16

Cazadores

Solo en su estudio, Nisstyre reflexionó sobre la extraña alianza que había concertado. Había aceptado la oferta de Shakti Hunzrin, no sólo para colocar un espía en el baluarte del poder de Lloth, sino también para averiguar más cosas sobre el objeto mágico que la sacerdotisa había mencionado, pues creía saber cuál podría ser.

El hechicero rememoró la batalla en el bosque de Rashemen y el amuleto que se había llevado como único trofeo. Cuando su patrulla no regresó a Menzoberranzan con el amuleto, Nisstyre había considerado toda la incursión una pérdida. Luego vino su encuentro con Liriel y la recuperación de la patrulla perdida; aunque Nisstyre no encontró el amuleto en los cuerpos de los soldados drows ni en los dos muertos en la caverna ni entre los restos esqueléticos que había recuperado más tarde de la guarida de los murciélagos subterráneos. Había supuesto que el objeto se hallaba perdido en algún lugar de la cueva o que incluso un dragazhar podría habérselo tragado. La atención de Liriel parecía centrada por completo en su desconocido adversario y en la necesidad de asegurar que ese enemigo no la siguiera al interior de la Antípoda Oscura, por lo que a Nisstyre no se le ocurrió que la joven pudiera haber cogido el amuleto. Al parecer debería haber pensado en esa posibilidad.

La última persona que había poseído el amuleto fue un guerrero de fuerza sobrehumana, un hombre que el comerciante había abandonado para que muriera en los bosques de Rashemen. El hechicero drow había creído que era la magia del amuleto la que provocaba la violenta furia combativa del humano, si eso era así, ¿qué utilidad podía tener para Liriel, y por qué deseaban obtenerlo con tanta desesperación las sacerdotisas de Menzoberranzan?

Nisstyre echó hacia atrás su silla y abandonó su estudio. En toda la ciudad, sólo había un drow que podría tener la respuesta a aquellas preguntas.

Kharza-kzad Xorlarrin deambulaba por su habitación, loco de preocupación e indecisión. Zeerith Q’Xorlarrin, su hermana menor y matrona de la familia, acababa de dejarlo tras una entrevista de lo más perturbadora.

Liriel, al parecer, se había metido en graves problemas. El anciano hechicero había temido que algo así pudiera suceder a la impetuosa joven y, hasta cierto punto, se culpaba a sí mismo por ello. Si hubiera sabido más cosas sobre los planes de su alumna, tal vez podría haber hecho algo para desviar tal desastre. Desde luego, sabía que Liriel había estado en la superficie y que allí obtuvo alguna magia nueva; pero no había imaginado que hubiera hallado un artefacto humano y jamás se le habría ocurrido que algo creado por un humano pudiera poseer tanto poder o provocar tal conflicto.

¡Llevar magia drow a la superficie! Kharza-kzad se sentía anonadado ante las implicaciones de algo así. Pero aquella perspectiva, por espantosa que pudiera ser, no era lo que había vuelto loco de pesar y preocupación al anciano hechicero.

Sobresalía en la creación de varitas mágicas, en particular las que se usaban para las batallas. Sus varitas eran las preciadas posesiones de más de un hechicero de combate y cientos de enemigos de Menzoberranzan habían caído ante su magia; sin embargo él, Kharza-kzad Xorlarrin, jamás había matado.

El anciano hechicero no estaba seguro de cuántos drows podían afirmar lo mismo, y estaba seguro de que muy pocos se jactarían de ello. Él nunca antes había considerado realmente aquella cuestión, jamás había imaginado a aquellos que caerían bajo sus destructivas varitas, y ahora lamentaba su aislamiento, su dedicación a su solitario arte. De haber presenciado unas cuantas batallas, empuñado sólo una de sus propias armas, a lo mejor estaría mejor preparado para quitarle la vida a su alumna. Pues la matrona Zeerith le había ordenado que diera con Liriel, que se apoderara del amuleto y que no dejara ni rastro de su antigua propietaria.

