21
El Viajero del Viento
Nisstyre avanzaba a grandes zancadas bajo la fuerte luz de la mañana, con el rostro protegido y oculto por los pliegues de su capucha. No obstante los esfuerzos de su sacerdote drow, Nisstyre no se encontraba aún lo bastante fuerte para lanzar los potentes hechizos necesarios para el viaje mágico, por lo que él y sus luchadores se vieron obligados a ir a pie hasta las cavernas. Era arriesgado para los drows andar por allí durante el día, y los compañeros de Nisstyre —en particular Gorlist— fueron mostrándose más intranquilos a medida que transcurría el día.
Cuando por fin alcanzaron la primera de las colinas repletas de cuevas, el sol de la tarde proyectaba largas sombras sobre el rocoso paisaje. El hechicero, cuyos ojos estaban más acostumbrados que los de los demás a la cruel luz diurna, fue el primero en ver a las cuatro figuras inmóviles que yacían a lo lejos. Nisstyre maldijo por lo bajo y con fervor al reconocer a los drows que había enviado en busca de Liriel Baenre.
Se aproximó a toda prisa, y con gran alivio por su parte, comprobó que aún respiraban. Aún mejor, la pequeña asta de un dardo sobresalía del hombro de un cazador. Nisstyre se inclinó, la soltó de un tirón y olfateó la punta de la flecha. El característico olor de la poción somnífera drow —una poción basada en la magia de la Antípoda Oscura— persistía aún en el diminuto proyectil.
—¡Lo ha hecho! —masculló el hechicero.
Tan satisfecho se sintió Nisstyre por aquel descubrimiento que despertó a los dormidos con patadas mucho más suaves de las que habría empleado en otras circunstancias. El veneno que los había derribado duraba sólo unas pocas horas, por lo que era probable que Liriel no hubiera ido lejos. Es decir, no podía haber ido lejos a pie. El drow rezó para que la joven no hubiera marchado de aquel lugar mediante medios mágicos. Había modos de rastrear hechiceros que seguían los plateados senderos de la magia, pero éstos estaban fuera incluso de sus habilidades.
Un grito de triunfo interrumpió sus preocupados pensamientos. Gorlist lo llamó para que se acercara a donde estaba él y señaló la pequeña y tenue marca de una bota elfa.
Nisstyre se acercó, pero sus manos se movieron veloces en furiosa y silenciosa comunicación mientras recordaba al joven luchador la importancia del sigilo. El otro asintió con la cabeza, pero aguantó la reprimenda con la paciencia de una flecha tensada.
Veloz para reconocer el esfuerzo baldío, Nisstyre indicó con un ademán al ansioso drow que saliera tras la presa. No obstante, se aseguró de permanecer cerca de Gorlist. Ahora que sabía hasta qué punto era valiosa Liriel, el hechicero no quería arriesgarse a perderla por culpa de la sed de venganza del joven luchador.
Resultaba curioso, se dijo Nisstyre, que Gorlist hubiera concentrado su cólera en Liriel, en lugar de en el luchador humano que lo había herido tan gravemente. Mientras andaba, los pensamientos del drow permanecieron mucho tiempo puestos en el extraño humano, y en el amuleto que éste había poseído y que ahora estaba en poder de Liriel.
También reflexionó sobre la posible conexión entre aquellos dos seres tan dispares. Resultaba evidente que se habían conocido, pues de otro modo no tendría sentido la rebuscada treta que Liriel había organizado para disuadir de una persecución al interior de la Antípoda Oscura. Ella conocía la existencia del humano y lo temía; eso estaba claro. Pero ¿cómo se habían conocido, y qué podría suceder si se encontraban de nuevo? Era imposible que una orgullosa hembra Baenre pudiera unirse a un varón humano, y eso estaba bien. Al hechicero no le gustaba la perspectiva de que la magia drow de Liriel actuara de común acuerdo con la increíble furia combativa del humano. ¡Los seguidores de Vhaeraun eran demasiado pocos para arriesgarlos en un combate tan desigual!
Durante todo el día Liriel y Fyodor se turnaron para montar guardia, descansando lo poco que les era posible. La drow confiaba en su círculo mágico para mantener alejados ojos fisgones, pero éste no ofrecía mucha protección contra un ataque físico; por lo que ambos viajeros permanecieron alerta, no sólo a los peligros que los rodeaban, sino a los que cada uno pudiera representar para el otro.
