16
Febrero
La casa de Guy Thomas se encontraba en pleno campo, más allá de Penzance. Tuve que llevarme la bici en el tren y luego pedalear colinas arriba y abajo durante media hora hasta que llegué. Siempre había tenido la idea de que Falmouth estaba en el extremo occidental del país, pero al llegar allí recordé que no era así. Todavía había un montón de kilómetros entre nuestra ciudad y el auténtico oeste de Cornualles.
Allí el campo era pedregoso, y la luz, distinta, casi etérea. Se notaba que estabas en la mismísima punta de un continente, en las rocas que se erigían sobre el vasto lecho del Atlántico. El aire era puro, porque no había más ciudades pasado Truro, que quedaba a muchas millas al este. Estaba Penzance, y luego, pueblos.
La residencia de los Thomas era una casona de campo de piedra cerca de St Buryan, que a su vez no quedaba lejos de Sennen y del cabo de Land’s End. Te sentías como en el fin del mundo, de un modo transcendente. Allí podría suceder cualquier cosa: podrían haber llovido ángeles del cielo y aterrizado en la carretera delante de mí; los arbustos podrían haber prendido en llamas.
La furgoneta de una cadena de televisión aparcada en la entrada de un terreno fue la primera cosa incongruente que vi. Luego había varios coches en la cuneta, por toda la estrecha carreterita. El portón que daba acceso a lo que, evidentemente, era la propiedad de los Thomas estaba cerrado con candados, y un grupo de periodistas esperaba delante, charlando con una despreocupación cruel. Su respiración formaba nubecitas de vaho en el aire mientras daban pataditas en el suelo y mandaban mensajes, con aspecto aburrido. Eran sorprendentemente jóvenes. No sé muy bien por qué, me había imaginado a unos viejos plumillas canosos de Fleet Street, pero estos adolescentes de mejillas sonrosadas parecían becarios en prácticas.
Me abrí paso entre ellos y me puse a trepar por la valla. Todos se abalanzaron sobre mí y me sacaron fotos, por si acaso, pillándome a medio camino en una pose de lo menos elegante. De ser una de ellos, también habría sacado fotos: yo era, lo mirases por donde lo mirases, una visita inesperada para la afligida viuda. No se imaginaban cuánto.
—¡Hola! ¿Es usted amiga de la familia? —me preguntó un joven bien parecido—. ¿Cómo lo lleva Diana?
—¿Cómo están los niños? —dijo otro.
—Lo siento. —Me pareció que debía responder algo.
Y no se me ocurrió nada más que decir, así que caminé por el jardín hacia la casa, pasando delante de dos coches —uno pequeño y rojo, el otro enorme y negro de esos estilo todoterreno—, mientras fingía no oír a los periodistas.
Todo había cambiado después de que la Policía confirmara que Lara iba en el tren cuando salió de Londres y que era indiscutible que tenía una aventura con Guy Thomas, hasta el punto de que su relación había llegado a marcar su vida en Londres y ambos habían estado llevando esa doble vida con eficacia. El tren entero lo sabía. Los empleados les servían el desayuno juntos por las mañanas, pues sabían que la pareja bajaba la litera de arriba para poder pasar la noche en el mismo compartimento. Según los periódicos, las camas no eran lo bastante grandes para que dos personas durmieran juntas, ni siquiera los amantes más sufridos. Y ahora que Guy estaba muerto, Lara seguía desaparecida y Sam había sido descartado rápidamente de la lista de sospechosos, todo el mundo pasó de un modo grotesco a suponer que Lara había asesinado a Guy Thomas —probablemente por accidente, tras una discusión sobre si abandonaba o no a su mujer— y después se había dado a la fuga.
Diana, la esposa de Guy Thomas, se había enterado, en primer lugar, de que su marido había sido asesinado, y luego, de que la había estado engañando con premeditación y alevosía. Tenía a la prensa delante de casa, esperando un titular para el día siguiente. La vida sexual de su marido aparecía en todos los periódicos y las televisiones, y el mundo no se cansaba de ella. No me podía ni imaginar qué estaría pasando por la cabeza de esa mujer.
Sentía una tremenda curiosidad por ella, y me moría de ganas de verla. Así que cuando Sam me pidió que fuera a visitarla para transmitirle sus condolencias, puesto que él no podía soportar salir de casa, salté ante la ocasión que me brindaba. Solicité permiso a Alexander Zielowski, de la Policía de Falmouth, y Diana Thomas aceptó sin pensárselo.