A Kharza-kzad ni se le ocurrió rechazar la orden de Zeerith. Era un drow de Menzoberranzan, un varón inferior no obstante su poder y su cargo honorario en Sorcere, y estaba obligado por ley a honrar la voluntad de una matrona regente.

Los dedos del hechicero, arrugados y resecos, se cerraron sobre la empuñadura de la varita guardada en su cinturón y se preparó para lo que debía hacerse. Sin embargo el familiar objeto resultaba un extraño en su mano, tanto como la terrible tarea a la que debía enfrentarse.

En una habitación cerrada con llave en la fortaleza Hunzrin, protegida por salvaguardas mágicas para mantener alejados los ojos fisgones de su familia, Shakti salmodió las palabras de un hechizo clerical. Resultaba arriesgado invocar a Lloth en su causa, pero si la diosa no estaba realmente de su lado, la joven prefería saberlo.

La joven sacerdotisa había sido una de las últimas en abandonar la capilla Baenre tras la memorable reunión. La humilde categoría de la casa Hunzrin había asegurado que ocupara un asiento cerca de la parte posterior de la sala, y había permanecido allí para observar a las otras sacerdotisas, para vigilar quién intercambiaba miradas conspiradoras con quién y quién salía con expresión airada. Y en las sombras de la capilla, ella, Shakti Hunzrin, había visto lo que pocas de las sacerdotisas de Menzoberranzan adivinaron: la auténtica voluntad de Lloth.

La enorme ilusión mágica, la metamorfoseante araña-drow, observó a las fieles de la Reina Araña con ojos dorados y el rostro de la odiada rival de Shakti. Sin embargo cuando la capilla quedó casi vacía, la ilusión volvió a cambiar, y los ojos de la drow se dedicaron a oscilar entre el color ámbar y el rojo. A Shakti el mensaje le pareció muy claro.

La Señora del Caos había rechazado la sentencia de muerte que Zeerith Q’Xorlarrin había lanzado sobre Liriel y en su lugar se había declarado una competición. El favor de Lloth era algo caprichoso, un premio concedido a la más ingeniosa y retorcida, y por el momento, Liriel Baenre parecía lucir la corona. Shakti pensaba arrebatársela.

De modo que entonó una plegaria a la oscura diosa de los drow, solicitando un hechizo de invisibilidad para envolver a su sirviente. Ssasser, el naga oscuro, aguardaba impaciente a su lado. La criatura con aspecto de serpiente estaba enroscada ante un ornamentado espejo, y la tenue luz procedente de los candelabros colocados en el marco del espejo brillaba sobre el cuerpo de escamas azules del ser. Con los ojos cerrados, Shakti salmodió las palabras finales del hechizo. Un siseo de inconfundible júbilo y triunfo indicó que Lloth había respondido a su oración y cuando Shakti abrió los ojos el naga había desaparecido.

La sacerdotisa levantó su tridente y lo agitó ante el espejo. Al instante la imagen del naga apareció en el cristal. El repugnante rostro de la criatura se crispó en una mueca enojada, y su larga y fina lengua se agitó en dirección a su reflejo.

—No te inquietes, Ssasser. Excepto este reflejo, eres invisible —le informó la joven.

Shakti no era tan tonta como para perder de vista por completo a aquella criatura poseedora de magia. El naga era virtualmente un esclavo de la casa Hunzrin, pero era una criatura tan malvada y traicionera como los drows a los que servía, y a Ssasser le encantaría tener la posibilidad de matar a una sacerdotisa Hunzrin; a decir verdad, la astuta criatura empezó a escabullirse lejos de su revelador reflejo.

—Quédate ante el espejo, donde pueda verte —le espetó la sacerdotisa—. Escucha bien, regresarás a casa de Liriel Baenre. Registra el lugar en busca de cualquier cosa que te sirva para seguir su rastro y regresa al recinto Hunzrin con la información que obtengas. Entonces te daré un par de quaggoths para que te ayuden en la cacería. Cuando mates a Liriel y me traigas el amuleto, te ganarás tu libertad.

