21 de marzo de 1999
Sídney
¡¡Jake ha vuelto!! Estoy que me da algo… Es tan maravilloso y tan terrorífico a la vez… Solo quiero tocarlo y mirarlo.
Se acerca el momento de abandonar Australia. Jake llegó por la tarde, proveniente de dónde sea que va entre trabajo y trabajo, así que esta mañana, para hacer algo de tiempo, fui a recoger mis cartas del apartado de Correos. No tenía intención de hacerlo, y ahora desearía no haberlo hecho. Una de mamá, una postalita irritante de Olivia y una carta de Leon y Sally, escrita por Sally.
Garabateé una rápida respuesta a mamá:
«Estoy pasando una semanita en Sídney, porque necesitaba salir de Tailandia para renovar mi visado», escribí con tono cursi. «Es una ciudad preciosa y espero volver algún día para pasar más tiempo aquí, pero ahora tengo que regresar a Bangkok por el trabajo.»
Eso los tendría a todos contentos. Es lo que escribiría Lara, la niña de oro.
Si realmente tuviera ese trabajo del que hablo, ellos se encargarían de tramitar mi visado. Pero a ninguno se le ocurrirá pensar en eso, excepto quizá a Leon.
Me muero de ganas de salir de aquí. ¡Australia está demasiado limpia! Necesito volver a Tailandia. Al menos, ahora Jake está conmigo. Eso significa que las cosas avanzan.
Me gustaría que mi padre me contase si mamá sabe la verdad —de lo suyo— o no. Su carta ha hecho que me dé el bajón. Los demás, con sus madres maternales, me dan envidia. Mi vida sería totalmente distinta si hubiera tenido una madre que no hablara con sus hijos como si fueran pequeñas molestias a las que apenas reconoce. ¡Imagínate una madre de verdad, de esas que van a las obras de teatro del colegio y etcétera con auténtico entusiasmo! Esa persona podría haber conseguido que Olivia y yo nos soportáramos, pero ella nunca se preocupó por intentarlo. Si mi madre hubiera estado dispuesta a cualquier tipo de interacción, yo nunca habría tenido que acercarme tanto a papá, y ahora no estaría aquí, haciendo esto para salvarle el culo.
¡Así que todo es culpa de mi madre! Si se lo dijera, se limitaría a responderme: «Vaya, ¿sí? Lo siento», y se marcharía.
Cuando nos escribimos nuestras cartitas, ¿estamos las dos callando el problemón, o tal vez la inocencia de mi madre es auténtica? «Las cosas no van muy bien en la empresa de tu padre —me decía en la carta de hoy—, pero así es la vida, hay que tirar para adelante.»
Sí, a papá le iban tan mal las cosas en su empresa que me dijo que le devolviera el dinero que se gastó en mis colegios privados, colegios a los que, por supuesto, yo nunca le pedí ir. Y eso es lo que estoy haciendo. No puede ser que mamá lo sepa, de lo contrario no me habría escrito eso, ¿o sí?
Rompí en pedacitos la irónica postal del palacio de Buckingham de Olivia. Ni siquiera me pedía perdón, solo escribió algo del estilo «espero que lo estés pasando bien», que era lo más amistoso que se podía esperar de ella. No va a tener noticias mías en mucho tiempo, o puede que nunca jamás.
¿Qué más da? Mi familia está en la otra punta del mundo, el mejor lugar en el que podrían estar. Mañana es el día. La emoción me hace sentir viva de un modo que nunca había sentido antes.
Ahora debo irme porque Jake quiere que salgamos a comer algo barato y tomar un par de birras. Haré un esfuerzo por comer, aunque no tengo ni pizca de ganas. Estoy demasiado nerviosa para tener hambre.
Mañana estaré en Tailandia. Mi cuarto viaje. Igual debería de haberlo dejado después del tercero. Tal vez sea tentar demasiado a la suerte, pero sé que puedo hacerlo. Se me da bien. Crucemos los dedos…
22 de marzo
Bangkok
Calor, humedad, malos olores. ¡Me encanta!
Lo he hecho. Mi letra es terrible porque me tiembla el pulso. ¡Lo he conseguido!
Este es el subidón más increíble. Deseo salir y cantar y bailar por la calle Khao San. Deseo subirme a uno de sus precarios tejados de uralita, alzar los brazos y gritar al cielo: ¡nadie puede conmigo! ¡He ganado al sistema!
Me encantaría poder contárselo a Olivia, solo para dejarla de piedra. Nunca se lo creería.
No hice nada que resultara sospechoso para los demás. Me limité a hacer exactamente lo mismo que todos los que me rodeaban. Luego, tomé un taxi hasta la calle Khao San para mimetizarme con los mochileros, y me metí en una pensión de mala muerte. Cuando llegó Jake, estaba en un café leyendo un libro y tomándome mi tercera coca-cola. Me dio un abrazo y me dijo que estaba preciosa, mientras Derek —que tenía peor aspecto que nunca, con ese pelo y esa barba salvajes de mochilero, supongo que para llevar el camuflaje al extremo— agarraba la chaqueta y desaparecía. Cuarta misión, completada con éxito. Había sabido mantener la calma todo el tiempo.
En cada ocasión, hay una parte de mí que desea que algo falle. Si no fuera así, no lo haría. Si estuviera desesperada por aferrarme a mi vida normal, por volver a casa y seguir siendo la maldita niña de oro, no sería capaz de mantener la cabeza fría y canalizar el miedo. Viviría como cualquier otro aburrido mochilero por esta región, tratando al mundo como mi lugar de recreo y creyéndome original o diferente.
No me puedo creer que, por fin, esté siendo mala. Recuerdo cómo miraba a la gente que daba miedo en el instituto: los que no iban a clase si no les daba la gana, los que no se preocupaban por sus deberes, los que se peleaban y decían palabrotas sin importarles las consecuencias. Yo sabía que podría haber sido una de ellos pero, por algún motivo, no lo era. Lo llevaba ahí, oculto en mi interior, y ahora lo he sacado fuera.
Rompo las reglas a una escala que ninguno de esos idiotas del instituto jamás podría ni soñar. Y ahora tengo que dejar este diario —Jake perdería los papeles si supiera que hay una evidencia escrita en un papel— y salir a tomarme unas buenas copas para celebrarlo.
Bangkok, te quiero.
25 de marzo
Envío casi todo el dinero a casa. Es triste, pero al final sigo siendo la niña buena.
Resulta extraño estar en Bangkok como un viajero cualquiera. Por una parte, me siento totalmente segura, pero también es una especie de decepción. No me quedan energías para visitar más monumentos. Hoy, Jake y yo nos metimos un «desayuno inglés completo» en la mejor cafetería que hay para contemplar a los transeúntes. Jugamos al Scrabble y nos dedicamos a mirar a la gente que pasaba. Me gusta observar los extremos: por un lado, los adolescentes que salen por primera vez de viaje, con los ojos bien abiertos y asustados, todavía puros. Casi puedes verlos apuntando sus primeras impresiones para transmitirlas a casa. Cuando los veo, me entran ganas de levantarme y seguirlos unas semanas, para ver qué sucede a medida que se van adaptando.
En el otro extremo están los derrotados. Son inquietantes, y por motivos distintos a los evidentes. Por aquí se ve a mucha gente blanca, viajeros privilegiados, pero los yonquis sin remedio me provocan escalofríos. Con sus barbas descuidadas —todos los derrotados que he visto son hombres—, sus ojos de trastornado y unas ropas que llevan años sin cambiarse, son un recuerdo constante de que las cosas pueden salir mal.
En fin. Le gané a Jake al Scrabble y él fingió que no le molestaba. Luego me anunció que nuestro próximo viaje sería dentro de tres semanas.
«Tengo que ocuparme de unas cosas —dijo—. Así que, muñeca, voy a tener que dejarte sola por un tiempo. Ve a una playa. Te conseguiré un teléfono móvil y te llamaré cuando te necesite.»
Me molestó un poco, pero lo disimulé. No me importaría pasar unas semanas en una playa tailandesa, no es algo a lo que poner pegas. Además, me encanta que me llame «muñeca». En Londres, nadie me llamaría así. Allí nunca estuve entre las muñecas. Lara, la empollona de la clase, se ha ido para siempre. Ha muerto. En su lugar hay una muñeca que vive al margen de la ley y tiene un teléfono móvil tailandés.
