El primer día del nuevo año mi padre amaneció de tan excelente humor que costaba reconocerlo, siendo él por lo común parco y poco expansivo. Vio que había sol, vio que el aire estaba fresco, sin amenaza de nubes en el «rabillo del cielo», como mi abuela apodaba el horizonte, y todo esto le pareció un buen presagio, ya que nada deseaba más para el chu-yi que un diáfano amanecer. Poco después, al mediodía, nos recordó con entusiasmo que esa noche cenaríamos con la familia de su amigo Gu Xiaogang, quien vivía a unas dos horas de viaje en coche a nuestra ciudad, una distancia peligrosamente ambigua: ni demasiado lejana para justificar los meses transcurridos desde su última aparición, ni tan cercana para que él nos visitara todo el tiempo como anhelaba mi padre, que por su lado hallaba siempre pretextos para no desplazarse a casa de su amigo.

Gu Xiaogang era funcionario, aunque tenía en simultáneo reputación de poeta, una reputación fundada en unos versos de amor que había compuesto al conocer a su mujer. Esta era, al menos, la explicación oficial. El libro, el único libro del amigo de mi padre, había sido publicado después de su casamiento, y mi madre solía declamar un par de versos de allí, unos versos que comparaban los ojos de la mujer con el fondo de un pozo de agua donde se refleja la luna. Otros poemas aludían a labios, cabellos o cejas, a piernas, manos o pies. Las descripciones raras veces concordaban con la fisonomía de la señora Gu; por lo tanto, las malas lenguas sostenían que el poema había sido escrito, en verdad, para un amor anterior.

La mujer de Gu Xiaogang era considerada fea, al menos por mi madre y por Li Juangqing, no tanto porque lo fuera a ciencia cierta, sino porque no alcanzaba la belleza del poema de su esposo ni la imagen de belleza que el poema proyectaba. A esto se añadía que las hijas de Gu Xiaogang, que no tenía hijos varones y se había resignado a ello, las tres hijas eran muy poco agraciadas, ni hermosas ni simpáticas: lo contrario de la hija del comerciante Liu Feihong, que a mis ojos encarnaba un ideal de feminidad.

Cada hija de Gu Xiaogang había nacido un poco, solo un poco, más bonita que la anterior; así y todo, la más pequeña, que tenía cuatro o cinco años menos que yo, distaba de ser una beldad. Las mujeres, como se afirma o como fantasean los hombres, se embellecen rodeadas de amigas, hermanas o aun hijas atractivas. Yo pienso que lo mismo vale en realidad para los hombres, pero a la esposa del amigo de mi padre le ocurría más bien lo opuesto: se afeaba por efecto de la progenie, y su empeño por vestir con alguna gracia a sus hijas, ante todo a la mayor, llamada Mulan en el seno de su clan, era también un recurso desesperado de amor propio.

Con la mayor de estas tres hijas deseaba mi padre casar pronto a mi hermano. Aseguraba él que Gu Xiaogang aceptaría por lealtad, pese a que la jerarquía de las familias no se hallaba en verdadera consonancia. Tras algunas insinuaciones de mi padre, solo faltaba una conversación formal, y él suponía que una cena sería la excusa perfecta para sellar este acuerdo. La opinión de mi hermano no tenía incidencia, mucho menos la de Mulan. Tampoco importaba que ellos dos fueran aún adolescentes. Las normas de esos años eran tan distintas que a veces me cuesta creer que mi infancia haya transcurrido en lo que hoy parece otro país, otro mundo, más que simplemente otra época. Con respecto a lo que pensaba yo en aquel momento, no sé qué me angustiaba más: si la tozudez de mi padre, la mansedumbre de mi madre, la bovina resignación de mi hermano o la certeza de que lo mismo, tarde o temprano, ocurriría conmigo. Me pondrían delante de un hombre o, mejor dicho, de un joven desconocido; me lo impondrían como marido.

