7
—¡Lara! Por lo visto, has estado brillante. —Jeremy me sonríe—. ¡Muchas gracias! ¿Ves? Por cosas como esta te hemos traído desde el Devon profundo.
—Cornualles —le corrijo en voz baja, pero él me ignora, menea la cabeza y sonríe para sus adentros.
—Lara, sabes que de ningún modo vamos a dejar que te marches pasados estos seis meses.
Salgo feliz del trabajo. Creo que aquí está mi sitio. Esto es lo que se me da bien. Me encanta realizar un trabajo que me exige esfuerzo. Me he pasado casi toda la noche en vela, preparándolo, y la gente lo aprecia. Jeremy es quien decidió traerme para este proyecto, y que esté tan contento conmigo hace que me sienta radiante. He acudido a una reunión para explicar nuestro proyecto, me he plantado ante una sala llena de gente que detesta el concepto de «apartamentos de lujo» y me los he ganado a todos, así que hemos reducido considerablemente el grado de oposición vecinal.
Hasta me siento bien con Olivia. Se lo voy a contar, lo juro. Esta noche vamos a estar ocupadas. Mañana le diré que voy a marcharme de su casa y a buscarme un sitio para vivir yo sola.
Iré directamente al restaurante. No necesito cambiarme, pero entro un momento al lavabo antes de salir, me quito las horquillas del pelo y lo sacudo para dejarlo suelto. En realidad lo tengo más corto de lo que piensa la gente, me llega solo a la altura de los hombros. Por un instante, pruebo cómo estaría con flequillo, como una niña experimentando nuevos estilos. Estiro un mechón de cabello sobre mi frente y hago que la punta caiga. Me queda fatal.
Tras peinarme y dejar el cabello lustroso, me lo vuelvo a recoger. Esto del moño se ha convertido en mi marca personal. Ahora, cualquier otro peinado me resulta raro. Comencé a hacérmelo cuando empecé a trabajar, con veinte años, porque me hacía sentir adulta, y la verdad es que nunca lo he dejado. Enroscar el pelo hasta ponerlo en su sitio y sujetarlo con seis horquillas se ha convertido ya en algo instintivo. Me lo peinaba mucho más informal cuando no trabajaba, pero ahora ha regresado a su máximo esplendor profesional. Para mí, es fundamental tener un aspecto impecable en el trabajo. Y lo disfruto mucho más de lo que me atrevería a confesar.
Mis zapatos de trabajo son los mejores que tengo: rojos y altos, se me da genial caminar con ellos. El resto de mi atuendo es tan soso como de costumbre, pero mis zapatos siempre son especiales. Ahora tengo dos pares rojos, además de un par negro y otros amarillos. La gente se queda mirando mis pies, y eso me gusta. Me costó mucho aprender a andar de puntillas, y es una habilidad que tengo en mucha estima. A Sam le parece ridículo y, sin duda, tiene razón. Pero me da igual, a mí me gusta.
Me retoco el maquillaje de los ojos, me pinto los labios y tiro a la papelera el pañuelo con manchas de besos de color rojo oscuro. Como estoy sola, repaso rápidamente mi bolso: siempre llevo dinero, por si acaso, y mis reservas están a salvo y creciendo. Pienso en que nunca voy a necesitar usar ese fondo de emergencia, pero no importa, me hace sentir segura. Nunca se lo he dicho a nadie, sonaría como una locura.
Desde hace años, sé que corro peligro. Nadie consigue hacer lo que yo hice y escapar indemne. Él ha salido de la cárcel, y algún día vendrá a buscarme; porque yo fui la única que se libró.
Me gustaría poder contárselo a Sam, o a Guy, o a cualquiera. Pero ya es demasiado tarde para hablar con Sam de mi pasado, y jamás me creería aunque lo intentase. Y, si mi marido no lo sabe, no puedo contárselo a nadie. Estoy atrapada.
Cuando estoy aquí, me imagino ojos siguiéndome de un modo que nunca me sucedía en Cornualles. Me digo, una vez más, que no debo ser paranoica. Ya tengo suficientes problemas en mi vida real como para añadir los imaginarios.
