15
Cuando alguien llegó de verdad a la puerta, me levanté lentamente. No sería ella, pero aun así existía una mínima posibilidad de que lo fuese. Quizá aquel iba a ser el momento en que Lara apareciese con una explicación cualquiera que lo arreglase todo, y yo podría marcharme a mi casa. Quizá, pensé, había decidido llamar a la puerta en lugar de usar su llave, un gesto de sumisión, porque sabía que había obrado mal al no explicarle a Sam lo que le había pasado.
Lara estaba llena de vida y energía. Irradiaba una luz blanca y reluciente a su alrededor. De estar allí ahora, se encontraría envuelta en un aura de color granate, entre disculpas. Eso no estaría mal.
Sam permaneció en el sofá, fingiendo tranquilidad de un modo demasiado evidente. Procuré que mis pasos resultaran comedidos mientras me dirigía a la puerta. Pasé por delante de una foto formal de la pareja el día de su boda y de un cartel enmarcado de Vértigo, la película de Hitchcock. Ni Sam ni yo mencionamos el hecho de que este era el primer contacto con el mundo exterior desde que Lara se había ido. Esto era, en cierto sentido, lo más cercano que hubo a su regreso.
Eran dos agentes de Policía, hombre y mujer. Al instante tuve la sensación de ser la culpable de algún horrible crimen. El mundo exterior se coló en la casa con una ráfaga de aire gélido: fuera hacía más frío de lo que recordaba. Reprimí las ganas repentinas de salir corriendo colina abajo, montarme en la bici y pedalear hasta mi casa, resoplando y helada.
—Buenos días —saludó la mujer.
Era mucho más bajita que yo. Llevaba el pelo algo más corto de lo que le iría bien a su rostro, y unos pendientes que parecían botoncitos en forma de corazón. También tenía cara de ser una persona que no aceptaba tonterías.
—Hemos recibido una llamada relativa a la señora Lara Finch.
El hombre asintió, mirándome a los ojos, evaluándome. Sostuve su mirada, me fijé en sus gafas estilo Harry Potter y en su rostro suave, tan bien afeitado que seguía rosa, y me recordé que no tenía nada que ocultar. Era mucho más alto que su compañera, tanto, que formaban una pareja casi cómica, pero ambos se desenvolvían con brío y eficacia, y como eran policías preferí no hacer comentarios sobre su divertido contraste.
Me acordé de Laurie, y pensé que no debía decir ni hacer nada que provocase que esa gente se presentara en mi casa.
—Ha desaparecido —dije, preguntándome cuántas veces había que pronunciar esas dos palabras antes de dejar de sentir que se está recitando el guion de un culebrón televisivo. Si Lara había dejado a Sam, había desaparecido por voluntad propia—. Pasen. —Me hice a un lado como una buena anfitriona; el agente lanzó al pasar una mirada divertida a mi jersey hecho a mano. Sam estaba de pie, con la mano lista para el saludo antes incluso de que los policías entraran. Agradecía su atención de un modo evidente y patético.
—Yo soy Iris —le dije a la mujer—, una amiga de Lara. Solo he venido a hacerle una visita, no tenía ni idea de que…
—Soy la agente Jessica Staines —se presentó la mujer.
—Hermosas vistas —comentó el hombre—. Soy el agente Alexander Zielowski.
—¿Agente Alexander Zielowski? Suena a nombre de policía de la tele.
Asintió. Aparentemente le había hecho gracia, aunque no mucha.
—Sí —dijo—, aunque le sorprendería descubrir que en realidad no soy el poli duro de roer de Nueva York que se podría esperar de mi nombre.
—¿Quieren un café? —pregunté.
El hombre asintió de nuevo.
—Sí, por favor. —Jessica tomó las riendas—. Muchas gracias. Bueno, tenemos entendido que la señora Finch viajaba en el tren nocturno la pasada noche, y que no ha llegado a casa. ¿Podría contarnos más detalles, señor Finch?
