20

El teléfono sonó a las nueve de la mañana del día siguiente. Dormitaba, y a punto estuve de no contestar. Los ruidos de Londres al otro lado de la ventana provocaron que me despertara en un inesperado estado de emoción. Motores que vibraban sin parar, autobuses que resoplaban, cláxones que pitaban y, en ocasiones, una voz que se alzaba soltando un juramento. Antes de atravesar la cortina del sueño y llegar a la consciencia propiamente dicha, me alegré de haber vuelto a mi hogar.

Entonces me desperté del todo y aparté de mi cabeza ese pensamiento. El teléfono seguía sonando, muy alto, con la melodía que Laurie me puso cuando me lo compré: una canción oscura y adorable de I Am Kloot titulada «To the brink». Era nuestra canción. Decidí que tenía que cambiarla en cuanto pudiera.

Contesté, básicamente para que la canción dejara de sonar, olvidando, en mi estado de confuso aturdimiento, que si hubiera esperado un par de segundos más, el buzón de voz habría conseguido el mismo fin. No miré la pantalla porque quería que su voz me diera una sorpresa.

—¿Hola?

—Iris, ¿estás bien?

Quería una sorpresa y se cumplió mi deseo.

—Hola.

—Perdona, soy Alex. No era mi intención molestarte. Perdona.

—¡Alex! No pasa nada. Te llamé anoche, tú me devuelves la llamada. Muy amable. No tienes que pedir perdón por ser amable.

Me senté en la cama, apartándome el pelo de la cara y recordando que necesitaba un corte. Se me enredaba y me molestaba. Igual me hacía un corte radical.

—Bueno, ¿cómo estás? —Su voz sonaba afectuosa—. ¿Qué tal por Budock?

—Pues… —Me levanté y desenchufé la tetera, con el teléfono entre el hombro y la oreja—. No estoy en Budock. Algo muy raro en mí, pero estoy en Londres.

—¿En serio? Creía que casi nunca salías de casa.

—¡Lo sé! Y mírame ahora. —Abrí el grifo del lavabo y el agua cayó con estrépito en la tetera. Su eco resonó por aquella habitación inmaculadamente alicatada, y me asusté porque sabía que sonaba como si estuviera orinando—. Perdón por el ruido —me apresuré a decir—. Estoy llenando la tetera. Estoy en un hotel.

—¡Caramba, Iris! —Me reí. «Caramba» sonaba incongruente, pero era tierno—. ¿En serio? ¿Y qué haces allí?

Intenté explicárselo. No fue fácil, porque yo misma casi no podía explicármelo del todo.

—Estoy en el hotel de Lara y Guy —dije, dándome cuenta al momento de que parecía una loca—. Me dedico a ir a los sitios en los que ellos estuvieron. Estoy segura de que Lara no lo mató, lo sé. Fue otra persona, y quiero descubrir quién.

—Ah, y estás… —Titubeó—. ¿Estás con tu novio?

—No —contesté rápidamente—. No, él se ha quedado en casa. Londres no le va.

No me lo podía creer. Estaba hablando de Laurie con un policía. La tetera armaba mucho ruido al hervir el agua, soltaba fuertes crujidos metálicos, demostrando el esfuerzo que debía realizar para que yo pudiera tomarme una taza de té asqueroso con algo que pretendía ser leche.

—¿Y tu familia? ¿Sigue en Londres?

—Sí, seguramente. Al menos, que yo sepa.

—¿No te llevas bien con ellos?

—No, pero son encantadores. Es una larga historia. Y tú, ¿cómo estás?

—Bueno, ya sabes, bien. Se supone que debería estar haciendo un montón de cosas distintas, pero me dedico a seguir la investigación del caso de Lara. No es que haya muchos cambios. Ayer fue el funeral de Guy, seguro que ya lo sabías. Están reduciendo la búsqueda y suponen que el cuerpo de Lara debe de encontrarse en algún punto inaccesible cerca de las vías del tren.

—¡No pueden reducir la búsqueda! ¡Pero si no saben ni la mitad!

—¿A qué te refieres? No saben ni la mitad, ¿de qué?

—De Lara. Está…

El silencio permaneció suspendido en el aire durante el tiempo que me hubiera costado contarle lo de mi pasaporte desaparecido. Noté que también Alex estaba a punto de decirme algo, dubitativo. Decidí contárselo, justo una milésima de segundo después de que empezara él.