Papá nos invita a Pizza Express, otra vez. De todos los restaurantes de Londres, es su preferido. Desde que éramos niñas, nos ha llevado a Pizza Express siempre que había algo que celebrar, como la primera semana que empecé con este trabajo: me pasé aquella tarde mostrándome simpática y agradable mientras Olivia, como después descubrí, se dedicaba a retransmitir la velada entera por Twitter con variantes de «bostezo» y «zzz» seguidas de la etiqueta #familia.
Antes, Olivia y yo nos quejábamos por lo bajo de la miopía de nuestro padre en cuestión de restaurantes. Protestar porque siempre teníamos que ir a Pizza Express nos proporcionó algunos de nuestros escasos momentos de complicidad entre hermanas.
—¿No podríamos ir a un indio? —mascullaba Olivia.
—¡Pero en los indios no hay panecillos! —susurraba yo, sintiéndome malvada y transgresora.
—¡Ya! Y no le servirían su American Hot. Le servirían… otra cosa. Otra comida más interesante.
—Eso no funcionaría.
Aquello no tardaba en degenerar en críticas maliciosas, pero esas conversaciones me traen algunos de los recuerdos más felices de la infancia. Intenté volver a hacerlo esta mañana.
—Pizza Express, ¿verdad? —comenté, mirándola expectante—. Hace semanas que no vamos.
Se encogió de hombros.
—Si invita él, allí estaré.
Mi hermana tenía la persiana echada. No la abría nunca, ni siquiera una rendijita.
Llego la primera al local. La joven camarera me sonríe, tacha nuestra reserva en su agenda y me conduce a una mesa junto a la ventana. Me siento y contemplo la calle Charlotte, preguntándome por cuánto me saldría un piso en esa zona de Londres, Fitzrovia. Más dinero del que me podría permitir, eso seguro. Intento imaginarme diciéndole a Sam que voy a gastarme —tengo que inventarme la cifra de la nada— mil quinientas libras al mes, más impuestos municipales y facturas, en el alquiler de un estudio en el centro de Londres. No es una conversación que me veo capaz de empezar.
Me encanta esta calle porque hay casi un restaurante detrás de otro. Si de mí dependiera, iríamos al indio vegetariano de más arriba, pero no es así, y tampoco pasa nada. Compruebo mi teléfono. Sam me ha enviado un mensaje deseándome buena suerte para esta noche. Escribo una respuesta rápida y al pulsar Enviar veo a mis padres pasar delante de la ventana y entrar en el restaurante.
Me levanto y dibujo una enorme sonrisa en mi rostro. Ojalá pudiera estar cómoda con mi familia, dejar de fingir, ser yo misma. Pero soy mucho más yo misma cuando estoy en el trabajo. Y sobre todo soy yo, pienso de repente, cuando estoy bebiendo en el tren nocturno de regreso a casa. Guy se cuela de nuevo en mis pensamientos, y procuro ignorarlo.
—Ahí está —dice mi padre.
Al verlo me doy cuenta, como siempre, de lo viejo que está. En mi cabeza sigue rondando los cuarenta, y cada vez que lo veo tengo que avanzar rápido en el tiempo, veinticinco años, hasta el día de hoy. Es alto, de espaldas anchas y camina algo encorvado. Su pelo es gris y ligeramente más largo de lo que debería, en (creo) un intento por conservar la hermosa cabellera de la que siempre se sintió tan orgulloso. También tiene obesidad mórbida, pero nunca hablamos de ese tema.
Sus ojos, sin embargo, son tan penetrantes como antaño. Todavía me infunden respeto. Lo miro anhelando su aprobación.
—Hola, papá —digo, y le doy un beso en la mejilla.
—Lara. —Sonríe—. Tienes un aspecto magnífico. Tu hermana no ha llegado todavía, ¿verdad?
—No. Hola, mami.
