntó con ella hacia arriba.

Como había esperado, otros dos mortíferos dardos habían emprendido el vuelo, y otro más estaba en la mano de Nisstyre. El comerciante no arrojó el último proyectil, sino que se lo llevó burlonamente a los labios y lo lanzó al aire como si se tratara de un beso. Ni se preocupó en apuntar, no lo necesitaba. Hechizadas para buscar a su blanco, las largas y negras armas describieron un círculo por la caverna y se abalanzaron sobre el hechicero Xorlarrin como aves de presa.

Kharza oprimió el mango de su varita una vez, dos y luego una tercera. Sostuvo el arma con firmeza por si era necesario un cuarto y definitivo ataque; pero su puntería era certera y los tres globos de luz volaron al encuentro de los proyectiles. El hechicero hizo uso de su poder natural para levitar y se elevó en diagonal, poniendo tanto distancia entre él y el inminente impacto como le fue posible.

Las esferas chocaron con los mortíferos dardos y estallaron, una tras otra, en espectaculares explosiones de luz verdosa. Los globos escupieron un ácido que corroyó el negro metal, y lanzaron gotitas de ácido y metal líquido a la repisa donde se había encontrado Kharza momentos antes.

Pero el hechicero Xorlarrin estaba a salvo de la letal lluvia. Flotando muy por encima del campo de batalla, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada de puro regocijo. ¡Qué maravilloso poder, qué deliciosa destrucción, liberaban sus creaciones! ¡Había poseído aquellos maravillosos juguetes durante todos aquellos años y nunca los había disfrutado!

Nisstyre observó la satisfacción de su enemigo y tomó buena nota de su creciente confianza en sí mismo. Permitió a Kharza su momento, sabiendo que pronto finalizaría, ya que todo iba como él, Nisstyre, había planeado. El hechicero de cabellos cobrizos había estudiado bien a Kharza-kzad, y había esperado cada ataque y defensa del hechicero de más edad. Sabía que el hechicero Xorlarrin era un maestro en batallas mágicas y tácticas, y había llegado a conocerlo lo suficientemente bien como para sospechar que el aislamiento del estudio, la concentración del esfuerzo necesario para crear fabulosas armas de destrucción, habían dejado peligrosos puntos ciegos en la educación de Kharza. Xorlarrin podía ser un maestro de magia y retorcida lógica drow, pero carecía del instinto del terreno del luchador, y por lo tanto, cuanto más sencillo el ataque contra un adversario así, mayores las posibilidades de tener éxito.

Pensando de ese modo, Nisstyre lanzó su siguiente hechizo. A una orden suya, el aire de la caverna empezó a agitarse, a adquirir fuerza e impulso, y antes de que el levitante Kharza fuera capaz de reaccionar, un potente viento lo atrapó al vuelo y lo arrojó aún más alto, a los brazos expectantes de la telaraña de sombras.

El fuego había reducido y ennegrecido la tela, pero ninguna fuerza física podía destruir su magia. El hechicero Xorlarrin chocó contra las pegajosas hebras y quedó sujeto allí, rebotando ligeramente y contemplando el estanque de lava. Sus ojos se volvieron veloces hacia Nisstyre; las manos del hechicero más joven centellearon en el aire mientras formaban el conjuro que destruiría la telaraña. Kharza se dio perfecta cuenta, y comprendió el peligro que corría. Su habilidad natural para levitar se había agotado y, una vez libre de la telaraña, podría lanzar un hechizo de levitación antes de precipitarse a su muerte, pero no estaba seguro; no tenía ni idea de lo que se podía tardar en recorrer aquella distancia.

Kharza-kzad no tuvo mucho tiempo para decidirse, pues su palpitante corazón no había latido ni tres veces cuando su oponente terminó la disipación del hechizo y se encontró cayendo en picado al mortífero estanque. El anciano sólo encontró una posibilidad de sobrevivir, y la utilizó; mientras caía, sus dedos se cerraron sobre otra varita, su mejor creación y su más profundo secreto.