El rostro en el espejo del naga oscuro se iluminó ante la información. Los quaggoths eran enormes criaturas bípedas de pelaje blanco que parecían un cruce entre ogros y osos, y si bien no eran particularmente inteligentes, sí eran cazadores feroces, fuertes y astutos en el combate. Algunos drows los esclavizaban para usarlos como soldados o guardias. A Ssasser le encantaba dar órdenes y con tropas así sin duda llevaría a cabo la deliciosa tarea de asesinar a una hembra drow.

—Ssasser escuchó todo lo que dama Shakti dice. ¿Ssasser caza ahora? —imploró la criatura.

A una seña de la drow, el naga se lanzó en dirección al pequeño túnel que conducía fuera de la habitación y resbaló serpenteante por los muros del recinto.

Shakti sonrió, complacida por la impaciencia de su servidor. Tenía una gran opinión de los comerciantes de El Tesoro del Dragón y su decisión de trabajar con Nisstyre no la había tomado a la ligera; no obstante, había otros cazadores a su disposición y estaba decidida a lanzar a cada uno de ellos tras la pista de Liriel.

En las colinas situadas al norte del poblado de Puente del Troll, Fyodor de Rashemen se acurrucó todo lo que pudo tras un montón de rocas y atisbo al interior de una pequeña cueva. El sol se alzaba a su espalda, pero la mañana era helada y el rocoso suelo estaba blanco por los restos de una escarcha tardía. El joven guerrero se sopló en las manos para calentarlas y se acomodó para vigilar y esperar. Llevaba días tras el rastro; ahora por vez primera, tenía a su presa a la vista.

Una chispa llameó en las profundidades de la cueva, y luego otra. En un instante, una diminuta fogata dejó escapar una exigua luz; no le llegó ningún olor a carne asada, pero eso no sorprendió a Fyodor. Los drows, al parecer, comían los alimentos crudos. Había seguido a aquellos tres a través del bosque y en más de una ocasión se había tropezado con caza que acababan de abatir; pero aunque en ningún momento había perdido su rastro ni una sola vez consiguió descubrir los restos de una fogata. Le sorprendió bastante que los elfos oscuros se arriesgaran a encender una en aquel momento. Claro está que empezaba a clarear y un pequeño fuego, encendido para calentarse dentro de esta cueva en una remota ladera, no era muy probable que fuera visto.

Antes de la llegada del nuevo día, los drows se refugiaban del sol. El accidentado paisaje estaba salpicado de cuevas, pero aquélla era la primera vez que Fyodor localizaba su escondite. Llevaba persiguiendo a los drows varios días ya, desde la caverna de la Antípoda Oscura repleta de cuerpos de murciélagos gigantes y elfos oscuros, aunque algo en el campo de batalla le molestó; qué exactamente, no supo decirlo. Había registrado los cuerpos de los dos drows muertos y no había hallado el amuleto en ninguno de ellos, si bien esto no le sorprendió, pues sin duda los supervivientes se habrían llevado tal tesoro con ellos. De modo que había seguido las ensangrentadas pisadas de los tres drows restantes hasta un empinado túnel que lo condujo hacia la superficie, a unas colinas escarpadas y rocosas. Su presa se dirigía hacia el este, viajando durante la noche a una velocidad que Fyodor, que seguía el rastro durante el día, apenas podía igualar.

Pero había llegado el momento. Cuando los drows salieran de la cueva con la llegada de la noche, él reclamaría su amuleto o perdería la vida.

El naga oscuro se encogió en una esquina, precavido a pesar del hechizo de invisibilidad que lo ocultaba a los ojos de todos. Ssasser se había introducido en el castillo de Liriel como había hecho antes, salvando con facilidad la puerta protegida por una trampa al tragarse el dardo disparado por la ballesta. No temía a los sirvientes que se ocupaban de la residencia de la drow, pues su servidumbre a la familia Hunzrin le había conseguido una considerable cantidad de magia; pero el poderoso ser del estudio de Liriel estaba más allá de los poderes del naga.

