12

Puente del Troll

Fyodor siguió el sendero del empinado túnel durante muchas horas, sin darse demasiada cuenta de cuánto tiempo transcurría. Cuando ya no pudo correr, anduvo, y descansó lo poco que se atrevió. Tras un tiempo —si muy largo o muy corto no lo sabía— la senda se niveló y terminó en una pequeña cueva.

La oscuridad era menos intensa y cuando Fyodor apagó la última de sus antorchas, descubrió que podía ver relativamente bien. Tras una rápida exploración halló la salida, una pequeña abertura un poco por encima de la altura de su cabeza y no mucho mayor que un agujero de tejón, que lo obligó a usar su espada para arrancar piedras y tierra. Cuando consideró que el hueco sería suficiente, se sujetó a los bordes y se izó. Despacio, penosamente, consiguió pasar los hombros por la abertura, y por fin pudo rodar al exterior, agotado pero jubiloso. Durante un buen rato se limitó a permanecer allí, respirando profundamente al tiempo que examinaba el entorno.

El suelo bajo su cuerpo era duro y pedregoso, y las paredes de un barranco se alzaban verticales a ambos lados. A juzgar por las piedras lisas y redondeadas que había a su alrededor, comprendió que aquello era un lecho seco de un río, y que algo o alguien debía haber desviado el cauce, ya que en aquella época del año el agua debería haber corrido veloz, aumentada por el deshielo. El aire era fresco, pero mucho más cálido que la última vez que había contemplado la luz del día. O bien había estado vagando por la oscuridad mucho más tiempo del que habría creído posible, o había salido a muchos kilómetros del bosque de Ashan y el portal mágico que lo había conducido a la Antípoda Oscura.

Fyodor alzó los ojos hacia lo alto. Una espesa maraña de árboles se unía sobre su cabeza, y a través de la espesa cortina verde vislumbró el tenue resplandor rosa y plata que anunciaba la salida del sol. Amanecía. Era la visión más hermosa que había visto jamás, y una que no había esperado volver a ver nunca. Gracias a la joven drow había encontrado el camino de regreso al sol y, por lo tanto, le debía la vida, no una vez, sino dos.

Se puso en pie y trepó por la inclinada orilla, en busca de algo que pudiera decirle dónde estaba. El bosque a su alrededor era espeso y oscuro, pero delante, en dirección oeste, el follaje que rodeaba el seco lecho del río quedaba reducido a una vegetación baja de zarzas y matorrales que acababan de echar hojas. Era primavera, y la estación estaba mucho más adelantada que en su nativa Rashemen.

El joven recorrió a toda prisa la orilla en dirección al linde del bosque. Una colina descendía ante él hacia un fértil valle. Había prados, ya floridos y exuberantes, y un enorme laberinto de matas de bayas espolvoreadas de blancas flores; pero lo que resultaba más alentador eran los campos de centeno que crecían más allá, pues las cosechas bien cuidadas indicaban la presencia de un pueblo no muy lejos.

El guerrero asintió satisfecho. No obstante su alegría al encontrar un modo de llegar a la superficie, estaba decidido a regresar a la Antípoda Oscura tan pronto como le fuera posible para encontrar el rastro de los ladrones drows. Incluso aunque el poblado no lo compusieran más que unas cuantas granjas, podría adquirir las provisiones que necesitaba para su viaje, pues las monedas de plata que había ganado durante su trabajo como aprendiz todavía colgaban pesadamente en su bolsa. Con largas e impacientes zancadas, marchó en busca del poblado.

No había andado mucho cuando oyó los atareados sonidos de martillos y sierras. Detrás de los campos de labranza se apiñaba un grupo de edificios rodeados por una sólida empalizada de madera. Fyodor corrió hacia el portón y golpeó con fuerza.

Se abrió una pequeña portezuela y un rostro severo adornado con unos bigotes grises lo miró con ferocidad.

—¿Quién eres y qué es lo que quieres? —exigió saber el hombre con frialdad.

—Soy un simple viajero que busca adquirir provisiones —respondió Fyodor.

—¡Humm! Demasiado temprano para eso —refunfuñó el centinela, pero contempló al joven con una expresión un poco menos gélida.