Le tocó ahora a Nisstyre el turno de reír mientras contemplaba cómo su rival se hundía en la roca fundida. Había planeado aquel combate paso a paso y también tenía preparado un hechizo que pescaría de la lava los huesos del viejo drow. Desde el principio, había dudado que un Kharza-kzad vivo fuera a facilitarle alguna información útil, pero había modos de obligar a un espíritu a decir la verdad. Pronto sabría todo lo que el hechicero había averiguado sobre Liriel Baenre y su amuleto, y estaría en camino de hacerse con ambos.

La risa del comerciante se truncó de improviso. Algo se removía en el estanque de lava. Una forma oscura empezaba a surgir de la borboteante superficie y, mientras observaba, estupefacto, la figura esquelética de un drow se alzó despacio de la roca fundida. La lava había derretido toda la carne, pero la túnica del hechicero —y probablemente toda la magia que contenía— había sobrevivido intacta. Nisstyre no sabía cómo lo había hecho Kharza-kzad, pero sabía en lo que se había convertido el anciano drow.

Kharza-kzad era ahora un lichdrow, un hechicero elfo oscuro que existía más allá de la muerte, más allá de las limitaciones de la mente y el cuerpo. Invulnerable, casi invencible, la criatura no muerta podía conjurar a voluntad todos los hechizos reunidos durante sus siglos de vida.

El lichdrow se elevó en el aire, deteniéndose sólo al llegar a la altura de los ojos de su pasmado enemigo. Alzó un mano huesuda, y sujeta entre los dedos descarnados había una fina vara de metal, que brillaba todavía con el calor adquirido de la lava.

—Mi creación más excepcional —anunció el hechicero no muerto en un susurro tan árido como los huesos desecados—. Una varita de lichdom. ¿Quieres ver otra demostración… en tu persona, quizás?

Nisstyre se vio terriblemente aventajado, pero incluso ahora estaba decidido a decir la última palabra. Sujetó un anillo de teletransporte que lo sacaría del lugar y una sonrisa burlona se dibujó en su rostro.

—Tal vez dentro de varios siglos, cuando haya contemplado el triunfo de Vhaeraun y me aburra la vida, podría sentirme tentado a aceptar tu oferta. Cuando ese momento llegue, sin duda te encontraré todavía aquí.

Y con estas palabras, el comerciante conjuró la magia que lo sacaría del volcán y lo llevaría fuera del alcance del lichdrow Xorlarrin.

Con el tiempo, el antiguo Kharza-kzad podría hallar el camino de vuelta a Menzoberranzan, pero Nisstyre sabía que el hechicero conocía pocos conjuros de portales, y se había asegurado —o al menos, estaba tan razonablemente seguro como un drow podía estarlo sobre los secretos de otro— de que Kharza no conocía el camino de vuelta a su propia Torre de los Hechizos. Por el momento, por lo tanto, Nisstyre sentía que podía regresar a la ciudad con toda tranquilidad.

Puede que no hubiera conseguido la información que necesitaba de Kharza, pero había otro drow en Menzoberranzan que sabía más sobre los planes de Liriel de lo que estaba dispuesta a admitir. Era hora de ir en busca de su socia.

Shakti Hunzrin acababa de regresar a Tier Breche cuando llegó la llamada. Junto con otra docena de alumnas de nivel superior, estaba asistiendo a una sesión práctica sobre el acceso a los planos inferiores y cómo conversar con sus habitantes. El tema no tenía demasiado interés para la joven; en realidad, tras los acontecimientos de los últimos días, todos sus estudios en Arach-Tinilith no parecían otra cosa que un aburrido anticlímax, y habría dado la bienvenida a casi cualquier tipo de interrupción.

Casi.

