8

El viernes por la noche solo me apetece beber y charlar. Las únicas personas con las que tengo ganas de hablar son Ellen y Guy. Llego pronto a la estación, pero como en la sala de espera de primera clase no sirven alcohol, tomo las escaleras mecánicas y subo al pub de la planta superior.

Huele como un pub normal, y parece un pub normal. Me sorprende un poco que sea posible estar en una estación sin tener la sensación de estar en una estación. Hay un hombre sentado en una mesa leyendo un artículo sobre el cáncer en un tabloide, y una pareja, uno enfrente del otro, con grandes maletas y una bolsa de patatas fritas abierta sobre la mesa; él tiene delante una pinta de cerveza; ella, media pinta. Nadie levanta la cabeza mientras me acerco a la barra, me siento en un taburete y pido un vodka con tónica a un camarero rubio con marcas de acné y de una juventud inverosímil.

Me acabo la copa de un trago. No pienso ni hablo. Luego, pido otra y hago lo mismo.

Me pasé la noche de la revelación de Olivia, la noche de la sorpresa, en su trastero, y procuré evitarla al día siguiente mientras metía en la maleta suficientes cosas para aguantar hasta que tuviera arrestos para volver y llevarme lo demás. Anoche dormí en un hotel en St Paul. Es un hotel para hombres de negocios, muy aceptable, pero completamente inadecuado desde el punto de vista económico.

De todos modos, es mejor que regresar a ese lugar que mi padre insiste en llamar «mi casa» y venir todos los días a trabajar a Londres, mejor que vivir en casa de mis padres a pesar de ser una mujer adulta.

—Vamos, Lara —me dijo aquella tarde por teléfono—. Es tu casa. Siempre lo será. Deja que cuidemos de ti.

Negué con la cabeza.

—No puedo, papá —le dije. Me mostré más firme de lo que nunca había sido con él—. Vivo en Londres para no tener que andar yendo y viniendo todos los días. Necesito estar cerca del trabajo para rendir al cien por cien durante la semana. Y es lo que hago. Necesito quedarme hasta tarde, entrar pronto… Gracias, de todos modos. Ya me buscaré un pequeño estudio o algo así.

—Tu hermana… —musitó, y me puse tensa, desesperada por calmarlo.

—No pasa nada —me apresuré a decir—. No es culpa suya. Me alegro por ella, de verdad. Solo necesito estar lejos de Olivia una temporada.

—Sí que pasa —me corrigió—. No debería ser tan cruel. Bueno, ¿estás segura? Alegrarás esta casa si te vienes con nosotros y, para serte sincero, podría aprovechar tus sensatos consejos en algunos asuntos.

Me concentré en que mi voz sonara neutra mientras mi corazón se encogía por el temor.

—Para eso podemos quedar cuando quieras —dije, deseando con todo mi ser que no sucediera nunca—. No suelo tener tiempo a la hora del almuerzo, pero podemos quedar algún día cuando salga del trabajo, aunque tiene que ser cerca de la oficina.

Con un enorme alivio, vi que aceptaba. Desde entonces, me mantengo lo más alejada posible de todos los miembros de mi tóxica familia.

Solo cuando estoy sentada en el tren, con el gin tonic habitual de los viernes en la mano, Ellen a mi lado y Guy enfrente, empiezo a hacer algo cercano a relajarme. Reclino la espalda y escucho una historia que cuenta Ellen sobre una conversación vía Skype con Singapur, y acabo suspirando y quitándome los zapatos.

Me río cuando termina de contar la anécdota.

—¿Estás bien, Lara? —pregunta Guy.

Alzo la vista y veo que me está observando con cierta curiosidad. Levanto mi muralla, intentando mostrarme distante.

—Estoy bien —le digo—. Solo un poco… tensa.

—¿Tu hermana? —pregunta Ellen.

—No…, bueno, sí. Sí. Menuda semanita. Un numerito con mi familia. Prefiero no hablar de ello. —Veo la expresión de mi amiga y me río—. No porque esté traumatizada, sino porque estoy hasta los cojones del tema.

Casi nunca digo tacos. Me gusta cómo ha sonado. Doy un sorbo a mi copa.