—Iris —dijo de repente—, me he tomado un permiso, empiezo mañana por la noche. Me estaba planteando pasar unos días en Londres. Siempre me entran ganas de salir de aquí cuando tengo un par de semanas libres. Si no lo hago, no me parece un descanso. Si quieres, igual podríamos tomarnos algo, comer juntos, o lo que sea. Podrías contarme tus pesquisas. Estoy tan intrigado como tú, porque la verdad es que se han revisado bien todos los puntos a lo largo de la vía y, a menos que Lara se arrojara del tren con mucho impulso o lo hiciera a una hora inusual del trayecto, ya la habrían encontrado. Es posible que se bajara en Reading, pero ninguna de las personas que aparecen en las cámaras de seguridad se parece a ella lo más mínimo. Cuando el tren se detiene entre estaciones no hay cámaras, pero si se bajó en uno de esos sitios tendría que estar en alguna parte. No se me ocurre ninguna teoría. ¿A ti?

Arranqué la tapa de una cápsula de leche. Como era de esperar, se me derramó por la mano; la vacié de golpe en la taza de té.

—Estaría bien quedar contigo si vas a venir por aquí —dije con cautela—. Y, Alex, deja que te cuente algo, pero no pienses que estoy loca, ¿vale?

Mais bien sur —dijo.

—Una de las cosas que he hecho aquí es ir a la oficina de expedición de pasaportes a hacerme uno nuevo. Por la vía rápida, por si acaso. ¡Demonios, qué caro es! Pero da igual, tenía que pedir un pasaporte nuevo. —Me detuve, planeando cómo podía decir lo que seguía para que a un policía le sonara razonable—. Tenía un pasaporte, en casa. Estaba en un armario archivador. Aún faltaban tres años para que caducara. Pero ha desaparecido. ¿Recuerdas que te conté que Lara vino a verme la víspera de Navidad?

—¿Sí? —Pude notar su escepticismo, aunque intentó ocultarlo.

—Bueno, me pidió echar un vistazo a la casa. Laurie no estaba, así que se la enseñé y me contó qué haría ella si tuviéramos dinero para dejarla preciosa. Cuando llegamos a la segunda habitación del piso de arriba, la que usamos de despacho, sonó el teléfono. Algo muy raro. Bajé a contestar, no era nadie. Luego subí de nuevo y seguimos como si nada. Un par de semanas más tarde, mi pasaporte y Lara desaparecen.

No habló durante varios segundos. Me sentí profundamente estúpida, pero no me permití recular, ni añadir a lo que acababa de decir un «seguramente no sea nada», porque estaba convencida de que, en efecto, algo era.

—¿En serio? —dijo—. ¿Me lo cuentas como policía, o como amigo?

Al escuchar esa palabra, me encogí.

—Te lo cuento como Alex Zielowski. Eres…, bueno, supongo que eres ambas cosas. Lo que tú prefieras.

—Sí, bueno. Mira, hoy aún estoy trabajando, y debo continuar. Además, como ya sabrás, el asunto de Lara no entra en mi jurisdicción, porque pertenece a la comisaría de Penzance. Pero lo que haré es ver si puedo encontrar un modo de comprobar tus datos. No es fácil. Tendré que rellenar una solicitud de acceso a datos protegidos. Ya veremos. ¿Te sabes tu número de pasaporte, por casualidad?

—Ojalá.

—Haré lo que pueda. Ahora mismo tengo una cita ineludible, pero te llamo luego, si te parece.

—Por supuesto, cuando quieras.

—Gracias. Ah, por cierto, Iris.

—¿Sí?

—¿Tu novio está bien, en casa, sin ti?

—Está bien —me apresuré a decir—. No te preocupes por él.

—Claro. Bueno, que lo pases bien en Londres. Te llamo en otro momento. —De repente su voz adoptó un tono formal y supuse que había alguien con él.

—Adiós.

Me senté en la cama y contemplé el teléfono mientras me bebía el té. Me di cuenta de que estaba sonriendo. Había llamado varias veces a Budock, pero Laurie no contestaba. Decidí que hoy ni lo intentaría. Él sabría cómo llegar a mí.