La agente adoptó un tono muy profesional, mucho menos informal de lo que me hubiera esperado teniendo en cuenta que estábamos hablando de una persona adulta que no se había presentado en su casa. Muy pronto, la urgencia de sus preguntas me hizo sospechar que la Policía sabía algo que nosotros ignorábamos. Preparé la cafetera, la puse al fuego y volví con ellos sin demorarme más.
—Nos sometimos a un tratamiento de fertilidad que no funcionó —les estaba contando Sam—, así que pensamos en adoptar un niño en el extranjero. El problema era que nos habíamos gastado todos nuestros ahorros. Necesitábamos dinero. A Lara le ofrecieron un trabajo de lo suyo en Londres, por seis meses. Se dedica al desarrollo inmobiliario, es directora de proyectos, trabaja en una obra detrás del Tate Modern. Es buenísima. Ganaba literalmente el triple de lo que gano yo en el astillero, más algunas dietas de viajes y todo eso. Así que decidimos ir a por ello. —Sonaba como si no esperase que le creyeran—. Lo hace por nosotros, para que podamos empezar el proceso de adopción. Ese es el motivo. —Se le quebró la voz y empezó a llorar.
—Bien… —dijo Jessica, y se sentó a su lado en el sofá.
El agente Alexander ocupó el único sillón, y yo rondaba de pie, cerca de la cocina.
—La cosa es… Esto no va a resultar fácil, me temo. Cuando el tren nocturno de ayer llegó a Penzance esta mañana, los empleados de la First Great Western encontraron un cadáver en uno de los compartimentos.
Sam soltó un gemido, yo me apoyé en la pared para mantener el equilibrio. El café silbaba y borboteaba como una locomotora de vapor. Las palabras «su esposa ha muerto» se colaron en mi mente, repitiéndose en un bucle.
—El cadáver de un varón —se apresuró a apuntar el agente Alex, alzando la voz para que se le oyera por encima del ruido de la cafetera—. No el de su esposa, discúlpenos, deberíamos haberlo dejado claro. —Miró a Jessica—. La estación de Penzance está cerrada hasta próximo aviso, y el tren se considera escenario del crimen. Nuestros compañeros de Penzance están interrogando a todos los pasajeros, trabajando para el MCIT. —Observó nuestros rostros confusos—. El Equipo de Investigación de Grandes Delitos. Teniendo en cuenta este contexto, la Policía se está tomando extremadamente en serio su denuncia de la desaparición de la señora Finch, por razones obvias. Nos pidieron que viniéramos nosotros porque en Penzance no les queda personal libre, pero es muy probable que pronto se pongan en contacto con usted, si la señora Finch aparece sana y salva. Por supuesto, querrán hablar con ella cuanto antes.
Fui a servir el café. La cafetera solo era de dos tazas, así que se las ofrecí a los agentes. Sam no parecía capaz de poder ingerir nada, y yo tampoco.
—¿Ese hombre murió por causas naturales? —conseguí preguntar mientras servía el café, temblorosa, a los policías.
Que un hombre mayor sufriera un ataque al corazón sería algo casi aceptable, rozando lo común. Me lo imaginé tirado en una cama de tren, sean como sean esas camas, apretándose el pecho y con el rostro contorsionado en el último gesto. En mi imaginación, era alguien muy mayor, tan viejo que todo el mundo diría inmediatamente que ya había vivido bastante y que al menos estuvo activo hasta el final. «Increíble, ¿verdad? Viajando en el tren nocturno a su edad.»
Pero la muerte de un hombre de esas características no daría lugar a una investigación criminal, y lo sabía.
