Nadie había sido informado de esta silueta, que la madre había cortado y cosido a espaldas de todos, excepción hecha del señor y la señora Zhao. De esta manera se había logrado evitar que alguien, por curiosidad, cometiera la afrenta de ver a la novia antes de lo permitido.

Cuando por fin mi familia llegó a la casa del señor Zhao, media docena de niños agolpados en la calle, cada uno con su suona, tocaron una misma melodía nupcial y la multitud puso a prueba la robusta puerta de acceso. Con mi familia me refiero no únicamente a mi hermano, a mis padres y a la buena de Li Juangqing, sino también a ese puñado de parientes que veíamos cada año, en ocasión de una boda o un funeral, pero que ahora, a causa de estos casamientos, veíamos por segunda vez en poco tiempo.

Confieso que sentí miedo al oír los gritos y los golpes contra la puerta, pero recordé al instante que las urracas habían cantado con la salida del sol y que eso era, según mi padre y también según mi abuela, una señal de buen augurio.

Con gesto grave, el señor Zhao ordenó que abrieran sin dilación las puertas y dio a entender que el asunto escapaba a nuestro control. Nada anunciaba que la gente fuera a entrar de modo pacífico. Y, sin embargo, en el momento en que la gran puerta se abrió, los ánimos se calmaron como por arte de magia. Nadie quiso, es lógico, quedarse afuera, pero no hubo, que yo sepa, el menor desmán mientras la multitud se instalaba en el jardín, en el espacio previsto para la boda.

Aunque mi atención se centraba en mi familia —principalmente en mi hermano—, tardé bastante en lograr acercarme a ellos para darles la bienvenida. El señor Zhao nos había dado a Fangzhi y a mí la orden de que, apenas viésemos al «clan del novio», nuestro deber sería el de actuar como anfitriones. Pero la agitación alteraba los planes. Yo perdí de vista a Fangzhi, las caras extrañas se intercalaron con las caras de mis dos familias, la sanguínea y la adoptiva, y aunque de momento reinaba una calma poco menos que prodigiosa, podía advertirse cierta tensión en el aire.

Ya reunida con mi familia (pero no con Fangzhi, aún), volví a ver, lejos, a Xiaomei. Sí, era ella. No cabía duda. Algo renovada de aspecto, como solía ser su caso, pero siempre espléndida. Nos saludamos en secreto: un intercambio de sonrisas difícil de detectar por una tercera persona. La de Xiaomei fue, recuerdo, una sonrisa con un dejo de amargura.

Por supuesto que deseaba ir a su encuentro. Pero no podía hacerlo de manera abierta, ante los ojos de todos.

En el instante en que me estaba resignando a la distancia, el enjambre de curiosos se sacudió de improviso, como si se hubiera evaporado el impacto de estar en aquel jardín que la mayoría, es seguro, visitaba por primera vez.

Durante algunos minutos el caos instaló su impensada coreografía en el jardín. Tácitamente, sin que mediara una orden, los familiares de los novios se encaminaron a las primeras filas, lo más cerca del altar, y el gentío pareció aceptar un segundo plano que no significaba una exclusión, pero que reafirmaba ciertas jerarquías.

En medio de esta actividad, me aventuré adonde se encontraba Xiaomei. Lo hice de un modo casual, como si me arrastrara la marea de gente. Ella me imitó, supongo. O realmente fue empujada en mi dirección porque, en efecto, la multitud se desplazaba hacia mí, de manera que quedamos cara a cara, sin saber muy bien qué decir, pero sensatamente ansiosas y felices por el reencuentro.

No hubo ningún reproche en su voz, en sus gestos o en las primeras palabras que me dijo. No obstante, quise inferir que lamentaba mi ausencia, que extrañaba mis visitas.

Luego me dijo que hacía un mes o un mes y medio que necesitaba hablarme. Me había esperado en el parque, bajo el sauce, y en el puesto de aves de su padre. Por fin se había enterado, como todo el mundo, de los cambios en la boda de mi hermano.

La desazón que yo había creído ver en la sonrisa de ella se confirmaba ahora que la tenía tan cerca. Naturalmente, sentí pena. Pero en simultáneo se me cruzó la idea de que Xiaomei estaba triste porque mi hermano se casaba, que Xiaomei se hallaba presente en el jardín (ese jardín que tantas veces, para mí, había equivalido a su ausencia) no para verme, no para ver a «su» Ling, sino para ver a mi hermano.

