No me explico cómo logré por fin que mi hermano me acompañase el parque. Recuerdo, sí, que por un tiempo prolongado parte de la familia Zhao cayó enferma y el señor Zhao cerró las puertas de su jardín por temor a los contagios. También recuerdo a mi hermano, desolado: no solo tendría que pasar unos días lejos de allí, sino que —como se enteró— las dos primas se contaban entre las afectadas por la enfermedad. Todo esto, desde luego, ayudó a que mi plan de ir al parque encontrara un eco en él, pero no significa que fuera sencillo persuadirlo.

Mi hermano dijo al principio que no se sentía muy bien. Alarmada, mi madre llamó a un médico. Desde la muerte de mi abuela no venía un médico a casa. Esta vez, sin embargo, fue diferente.

Su hijo no tiene nada, está sano, oyó mi madre y suspiró. Yo suspiré después de ella y lo mismo hizo mi padre por la noche, tan pronto como mi madre le resumió las noticias. No obstante, mi hermano insistía en que se encontraba débil y en que sufría la enfermedad de las primas. A mí me daba mucha pena verlo así de acongojado, y en su rostro, como si fuera un espejo, contemplaba la tristeza que me causaba estar lejos de Xiaomei.

Luego de dos o tres días que pasó casi encerrado, sin dirigirnos la palabra, mi hermano amaneció por fin de mejor ánimo y fue a recabar informaciones en casa de los Zhao. La enfermedad había alcanzado a otros miembros de la familia. Incluso la esposa del señor tenía fiebre. Las puertas seguirían cerradas por un lapso razonable. ¿Y las primas? Mi hermano estaba muy preocupado por ellas; su inquietud era lo contrario a mi total indiferencia por la salud de los dos primos.

Para distraer a mi hermano, la imaginativa Li Juangqing no acababa de proponer actividades. Pasamos una tarde entera jugando los tres al jian-zi (la habilidad de mi hermano con los pies era inconcebible), pasamos otra tarde viendo distintas clases de teatro callejero —desde el teatro de sombras hasta una obra representada por monos— y, en otra oportunidad, si no fue la misma tarde del teatro, vimos en acción al chui-tang-ren, maravillados porque le bastaban un par de soplidos para que del otro extremo de su palo brotaran las más perfectas figuras de caramelo.

Como si los mirlos no fueran suficientes para mí, el chui-tang-ren me obsequió un largo pájaro de alas pequeñas. La figura me fue de cierta inspiración: al día siguiente, volviendo a esgrimir el pretexto de los pájaros, fui al parque y pasé más de tres horas conversando con Xiaomei.

Puede que a causa de la tregua impuesta por la enfermedad, puede que a causa de los muchos días transcurridos sin verla, el caso es que terminé contándole a Xiaomei todo acerca de los Zhao. Le describí el vasto jardín, exagerando los aspectos placenteros y los que no me agradaban. Le conté que dos muchachas se interesaban por mi hermano, pero dije que a mi hermano le parecían feas y vulgares. Y terminé, sin darme cuenta, hablándole de los dos primos y de su carta de amor. No era la primera vez que me ocurría esto con ella: mis deseos de llamar la atención de Xiaomei me hacían hablar más de la cuenta.

Jamás he recibido una carta de amor, tiene que ser maravilloso, dijo con voz aniñada y con un brillo en los ojos que hasta entonces yo nunca había visto en ella.

Me resistí un poco, por el gusto de verla suplicar, pero a sabiendas de que acabaría recitando esa carta puesto que, mal que me pesara, tras aquel raro ejercicio de reescritura me sabía de memoria ante todo las partes más grotescas. En realidad, dudé un instante y faltó poco para que le recitara no la carta de los primos, sino la otra: la que en un rapto había escrito para ella, pensando solamente en ella, y que me sabía de cabo a rabo. No lo hice por miedo y pudor. No lo hice, en primer lugar, porque me entusiasmaba más compartir con Xiaomei la idiotez de esos dos primos, tomarles el pelo juntas. De modo que me puse a declamar como la heroína de alguna película, una especie de Ruan Lingyu burlándose del obligado parlamento. Para completar el efecto me acerqué a Xiaomei y envolví sus manos con las mías. El gesto me salió muy bien. Creo que Ruan Lingyu habría estado bastante orgullosa de mí. Entonces ocurrió algo fuera de mis planes: a Xiaomei se le humedecieron los ojos. Puedo entender hoy, con calma, que su reacción se debió menos a las frases declamadas que a mis gestos. Para el final de la carta yo había decidido adoptar un tono más farsesco aún, convencida de que Xiaomei se desmayaría de risa. No obstante, al aferrar sus manos, mi ironía desapareció y la emoción hizo que se esfumara el tono de comedia.