Puesto que no podían dormir, charlaron. Fyodor relató una historia tras otra; algunas eran de naturaleza heroica, otras francamente cómicas, pero todas poseían capas de significado que intrigaban a la drow. Igualmente fascinante para ella era un tema que aparecía en todo momento: la comparación que el joven hacía constantemente entre «aquellos que piensan y aquellos que sueñan». Los drows —a excepción de aquellos pocos que se hallaban ya en el ocaso de su vida que descansaban bajo la forma de una ensoñación elfa— no soñaban ni dormidos ni despiertos. Pensaban, intrigaban y conspiraban, luego dormían. La misma Liriel no se sumía en el ensueño, pero se preguntó si su resolución de llevar a cabo la búsqueda de una runa no podría calificarse de una especie de sueño. Si eso fuera así, entonces a lo mejor era una soñadora en el fondo. Se trataba de un concepto totalmente extraño a un drow de Menzoberranzan, pero sin embargo parecía encajar con ella, y llenaba un hueco que nunca antes había sentido.
Lo mismo sucedía con las risas que compartieron en muchas ocasiones durante el día. Alternativamente serio y juguetón, Fyodor contemplaba el mundo con un irónico y oscuro humor no muy diferente al de ella, y su profunda risita grave se unía con frecuencia a la de su compañera. Aquél no era el modo de actuar de los drows, pues el humor de los elfos oscuros era por lo general una competición, un placer obtenido a costa de otro. La joven incluso disfrutaba con las bromas del muchacho, que carecían por completo de la maliciosa intención común entre los de su raza.
Fyodor le habló de su tierra y de las tierras que había atravesado, y las batallas que había presenciado. Aunque reconocía en sus palabras un amor por los viajes y la aventura igual al suyo, Liriel se sorprendió al observar que el joven sentía al parecer muy poco interés en el arte de luchar en sí.
—Si no te importa el arte de la espada, ¿cómo es que luchas tan bien? —inquirió ella.
—Rashemen es un país pequeño, rodeado de enemigos poderosos —respondió él, encogiéndose de hombros—. Todo rashemita aprende a combatir a una edad temprana.
—También lo hacen los drows. Hay más que eso en ti —declaró Liriel con calma—. He visto algunos humanos en Menzoberranzan. Algunos luchan mejor que otros, pero todos mueren con bastante facilidad. Tú te aferras a la vida con más fiereza de la que parece natural.
El humano permaneció silencioso un buen rato, contemplándola con mirada tranquila y apreciativa, y por un instante la joven recordó los hechizos de lectura mental del clero de Lloth, lo que le hizo preguntarse si aquel humano la estaría sopesando en algún invisible sistema de evaluación propio. No parecía probable que un simple varón humano, un plebeyo ataviado con toscas prendas, pudiera controlar tal magia, pero Liriel ya no se mostraba tan rápida en sacar conclusiones. Cuando el joven luchador asintió y empezó a hablar de cuestiones más personales, ella tuvo la extraña sensación que había pasado una especie de examen.
La drow escuchó con atención cuando Fyodor le habló de los bersérkers, y la extraña enfermedad que lo había aislado de la hermandad que defendía su tierra. Lo habían echado; al no poder ya controlar sus furias combativas se había convertido en un peligro para los que lo rodeaban.
—¡Eso es una total estupidez! —lo interrumpió Liriel con acaloramiento—. ¡Tras verte en combate, no se me ocurre otro luchador al que quisiera tener cubriéndome la espalda!
El joven le dirigió una leve y efímera sonrisa.
—Me haces un gran honor, pequeño cuervo. Pero considera los peligros. Debo luchar hasta que todos los que se enfrentan a mí han desaparecido, y ése no es el mejor camino siempre, para mí o para los que luchan conmigo. Pero lo que más temo —siguió diciendo en voz baja— es en lo que pueda convertirme antes de que la lucha se detenga. Viste lo que le hice a la criatura-oso. Juro por mi alma que jamás habría hecho algo así de haber podido elegir mi conducta. Y si no puedo mandar sobre mis acciones ahora, ¿cuánto tiempo tardaré en no poder distinguir al amigo del enemigo?
—Comprendo tu problema —dijo ella.
—Entonces comprenderás el propósito de mi dajemma. Las Brujas que gobiernan mi país me enviaron en busca de un antiguo amuleto que puede almacenar ese peligroso poder, de modo que pueda convocarlo de nuevo a voluntad.
Pues claro que ella lo comprendía. Liriel sintió de improviso como si su corazón fuera de plomo bajo el peso del robado Viajero del Viento.
—No me digas. Un amuleto que almacena magia —repitió en tono aburrido.
—Eso es. Cómo funciona su magia, no lo sé.
Puede que no, pero ella sí lo sabía. Liriel no se sintió excesivamente complacida al darse cuenta de que sabía más sobre la magia del Viajero del Viento que Fyodor, puede que incluso más que las Brujas de Rashemen. El amuleto era suyo ahora, adquirido a un precio exorbitante, y así debía seguir. Y sin embargo…
—¿Qué sucederá si nunca recuperas el amuleto? —quiso saber.