Gomph Baenre, el hechicero más famoso de la ciudad, estaba sentado ante el escritorio de su hija, con libros desperdigados alrededor de los pies y el rostro crispado en una mueca aterradora.

Sus largos dedos negros se movían realizando los ademanes de un hechizo y murmuraba palabras arcanas con la precisión obtenida mediante un gran poder y una larga práctica. Ssasser prestó poca atención a los gestos —puesto que carecía de manos, tal conocimiento no le servía de nada— pero escuchó con atención el conjuro y lo repitió para sí en silencio, varias veces, hasta estar seguro de haberlo memorizado.

Tan absorta estaba la criatura en su lección robada que en un principio no observó el resultado del hechizo. Una columna de humo llegó flotando al interior del estudio, en apariencia procedente de una de las paredes de piedra tallada, luego la nube se liberó de un tirón de la pared y adquirió la forma de una estatua drow de piedra animada.

—No encuentro nada de valor aquí —anunció el hechicero, agitando la mano con impaciencia sobre los montones de libros descartados—. Encuentra a los criados de la muchacha y a ver qué averiguas sobre su paradero.

El gólem hizo una reverencia y abandonó la estancia a grandes y ruidosas zancadas. Ssasser se encogió fuera del alcance de aquellas pétreas botas, luego se deslizó con impaciencia al frente para ver lo que el archimago haría. Casi nunca tenía el naga la posibilidad de observar a un hechicero tan poderoso y la criatura esperó que Gomph realizase otro conjuro.

Pero el drow no lo complació. Se pasó las manos por la larga cabellera blanca en un gesto de suprema frustración; luego permaneció sentado en silencio, sumido en sus pensamientos, hasta que por fin sacó un pequeño libro de un bolsillo de su reluciente capa y, tras pasar unas páginas, lo arrojó sobre la mesa.

—No puedo hacer esto solo —murmuró para sí—, ni siquiera con una copia del libro de conjuros que le di. Usando estos portales, Liriel podría estar casi en cualquier parte. No puedo abandonar la ciudad. Y sin embargo, ¿puedo confiar tales conjuros a otro hechicero?

Gomph se puso en pie y empezó a pasear por la estancia.

—No —decidió finalmente—. Si no puedo encontrar a la muchacha antes de que averigüe el peligro que corre y huya de la Antípoda Oscura, la habré perdido, y a su magia con ella.

Un estrépito surgió del piso inferior. El alarido de una mediana esclava les llegó con toda claridad, un gemido de dolor que rápidamente se convirtió en un sincero borboteo de palabras. El hechicero sonrió y abandonó la habitación para averiguar qué información había extraído a la doncella de su hija su pétreo sirviente.

El invisible naga se arrastró presuroso hacia la mesa. Sus fauces llenas de colmillos se abrieron de par en par y se lanzó sobre el precioso libro, que engulló, tragando saliva varias veces para que descendiera más rápido por su gaznate en dirección a la seguridad de un órgano interno que alojaba, en aquellos momentos, dos pergaminos con hechizos, varios frascos de venenos y pociones, una pequeña hacha de mithril, una daga bastante bonita y el dardo que se había tragado recientemente. Ssasser podía vomitar cualquiera de aquellos objetos a voluntad, y por si hacía falta más adelante, el naga se tragó también un gran mapa del mundo de la superficie. Con eso, convencería a su dueña Hunzrin de que poseía la información necesaria para dar con la hembra renegada.

El libro de conjuros se lo quedaría como recompensa y no se lo mencionaría a nadie.