Ocho guardias hembras armadas —parte de las fuerzas de elite de la casa Baenre— llegaron hasta la puerta del aula y ordenaron respetuosamente a Shakti que las acompañara. Con ellas iba un disco flotante, el transporte volador mágico usado por las matronas y sacerdotisas más poderosas. Shakti nunca había esperado viajar en uno, y no disfrutó mucho con ello mientras se deslizaba con gran pompa en dirección a la fortaleza Baenre, rodeada por su prestigiosa escolta. Pues al enviarle el disco flotante, la matrona Triel no honraba a su invitada sino que exhibía de modo descarado su propio poder y posición, y a Shakti, aquello le parecía el lógico primer paso hacia una muy pública ejecución. Lloth podría haber decretado que ninguna sacerdotisa matara a otra, pero el clan Baenre siempre parecía estar por encima de la ley.

Sus esperanzas no mejoraron cuando llegaron a la mansión Baenre y se la condujo al centro mismo de la primera casa: la enorme capilla. Gomph pasó veloz junto a ella en la puerta, con expresión sombría y taciturna, y Shakti comprendió al instante el motivo: ocho sacerdotisas Baenre estaban reunidas alrededor del altar. Un siniestro rito iba a realizarse en aquella sala que ningún varón podía presenciar.

La matrona Triel hizo una seña a la joven para que se acercara al altar y, mientras ésta lo hacía, alzó despacio el brazo. En él había un látigo armado con las cabezas de dos serpientes que se retorcían enfurecidas.

—Lloth sabe lo que hay en tu corazón —anunció Triel en tono frío y uniforme, al tiempo que empezaba a avanzar, despacio, con un destello de burlona satisfacción en sus por lo general inescrutables ojos.

En aquel momento Shakti comprendió que la Reina Araña había asistido a su trato con Nisstyre e informado a la primera matrona de su traición. Puesto que no podía hacer otra cosa, Shakti permaneció inmóvil aguardando el primer golpe del látigo pero, ante su total perplejidad, la matrona Baenre hizo girar el arma y la ofreció, por el mango, a la joven drow.

—Por orden de Lloth, vas a ser ascendida a gran sacerdotisa. Este látigo será tuyo. Asciende al altar para el rito de armonización.

No sin temor, Shakti hizo lo que le ordenaban. Había presenciado la ceremonia, que por lo común se celebraba después de las de graduación, y no era un espectáculo para los pusilánimes. Pero habría sufrido el rito de buen grado, de haber confiado en que Triel realmente lo fuese a celebrar.

Por una vez, la matrona Baenre mantuvo su palabra, y el círculo de sacerdotisas efectuó el ritual que armonizaba el arma con las emociones de la única persona que podría empuñarla.

Bastante más tarde, las ocho sacerdotisas ayudaron a Shakti a descender del altar. Las serpientes vivas que la habían sujetado allí se alejaron reptando hasta desaparecer en la oscuridad, a excepción de tres que había sido añadidas por medios mágicos al látigo. La joven admiró su nueva arma con una mezcla de orgullo y temor. ¡Cinco cabezas! Pocas sacerdotisas controlaban tantas, un látigo así era una señal del más alto favor de Lloth.

Triel despidió a las otras mujeres con un movimiento de la mano y luego indicó a Shakti que ocupara un asiento.

—Ahora debemos hablar sobre tu futuro —dijo sin rodeos—. No es necesario que regreses a la Academia, excepto para asistir a las ceremonias de graduación cuando llegue el momento. Eres libre de ocuparte de los negocios de tu familia, con todo el rango y honor de una gran sacerdotisa. Si esos negocios te alejan de Menzoberranzan de vez en cuando, que así sea. La casa Baenre y la casa Hunzrin han trabajado juntas en el pasado. Ahora volveremos a hacerlo, como nunca antes, por la gloria de la Reina Araña.