—Significa mi vida —repuso él, encogiéndose de hombros y atizando el fuego— y la ayuda que mi espada podría dar a mi convulsionado país.
Liriel se puso en pie de improviso y se encaminó hacia la entrada de la cueva. Hizo una seña a Fyodor para que se quedara atrás cuando éste mostró la intención de seguirla. Tras todo lo que había pasado entre ellos, necesitaba unos instantes de soledad para ordenar sus pensamientos.
El día se había consumido casi por completo, pero justo más allá de la cueva todo era una brillante luz dorada. La drow observó todo el tiempo que pudo resistirlo, intentando acostumbrar sus ojos a la luz del mundo de la superficie; aunque pasarían muchos días antes de que pudiera pasear bajo el sol con comodidad. La cuestión que la inquietaba ahora era si debía o no andar sola.
No podía abandonar su propia misión, porque hacerlo podía muy bien significar su vida. Siendo consciente de la codiciosa ansia de poder de su pueblo, la joven dudaba que pudiera regresar jamás a la Antípoda Oscura, con o sin el ambicionado amuleto. Ni tampoco podría sobrevivir mucho tiempo en la superficie sin su magia drow. Era una hechicera, no un guerrero, y aunque su habilidad con las armas era considerable no era suficiente para mantenerla con vida en aquel mundo hostil. No, tampoco podía renunciar al Viajero del Viento.
En efecto, ¿por qué debería hacerlo? Fyodor de Rashemen era un humano, un varón, un plebeyo y, por lo tanto, según todas las disposiciones que Liriel había conocido, indigno de ser tomado en cuenta. ¿Por qué, pues, aquella insólita preocupación por su éxito? Era una cuestión que desconcertaba y enojaba a la joven drow.
Pero lo que frustraba sobre todo a Liriel era qué una persona no pudiera mejorar a menos que otra fuera degradada. Siempre había sido así, y hasta ahora jamás había puesto en duda aquella sencilla realidad; pero ahora se rebelaba contra ella y rebuscaba en los tortuosos senderos de su mente de elfa oscura para hallar otro modo.
Y sin embargo, cuando por fin Liriel regresó a la sedante oscuridad de su campamento compartido, lo hizo con el amuleto Viajero del Viento oculto en el fondo mismo de su bolsa de viaje.
Con la llegada del crepúsculo, Liriel y Fyodor abandonaron furtivamente la cueva y desandaron el camino en dirección a la caverna derrumbada. Cuando se acercaron al campo de batalla, una nube de cuervos a los que se había interrumpido alzaron el vuelo, abandonando su banquete entre sonoros graznidos de disgusto.
El rostro de Fyodor se llenó de sombrías arrugas mientras inspeccionaba la carnicería del día anterior, y Liriel sospechó que su compañero no disfrutaba con aquel recordatorio de su último frenesí combativo, aunque la joven avanzó con pasos rápidos por el pedregoso terreno en dirección a los cuerpos de sus difuntos adversarios. Allí había respuestas que debía conseguir.
Hizo caso omiso de los restos destrozados del quaggoth y se arrodilló junto a lo que quedaba del naga oscuro. Las escamas azules de la criatura aparecían apagadas y polvorientas, pero seguían siendo una coraza formidable. Utilizando su cuchillo más resistente, la drow golpeó e hizo palanca y tiró hasta conseguir desprender una sección de las escamas; luego abrió una hendidura en el cuerpo del naga y extrajo de él un saco que parecía más una mochila que cualquier cosa que pudiera hallarse en una criatura que había estado viva.
Fyodor se aproximó, intrigado, mientras Liriel estiraba de extremo a extremo la única abertura del saco y empezaba a vaciar su contenido. Había temido regresar a aquel lugar, pero comprendía que la drow necesitaba descubrir quién la perseguía, y lo cierto era que también él deseaba saber más sobre el hechicero llamado Nisstyre, y qué era lo que quería de Liriel. De modo que Fyodor contempló con suma atención cómo ella sacaba cierta cantidad de artículos curiosos: una daga ancha y larga; un pequeño arsenal de cuchillos; varios frascos de pociones y venenos; un mapa bien enrollado; una bolsa llena de monedas de platino; otra repleta de joyas; varios pergaminos de conjuros, y un pequeño libro. Sin prestar atención a los otros objetos, la joven alargó la mano hacia el libro y pasó varias hojas. Sus hombros se hundieron.
—¿Qué sucede? —preguntó Fyodor en voz baja.
—Esto es un libro de conjuros, un duplicado del que yo llevo. Es la obra del archimago Gomph Baenre. Mi padre.
La voz de la drow sonó fría y serena, pero a Fyodor no le pasó por alto la leve nota de desesperación.