Mi madre es rubia y guapa, pero también es opaca, inescrutable, y la mujer menos maternal que pueda existir. Rara vez dedico tiempo a pensar en ella. Toda la vida la he visto hacer lo que le decía mi padre. No tengo ni idea de qué hay en su cabeza ni de cómo es su relación de puertas adentro. Es una mujer que acata las normas. A mí no me cae demasiado bien, mientras que Olivia directamente se burla de ella de un modo abierto y grosero.
—Hola, querida —dice, y nos sentamos todos.
Absolutamente predecible, mi padre pide una botella de Montepulciano d’Abruzzo, su vino oficial en el Pizza Express.
—Pareces más alta —comenta mi padre, y se inclina para mirarme los pies—. ¡Lo sabía! ¿Cómo demonios puedes andar con eso?
—Estoy acostumbrada. Me gusta.
Niega con la cabeza.
—¡Mujeres! A tu madre nunca le han ido esas cosas. Todos los genes de «señorita con zapatitos» se la saltaron por completo. Y te los has llevado tú, querida, vaya que sí.
—Lara se lo lleva todo —comenta mamá, con el mismo tono apacible de siempre.
—Pues sí. —Papá me sonríe—. ¿Qué? ¿Lista para dejarlo todo y volver corriendo a Cornualles? ¿O lista para traer a Sam a rastras a la ciudad?
Tuerzo el gesto mientras sopeso sus palabras.
—Estoy a gusto en el trabajo —le digo—. Sam odia tenerme lejos, pero no se vendría a vivir aquí. Por ahora estoy contenta con cómo están las cosas, pero sé que es egoísta por mi parte, porque Sam no es feliz. Terminaré este proyecto y luego regresaré a Cornualles, probablemente.
—¡Ajá! —Me mira con sus ojos penetrantes, pero no tiene intención de continuar con el tema—. Por cierto, luego vendrá Leon —añade, y eso me anima.
—Perdón por el retraso. —Olivia se sienta en la silla vacía de nuestra mesa redonda.
La tengo justo enfrente, entre nuestros padres. La miro y luego aparto rápidamente la vista. Se ha hecho algo en el pelo, está un poco levantado por delante. Con su camiseta de rayas rojas y blancas y unos vaqueros negros ajustados parece, como siempre, sacada de una revista. Se ha pintado los ojos con kohl y los labios de rojo brillante.
—Olivia… —dice mi padre.
Ella impide que se levante sentándose muy rápido, pero él se apoya en la mesa y planta un beso incómodo en la mejilla de mi hermana.
—Me alegro de verte. Toma una copa de vino.
—La verdad —dice— es que prefiero una cerveza Peroni. Si se me permite.
—Pues claro que se te permite.
No dicen nada, pero su contacto visual es desafiante y particular. Esto nunca tarda en llegar.
Ahora que está Olivia, la conversación se vuelve tensa. Papá se encarga de mirar los zapatos de mi hermana, comparando en silencio sus Converse andrajosas pero molonas con mis resplandecientes tacones rojos. Olivia se molesta. Mamá bebe rápido y juguetea tanto, y tan ansiosa, con el tallo de la copa, que termina tirándola y se rompe. Papá arde de rabia y llama a voces a la camarera para que venga a limpiarlo. Intento suavizar las cosas, con él, con mamá, con la camarera. Es un microcosmos perfecto que reproduce el modo en que siempre ha funcionado nuestra vida familiar.
De niña vivía en un estado constante de intensa ansiedad. Sabía que, para Olivia, yo era la elegida, y ella, por eliminación, la descartada. Me dedicaba a intentar agradar a mi padre, pues temía hacer algo malo por error algún día y que Olivia y yo cambiáramos nuestros roles ante sus ojos.
Mi padre, sin embargo, siempre lo ha tenido claro. Siempre le he caído bien, ha aprobado mis actos y valorado mi trabajo. Siempre le gustó lo que yo hacía con mi vida.
