No siempre que iba al mercado veía a Xiaomei. A veces ella estaba ahí junto a su padre, otras veces al ciego lo asistía su mujer; eran menos frecuentes las ocasiones, salvo los fines de semana, en que coincidían en el puesto los tres miembros de la familia, pero jamás había ocurrido —no ante mis ojos, al menos— que faltara Liu Feihong.

Cuando no veía a Xiaomei, volvía a casa de mal humor. Era indudable que la esposa y la hija del ciego alternaban la presencia en el mercado con las tareas hogareñas y con sus momentos de ocio. Yo estaba dispuesta a pagar mil, diez mil taels de oro por saber dónde vivía la familia de Liu Feihong, visitar así la casa y poder hablar a solas con Xiaomei mientras su madre y su padre trabajaban. Pero ¿qué decirle a solas? ¿Cómo justificar mi imprevista visita? No tenía la menor idea. Tampoco estaba segura de lo siguiente: si Xiaomei sería capaz de reconocerme en el caso de cruzarnos en un sitio ajeno al mercado. Algo me decía que no, que su memoria almacenaba solo la imagen general de mi cara más la cara de Li Juangqing, como una extraña criatura de dos cabezas que frecuentaba el mercado, por lo que sería incapaz de reconocernos de manera separada.

Una mañana en el mercado, una mañana en la que no se hallaba Xiaomei, capté un diálogo banal entre el ciego y una mujer que yo había visto antes allí: una anciana que se ocupaba de hablar con las aves enjauladas y a casi todas les ponía algún nombre de su invención. En un momento, la anciana quiso saber dónde estaba la hija del ciego. Este repuso que la joven pasaba las mañanas libres en el parque, el mismo parque del lago de los pájaros cantores, y la madre acotó que así como el padre era un fanático de las aves, la hija sentía pasión por lo que fueran árboles y flores.

Hasta ese entonces yo no había sabido nada de los gustos y los hábitos de Xiaomei. A lo sumo había inferido —con lo arbitrario del caso— que prefería vestir de gris o azul oscuro, en detrimento de colores como el verde, el blanco y el rosa, o que le gustaba decorar los botones de su ropa con tela roja o amarilla. De detalles así de nimios se nutría mi devoción, pero había comprobado ya lo frágil de mis conclusiones: bastaba pensar que Xiaomei prefería en sus botones tal o cual color para que pronto ella cambiara; bastaba pensar que Xiaomei siempre llevaba el pelo suelto, quizá porque deseaba ocultar un defecto o alguna mancha en el cuello, para que días después la viese con el cabello recogido (o incluso con unas trenzas como las que aún usaba yo) y concluyera que no, que su cuello era exquisito y que hallar un defecto en ella era más difícil que pescar una aguja en el océano.

A diferencia de mis pobres conjeturas, la información que había soltado la mujer de Liu Feihong era un dato cierto y concreto en el que yo podía confiar y era, también, un llamado a mi osadía.

Ya no me importaba ignorar dónde vivía la familia de Liu Feihong. Ya no me importaba no tener ni un mísero tael de oro (yo no sabía a ciencia cierta qué era un tael, la palabra me subyugaba) y mucho menos me importaba que Xiaomei me reconociera. Tan solo tenía que pasearme por el parque y, más que nada, idear un ardid que despertase el interés de Xiaomei y justificara con creces mi abordaje.

En la nutrida biblioteca heredada de nuestra abuela había toda clase de libros, entre ellos un tratado sobre árboles y una especie de catálogo de flores. Los libros llevaban décadas acumulando polvo, pero al cumplirse por fin cuarenta y nueve días de la muerte de la abuela y al caducar la prohibición de visitar su dormitorio no solo tenía la suerte de acceder de nuevo a ellos, sino también de acceder con una libertad que mi abuela no había permitido nunca. En vida, ella había actuado como una mezcla de docente y bibliotecaria: dosificando los libros, dándomelos de a uno por vez, en determinado orden que a sus ojos equivalía a mi progresiva comprensión del mundo. La noticia era que ahora, con este acceso irrestricto, descubría libros cuya existencia ignoraba.

Que la abuela se hubiera arrogado el control de la biblioteca tenía lógica, porque ella no solo me contaba un cuento cada noche, sino que también había sido la responsable de instruirnos a mi hermano y a mí, de enseñarnos a escribir, a leer y a hacer las cuentas. Durante su enfermedad, ella había logrado proseguir los relatos, pero no así las lecciones, ya que se cansaba en el acto. Esto causó, por supuesto, que nuestra educación se interrumpiera. Mi madre propuso entonces que fuéramos a una escuela, pero mi padre argumentó que la idea no tenía sentido: pronto la abuela sanaría y podríamos retomar el aprendizaje. Dudo de que él verdaderamente pensara eso. Hoy me digo que mi padre, en su apego a las tradiciones, veía con malos ojos la educación pública y colectiva, y usó su fe en la improbable sanación de la abuela como barrera contra toda sugerencia de mi madre.

