En ocasiones —a mi regreso del parque, con mis ojos colmados de Xiaomei— me preguntaba si debía o no hacer partícipe a mi hermano de esta secreta adoración por una joven que no me costaba imaginar de su brazo o, más aún, entre sus brazos. ¿Sabía ya mi hermano que en medio del mercado había una perla, un tesoro semioculto como Xiaomei? Si no lo sabía, ¿cuánto tiempo tardaría alguien (un amigo o incluso él mismo) en enterarse, en divulgar la información?
Un orgullo algo inmaduro me incitaba a anticiparme, a ser quien comunicara tamaño descubrimiento, pero una voluntad contraria cerraba a tiempo mis labios.
Mi hermano no se merece que yo le allane al camino hacia Xiaomei, no mientras prolongue la apatía y haga posible que mi padre decida así su futuro, era mi razonamiento. Si yo anhelaba la rebeldía de mi hermano era, primero y principal, porque la necesitaba; pero él consentía en perpetuar las tradiciones y esto hacía las cosas más arduas para mí. Por ser menor y mujer, precisaba que él me zanjara el camino, caso contrario mi más mínimo desacato equivaldría al peor de los revuelos.
A ratos yo interpretaba la desidia de mi hermano como una especie de sabia resignación o, por qué no, como una protesta pasiva; entonces, mi desagrado se apaciguaba. Finalmente llegaba a la conclusión de que no había escapatoria. No la había para mi hermano ni mucho menos para mí. O, en todo caso, no había alternativa a la sujeción filial más allá de los típicos consuelos: los romances ilícitos que empezaban a ser menos inhabituales o casi tan habituales como siempre, solo que algo más públicos.
Poco antes de que llegara el verano, un amigo de mi hermano protagonizó un escándalo que fue del conocimiento de mis padres, de Li Juangqing y aun de mí. Sus padres habían arreglado un casamiento con la hija de una familia vecina cuando se supo que el futuro esposo se veía en secreto, desde hacía más de dos años, con la hermana mayor de esta prometida. Yo creía que solo en el cine un romance ilícito se descubría o denunciaba por medio de un llamado anónimo, pero así fue en este caso: sonó el teléfono y una voz impostada, alguien enmascarando su voz verdadera, pidió por el padre del novio y descerrajó el secreto. Según Li Juangqing, el método era lo de menos; nada habría cambiado si esa misma noticia se hubiese sabido por carta. El impacto no solo hizo que la boda se anulara; los padres de la novia optaron por abandonar la ciudad al cabo de pocos meses. En cuanto al amigo de mi hermano, terminó casándose con una joven famosa por su fealdad. Mi padre dijo que esta esposa era el castigo perfecto para el muchacho y también para la familia de la novia, que se había atrevido a violar una regla tradicional al comprometer a una hija menor antes de haber casado a la primogénita. Poco sirvió que mi madre le respondiera que estas tradiciones eran ya parte del pasado, lo mismo que cubrir el día del casamiento el rostro de la novia con un velo rojo, un velo no tan distinto de ese otro azul que había en la jaula del mirlo.
Este episodio abrió los ojos de mi padre, que pasó a vigilar más de cerca a mi hermano, y también abrió los míos: esa poca presencia de mi hermano en casa, eso que yo tildaba de desidia, ¿no se explicaría tal vez con un amorío secreto? A mí me costaba ver en mi hermano a un hombre y era incapaz de advertir que él podía ser atractivo para el sexo femenino, pero a partir de ese instante presté mayor atención y en un par de ocasiones capté la mirada de una joven de mi edad y comprendí que iba dirigida a él sin disimulo alguno.