Entonces no era infrecuente que las bodas se concretaran por medio de una persona ajena a las dos familias. Los intermediarios cobraban tarifas proporcionales a lo intrincado de su misión, sobre todo cuando existía cierta incompatibilidad entre la jerarquía social o la situación económica de uno y otro clan familiar. Todo esto tenía, sin embargo, muy indiferente a mi padre. El señor Gu era un buen amigo y no hacía falta la más mínima mediación. En cuanto al hecho —conflictivo, según pensaba mi madre— de que últimamente Gu Xiaogang había escalado mucho en su prestigio social, por lo que mi hermano podría significar un retroceso para Mulan, mi padre no toleraba que nadie mencionara esto porque equivalía a decir que su amigo había hecho mejor carrera (tenía un rango superior al suyo como funcionario), dato que su envidia profesional le impedía sopesar o, menos aún, reconocer a viva voz.

Resultaba sencillo inferir que mi madre era pesimista con la boda que mi padre deseaba para mi hermano, pero que no osaba oponerse porque Gu era apreciado por la familia y, más que nada, porque en casa era mi padre quien tomaba esa clase de decisiones.

Tan nervioso estaba mi padre con la visita inminente de Gu Xiaogang, prevista para la tarde de ese primer día del año, que llegado el turno de disponer manteles, sábanas y libros viejos al sol, se aproximó a mi hermano, escrutó por encima de su hombro la alta montaña de ofrendas, luego hizo lo propio conmigo, con mi montaña de libros que era bastante menos alta, pero mucho más maciza, y en un arrebato de ira nos preguntó por los libros de mi abuela. Mi hermano y yo, no sabiendo qué responder, lo miramos boquiabiertos.

¿Los libros de la abuela? Imposible buscarlos estando vedado el ingreso a su dormitorio, ¿no es así?

Fue inútil que mi hermano osara murmurar esta objeción. Mi padre seguía rezongando por lo bajo, buscando con la mirada el apoyo de mi madre.

Mis hijos son definitivamente tontos, me has dado unos hijos tontos, parecía expresar sin palabras.

Era verdad que faltaban los libros más antiguos de mi abuela, en especial dos volúmenes que ella había venerado en vida: los relatos de fantasmas de Ji Yun, donde se narra la historia de una habitación vacía que se prende fuego de modo espontáneo, y los maravillosos cuentos de Gan Bao, llenos de cabezas humanas que echan a volar de noche mientras el resto del cuerpo duerme y hasta sueña en paz.

Mi padre, que descreía en cabezas voladoras tanto o más que en combustiones espontáneas, y que a menudo le había pedido a mi abuela que no nos calentara la imaginación, mi padre temía sin embargo que el imperdonable olvido de esos libros tuviese un efecto fatal y que el nuevo año fuera aún peor que el anterior.

¿No fui claro cuando dije que trajeran todos los libros antiguos, todos los que hay en esta casa?, exclamó arqueando las cejas.

Lo que correspondía, según él, era decirle a Li Juangqing que entrara en la habitación a fin de escoger unos libros de la abuela. Desde luego, esta orden fue dada por mi padre de inmediato y Li Juangqing no tardó en volver con los libros más antiguos o por lo menos con los más envejecidos, entre ellos uno de mis predilectos: El bosque de las risas, de Xu Zichang. Aún puedo citar de memoria varios tramos de ese libro, como la historia del letrado que se jacta de ser rico y de este modo atrae a un ladrón. Tras deslizarse una noche en la casa del letrado, el ladrón descubre la farsa y se retira enfurecido; el letrado corre tras él, le da alcance y pide clemencia con su única moneda: por favor, señor, acepte este dinero y tenga la amabilidad de no contar a nadie lo que ha visto en casa.

¿Y este libro?, dijo mi padre y frunció el entrecejo. ¿De dónde ha salido este libro? No recordaba que estuviera en casa.