Fyodor miró a su espalda, en dirección al este. El sol había aparecido por encima de las arboladas colinas y brillaba sobre los campos de grano proyectando largos rayos oblicuos.

—Es pronto —reconoció—, pero puedo oír que tu pueblo está ya inmerso en sus tareas.

—Prepararnos para la feria de primavera, eso es lo que hacemos —manifestó el guardián—. El río ha descendido una pizca y los comerciantes lo cruzarán un día de éstos. ¿De dónde dijiste que procedes?

—Mi tierra natal es Rashemen.

—He oído hablar de ella —repuso el otro, y sus ojos se entrecerraron reflexivos—. ¿Eres uno de sus bersérkers?

Por un instante, Fyodor no estuvo muy seguro de cuál era la mejor respuesta. Mucha gente temía a los guerreros de Rashemen, por lo que podían muy bien negarle la entrada a su pueblo, y él necesitaba desesperadamente provisiones y no podía permitirse perder aquella oportunidad. Por otra parte, tenía por costumbre decir la verdad.

—Lo soy, señor, pero lucho sólo cuando debo hacerlo.

—Ah. Bien pues, a lo mejor los aldeanos pueden venderte lo que necesitas.

La puerta de madera se abrió a un lado y Fyodor contempló perplejo el extraño pueblo situado tras ella. Reses y cabras estaban encerradas en pequeños recintos, masticando seco forraje invernal a pesar del abundante pasto de los prados situados fuera de los muros del poblado, y las casas que bordeaban la calle eran fuertes y resistentes estructuras de madera y piedra que carecían del confort hogareño de las construcciones rashemitas. No había postigos pintados, ni macizos de hierbas y flores amorosamente cuidados que alegraran los edificios; tampoco había cigüeñas en los tejados, que no estaban construidos de paja primorosamente entretejida sino de dura y oscura pizarra. No existía ni un toque de color, ni un ápice de belleza. Todo era madera y piedra desnudas. La población recordó a Fyodor un bosque en pleno invierno.

Sus habitantes no resultaban menos lúgubres. No se veían grupos de aldeanos en los patios, compartiendo tazones de humeante kvas junto con los cotilleos matutinos; por el contrario, hombres y mujeres corrían de un lado a otro, ocupándose de sus asuntos y hablando entre sí únicamente con frases ásperas y sucintas, cuando se molestaban en dirigirse la palabra. Docenas de aldeanos estaban atareados en apuntalar los muros de la empalizada, remachando travesaños y calafateando cualquier estrecha rendija con espesa arcilla roja. Otros construían hileras de tenderetes de madera a ambos lados de la calle principal, y el estrépito de sus martilleos inundaba el aire de la mañana. Mientras unos cuantos más exponían mercancías de su propiedad para venderlas: mantas de lana y madejas de hilo sin teñir, sencillos cacharros de barro, pescado y caza desecados, quesos de bola, tarros de miel y barricas de aguamiel. Aquellas actividades eran claramente las de un pueblo preparándose para un mercado de primavera, pero no se veía nada de la gozosa expectación que habría marcado tales preparativos en Rashemen. La atmósfera que se respiraba allí habría sido más apropiada en un pueblo asediado.

—¿Dónde está este lugar y cómo se llama? —preguntó Fyodor, curioso—. Discúlpame, pero he vagado mucho y me he desorientado.

—El pueblo se llamaba Puente del Troll —contestó el otro, dirigiéndole una aguda mirada—, y está a medio día de camino de ninguna parte en todas direcciones. Rutas comerciales y ríos por todas partes, y nosotros enterrados justo en el centro de todo ello, como el picor al que no puedes llegar porque está justo en el centro de la espalda —refunfuñó.

—¿Rutas comerciales?

—Al norte de donde estamos se halla la calzada de los Páramos Eternos, la carretera que lleva de Triverrón a Luna Plateada. Justo detrás está el río Dessarin. El vado del Caballo Muerto cruza por encima del sendero del vado de Hierro, que conduce al pabellón de caza Trompas Resonantes. ¿Por dónde viniste tú?

—Por el bosque.

Era la mejor respuesta que Fyodor podía dar, y al parecer fue correcta, pues las cejas del hombre se enarcaron y éste asintió visiblemente impresionado.