—Entonces, hablemos de otra cosa —se apresura a decir Guy—. ¿Queréis que os hable de lo que me traigo entre manos?

—Oh, sí, por favor. —Me inclino un poco hacia delante, acercándome a él—. ¿Qué te traes entre manos?

—Déjame adivinar —dice Ellen, con tono seco—. Te ha salido un trabajo en el suroeste.

Guy se ríe, y se forman arrugas alrededor de sus ojos. Me gusta.

—¡Tú y yo hace mucho que somos colegas de tren! —dice Guy, y Ellen alza su copa para brindar con él. Guy se vuelve hacia mí—. Pues sí. Sabes que vivimos en las afueras de Penzance, ¿no? Más allá de Penzance, cerca de Sennen, lo más cerca que se puede estar del fin del mundo.

—Te mudaste allí para estar cerca de la familia de tu mujer.

—Eso es. El padre de Diana murió de repente, hace tres años; una larga historia. Acabamos mudándonos para que mi mujer pudiera cuidar de su madre, que en cierta manera es frágil pero en otra es más fuerte que una manada de bueyes. Los chicos acababan de empezar la secundaria, así que pusieron el grito en el cielo por tener que cambiarse de ciudad y, para ser sincero, yo los incitaba a escondidas. Cambiar Surrey por Cornualles es algo fuerte con trece años, y a cualquier edad. Pero teníamos que hacerlo, era evidente. La pobre abuelita Betty no podría cuidarse ella sola, y una cosa estaba clara: no se iba a venir a vivir a nuestro suburbio de Londres, así que tuvimos que irnos con ella. Diana siempre decía que era una forma de compensar la infancia feliz que tuvo, y puede que lo fuera. En realidad, a Diana le encantaba lo de regresar a su tierra.

—Pero no es que haya mucho trabajo por la zona.

Guy asiente.

—Precisamente, Lara. Allí no hay nada para mí. Literalmente, tendría que buscar un trabajo en Tesco, McDonalds, Argos… Así que decidimos que yo haría esto y estaría atento por si surgía algo más cerca de casa. Me gusta la vida que llevo. Me volvería loco si tuviera que pasar todo el tiempo en el Cornualles occidental, en una casa llena de adolescentes. Solo son dos, pero llenan la casa. Y con mi suegra reordenando todo constantemente. Así que me he acostumbrado a funcionar así, y estoy bastante contento. Entre semana, yo solo, en un cuarto de una pensión cochambrosa; no me importa. Y ahora va y me sale un maldito trabajo en Truro. ¡En Truro! ¡¿Desde cuándo hay buenos empleos en Truro?!

—¿De qué ese trata? —La voz de Ellen suena suave, cuando la miro veo que está contenta. Me pilla observándola y me guiña el ojo.

—En un bufete, pero para casos gordos. Y conllevaría adquirir participaciones y entrar como socio.

—Vaya, Guy, eres el hombre indicado para ese trabajo.

—¡Lo sé! Voy a tener que aparentar que me esfuerzo por conseguirlo, y luego asegurarme de que la cago. ¿Otra copa, señoritas?

A la una de la madrugada, Ellen se levanta.

—Bueno —dice—, la compañía es agradable, pero tengo que irme a la cama. Nos espera un fin de semana ajetreado. Os veo el domingo, chicos.

—Buenas noches, Ellen —me despido.

—Buenas noches, señora Johnson —dice Guy—. Yo no tardaré.

—Yo también debería ir a acostarme enseguida —admito—. Dentro de seis horas estaremos en Truro.

—¡Seis horas! Vaya, eso es mucho tiempo… —comenta Guy, pensativo—. Creo que podemos quedarnos un poco más. ¡Ya sé! Iba a enseñarte a usar Twitter, ¿verdad? ¿Cuál es tu dirección de correo electrónico?

Me río ante este patético pretexto mientras Guy se pone a toquetear su móvil, y le digo mi dirección. Pasado un rato, me da el teléfono.

—Aquí la tienes: tu cuenta de Twitter. Venga, escribe algo. Tu contraseña es Laraencanto.

—Oh, gracias. Una contraseña con clase.

—Lo sé. Si estuviera sobrio, tendrías una mejor.