Miré el teléfono, consciente de que podía usarlo para hacer algo drástico. Podría, por ejemplo, llamar a mi madre. Mi mano se acercó al móvil. Solo tendría que decir hola.

«Hola —diría ella, en ese tono suyo, impreciso pero agresivo—. Hola. Iris, cariño, ¿eres tú? Ay, niña ridícula, ¿dónde te habías metido?»

Por no podía hacerlo. Todo el mundo consideraba que había llevado las cosas a un extremo absurdo. Normal. El mundo estaba lleno de corazones rotos; la manera de superarlo era estar triste un período razonable de tiempo y luego pasar página, en lugar de huir a Cornualles a los treinta y dos años y encerrarte con tu amante indefinidamente.

La llamada de Alex me impulsó a tomar la District Line, aunque no me apetecía. Había algo en él que me animaba a hacer lo correcto. Me senté en el vagón con la mente en blanco y me puse a mirar a la gente. Había un hombre dormido con la cabeza apoyada en la ventanilla, dando respingos de cuando en cuando. Una anciana fruncía el ceño, concentrada en el libro que estaba leyendo, tan absorta que me pregunté si se le pasaría su estación. Igual ya se le había pasado.

Después de Earls Court, el vagón se vació casi por completo. El señor dormido y la mujer lectora seguían allí, además de un hombre con cara de agobiado que llevaba un bebé en una mochila y una joven con unas mallas de un estampado espantoso y una blusa demasiado corta que tecleaba en su móvil con concentración y rabia.

Al acercarnos a East Putney, ya por la superficie y con una lluvia espesa golpeando las ventanillas, me levanté como un autómata y me dirigí a la puerta.

Estaba igual que siempre, y la fuerza de la costumbre me hizo avanzar por el vestíbulo de la estación, que era igual al de todas las estaciones de metro, con su taco de periódicos gratuitos y sus taquillas medio vacías, aunque diferente y peculiar por sus detalles y su propia esencia.

Todos mis viajes solían comenzar aquí. Iba a la universidad desde esta estación. Aquí conocí a mis amigos. Aquí compraba mi abono de transporte y desde aquí me lanzaba al mundo.

Mis piernas me condujeron hasta la calle. Estaba llena de coches, autobuses, furgonetas y taxis, todos vomitando sus nubes de gas. Y continuaron por High Street, que se veía más elegante que antes, y luego siguieron su camino por las calles que bordeaban el río. Sorteé los charcos y salté por encima del agua acumulada en la calzada.

Ahora las casas debían de valer millones. Estaban muy cuidadas, con sus fachadas inmaculadamente limpias y los ladrillos impecables. Algunas eran pisos, claro, siempre había sido así. Incluso los pisos eran de revista de decoración.

La casa de la esquina tenía un césped tan frondoso y bien cuidado que cada brizna de hierba era del mismo tamaño. Un triciclo de niño —de madera, cómo no— estaba aparcado en un patio de gravilla. Una mesa decorada con mosaico y cuatro sillas a juego aguantaban estoicamente la lluvia, aguardando la primavera y el sol.

En otros tiempos, la casa había pertenecido a los Grimaldi: una pareja gay que rondaba los setenta años y que había vivido allí toda la vida. Bert y Jonno, así se llamaban. Recuerdo que Jon decía que adoptó el apellido de Bert porque «¿Cómo vas a ir por la vida apellidándote Bottomley cuando puedes ser un Grimaldi?».

Se habrían mudado, o muerto, desde la última vez que estuve. Me pregunté cuál de las dos opciones sería la correcta.

Los recuerdos me asaltaban a cada casa que pasaba. Seguí andando, recorriendo la calle en la que aprendí a montar en bicicleta y que llevaba a mi guardería. Recordé las carreras que echaba con mi hermana, Lily, desde la esquina hasta la puerta de casa. Llegábamos coloradas y sin aliento, entre risas, desesperadas por ser la ganadora.

Me alegré de que estuviera lloviendo. Tenía el pelo chorreando por la espalda, y se me pegaba la ropa de una manera incómoda. Me gustaba.

