Los hechos continuaron así: hubo dos meses más de cuarentena hasta que los Zhao pensaron que la epidemia había llegado a su fin; entonces, en forma oficial, se supo el nombre de los muertos, que en efecto eran los cuatro mencionados por Lei Lei, y acto seguido se reabrieron las puertas del vasto jardín.

Era ya la primavera. Habían florecido los lotos, pero el jardín no respiraba la felicidad de antaño para mi hermano ni tampoco para mí, que lo escoltaba a pedido de mi padre y había debido separarme nuevamente de Xiaomei.

No tardé en ver que la prima sobreviviente era aquella que lo enamoraba menos. Yo había supuesto hasta entonces, muy convencida, que las dos jóvenes eran intercambiables más allá de que mi hermano prefiriese a una o a otra; pero la ausencia de una de ellas demostraba lo contrario. Desprovista del encanto que la prima fallecida vertía como un manto de luz, la prima sobreviviente parecía desmejorada, como si le hubieran quitado de improviso un fabuloso maquillaje. No es raro ver a ciertas mujeres insulsas que, atraídas por los extremos, se apegan a otras mucho más hermosas o feas. Los efectos de estas alianzas parecen depender de hechos imponderables. Están las insulsas a las cuales la compañía de una fea les concede una belleza inusitada; están las que, inversamente, no se ven desfavorecidas sin belleza o elegancia alrededor. En el caso de la prima sobreviviente era innegable que la soledad no le sentaba bien. Y se sumaba algo peor: no podía o no quería disimular los beneficios de esta muerte que, sin duda, le había allanado el camino hacia mi hermano.

En tal sentido, ellos no habían dejado de formar un trío. Él le hablaba a la viva de la muerta; la viva bajaba los ojos y se deshacía en elogios entre un suspiro y el próximo, aún más largo. No obstante, en un nivel más concreto, ahora tan solo eran dos. La viva se había quedado sin su amiga-adversaria real; mi hermano se había quedado sin excusas para postergar su elección.

La inescrupulosidad de la prima sobreviviente (no podía mostrarse exultante antes de que pasase un año, cuanto menos, de la muerte de la otra) no era lo que más incomodaba a mi hermano. La joven quiso impedir que él visitara la tumba, visita lógica que él había postergado por dolor o cobardía, pero no por desamor. Al advertir que le era imposible frenar esa visita, la prima sobreviviente decidió al menos frustrar que él fuera solo a la tumba.

Todo se agravó cuando ella propuso que, tras esa «desgraciada muerte», era sensato que ellos se casaran. No lo dijo de manera explícita, claro que no; pero mi hermano no había sido educado para que una mujer le hablara de estas cosas, ni siquiera oblicuamente. Mucho menos para que el tema, como en efecto ocurrió, fuera planteado ante la tumba de la favorita.

A diferencia de mi hermano, a merced de una sola prima, en mi regreso al jardín de los Zhao constaté que mis dos admiradores seguían vivos y que nada de lo ocurrido (la epidemia, la cuarentena, las muertes), nada había hecho que maduraran.

Poco a poco advertí, no obstante, en ellos algo inédito: mientras uno de los primos me sonreía o saludaba a la distancia con tan torpes aspavientos que parecían morisquetas, el otro se esforzaba en no dirigirme la mirada o en que al menos yo no viera cuando él me contemplaba absorto. Una paradoja surgía de sus conductas: el primo que quería pasar inadvertido era el que más llamaba mi atención, en tanto el otro suscitaba mi rechazo. Esta nueva forma de actuar, que fijaba roles fijos y no más intercambiables, ¿obedecía a algún arreglo entre ellos dos? ¿Habían lanzado una moneda? ¿Había sido yo el objeto de cierta clase de contienda o de convenio? Esto pensaba indignada, persuadida de su inmadurez, hasta que mi hermano y yo fuimos convocados nuevamente al despacho de mi padre y ocurrió lo impostergable: mi padre y mi madre, a coro, nos anunciaron muy dichosos que habían cerrado con los Zhao dos acuerdos matrimoniales. Mi hermano tendría que casarse, claro está, con la prima sobreviviente. A mí me tocaba un primo, uno cuyo nombre mi madre pronunció sin concitar mi atención, tal vez porque yo ignoraba cómo se llamaban ellos.

Tiene que ser, deduje, el que me mira tanto. Seguro que ya está al corriente, al igual que el que se empeña en no mirar.

Mi padre estaba convencido de haber sellado el mejor de los acuerdos. La familia Zhao se contaba entre las más prósperas de la ciudad. Mi hermano podría casarse con esa joven por la cual había pasado meses y meses en vilo, poco menos que suspirando (así lo entendían mis padres, ajenos a los detalles); en cuanto a mí, el joven que sería mi esposo era sumamente educado, eso dijeron. ¿Qué más pedir? Por supuesto, yo analizaba las cosas de otra manera y sentía bastante más pena por mi hermano que por mí: él estaba enamorado de la prima que había muerto, mientras que la sobreviviente le inspiraba cada día mayor rechazo. Qué injusticia, me decía yo con una especie de nudo en el corazón. Él había estado tan cerca de obtener algo poco menos que imposible: una boda concertada que no excluyera el amor. Mi caso era diferente. Yo no amaba a ningún otro hombre (vivo o muerto) y sentía un mismo desdén por los dos primos.