«Tal vez sea un poco masoquista —escribía en su correo electrónico—, pero me gustaría enterarme de cómo era Lara por alguien que la conociese, en lugar de por la prensa, a la cual intento, sin éxito, evitar. ¿Por qué no? Pásate por aquí. Ya nada puede ser peor.»
La desaparición de Lara seguía siendo tan misteriosa como antes, pero la conmoción se había desvanecido y ahora era una fría realidad. Había pasado una semana, era otra vez sábado, y apenas había habido cambios. La investigación, que se llamaba «Operación Acuario», la llevaba la comisaría de Policía de Penzance, bajo la dirección del Equipo de Investigación de Delitos Graves que, por lo que comentó Alex Zielowski, era un grupo de detectives especializados. Por mucho que le hubiese gustado, el agente Zielowski no formaba parte de la investigación.
Laurie y yo hablábamos sin cesar del tema, pero solo dábamos vueltas a las mismas teorías, que se estaban estancando. Según la Policía y la ávida prensa, Lara se acostó temprano tras sufrir un desvanecimiento —esto, se especulaba, le servía para tener la coartada de encontrarse bien tapadita en la cama—. Pero pronto volvió a estar en pie: un pasajero la vio a eso de las doce y media, dirigiéndose al compartimento de Guy. Por la mañana ya no estaba, y Guy apareció muerto, asesinado con un cuchillo pequeño pero afilado que tenía las huellas de Lara. Los pasajeros de los compartimentos vecinos declararon haber oído voces, que no gritos, y una discusión, pero nada lo bastante dramático como para hacerles sentir, en aquel momento, otra cosa que no fuera un leve enfado por el ruido.
Se investigó a todos los pasajeros de esa parte del tren. Era sencillo, porque los nombres de todos los viajeros que iban en los vagones con camas aparecían en los listados de la compañía, y los revisores los iban tachando al subir, como en un tren de los de antes. Sin embargo, había otra sección del tren, que los pasajeros del coche cama llamaban el «vagón del ganado», en la que la gente hacía todo el viaje en asientos. Creí a Alex cuando me dijo que estaba casi completamente convencido de que ningún pasajero del coche cama estaría implicado en el asesinato, así que estaba segura de que el asesino tenía que viajar en la parte del «ganado» del tren, y debió de marcharse mucho antes de que el convoy llegase a la estación final de trayecto.
Nadie más parecía pensar lo mismo, en absoluto. Una vez asumido que no había sido Sam, el mundo entero decidió que había sido Lara.
La Policía estaba rastreando el terreno a lo largo de la ruta del tren, pero eso suponía muchos kilómetros. Pensé que estarían buscando el cadáver de Lara, basándose en que se habría arrojado del tren tras apuñalar a su amante por accidente hasta matarlo. Los periódicos preferían historias más emocionantes: se había esfumado y podría estar en cualquier parte. «¡Podría estar a tu lado ahora mismo!», señalaban con su palabrería excitada. «¡Mientras lees esto! ¡En el autobús! ¡Atentos, en todas partes!» Era como cuando desaparecía un niño, excepto que, en lugar del angelito inocente, el país entero se dedicaba a fijarse en las caras que veía por cualquier calle, buscando a una mujer hermosa pero que era una asesina depravada. Se trataba de un entretenimiento muy emocionante para el público, pues no se les pasaba por la cabeza que los protagonistas de un drama como este pudieran ser seres humanos.
Fui a ver a Sam en otra ocasión, pero fue una visita muy corta. No podía soportar estar cerca de su dolor; me sentaba mal. Me contó cómo fueron las horas que pasó detenido en una comisaría en Camborne mientras el equipo forense rastreaba su ordenador, su coche y su casa. «Esa fue la parte buena —añadió—. En aquel momento no lo parecía, pero al menos entonces pasaban cosas.»
Su madre era frágil pero imponía; su hermano, gruñón y de cuello grueso. Sam solo podía aferrarse a mí, mientras que yo me desentendía de la situación. Pensé que no tenía ningún compromiso con él, pero sabía que debería haberme quedado más tiempo a su lado. Sam no tenía amigos con los que hablar, había perdido a su mujer dos veces, y se notaba que detestaba la compañía de su familia.
El agente Alex se presentó en mi casa al día siguiente de la desaparición. Fue algo inesperado e inquietante. Era domingo, a la hora de comer, y me pilló cocinando. No esperábamos visita, y cuando sonó la campanilla Laurie suspiró.