Ella no se atrevía, claro está, a desahuciar a la abuela si mi padre no lo hacía en primer lugar.

Tras la muerte de la abuela, mi madre no volvió a insistir con llevarnos a una escuela y empezamos a recibir a un maestro particular. Nos visitaba un par de días a la semana, siempre promediando la tarde. Era un hombre casi anciano, excesivamente delgado, de pómulos hundidos y muy mal aliento. Cuando exigía que me acercase y lo mirara a los ojos, persuadido de que así me haría comprender mejor las ideas que se me escapaban, de nada servía que yo apretara mis labios. No había cómo neutralizar ese aliento pavoroso.

Con ayuda de la incansable Li Juangqing, mi madre reacondicionó la que había sido la habitación de mi abuela, que en adelante pasó a ser el salón donde ella bordaba y donde el anciano maestro impartía clases. Ver que se llevaban la cama de la abuela, ver cómo redistribuían en aquel espacio sus muebles —sus libros, más que nada— me causó una tristeza inmensa, como si la abuela muriera por segunda vez. Solo más tarde comprendí que si la abuela era capaz de morir por segunda vez —cuanto menos para mí—, eso significaba quizá que no estaba del todo muerta, que ella y yo nos negábamos a eso.

Una tarde, nuestro maestro tuvo el desliz de criticar los libros en la habitación. No fue un comentario concreto, tan solo echó una mirada a los duros lomos de cuero y frunció la boca al advertir la presencia de los cuentos de Pu Songling y la sección consagrada a los relatos de fantasmas. La noche en que nos había hablado por primera vez del maestro, mi padre nos había advertido (a mi hermano, pero más a mí) que no dijéramos que en esa habitación había muerto meses atrás nuestra abuela. Indudablemente temía que el maestro se impresionara o que juzgara inadecuado darnos allí las lecciones. Pero al ver la actitud desdeñosa del maestro ante esos libros estuve a punto de incumplir la promesa hecha a mi padre; tal vez el maestro que desairaba los cuentos de fantasmas temblaría al saber que esa habitación aún estaba habitada por la muerte. Imaginaba esto con placer y también con la ilusión de que el miedo lo impulsara a huir definitivamente.

Como si intuyera algo de esto y le temiera a la habitación, nuestro tutor nos brindó la vez siguiente una clase atípica: nos hizo salir de la casa, nos condujo hasta una calle de muy poco tránsito y nos obligó a correr, dos o tres veces, ida y vuelta, desde un ciruelo enclenque en una esquina hasta otro árbol distante. Al ver que estábamos cansados, ordenó que nos detuviéramos para envolvernos la muñeca izquierda con la mano derecha y así sentir el latido del corazón, el galope de la sangre.

Mi madre se indignó al saber que esa había sido la única lección del día y cometió la imprudencia de quejarse ante mi padre, quien propuso que buscásemos a un mejor profesor. Desde luego, ocurrió lo mismo que con las candidatas para mi hermano: nunca aprobó a ningún otro, siempre con una razón más o menos valedera, y mi madre pasó a ser nuestra exclusiva educadora.

Yo me alegré en un principio porque no deseaba visitas de instructores (ni siquiera de otros con mejor aliento), pero, como anhelaba salir de casa, me enfureció que mi hermano no reclamase ir a la escuela pública. De haberse puesto él más firme, es probable que mi padre hubiera cedido y, en tal caso, yo también habría podido ir allí. Pero a mi hermano no le interesaba estudiar y tenía amigos suficientes —contados, pero suficientes para él— sin necesidad de escuelas.

No sé qué me resulta hoy más inconcebible: que ninguno de mis padres se escandalizara mucho ante la actitud poco y nada estudiosa de mi hermano o que mi madre fuese quien nos educara con métodos poco y nada académicos. Por más esfuerzos que hago, no recuerdo ni un momento en que mi hermano o mis padres se tomaran la molestia de leer un libro de la abuela. Era un hecho tácito, puedo decir, que esos libros los había heredado yo; así y todo, en un gesto contradictorio, mi madre me impedía sacarlos de la habitación en la que se encontraban, por más que yo le explicase que no iba a llevarlos lejos (a mi cama, como mucho) y, sobre todo, que nunca saldrían de casa.

Mi madre parecía olvidar que esos libros habían estado apilados en el patio, bajo la luz del chu-yi. ¿O acaso aquello había ocurrido de manera excepcional, por razones de pura necesidad?