27 de marzo
En el autobús, saliendo de Bangkok
Jake se ha ido. No quiero saber nada más. Sé que cumplo con mi papel a la perfección, y ahí termina mi trabajo. Es extraño lo feliz que me siento cuando me dice que nunca ha conocido a nadie que lo haga como yo. Curioso talento, el mío.
Mi teléfono nuevo está guardado en la mochila. Lo tendré cargado y escondido, y tengo que mirarlo varias veces al día. Aparte de eso, estoy de vacaciones. Echo de menos a Jake, pero hay pocas cosas mejores en la vida que estar en un autocar con una gruesa novela policiaca, observando el paisaje tailandés pasar a toda velocidad y guardando las distancias cada vez que alguien parece intentar entablar conversación.
Es un autobús turístico —en el extremo más barato posible de la escala turística— y aquí todos son mochileros como yo.
El autobús se dirige a Krabi, y desde allí voy a tomar un barco a Koh Lanta, para tumbarme en la playa, leer y relajarme. Me da igual no hablar con nadie.
Mi mochila, vacía —que yo sepa— de cualquier contenido sospechoso, está atada en el techo junto a todas las demás. Como es un autobús barato, avanza traqueteando, con las ventanillas abiertas y sin aire acondicionado. Resulta difícil escribir.
Creo que, si alguien encuentra este cuaderno, sabré librarme. Diré que me lo invento todo. Me mirarán y me creerán. Además, creo que no lo he dicho explícitamente.
Un hombre al otro lado del pasillo insiste en hablar conmigo. No quiero perder el tiempo, así que voy a fingir que estoy dormida.
31 de marzo, creo
Estoy tumbada en la playa, pensando en Jake. No tenemos futuro, y esa es una de las cosas que me encanta de lo nuestro. Apenas tenemos nada que contarnos. ¡Es genial!
Cuando lo conocí, toda ilusa y herida por lo de Olly, pensaba distinto. Al instante, mi mente se puso a intentar encajarlo en lo que se esperaba de mí.
Un australiano guapo: ¡qué gran souvenir para traerme de mi viaje!, pensaba. Quizá un guapo marido australiano. ¡Así aprenderán!
Luego, cuando descubrí de qué iba Jake, tuve que introducir cambios en la historia. Fue liberador. No vale para marido, está más que claro. Esta es una aventura que vivimos juntos, y pronto, muy pronto, los dos pasaremos página. Eso es lo más emocionante de todo. Solo compartimos sexo y negocios, y solo mientras nos convenga a ambos.
Nos conocimos en la calle Khao San. ¿Dónde, si no? Yo me sentía sola, recién llegada de Londres y estaba bastante alterada. Mi padre estaba furioso conmigo por haberme ido, y más todavía con Olivia por provocar mi marcha. Estaba soltera y cabreada con el mundo, no conocía a nadie en todo este continente y no tenía ni idea de cómo funcionaban las cosas. Ese día me había comprado algo de ropa en un puesto, para integrarme un poco, y mis planes consistían en sentarme en una cafetería a leer un libro, quizá con una cerveza. Eso sería un logro.
Entonces levanté la vista, y vi que él me miraba desde el otro lado de la calle.
Se acercó directamente hasta mí, se plantó delante y sonrió.
«Hola —se presentó—. Me llamo Jake.»
No lo pude evitar. Le devolví la sonrisa y contesté: «Lara».
Dimos un paseo juntos y ahí empezó todo. Esa noche, esa misma noche, descubrí los placeres del sexo y comprendí lo que me había estado perdiendo en mis aburridas relaciones anteriores. Jake tiene treinta y tres años, once más que yo. Me encanta su acento australiano y su pelo rizado que le cae constantemente por la cara. Adoro cómo me mira. Me encanta el modo en que despierta en mí ganas de romper las reglas, de ser mala para él. No somos almas gemelas. Es lo mejor que me ha pasado nunca.
2 de abril
Escribo esto sentada en la cama, bajo la mosquitera. Hoy me he echado una amiga, Rachel. Estoy muy contenta.
Todavía no tengo noticias de Jake, aunque miro todo el rato mi teléfono. En realidad no las espero, porque no quiero saber nada sobre las transacciones ni ese tipo de cosas, no son de mi incumbencia, para nada. Mis tres semanas de vacaciones implican que me aguarda un trabajo importante.
De todos modos, es mi novio, y no me importaría recibir una llamada ocasional. Le mandé un mensaje para decirle que estaba aquí y no me ha contestado. Espero que esté bien, porque hoy he pensado que podría haberle pasado algo y yo sin saberlo.
Sin embargo, no puedo hacer nada más que esperar.
Sé que hay un cibercafé en la calle principal, pero me mantengo alejada de él. No me apetece leer correos, ni enviar postales ni nada parecido. Solo quiero tumbarme en la arena y leer.
Koh Lanta es una isla más grande de lo que pensaba. El barco pasó por otra que se llama Koh Jum, que es más pequeña, y allí se bajó un montón de gente con pinta de alternativos. Igual debería ir a ver cómo es aquello. Pero no creo que lo haga, porque requeriría reunir energías y hacer la mochila, y disfruto de no tener que ocuparme de esas cosas.
Estoy en el sur de la isla, y estiro el presupuesto todo lo que puedo.
Ya he mandado a casa miles y miles de libras, dinero que he ganado arriesgando mi vida. Dinero sucio, asqueroso, de las drogas. Papá debe de saberlo. Solo Leon ha tenido la ocurrencia de cuestionar mi trabajo en el «banco americano». Para mi padre es mucho más fácil aceptarlo así.
En su última carta incluso escribió «lo saques de donde lo saques». Cabrón.
En fin, que estoy en Koh Lanta. Me alojo en una cabaña de madera, un poco chabola, a la que llego subiendo cientos de escalones por las rocas. Tiene vistas al mar, y se avista tierra al otro lado de la bahía. Por la noche se pueden ver las lucecitas de los barcos de pescadores. Aquí arriba hace calor y no corre el aire. Cuando apago el ventilador del techo a veces el ambiente es tan sofocante que me despierto en plena noche, pegajosa de sudor y casi sin poder respirar. Es el único momento en que la ansiedad se adueña de mí.
Me encanta vivir así más de lo que puedo admitir. Haga lo que haga con el resto de mi vida —y ahora tengo una buena idea de cómo me gustaría que fuese, en un minuto vuelvo a eso—, sé que nunca será mejor que esto. Este ha sido mi punto de inflexión. Hablando con Rachel ha sido la primera vez en que he sentido que solo me apetecía estar con alguien y relajarme. Sentí que la tensión se disipaba.
Vine aquí sin equipaje. Todos los viajeros visten igual, con la ropa que se compran en los puestos: pantalones holgados, camisetas de Coca-Cola en tailandés, sandalias. Estoy a un millón de kilómetros de esa chica estirada de Londres, educada en colegios de pago, que evitaba los problemas a toda costa.
De modo que las cosas podrían salir de dos formas para esta nueva yo mejorada. Podrían pillarme esta vez, y entonces ya veríamos qué sucedía. Sería terrible, lo sé, pero casi me da igual. Prefiero lo que eso implicaría a tener que volver a mi vida de antes. Si me pillan, saldré en los periódicos y la gente me perdonará porque soy joven y mujer. Todos en casa se quedarían de piedra. Mi padre se sentiría fatal y lo avergonzaría delante de todos sus «contactos».
La segunda opción es dejarlo. Quedarme en Asia, conseguir un trabajo serio en Bangkok, Singapur o Kuala Lumpur. Podría vivir en una de esas ciudades y dedicarme a viajar. Cuanto más lo pienso, más ganas tengo de hacerlo. Por primera vez, no quiero que me pillen cruzando la frontera, lo que resulta bastante preocupante porque significa que me juego demasiado.
3 de abril
Estoy sentada en mi balconcito medio podrido, a primera hora de la mañana, y puedo ver a Rachel trasegando en su cabaña, comprobando si se han secado el sarong y el biquini que tendió anoche.
