No era infrecuente, en nuestras constantes citas, que Xiaomei propusiera actividades y que, al contrario, yo planteara temas de conversación. Una vez le conté, recuerdo, que tenía un hermano mayor, pero el dato no pareció interesarle. Otro día le conté una historia no del todo verídica sobre mi abuelo materno, convencida de que así la subyugaría; pero no tardé en inferir que Xiaomei prefería contar a preguntar, hablar a escuchar, y que —por suerte para nuestro vínculo— a mí me sucedía lo opuesto.
De los muchos temas que le fui preguntando a Xiaomei (temas que se ramificaban, a imagen de esos árboles que habían servido de excusa y habían donado su sombra al inicio de nuestras citas), uno de los más fértiles y recurrentes era la ceguera de Liu Feihong.
En cierta oportunidad ella me contó que su padre no era ciego de nacimiento. Había nacido ciego del ojo derecho, defecto tan desusado que en su pueblo natal no habían logrado razonar si esta semiceguera era halagüeña o mal presagio. Hijo menor de una familia muy nutrida, Liu Feihong había sido el centro de múltiples atenciones porque la familia había hecho del ojo sano un objeto de temerosa adoración; tantos cuidados, como suele ser el caso, habían atraído un infortunio. Jugando una tarde en el bosque, a una edad en la que muchos no jugaban más, Liu había perdido el otro ojo, el ojo izquierdo. Se culpó a la rama de un árbol (Xiaomei no supo decir cuál, de lo contrario habríamos buscado su silueta en el libro de la abuela como quien busca en un archivo a un malhechor o a un criminal), pero en verdad fue un descuido.
Años después, Liu Feihong decía que su vida estaba hecha de dos épocas, dos ciudades, dos familias disociadas: la etapa de su infancia, en el norte; la etapa actual, de la que no poseía ni una mísera imagen. Pese al tiempo transcurrido, Liu Feihong conservaba intactas las imágenes de su infancia. Había visto pinos y cipreses cubiertos de nieve; había visto lámparas rojas en forma de dragón o de pez encenderse tarde en la noche mientras sonaban los tambores y los gongs; había visto helarse un brazo del interminable río Yi en el que, así le contaron, vivía un ondulante monstruo que comía zongzi de arroz; había escalado hasta una altura algo discreta la montaña de Xiang Shan y había explorado incluso las grutas sofocantes de Fengxian y Guyang, llenas de imágenes budistas; había visto un eclipse de sol parcial, había visto la Osa Mayor entre otras galaxias anónimas y había visto casi a diario, por el sendero en pendiente que de su casa llevaba a las montañas, un puente angosto de bambú, fuente de muchas leyendas y paso obligado cuando a raíz de las lluvias se desbordaba cierto arroyo.
A Xiaomei le gustaba mucho imaginar que aquel puente de bambú era igual al de nuestro parque, pero también contaba que en su infancia Liu sentía terror los días oscuros, tormentosos, en los que estaba persuadido de vislumbrar sobre el puente lo que parecía una silueta femenina (veía mal con su único ojo, más aún si no había sol), porque tomaba a esta mujer por la anciana responsable de conducir a los muertos a través del puente hacia la vida próxima.
Liu Feihong, irónicamente, no había tenido que morir ni que cruzar puente alguno para alcanzar algo así como otra vida. Y, a diferencia de quienes al reencarnar olvidan su existencia anterior, conservaba inalteradas (o eso decía) las imágenes de los miembros de su primera familia. Aquella rama le había arrebatado un ojo, no así los antiguos recuerdos.
Liu Feihong nunca había visto el rostro de su única hija ni de sus actuales amigos ni de los responsables de los otros puestos del mercado. En su defecto, había ideado un sistema original, amparado en que esta segunda vida era bastante o totalmente autónoma de la primera: el gran repertorio de rostros de su infancia, que custodiaba casi intacto, lo había aplicado al gran repertorio de voces y de nombres del presente. A un reciente amigo, por caso, le había endilgado el rostro de un querido hermano de su madre. Al comerciante que vendía los juguetes de madera le había adjudicado el rostro de un estrecho amigo de su padre. Tal vez los verbos que utilizo no sean justos, porque Liu Feihong no hacía una elección sesuda, no escogía de un repertorio de semblantes que desplegaba a imagen de un abanico, sino que era más bien al revés, como me explicó Xiaomei: la voz o el nombre le evocaban de inmediato tal o cual rostro del pasado.
Cuando Xiaomei me contó esto quise saber qué rostro había elegido Liu Feihong para ella.
La respuesta no me pareció insensata: Xiaomei era la única persona a la que el ciego había acabado inventándole una apariencia porque nada, ninguna imagen, había surgido de modo espontáneo en su caverna oscura.