—No quiero ver a nadie —dijo—, a menos que sea Lara Finch. Estaré arriba. Sea quien sea, di que no estoy.
—Sí, alteza —murmuré, mientras él se escabullía, pero no lo bastante alto como para que me oyera.
El policía, alto, delgado y amable, me miró disculpándose mientras daba saltitos en el umbral para mantenerse en calor.
—Perdón —dijo—, debería haber llamado antes de venir, lo sé.
—No importa. —El hombre actuaba de un modo extrañamente informal, y pude ver en su cara que no traía buenas noticias—. Pase —dije, porque estaba obligada a hacerlo. Confié en que Laurie se quedara arriba encerrado el máximo tiempo posible. Sabía que mi novio haría cualquier cosa con tal de evitar a la Policía.
—Solo quería hablar con usted, pues es amiga de la señora Finch —dijo una vez estuvimos dentro—. Vaya, está cocinando. Huele muy bien. Siento de veras interrumpirla. ¿Espera invitados? ¿He venido en un mal momento?
—No —dije—. En serio, tómese algo conmigo. Mi novio no está. No esperamos a nadie. —De repente me apeteció una copa. Laurie y yo no solemos beber alcohol—. Supongo que puedo ofrecerle una copa de vino. ¿O lo tiene prohibido mientras está de servicio?
—Ojalá pudiera. Un café o algo así estaría bien. Lo siento, Iris, siempre termina preparando café.
—Bueno, solo es el segundo. No pasa nada.
Se quedó en la cocina mientras yo preparaba el café, y me explicó que se trataba de una conversación informal, así que pasamos a tutearnos.
—Todo este caso es muy extraño, tan increíblemente inusual… No puedo quitármelo de la cabeza. Parece que a la señora Finch se la haya tragado la tierra.
—Ya —dije—, ¿y ahí es donde entras tú?
—Lo sé, lo sé, esto ya no es de mi incumbencia. Mi jurisdicción terminó con la visita al señor Finch. Yo pertenezco a Falmouth y, como sabrás, esto lo lleva el MCIT de Penzance. Pero algo tan raro no sucede con mucha frecuencia por aquí. —Se sentó en la encimera. Sus piernas eran tan largas que los pies casi tocaban el suelo—. Por cierto, me gusta tu falda. ¿Es vintage?
Aquello me provocó una risotada. Mi falda era un viejo vestido floral que compré en una tienda de beneficencia. Tuve que lavarlo tres veces para que dejara de oler a naftalina y a muerto.
—Vintage de caridad, no vintage de tienda de moda. De todas formas, gracias. En realidad es un vestido. —Me levanté el jersey para demostrárselo.
Yo le sonreía, él me miraba, y me sentí muy confusa.
—Bueno, lo de Lara —dije rápidamente—. Sí, en verdad, yo no la conocía tanto. No tenía ni idea de que salía con Guy Thomas. Pobre tipo. Por lo de estar muerto, quiero decir; no porque tuviera algo con Lara. Bueno, ya me entiendes.
—Sí —asintió con seriedad—. Parece que solo los habituales del tren sabían de la relación de Lara y Guy. Y los del personal del hotel, los más curiosos. Y su hermana se lo imaginaba, y su padrino en Londres dice que se hacía una ligera idea pero que no conocía al señor Thomas.
—¿Cómo está la familia de Lara?
—Están como cabría suponer. Mira, siento tener que hacer esto, pero ¿podrías explicarme por qué estabas ayer por la mañana en casa del señor Finch? A ver, no estoy sugiriendo que haya algo más. Sé que ya lo han soltado sin cargos. Es solo…, si el amante de una mujer ha muerto, tienes que investigar al marido. Y si cuando vas a visitar al esposo, te lo encuentras con otra mujer, pues…
—¿Eso os enseñan en la academia de Policía?
—En las primeras clases.
Le conté exactamente lo que había pasado. Relaté el día entero, desde el momento en que me levanté hasta el punto en el cual se llevaron a Sam en el coche patrulla.
—¿Y tu pareja? —me preguntó—. ¿Estaría dispuesto a prestar declaración, si hiciera falta? Solo para aclararlo todo. Aunque no creo que sea necesario a menos que cambien las cosas.
Aquello me proporcionó la confianza para decir:
—Seguro que no tendría problema.
—¿Puedes decirme su nombre?
No tuve la entereza suficiente para mentir. No pude hacer otra cosa que decírselo.