Rachel es mi nueva amiga. Es de Nueva Zelanda. Hace un par de días tuvimos un momento «amistad a primera vista», parecido al que tuve con Jake de «deseo a primera vista». A veces, ser mochilero es como tener cuatro años. A esa edad, vas al parque, te acercas a otro crío y dices: «Tengo cuatro años», él te responde: «Yo también», y os hacéis amigos. Pues algo así. Vi a Rachel, me gustó y empezamos a hablar, así que ahora somos amigas.
Es alta, esbelta y guapa. Ahora que la estoy mirando, me gustaría tener su cuerpo y su pelo largo. Parece una estrella de cine francesa o algo parecido, y es muy divertida.
Se acaba de dar la vuelta. Me ha sonreído y me ha preguntado por qué la miro. Incluso ha dicho: «¿Estás escribiendo sobre mí?».
Nos conocimos aquí mismo. Yo había salido al balcón a primera hora, a contemplar el mar. Me desperté temprano y salí a ver los barcos de pescadores con el brillo rosado del alba. Estaba ahí, en camiseta ancha y zapatillas, mirando y pensando, cuando ella dijo: «¡Buenos días!», y me asustó tanto que solté un chillido.
Luego me reí porque me sentí estúpida. Rachel estaba en el balcón de al lado, a unos metros solo, haciendo justo lo mismo que yo: contemplar el mar.
—Me llamo Lara —le dije, aunque nunca soy tan atrevida; normalmente guardo las distancias todo lo que puedo.
—Rachel.
—¿Australiana?
—No. Kiwi.
—Oh, perdón. ¿He metido la pata?
—Solo si estuviera muy buena y fuese una guarrilla.
Y nos hicimos amigas, así de sencillo. Desayunamos juntas, nos tumbamos juntas en la playa, charlamos cuando nos viene en gana, intercambiamos libros y nos quedamos calladas cuando no nos apetece decir nada. Rachel encontró un extraño Scrabble en la estantería de un bar y no paramos de jugar. Estamos muy igualadas.
Nunca había tenido una amiga como ella. Ahora comprendo que se debía a que mi vida familiar fue tan constreñida, elitista y miserable que nunca conseguí una amistad de verdad. Qué patético.
Rachel tampoco vive una situación idílica en casa, aunque no habla mucho de ello. Yo no le he contado la sórdida historia de mi aburrido novio —el asunto que me trajo hasta aquí—, pero algún día lo haré.
Y ahora el sol pega más y necesito ponerme algo de crema y un sombrero, o me quemaré. Rachel sale de su cabaña y se dirige por las escaleras a la mía. Igual le propongo que compartamos habitación para recortar gastos.
6 de abril
Guardo el teléfono en una baldita astillada a la que solo puedo llegar subiéndome a una silla desvencijada, y aunque todavía lo enciendo y lo miro dos veces al día, cada vez me apetece menos recibir noticias de Jake.
Ojalá pudiera quedarme aquí para siempre. Nadie puede localizarme. No hay cartas, ni postales, ni correos electrónicos. Solo Jake sabe mi número de teléfono. Nadie en el mundo entero tiene ni la más remota idea de dónde me encuentro.
Es extraño vivir en un mundo en el que mis propios padres, Bernard y Victoria Wilberforce, dependen del dinero sucio que les consigue su corrompida hija favorita. Solo así pueden guardar las apariencias en su urbanización. Tal vez no sepan de dónde sale su dinero, pero deberían preguntármelo. ¿Cómo pueden permitir que haga esto, y en la otra punta del mundo? ¿Cómo es posible que no les importe? Hace que me cuestione si de verdad me quieren.
Siempre he fingido que yo no era su preferida, aunque nada podía resultar más evidente. Olivia decía que me querían cien veces, probablemente mil veces más que a ella, y siempre lo negué porque no iba a decir «Sí, claro que sí». Ahora estoy lo bastante lejos para analizarlo. No tengo ni idea del motivo, pero papá siempre pareció odiar a Olivia. No es de extrañar que haya salido tan mala.
Nunca le perdonaré por lo de aquel día. Me llevó a su despacho, una habitación a la que raras veces se nos permitía entrar. Allí huele a tabaco no ventilado, porque fuma con una rendijita de la ventana abierta, pensando que así ventila.
Nos sentamos delante de su estúpida y reluciente mesa, y recuerdo que brillaba tanto que pude ver mi cara reflejada en su superficie, aunque no pretendía hacerlo.
«Lara —me dijo—, mira, voy a contarte algo que necesito que guardes en secreto.»
Pensé que iba a confesarme que tenía una amante. Se me pasó por la cabeza que podría haberla dejado embarazada, dado que se rebajaba a hablarme de ella.
Pero, en vez de eso, dijo:
—Mi empresa de comercio de vinos… no va tan bien como le hago creer a la gente. Tengo un plan con el que podríamos arreglarnos, aunque supone unas condiciones en las que no voy a entrar ahora. Pero por el momento estamos más cerca de lo que me gustaría de…, bueno, de la quiebra, supongo. Estoy intentando solucionarlo. Tu madre tiene una ligera idea de que las cosas no van bien, pero piensa que es una mala racha cualquiera. Pero no es así.
Recuerdo sostener las yemas de los dedos sobre la mesa reluciente y mirar cómo encajaban con su reflejo. Hacía eso porque no se me ocurría nada que decir.
—Sé que estás buscando trabajo, y pronto te saldrá algo, ¿verdad, cariño? Tienes una buena preparación en un campo excelente.
—Sí, estoy segura.
—Habéis recibido una educación muy cara.
—Cierto.
Y ahí fue cuando me contó su plan de salvación. Lo que estaba dispuesto a hacer si yo no le ayudaba de algún modo a salir del aprieto. Dijo que Leon le había estado ayudando hasta entonces, pero que ya no podía pedirle más. Mencionó un seguro de vida, y comprendí a qué se refería.
Lo odié. Hasta entonces solo había odiado a Olivia. Aquel instante me abrió los ojos. Mi padre era vulnerable, rastrero y patético. Ya no tenía que intentar quedar bien delante de él. Podía odiarlo. Eso suponía que no tenía que comportarme como una oveja asustada, siempre pensando en lo que le agradaría y lo que no. Aparecieron nuevos caminos, brillando ante mí.
Murmuré algo.
—No tienes ni idea de lo que significa para mí, Lara mía —dijo.
Debería haberle dicho que siguiera adelante con su plan y se suicidara. No lo habría hecho. Los negocios se hunden constantemente. La gente lo supera, sin amenazar a su hija de veintidós años con quitarse la vida a no ser que le consiga por arte de magia algo de pasta.
Trabajé de camarera en una cadena francesa de cafeterías cerca de Victoria hasta que conseguí reunir un puñado de dinero y luego, en lugar de dárselo, volé a Bangkok con una mochila.
Se enfureció. No me importaba. Podría haberse suicidado, pero no lo hizo. Y entonces, cuando Jake me hizo su propuesta, comprendí que podría arreglarlo todo.
8 de abril
Rachel se ha instalado conmigo. Compartimos una cama doble, cerramos la mosquitera alrededor del colchón por la noche y creamos nuestra pequeña fortaleza.
Tenemos planes. Yo necesito seguir por aquí, lejos de Londres. Aquí es donde quiero construirme una vida.
Rachel necesita dinero. Habla de volver a Nueva Zelanda porque se está quedando sin pasta. Yo pago por las dos, e intento convencerla para que se quede. Mi deseo de quedarme y su necesidad de pasta han provocado que se me ocurra un plan. Se lo he contado hoy, en el bar. «Nos iremos a Singapur. No está lejos de aquí. Podemos volar desde Krabi. Luego, tú te buscas un trabajo de profesora. Puedes dar clases de inglés, o trabajar en una escuela inglesa, o lo que sea. Yo también buscaré curro. Trabajaremos duro, compartiremos piso en Singapur y ahorraremos. Luego, podemos irnos a Nepal, a vivir en las montañas una temporada.»
Le ha parecido un plan excelente. Vamos a intentarlo.
Es la única persona que conozco que cree que vivir en una montaña de Nepal no es una idea rara y estúpida.