Shakti empezó a comprender el significado oculto de las palabras de su interlocutora. ¡Se suponía que iba a servir a la casa Baenre como sacerdotisa traidora! De vez en cuando el matriarcado descubría a un espía entre el clero —por lo general un sacerdote varón— que servía a Lloth en apariencia, pero a Vhaeraun en realidad. Lo contrario era casi desconocido, y la perspectiva de obtener tal espía doble hacía relamerse de maligno gusto a Triel.

Shakti se quedó con la información, y de nuevo echó una ojeada al látigo de cabeza de serpiente introducido en su cinturón. Lloth la estaba cortejando. ¡A ella!

Triel siguió hablando, bosquejando la misión de Shakti con preciso detalle y alguna que otra amenaza, pero la sacerdotisa Hunzrin no escuchaba las palabras de la matrona. Otra voz, más poderosa aún, captaba su atención.

Fue un susurro al principio, una misteriosa voz insinuante en su cabeza. Suave y seductora, la voz fue aumentando de potencia a medida que entregaba a Shakti hechizos para ocultar los pensamientos. Se los daba. Shakti supo sin asomo de duda que podría conjurar los nuevos hechizos a voluntad, sin reposo o estudio.

Estos hechizos no son más que el primero de mis regalos. Con ellos puedes jurar ante Lloth, insistió la voz, pero mantener tu lealtad a mí.

La voz siguió hablando, ofreciendo promesas de poder, afirmando que podía conceder la inmortalidad, insinuando incluso que no había hallado aún una consorte drow digna de su persona.

Shakti jamás había orado a Vhaeraun, pero reconoció con temor la voz del Señor Enmascarado. ¡El dios drow no tan sólo era real, sino que era también lo bastante poderoso como para hablar en secreto en el sanctasanctórum de Lloth! Y ella escuchó, dejándose tentar, sin incurrir en la cólera de la Reina Araña. Los escudos mentales de Vhaeraun eran sin duda más poderosos que ningún otro que ella conociera, pues las cabezas de serpiente, que se hubieran vuelto de inmediato contra una sacerdotisa infiel, siguieron retorciéndose amistosamente a su lado. Hechizos como aquéllos podían significar la diferencia entre la vida y la muerte en Menzoberranzan, donde cada gran sacerdotisa podía leer los pensamientos de otra.

¡Dos deidades, se maravilló Shakti, rivalizando por su lealtad! Eso la colocaba en una situación altamente peligrosa, pero también le ofrecía poder más allá de sus sueños más oscuros. Puede que no sobreviviera, pero no iba a rehusar.

La entrevista de Nisstyre con Shakti Hunzrin no salió como él había esperado. Ella había acudido a su llamada con bastante rapidez, pero penetró contoneándose en el cuartel general de su socio con el látigo de una gran sacerdotisa en la cintura.

El hechicero camufló cuidadosamente su miedo, pues durante siglos, el clero de Lloth había convertido en tarea sagrada el descubrimiento y destrucción de los seguidores de Vhaeraun. Shakti carecía de pruebas contra él pero, ahora que era una gran sacerdotisa, una sola palabra acusadora sería suficiente para que lo despellejaran vivo y lo colgaran en pedazos de las diferentes esquinas de Arach-Tinilith.

Bien, las acusaciones podían lanzarse desde ambas direcciones; ella había ofrecido convertirse en una sacerdotisa traidora.

—Si eres sincera respecto a tu compromiso con Vhaeraun, esa cosa no te ganará precisamente la simpatía del Señor Enmascarado —comentó él en tono seco, señalando el arma con las cabezas de serpiente que no dejaban de moverse.

—Vhaeraun está conmigo —repuso con firmeza Shakti, dedicándole un sonrisa de suprema seguridad, y entonces pronunció una palabra de poder que Nisstyre— que también era un eficaz hechicero —no había oído jamás. Una oscura sombra hizo su aparición, revoloteando por la habitación y posándose luego en el rostro de Shakti, para adoptar la forma de un antifaz del terciopelo más negro. El hechicero reconoció la manifestación de Vhaeraun, el Señor Enmascarado.