—Indicios preliminares —dijo Jessica sin entonación alguna— nos hacen pensar que no es el caso. Se está tratando como una muerte en circunstancias sospechosas. Este café está buenísimo, gracias. Aparte de eso, esperamos recibir más datos. Los empleados descubrieron el cadáver poco antes de llegar a Penzance, cuando pasan por los compartimentos para asegurarse de que todo el mundo se despierta. En la estación se retuvo a todos los pasajeros, se les tomaron las huellas, se recogieron sus billetes y demás. —Vi que Sam se sentaba más tieso, deseoso de que esto explicara la desaparición de Lara, pero la agente continuó—: Como la señora Finch se habría bajado del tren en Truro, no era probable que estuviera entre ese grupo de pasajeros. Por supuesto, lo comprobamos en cuanto recibimos su llamada y, en efecto, su mujer no estaba en el tren en aquel punto del trayecto.
Se mostraba muy tranquila, aunque sus dedos jugueteaban sin cesar con un trozo de papel rayado que había doblado en forma de abanico. Cuando daba sorbos al café, la taza temblaba ligeramente. Me pregunté con cuánta frecuencia la Policía de Falmouth trataba con casos semejantes; estaba segura de que la mayor parte del tiempo se dedicaban a poner multas por cacas de perros y a controlar a menores que salían de los pubs que hubiera abiertos a primera hora del fin de semana.
Decidí hacer café para Sam y para mí, en parte porque él seguramente lo necesitaría —yo lo necesitaba—, pero sobre todo con el fin de tener una excusa para salir de allí. Oí que pedían a Sam que repasara de nuevo los movimientos de Lara, con tanto detalle como pudieron sonsacarle. No me podía creer que me hubiera metido en algo así.
—Entonces no tiene ni idea de si su mujer se subió al tren —preguntó el agente Alex.
Encendí el gas y contemplé las llamas azules lamiendo el costado de la cafetera una vez más.
—¿Normalmente ella le avisaba cuando estaba en la estación de Paddington, o cuando salía del trabajo? ¿Hablaban los viernes por la noche?
Sam parecía a la defensiva.
—Cuando empezó a trabajar, me llamaba dos veces al día. Luego, ya saben, empezó a acostumbrarse a la distancia y no necesitábamos estar todo el tiempo al teléfono. De todos modos, siempre hablábamos un rato todos los días, en un momento u otro. Sé que en el tren se relaciona con un grupo de gente —añadió rápidamente—. Ellos sabrán si se montó. Una mujer que vive en Penzance, Ellen. A Lara le cae muy bien. Y creo que también había un hombre, aunque hace tiempo que no lo menciona. A veces se tomaban juntos una copa en el tren. Mucha gente sabrá si estaba o no. Esa gente de la que hablan… —Su voz se quebró.
—Salió del hotel como siempre —comenté en voz alta—. He llamado esta mañana. Dijeron que se fue el viernes, como de costumbre.
En realidad, el hombre había dicho «siempre se van», pero intenté no tomármelo como nada más que un lapsus de un recepcionista estresado. Por supuesto, no iba a contárselo a la Policía delante de Sam.
—Cuando sepa algo de ella —dijo Alexander Zielowski mientras yo servía la segunda ronda de café en dos tazas a rayas—, avísenos, por favor. Al instante. Es fundamental. Dígale que se ponga en contacto con nosotros con la máxima urgencia. Hasta entonces, nuestros compañeros preguntarán a los demás pasajeros para buscar alguna información que pueda permitirnos trazar los movimientos de su esposa.
Alex Zielowski tenía un punto amable, y me gustaba porque resultaba evidente que era un hombre con vida interior. Si tuviera que colorearlo, usaría un azul claro muy suave, mi color favorito. Me intrigaba qué sucedía bajo su superficie. Nunca conozco a gente nueva, jamás, y aquella mañana, en las circunstancias más incómodas, había conocido a varios.
Me dediqué a poner colores a los policías —Jessica era naranja, con un poco de amarillo en los bordes; más vulnerable— en un intento por no pensar en Lara. Alguien había muerto y ella no aparecía. Luché para no imaginar su cuerpo desmadejado tirado en una zanja junto a las vías, arrojado desde el tren por una figura misteriosa debido a que había visto más de lo que debía.