10 de abril
Mierda.
Rachel ha subido a la cabaña antes que yo esta tarde. Yo seguía en la playa, dormitando y preguntándome cuándo recibiré noticias de Jake; fantaseaba con tirar al mar el teléfono. Había dejado este cuaderno encima de la cama, sin pensar, y ella debe de haberlo leído.
Es mejor no leer los diarios de una amiga, nunca conduce a nada bueno. Me la puedo imaginar abriéndolo por curiosidad y empezando a leer. Luego seguiría y seguiría, al comenzar a comprender la verdad.
Para cuando llegué aquí, ya se había leído hasta la última palabra y había hecho su mochila.
—¿Drogas? —me dijo en cuanto estuve cerca.
Su rostro estaba desencajado y parecía otra.
—¿Traficas con drogas?
Intenté razonar con ella:
—Es porque…
Pero le dio igual.
—Para enviar dinero a casa, claro, ya lo sé. Me lo he leído todo, Lara. Lo de tu padre y blablablá. Sabía que me ocultabas algo y al final pensé: bueno, voy a leer ese cuaderno en el que siempre está escribiendo a ver si me entero. Te dedicas a cruzar fronteras con cosas horribles encima, estúpida, y luego le mandas el dinero a tu padre. Es la mayor mierda que he oído en mi vida.
Esas fueron sus palabras exactas. Nunca las olvidaré, porque tenía razón.
Le pregunté adónde iba y me respondió que a pedirle a su hermano que le enviase pasta para volver a Nueva Zelanda. Luego se calló y quiso irse, sin más. No me quité de en medio, así que tuvo que subirse a una roca junto al camino para pasar a mi lado.
15 de abril
Sin rastro de Rachel. No hago otra cosa que buscarla.
Jake llamó, por fin, con noticias.
Tenemos un «proyecto» en marcha. Por la cantidad que paga, supongo que se trata de algo gordo. Tengo que encontrarme con él en Krabi dentro de tres días, lo cual significa que debo empezar a pensar en marcharme de la bahía de Kantiang.
No estoy segura de tener el coraje para volver a hacerlo. Se lo dije, pero se burló y me comentó que de ningún modo podía echarme atrás.
Solo me queda huir. Jake ya reclutará a otro.
Si lo hago, será la última vez, y a partir de ahí comenzaré una nueva vida. Me buscaré un trabajo en Singapur, escribiré a papá y le diré que ya no voy a mandar más dinero. Cuando reúna unos ahorros, me marcharé y alquilaré una casa en Nepal, justo como tenía planeado hacer con Rachel. Escribiré a mi amiga y le diré dónde estoy, e igual algún día se presenta, trepando por las laderas.
O también podría comenzar ese proceso sin tener que hacer este encargo. Podría escaparme ahora mismo, tomar un vuelo desde Krabi mañana y a partir de ahí empezar de nuevo. Jake nunca me encontraría. Ni siquiera lo intentaría. No me queda dinero y tendría que buscar un trabajo cuanto antes, pero eso da igual. Ya me las arreglaré, como hacen los demás.
El dinero que Jake va a pagarme me permitiría comprarme una casa en el Himalaya, estoy segura de ello. Sin embargo, es una locura, y está mal a tantos niveles que no puedo ni imaginar en qué he estado pensando. ¿De verdad he hecho esto cuatro veces ya?
Tengo que dejarlo, hay alguien en la escalera.
Más tarde
Me asusté al verla, pensé que había vuelto para delatarme. La acusé de haber ido a la Policía. Esperaba que viniesen a detenerme.
De hecho, debo acordarme de guardar bien este cuaderno. En realidad, debería tirarlo al mar. Lo haré. Lo arrojaré por el balcón, por encima de las rocas, hasta el agua.
Rachel dice que necesitaba irse y pensar un poco. Su actitud conmigo ha cambiado. La he pillado varias veces mirándome fijamente, en silencio. Pero dice que me echa de menos y que no podía marcharse dejando así las cosas. Teníamos que hablar.
Esta noche hay una hoguera en la playa, y como siempre que pasa esto, aparece gente con guitarras que sacan de la nada. Ahora mismo, algunos chavales del pueblo, creo, están tocando y cantando «American pie». Rachel y yo estamos a punto de bajar a unirnos a ellos. No me importaría tomarme unas cuantas copas, emborracharme y cantar.
Más tarde todavía (y un poco borracha)
Hemos estado sentadas a la orilla del mar, en el calor de la noche, charlando. Cuando se acercaba alguien callábamos, pero básicamente me he pasado cuatro horas bebiendo y hablando con Rachel. Se lo he contado todo, hasta el último detalle. Lo de la empresa de papá, lo de Olivia y Olly, todo.
Quería saber cómo lo hago. Le conté lo del trance, la absoluta confianza con la que actúo, aparentando ser una niña buena. Le conté que me paso los vuelos leyendo, escribiendo o viendo una película, siempre con mucha calma y con todo bajo control. Le conté lo del gélido temor que se adueña de mí cuando veo la bolsa en la cinta. Le describí cómo agarro la maleta, o me pongo la mochila a la espalda, y cruzo el control de aduanas con la certeza absoluta de que parezco incuestionablemente convencional, sin sentir el más mínimo miedo.
Y luego le describí el subidón, la alegría fascinante y abrumadora de haber pasado.
Le dije que estaba pensando no hacer este último. Y ella dice que debería hacerlo una última vez, ya que se me da tan bien. Me preguntó si podía volar conmigo, para ver cómo lo hacía. Luego, nos quedaríamos juntas en Singapur y podríamos comenzar nuestra nueva vida, ahora que había prometido que el dinero que sacase de esta operación sería para mí, no para mi padre. Hablamos de Nepal. Le apasiona la idea tanto como a mí. Ya nos veo a las dos viviendo en las montañas. Es algo con lo que siempre he soñado, y podríamos hacerlo realidad. El dinero que he conseguido aquí habría sido suficiente para mantenerme toda la vida, pero se lo he dado a mi padre para que sus amigos no se enteraran de que se le había hundido el negocio. Rachel dice que ahora me toca a mí sacar algo de esto.
Voy a hacerlo.
16 de abril
Echo de menos a Jake. Estoy increíblemente excitada ante la idea de verlo. Deseo rasgarme la ropa desde ya, y me sorprende que Rachel no se dé cuenta. Quizá sí se da cuenta. Sé que ella tuvo novio, pero no sabría decir si fue uno aburrido estilo Olly —ahora me río al pensar que hasta su nombre era soso— o uno estilo Jake. Por el modo en que habla de él —con amargura—, me da la impresión de que lo quería de corazón.
En fin, que echaré de menos a Jake cuando Rachel y yo comencemos en Singapur nuestras vidas de ciudadanas respetuosas con la ley, trabajando con la vista puesta en las montañas, pero ya me buscaré a otro. No quiero formar parte de su mundo a largo plazo. Ha sido maravilloso y sé que nunca, jamás, me podré conformar con alguien soso y prudente. Siempre estaré agradecida a Jake por enseñarme eso. Voy a tener que esperar a la próxima persona que me haga vibrar de los pies a la cabeza, que me impida pensar en otra cosa que no sea sexo.
Tengo ganas de hacer este encargo, y más aún de que llegue el momento en que lo acabe: será el primer momento de mi nueva existencia. Por supuesto, tendré que empezar mi vida en un continente en el que no esté mi familia.
También le he contado a Rachel todo lo que pasó con Olivia después de leer aquel correo de una sola palabra —«Perdón»— que tanto esfuerzo le debió de suponer. Cuando lo leí, sonreí porque ya no me importaba, así que le describí a Rachel la escena y nos reímos. Ahora, tirada en la arena mientras Rachel se da un chapuzón en el mar, voy a escribirlo, para demostrar que ya no ejerce ninguna influencia sobre mí.
Yo llevaba casi dos años saliendo con Olly, desde finales de mi primer curso en la universidad. Era don Cabal. Un muchacho de escuela privada con una educación impecable. Yo le gustaba, porque era sumamente adecuada para él: una chica de colegios de pago sin un lado salvaje aparente. Formábamos la pareja más sosa del mundo. Él era, cómo no, más alto y más fuerte que yo, jugaba al rugby, tenía la cara colorada y una actitud chapada a la antigua que denotaba que se sentiría en paz con el mundo el día que cumpliera los cuarenta y seis.