Nadie sabe, ni siquiera mi madre, que fui yo quien hace años salvó el negocio de mi padre. Nunca hablamos de ello. Nunca me devolvió el dinero. Y nadie, ni siquiera él, sabe que, precisamente por eso, ahora vivo inquieta y asustada, imaginándome todo el rato que alguien me espía. Mi padre jamás me preguntó de dónde había salido el dinero. Siempre he supuesto que su instinto le decía que era mejor no saberlo.
Yo tendría que rendir cuentas, algún día.
Miro a Olivia, al otro lado de la mesa, con su boca petulante y su gesto malhumorado, y vuelvo a tener catorce años.
Aquel día volví a casa del colegio como de costumbre. Nunca me retrasaba, deshacía el camino de un modo sensato con mis amigas sensatas porque, aunque mi padre estaba en el trabajo, esa era la actitud que él esperaba de mí. Al llegar, di la vuelta a la casa y entré por la puerta de atrás como siempre.
—¡Estoy en casa! —exclamé, y encendí la tetera. Estaba haciendo un esfuerzo consciente por empezar a beber té. Tomé una taza y la caja del té—. ¿Quieres un té? —grité.
—Sí, por favor —respondió la voz de mi madre desde algún punto de la casa.
Vivíamos en Bromley, en la casa que todavía hoy es el hogar de mis padres, un feo edificio eduardiano. Por fuera no parecía gran cosa, pero por dentro era extrañamente enorme. Preparé dos tazas de té, y me llevé la mía a la mesa del comedor, donde me puse a hacer los deberes.
—¡El té está en la cocina! —grité—. ¿Te lo llevo?
—No, querida. Ahora mismo bajo.
Olivia tiene razón, debí de haber sido una niña insufrible. Estaba tan desesperada por agradar constantemente que nunca, ni una sola vez, me arriesgué a ninguna forma de transgresión.
Mamá bajó, me sonrió ligeramente y se llevó su taza.
—¿Todo va bien? —dijo.
—Todo bien —la tranquilicé.
—¿Sabes algo de tu hermana?
Mis padres se refieren a Olivia como «tu hermana» cuando hablan conmigo de ella. Siempre lo han hecho. Una vez, Olivia me dijo que eso es porque no pueden soportar lo íntimo que resulta pronunciar el nombre que ellos mismos le pusieron. Puede que tenga razón.
—No, no la he visto.
Yo iba dos cursos por delante de Olivia. Nuestros caminos apenas se cruzaban, y cuando lo hacían poníamos esmero en ignorarnos. Por lo general, ella iba por la zona del colegio, fumando con la gente guay. A mí se me encontraba fácilmente en la biblioteca.
—Mientras esté de vuelta para las cinco… Hoy tu padre volverá pronto a casa. Ha llamado para decírmelo.
Las dos miramos al gran reloj colgado en la pared. Eran las cuatro y cuarto. Ninguna dijimos nada.
Las llaves de papá sonaron en la puerta principal a las cinco menos tres minutos. Seguí con mis deberes, sentándome más tiesa en mi silla, como una buena chica, pero no estaba concentrada en lo que hacía. Estaba empezando a preocuparme, no solo por la ira de mi padre y sus consecuencias, sino por el bienestar de Olivia.
Papá entró sonriendo. En aquel momento sí que tenía cuarenta años, y era alto y fuerte y estaba en plena forma; solo un poquito gordo.
Me dio un beso en el pelo.
—¿Haciendo los deberes? ¡Buena chica! ¿Qué es? ¿Algo en lo que te pueda ayudar tu viejo papi?
Hablamos un rato sobre divisiones de varias cifras antes de que mi padre mirara al techo, refiriéndose al piso de arriba, y dijera:
—¿Dónde está esa hermana rebelde que tienes?
Olivia solo tenía doce años. Tenía prohibido hacer otra cosa que no fuera volver directamente del colegio a casa.
—No estoy segura. —No me atreví a mentir por ella.
—¿No está en casa?
—Esto…, no lo sé. Creo que no.
—¡Victoria! —Así se llama mamá. Le pega. Necesita un nombre formal, que no se pueda abreviar. Igual que su tocaya real, raramente se divierte.