—Laurie Madaki. —Al instante deseé tragarme mis palabras, y añadí, muy rápido—: Oye, yo voy a tomarme un vino. ¿Seguro que no quieres una copita?
Alex sonrió y se bajó de un salto de la encimera.
—Podrías convencerme. En veinte minutos dejo de estar de servicio. Eres mi última tarea de este turno, así que nadie se enterará. Gracias, estaría bien.
Intenté no pensar en Laurie, arriba echando humo, y me dije que era imposible que hubiera oído cómo yo decía su nombre y apellido a un policía. Abrí una botella de tinto suave y me senté con ese agente extraño y cautivador, sintiendo la traición en cada terminación nerviosa de mi cuerpo, aunque disfrutando cruelmente con ello.
Si estuviera soltera, pensé, Alex Zielowski me gustaría. Su órbita me atraería. Querría conocerlo mejor. Si estuviera soltera.
Así pues, él fue quien organizó mi visita a Diana en representación de Sam, y ahí estaba yo, porque me moría de ganas de conocerla. Mientras subía hacia la puerta principal de la casa de la familia Thomas, los periodistas seguían gritando. Deberían haberse marchado ya de allí, haber saltado sobre la siguiente historia. El problema era que el resto de las noticias eran mucho menos escabrosas. Esto trataba de sexo, muerte y trenes. La economía, por el contrario, era algo soso y deprimente. Todos querían un escándalo, y el país entero estaba como loco con Lara.
Guy tenía una cuenta de Twitter, que apenas usaba y que de repente, a título póstumo, tenía casi medio millón de seguidores en lugar de los veintisiete de antes. Todo lo que alguna vez escribió —que no era mucho— había sido sometido a examen, sin resultado alguno: casi todo lo que había colgado eran enlaces a artículos del Guardian y la BBC. Todo el mundo estaba de acuerdo en que era la cuenta de Twitter más aburrida de la historia, y, aunque fue analizada, no se encontraron en ella mensajes codificados entre los amantes. Lara, por su parte, también tenía una cuenta de Twitter que no usó nunca y otra en Facebook largo tiempo inactiva y que, como era de esperar, resultaba igual de inescrutable. Aquella mañana vi en la web de un periódico un artículo desesperado con el título: «¿Una mujer exitosa puede tener solo cuarenta y siete amigos? “Un psicópata necesita ejercer control”, afirma un experto psicólogo». Estaban rebañando el plato.
La puerta era de madera lacada, con una aldaba de metal que rebotó cuando la alcé y la solté. Diana Thomas abrió al instante; en la vida real tenía mucho mejor aspecto que en la televisión o en la prensa. Era más alta que yo; con el pelo negro ondulado y surcado de canas. Llevaba un corte de media melena desfilada. Tenía un aspecto horrible, por supuesto. Todo lo que estaba pasando se marcaba en su cara, pero aun así intentaba sonreír.
—Eres Iris —dijo, lanzando una rápida mirada a los periodistas excitados que se arremolinaban tras la puerta, sacándole fotos—. Pasa, rápido.
—Gracias por recibirme, muchas gracias. Es muy amable por tu parte. Siento mucho todo lo que estás pasando.
Eran palabras manidas, pero no tenía ni idea de qué otra cosa podía decir.
—Has tenido que trepar por la valla, ¿verdad? Lo vi desde la ventana. Tenemos que cerrarla con candado, supongo que entiendes por qué.
—Claro, por Dios. Dejé mi bicicleta allí.
—Estará segura. —Casi se rio por lo bajo—. No creo haya peligro de que uno de esos se la lleve, no parece su estilo.
—Gracias por recibirme.
Suspiró, soltando el aire entre sus labios fruncidos.
—Es algo perverso, pero me apetece saber más sobre esa mujer, y por alguien que la conozca, no por la basura que publican los periodistas. Sam Finch y yo jamás nos hemos visto, pero resulta que llevábamos todo este tiempo unidos sin saberlo. Entiendo que haya querido ponerse en contacto conmigo. Cuando todos estos cabrones se vayan a casa, igual podemos vernos en persona.
La seguí por un recibidor oscuro, con esa clase de azulejos desgastados en el suelo que denotaban una casa vieja pero cuidada, hasta llegar a una cocina con ventanales franceses que daban a un patio trasero cubierto de césped. Fuera había un tendedero con ropa que parecía llevar mucho tiempo allí: estaba tiesa de la escarcha.