Así pues, nos dirigíamos inexorablemente hacia un futuro soso. Nos prometeríamos —sé que él le habría pedido mi mano a mi padre—, después nos casaríamos por la Iglesia, yo iría de blanco y sería entregada a él, y mi hermana echaría chispas enfundada un vestido horrendo de dama de honor que yo le obligaría a llevar, para divertirme. Luego, tendríamos dos hijos, un niño y una niña, y Olly desarrollaría una exitosa carrera en la City mientras que yo trabajaría a media jornada y daría órdenes a la asistenta.
En algún momento, yo sufriría una crisis nerviosa y cometería alguna locura, seguro, ¡joder!
Pues eso, que pensaba que íbamos tirando, felices, con nuestro sexo preceptivo un par de veces por semana y saliendo por bares de Fulham llenos de gente como nosotros. Éramos de mediana edad antes de tiempo, pero esto, pensábamos, era genial. Nos sentíamos unos buenos adultos.
Y entonces, un día, estaba yo en Bloomsbury paseando por Tavistock Square, y decidí, en un capricho magnánimo, acercarme por el cuchitril de estudiantes de Olivia, para saludarla. Mi hermana vivía en un piso en el sótano de una de esas casas adosadas medio en ruinas. La vivienda tenía seis dormitorios diminutos repartidos en dos plantas, con un minúsculo baño en cada piso, una cocina en el pasillo junto a la escalera y una franja de «jardín» de cemento. De todos modos, su ubicación, entre una hilera de hoteles baratos en Tavistock Place, era fabulosa. Olivia insiste en que siempre vivirá en el centro de Londres. Es una de sus maneras de rebelarse contra el hecho de haber crecido en las afueras.
Una de sus compañeras de piso abrió la puerta. Era la chica rubia gordita de gafas que siempre se hacía un moño que se le iba soltando, mechón tras mechón, horquilla tras horquilla, a lo largo del día. En cuanto vi el gesto afectado en la cara de la gordita, supe que Olivia andaba metida en algo.
—Hola —dije—. ¿Está Olivia?
Pude ver el cerebro de la muchacha funcionando al ralentí.
—Esto… ¡No! No está, lo siento. ¿Le digo que te llame?
Estaba intrigada; la aparté a un lado y crucé la puerta para acceder al mugriento recibidor. Olía a curry, a alcohol rancio y a baños sin limpiar. La gorda intentó detenerme, así que apreté el paso, pasé frente al cuarto de baño. Un hombre que solo llevaba puesta una toalla salió y abrió los ojos como platos al verme. Intenté no fijarme en el estado de la mesita junto a las escaleras o en los platos apilados en el fregadero, y corrí escaleras abajo, a la planta inferior.
La habitación de mi hermana era la última, justo bajo las escaleras y junto a la puerta que daba al patio. La gorda, desesperada, gritó:
—¡Olivia! ¡Lara está aquí!
Escuché revuelo. Susurros, pies arrastrándose asustados y cuchicheos. Sin embargo, ni siquiera entonces se me pasó por la cabeza lo que estaba ocurriendo, ni por medio segundo. Si no hubiera visto la evidencia, todavía no me lo creería.
Aceleré el paso y abrí la puerta, pensando todavía que la cosa no iba conmigo aunque, tal como se revelaba, sí que lo iba. Y allí estaba mi hermana, atándose apresurada el cordón de una bata, y mi novio, en calzoncillos, saliendo por la ventana que daba al patio.
Por lo visto, llevaban un tiempo follando. Olly intentó explicármelo, decirme eso de que las cosas no iban «del todo bien» entre nosotros, porque de lo contrario esto no hubiera sucedido, pero no me preocupé por escuchar ni una palabra.
—Me voy de viaje —le dije a Olivia—. Todo tuyo, que te aproveche.
A Olly no le dije nada, ni una palabra, nunca. Lo único que quería hacer era irme, y la idea más atractiva era Tailandia. Lo hice sin mirar atrás. Oliver y Olivia, la pareja perfecta.
Mi padre acababa de pedirme dinero para salvar su negocio en bancarrota. Se enfureció al enterarse de que me iba de viaje, pero le dije que encontraría una manera de ayudarle, y lo hice.
He ignorado todas las cartas y correos de mi hermana, y seguiré haciéndolo. Ya no tengo hermana.
Olly no ha venido a buscarme, y no lo hará, gracias a Dios. Sé que es lo bastante lógico como para calcular las posibles consecuencias de acostarse con mi hermana y para aceptar que, si yo me enteraba, lo nuestro se habría acabado irrevocablemente. Es un estúpido, sí, pero no tanto. Ya no volveré a verlo.
Qué refrescante resulta revivir esa escena y descubrir que, en realidad, les estoy agradecida a los dos por su traición. Ahora son ellos los que tienen que aguantarse el uno al otro. Yo, no. No necesito tener nada que ver con ninguno de los dos nunca más, y eso es lo más liberador del mundo. No tengo que casarme con un tostón de tío que además es una mierda en la cama. No tengo que casarme con nadie. No necesito tener una hermana. Estoy sola. Rachel es mi hermana, y nos vamos otra vez a la playa.
18 de abril
Krabi
Krabi está lleno de falangs, es decir, extranjeros. Aunque soy consciente de que yo también soy una de ellos, sigue sin gustarme ver tantos juntos. Hay algo repulsivo en el modo en que todos se creen —nos creemos, debería decir— especiales. Solo hace falta echar un vistazo a tu alrededor para ver que no es el caso. Todos visten igual, actúan igual y se piensan que Tailandia es un parque temático. Me gustaría que los tailandeses pudieran ir a otra parte del mundo y pavonearse por ahí pensando que molan visitando a los pobres.
En fin, que Rachel y yo nos hemos ido de Koh Lanta —la preciosa Koh Lanta— esta mañana. Estuvimos en la cubierta del barco varias horas mientras nos llevaba al continente —con una parada para recoger a los alternativos de Koh Jum—, y tardé un buen rato en controlar mis nervios.
Agarré este cuaderno y pensé en tirarlo al agua, sabía que era lo que debía hacer.
Pero no pude. Igual, antes de subir al avión, lo destruyo en Krabi.
Jake nunca ha hecho caso a mis reparos. Una vez dijo una cosa que se me ha quedado grabada: «En todos los países hay drogadictos, pero muy pocos son productores de droga. ¿Te haces idea de cuánto tráfico hay? Es una industria floreciente, Lara, y el número de los que pillan es mínimo. Los de aduanas solo te pillarían si tuvieran un chivatazo, o si algo en tu forma de actuar despertara sospechas. Y eso nunca ocurrirá porque eres la puta ama. Nosotros no hacemos operaciones de esas. Son pequeños trabajitos que escapan del radar de las autoridades. Nadie se chiva de nadie porque no pisamos a nadie ni nos jodemos entre nosotros. Es más seguro que cruzar la carretera».
Eso último me hizo gracia, porque era una sandez. Media hora más tarde, me atropelló un rickshaw, y ahora tenía un corte en la pierna y un moratón en el brazo. De modo que, al menos en mi caso, Jake tenía razón.
Aun así, sufro un ataque de remordimientos de conciencia.
Hemos llegado a Krabi a la hora de comer. Hemos ido en taxi a una pensión barata en una de las calles principales y alquilado dos pequeñas habitaciones con ventilador pero sin aire acondicionado, en un patio, una al lado de la otra. Para llegar a las habitaciones hay que pasar por detrás de la recepción, atravesar la cocina y sus cazos desgastados de aluminio y sus olores mitad tentadores, mitad asquerosos, y la zona donde vive la familia. Luego, sales al patio, con sus seis cabañas y tres retretes-ducha en la esquina.
Con este tipo de vida, todo parece muy sencillo. ¿Quién necesita televisiones, alfombras y demás basuras con las que crecí aislada? El sol brilla sobre mi diario, estoy sentada a una mesa de plástico, y siento que puedo hacer cualquier cosa. Rachel está a mi lado leyendo La playa. Más tarde vamos a quedar con Jake en un bar. Estoy emocionada, y mareada.