Una vez que papá comprobó que mi hermana no había regresado del colegio, se fue derecho al coche. Veinte minutos más tarde estaba de vuelta, trayendo a rastras a una doceañera enojada.
—Sube a tu cuarto y quédate allí —le oí decir, de pasada, cuando cruzaban la puerta—. Pero primero, ven a ver esto.
Entonces entraron al comedor. Olivia miraba al suelo, la viva imagen del berrinche.
—No voy a molestarme en reprocharte tu actitud, jovencita —le dijo—. Te quedarás en tu cuarto hasta mañana, pero no se va a quedar ahí. —Sacó su cartera, la abrió y extrajo un fajo de billetes—. Esta es tu asignación para el resto el año, Olivia. Veinte libras al mes, por nueve meses: ciento ochenta libras. ¿Por qué voy a darte dinero si te portas así? ¿Voy a darte una paga por ignorar las reglas más sencillas? Evidentemente, no. Lara, por el contrario, ha vuelto directa a casa y se ha puesto a hacer los deberes. Como siempre. La paga de Lara no solo se va a quedar como está, sino que le voy a sumar esto.
Dejó el dinero sobre la mesa, a mi lado. Recuerdo que lo miré, consciente de que las cosas nunca habían llegado tan lejos. No me atreví a rechazarlo. Podría no haberlo aceptado. Ahí estaba la pasta, junto a mis libros de mates, al rojo vivo e imposible de ignorar.
Olivia se dio la vuelta y se marchó enfadada, conteniéndose para no dar un portazo. Mi padre me puso la mano en la cabeza, me acarició el pelo y también se marchó. Mientras oía las pisadas de Olivia en las escaleras, comprendí que mi hermana me odiaría para siempre por aquello.
Y así es. No solo por aquello, pero en parte.
—Quiero una Giardiniera —pido con una sonrisa a la camarera—. ¿Y nos podría traer agua del grifo, por favor?
—¡No fastidies! —se burla Olivia—. ¿Una Giardiniera? Seguro que hay una foto tuya en todas las sucursales de Pizza Express con tu comanda escrita debajo: «Esta mujer solo ha consumido Giardiniera durante los últimos veinte años. No os toméis la molestia de preguntarle qué quiere». Me alegro de ver que expandes tus horizontes, hermanita.
Intencionadamente, mi hermana se pide una pizza nueva, una con un agujero en el medio relleno de ensalada, solo para demostrarme lo abierta de mente e impulsiva que es.
—Buenas noches a todos.
Levanto la vista, encantada y aliviada al oír la voz de mi padrino.
—¡Leon! —exclamo.
Me levanto y le doy un abrazo. Está justo al lado de la mesa; ha entrado sin que ninguno nos diéramos cuenta. Ahora ya no me preocupa Olivia. Leon es el mejor amigo de mi padre de la universidad y, aunque resulte extraño, también es mi mejor amigo. Siempre mostró por mí un interés de padrino distante pero amistoso, hasta que lo necesité de verdad. Entonces estuvo a mi lado como nadie ha estado nunca. Leon es la única persona que lo sabe todo.
—Me alegro de verte —comenta con calma—. ¿Estás bien?
—Mejor ahora que has venido —le digo, y siento la mirada burlona de Olivia, pero no me importa.
Leon tiene, como mi padre, sesenta y muchos. Pero, al contrario que él, que cada día parece estar más cerca de sufrir un infarto; es un hombre que resulta más atractivo y elegante a medida que envejece. Lleva el pelo gris peinado hacia atrás, le llega casi hasta la nuca, mientras que su complexión, en cierta forma, se ve realzada por su piel envejecida. Su ropa también ayuda: siempre va vestido de un modo impecable, y estos días se parece al típico europeo chic que podrías ver en las calles de París o Milán. Olivia nunca lo ha expresado de forma explícita, pero por las sonrisitas que pone cada vez que surge el nombre de Leon, sé que mi hermana piensa que hemos estado liados, o quizá que seguimos estándolo. Se equivoca, aunque nada de lo que yo dijera podría convencerla de su error. Leon y yo compartimos un vínculo mucho más fuerte que ese.
