Mi abuela siempre repetía: quien habla mucho hace poco.
Algo parecido pensé cuando la prima viva anunció que pensaba suicidarse si la boda póstuma se concretaba. Sin embargo, la noche previa al casamiento de mi hermano, Fangzhi me despertó a altas horas y me dijo, todo agitado, que había ruidos en el jardín y que, hasta donde podía ver, unas sombras se movían junto al gran árbol.
Es ella, dije de inmediato.
Lívido, con la voz entrecortada, Fangzhi pronunció el nombre de la prima muerta. Debí explicarle que no, que a mi entender era la otra, la prima viva, quien se hallaba en el jardín.
Me temo que ella pretende que, al despertar, la veamos pendiendo del árbol.
No hubo modo de que convenciera a Fangzhi. Al contrario, tan seguro estaba él de que esas sombras anunciaban el regreso de la muerta que yo no tardé en contagiarme de sus miedos.
Era curioso el desacuerdo entre él y yo: Fangzhi creía que alguien intentaba volver de la orilla de los muertos, yo creía que alguien intentaba huir de la orilla de los vivos. Ambas hipótesis consistían en un tránsito de una margen a otra, pero más allá de esto diferían mucho. Si lo que estaba ocurriendo en el fondo del jardín era ni más ni menos que una tentativa de suicidio, ¿qué hacíamos él y yo filosofando acerca de fantasmas en lugar de intervenir?
Por increíble que parezca, el miedo prevaleció y Fangzhi y yo permanecimos abrazados en la cama que, dicho sea de paso, nunca habíamos abandonado, sin encender ni una luz, sin atrevernos a hablar de ningún modo que no fuese murmurando.
Lo que no habían conseguido semanas de matrimonio lo logró el miedo. Nuestro abrazo fue ganando en intensidad y, antes de que me diera cuenta, Fangzhi jadeaba en mi oído y cumplía al fin con su deber conyugal, un deber aplazado de común acuerdo en nuestra primera noche como marido y mujer. Nuestras familias, desde luego, no sabían nada de aquello.
Te amo, me había dicho él. No daré un paso sin tu consentimiento.
Yo no respondí esa noche, la primera, diciendo que también lo amaba. Habría sido una mentira. Pero sabía que lo apreciaba, que cada vez me caía mejor.
Si soy estricta, Fangzhi no cumplió del todo su promesa. Lo que él denominaba «consentimiento» nunca salió de mi boca. Claro que existió, en verdad, un consentimiento más hondo y hasta más indiscutible: el de los cuerpos. Que Fangzhi fuera capaz de entender no solo el lenguaje explícito de mis palabras, sino el lenguaje de mi carne, no lo niego, me llenaba de ilusiones. Nunca había creído posible semejante entendimiento con un hombre.
Quien haya leído estas líneas presupondrá que esa noche entre él y yo fue perfecta, si es que la perfección existe. No fue así, claro que no. Una voz dentro de mí, mucho más adentro que cuanto lograba internarse Fangzhi, una voz que era y no era mi voz reaparecía cada tanto para decirme que él estaba equivocado, que pronto habría dos primas muertas y que, en lo que a mí respecta, nunca podría perdonarme no haber acudido a impedir ese suicidio.
Por otra parte, Fangzhi era bastante torpe y eso a ratos me causaba más martirio que placer. La torpeza era resultado de su falta de experiencia, solo comparable a la mía. Tan pronto como él vio mis muecas de dolor, que yo no sabía ocultar, salió de mí bruscamente como si despertara de una pesadilla, se tumbó a un lado y resopló hacia el techo. Yo deseaba, con urgencia, que volviera a penetrarme. Por favor, Fangzhi, por favor. Eso fue todo lo que dije. Su mirada me conmovió. En ella se mezclaban el miedo, el cansancio, el ansia, la inseguridad.
Tengo una idea, susurré al fin. Dame la mano.
Fangzhi acató. Yo entrelacé mis cinco dedos con los suyos, tal como hacíamos Xiaomei y yo para tocar el otoño, y entre mis piernas coloqué esa mano que era suya y mía.
Así me gusta, le dije.
¿Te parece?, murmuró.
Sí, me gusta.
Y pensé en mi pobre hermano. En su boda fantasma. En su boda sin carne, sin cuerpo de mujer.