Casar a mi hermano pasó, en suma, a ser la obsesión principal de mis padres; por orgullo y necesidad, pero también —como ya dije— porque mi madre sostenía que la edad de él empezaba a ser avanzada. Mi padre no estaba de acuerdo con lo último (él se había casado con mi madre a poco de cumplir veinte años), pero no objetó este punto porque todo lo que deseaba era encontrar cuanto antes a una nuera tan hermosa y rica que no solo hiciera retorcer de envidia a Gu Xiaogang, sino aún más a la esposa de Gu Xiaogang, a quien él veía como la verdadera autora de la traición, razonamiento perfecto para disculpar a su amigo (no es que el pobre Gu sea malo, es la influencia nociva de su mujer) y para sentirse también superior a él (a Gu Xiaogang su esposa le dicta lo que tiene que hacer, pero en mi casa mando yo), un consuelo algo pálido para su vanidad herida.
Si mi padre hubiese buscado una esposa para mi hermano, y no la «mejor» esposa, la habría encontrado en un abrir y cerrar de ojos. El país estaba militarizándose; muchos jóvenes empezaban a morir en escaramuzas contra el ejército japonés. Aunque la guerra todavía quedaba lejos, lejos en el tiempo y lejos de nuestra ciudad, algunos hijos de las familias vecinas habían resuelto alistarse (no pocos huían con esta excusa de una familia severa o con ideas muy anticuadas) y, como consecuencia de ello, había dos o tres mujeres disponibles por cada hombre soltero. Tamaña desproporción corría el riesgo de aumentar a raíz de algo que muchos llamaban «marea femenina» y que consistía en una creciente natalidad de mujeres. Era inútil que los padres recurriesen a métodos legendarios como, por ejemplo, atribuirles nombres masculinos a las mujeres. La naturaleza o los dioses —que algunos, lo sé, tienen por la misma cosa— enviaban futuras madres acaso para remediar las prontas muertes de soldados.
El tiempo pasaba deprisa para angustia de mi madre, que proponía cada tanto el nombre de alguna otra joven y veía cómo mi padre enseguida la descalificaba. Mi padre estaba por volverse un experto en decir que no y, como todos los expertos, apelaba a argumentos variados y contundentes, todos de una sencillez demoledora. Lo peligroso, según mi madre no tardó en comprender, era que a él le resultaba cada vez más placentero ese rol de impugnador, como si parodiara a gran escala a su amigo Gu Xiaogang. Con cada candidata que desestimaba —y no niego que muchas de ellas merecían un firme rechazo—, mi padre curaba las heridas causadas por la negativa de Gu. Las candidatas ignoraban que mi padre las había desaprobado (y mucho más lo ignoraban los padres de las candidatas), ya que todo se ceñía a un juego de hipótesis que iniciaba mi madre sugiriendo un nombre puntual y que cada vez mi padre concluía con un fallo adverso.
Sin dejar de proponer más candidatas, mi madre se desesperaba y se descargaba a menudo conversando con Li Juangqing. Yo trataba de no perderme estas charlas, que constituían mi mayor fuente informativa, aunque tampoco era raro que Li Juangqing me hiciera a mí —nunca a mi hermano— un resumen de lo que tenía atribulada a mi madre.
A mí me costaba un esfuerzo colosal no decirle a Li Juangqing o no decirle a mi madre que había hallado ya a la chica de los sueños para mi hermano. Se trataba desde luego de la hija de Liu Feihong, el ciego que en el mercado más próximo a nuestra casa vendía toda clase de pájaros, y me refiero aquí a pájaros vivos, no a gallinas, patos, perdices u otras aves de corral que se vendían en varios puestos aledaños.
La hija de Liu Feihong era la criatura más deliciosa que yo hubiese visto en mi vida, pero así y todo no era ideal —y jamás lo sería— para mi padre porque era pobre, muy pobre, como la perfecta heroína de una novela lagrimosa. Su boca, su nariz, sus ojos, su cuello, sus manos, sus brazos tal vez no eran extraordinarios si se los evaluaba separadamente —como en el poema de Gu Xiaogang, casi una vivisección de la belleza—, pero la suma era una especie de milagro. A esto contribuían, pienso hoy, la sugerente forma de sus cejas y el tinte extraño de su piel, que no era ni amarillenta ni tampoco típicamente occidental, sino del color de la luna.
Cuando hoy quiero rememorar ese semblante y esa tez brillantemente blanquecina, a mi mente acuden imágenes de la actriz Ruan Lingyu, todas sin excepción en blanco y negro, porque la hija de Liu Feihong parecía haberse fugado de una de esas viejas películas colmadas de criaturas de piel lunar. No obstante, había una diferencia. Por entonces circulaban fotografías coloreadas de Ruan Lingyu y de otras actrices famosas. Las fotos, originariamente en blanco y negro, estaban pintadas encima con esmero, sobre todo en los labios y en las mejillas; no niego que los retoques hacían más justicia al aspecto verdadero de cada actriz, pero esto también echaba a perder la magia y la Ruan Lingyu «de verdad» (si bien en colores falsos) a mi juicio resultaba mucho menos impactante que la «falsa» en blanco y negro.
Con la hija de Liu Feihong no podía suceder algo así. Poseía una palidez tan fabulosamente auténtica que, entre una fotografía de ella en blanco y negro y su imagen verdadera, la discrepancia estribaba en los atuendos, no en el color de su piel. ¿Significaba esto que la hija del ciego era más bella que Ruan Lingyu? Hoy por hoy, con alegre arbitrariedad, podría postular que sí porque en ella se daba de modo genuino lo que en Ruan Lingyu o en las otras actrices era fruto de artificios (hablo del cine en blanco y negro, hablo incluso del polvo de arroz) y porque Ruan Lingyu se hallaba en la cumbre de su belleza —por cierto, ¿quién iba a predecir que en un par de años se suicidaría?—, mientras que la hija de Liu Feihong exhibía sin maquillajes las primeras luces de su esplendor y todo permitía inferir que con el tiempo se volvería aún más hermosa.
Podría aducírseme que, si tanto me gustaba la hija de Liu Feihong y si tan pobre era ella, nada perdía mencionándola en presencia de mis padres. Perdido por perdido, ¿qué riesgo había en agregar su nombre a esa lista de postulantes que mi padre despedazaba sin piedad? La respuesta es que, justamente, yo no quería que ella fuera una más en ninguna lista, mucho menos que mi padre la expediera con la alegre displicencia con que ya había desestimado a decenas de muchachas.
Las decisiones y opiniones de mi padre habían sido siempre sagradas para mí, aun cuando lo que él disponía frustrase a veces mis deseos. En esos casos me enojaba, protestaba vivamente o me recluía en silenciosa hostilidad, pero jamás ponía en tela de juicio el poder de mi padre. Si algo se resquebrajaba era mi anhelo (mi «capricho», decía mi madre cuando casi invariablemente salía en defensa de mi padre), en ningún caso su sagrada autoridad. Sin embargo, en aquel entonces, meses después de la última visita de Gu, ver a mi padre tan deleitado en demoler jovencitas empezaba a tener en mí un efecto inédito: por vez primera advertía, a expensas de lo sagrado, todo lo humano de él; por vez primera comprendía lo frágil y lo falible que había tras muchos de sus actos. En semejante contexto, la simple idea de postular a la hija del ciego Liu era poco menos que un sacrificio. Que mi padre le dijera que no a ella sería igual, si no peor, a que me rechazara a mí.