Para animar a mi hermano, mi padre le regaló una bicicleta. Hacía tres años, si no cuatro, que mi hermano había pedido una bicicleta por primera vez. Mi impresión fue que el regalo llegaba tarde y, peor aún, en mal momento: mi hermano sufría de amor (o de algo parecido) y mi padre retrocedía a fin de complacerle un deseo infantil.

La mayor prueba del divorcio entre el regalo y esta nueva realidad se resumía en un detalle: la bicicleta era pequeña. Mi hermano le sonrió a mi padre (una sonrisa sincera), pero no montó en el acto y explicó que se sentía débil aún. De haberlo hecho, mi padre habría advertido cuán largas eran sus piernas. Solo era posible pedalear encogiéndolas y, en suma, la bicicleta parecía más adecuada para mí que para él.

Ver que mi hermano se alegraba como un niño me dejó un leve gusto amargo. Muy convencida, me dije que yo no era como él y que, de estar Xiaomei enferma, ningún regalo —por fabuloso que fuera— me habría hecho sonreír.

Pasamos unos cuantos días sin novedades de los Zhao. Una tarde, Li Juangqing sugirió que mi hermano fuera a estrenar en el parque la bicicleta y que lo acompañara yo. Me dije que era el momento para que Xiaomei y él se conocieran, así que aparté una jaula, aparecí en su habitación, aprobé la idea de Li Juangqing, insistí y volví a insistir y, una hora más tarde, él y yo nos dirigíamos al parque.

La bicicleta, de tan pequeña, incomodaba a mi hermano, pero a él no se le ocurrió informar de esto a mi padre para así canjearla por otra de mayor envergadura. En cierto aspecto aquella tarde, rumbo al parque, se selló el destino de la bicicleta: mi hermano, luego de subirse lleno de felicidad, pedaleó con mucho esfuerzo y con magros resultados menos de cinco minutos, rezongó porque debía ir todo encogido y volvió a rezongar al ver que, a pie e incluso con la jaula, yo avanzaba más deprisa.

Pronto ocurrió lo inevitable: mi hermano pidió la jaula y yo monté en la bicicleta, que parecía fabricada para mis piernas y que, al dejar de estar intacta, no se podría permutar por ninguna otra, mayor o menor.

Tanto imitar a Xiaomei reportaba aquí una ventaja: yo era capaz de pedalear porque, copiando su qipao, había abierto en mi falda un tajo lateral. Agiganté el tajo tironeando con fuerza y no me costó guiar a mi hermano hacia el banco donde se apostaba Xiaomei. Poco antes de que llegáramos, descendí de la bicicleta y caminé a la par que él. Aunque nos separaba una distancia aún considerable, pude notar —antes de atravesar el puente— el desconcierto en el rostro de Xiaomei. Nuestros encuentros habían sido siempre a solas. Ni ella ni yo habíamos osado invitar al parque a un tercero; yo estaba violando aquel pacto tácito y lo hacía sin haberla antes prevenido ni consultado.

Decidí quitarle importancia a aquel encuentro que, no obstante, yo sabía o más bien presentía y deseaba capital. El azar, mi hermano que me ha seguido y mis pies que me han llevado casi de memoria al banco. Ella es mi amiga, él es mi hermano. Actuar con naturalidad y minimizar los hechos.

Ya habíamos cruzado el puente cuando un fulgor pareció atravesar los ojos de Xiaomei.

No hay dudas de que es tu hermano, dijo elevando la voz y esbozando la primera sonrisa de aquella tarde. Sin ser idénticos, son parecidos. Y lo más asombroso es que caminan igual.

Mi hermano y yo intercambiamos unas miradas. Con torpeza. Con una especie de recelo. Con el desconcierto de quien descubre una semejanza entre dos hechos o cosas que suponía independientes.

A Xiaomei le causó gracia no solo que camináramos igual, sino también de manera sincronizada, moviendo una y otra pierna, moviendo uno y otro brazo como si un mismo resorte nos animara.

Parecerme tanto a mi hermano no era algo que me pusiera especialmente orgullosa. Si a alguien deseaba parecerme era a Xiaomei y a estas alturas creo que hasta ella lo sabía. El caso era que, desde nuestra última cita, Xiaomei se había cortado el pelo y eliminado su flequillo diagonal. No era la primera ni la última de sus transformaciones; yo estaba habituada a que parecerse a Xiaomei exigiera mi perpetua actualización, pero este nuevo cambio repercutía especialmente: de súbito yo dejaba de parecerme a Xiaomei para parecerme a mi hermano. No éramos ella y yo, por un lado, y mi hermano por el otro, como lo había querido mi imaginación. Éramos mi hermano y yo aquí, y Xiaomei allí.