Leon se vuelve hacia el resto de la familia.
—Olivia —dice, con una sonrisa afectuosa—, estás espectacular esta noche, con mucha clase, como siempre, pero hoy hay algo más.
Mi hermana no contesta, pero inclina la cabeza en su dirección, un gesto de una persona con clase hacia otra. Me siento de nuevo mientras Leon da un beso a mi madre en ambas mejillas, luego estrecha la mano de mi padre y coloca una silla entre mi asiento y el de mi madre, que lo observa con una leve sonrisa antes de tomar un panecillo y empezar a desmigarlo. Papá rellena las copas. En la sala resuena el eco de las animadas conversaciones de otros clientes.
—Bueno, ¿cómo está la familia Wilberforce? —pregunta Leon, mirándonos a todos.
—Bien —se apresura a responder Olivia, algo inusual en ella.
Ha dejado a un lado su vaso de cerveza, y me doy cuenta de que no ha bebido nada.
—La verdad es que tenemos noticias —añade.
Cierro los ojos. Sea lo que sea, por su tono puedo adivinar que no me va a gustar. Ahora empezará a contarles que soy una inquilina terrible. Me veré obligada a defenderme, y la sangre llegará al río.
Olivia se fija en mi gesto y dice:
—Lara, no hace falta que cierres los ojos. No voy a pegarte.
—Lo sé. Mira, ya los he abierto. ¿Así mejor?
—¡Dios santo! Escuchad todos, no es nada grave. Ya lo tengo asumido y en realidad es positivo.
En la otra punta del restaurante se cae algo, y por un instante el local entero permanece en suspenso por lo que deben de ser varios platos rompiéndose en el suelo. Luego retorna la normalidad, los camareros circulan de un sitio para otro y las conversaciones se reanudan. Excepto en nuestra mesa, donde todos tenemos la vista fija en Olivia, con evidente temor.
Mi hermana entorna los ojos y sé qué va a decir justo antes de que lo diga:
—Estoy embarazada.
Observo cómo los presentes dirigen sus miradas hacia mí. Todos, excepto Olivia, buscan mi reacción.
—Felicidades —digo sin mirarla—. ¡Qué bien!
—Sí, brindemos.
—¿Para cuándo lo esperas?
—Abril, el veintitrés de abril.
—El cumpleaños de Shakespeare. Entonces aún falta.
Pues claro que está embarazada. Respiro hondo. Yo ya he dejado todo eso atrás, he decidido pasar página, pero pasan por mi cabeza todos los años de decepciones, mes tras mes, seguidos de inyecciones y molestas pruebas, las facturas, el tormento y las tensiones matrimoniales que cambiaron las bases de nuestra relación, y no consigo quitármelas de la mente.
Papá se inclina hacia delante.
—¿Te importa que te haga una pregunta? —dice, con una voz peligrosamente despreocupada—. ¿Quién es el padre?
Olivia lo mira con furia.
—Sí, me importa. Me importa que me preguntes quién es el padre antes de darme la enhorabuena o de alegrarte porque por fin vas a tener un nieto. Sí, me importa, así que no voy a decírtelo.
—Vamos, no me jodas, Olivia.
Me pongo tensa. Odio cuando mi padre suelta un taco: siempre significa peligro.
—No me jodas tú —replica mi hermana—. Solo quieres un nieto si es de la jodida santita de Lara, ¿verdad? Como mis genes son mucho peores, no quieres que se transmitan, ¿cierto? Bueno, pues Lara no te ha dado esa buena noticia y parece que yo, sin quererlo, sí. Eso es todo. Acostúmbrate a ello. Las cosas cambian.
Cosa rara, es mamá la que responde; papá todavía está tomando aliento.
—Olivia —dice, inclinándose hacia delante y recogiéndose un mechón de pelo detrás de la oreja. Resulta tan extraño verla tomando la iniciativa, que estoy patidifusa. Su voz es suave, y como rara vez habla, todos escuchamos—, no estás siendo justa con Lara. Nos has sorprendido, eso es todo. Danos un poco de tiempo para asimilarlo, por favor.