Mientras Nisstyre observaba en anonadado silencio, la doble sacerdotisa extendió la mano, con la palma hacia arriba, y en su interior había una gema, un centelleante rubí del tamaño y la forma del ojo de un drow.

—Esto no es más que uno de los regalos que me ha hecho Vhaeraun —explicó la mujer con siniestro placer—. Yo te lo hago a ti.

Su máscara de terciopelo se disolvió, para volver a convertirse en la negra sombra. La oscuridad fluyó como humo para envolver al hechicero y la sorpresa de Nisstyre se transformó en terror cuando se dio cuenta de que no podía hablar ni moverse.

Shakti avanzó hacia él, con el rubí en la mano extendida, que presionó sobre la frente del hechicero. Con un abrasador susurro, la gema quemó su carne y se hundió profundamente en el cráneo. El dolor superó cualquier cosa que el drow hubiera podido imaginar y sólo el sostén de los brazos de su invisible y traicionero dios impidió que se desplomara al suelo.

Finalmente su padecimiento terminó y el dolor candente en el cerebro de Nisstyre se amortiguó hasta convertirse en ardientes punzadas. Shakti sonrió y pasó los dedos por la porción de gema que seguía visible.

—Un tercer ojo —explicó—. El rubí está armonizado con un cuenco de visión que me permitirá ver todo lo que veas, incluso en la Noche Superior.

Fue este término, más que otra cosa, lo que convenció a Nisstyre de que el dios drow estaba realmente con Shakti, pues sólo los seguidores de Vhaeraun se referían a las Tierras de la Superficie como la Noche Superior. El dios había hablado con la sacerdotisa y la había hecho suya a pesar de las armas de Lloth que empuñaba. Qué deidad podía declarar como suya la lealtad más completa, Nisstyre no lo sabía, y esa incertidumbre convertía a la sacerdotisa en sumamente peligrosa.

—A donde vayas, mis ojos estarán puestos en ti —continuó Shakti—. A través del poder de la gema puedo hablar a tu mente cuando quiera y puedo infligir un dolor terrible. Si intentas traicionarme, morirás —anunció con la recién hallada tranquilidad y seguridad de los realmente poderosos.

Se instaló en el sillón de Nisstyre, señaló otro asiento más pequeño y le indicó que se sentara. Él así lo hizo, sin que mediara su voluntad en ello.

—Has recibido un regalo de Vhaeraun. Ahora es el turno de Lloth.

El hechicero recibió el anuncio con silencioso terror. Si su propio dios lo había convertido en un virtual esclavo de aquella hembra, ¿qué podría hacer la Reina Araña? Entonces le llegó la segunda sorpresa: el regalo de Lloth era información.

Shakti le contó todo lo que sabía sobre el amuleto de Liriel Baenre, incluso le dio copias de las notas que la joven había escrito; los detalles de los experimentos de la joven hechicera no estaban explicados, pero al menos esto sí estaba claro: el amuleto de Liriel era el que Nisstyre había robado al guerrero humano, y le concedía el poder de trasladar tanto su magia drow innata como la hechicería de los elfos oscuros a la Noche Superior.

Nisstyre recibió aquella información con una emoción que superó su dolor y humillación. ¡Esa era la llave que buscaba, lo que podría atraer a los orgullosos drows fuera de su mundo subterráneo! Y si podían hacerse copias, ¡qué maravillas podrían conseguirse! Vio mentalmente un ejército de drows, una fuerza silenciosa e invisible barriendo los territorios de la superficie. Con algo así, el reino de Vhaeraun —y su propio reinado— quedaban virtualmente asegurados.

El hechicero clavó la mirada en los relucientes ojos rojos de Shakti y vio allí un ansia de poder igual a la suya.