Tecleo en su móvil hasta que escribo: «Intentando aprender a usar Twitter». Luego se lo devuelvo.

—Una cosa que tachar de la lista, entonces —le digo—. He escrito mi primer, y último, tuit. Otra cosa que se le da mejor a mi hermana, pero al menos lo he intentado. Ahora, me voy a la cama.

Pienso en Sam en casa, esperando ansioso mi regreso, depositando toda su felicidad en la expectativa de un fin de semana perfecto. Si consigo dormir seis horas, estaré en un estado aceptable. Aceptaré lo que mi marido tenga planeado y podré hacerlo bien.

Estoy a punto de levantarme cuando me doy cuenta de que mi pierna está pegada a la de Guy debajo de la mesa. Me fijo en que lleva así un buen rato. La dejo ahí.

—Bueno —digo en voz baja.

El bar está abierto toda la noche, pero ahora no hay nadie bajo sus luces brillantes, solo nosotros dos. Todo ha cambiado.

—Lara —dice Guy, y abre la boca para añadir algo, pero cambia de idea y se calla.

—¿Sí?

—Esto es…

—Lo sé.

Evidentemente, no lo sé. No tengo ni idea de si quiere decir «Esto es peligroso», o «Esto es repentino, diferente, emocionante y excitante de un modo salvaje y total». Esto último es bueno. Lo primero, es malo.

El ambiente entre nosotros dos está cargado de electricidad. Guy se inclina hacia delante y toma mi mano. La suya es cálida; la piel, seca. Dirijo la vista a nuestras dos manos entrelazadas. No deberían estar así, pero quedan bien juntas. Nos tomamos de la mano derecha, para que nuestras alianzas no formen parte del cuadro.

—¿Puedo sentarme a tu lado? —me pide.

Miro sus ojos oscuros y solo veo calor.

—Sí —susurro, y observo cómo se desliza desde su asiento.

Después lo tengo a mi lado, con su mano en mi cintura. Me vuelvo hacia él, aunque no debería, y alzo la cara para enfrentarme a la suya.

Es extraño besar a un hombre que no es tu marido. Solo hay una persona en el mundo a la que se me permite besar así, y el hecho de que no se trate de esa persona hace que esté tan alterada, tan desesperada por aferrarme todo lo posible a estos momentos antes de que la realidad me atrape, que siento un hormigueo en cada terminación nerviosa de mi cuerpo.

La boca de Guy es nueva. Sus labios son suaves y su lengua dulce mientras explora mi boca. Estoy haciendo algo tremenda y totalmente prohibido. Hace muchos años que no hago algo que me esté completamente vedado. Mi lado malo, largo tiempo oculto, asoma alegre a la superficie y disfruta cuando las manos de Guy suben por mi cintura. Una mano se posa en mi pecho y luego entra en mi blusa y se abre camino por mi sujetador.

Mi yo sensato triunfa por un segundo y me aparto. Guy retira su mano.

—Ay, Dios —dice—. Lara, eres fabulosa. Perdón por pasarme de la raya.

Este es el instante; lo reconozco mientras tiene lugar. Este, lo sé, es el momento en que podría echarme atrás, decir que ha sido un error, olvidar que sucedió, y evitar a Guy durante las siguientes semanas.

O podría hacer lo que en realidad hago.

—No te has pasado de la raya —digo en voz baja—. O, en todo caso, nos hemos pasado los dos.

Sonríe, y toda su cara se ilumina. Se acerca a mí.

—¿Estás segura? A ver, seguro que has notado cómo te miro. Lo supe en cuanto te vi, que posiblemente fue la primera vez que viajabas en este tren. Solo porque… A ver, porque uno esté casado, no significa que no se fije en los demás. Y luego te conocí. Ay, Dios, cualquiera que me oiga… No sabía que a los cuarenta y cuatro todavía se pueden sentir estas cosas. ¿Será una crisis de madurez? Lo es, ¿verdad?

—Calla, Guy. Solamente somos dos personas que se conocen en un tren.

Su brazo rodea mis hombros. Me acurruco contra él y siento que besa mi cabeza.