Hoy me parece hasta obvio señalar que, tras aquello, Xiaomei y yo nos asustamos; pero en aquel momento, con catorce años, no supe o no quise entender el detonante de la emoción de Xiaomei. Al contrario, me ofendí y me decepcioné con ella. ¿Era posible conmoverse con esa espantosa carta? Me frustraba ver en Xiaomei tanto sentimentalismo; por vez primera, algo en ella no me satisfacía ni me atraía. Por supuesto, yo estaba razonando de manera errónea y mi miedo era responsable de todo el malentendido. Hoy me sorprende que no la interrogara. ¿Qué te ocurre? ¿Estás llorando? ¿Estás bien? ¿Te emocionó en serio la carta? Cualquiera de estas preguntas me habría ahorrado mi primera decepción, de la que tardé en recuperarme del todo. Aunque es verdad, asimismo, que una sola de las preguntas que callé habría abierto ciertas puertas que no estaba dispuesta a abrir, y mucho menos Xiaomei, como analizo hoy las cosas.

Una mezcla de enfado y de decepción marcó el resto de esos días en que el jardín seguía cerrado. Mientras mi hermano, mordiéndose las uñas, esperaba noticias sobre la salud de los Zhao, yo era asaltada por curiosos pensamientos, entre ellos que lo mejor que podría ocurrirle a mi hermano era que la enfermedad se llevara con sus garras a esas dos primas. Sí, eso pensaba, convencida de que así él podría atesorar una imagen ideal, una imagen perfecta de ellas dos, sin las imperiosas desilusiones que nos trae el tiempo.

Aquellos fueron días curiosos, no lo niego. Justo cuando los Zhao nos daban un respiro y era posible ir al parque, yo me enfadaba con Xiaomei, pero me enfadaba de manera cobarde: sin que ella se enterase. A todo esto, mi hermano volvió a decir que no se sentía muy bien. Deduje que de nuevo era presa del miedo, aun cuando, luego del episodio en el parque con Xiaomei, si alguien tenía derecho a sentir miedo era yo.

El médico reapareció porque esa noche —o la siguiente, no me acuerdo en forma exacta— mi hermano sufrió un ataque de tos que por poco lo ahoga. El médico nos repitió que no era nada. Nada físico, más bien espiritual, anunció sin gravedad. Mi padre no se quedó tranquilo. Cuando la muerte de mi abuela ya parecía inevitable, mi padre había organizado una ceremonia con la ayuda de un viejo monje y sin mucho beneplácito de mi madre. La ceremonia, aunque algo usual, no había dejado de ser impresionante: se trataba de cederle años de vida a la abuela. Cada persona ha nacido con sus años ya contados, pero hay quienes creen en cesiones que pueden torcer el destino y prolongar la vida de los moribundos. Mi padre consiguió reunir a una decena de personas: mi madre, mi hermano y yo, más la sacrificada Li Juangqing, más cinco individuos traídos por el mismísimo monje, quienes cobraban un dinero por cada año que cedían. En plena ceremonia pensé que la sola presencia de estos hombres, de estos cinco mercenarios, probaba lo ilógico de la superstición: si aquellos hombres eran —sin duda lo eran— profesionales del rito, tendrían que haber vendido ya más de cien años de sus vidas. Que no hubiesen muerto aún era prueba de la estafa en que estábamos inmersos. Claro que no era el momento para que yo manifestara semejante incredulidad.

Mi abuela murió al poco tiempo y mi padre debió admitir, un poco a regañadientes, lo inútil de la ceremonia. Yo me preguntaba en voz baja dónde habían ido a parar esos diez años obsequiados en conjunto por todos los participantes. No me molestaba del todo la idea de darle un año de vida a la abuela, pero otra cosa era sentir que había sacrificado un año entero en vano y que dicho año se había dilapidado o evaporado en manos de timadores. Aún peor era algo que mi madre había deslizado en su afán de impedir esa ceremonia tan deseada por mi padre: que a menudo el moribundo, en su desesperación, no tomaba un año de cada uno de los presentes, sino que arrebataba todos a una única persona, y esto era doblemente trágico porque el enfermo moría de todas maneras a la hora prefijada mientras que el otro no recuperaba nunca esa década perdida. ¿Y si esto mismo había ocurrido aquella tarde? ¿Y si mi hermano había echado a perder gran parte de su vida? Estas cosas fantaseaba (estas cosas me decía que estaba pensando mi padre) con tal de no pensar en Xiaomei, con tal de no pensar sobre todo en que yo no había podido ser discreta al ver sus ojos con lágrimas y era factible, por lo tanto, que Xiaomei hubiera notado mi disgusto y mi decepción.

Desde entonces pienso que una de las grandes diferencias entre un niño y un adulto es que el segundo, cada vez que le hace falta, sabe esconder o simular sus sentimientos. Yo no podía. O quizá no me hago justicia y no podía únicamente en presencia de Xiaomei.