Pasé junto a una mujer que empujaba un cochecito enorme con dos bebés, uno al lado del otro. Probablemente era más joven que yo, pero ya era madre a tiempo completo. Disimulaba su agotamiento con maquillaje y, supuse, cremas caras, pero era imposible de borrar. Tenía el aspecto robusto de alguien que fue delgada y ha parido gemelos en los últimos seis meses. Su ropa era cara pero práctica: vaqueros, botas Fly, anorak azul abrochado para protegerse de los elementos, y llevaba el pelo, rubio con raíces oscuras, recogido en algo parecido a un moño.

Sonreí al pasar a su lado y ella me devolvió la sonrisa, con complicidad, seguramente pensando —o eso me pareció— que acabaría como ella.

Casi me sorprendió que la mujer pudiera verme: tenía la sensación de ser un fantasma caminando por esa calle.

La casa seguía ahí, y mis padres todavía vivían en ella. Su Volvo negro estaba aparcado enfrente. Las mismas cortinas en las ventanas del piso de abajo. Me detuve al otro lado de la calle y miré.

Solo tenía que dar unos pasos y llamar a la puerta. Igual no estaban en casa, así no necesitaría dar explicaciones. Sabía que se alegrarían mucho de verme. Me querían. Me habían perdido.

Cuando vi una sombra en la ventana, sin embargo, comprendí que no podría hacerlo. Tal vez algún día, pero aún no. Me di la vuelta y huí hasta el río, recorriendo aquellas calles tan claustrofóbicamente familiares. Crucé el puente y seguí caminando sin rumbo hasta Fulham. Al principio, me pareció oír que alguien me llamaba, pero luego ya no.

Telefoneé a Olivia desde la esquina de una calle. Me alegré de que no me preguntara quién era. En vez de eso, dijo:

—He estado pensado que deberías hablar con Leon Campion, el padrino de Lara. Estaba muy unida a él. Está, perdón. Intenté hablar con él cuando pasó todo esto, pero no estuvo por la labor. Nunca le he caído bien, para él soy el enemigo. Si hicieran camisetas, en la suya pondría «Equipo Lara» a la altura de las tetas.

—Ah, vale. —La oportunidad de concentrarme en algo que no fuera yo resultaba un alivio supremo, y me esforcé por prestar atención—. ¿Es el padrino de Lara? ¿Su padrino de verdad?

—Sí, un viejo amigo de nuestro padre. Es un poco casanova, creo. Está metido en negocios misteriosos y tal. Algo zalamero. Lara y él se llevaban muy bien, aunque nunca lo he entendido del todo. Durante un tiempo pensé que estaban liados, y todavía creo que lo estuvieron en algún momento. Sea como sea, hay algo entre ellos. Podría no ser sexo, pero algo hay.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—Te envío su número. Te mandará a la mierda, pero merece la pena intentarlo. Debe de estar hecho polvo por lo de Lara, y sé que ha ido unas cuantas veces a casa de mis padres. Probablemente deberías hacer con él lo que hiciste conmigo, si te atreves. Ve a verlo cara a cara. Preséntate en su despacho, no en su casa, por si hay algo que no le apeteciese contar delante de su mujer. Se llama Sally, es maja.

Memoricé la dirección y me acordé de preguntarle por el bebé.

Olivia titubeó antes de responder:

—Creo que todo va bien. No debe de ser nada bueno tener que pasar por este trauma en el útero. Estoy machacada y sola, y mis padres, como es natural, están totalmente centrados en mi hermana. La verdad es que me da miedo traerles un nieto con Lara desaparecida, y con todo el mundo, incluidos mis propios padres, suponiendo que mi hermana mató por accidente al hombre con el que se acostaba. Todo el numerito de traer una nueva vida al mundo me parece que ahora está fuera de lugar. Ya sabes, típico de Olivia. Siempre fui la rara para este tipo de cosas. No tengo ni puta idea de cómo voy a arreglármelas para cuidar al bebé.

—¿El padre…? Esto…, ¿estáis juntos?

Se rio, una risa rápida y nada divertida.

—No, para nada. Fue un polvo de una noche. Él ni siquiera lo sabe, porque decidí que era mejor salir adelante sin esas complicaciones. A él podría darle por jugar a la familia feliz, Dios no lo quiera, la verdad, o por acusarme de haberlo hecho a propósito. Cualquiera de las dos: no, gracias. Esta historia es de madre soltera.