Ahora fue Jessica la encargada del interrogatorio. Preguntó, de un modo mucho más cortante que Alexander, si Sam y Lara habían discutido el pasado fin de semana, si Lara tenía tendencia a la depresión, si había algún motivo que se le ocurriese por el cual pudiera haberse ido. Preguntó también si perdía con frecuencia el teléfono o el bolso. ¿Tenía problemas de salud? Siguió y siguió. Teniendo en cuenta que alguien había muerto, las preguntas parecían amables, preguntas que, contestadas correctamente, podrían traer a Lara de vuelta, disculpándose por las molestias.
Mientras la mujer continuaba con su interrogatorio y yo intentaba entretenerme limpiando la cocina, Alexander recibió una llamada. Nada más oír su tono de voz, lo miré y agucé el oído. Avanzó hacia mí mientras hablaba, para apartarse de Sam. Jessica fingía concentrarse en Sam, que estaba contándole que Lara y él nunca jamás discutían, pero pude ver que ella también escuchaba con atención a su compañero.
—Ajá —dijo Alex—. Ya veo. De hecho, ahora mismo estoy con su marido… Sí, claro.
Al colgar la llamada, el silencio se petrificó. Era lo único que había en la estancia. Cuando el agente lo rompió, había adoptado un tono formal, como si estuviera dando una rueda de prensa, distanciándose de las palabras que tenía que decir.
—Bueno —dijo—, se confirma que el pasajero ha sido asesinado. Lo han identificado como Guy Thomas, y varios pasajeros habituales y empleados del tren han sugerido que estaba muy unido a su esposa, señor Finch. ¿Alguna vez le habló de él?
Sam cerró los ojos.
—¿Muy unido a mi esposa? —dijo, experimentando con la frase, con lo que significaba—. Igual me habló de él una o dos veces. Había alguien que se llamaba Guy. Pero, definitivamente, no estaba muy unido a Lara.
Tras un frenesí de llamadas y consultas en voz baja, Alexander se marchó. Jessica se quedó un poco más, pero anunció que se mantendría apartada. «Ustedes hagan como que no estoy», dijo, y permaneció junto a la ventana contemplando las vistas. Nos explicó una lista de cosas que no se nos permitía hacer, la principal de las cuales era que Sam no podía acercarse a su ordenador.
Sam se derrumbó en el sofá y descargó su peso en mí. Resultaba incómodo, pero aguanté todo lo que pude. Me apetecía poner las noticias y ver qué decían sobre la muerte de Guy Thomas. Quería meterme en Internet y enterarme de todo.
—Sam —dije, finalmente. Lo que más me apetecía era estar delante de mi estufa con mis gatas y contarle todo esto a Laurie, que no tenía ni idea de dónde estaba yo, igual que Sam con Lara—. Necesitas estar con otra persona, no conmigo y la agente Jessica. Llamaré a alguien. Es un sinsentido que solo nosotros dos y la Policía, y quizá el recepcionista de hotel, supongo, sepan de la desaparición de Lara. Estoy segura de que no tardará en aparecer en las noticias, y entonces todo el mundo va a querer hablar contigo. ¿No querrás que tu familia, o la de Lara, se enteren así? Dame los números y llamaré yo. ¿Quién es tu mejor amigo en Falmouth?
Me dirigió una mirada totalmente perdida. Su rostro estaba descompuesto. Me entraron unas ganas repentinas de gritarle para que recobrara la compostura. Ahora no podía derrumbarse, todavía no.
—Iris, quédate. Eres amiga de Lara. Quédate conmigo. Por favor, no te vayas.
—Sam, ¿tienes padres?, ¿hermanos? —No me gustaba hacer suposiciones—. Alguien tiene que haber.
Hundió la cabeza entre las manos y soltó un quejido. Era un sonido desagradable, de animal.