—No hay ninguna razón por la que los intereses de Vhaeraun y Lloth tengan que chocar —aventuró, y al ver que su interlocutora no le interrumpía, siguió hablando con más confianza—: Sabes lo que este amuleto podría significar. Si cae en las manos del matriarcado, sólo aumentará su poder, alimentará el interminable caos. La ciudad seguirá como es durante siglos. Pero con esta magia en mis manos, podría convencer a un ejército de drows a salir a la Noche Superior. Tú eres joven; antes de que finalices tu segundo siglo de vida ese ejército podría regresar y marchar bajo tus órdenes. Podrías venir a gobernar Menzoberranzan.

—Y desde Menzoberranzan, la Antípoda Oscura —añadió ella, muy segura de sus palabras—. La primera directriz de Lloth no ha sido tenida en cuenta durante demasiado tiempo. Muchos drows se alegrarían de poder conquistar las Tierras de Abajo.

—Poseo muchas alianzas en el mundo de la superficie —continuó él—. Provisiones, esclavos, información… necesitarás todas esas cosas para conseguir tus objetivos. Cuanto más poder tenga, más ayuda te puedo ofrecer.

—Tu reino arriba, el mío abajo —asintió la sacerdotisa.

A pesar de todo, era un acuerdo muy satisfactorio. Nisstyre sonrió, y el agudo dolor en el centro de su frente desapareció mientras pronunciaban las palabras que sellaban su pacto.

Shakti corrió a sus aposentos privados en el recinto Hunzrin. Golpeó repetidamente y con fuerza la pared, y en respuesta a su llamada, el naga oscuro ascendió reptando por los túneles y a continuación penetró en su habitación.

—¿Qué has encontrado para mí? —preguntó la joven.

El naga expulsó un mapa del mundo de la superficie, y cuando Shakti alisó el pergamino hasta dejarlo plano, la criatura sacó la larga lengua azul para señalar un punto cerca de un enorme bosque.

—Aquí haber muchas cavernas —siseó el mago con aspecto de serpiente—. Ssasser estuvo allí, nació allí. Cerca superficie, no radiación mágica. Muchas veces Ssasser vio drows salir por portales allí. Si hembra drow ser hechicera, entonces este camino puede haber seguido. Ssasser llevar luchadores quaggoths, viajar por portal mágico. —El naga oscuro hizo una pausa para lanzar un tremendo eructo, que escupió una serie de peinetas, hermosos y caros objetos realizados con los caparazones de las gigantescas tortugas de la Antípoda Oscura y tachonados de piedras preciosas—. Esto Ssasser coger de casa de hembra drow. Los luchadores quaggoths sacarán de ellos el olor de la hembra, la localizarán.

Era un plan lógico, pero los ojos miopes de Shakti se entrecerraron suspicaces. El naga había recibido casi toda su preparación mágica en la casa Hunzrin, y las sacerdotisas casi nunca usaban hechizos de teletransporte. Mediante el poder de Lloth deambulaban por los planos, yendo y viniendo de los planos inferiores con facilidad, pero pocas veces poseían la habilidad mágica necesaria para controlar los portales que llevaban a éstos de un lugar a otro en el plano material.

—¿Y de dónde podrías haber sacado tú tal hechizo?

No esperó una respuesta. Un simple hechizo de lectura mental extrajo la imagen del libro de conjuros de los pensamientos del naga y ordenó a la criatura que lo entregara. Tímidamente, el ser volvió a eructar y sacó el libro robado, pero Shakti no lo abrió, porque sabía que no se debían leer hechizos no aprendidos.

—Veamos qué puedes hacer con él —dijo al naga.

La criatura abrió el libro con el hocico y empezó a leer los arcanos símbolos. Pero el portal que necesitaba estaba más allá de su poder; el naga oscuro gimoteó de dolor y se enroscó en una convulsionada masa de anillos ondulantes.

Shakti suspiró y se rindió ante lo inevitable: de nuevo tendría que contratar al costoso hechicero. Odiaba desprenderse de más oro, y sencillamente no podía permitirse involucrar a un extraño en sus actuales planes. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

El naga, una vez recuperado del terrible dolor provocado por el hechizo, se sintió más que complacido de poder marchar en busca del mago drow. Entre tanto, Shakti envió a un criado a buscar a un par de quaggoths amaestrados.

