Por supuesto que intentaba encubrir los cambios que Xiaomei había producido en mí, pero ciertos indicios no escapaban a la perspicacia de mi madre. Cuando una tarde me preguntó «por pura amabilidad», aunque por mucho más que eso, si últimamente me embellecía y arreglaba pensando en «un chico en especial», pude responderle que no, con la voz firme y sin faltar a la verdad, pero quedé en medio de un sentimiento de alivio y un estado de alerta.

¿Mi madre me estaba espiando o había enviado a la siempre predispuesta Li Juangqing para que me siguiera cuando yo salía a pasear las jaulas? Me reí de mí. Claro que no. De haber sabido mi madre que me encontraba con Xiaomei en aquel parque no se habría inquietado tanto. Lo que había motivado en ella esa pregunta era mi aspecto, mi ánimo y, antes que nada, mi comportamiento en el hogar. Me había vuelto más callada en presencia de mis padres. Las frases que se decían ellos a la mesa, a la hora de la cena, parecían sonar muy lejos y aludir a asuntos poco amenos. Mi madre juzgó mal estos silencios y pensó, por algún tiempo, que yo estaba enamorada del nieto de la señora Wu, vieja amiga de mi abuela que iba día por medio al parque a pasear a su pájaro o a sentarse, cuando el frío no era inclemente, en una de las mesas de piedra donde se jugaba al go. Mi madre había oído decir que el nieto de esta señora Wu, un año más grande que yo, siempre acompañaba a la abuela y era objeto de adoración de los ancianos del parque. Claro que nunca me interrogó abiertamente acerca de esto; solo soltaba insinuaciones tras las cuales se me quedaba mirando.

Confieso que jamás me ha interesado el go. Pero confieso, también, que la simple mención de mi madre de ese niño que, para ella, era o debía ser el motivo excluyente de mis silencios hizo que a partir de esos días el go me causara un imperceptible interés y que yo empezase a esquivar ciertos sectores del parque con una infundada sensación de delito.

Aunque mi madre no sacó provecho de sus preguntas y comentarios, yo me planteé, por amor propio y por temor, si mis padres no estarían considerando una boda con el nieto de esa anciana. Pero eso, comprendí más tarde, no pasaba de mi pura imaginación.

Yo era una chica inexperta que no había tenido ninguna relación (ninguna, salvo fraternal) con un chico de mi edad. Como no iba a la escuela, como no había primos varones en el estrecho horizonte familiar (tan estrecho que tampoco había muchas primas mujeres), como escaseaban los varones de mi edad en las familias vecinas que solíamos frecuentar o que mis padres se sentían con el derecho de tratar de igual a igual, por todo esto me contentaba con soñar e imaginar cosas que sentía vagamente en el corazón y con espiar a los escasos amigos de mi hermano que eran, en fin, los únicos chicos reales que acostumbraba a tratar y que, en lugar de inspirarme alguna atracción, despertaban en mí un raro rechazo, a tal punto que con ellos fui haciendo una lista mental de todo lo que no me agradaba del sexo masculino. A menudo repasaba aquella lista, que por más de un prurito no volqué jamás en un papel, y una infinita tristeza se colaba bajo mi piel. Yo presentía que era posible y hasta urgente hacer la lista contraria, pero no hallaba ejemplos de carne y hueso para inspirarme y caía en un desamparo que ni siquiera osaba compartir con Xiaomei.

Empecé a suponer que con ella era posible hablar de todos los temas, de todos excepto uno: la atracción por el sexo opuesto. A menudo atribuía eso a un exagerado decoro que parecía instalarse a nuestro alrededor, una falta de libertad para expresarse sobre asuntos amorosos. Yo sospechaba que eso no tenía remedio, que allí quedaríamos atascadas las dos; pero me equivocaba y, como sucedía a menudo entre nosotras, bastaba que concluyera algo para que ella me sorprendiera con una de sus reflexiones:

Estuve meditando, dijo, que las cosas están bastante mal pensadas. No son los padres quienes tendrían que elegir a los maridos de sus hijas. Quienes tendrían que encargarse son las mejores amigas. Pongamos el caso nuestro. Nadie te conoce como yo, ¿no es verdad? Y viceversa.

Su actitud, al decir esto, fue austera y sin ansiedad. La actitud de quien juega con alguna idea que se le acaba de ocurrir. Sentí orgullo porque Xiaomei afirmaba que éramos «mejores amigas». Sin embargo, dentro de mis limitados conocimientos, acogí su discurso con prevención.

No tenía derecho a asombrarme de que Xiaomei planteara ideas semejantes. A estas alturas sabía bien que su forma de pensar no encajaba con las normas y que sus juicios, si no estimulantes o provocadores, resultaban cuanto menos insólitos.

Ese día tuve, no obstante, la impresión de que ella intentaba sugerir algo más. Así que, tras una sonrisa, le pregunté algo abruptamente:

¿Y eso? ¿A qué vienen, de pronto, estas ideas?

Xiaomei repuso señalando alrededor que nacía la primavera, que el sol brillaba en el cielo como una idea innovadora, como si estuviera allí por primera vez en reemplazo de un viejo sol que hubiese pasado a retiro.

Tal vez por esto, insinuó, se me ha ocurrido una idea primaveral. No contesté nada. Solo fruncí la boca y las cejas en un gesto que solía hacer ante el espejo, cuando nadie estaba presente, y que jamás había hecho delante de ella.

Mi reacción hizo que se apresurara a añadir: Te aseguro, Ling, que no te oculto nada. Pero se había sonrojado. Yo preferí no insistir y la conversación, ese día, quedó allí.