—Quiero llevarte a mi compartimento y quitarte la ropa —dice en voz baja—. ¿Qué te parece?

Hago un esfuerzo por controlarme.

—Sí —le digo—. Sí, pero…

—¿Sí, pero…?

—Pero sería ir demasiado lejos. —No debería decir la siguiente parte, pero la digo—. Y me encantaría, por supuesto. Todo mi cuerpo pide a gritos que lo haga. Pero no podemos, Guy, porque estamos casados. Un beso es una cosa, pero ya sabes lo que pasaría si estuviéramos en un cuarto cerrado.

—Lo sé, lo sé muy bien. Vale, tienes razón: seamos sensatos. —Noto la reticencia en su voz.

Ser consciente de que ahora mismo podría estar haciendo el amor en un tren con un hombre atractivo que no es mi marido, y de que mi decisión es no hacerlo, despierta en mí una sensación de tremendo poder.

Pienso en Sam. Pienso en Diana, en su casa cerca de Penzance. Carga con su anciana madre y sus dos hijos adolescentes y espera a que su marido regrese para pasar el fin de semana. Me la imagino desesperada por que él consiga ese trabajo en Truro y vuelva a vivir con ella. Sé que Guy no tiene intención de aceptar el trabajo. Me pregunto si ella lo sabrá.

—En serio, no podemos hacer esto —digo—. Llevo nueve años casada, y nunca he hecho algo así. Me desconciertas, Guy. No me había sucedido antes con nadie. Bueno, solo con una persona, una vez, en el pasado. Pero no voy a meterme en tu cama.

—Vale —dice—. A la fría luz de la mañana, sin duda apreciaré tus escrúpulos.

Se inclina sobre mí y volvemos a besarnos. Decido no dejarle ver con qué facilidad podría hacerme cambiar de opinión. Estoy entusiasmada. En este momento, no me preocupan ni Olivia, ni mis padres, ni mi matrimonio, ni mi extraña vida transitoria. Guy hace que me olvide de todo. Es algo transgresor pero, en resumidas cuentas, el hecho de que él me haga feliz suprime todo lo demás.

No consigo dormir. Permanezco tumbada en mi camita, contemplando el techo en el tenue brillo de la luz que nunca termina de apagarse, y no puedo pensar en otra cosa que no sea en Guy. Intento, contra mi voluntad, averiguar cómo hacerlo en el diminuto compartimento del tren nocturno. No es posible que dos personas compartan una de estas camas. El sexo aquí dentro tendría que ser algo más práctico que cómodo. Nos imagino a ambos de pie, me imagino encima de él en la pequeña cama. Intento pensar en otras cosas más sensatas, pero no puedo.

Desciendo en Truro, consciente de que la magia se está rompiendo. Voy a tener que reunir fuerzas para que Sam tenga el fin de semana que se merece. Beberé todo el café que pueda, y no flaquearé.

Me quedo en el andén a esperar el tren de Falmouth, y veo la cara de Guy en una de las ventanillas. Es una imagen tan breve que me resulta imposible leer su expresión.

Para cuando llego a Falmouth Docks, ya he comprendido que he hecho una locura.

Veo a Sam saludándome desde la galería de casa, en la mano una taza de café, y forzando una sonrisa le devuelvo el saludo. He besado a otro hombre. Me odio. Sam es un buenazo y jamás me creería capaz de cometer un acto así. Yo siempre he sido una buena esposa, pero ahora soy mala, y nada podrá hacer que eso cambie.

Avanzo lentamente hasta el final del pequeño andén. Una grúa gira en el puerto a mi izquierda, y de repente suenan una sirena y los pitidos de las fábricas. Frente a la estación hay un bloque de pisos de estudiantes —extraña ubicación— y veo a una muchacha encaminándose hacia él por el aparcamiento. Resulta evidente que lleva la misma ropa con la que salió anoche; se pelea con las llaves para abrir la puerta.

Me paro y respiro hondo. Debo fingir que nada ha ocurrido. Sam no puede enterarse: le haría muchísimo daño. Cierro los ojos y me digo que tengo que ser amable.

—¡Cariño!