—¡Mierda! Oye, sé que tienes que llamar a mi madre. Me mataría si se entera de esto por las noticias. Lara y ella nunca se… Pero, Iris, ¿te quedarás al menos hasta que sepan si iba en el tren o no? ¿Lo harás? Todavía pienso que va a regresar en cualquier momento. Me da igual lo que haya hecho, con tal de que esté bien.
—Me quedaré encantada todo el tiempo que necesites. —No era verdad, pero no podía decir otra cosa—. Pero estarás mejor si quien te prepara el café y abre la puerta no es una extraña. En serio. No llamaré a tu madre aún si no quieres, pero déjame que te traiga a un amigo.
Jessica se acercó a la cocina.
—¿Les importa si pongo agua a calentar? —preguntó.
Sam no respondió.
—Adelante —dije—. Sam, ¿a quién llamo?
No estaba dispuesto a claudicar.
—Por favor, Iris, por favor. Tengo amigos en el trabajo, supongo, pero no de los que tú te refieres. Si llamas a cualquiera de mis compañeros para pedirles que vengan a cuidarme… se quedarán de piedra. Te preguntarán si no tengo amigos de verdad para este tipo de circunstancias. Lara y yo siempre hemos estado muy unidos, nunca hemos necesitado a nadie más. Solo nos tenemos el uno al otro.
Y ella tenía también, de un modo u otro, a Guy Thomas. Esa idea, impronunciable, permaneció suspendida en el aire.
Sam derribó con el codo su teléfono móvil, que estaba sobre el brazo del sillón, y se agachó para recogerlo del suelo, con un repentino gesto de esperanza por si hubiese llegado un mensaje durante el nanosegundo que estuvo lejos del teléfono y no lo hubiera oído.
—¡Nada! —comentó—. Iris, ¿qué coño está pasando? ¿Qué estaba haciendo Lara? ¿Dónde está? No puede ser que… no esté aquí.
Me senté a su lado y toqué su brazo.
—Lo descubriremos —le dije. Se me habían ido las ganas de estar enfadada con él. Su situación era terrible, e iba a empeorar—. En algún momento lo sabremos. Y te entiendo con eso de que no necesitabais a nadie más. Poca gente lo entendería, pero yo sí, en serio. Si me sucediera lo mismo que a ti, yo tampoco tendría a nadie a quien llamar. Comprendo cuánto la echas de menos. Es curioso, ¿sabes? Los dos dabais la impresión de ser una de esas parejas con cientos de amigos. Pensaba que erais de los que van todos los fines de semana a cenar a casa de conocidos y todo ese rollo.
Me di cuenta de que estaba utilizando el pasado en lugar del presente, y confié en que no se hubiera dado cuenta.
—En absoluto —dijo él—. Solo queremos estar el uno con el otro. No hacemos nada más.
—Yo igual. —Alcé la vista para mirar a Jessica. Estaba ocupada con su teléfono junto a una cazuela ruidosa, y parecía no oírnos—. Mi novio Laurie y yo también somos así.
—¿Quién necesita tener un montón de «amigos» mandándote mensajes todo el rato e intentando convencerte para que hagas cosas que no te apetecen?
—Yo no. A mí me gusta poner la música tan alta como me venga en gana y hacer las cosas a mi modo, y charlar con Laurie, solo con él. Llevamos años viviendo así.
Recordé mi vida anterior, cuando vivía y trabajaba en Londres. En aquel tiempo, tenía montones de amigos. Últimamente lo echo de menos. Nunca pensé que sucedería. Fueron las ganas de hacer algo nuevo lo que me llevó esa mañana hasta la puerta de la casa de Sam.
Me miró con una sonrisita triste.
—Tú me entiendes —dijo—. Pues imagínate si tu pareja desapareciera. Y encima hubiera un muerto de por medio. Todo sería horrible, sin sentido, igual que una pesadilla, pero real. Y que te dijeran que tu pareja estaba «muy unida» a ese muerto. ¿Cómo te sentirías?
Me negué a imaginar esa situación.