—No hay muchos hombres que puedan viajar a través del bosque Elevado. Creía que las historias sobre los bersérkers eran más bien increíbles, pero para salir con vida de ese lugar hace falta más de lo que tienen muchos hombres. Y no me sorprende que te sientas algo confundido. Un hombre puede vagar toda su vida por ese bosque y no hallar jamás la salida.

Aunque los nombres de las calzadas y ríos no significaban nada para él, Fyodor había oído hablar del bosque Elevado. Era una espesa y mágica zona boscosa, increíblemente antigua y extensa, y se hallaba a muchos cientos de kilómetros de su país. Esa información resultaba asombrosa, pero la aceptó como lo hacía con la mayoría de cosas: con una tranquilidad fatalista y la mirada puesta en lo que debía hacerse.

—Te agradecería que me informaras de dónde puedo comprar provisiones —dijo.

El guardián frunció los labios pensativo mientras contemplaba con fijeza la pesada espada del joven.

—Pasarán tres, puede que cuatro días, antes de que la caravana llegue —respondió con tranquilidad—. Tal vez podrías quedarte hasta entonces. Tenemos trabajo por hacer, si te interesa comprometerte a trabajar para nosotros durante unos días.

Fyodor estuvo a punto de preguntar por qué creía aquel hombre que él podría ser necesario, pues la población trabajaba a un ritmo frenético; a esa velocidad, los tenderetes estarían terminados al mediodía. Y ¿por qué, bien mirado, se le tendría que requerir que firmara comprometiéndose a permanecer allí durante el tiempo estipulado? ¿No era la palabra de un hombre garantía suficiente para aquellos sombríos aldeanos?

—Una comida pues —preguntó, esquivando la pregunta del centinela—. ¿Tiene una posada Puente del Troll?

—Así que te quedarás. —Los ojos de aquel hombre adquirieron un brillo penetrante—. Excelente, eso es excelente. —Llamó a un aldeano que pasaba por allí, un hombre alto y ágil que llevaba una manchada chaqueta de hilo así como una expresión agria—. ¡Tú, Tosker! Acompaña a este hombre a La Tetera Humeante y di a Saida que lo trate bien.

El hombre se detuvo y miró a Fyodor de arriba abajo. Sus ojos tomaron nota de las armas que llevaba y midieron la amplitud de su espalda.

—¿Eres un espadachín a sueldo?

—Señor, no lo soy.

Eso fue todo lo que Fyodor quiso decir al respecto, y más de lo que podía decir en tono respetuoso. En Rashemen, los guerreros luchaban sólo cuando debían; no era ninguna tontería acabar con una vida, y el joven luchador no sentía más que desprecio por los que mataban a cambio de una paga.

—Bueno, acompáñame de todos modos —repuso el hombre de mala gana.

Fyodor siguió a su reacio guía por una estrecha callejuela hasta llegar a la posada. A diferencia de las tabernas confortables y hogareñas de su tierra, aquélla era una especie de enorme granero, con gruesas paredes de piedra y largas ventanas estrechas cubiertas con cristales emplomados. Una barra de madera recorría toda una pared, y a lo largo de ésta estaba dispuesta una hilera de taburetes. Casi la mitad de los asientos estaban ocupados por gentes del pueblo que habían entrado a tomar una comida rápida compuesta por cerveza negra y gachas cocidas al vapor.

El rashemita ocupó un taburete junto a su guía. Saida, la mesonera, se acercó presurosa con un humeante cuenco en cada mano. Era una matrona rechoncha y vivaz de cabellos color avellana; lucía una expresión que dejaba bien patente que no toleraba tonterías y un grueso y cómodo chal de lana gris. Pero el chaleco que llevaba sobre la camisa estaba lleno de encajes y era de un rojo brillante. Era el primer destello de color que Fyodor había visto en aquel lugar deprimente, y lo tomó como una señal alentadora. Saludó a la mujer con afabilidad:

—Buen día tengas, Saida. ¿Puedes decirme dónde puedo comprar provisiones para emprender un viaje?

—Tengo muchos artículos disponibles en estos momentos —respondió ella—. ¿Qué necesitas?

Fyodor enumeró comida seca para el camino, una cuerda y tantas antorchas de brea como razonablemente pudiera transportar. Tosker se atragantó con la cerveza y miró al joven con ojos escudriñadores.