Lejos de la tumultuosa ciudad drow, Liriel brincaba alegremente por los oscuros pasadizos de la Antípoda Oscura. Se sentía cansada pero inmensamente feliz. Ahora que el amuleto llamado Viajero del Viento estaba en su poder, hechizado para contener la incomparable magia de la Antípoda Oscura, regresaría a Arach-Tinilith a pulir sus poderes en preparación para el viaje alas Tierras de la Luz. Los años de estudios que le esperaban no parecían tan largos ahora ni la carga de sus estudios clericales tan pesada y deseó, por un efímero instante, que hubiera alguien con quien pudiera compartir su éxito. Pero los drows no se comportaban así y Liriel se sentía demasiado animada para albergar pesar por algo que jamás podría ser. La joven drow conjuró el portal que la conduciría de vuelta a la Torre de los Hechizos Xorlarrin y, con un suspiro de satisfacción, penetró en la abertura.

Kharza-kzad estaba allí para recibirla, pero no parecía el mismo drow quejumbroso de siempre. El hechicero estaba en pie, tenso e inmóvil. Sus ralos cabellos, que por lo general aparecían totalmente desordenados, habían sido pulcramente peinados, e incluso las arrugas de su rostro parecían menos pronunciadas; también parecía extrañamente decidido, curiosamente sosegado.

—¿Tienes idea de lo que has hecho? —inquirió él con voz tensa y lúgubre.

Liriel se quedó helada, aturdida por un instante al comprender que Kharza la había descubierto. Pero desde luego podía manejar al anciano; ya había conseguido convencerlo en muchas ocasiones con sus encajitos.

—¡Claro que sé lo que he hecho! Es maravilloso, en realidad. He encontrado un modo de…

—¡Has firmado tu sentencia de muerte, eso es lo que realmente has hecho! —interrumpió él—. ¿Eres tan ingenua como para pensar que quienes gobiernan Menzoberranzan te permitirán la posibilidad de utilizar tal poder? ¿Qué drow no mataría por poseer ese poder ella misma?

La muchacha parpadeó perpleja. Pocos drows de Menzoberranzan se aventuraban al interior de la Antípoda Oscura, aparte de las patrullas a las que se ordenaba que mantuvieran los túneles circundantes libres de enemigos. Pocos elfos oscuros compartían su naturaleza curiosa, su amor por la aventura y la exploración. Y desde luego nadie deseaba viajar a las Tierras de la Luz en una búsqueda de conocimiento, en busca de una runa de poder. Respecto a eso, ¿qué drow de Menzoberranzan sabía lo que era la magia de las runas? Por pura casualidad ella había conseguido juntar todas las piezas que conformaban la historia del Viajero del Viento. Nadie podía saber lo que el amuleto significaba para ella ni lo que podía hacer.

Comprendió al instante. ¡Desde luego que no lo sabían! Sin duda las drows creían que el amuleto era como la mayoría de los objetos mágicos de la ciudad, ¡que su simple posesión por parte de un hechicero o sacerdotisa de suficiente poder bastaría para desatar sus hechizos! ¡No era extraño pues que Kharza dijera que muchas matarían por obtenerlo!

—¡Pero el amuleto no les serviría de nada! Su magia no se parece a nada que conocemos —dijo con vehemencia—. Deja que te explique…

—No lo hagas —interrumpió él, tajante, alzando ambas manos de improviso en un ademán para imponer silencio—. Cuanto menos sepa sobre ese amuleto, mayores son mis probabilidades de sobrevivir.

Los ojos de Liriel descendieron hasta la varita de combate que su tutor sujetaba en la mano derecha, luego se alzaron despacio hacia su rostro resuelto. Comprendió de repente: Kharza pensaba matarla.

El hechicero dio un paso al frente, la mano vacía extendida hacia ella y la varita sostenida hacia atrás y en posición baja, como una espada lista para atacar.

—El amuleto debe ir a Sorcere para ser estudiado. Dámelo ahora.