Doy un respingo y suelto un grito ahogado. Cómo no, mi marido ha bajado corriendo a la estación. Cómo no, aquí está. Lleva cinco días esperando verme bajar de este tren. Yo andaba perdida en mis preocupaciones mientras este hombre intachable ha estado triste porque no me tenía a su lado. Sin embargo, él se encontraba —debo reconocerlo— muy al final de mi lista de prioridades.

Siento un pinchazo de culpa en el estómago. Sam me da un abrazo. Hago un esfuerzo consciente por calmarme. Deliberadamente, relajo todos mis músculos, y solo entonces me doy cuenta de lo tensa que estaba.

—Hola, cariño —digo, apoyada en su hombro. Jamás volveré a hacer algo así. Amo a Sam. Sin él, no sería nada—. Lo siento —musito—. Tenía la cabeza muy lejos de aquí.

—¿En serio? —Parece entretenido, más que preocupado—. ¿Dónde estabas?

—Estaba pensando en lo maravilloso que es estar en casa.

—Más maravilloso es para mí que hayas vuelto. El café está listo. Voy a hacer unos huevos escalfados, ¿vale? ¿Te apetecen? —Agarra mi mochila—. ¿Cómo demonios puedes andar con esos zapatos? Vamos.

Sonrío.

—Son mis zapatos de Londres. Me los cambiaré por unas botas.

—Así se hace. ¿Cómo estás? ¿Qué quieres hacer hoy?

Procuro no torcer el gesto mientras doy la respuesta que él espera.

—Me gustaría hacer lo que tú quieras. ¿Salimos por ahí? —Me giro y contemplo las vistas de Falmouth a nuestra espalda. El cielo está gris, pero gris clarito. El sol intenta abrirse paso—. Igual se queda un día bonito. Podríamos ir a dar un buen paseo o algo así.

—Sí. —Sam está feliz—. Deberíamos salir, disfrutar a tope de Cornualles. ¿Te apetece? ¿En serio? ¿Qué tal a Zennor?

—Zennor será genial. Solo necesito un café y estaré bien.

Hago un gran esfuerzo para caminar por la senda de los acantilados. Mientras andamos, pienso que debería contarle lo de Guy. Si lo admito, si lo confieso y digo cuánto lo siento, quizá lo olvide. Sam es, al fin y al cabo, mi mejor amigo. Contárselo, en este punto, evitará que vuelva a hacerlo. En el futuro me quedaré en mi compartimento e ignoraré a Guy cuando lo vea, y no pasará nada. Sé que necesito contárselo.

Todo se retuerce en mi interior. Tengo que concentrarme mientras camino bajo este cielo encapotado, porque podría caerme fácilmente de lo agotada que estoy. En algunas zonas, un paso mal dado bastaría para mandarme acantilado abajo. No hay muchos sitios donde podría pasar eso, pero los que hay son aterradores y magnéticos a partes iguales.

—¡Sam! —grito entre el viento, detrás de él. Las gaviotas vuelan en círculos a nuestro alrededor, graznando.

—¿Sí?

Su espalda es ancha y tranquilizadora. Es más bajo que Guy, pero más ancho, como un jugador de rugby.

—Verás —grito—, tengo que contarte algo. Es…

Tomo aire y me fuerzo a seguir hablando, pero cuando las palabras salen de mi boca sé que no puedo hacerlo. No tengo agallas para contárselo. No puedo soportar infligirle este sufrimiento, pero principalmente no tengo coraje.

—Es algo un poco difícil, Sam. Olivia está embarazada.

No se lo dije por teléfono, temiendo que se molestara más incluso que yo, y estaba en lo cierto. Reduce el paso mientras le cuento a su espalda la historia del numerito en Pizza Express, entre el viento. No reacciona mientras grito:

—¡No creo que papá haya hablado con ella desde entonces! Y luego, claro, esto me hace sentir mal por ella. Sé que no lo ha hecho a propósito.

—Igual sí, igual no.

Se vuelve para esperarme, posa sus fuertes manos sobre mis hombros y me atrae hacia él. Cuando me besa la cabeza, me apoyo en él, y me odio.

—¿Por qué no me lo habías contado, Lara? ¿Por qué no me lo dijiste por teléfono?