Sentí celos, ¿por qué negarlo? Y estos celos me hicieron bien, curiosamente, como si revivieran algo muerto en mí.

Tanta era nuestra complicidad, y tan intacta se hallaba, que con escasas frases logramos contarnos muchas cosas.

Mientras hablaba con Xiaomei, vi surgir a Fangzhi entre la muchedumbre. Nuestras miradas se toparon, él arqueó un poco las cejas y por señas me avisó que se aprestaba a rescatarme de esa nube de extraños que me envolvía. Algo puso freno a su arrojo, sin embargo: el señor Zhao se interpuso y le susurró algo al oído. Entonces mi joven esposo, olvidándome, corrió a cumplir lo indicado por el amo del lugar: seguramente que les dijera a los padres de la novia que todo estaba dispuesto.

Aunque era lo último que yo deseaba hacer, comprendí que debía despedirme de Xiaomei.

Ella debió de advertirlo, porque sus ojos se inundaron de lágrimas.

Hubo un silencio insoportable. Y, por fin, salieron un par de palabras de sus labios:

Me caso, dijo de pronto y sacudió la cabeza como si me diera la peor de las noticias.

Alcancé a entender, abrumada, que su padre la había «vendido» (esa palabra usó ella) a un mercader de otra ciudad, una ciudad cuyo nombre Xiaomei calló, y que el futuro marido era un hombre que rondaba los cuarenta y tenía tres hijas de la edad de Xiaomei, si no mayores.

Me estaba obligando a pronunciar un consuelo, algo como un pésame, cuando apareció Li Juangqing y haciendo caso omiso de Xiaomei (a quien realmente no vio o a quien quizá fingió no ver) me tomó de un brazo y me llevó donde se hallaban mis padres y donde se aguardaba a Fangzhi para que diese inicio la ceremonia.

Mi hermano se disponía a casarse con una mujer que no envejecería. Lo monstruoso de su boda era, acaso, este factor. El esposo envejecería, la esposa no. ¿Algo análogo iría a ocurrir con la imagen que yo conservaría de Xiaomei? Tuve, más que el pálpito, el convencimiento de que no la vería más. Que nuestra despedida era definitiva. Por algo se negaba a decirme el nombre de la ciudad donde se instalaría una vez casada.

Qué importa el nombre. Es otro mundo, es otra vida. Es el final, querida Ling…

Pensé en nuestra charla anterior. No era justo, en absoluto, que yo me hubiese quejado ante Xiaomei. Mi boda era un paraíso en comparación con lo que le esperaba a ella. ¡Pensar que un bruto, un ignorante, obtendría en pocas semanas el tesoro de su belleza!

El mundo está mal hecho, dije.

El mundo no está hecho, me corrigió Xiaomei. El mundo es así: algo que promete hacerse y jamás se hace en forma definitiva.

Ya se iniciaba la boda. Un murmullo general se alzó no bien los padres de la prima muerta aparecieron con la importante silueta de la novia. Pensé en la foto de Ruan Lingyu. Yo también había adorado a una especie de ídolo de cartón, pero en verdad había adorado a Xiaomei y seguía adorándola; ambas cosas no tenían ningún otro punto en común.

Delante de todo el mundo, de extraños y conocidos, mi hermano miraba al suelo mordisqueándose los labios. Pensaba indudablemente: Esta no es la mujer que amé, sino una silueta vacía.

Busqué entonces a Xiaomei entre la gente. Ya no estaba. Y, en ese preciso instante, sentí deseos de salir corriendo a buscarla. De arrebatar esa silueta de cartón y de ponerla en mi lugar, junto a Fangzhi.

¿Estás bien?, susurró Fangzhi como si hubiese percibido mi ansiedad. Yo hice una mueca imprecisa y él apretó mi mano con firmeza.

Claro que no estaba bien. No sin espanto cavilaba que, con la partida de Xiaomei, moría Ling. Ya nadie me llamaría así. La otra, la que no era Ling (y que no por ello era yo), retribuyó el gesto y apretó con igual fuerza la mano de su esposo.