—Si Lara hubiese estado hoy aquí, como de costumbre… —dije, dando unas palmaditas en la mano de Sam en un gesto que pretendía ser cariñoso y de consuelo.
Tomó mi mano al instante y la apretó con tanta fuerza que me hizo daño.
—… Y yo me hubiera presentado en vuestra puerta solo para saludar, te habría molestado, ¿verdad?
Se rio, pero sin sonreír.
—Pues sí. Pero cuando ella vuelva puedes pasarte por aquí cuando te dé la gana. De hecho, hazlo, por favor. Vas a ser nuestra amiga. Nadie más. Solo tú.
—Gracias.
Me uní a él en el tremendo esfuerzo mental que estaba realizando para aparentar que todo iba a salir bien, pero todo se estaba volviendo cada vez más complicado. Un hombre había muerto y Lara había desaparecido. Había tantas posibilidades de que eso implicara que ella también estaba muerta, que me vi obligada a apartar la idea de mi cabeza. Me resultaba tan evidente, tan obvio, que tuve que mirar en otra dirección. Fingía creer que Lara estaba a punto de regresar a casa, frustrada, con una historia enrevesada, pero sana y salva. La agente que había en la cocina sonreiría y se marcharía a atender su siguiente aviso.
Di vueltas por la casa. Como la planta superior era un espacio diáfano, no había mucho que descubrir, y no me apetecía pedir permiso para ponerme a explorar la vivienda.
—Entonces, ¿vuestro dormitorio está abajo? —pregunté.
—Sí. —Sam me miró y soltó una risa inesperada—. Ve, echa un vistazo a la casa si quieres, no tenemos nada que ocultar. Ya veo que te apetece. A Lara también le gustaba ver casas.
Este lugar podría terminar siendo el escenario de un crimen, pero como Lara no había vuelto —de ahí todo el embrollo— me pareció seguro darme una vueltecita por la casa. A fin de cuentas, ella había hecho lo mismo en la mía.
Miré a Jessica Staines. Se encogió de hombros.
—Por mí no hay problema, pero no toque nada.
Sam la ignoró y me dijo:
—Abajo, abre la puerta del fondo y sal al jardín. Puedes explorarlo a placer.
—¿Estarás bien? Llámame si pasa algo.
—Lo haré.
Parecía emocionado, como si aquel pequeño cambio en el statu quo fuera a provocar que sonase el teléfono. Yo, para mis adentros, esperaba lo mismo que él.
Me gustó el hecho de que la casa estuviera, vista con ojos convencionales, del revés. Al final de las escaleras estaba lo que debería haber sido un recibidor, pero como se encontraba en el piso de abajo no se le podía llamar así; quizá más bien antesala. Abrí la puerta que tenía más cerca y me encontré en lo que debía de ser el dormitorio conyugal.
El edredón estaba tan bien puesto sobre la cama extra grande que no tenía ni una arruga, y la habitación olía a productos de limpieza. No era lo que se podría esperar del cuarto de un hombre que vive solo la mayor parte del tiempo. Al menos, si aceptas sin reparos que todos los tíos son unos guarros.
Contemplé las fotos, pues las había por todas las paredes. Dadas las circunstancias, resultaba casi tétrico. Ante mis ojos, se transformaban en las típicas imágenes que salen en las noticias y en las portadas de los periódicos. Lara, hermosa y radiante el día de su boda, del brazo de un Sam más delgado y joven que sonreía a la cámara. Por lo general, yo pasaba de las bodas, pero tuve que reconocer que el vestido blanco de estilo clásico y el ramo de rosas le quedaban bien a Lara. Sam rebosaba felicidad al lado de su mujer: se podía ver a lo largo de los años en las distintas fotografías.
Aparecían en más fotos: en unas vacaciones en Nueva York, en alguna playa y en Londres. Había muchos posados, y unas cuantas fotos eran de Lara sola, levantando la vista y sonriendo mientras Sam la retrataba regando un geranio, leyendo un libro, cocinando en un wok. No había fotos de él en situaciones semejantes.