Perdida en estas reflexiones olvidé cierta información que tenía sobre Xiaomei y le propuse que, si quería, montara en la bicicleta.

No, gracias, dijo cordialmente, pero no me costó advertir una mirada de reproche.

Meses atrás, hablando acerca de su padre, que a las personas de hoy les atribuía los rostros de ayer, yo le había preguntado a ella si nunca había sentido deseos de viajar al norte, de ir al pueblo de Liu Feihong a conocer a parte de su familia, a conocer ese otro mundo que su padre superponía con el presente.

Claro que sí, me había contestado Xiaomei. Sueño con hacer ese viaje. Mucha gente que mi padre conserva intacta en su memoria habrá muerto tiempo atrás, pero sospecho que muchos sobrevivientes me dejarán ver retratos o incluso fotografías.

Entonces, ¿por qué no vas?

Ya lo haré, dijo, no quiero viajar sola. Ya lo haremos, se corrigió como si una idea acabara de dibujarse en su mente. ¿Me acompañarías, Ling?

Ya mismo, Xiaomei, pensé. Hasta el fin del mundo. Pero callé.

¿Aunque terminemos las dos con ampollas en los pies?, insistió, y soltó una risa.

Ni que fuéramos a caminar tan lejos, comenté.

No hay otro modo, dijo. No hay otro modo.

Como respuesta, me enfrasqué en una obvia perorata sobre los medios de transporte. La información era imposible de ignorar, por Xiaomei o por quien fuera, pero ella dejó que finalizara mi enumeración (coches a motor o a caballo, carros tirados por bueyes, barcos, veleros o botes, bicicletas, palanquines y hasta rickshaws) y me dijo que era incapaz de moverse salvo a pie.

Es más fuerte que yo, no puedo. Me paraliza un miedo absurdo…

Eso explicaba su mirada de rencor al rechazar la bicicleta, esa bicicleta que en el curso del paseo había pasado a ser mía, a tal punto que era yo quien se la ofrecía.

Perdón, Xiaomei. Me olvidé por un instante, balbucí.

¿De qué cosa te olvidaste?, intervino entonces mi hermano.

De nada, dijo ella de manera cortante.

Mi hermano no volvió a insistir, pero tuve el convencimiento de que así como en nuestra cita anterior yo me había decepcionado por primera vez de ella, era Xiaomei quien ahora se decepcionaba de mí, de mí que olvidaba su «fobia» —por adjudicarle un nombre a su manía de moverse tan solo a pie—, de mí que sin consultarla traía a este hermano ante quien no se podía hablar sin que nos atosigara con preguntas.

Pese a mi miedo a que él la interrogase, ocurrió más bien al revés. La curiosidad de ella —inferior, en general, a su deseo de contar— pareció despertar de pronto. Yo me dije en primera instancia, con vanidad desvergonzada, que la razón de las preguntas era que Xiaomei podía al fin confirmar diferentes cosas que yo le había dicho acerca de mi familia. Cómo nos llevábamos mi hermano y yo. Cómo eran mi madre y mi padre. Cómo era Li Juangqing, cómo era nuestro hogar y si en verdad teníamos una chimenea que en invierno se veía humeante. De lo contrario, ¿por qué Xiaomei formulaba estas preguntas cuyas respuestas en gran medida sabía? Con el paso de los minutos creí entender que ella tenía otro objetivo: que su aluvión de preguntas era una defensa ofensiva, o sea, una manera de impedir las eventuales preguntas de mi hermano. Más allá del propósito de Xiaomei, el resultado no solo fue que mi hermano dejó de hacerle preguntas sino, más alarmante aún, que pronto se vio abrumado y dando respuestas vagas, hasta que de nuevo se hundió en aquel estado de tristeza del que nuestro paseo (o, en verdad, el inicio de este) lo había arrancado solo momentáneamente.

Yo no podía creerlo: mi hermano tenía ante sus ojos a la joven más atractiva del mundo y, sin embargo, se aburría.

Fue en vano que, en el camino de retorno, le preguntara por Xiaomei.

¿Qué te pareció mi amiga?

Agradable, respondió.

¿No es hermosa?

¿Quién?, fue toda su respuesta.

¡Mi amiga Xiaomei!, estallé.

Hubo un silencio. A mí me parece hermosa, añadí al cabo de un rato. Dudo mucho de que te parezca solamente «agradable».

Es agradable, insistió.

Claro, convine, pero sobre todo es hermosa, mucho más hermosa que…, había empezado a decir pero callé. Mi estupidez no pudo ser mayor.

Mi hermano apretó los dientes y no volvimos a hablar hasta que llegamos a casa, salvo el momento en que le pedí que me devolviera la jaula y puse en sus manos la bicicleta. No deseaba que mi padre me viese con un regalo que era de él.