Mi hermana se ríe.
—¡Es verdad! Claro. Porque aquí lo importante sois vosotros.
—Sí —contesta mi madre, con una calma absoluta. Nadie tiene ni la más remota idea de qué piensa en realidad, así que solo podemos basarnos en lo que dice—. Por supuesto, esto va contigo, y más aún, con el bebé. Será maravilloso tener de nuevo un bebé en la familia.
Me doy cuenta de que todos menos Olivia siguen mirándome, aunque intentan disimular.
Observo a mi hermana, que sostiene mi mirada, triunfal. Aunque la he oído llorar —ahora entiendo por qué— y aunque sé muy bien que no lo había planeado, me ha ganado en algo. Y está disfrutándolo.
Yo quería ser madre. De corazón. Por mucho que haya decidido pasar página, cualquier cosa que no sea tener un hijo es un plan B, y siempre lo será.
—¿Estás bien? —me pregunta Leon en voz baja.
—No —respondo—. ¿Vamos a tomar algo?
Mi padrino mira al resto de la mesa.
—Claro.
Procuro mantener la calma.
—Olivia —digo—, me alegro por ti. De verdad, enhorabuena. Pero ahora mismo voy a irme a tomar una copa, lejos de aquí. Y también me voy a marchar de tu piso. Hace tiempo que lo estaba pensando, y además vas a necesitar espacio.
—Vale. —Se encoge de hombros, como si eso para lo que tanto tiempo llevo preparándome no le importara lo más mínimo. Aparto la vista, pues si la miro vería su sonrisita, la estuviera poniendo de verdad o no.
—Lara, ¿estás segura? —pregunta mi padre.
Ya estoy de pie, recogiendo mi bolso.
—Sí.
—Me voy con ella, Bernie. —Leon pone un instante su mano en mi hombro.
—Gracias, Leon —asiente mi padre.
Mi madre me mira con una débil sonrisa y da un trago de su copa sin pronunciar palabra.
Salimos a Charlotte Street, donde la gente avanza apresurada bajo la luz del atardecer. Todo el mundo tiene un sitio adonde ir, un abrigo bien abrochado, una bufanda. El septiembre suave de hace seis semanas, cuando empecé a trabajar, ha dado paso a un invierno implacable.
Es casi de noche, y las farolas están encendidas. Aunque no llueve, da la sensación de que en el ambiente haya agua que moja mi rostro y mi pelo al caminar.
—Aquí.
Leon me conduce a un pub pequeño, que está lleno pero no demasiado. Encontramos una mesita en una esquina y me invita a sentarme. Luego se dirige a la barra sin preguntarme qué quiero.
Vuelve con cuatro bebidas: dos pequeñas y dos grandes y claras.
—Primero esto.
Es un líquido ámbar. Whisky (creo) o quizá brandy. Doy un sorbo y fuerzo una sonrisa. Siento el calor inundando mi cuerpo.
—Estas bebidas son geniales —le digo—. Las que son tan ardientes que te queman por dentro. Todo el mundo debería tomarlas. Sientan bien en invierno.
—Acábatelo.
Lo miro y doy otro trago.
—Gracias por todo.
—Siento que no hayamos podido vernos demasiado desde que estás aquí. No lo has pasado bien en casa de tu hermana, lo sé. ¿Adónde vas a ir? Puedes usar mi cuarto de invitados, pero estoy seguro de que prefieres más independencia.
—Gracias. Hay un sitio cerca del trabajo, una especie de hotel para gente de negocios. Igual alquilo una habitación por un tiempo hasta ver qué pasa.
—¿Un hotel? Lara, no parece la mejor forma de pagar tus deudas.
Me encojo de hombros y dejo el vaso vacío en la mesa.
—Necesito espacio. Solo por un tiempo, encontraré algo más razonable en un par de semanas.
—¿Y cómo están las cosas en Cornualles?