Sin duda, El bosque de las risas resultaba irreverente a criterio de mi padre, quien creía en el ritual del sol con el mismo abstruso miedo que le infundía el dios del hogar en cuyo altar despositaba cada tanto nueces, castañas y numerosas ofrendas destinadas a sus ancestros, una extensa lista de muertos enriquecida con el flamante deceso de la abuela.

Aunque los libros aplacaron la cólera de mi padre, no lograron devolverle el buen humor. Tanto que, a la hora de comer, dejó caer los palillos y protestó vivamente porque Li Juangqing se empeñaba en cocinar cierto plato de determinada manera, pese a sus indicaciones para que lo preparase tal como lo hacía la abuela. Siguió huraño toda la tarde, máxime porque la familia Gu se demoraba en llegar, y ya estaba regañándonos de nuevo por algo insignificante cuando se oyó, primero lejos, después cada vez más cerca, el sonido del coche de Gu Xiaogang.

Recibir la visita de un automóvil era tan excepcional en esos días que incluso despertaba orgullo. Yo pensaba que los vecinos también oían ese motor cuyo creciente rugido era inequívoco signo de que el coche se acercaba, y que todos con certeza se preguntaban lo mismo: hacia el hogar de quién se dirigía. Saber de manera infalible que éramos los favorecidos —porque mi padre había dicho la víspera, en la cena de fin de año: mi amigo Gu compró un coche y ha prometido llevarnos a pasear—, saberlo de antemano, a diferencia de nuestros vecinos, era comparable a saber cómo van a caer los dados que aún agitamos en el puño.

Cuando el coche por fin llegó y, en efecto, se detuvo delante de nuestra casa ante la mirada curiosa de los niños del vecindario y también de varios adultos, observamos perplejos que descendía un solo pasajero, el señor Gu, no así su esposa ni ninguna de sus hijas. A mi padre no le costó más que unos pocos segundos comprender cuánto peligraba el arreglo matrimonial. Mediante un gesto ordenó a todos, sin excepción de mi madre, que nos quedáramos a un lado mientras él recibía a su amigo. Como en una de esas películas mudas que me apasionaban tanto (yo creía saberlo todo sobre el cine de Shanghái y sobre actrices como Shan Hu, Jingxia Zhao o Ruan Lingyu), mi padre y el señor Gu se estrecharon las manos algo aparatosamente, movieron los labios, sonrieron y hasta apuntaron en simultáneo al lugar donde estábamos nosotros, sus fieles espectadores. Lo siguiente en ocurrir fue que mi padre y su amigo se encerraron en un despacho que mi padre usaba muy de vez en cuando. Sin dilación, mi madre le ordenó a Li Juangqing que preparara té rojo y nos pidió a mi hermano y a mí que la escoltáramos al patio, que la ayudáramos a descolgar los manteles y las sábanas y a acarrear los libros antiguos de vuelta a sus anaqueles o, mejor dicho, a las puertas de la habitación prohibida, para que luego Li Juangqing los reordenara. Hoy comprendo que inventaba ocupaciones para aliviar la expectativa de la espera.

No habíamos podido completar las tareas, no habíamos desarmado las pilas de libros cuando reapareció mi padre, solo, sin el señor Gu, y como telón de fondo se oyó el ruido del motor, aunque al revés, en lenta disminución. Ese rugido decreciente se llevaba mucho más que a Gu Xiaogang, se robaba nuestro deseo de dar un paseo en el coche. Mi padre estaba ahora tan demudado y espectral que era como si en nuestro patio hubiese crecido de pronto un triste espantapájaros. O la entrevista había resultado muy corta o nos habíamos demorado anormalmente doblando las sábanas.

Mientras tanto, allí de pie, con una mueca que me era desconocida, mi padre contemplaba los libros en que había proyectado sus anhelos y temores; solo que ahora los contemplaba como por primera vez, incapaz de atribuirles una función, reuniendo el coraje para sobrellevar una derrota.