Me imaginé a Sam durmiendo en aquella habitación mientras Lara estaba fuera, rodeado por sus imágenes. La habitación era un templo dedicado a su mujer.
Una de las habitaciones era el despacho, y también se encontraba antisépticamente pulcro. Sobre la mesa había un ordenador portátil abierto pero apagado, y no me atreví a acercarme a él. El cuarto de baño estaba limpio, y de repente comprendí que Sam había limpiado y ordenado toda la casa para ella, como seguramente hacía todos los viernes por la noche. La casa estaba lista e inmaculada para el regreso de su mujer, con el fin de tener su aprobación.
Se me hacía extraña esa espera fútil, aguardando la llegada de alguien que no iba a venir, con la presencia acechante de una agente de Policía recordándonos constantemente lo improbable de un final feliz para esta historia. Como no había nada que hacer, resultaba a la vez aburrido y tenso. Sam me suplicó que no me fuera.
—Llama a tu novio, si quieres —me ofreció, pero lo rechacé sacudiendo la cabeza.
—Que se las arregle solo por un día —dije.
Laurie. Estaría adormilado, con la consciencia justa para darse cuenta de que yo no estaba. Cuando se despertara del todo, pensaría que me habría ido de compras. A veces se pasaba todo el día dormido, porque no tenía otra cosa que hacer.
Me senté en el sillón y hojeé el periódico del sábado anterior, preguntándome qué anunciarían al mundo los titulares de mañana. Sam esperaba la llegada de Lara. Yo estaba alerta por si Jessica recibía noticias. Un tren entró en la pequeña estación. Los dos nos levantamos en cuanto oímos el chirrido de los frenos, y comprobamos, a nuestro pesar, que Lara no se bajaba. Esta escena se repetía cada media hora.
Finalmente, Sam me dejó llamar a su hermano, que se mostró sorprendido y agresivo.
—¿Qué? ¿Pero qué me estás contando? ¿Dónde está Lara? ¿Sam necesita que dejemos lo que estamos haciendo para estar con él?
Suspirando por el incordio, dijo que hablaría con su madre. Oí que encendía la televisión, de fondo.
Cuando empezaron a suceder cosas, todo ocurrió muy deprisa. Llegaron dos policías más, en esta ocasión, hombres los dos. Sam los miró con la esperanza de que trajeran unas improbables buenas noticias. En vez de eso, lo arrestaron por el asesinato de Guy Thomas.
—Es el modo más práctico de tomarle declaración —me explicó Jessica mientras se lo llevaban, parpadeando asombrado, todavía incapaz de asimilar este último giro de los acontecimientos—. Le tomarán las huellas, se llevarán su ordenador, comprobarán su coartada. La manera más directa de hacerlo es teniéndolo bajo arresto.
Intenté imaginarme si Sam podría, de hecho, ser el responsable de lo que le hubiera pasado a su mujer. Estaba casi segura de que no podía ser tan buen actor, pero no lo conocía. Podría haber montado en el coche azul y conducido hasta algún punto en la ruta del tren, haberlo interceptado, saltado a bordo en una parada, y haberse cargado a su esposa y a ese hombre, Guy Thomas. Supuse que era posible.
—¿Puedes acompañarme, Iris? —preguntó Sam, dándose la vuelta en la puerta, y tanto él como los dos agentes me miraron.
—Sam, tengo que irme a casa —dije con toda la firmeza de la que fui capaz, y agarré mi bolso.
Jessica se quedó, y solté un adiós culpable cuando Sam se montó en la parte trasera del coche patrulla. Parecía exactamente lo que era: alguien a quien estaban arrestando. Pude ver que, sobre el papel, era el sospechoso evidente. Quiso decirme algo desde el otro lado de la ventanilla, y el agente que no conducía me miró con interés.