19 de abril
Tengo algo de resaca. Nos tomamos unas cervezas con la comida, pero luego Jake ha sacado una botella de Sang Thip, y cuando aparece una botella de esas sé que es el principio del fin.
Estaba nerviosa cuando le presenté a Rachel, por si no se caían bien. No solo son mis dos mejores amigos, son mis únicos amigos. Rachel lo sabe, Jake no. De cualquier modo, resultó que congeniaron bastante bien. Directamente pasaron al «He oído hablar mucho de ti»; Jake estaba exagerando, porque él y yo apenas habíamos hablado, pero se portó muy bien con ella. Parecía que los tres fuéramos viejos amigos. Todos ignoramos la extraña realidad en la que estábamos metidos.
Había olvidado cuánto adoro estar con él.
Me gustaría poder retroceder en el tiempo y verme hace un año, cuando salía con Olly e iba a comer a casa de mis padres todos los domingos. Agarraría a esa tonta aburrida que fui y le diría que dentro de poco iba a estar en Tailandia con un novio australiano traficante de drogas. Me gustaría ver qué cara hubiera puesto.
Me he levantado temprano. Jake sigue dormido en nuestra cama y Rachel aún no ha dado señales de vida. No sé qué hora es, pero el gallo canta tan alto que me sorprende que nadie más se despierte. Me apetece salir a dar un paseo, aunque Krabi es un lugar de paso, no un destino turístico propiamente dicho. Me quedaré un rato sentada al fresco de la mañana.
Cuando estábamos todos borrachos, Rachel le preguntó a Jake si podía viajar conmigo. Por lo que recuerdo —que no es muy fiable, porque me duele la cabeza—, él se rio y dijo que sí, siempre que no hiciera ni dijera nada que pudiera estropearlo todo.
Necesito agua. De la cabaña de enfrente acaba de salir un alemán con unos calzoncillos dados de sí. Lleva una toalla y un neceser con estampado de cachemira, y se dirige hacia la ducha. Me sonríe y me da los buenos días con mucha cortesía. La gente está empezando a despertarse. Voy a ir a la tienda a comprar una botella de agua. Luego, podemos salir en busca del mejor desayuno para la resaca que pueda ofrecer Krabi. Si algún sitio está a la altura de las circunstancias, ese es Krabi. Una ciudad poco hermosa, como un pueblo fronterizo del salvaje oeste, una puerta a otros sitios. Un lugar para comer, beber y esperar un autobús, un barco o un avión.
20 de abril
El vuelo es mañana. Tres cuartos de hora y todo cambiará.
En cuanto lleguemos a Singapur, voy a cortar con Jake.
Eso sí, cuando él esté de paso por Singapur, lo recibiré con los brazos abiertos, pero sin compromiso.
Ayer, Rachel y yo nos sentamos delante de dos ordenadores y miramos páginas de potenciales empleadores en Singapur. Hay puestos para las dos. Ella llamó a todas las escuelas internacionales, y concertó citas para hablar con un par de ellas la semana que viene. Yo he encontrado dos ofertas que me van bien. He impreso los formularios, largos y burocráticos, y he comenzado a buscar lo que hace falta para solicitar un permiso de trabajo.
Derek estará esperándonos en el aeropuerto de Changi. Meteremos mi mochila en el maletero de su coche y nos dejará en el hotel con suficiente pasta para hacer lo que queramos.
Debo superar mis recelos por el hecho de que Rachel me acompañe. No le entrará el canguelo. Lo va a hacer bien.
21 de abril
Excitada. Nerviosa. Incapaz de ordenar una frase.
Esta noche nos tomaremos unas copas en el hotel Raffles, es lo que todo el mundo hace en Singapur. Solo nos queda llegar allí.
Estoy sentada en el avión. Rachel no va a mi lado, porque Jake dijo que no convenía. Aquí estoy, procurando mantener la cabeza fría. Debo pasar esto. No puedo esperar. Nada de alcohol en el avión. Las copas para luego, en el Raffles.
Más tarde
Esto no puede estar pasando. No puede ser, no puede ser, no puede ser.
23 de abril
Singapur
No soy capaz de escribir lo que ha pasado.
En vez de eso, solo diré que estoy tirada en un colchón infestado de chinches en una pensión de mala muerte en Orchard Road, en Singapur.
Y ni siquiera puedo llorar. El mundo se ha terminado.
Estoy sola. Yo sola.
Más tarde
Voy a intentar. Intento escribir lo que ha ocurrido, paso a paso. Así podré enseñárselo a la gente que no me cree, como prueba. Nadie me cree. ¿POR QUÉ NADIE ME CREE?
Rachel y yo tomamos el avión. Yo llevaba la mochila caqui que me dio Jake. Rachel llevaba la suya, de color azul, con un montón de cosas mías dentro. El resto de mi equipaje iba con Jake, como siempre.
El aeropuerto de Krabi es pequeño. Yo estaba a lo mío, poniéndome en situación. Prácticamente ignoraba a Rachel. Hicimos cola durante siglos antes de facturar.
Rachel no hablaba, pero parecía estar bien. De vez en cuando, me miraba a los ojos y forzaba una sonrisa, pero no hablábamos. Yo no quería que me distrajeran.
Jake estaba en la cola, mucho más atrás. No se iba a sentar con nosotras. Siempre hacía lo mismo. Los hombres tienen muchas más probabilidades que las mujeres de que los paren. A las mujeres no las registran nunca, a no ser que la Policía esté sobre aviso.
Facturamos sin problemas. Fui yo la que habló, y ambas pusimos cara de sorpresa y respondimos «No» a la pregunta «¿Podría alguien haber manipulado sus…?». Nuestras mochilas desaparecieron, con pegatinas de la compañía con nuestros nombres.
En la zona de embarque, fingimos no conocer a Jake. Intenté animar a Rachel. Tomamos un café, comimos algo y dimos una vuelta por las tiendas. Estaba asustadísima por mí —se lo veía en los ojos—, pero ya era demasiado tarde.
Ninguna de las dos teníamos ni puta idea.
En realidad, no era demasiado tarde. Podríamos haber fingido una emergencia y habernos quedado en Krabi. Solo habría hecho falta recorrer unos metros. ¿Qué más daba la burocracia? También podríamos haber volado hasta aquí y habernos ido del aeropuerto sin el equipaje. Pero todo parecía inevitable y forzoso.
Cuando subimos al avión, a Rachel le costaba mantener la compostura. Intenté ignorarla, pero iba sentada cinco filas por delante de mí y no paraba de levantarse para ir al lavabo. Le sonreía cuando pasaba a mi lado, pero su cara era como una máscara, y tuve que ignorarla porque necesitaba meterme en mi papel.
Entonces aterrizamos. La esperé, para poder salir juntas del avión. Ese no era el plan, pero Rachel necesitaba que le echara una pequeña bronca.
«Vamos a separarnos», le dije. Parecía demasiado asustada, no conseguiría pasar con ella a mi lado, cantaba demasiado. Necesitaba estar sola para entrar en mi trance habitual. Si la paraban porque resultaba sospechosa, pensé, no ocurriría nada porque Rachel no tenía nada que ocultar. Si me llevaban a mí con ella, pensé, sería desastroso.
Las mochilas, ambas un poco maltrechas, una azul y otra caqui, aparecieron por la cinta bastante pronto. Eso era buena señal. Agarré la mía —la caqui—, la coloqué en un carrito y eché a andar. «Te veo en un segundo —susurré al pasar a su lado—. Ya casi está.»
Me convertí en la niña buena, atravesé el control con la cabeza bien alta y sonreí al llegar al otro lado mientras el alivio empezaba a recorrer mi interior. Unas copas en el Raffles, en eso estaba pensando, y en que mi primer paso en suelo de Singapur suponía el comienzo de mi nueva vida.
Derek estaba esperándome. Me dio un beso en la mejilla como quien recibe a una amiga, tomó mi mochila y se la echó al hombro. Mientras él se iba a buscar un taxi, me quedé a esperar a Rachel.