—¡Jesús, Olivia, eres una mujer dura!

—Qué va, solo hago lo que hay que hacer.

Me refugié en el portal de un edificio de oficinas y llamé a Leon Campion en cuanto recibí el mensaje con su teléfono. Era un número de móvil, y respondió. Adopté un tono imperioso.

—Hola —dije—. ¿Hablo con Leon Campion?

—¿Quién es? —Su voz era profunda y refinada.

—Iris Roebuck, soy amiga de Lara. Disculpe que le moleste, pero Olivia me pasó su número…

Me interrumpió.

—¿Eso ha hecho Olivia? Mira, no tengo nada que contar.

—Soy una amiga, solo quiero…

—Nada que contar.

—Pero seguro que…

—Oh, lo siento, ¿no he sido lo bastante claro? ¡Vete a tomar por el culo!

Colgó. Miré el móvil y me reí. Como era previsible, cuando volví a llamar saltó el contestador. De todos modos, dejé un largo mensaje, a pesar de que Leon no parecía dispuesto a escucharlo.

Mi estabilidad emocional pendía de un hilo. Aunque pensaba que caminaba sin rumbo por la ciudad, sin tener ninguna noción de adónde me dirigía, mis piernas me condujeron al único lugar que había estado evitando.

Me llevaron directamente a unos semáforos del centro. Era un cruce monótono y rutinario cerca de Euston Road. Aquellas vallas que una vez estuvieron llenas de flores con notas desgarradoras ahora aparecían desnudas, como habían estado los últimos cinco años.

Pasó un ciclista. Llevaba ropa de licra y montaba una bicicleta de carreras. Era un trabajador, probablemente un mensajero, y no se detuvo en el semáforo en rojo. Quise gritarle. Quise contárselo.

Había estado aquí antes. Me di la vuelta y salí corriendo lo más rápido que pude. Esprinté por Londres hasta dejar muy atrás aquel lugar.

Cuando Alex llamó, estaba sentada en un bar cerca del hotel, bebiéndome un vodka con tónica y pensando mucho. «To the brink» me hizo dar un respingo. Casi no contesto, pero lo hice porque necesitaba hablar, y apenas había pronunciado palabra desde nuestra conversación por la mañana.

—Hola —dije.

—¿Estás bien? —Parecía preocupado—. Iris, tu voz suena rara.

—¿Lo notas con solo una palabra? No, estoy bien. Solo un poco… acosada por los recuerdos, quizá. Pero no, nada importante.

—Sí, supongo. Debe de ser… —No terminó la frase, y me alegré—. Mira, he tenido suerte. Pensé en probar con Heathrow, dadas las circunstancias. Llamé a su Policía local al final del turno y me hice pasar por mi jefe. Comprobaron los vuelos sin pedirme el papeleo habitual. Jo, casi no me lo creo, pero parece que es verdad. Iris, de acuerdo a los registros, tomaste un vuelo a las pocas horas de la muerte de Guy Thomas. Al menos, alguien con tu nombre lo hizo. En Heathrow.

Me costó asimilarlo. Todavía creía que Laurie había hecho algo con mi pasaporte, aunque sabía que no era así.

—¿Adónde? —conseguí decir—. ¿Adónde fui?

—A Bangkok. Te concedieron un visado de turista, y todavía no has abandonado Tailandia. Oye, voy a acercarme a Londres, como te he dicho esta mañana.

—¿Se lo has contado…? Esto…, ya sé que eres policía, pero ¿se lo has contado a los de Penzance?

Deseé que me respondiera que no. Me hubiera gustado que fuera como los policías de las películas, que se apartan del camino y llevan a cabo su propia investigación, paralela a la oficial. Me hubiera gustado que me dijera que íbamos a buscar a Lara los dos juntos, sin que nadie lo supiera. No fue así.

—Sí, por supuesto. No les entusiasmó demasiado la idea. De hecho, la impresión general era que tu caso acabaría en el cajón de los trastornados, pero no. Van a comprobarlo, aunque no tengo muchas esperanzas de que haya resultados. Yo lo seguiré investigando contigo, porque tenías razón. Si quieres…

—Claro que quiero —le dije.

En cuanto terminé la llamada, vacié mi copa de un trago y me levanté. Beber sola no iba ayudarme en nada.