Me quedé allí y contemplé cómo el coche se alejaba colina abajo y giraba en la esquina antes de marcharme en la misma dirección, hacia mi bicicleta, intentando convencerme de que, al dejarlo solo, no estaba traicionando a Sam.
Pedaleé deprisa para volver con Laurie antes de que se me enfriara el fish and chips. Comí demasiado rápido y se lo conté todo. Me miraba con los ojos abiertos como platos, escuchándome con atención. La historia sonaba estrafalaria, pero se la creyó. Me pregunté cuáles serían las causas de mis preocupaciones; mis planes secretos de viajar sola parecían ridículos. Sí, había dinero en el banco: nuestro dinero. Necesitaba contárselo. Por el momento, sin embargo, me limité a compartir con Laurie el día tan horrendo que había tenido. Ahora que me había librado de Sam, disponía de espacio en mi mente para preocuparme de un modo horrible y con todas mis fuerzas por Lara. Si seguía viva, no estaría bien, eso seguro. Ya no podía seguir intentando convencerme de que estaría bien.
—Entonces, ¿qué crees que ha pasado? —me preguntó Laurie, acurrucándose sobre los cojines del suelo y comiendo patatas fritas con las manos—. ¿Han asesinado a ese pobre tipo y ella vio demasiado y salió huyendo? ¿O piensas que ha sido su marido el que lo hizo?
Me limpié la boca con el trozo de papel de cocina que había dejado en la mesa a este propósito.
—Estoy convencida de que Sam no habría sabido ni por dónde empezar —dije—. Es imposible que haya sido él. En realidad, ni la Policía lo piensa. Creo que solo lo arrestaron porque primero hay que descartar al marido, dado que Lara estaba liada con ese Guy. Supongo que habrá visto demasiado… No sé, cuesta encontrarle un sentido. La verdad es que no la conozco mucho, pero me cae bien.
—Tendrías que haberla invitado algún día, habérmela presentado.
—Vino cuando tú no estabas, antes de las Navidades.
—Tendría que haber venido cuando yo estaba. Se habría dado cuenta de lo nuestro.
—No me la imagino dejando a su marido. Todavía existe la posibilidad de que sea eso lo que ha pasado, ¿no? A ver, podría ser que ni siquiera se hubiera subido al tren. Podría ser simplemente una coincidencia, que alguien asesinase a ese tipo y ella hubiera decidido quedarse en Londres. Pero le habría dicho a Sam que no venía. Deberías haber visto cómo estaba, el pobre. Lara no le haría algo así a nadie, y menos a alguien que le importase. Su pareja. —Me volví para que no viera que tenía los ojos lacrimosos—. El hombre con el que quería tener hijos. Se lo habría dicho a la cara, o al menos lo habría llamado. O escrito. Habría hecho algo. No lo abandonaría así, sin decir palabra.
—Sería un monstruo.
—Igual hay una carta que se perdió en el correo. Un mensaje que no ha llegado.
—¿Te das cuenta de que las posibilidades de que esté bien son poquísimas?
—¡No digas eso!
—Tú no me dejarás nunca, ¿verdad, Iris? No sabría qué hacer. Sin ti no soy nada.
Tomé una patata de su plato aunque todavía quedaban muchas en el mío, solo para demostrar lo unidos que estábamos.
—Nunca te dejaré —le dije—. Esta es la vida que hemos elegido. Esta es nuestra vida. Es todo lo que quiero.
Miré sus ojos cálidos, y él sostuvo mi mirada: emanaba amor. Me guardé mis sueños traicioneros dentro de mí tan profundamente que sabía que Laurie jamás podría intuirlos. Me sentía oprimida, pero segura. Intenté decirme que con eso bastaba. La seguridad era suficiente. Desdémona trepó a mi regazo. Me disponía a quitármela de encima, pero luego la dejé quedarse.
—Ya recojo yo —dije—. Te quiero, por cierto.
—Yo más —replicó, y me pregunté, no por primera vez, si Laurie iba a estar bien.