Tardé siglos en darme cuenta. No era extraño que le costase un rato salir. Si yo fuera agente de aduanas, la habría parado. Me alegré de no tener ya mi mochila, porque si Rachel se iba de la lengua, no tendrían pruebas.
Seguía sin salir.
No podía ver a Jake, pero sabía que estaría observándonos en la distancia. Miré y esperé, pero desde el vestíbulo no se veía nada. Pensé que Derek volvería, pero no lo hizo.
De pronto, apareció Jake. Vino derecho a mí, me agarró del brazo y me condujo hacia la salida.
—¿Qué está pasando? —dije—. ¿Dónde está Rachel? ¡Jake! ¿Dónde está Rachel?
Me aparté de él, y sacudió la cabeza.
—Lara, por lo que más quieras, no montes una escenita aquí.
—Pero ella no ha hecho nada. No puede pasarle nada.
—Luego te lo cuento —dijo—. Te lo contaré, pero no aquí.
Me sacó de aquel edificio con aire acondicionado al húmedo mundo exterior, hacia un taxi.
Yo me negué a montarme. No pensaba abandonarla. Tuvimos una fuerte discusión, pero sin alzar la voz y con tono educado, ambos desesperados por no llamar la atención.
—Está bien —dijo Jake al final—. Monta en este taxi o te dejo aquí sin tu dinero y sin ninguna posibilidad de enterarte de qué ha pasado y nunca volverás a ver a tu amiga.
Lo odié, pero subí. Dijo al taxista que nos llevara a Chinatown. Nos sentamos en la terraza de un bar y Jake pidió unas cervezas. No quería bebérmela, pero luego lo hice, muy rápido. No la saboreé ni me apetecía, pero el alcohol inmediatamente hizo su efecto. Me infundió valor.
—Venga —dije—. ¿Dónde está Rachel?
Y entonces me lo contó. Y después de contármelo se levantó y se fue, y sé que nunca volveré a verlo.
25 de abril
Les he suplicado que me detengan. Se han negado, y han dicho que van a deportarme.
La mochila caqui iba llena de heroína. Era, de lejos, el mayor alijo que he transportado nunca. Al haberlo introducido sin percance en Singapur, el lugar más temido del mundo, he hecho algo impresionante y excepcional. Eso dijo Jake.
Jake también había escondido —ahora lo sé— otro kilo en la mochila de Rachel. No dijo por qué. O no pudo evitarlo o la usó deliberadamente como señuelo, consciente de que, de cualquier forma, se notaría su nerviosismo y su sentimiento de culpa. Jake se la jugó, y ahora le importa una mierda.
Me contó que, para empezar, todo este viaje había sido una apuesta muy arriesgada. Derek y él sabían que las autoridades tailandesas tenían sus movimientos controlados. Esta, dijo alegremente, era la última vez que tenían pensado usarme. Le grité: «¡Era yo la que había decidido no hacerlo más! ¡Yo iba a dejarte a ti!».
Pasé por el control del aeropuerto con tanta heroína encima que nada me hubiera librado de una condena a muerte. Rachel también llevaba suficiente para ello, y ni siquiera lo sabía. La pararon, y ahora su vida se ha acabado.
Cuando Jake terminó de contármelo, me agarró de la muñeca y dijo: «No cometas ninguna estupidez, Lara». No pude soltarme.
Me eché a llorar porque sabía que no podía hacer absolutamente nada. Lo intentaría, y lo intenté, y lo intento, y nunca pararé de intentarlo, pero no sirve de nada. Me puse hecha una furia, le dije que lo odiaba. A él le importaba una mierda. Nunca me amó, ni siquiera le gustaba especialmente. Solo es un empresario, que traslada su empresa a otro sito.
Me contó que él también había pasado algo de droga. Como si eso, de algún modo, pudiera hacer que lo perdonase. La verdad es que Jake casi nunca lleva: un par de veces le encargó a Derek que lo delatara a la Policía, y luego él pasaba delante de mí y lo paraban, dejándome el camino despejado para atravesar un control de aduanas vacío. Y esta vez también lo hizo. Estábamos sacando un cargamento masivo, y solo costó el cruel sacrificio de mi mejor y única amiga.
Antes de irme, Jake me dio una mochila mucho más pequeña y me obligó a aceptarla. «Te hemos reservado una habitación en el YMCA, allí está el resto de tus cosas.»
No podía mirarlo. Le devolví la mochilita, pero me ordenó que me la llevara. «En serio, Lara», dijo. «Te lo has ganado. No seas estúpida.»
Era mi ropa, una llave de hotel y algo de dinero suelto, además de un papelito con el número de la habitación del hotel y la combinación de una caja fuerte. Ya lo habíamos hecho así antes, pero solo una vez. Normalmente nos montábamos juntos en el taxi.
Así que me subí y me fui, sin siquiera mirarlo.
Tomé un taxi de vuelta al aeropuerto y entré corriendo al vestíbulo de llegadas. Cuando intenté acceder al control de aduanas, esperando que Rachel estuviera todavía por allí, unos hombres con cara de pocos amigos aparecieron y me cortaron el paso. Eran bajitos y delgados, pero muy intransigentes. No hubo sonrisas, y el contacto visual era gélido.
Me derrumbé del todo. No podía soportarlo. Aullé, grité y lloré. Aquello destruyó cualquier posibilidad que hubiera de que me tomaran en serio.
«Mi amiga está aquí», les repetía sin parar.
Primero me echaron del control de aduanas y luego del aeropuerto. Yo no paraba de confesar mi delito. La primera vez que les conté que había transportado drogas, me dijeron que iban a registrar mi bolso. Se lo llevaron un rato, pero no encontraron nada interesante.
Después de eso, sin otra evidencia que mi despotrique cada vez más alocado, me agarraron y me echaron a la calle.
Me senté sobre el asfalto, delante del aeropuerto de Changi, un lugar ordenado donde nadie se sienta en el suelo, y supe que me encontraba en el momento más bajo de mi vida.
Una agente de Policía se acercó y me pidió que me moviera. Fue bastante amable, pero cuando empecé a despotricar cambió de actitud. Aquello me dio una idea: intentaría actuar aún más alocadamente, con la esperanza de que me arrestaran y así entrar en el engranaje judicial.
Al final, la Policía registró mi mochila. Vio que tenía dinero y una llave del YMCA y me montó en un taxi.
El dinero estaba en una caja de seguridad portátil, fajos y fajos de pasta. Intenté pensar en un plan, pero era complicado. Tenía que sacar a Rachel de donde estuviese, y tenía que hacerlo yo sola. La última vez que estuve verdaderamente sola fue cuando paseaba por la calle Khao San de Bangkok, justo antes de conocer a Jake. Daría cualquier cosa por poder volver atrás en el tiempo y pasar de largo.
Acudí a la Policía y se lo conté todo a un hombre aterrador que poseía tal aire de autoridad que me hizo temblar mientras hablaba. Casi me meo encima cuando le conté todo el asunto del tráfico de drogas, pero me aliviaba tanto confesarlo que conseguí hacerlo.
Lo único que quería dejar claro era que Rachel había sido una pieza insignificante en la partida, que la habían metido en esto en contra de su voluntad, y que deberían soltarla. Sin embargo, comprendí que mi argumento de «por qué no la sueltan ya» no iba a ser bien recibido.
Aun así, el hombre lo anotó todo. Solo estaba interesado en Jack y Derek, así que le conté absolutamente lo que sabía sobre ambos. Sé que no les pasará nada. Mientras hablaba, me di cuenta que ni siquiera serían sus verdaderos nombres.
Y cuando volví al tema de Rachel, el hombre ni me confirmó si la habían detenido. No iba a contarme nada en absoluto sobre mi amiga. Luego, como yo no llevaba drogas encima ni tenía ninguna prueba de lo que le había contado, me pidió que me fuera. «Creo su historia, señorita Wilberforce, incluso sin pruebas —dijo—. Y por esa razón le ordeno que se marche de Singapur cuanto antes, y que no vuelva.»
Escribió algo en mi pasaporte, más tarde comprendí que me habían deportado con cortesía y sin prisas.
Eso fue hace dos días. Todavía no me he ido. Necesito visitar a Rachel antes.