Tan abatido vi a mi hermano tras el anuncio de su boda que por un tiempo olvidé que yo también debía casarme. Es más, en mi siguiente cita con Xiaomei le referí lo que le sucedía a mi hermano y, sin ninguna clase de premeditación, obvié todo comentario acerca de mi casamiento.

No hay manera de impedir la decisión de tu padre, dijo Xiaomei. Pero en el acto se corrigió. Bueno, sí, existe una manera y es lo que hizo mi padre: huir.

Yo sabía que Liu Feihong había escapado de su pueblo, pero ignoraba los motivos y detalles de la fuga.

Xiaomei me contó esa tarde que su padre había escapado apenas saber que su clan le había fijado una boda con una joven cuyo rostro él ignoraba (ya estaba ciego y a esta joven no la conocía de antes), pero cuya voz llegó a oír y juzgó calamitosa.

Hasta ese entonces yo había prestado atención insuficiente al timbre de voz de Xiaomei y debo reconocer que mi devoción por ella se ceñía casi por completo a lo visual. Pero esa tarde, lógicamente influida por el relato, cerré los ojos y me dije que su voz merecía el calificativo de armoniosa. Además del timbre, que era grato por naturaleza, Xiaomei modulaba con maestría cada una de sus palabras.

No fue la voz, le oí contar, el único factor que propició la fuga de mi padre. Mi madre no tiene, lo admito, la voz más hermosa del mundo, pero para entonces mi padre ya estaba enamorado de ella y decidido a casarse por más que debiera enfrentar a su familia.

Pero tu padre, quise saber, ¿conoce el rostro de tu madre?

Lo vio antes de quedar ciego. A veces exagera, incluso, que fue lo último que vio antes de perder el segundo ojo. En todo caso, lo que mi padre recuerda de mi madre es una muchacha de quince o dieciséis años de edad, tal como ahora soy yo.

La idea de que Xiaomei fuera pronto más vieja que la imagen de su madre me resultaba inquietante, pero no dije nada porque ella había empezado a narrar las peripecias de la fuga. Supe entonces que el temor a despegar los pies del suelo lo había heredado Xiaomei de Liu Feihong. Supe que la fuga de su padre y su madre había tenido, por eso, que ser a pie.

Tardaron tres meses y medio en llegar aquí, me contó. Se inclinaron por esta ciudad, no por otra, porque el ciego había oído hablar de un curandero que devolvía la visión. Caminaron de ser posible de noche para no cruzarse con nadie. Tomaron senderos estrechos, escondidos, que les hacían perder tiempo, pero que habrían desorientado a cualquier perseguidor. Se detenían a descansar y a comer en granjas pobres; a los granjeros les decían que eran hermanos y que ella lo acompañaba en este viaje a la ciudad donde curaría su ceguera.

Tanto repitieron esto que, al llegar a su destino, a Liu Feihong le frustró no recuperar la visión. El curandero había muerto un año atrás. Su fama, que lo sobrevivía con justicia, había viajado hasta las ciudades del norte; su fama había arribado a lugares donde él no.

Antes de eso, en una granja, casi al final del periplo, Liu Feihong y su compañera habían encontrado a un anciano de aspecto desprotegido. El viejo iba de aquí para allá con una especie de escopeta que, era evidente, nunca se atrevería a usar. Mi familia tuvo que ir a la ciudad, les explicó. Volverán en una semana. El anciano no era ciego como Liu Feihong, pero veía mal, oía mal, caminaba mal y olía mal. Lo habían dejado allí solo y, además de tener miedo, no sabía arreglárselas. La vivienda era modesta y como venida a menos. Paredes agrietadas y suelos de arcilla. Ingeniosa, la madre de Xiaomei pactó: ella cocinaría, cuidaría del anciano, pondría orden en la casa y todo lo que hiciera falta hasta el retorno de los familiares. Como contraprestación, él les daría techo y comida e incluso podrían llevarse unos animales. Pasaron casi dos semanas y la familia del viejo no volvía. Pasaron veinte, veinticinco días y nada. Al partir, le dejaron al viejo comida para un par de semanas. El hombre les ofreció, a cambio, dos jaulas con pájaros. La madre de Xiaomei los quiso rechazar. Ella esperaba cobrar con animales comestibles: aves de corral, no aves decorativas. Por fin Liu Feihong intervino y aceptaron.

En esa granja, dijo Xiaomei, nació la idea de dedicarse a la venta de pájaros y yo fui engendrada. Mi padre todavía sostiene que ese anciano, en realidad, no esperaba a ningún familiar. Quién sabe a cuántos que pasaron por allí les había hecho el mismo cuento.