La mano de la joven se cerró sobre la diminuta funda de oro que colgaba sobre su corazón. Intentó hablar y descubrió que no podía, de tan seca como estaba su garganta y tan fuerte como era el dolor que sentía en el pecho. Liriel había sufrido muchas traiciones durante su joven vida, pero ninguna se había abatido sobre ella de un modo tan inesperado como aquélla; sabía que Kharza, a su manera, se preocupaba por ella, tal vez más de lo que nadie lo había hecho antes, y había llegado a confiar en eso de tal modo que algo cercano a la confianza se había desarrollado entre ellos. Pero entre los drows, la confianza invariablemente daba paso a la traición. Liriel reconoció lo grande que había sido su estupidez y aceptó su castigo.

Con el valor y desprecio esperado de una noble elfa oscura, la joven alzó la barbilla para enfrentarse a la muerte. Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor del amuleto y con la mano libre formó sus últimas palabras en el lenguaje silencioso de los drows.

Ataca ya. El amuleto sobrevivirá. Puedes recogerlo de entre las cenizas.

Kharza-kzad alzó la varita y le apuntó con ella, y ambos permanecieron mirándose en un tenso y doloroso silencio durante un buen rato.

Luego, inesperadamente, el hechicero masculló un juramento y arrojó la mágica arma a un lado.

—No puedo —se lamentó.

Liriel contempló con incredulidad cómo las manos de su tutor trazaban a toda velocidad los ademanes de un hechizo, y una puerta, un reluciente portal en forma de diamante, apareció en el centro de la habitación.

—Debes abandonar Menzoberranzan —insistió el hechicero, empujándola en dirección a la brillante puerta—. No es seguro para ti permanecer aquí. Llévate tu nueva magia a la superficie y vive allí lo mejor que puedas.

—Pero…

—No hay tiempo para discutir. Márchate ahora.

Demasiado aturdida para objetar nada, Liriel se encaminó hacia el portal.

—¡Aguarda! —chilló Kharza, abalanzándose para arrastrarla hacia atrás.

El anciano farfulló consigo mismo unos instantes, mientras contaba afanosamente hasta nueve con los dedos.

—Lo que me imaginaba —masculló, y agarró el cordón de una campanilla que colgaba de la pared, tirando de él con insistencia.

Un sirviente varón llegó en veloz respuesta a la llamada y Kharza lo sujetó con fuerza y lo introdujo de un empellón en el portal. Se produjo una explosión de luz, y el acre olor de la carne quemada inundó la estancia mientras el infortunado criado desaparecía.

—Cada novena persona que atraviesa esa puerta resulta incinerada —explicó el hechicero en tono distraído—. Como ya te he dicho antes, ningún portal mágico carece de salvaguardas ni peligros.

El familiar tono pedante de la voz de su profesor rompió la especie de trance conmocionado que se había apoderado de Liriel, y ésta se arrojó a los brazos de su tutor, permaneciendo ambos durante un breve instante en tan desesperado abrazo. Ninguno tenía ganas de hablar, pues no había palabras en el lenguaje drow para tales momentos.

—Márchate ahora —repitió Kharza-kzad, apartando a la joven con suavidad.

La joven drow asintió y se encaminó hacia el portal. Alzó una mano en señal de despedida y desapareció en el interior del refulgente hechizo.

Los delgados hombros del hechicero se alzaron y hundieron en un fuerte suspiro. Dio media vuelta, con movimientos que el desconocido peso de la tristeza y la sensación de pérdida tornaban más lentos, dejando que la abertura se desvaneciera por sí sola. Al hacerlo, un pedazo de metal caído le llamó la atención. Siempre ordenado, el anciano drow se inclinó para recogerlo; se trataba de un brazalete de latón, grabado con el símbolo de la casa Xorlarrin, era todo lo que quedaba del criado drow.

El hechicero deslizó el objeto en su propia muñeca. Era demasiado grande para él, pero contempló el trofeo con orgullo.

—Qué maravilla —murmuró, girando el brazo a un lado y a otro de modo que el brillante latón centelleara bajo la luz de las velas—. Después de todo, he conseguido matar a alguien.