La casa Hunzrin mantenía y criaba a aquellos seres parecidos a osos para usarlos como guardas y tropas de choque, ya que los quaggoths eran ideales para ambas cosas. Con una altura de más de dos metros, de musculatura poderosa y protegidos por un duro pellejo cubierto de espeso pelaje blanco, los quaggoths tenían un aspecto espantoso y eran luchadores fuertes y feroces; también guardaban una desagradable sorpresa para aquellos que conseguían herirlos o enojarlos.

Shakti entregó a las criaturas las peinetas que Ssasser había hurtado de la casa de Liriel. Aquellos seres poseían un agudo olfato y eran excelentes rastreadores, siempre y cuando ella pudiera enviarlos en la dirección correcta. Había llegado el momento de poner a prueba el rubí de Nisstyre.

Cuando Ssasser regresó con el hechicero, Shakti entregó al drow el libro de conjuros y le pidió que abriera un portal cerca del punto marcado en el mapa. Intrigado, el varón pasó las hojas del libro hasta hallar el hechizo adecuado, y, tras un período de estudio, realizó el necesario conjuro. Un reluciente óvalo apareció en la habitación de la joven.

—¿Se cerrará el portal por sí solo o requiere otro conjuro? —preguntó ella.

—Durará sólo unos instantes, luego se disipará —le aseguró el hechicero.

Shakti asintió y las cabezas de serpiente de su cinturón empezaron a retorcerse de impaciencia. La nueva gran sacerdotisa empuñó el arma, disfrutando con el contacto de la fría empuñadura de adamantita en su mano, y descargó un latigazo contra el hechicero que había contratado.

Las cinco cabezas de serpiente se lanzaron al frente para hundir los colmillos en su carne y un dolor paralizante y abrasador recorrió el cuerpo del drow. Incapaz de moverse ni de lanzar un hechizo en su propia defensa, se desplomó sobre el suelo. El espectáculo provocó en Shakti un frenesí de malvado júbilo y azotó al indefenso hechicero una y otra vez.

Cuando no quedó la menor duda de que estaba muerto, la joven volvió a guardar el arma. Respiraba con dificultad —más por la excitación que por el esfuerzo de matar al varón— pero una curiosa expresión de calma inundaba su rostro; se sentía saciada por la muerte del hechicero, totalmente satisfecha ahora pero también deseosa de volver a matar.

—Llevaos el cuerpo a través del portal —indicó a Ssasser, y al ver que el naga vacilaba, añadió—: Tú y los quaggoths podríais tomar un bocado antes de iniciar la cacería. No dejéis el menor rastro de él.

El naga sonrió con ferocidad e hincó los azules colmillos en el cadáver del drow. Alzando el pesado cuerpo, la criatura se arrastró hasta el portal pesadamente y se deslizó al interior anhelante. Pero los quaggoths se mantuvieron a distancia, evidentemente recelando de la desconocida magia.

Shakti agarró su tridente y golpeó a una de las reacias criaturas —el varón, desde luego— en la espalda. El ser profirió un rugido de dolor y se lanzó al interior del reluciente óvalo; su compañera echó una mirada a la furiosa drow y luego se introdujo en el portal sin más vacilaciones.

Finalmente sola, la sacerdotisa traidora depositó sus nuevas armas en fila, junto con el tridente mágico que hasta ahora había sido su única arma. Las admiró —el tridente, el látigo de cabezas de serpiente, el cuenco de visión del rubí de Vhaeraun— y debatió sobre cuál de entre ellos era su favorito.

Fue un ejercicio agradable, pues en realidad no tenía que elegir, aunque podría llegar en día en que tuviera que hacerlo. Hasta ese día, Shakti pensaba disfrutar de todas sus armas, de todo su poder, al máximo.