En la pared vi una foto de familia. Intenté mirarla con discreción. La habían tomado en una fiesta: Diana llevaba un vestido turquesa un poco demasiado brillante para su tono de piel, y Guy miraba a la cámara, con la corbata rosa claro aflojada y el botón del cuello de la camisa abierto. Era un hombre atractivo. Comprendí por qué había surgido la tentación en Lara, aunque todavía me sorprendía que hubiera sido capaz de un engaño tan enorme y prolongado.
No parecía haber nadie más en la casa. Era extraño: me esperaba encontrarla rodeada de amigos y familiares, haciendo guardia.
—¿Estás sola? —pregunté mientras Diana llenaba una tetera antigua con agua y la ponía al fuego.
—Lo he intentado, pero todo el mundo quiere venir a consolarme. Los niños están arriba con sus amigos. Parece ser que eso les va bien. Mi hermano ha venido y se llevó un rato a mi madre. Vive con nosotros, no sé si lo sabes. Y la Policía nos asignó una agente de apoyo, y es realmente maravillosa, una auténtica joya, jamás me habría imaginado algo así antes de esto; ahora solo nos visita una vez al día. Los que vienen a darme el pésame entran y salen. A veces no puedo soportarlo. Sentarme a tomar té con gente que siente tanta lástima de mí, consciente de que, mientras intentan decir lo correcto, no tienen ni idea de por lo que estoy pasando. Que te destrocen la vida, que tu marido esté muerto… Y luego enterarte de lo demás, y ni siquiera ser capaz de poder enfadarte con él. De hecho, estoy furiosa con Guy, pero el muy cabrón, al conseguir que lo asesinaran, se las ha arreglado para que nunca pudiéramos hablar del tema, y ni siquiera puedo… —Se mordió el labio y respiró hondo unas cuantas veces—. Da igual, vamos a tomarnos un té. Preferiría darme a cosas más fuertes, pero intento resistirme porque sé cómo acabaría. Háblame de ella, de Lara Finch. ¿Fue ella la que mató a mi marido?
—No —contesté—. Estoy absolutamente convencida de que no fue ella.
Me había metido con facilidad en este exagerado papel de gran amiga de la desaparecida. Si algún día aparecía Lara, demostrando su inocencia, por supuesto, yo iba a tener que realizar un serio esfuerzo para demostrar la profundidad y la duración de nuestra amistad. Sus amigos de verdad, compañeros de trabajo y conocidos, habían aparecido en los periódicos, perplejos ante esta dramática historia, e insistían en que el adulterio no casaba con ella, y mucho menos el asesinato.
—Yo estaba con Sam el sábado porque me pasé a ver a Lara, pero no había llegado —añadí—. Lo único que sabemos es que no se bajó del tren. No tenía ni idea de que Guy y ella… Lo siento mucho, Lara nunca habló de él, al menos, no conmigo. Nunca había oído su nombre.
Diana se giró y comenzó a juguetear con la tetera.
—Pobre desgraciado —dijo—. Me refiero a Sam Finch. Debe de estar hecho trizas. Y encima, que lo detengan de un modo tan dramático. Yo me lo suponía, aunque no lo sabía con seguridad. Obviamente, Guy no me lo dijo. ¿Por qué iba a hacerlo? Pero no era la primera vez, que digamos. Para mí, Guy era como un libro abierto. Primero no paraba de hablar de esa mujer que había conocido en el tren, y luego de repente no vuelve a mencionarla. Era su forma de actuar.
—¿Su forma de actuar?
Se giró y me miró a los ojos. Cada rasgo de su cara hablaba de una mujer que mantenía la entereza a base de fuerza de voluntad.
—Llevo veinte años casada con Guy. Llevaba, debería decir. Tenemos cuarenta y siete años, los dos, y nos conocemos a la perfección. Su aventura con Lara Finch era, por desgracia, algo completamente normal en él, aunque eso que cuentan los periódicos sobre que vivían juntos en Londres entre semana y llevaban una doble vida lo convierte en un puto cabrón mucho mayor de lo que yo sospechaba.
»Dicen que Lara asesinó a Guy porque él no quería dejarme. Eso no tiene sentido, pues a juzgar por todo lo que han desenterrado los periódicos, lo más probable es que mi marido estuviera preparándose para abandonarme. Me puedo imaginar lo que me hubiera dicho: «Diana, tenemos que hablar». Guy sufriría con cada instante de esa conversación. A veces, me daba la impresión de que estaba a punto de iniciarla. Veía su cara, y todo mi cuerpo se contraía de terror. Pero luego él no decía nada. ¿Quién sabe? Igual es verdad que Guy no quería dejarme, igual era Lara la que le insistía para que lo hiciera. Eso parece, ¿no?