Ha salido en los periódicos de aquí, pero como es neozelandesa no creo que aparezca en la prensa británica. Me marché del YMCA y me he instalado en esta horrible pensión. En parte, porque parece un buen sitio para pasar inadvertida, y también porque, de un modo extraño, me gusta lo sórdido.
La detuvieron con un kilo de heroína en la mochila. Eso supone automáticamente una condena a muerte.
29 de abril
En el avión
No les gusté a los agentes del control de pasaportes. Tampoco me importó. Deseaba que me arrestasen, pero claro, si quieren que te vayas de un país y descubren que sigues allí justo cuando estás a punto de irte, es poco probable que te detengan.
Grité cuando me metieron en el avión. Los odiaba. Les insulté. Era algo enfermizo: yo quería que me arrestaran, pero no lo hacían. Se limitaban a devolverme a mi casa. Una vez que se cerraron las puertas del avión y estuvimos en el aire, paré. Me importaba una mierda lo que pensase la gente. No puedo hacer nada. Nunca haré otra cosa que no sea intentar sacar a Rachel.
Jake es un puto cabrón. Lo odio sin límites, y si alguna vez puedo vengarme, lo haré.
15 de mayo
En casa de mis padres
Si me quedo aquí un segundo más, voy a asfixiarme en este ambiente asqueroso y putrefacto. No puedo soportarlo. Viven tan preocupados por trivialidades… ¿A quién le importa? ¿Qué más da cuándo hay que sacar la basura o qué hacen los vecinos?
Conseguí encontrar noticias de Rachel en una página web neozelandesa. Nunca volveré a verla, porque lo más probable es que la ejecuten.
Mi amiga va a morir, por mi culpa. Seguramente la ahorcarán, por lo que he podido descubrir. Mi mejor amiga, la única amiga de verdad que he tenido, va a acabar colgada con una soga al cuello hasta morir.
Es culpa mía. Si no me hubiera conocido, Rachel habría regresado a Nueva Zelanda y seguiría con su vida. Yo la maté por dedicarme a traficar con drogas. Lo mires por donde lo mires, soy el mal.
Y sé que no puedo hacer nada para evitarlo. Todos los días escribo cartas. Guardo copias de todas las que envío, porque he escrito a tanta gente que de otro modo me olvidaría.
No puedo abandonarla. Mamá y papá están preocupados por mí, porque ya no soy la chica buena de antes.
Si ellos supieran…
21 de septiembre
He visto algo en el periódico.
He tenido guardado este cuaderno bien escondido, envuelto en una tela al fondo de la balda de mi armario. Este es el único sitio donde puedo escribir en él. No me gusta tener esto en casa.
Estaba leyendo el periódico del sábado, sola en mi piso, aunque luchaba por no revivir todo aquello. Ahora vivo en un estudio en el norte de Londres, en una zona que la gente no considera «buena». Una zona, de hecho, conocida principalmente por una prisión de mujeres, lo cual a veces me parece una burla del destino, para asegurarse de que nunca olvido.
El piso que he alquilado no está mal, aunque acabo de hacer una oferta por una casita adosada en Battersea. Todavía no se me da bien esto de vivir sola. La verdad es que necesito un novio o algo, creo, para evitar que mi mente intente desviarse a lugares incómodos.
Estaba leyendo el periódico, procurando no pensar en Rachel. A cada instante, todos los días, intento no pensar en ella. Y ahí lo encontré, de repente: una fotografía borrosa de él: Jake. «Cae el cerebro de una red de narcotráfico en Tailandia», ponía. Su nombre no era Jake. En realidad se llamaba Donald, y parece que sus «pequeños trabajitos que escapan del radar de las autoridades» no lo eran tanto. Lo detuvieron en Bangkok: no en el aeropuerto ni pasando droga, sino en una operación policial. La noticia no explicaba mucho, pero creo que Jake reclutó a una joven que resultó ser una agente de Policía infiltrada.
Debería sentirme contenta. No debería estar histérica, ni ponerme a llorar, temblar y tirar cosas al suelo. Sé que esto evitará que se lo vuelva a hacer a alguien, y sé que él, al contrario que Rachel, se lo merece. Pero hizo que todo volviera a mi memoria. No puedo controlarme.
De modo que Jake está en la cárcel. Igual que Rachel, atrapada en el fuego cruzado. Estoy segura de que ya habrán pillado también a Derek, o estarán a punto de hacerlo. Jake no lo encubrirá.
Yo había estado sentada en un cuartucho de una comisaría de Singapur contándole a la Policía todo sobre Jake. Los conduje hacia él, estoy convencida. Rachel y yo lo hicimos. Sí que me escuchaban, al fin y al cabo.
De todas las personas que conocía implicadas en este asunto, yo soy la única que continúa en libertad.
Soy la única que ha arruinado las vidas de los demás.
Busqué información sobre Rachel. Sigue viva. Le volví a escribir, pero sé que lo máximo que voy a recibir es una carta furibunda y despiadada de su hermano pidiéndome que la deje en paz.
24 de enero
Una última entrada. Luego, voy a esconder este cuaderno en alguna parte. No puedo tirarlo, pero tampoco quiero volver a abrirlo.
Hoy he conocido a un hombre. Después de rechazar a gente que quería invitarme a una copa, de ignorar a los que me abordaban en la calle y todo eso, finalmente he conocido a alguien. Estaba convencida de que cuando conociese a la persona adecuada lo sabría, y ha pasado.
No es Jake, y por eso lo he elegido. No me hace sentir salvaje e impulsiva. No me entran ganas de quitarme la ropa cuando me mira. Pero me hace sentir segura. Este nunca me pediría que arriesgara mi vida para hacerle rico.
El sábado por la tarde, estaba sola en Soho. Tengo amigos del trabajo, pero no quiero relacionarme mucho con ellos. Rachel ha sido la única amiga que he tenido, y mira lo que acabé haciéndole. La maté.
Me escribió una carta, hace meses. La quemé en el lavabo porque me hacía demasiado daño, aunque ahora desearía tenerla. Decía que sabía lo que estaba haciendo.
«No tienes tanta culpa como piensas», escribía. «Yo le pedí a Jake si podía hacer lo mismo que vosotros. Me dijo que no te lo contara porque no quería que te preocupases por mí. Así que no fue exactamente como te imaginas.»
Eso explicaba por qué estaba tan asustada en el avión. Pero yo ignoraba su explicación.
Mi plan era darme un paseo y disfrutar de Londres, y quizá acabar en el cine o en una galería de arte. Pero mi mente estaba en la cárcel de Changi, el lugar donde debería encontrarme. Estaba con Rachel, una Rachel que me odiaba tanto que no me dejaría visitarla, no hablaría conmigo, solo pediría a su hermano que me dijera que me fuese. Me la imaginé apretujada en una celda con otras presas, incapaz de entenderlas, vacía de toda dignidad.
Me la imaginé muerta. Intenté apartar esa imagen de mi mente, pero sabía que hoy era el día en que estaba prevista su ejecución.
Y no podía soportarlo. Fui a un bar, me pedí una cerveza y me senté sola, junto a la ventana. Solo quería emborracharme. Llovía.
Se formó condensación en el cristal de la ventana. Dibujé una cárcel. Un simple edificio cuadrado, pero con barrotes en las ventanas. Dibujé un monigote de Rachel fuera.
Justo antes de poner la soga en su cuello, alguien me interrumpió. Una interrupción de tipo «¿Está libre esta silla?».
Contesté que sí. Pensé que quería llevarse la silla para unirse a sus amigos, pero en vez de eso se sentó conmigo a la mesa.
Y entonces lo miré. Era atractivo. Necesito a alguien. Me proporciona una sensación de seguridad. Este, pensé, serviría. Podría salvarme.
Pedí un café, para fingir que no estaba bebiendo sola tan temprano. Si me hubiera preguntado por el botellín de cerveza vacío, se lo hubiera dicho. Pero no lo hizo, así que yo tampoco.
Charlamos. No estaba mal. Luego, no sé muy bien cómo, acabamos en el cine. Ha sido todo tremendamente corriente. Él es normal. No va a reclutarme para nada. Se ha colado por mí, y sé que estoy a salvo.
Se llama Sam.