—A lo mejor se lo robaron.
—Gomph es probablemente el hechicero más poderoso de una gran ciudad drow. La magia de un naga es una nadería en comparación. No, esta criatura sólo podía conseguir el libro de conjuros con el conocimiento y aquiescencia de Gomph.
—Es tu padre; quiere que regreses —razonó él.
—¡Quiere verme muerta! ¿Qué crees que eran el naga oscuro y los dos quaggoths: una embajada diplomática?
A Fyodor no se le ocurrió ninguna palabra de consuelo para tal traición, de modo que permaneció en silencio mientras la competente joven recogía los tesoros del naga. Liriel introdujo la daga en su cinturón de armas para reemplazar la espada que había perdido en la caverna, e introdujo cuchillos en los numerosos bolsillos y correas hábilmente ocultos por toda su persona. No pareció que le importara que Fyodor viera cómo y dónde iba armada.
El joven vio en aquella acción no tan sólo turbación mental, sino una cierta confianza, y lo dejó pasmado que esta muchacha, que acababa de aceptar una aplastante traición con estoica calma, pusiera su confianza en él. Fyodor había llegado a apreciar la intensa y entusiasta forma de plantearse la vida de la elfa oscura, pero sólo ahora vislumbraba el auténtico calibre de su animoso espíritu. Lo que había sido su vida entre los drows no podía ni imaginarlo; pero sospechaba que aquello en lo que podía convertirse podría dar forma a los relatos que los hijos de sus hijos pudieran contar algún día.
Liriel lo guardó todo, dejando el libro de conjuros para el final. Lo tomó, vaciló, luego se lo entregó a Fyodor.
—Esto es demasiado valioso para dejarlo, pero no soy capaz de llevarlo.
No había ni un deje de debilidad en su voz; era tranquila y realista. El rashemita le dio su aprobación y la admiró por ello. Tomó el libro y lo depositó en el fondo de su bolsa de viaje; luego, le tendió la mano a la drow.
Liriel vaciló, pero enseguida sus finos dedos se cerraron sobre los de él y permitió que la ayudara a levantarse. Tampoco retiró enseguida la mano. El uno al lado del otro, los dos camaradas se perdieron en la creciente oscuridad.
Transcurrió una hora, y luego otra antes de que Fyodor rompiera el silencio que pesaba como una losa entre ellos.
—¿Adonde te dirigías antes de que Nisstyre saliera en tu busca?
«A Ruathym», pensó Liriel, pero no estaba lista aún para divulgar su destino final, de modo que mencionó Aguas Profundas, y él asintió pensativo.
—Es un largo viaje. Debemos viajar de día si hemos de mantenernos por delante de los que te persiguen. Necesitaremos provisiones y caballos. Hay un poblado cerca, Puente del Troll, donde puedo adquirir ambas cosas.
—Pero ¿qué hay de tu propia búsqueda? —La joven drow lo contempló fijamente llena de confusión—. ¡Creía que querías enfrentarte a los ladrones de Nisstyre!
—Y eso haré. Primero me ocuparé de que llegues sana y salva a tu destino, mientras aún pueda hacerlo. ¿Hay gentes en Aguas Profundas en las que puedas confiar?
—Eso creo, pero y tu…
Fyodor apoyó un dedo sobre los labios de la joven para acallarla.
—No te preocupes por mí; arreglaré mis asuntos. A donde tú vayas, Nisstyre te seguirá. ¿No es eso?
—Sí, pero…
—¡Es suficiente! —Alzó las manos al cielo en fingida exasperación—. ¿No acordamos trabajar juntos?
Liriel se limitó a asentir. Sonaba tan fácil cuando él lo decía que su mente empezó a dar vueltas a las posibilidades de tal acuerdo. Si dos personas podían realmente combinar sus habilidades y energías, ¡cuánto más no podrían conseguir que siendo uno solo! Tal vez existía un modo…
No obstante, mientras se dirigían a toda prisa hacia el poblado, los recuerdos de su vida en Menzoberranzan no dejaban de regresar a su mente. A pesar de su frívola despreocupación por la vida clerical, la Senda de Lloth había sido grabada profundamente en su mente y corazón; había visto los sacrificios que la diosa requería, el brutalmente impuesto aislamiento que se exigía de aquellas que servían a la Señora del Caos. El poder del matriarcado drow tenía un precio y sólo las sacerdotisas de Lloth comprendían en toda su extensión la crueldad de la diosa.
Liriel no pudo evitar preguntarse qué pago se le exigiría por pensar en unir su camino con el de un varón humano. Peor, por pensar que su sueño podría crecer para dejar lugar a otro. Y lo que era aún más herético, por atreverse a soñar siquiera.
No, lo que Fyodor sugería no era tan fácil.