»Ellen, esa mujer del tren a la que, por cierto, los niños y yo conocimos un día, sabía exactamente lo que estaba pasando, ¡qué bonito…! Bueno, Ellen parece muy convencida de que Lara iba a dejar a su pobre marido, y de que Guy pensaba hacer lo mismo. Y fueron felices y comieron perdices. Igual a él le daba miedo, una ya no sabe qué pensar. Puede que todo fuese un momento de enajenación. La gente hace cosas psicóticas.
La tetera empezó a silbar. Observé a Diana apagar el fuego y echar hojas de té en la tetera.
—Yo también uso hojas de las buenas —le dije—. Casi nadie lo hace. Es mucho mejor.
Sonrió y, por una fracción de segundo, toda su cara cambió.
—¿Verdad que sí? Mi madre insiste en ello y, como me educaron así, yo también lo hago. Sabe muy diferente de las bolsitas.
—Es como la diferencia entre un café de verdad y el instantáneo.
—¡Sí! Muy poca gente lo entiende. Todo el mundo se niega a tomar café soluble, o se disculpa cuando no le queda más remedio que servírtelo, pero las bolsitas de té son algo socialmente aceptado. Me alegro de que lo aprecies.
Observé cómo la realidad volvía a descender sobre ella como la niebla, arrugando y retorciendo su gesto.
—En serio, no creo que fuera Lara —le dije—. A ver, quién soy yo para decirlo, pero no me creo algo sí de ella ni por un instante. Creo que sucedió algo más.
—¿Como qué?
—Bueno, no sé. Otra persona. Igual ella lo vio. Igual también está muerta.
—La habrían encontrado ya.
—¿En un lago o algo así? O tal vez el asesino se la llevó del tren con él. Se la podría haber llevado a alguna parte. Estoy segura de que hay mucho más en esta historia de lo que sabemos.
Diana no dijo nada. Sirvió leche y luego té en dos tazas a juego. Dos auténticas tazas de casa de campo: color crema, con rosas a los lados. Un gato caminó sigiloso por la habitación y se restregó contra mis piernas. Diana se sentó a mi lado en el sofá.
—Ay, Jesús, no tengo ni idea. No me convence que fuese tal y como parece, ¿cómo voy a saberlo? Solo intento aclarar mi mente. ¿Sabes?, es como si tuvieras la historia de tu vida en la cabeza: te casas, tienes hijos, te vienes a vivir a Cornualles, y piensas «Guy no es el mejor marido, y yo soy una especie de florero, pero nos llevamos bien, llegará un día en que los niños se vayan de casa, mi madre no estará siempre, envejeceremos juntos con algunos altibajos pero de un modo feliz y amistoso». Así iba a ser mi futuro hasta la semana pasada. Pero ahora tengo que recordarme que las cosas son de la siguiente manera: «Y cuando tenía cuarenta y siete años asesinaron a mi marido y luego…», pero no tengo ni idea de cómo continuará. Al principio, no te lo crees, te despiertas cada mañana esperando que esté ahí, o que vuelva en el tren. Y entonces te acuerdas. Y después, poco a poco, te das cuenta de que así van a ser las cosas a partir de ahora. La triste y cruda realidad.
—Dios, pobrecita.
Forzó una pequeña sonrisa.
—Sí. Bueno, ¿cómo está Sam Finch? No tenían hijos. ¿Cómo lo lleva él?
Suspiré.
—No sé cómo va a superarlo.
—Ya —asintió, con la mirada perdida—. Igual que yo, pero distinto. Su esposa, mi marido, los dos ya no están. ¡Puta mierda! —Intentó sonreír—. Nunca digo tacos, por cierto; no soy de esas. Háblame de ella. ¿Cómo la conociste? ¿Cómo era su vida antes de que decidiera entregarse a mi marido? ¿De veras no lo sabías? No voy a echártelo en cara, querida. En serio, de verdad. Ya lo he superado. Todas hemos apoyado a amigas que se comportan de un modo alocado. Dios sabe que yo sí lo he hecho.
Me revolví en mi silla.
—No lo sabía. Pero tenía el presentimiento de que Lara no era del todo feliz con Sam. La conocí en el ferry…
Nos pasamos la tarde charlando, le conté a la viuda de Guy todo lo que sabía sobre la mujer a la que todo el mundo consideraba la asesina de su marido.