Me doy cuenta de que ni siquiera he pensado en Sam.
—Oh, van bien.
Nuestros ojos se encuentran. Leon me dijo hace años que no debía casarme con Sam porque acabaría aburriéndome. Con una sola mirada le reconozco que tenía razón y señalo que no me apetece hablar del tema.
Tomo la segunda bebida y le doy un sorbo.
—Vodka y tónica light —dice.
—Gracias.
—Tu hermana es venenosa, pero ni siquiera ella haría algo así a propósito.
—Lo sé, sé que no lo ha hecho aposta. La he oído llorar por las noches, y cuchichear por teléfono. No tengo ni idea de quién es el padre. Y, aunque tuviera novio, no me lo diría. Podría ser el tipo alto y delgaducho, Allan. Parece simpático. Pero no es cosa mía, sino suya. No puedo impedir que todo el mundo que me rodea se quede embarazado. Es solo…
—Que todavía te hace daño.
—¿Sabes qué? Que sí. Y no era consciente de cuánto me dolería. Me he estado diciendo que estoy medio curada, que Sam es quien peor lo lleva y que yo estoy muy contenta de haber pasado página. —Acabo mi segunda copa de un trago—. Pero no es tan sencillo. Y creo que esto ha destruido lo que tenía con Sam. Te pedí que me consiguieras este trabajo porque estaba desesperada por alejarme de él, desesperada del todo. ¿Eso qué significa? Nada bueno. Estamos acabados, lo sé, pero no puedo decírselo porque él no tiene ni idea.
Leon levanta una ceja, esperando el resto.
—Y —continúo, porque él es la única persona a la que puedo contárselo—, digamos que he conocido a otra persona.
Lo miro.
—Ajá. —Asiente—. Es una situación difícil, querida, pero no me sorprende.
—Ay, Dios, Leon, no sé qué hacer. Tengo que seguir lejos de Sam.
Mi padrino vuelve a asentir.
—Las cosas serán mucho menos complicadas si sigues lejos. Piensa qué quieres. ¿Te apetece hablarme de él?
Pienso en Guy, en sus ojos cálidos, su pelo espeso, los músculos de sus brazos. Pienso en la realidad que representa y niego con la cabeza.
—No —contesto—. Solo ha sido algo que me ha infundido valor.
Entonces me doy cuenta de lo que realmente quiero preguntarle.
—Leon —añado—, mira, eres el único que sabe lo que hice. —Hago una pausa, preguntándome si debo decirlo, porque me cuesta que esas palabras salgan de mis labios. Él lo sabe—. En Asia… —Es todo lo que puedo añadir como explicación—. Esto suena estúpido, pero a veces pienso que me persigue. Ya sabía que no podría librarme tan fácilmente. Hice cosas malas a gente temible. Eso me aterroriza.
Entorna los ojos y me clava una mirada seria.
—¿Ha sucedido algo?
Intento sonreír.
—No, es solo que…, no me siento segura. Creo que me observan. No sé qué es peor, que de verdad haya alguien espiándome o que tenga ataques de angustia y me lo imagine todo. —Miro a Leon y al instante me siento mejor, y un poco tonta—. ¿Me lo imagino?
Leon se inclina hacia delante.
—Yo diría que sí. Vives con mucha presión, Lara, pero no por el pasado. Eso hace tiempo que sucedió y se acabó. Es por el presente, por el futuro. Tú no quieres adoptar un hijo, y Sam, sí. Es un conflicto que estallará, y lo sabes. Ese hombre nuevo que has conocido, sea quien sea, es una distracción. Igual que esos recuerdos de Tailandia, aunque estate alerta. Si pasara algo de verdad, debes actuar. Pero, si te soy sincero, creo que estás intentando provocar otras crisis para evitar hacerle frente a la que está ante ti.
Suspiro.
—Tienes razón —le digo, y me obligo a centrarme en el presente en lugar de en el pasado—. Sé que tienes razón.
Me acabo el resto de la copa de un trago e intento pensar en cómo voy a contarle a Sam la noticia de Olivia.