Aunque nunca logré confirmar que mi hermano había tenido un amorío semejante al de su amigo, un amorío que había resuelto interrumpir a causa del escándalo, por momentos me tentaba explicar de este modo su reaparición en el seno de mi familia. Celebrada ya la boda del amigo de mi hermano (a la que mucha gente acudió con el único objetivo de confirmar que la novia era, en efecto, la mujer más fea de la ciudad), mi padre me mandó llamar a su despacho, el mismo donde se había reunido casi medio año atrás con Gu Xiaogang. Era tan excepcional que mi padre me convocara para hablar con él a solas que, mientras iba a su encuentro (muy lentamente, como postergando una noticia fatal), traté de imaginar las razones de su convocatoria. No había dado ni veinte pasos cuando sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Mi casamiento, me dije. Mi padre quiere anunciarme que ha conseguido un esposo. Era sensato que lo hiciera en el recinto donde ya había tratado un asunto de esta índole. Era sensato que los padres de algún joven hubieran preguntado por mí después de verme en la boda del amigo de mi hermano. Una boda trae otras bodas, sentenciaba Li Juangqing como si hablara de alguna grata epidemia.
No me fue fácil reunir fuerzas y reanudar el camino. Mientras mi padre abría la puerta y con señas me invitaba a una de las cuatro altas sillas de ébano, mientras pronunciaba sus primeras palabras (esto que voy a decirte lo he hablado con tu madre y ella está de acuerdo), ya no tuve duda alguna: después de tanto rechazar a hipotéticas esposas para mi hermano, mi padre aceptaba encantado al primer candidato no hipotético para mí. ¿No había, antes, que casar al primogénito?, me dije. No, eso se aplicaba en el caso de las hermanas mujeres. ¿Aceptaba él para complacer a mi madre? Podía imaginármelo. No soy tan exigente como te parece, ya ves que apruebo a este joven que desea casarse con tu hija. ¿Esta era la profunda razón? ¿O acaso poseía mi hermano algo especial, algo «superior» a mí, que suscitaba esas exigencias paternas? Mi padre pidió que lo mirara a los ojos. Después dijo, con un asomo de vergüenza que hasta entonces yo nunca había visto en él: A partir de hoy cumplirás una misión nueva y trascendente.
Mi padre debió de advertir mi desconcierto, pero siguió adelante como si nada. La misión que me encomendaba —con total consentimiento de mi madre— no era la de casarme, no. Era la de acompañar y vigilar a mi hermano.
No podemos evitar que él concurra a ciertas fiestas, que frecuente ciertos lugares, que se vea con cierta gente, así es la vida, ¿no es verdad? Solo que, de ahora en adelante, estarás al lado de él sin perderle nunca pisada, y si vieras algo extraño… Aquí mi padre hizo una pausa. ¿Algo extraño?, me disponía a preguntar cuando mi padre precisó que se trataba de impedir que él siguiera los caminos de aquel amigo. De lo contrario, yo tendría que denunciarlo.
Mi alivio fue tan intenso al comprender que no debería casarme —no todavía, por lo menos— que no tuve el aplomo necesario para decirle a mi padre que la así llamada «misión» era una tarea ignominiosa. Dudo también que, bajo otras circunstancias, hubiera osado decir esto. Sobre todo porque, lo admito, su confianza me enorgullecía. Que él me animase a acompañar a mi hermano cuando apenas meses atrás me prohibía salir de casa salvo para pasear al mirlo, que él confiara así en mi óptica de las cosas, se parecía a ser nombrada repentinamente mayor de edad.
Desde luego, mi padre dijo que le había expuesto a mi hermano la situación desde un ángulo distinto: yo era una debutante en la vida social y él debía guiarme y protegerme. Esto era tan innegable que no me asombra que mi hermano jamás sospechara nada, ni siquiera en nuestras primeras salidas, cuando mi agitada conciencia me hizo actuar con suma torpeza y él sencillamente infirió que a mí me faltaba «roce». Solo más tarde sospeché lo que era bastante obvio: que mi padre, a lo mejor, le había encomendado a mi hermano la misma «misión» que a mí (la de vigilarme de cerca), alertado por esas ausencias mías: esas ausencias vespertinas que habían llamado ya la atención de mi madre (¿tanto tiempo demora en pasear a un pájaro?, dijo Li Juangqing que ella le había deslizado en cierta ocasión) y que —como ambos, como todos ignoraban— me conducían a Xiaomei.