—No quería decírtelo. Simplemente recogí parte de mis cosas, pasé una noche en un hotel y me volví a casa.

—Quizá deberías quedarte aquí. Mandar a tomar viento lo de Londres.

—Tengo un contrato. No puedo dejar el trabajo en este punto, Sam. En serio, no puedo. Pero encontraré un lugar más adecuado para vivir. Podría ir a casa de mis padres, no sería el fin del mundo.

Supongo que se reirá, pero, cosa rara, no lo hace. Sam nunca se ha llevado bien con mis padres, porque mi padre considera que ningún hombre es lo suficientemente bueno para mí: el yerno aceptable no existe.

Contemplamos el mar. Las olas son negras, intransigentes. El agua sube y baja como una criatura que respira.

—Igual sí —dice—. Así no gastarías dinero. Y me gusta la idea de que alguien cuide de ti.

Seguimos caminando, casi sin hablar, por los límites del continente, sobre los riscos, alrededor de peñascos, descendiendo a calas y ascendiendo a lo alto de acantilados.

Las nubes se vuelven más oscuras y tapan el sol por completo. Un viento amenazador sopla desde el mar, revolviéndome el pelo y pegándomelo a la cara.

Sam se detiene.

—Va a llover —grita—. Deberíamos regresar.

Siento el agotamiento extendiéndose por mi interior, y con un gran esfuerzo lo esquivo y me doy la vuelta.

Las primeras gotas empiezan a caer pasados un par de minutos. Es imposible correr, porque la senda tiene zonas tan traicioneras que un mal paso podría enviarte de cabeza a una muerte segura. Quiero agarrar a Sam de la mano, pero la pista no es lo bastante ancha para que caminemos juntos.

Cuando llegamos a la cala, estamos empapados. Tengo el pelo pegado a la cara y se me han caído todas las horquillas. Me he guardado un par en el bolsillo, el resto están diseminadas como pequeños residuos por los acantilados. Me pregunto cuánto tiempo llevamos paseando. Parece como si fueran horas. Espero que solo hayan sido veinte minutos o algo así.

El mar sube y baja amenazador, rompiendo con duchas de espuma blanca. El cielo oscuro descarga agua sobre nosotros. Le doy la mano a Sam y corremos a los pies del acantilado, a un extremo de la playa donde una roca saliente ofrece un refugio mínimo.

—Esto se está poniendo interesante —grito entre la tormenta.

Sam me atrae hacia él. Me apoyo en su cuerpo familiar.

Me mira a los ojos, y fuerzo una sonrisa, imitándolo. Permanecemos contemplando cómo las cortinas de lluvia golpean la arena y dejan agujeritos por toda su superficie. El agua está salvaje. El viento arrastra un enorme trozo de madera sobre la playa. Oigo un trueno.

—No podemos quedarnos aquí en medio de la tormenta —decide Sam—. Deberíamos volver al coche, con cuidado.

Me gustaría quedarme a contemplar cómo la naturaleza arrasa con todo.

—De acuerdo —acepto, y lo sigo, corriendo sobre la arena mojada, y comenzamos nuestra temerosa ascensión hacia lo alto de los acantilados.

Sam enciende el motor del coche y gira el botón de la calefacción al máximo. Encuentro un jersey suyo en el asiento trasero y lo uso para secarme la cara y el pelo. Después se lo paso.

—Ha sido divertido —digo, mirando cómo se seca las orejas con un dedo envuelto en el jersey.

—Sí, de alguna manera lo ha sido —concuerda—. Ahora ya pasó. Me molestan los vaqueros.

—A mí también.

Arranca.

—Vámonos a casa, entonces. Pareces cansada, cariño. Duerme algo si puedes.

Asiento con la cabeza, agradecida y dando pena. A pesar de mi ropa calada, a pesar del cóctel de cafeína y adrenalina que se suponía que iba a mantenerme despierta todo el día, noto que se me cierran los ojos en cuanto descanso la cabeza en el viejo jersey mojado de Sam que he apoyado en la ventanilla. Dormito durante el trayecto de vuelta, aunque mi sueño se ve interrumpido por desconcertantes pesadillas en las que Sam y Guy se entremezclan, convirtiéndose en una persona compuesta.