—Suena como si planeases ir Abajo. Sólo un loco haría eso.

—Sí, probablemente tengas razón —respondió él, y tomó un buen trago de su jarra. La bebida era amarga, pero llenó su muy vacío estómago con una agradable calorcillo.

—Si son drows lo que buscas, no hace falta que abandones este maldito valle para encontrarlos —dijo una voz temblorosa desde una esquina de la habitación.

Fyodor se dio la vuelta. Un anciano arrugado se alzó con dificultad de su silla y se acercó tambaleante al mostrador. Su rostro estaba surcado de viejas cicatrices y el párpado de un ojo se hundía profundamente sobre una cuenca vacía. A pesar de que era temprano, quedaba claro que había estado bebiendo desde hacía rato y que había sobrepasado ya los límites de la discreción.

—Cállate, viejo loco —le espetó Saida.

Pero el hombre se acercó más entre traspiés, demasiado repleto de cerveza y recuerdos para que lo disuadieran las palabras de la mujer.

—Vienen cada año —masculló, con el rostro desfigurado ante el recuerdo de tantos horrores—. Cada año. No se puede saber cuándo, pero por lo general atacan durante la luna nueva.

El guerrero hizo unos rápidos cálculos. La luna había estado menguando la noche que había seguido a los ladrones drows al interior del portal mágico, y si él había deambulado por la Antípoda Oscura durante tres o cuatro días, entonces ahora debía de ser el momento de la luna nueva. Eso explicaría las reparaciones en los muros, los animales encerrados, la sensación general de mal presagio. Pero ¿y los frenéticos preparativos para el mercado de primavera?

—Si vuestro pueblo está en peligro, ¿no resulta extraño celebrar una feria? —preguntó—. ¿O es que los comerciantes de estas tierras no temen tal amenaza?

—Ya lo creo que estarían muy asustados si lo supieran —respondió Saida, sombría—. Las caravanas por lo general ya han venido y se han ido a estas alturas. Pero el río baja caudaloso este año y las caravanas se retrasan. No les gusta detenerse aquí, estando como estamos tan lejos del sendero y de todo lo demás. Si los drows atacan mientras los comerciantes están aquí, probablemente será el último año que una caravana venga a Puente del Troll. Y entonces, te pregunto yo, ¿qué vamos a hacer?

Un hombre situado varios asientos más allá de donde estaba el joven, dejó caer su jarra con fuerza sobre la madera.

—Razón más que suficiente para que vayamos a la caza de esos malditos drows antes de que ataquen —rugió—. Clavemos sus cuerpos ensangrentados en estacas en medio de los campos para espantar a los cuervos.

Un mascullado coro de asentimiento surgió del mostrador, y el odio puro que destilaban las voces de los aldeanos envió un escalofrío de repugnancia por la espalda de Fyodor, que apartó a un lado su medio devorado cuenco de gachas, olvidada la sensación de hambre. Estaba a punto de preguntar a Saida el precio de la comida cuando el hombre de la oscura barba sentado a su izquierda le dio un golpe con el codo.

—Tú pareces un joven espabilado. Y si sabes cómo utilizar esa espada que llevas, puede que hicieras bien quedándote en Puente del Troll unos días. La pesadilla de un hombre puede ser la oportunidad de otro, como digo siempre.

El hombre barbudo sacó una correa de cuero de debajo de su jubón y colgando de ella había un pedazo triangular de oscuro cuero, que no obstante haber sido desecado y curtido, era sin lugar a dudas una oreja elfa. El aldeano agitó el trofeo ante el rostro del joven.

—Los gobernantes hechiceros de Nesme están dispuestos a pagar buenas monedas de plata por cada oreja negra que les llevemos. ¿Me comprendes, hijo?

Fyodor no se atrevió a responder. Si decía lo que pensaba, el hombre de la barba negra lo atacaría sin duda, y el joven guerrero sabía que recibiría al acero desenvainado con la fría furia de la cólera del bersérker. Por fortuna, el cazador de recompensas no insistió.

—¡Buenas monedas de plata! —repitió el hombre a la sala en general—. ¡Sin embargo, aquí estamos sentados con las manos en los bolsillos! ¿Por qué hemos de acurrucamos tras los muros cada vez que hay luna nueva? ¡Es hora de ir de caza!

—Dicen que los drows son difíciles de matar —intervino otro hombre, un tipo desgarbado con una aljaba de flechas colgada al hombro a la que dio una palmada—. Pero me parece que mueren si les disparas, igual que cualquier otra bestia salvaje.

Tosker se removió inquieto en su taburete, dejando bien claro que toda aquella conversación sobre combates no le gustaba nada.

—Mejor aún, podríamos localizar el lugar por el que salen y encerrarlos allí dentro.

—¿Y qué puedes saber tú al respecto? —le espetó el cazador de recompensas, que a continuación se inclinó sobre la barra para dirigir una airada mirada a Tosker—. Conoces las tierras de cultivo, pero ¿cuándo fue la última vez que pusiste un pie fuera de los campos? Hay más cuevas en estas colinas y bosques que pulgas en un perro. ¡Un hombre podría estar buscando toda su vida y no encontrar el sitio por el que salen los drows!

Fyodor sí conocía uno de tales lugares, pero no fue capaz de hablar. En menos de dos días de marcha, siempre y cuando encontraran el valor necesario para penetrar en la Antípoda Oscura, aquellas gentes localizarían la caverna donde él había encontrado a la muchacha drow. No era muy difícil adivinar qué le sucedería a la joven si aquellos aldeanos crueles y amargados la hallaban, y él no quería tomar parte en ello.

En la mente del guerrero no había la menor duda de que los habitantes de Puente del Troll habían sufrido a manos de las bandas de elfos oscuros saqueadores, y sospechaba que los drows habían cometido casi tantas atrocidades como los relatos les atribuían. Pero él había combatido y conocía los horrores que la humanidad era capaz de perpetrar. Todavía no había perdido toda esperanza en su propia raza llena de defectos, y no estaba dispuesto a condenar a todos los miembros de otra.

Joven como era, Fyodor confiaba en sí mismo para tomar tales decisiones juzgando a las personas de una en una. Su limitada Visión le concedía algún que otro atisbo de lo que podría llegar a ser, y aunque no dependía exclusivamente de ello, había averiguado que podía juzgar tan bien el carácter como muchos hombres sabios. Aun así, la joven elfa oscura era un misterio para él. Su risa había sido totalmente de elfo, un sonido mágico que recordó a Fyodor las campanillas encantadas y los bebés risueños. Traicionera desde luego lo era, y tan mortífera en combate como las historias sobre los drows le habían hecho esperar; sin embargo, no era un pedazo de obsidiana animada, ni una caricatura ambulante del mal. Fyodor se había sobresaltado ante la expresión de su rostro cuando le habló de la dajemma, y por un instante vio un alma gemela en aquellos extraños ojos dorados. Más inquietante todavía fue la fugaz pero cierta convicción de que aquella joven podía llegar a ser tan poderosa —e importante— como las Brujas que le habían enseñado a venerar desde la infancia. Aunque lo más preocupante de todo era la sensación de que su destino estaba ligado al de ella. ¡Sin embargo la muchacha era una drow! Fyodor no sabía que oscuros secretos podrían estar ocultos en aquella belleza; sólo sabía que no podía hacer nada que pudiera entregar a la elfa oscura a aquellas gentes vengativas.

De modo que el muchacho guardó silencio y terminó su desayuno en medio de la taciturna compañía de los aldeanos. Cuando comió hasta hartarse, compró a Saida las cosas que necesitaría. La mesonera le cobró más de lo que deberían haber costado los artículos, pero él no perdió tiempo regateando, pues a pesar de lo precioso que había sido el tiempo pasado bajo el sol, era tiempo robado a su misión.

En cuanto pudo irse sin problemas, Fyodor dejó atrás el pueblo de Puente del Troll y volvió sobre sus pasos, en dirección al bosque. Encontró la abertura de la cueva y se introdujo como pudo por ella. La repentina oscuridad lo envolvió y encendió la primera de sus antorchas de pino y brea. Llevado por un impulso, miró en derredor en busca de una piedra lo bastante grande para sellar la abertura y la izó hasta el lugar. Luego, sosteniendo la antorcha en alto, inició el descenso al interior de la Antípoda Oscura.