5

Octubre

Los viernes por la noche en la estación de Paddington son los únicos momentos en que soy, simple y llanamente, feliz. Me paso toda la semana esperando que llegue el viernes, y cuando me bajo del tren en Truro empiezo a pensar en el viaje de vuelta del domingo. Esa realidad provoca que se me tuerza el gesto mientras me abro paso entre la multitud. No debería ser así, pero lo es.

La estación está distinta los viernes: el ambiente se encuentra cargado de ilusiones. La gente regresa a casa del trabajo, y al día siguiente no tiene que volver. O salen de fin de semana, con sus mochilas y dispuestos a pasarlo bien. Cruzo en diagonal el vestíbulo, tengo ganas de ver a mis amigos.

De repente, me detengo. Por un instante me parece que hay alguien detrás de mí, con intención de hacerme daño, tan cerca que podría tocarme si alargara el brazo. Esa presencia malévola es casi tangible: de hecho, creo que algo me ha tocado de verdad, tan suavemente que casi ni lo he sentido. Me vuelvo y miro a las personas que conforman la multitud, escruto sus rostros, pero no hay nada. Nadie está ni siquiera especialmente cerca de mí. La mayoría camina en distintas direcciones, o están parados mientras yo paso apresurada a su lado. Sin embargo, había alguien ahí. Había algo.

No, me digo. No había nadie. Estás siendo ridícula. Esto ya me ha pasado otras veces. Siento algo, unos ojos que me observan, y me estremezco, totalmente convencida de que hay alguien y de que está a punto de suceder algo catastrófico. En esos momentos me siento como una equilibrista caminando por la cuerda floja, como Philippe Petit entre las Torres Gemelas, y me tambaleo.

Avanzo directa a la sala de espera de primera clase, muestro mi billete a una mujer que está leyendo el Metro, me sonríe brevemente y me uno al resto de los pasajeros que aguardan el tren nocturno.

Soy la primera del grupo en llegar, así que compro un botellín de agua con gas y un paquetito con dos galletas y me siento a esperar. Sigo asustada, a pesar de que no ha sucedido nada, y saco el teléfono para entretenerme.

Envío un mensaje a Sam contándole dónde estoy, añado y borro luego unas pestes sobre la última cabronada de Olivia —dejar el microondas roto tirado en mi cuarto— y leo los titulares de las noticias, que aparecen en unos subtítulos chapuceros en la parte inferior de un televisor con el canal de noticias de la BBC silenciado.

—Lara —me saluda Ellen.

Se sienta a mi lado, toquetea su iPhone, se coloca el pelo detrás de las orejas y ordena algo en el bolsillo de su bolsa de viaje; las tres cosas a la vez.

—Buenas tardes. ¡Feliz viernes! —añade.

—Hola —digo, abriendo mis galletas, contenta de verla—. ¿Has tenido una buena semana?

—Ha estado bien, gracias. ¿Y tú? ¿Cómo se porta esa hermana tuya? —Me mira entornando los ojos.

Como solo ha oído mi versión, tiene a Olivia por una bruja de cuidado. Constantemente intento matizar mis historias añadiendo cosas del estilo «Estoy segura de que si le preguntases a ella, tendría un punto de vista completamente diferente», pero a Ellen y a Guy les da igual.

Echo un vistazo rápido a mi alrededor, buscando a Guy con la mirada.

—Bueno, sin más.

—¡Búscate un sitio para ti sola! Voy a seguir diciéndotelo hasta que lo hagas, ya lo sabes. Trabajas, ganas dinero. Tienes derecho a alquilarte un estudio; no tiene por qué ser algo súper caro. Así podrás escapar de esa relación envenenada, ¿no?

Suspiro. Me he dado cuenta en el poco tiempo que la conozco que Ellen dice exactamente lo que piensa. Tiene razón, lo admito.

—Si le digo que me voy de su casa, se encargará de que nunca me olvide de ello.

Se encoge de hombros.

—¿Y qué? Vives en su trastero, te putea siempre que puede, te hace sentir como una mierda. No tienes por qué seguir allí. Reordena tu vida.

—Lo sé. Me lo pensaré durante el fin de semana.

—Habla con Sam del tema. En serio. Sabes que él te dirá lo mismo que yo.

Miro a mi alrededor de nuevo, buscando al tercer miembro del grupo. Guy, Ellen y yo somos los únicos que hacemos todas las semanas el trayecto en dirección oeste hasta Cornualles. Él vive cerca de Penzance, con su esposa y sus hijos adolescentes. Durante los dos últimos viernes, los tres hemos tomado demasiados gin tonics en la cafetería del tren mientras avanzábamos rumbo al oeste.

—¿Guy viene esta noche? —pregunto.

Ellen asiente.

—Eso dijo. ¿Quién sabe? Igual su familia ha venido a pasar el fin de semana a Londres o algo parecido. ¿Ves? Ese es otro motivo por el que deberías irte de casa de Olivia. Si vivieras en un estudio, Sam podría venir a pasar algún fin de semana contigo. Un sitio pequeño en el norte de la ciudad bastaría; te saldría muy barato. Así podríais dedicaros a hacer la ruta de teatros-galerías-restaurantes.

Decido no rebatir el concepto que tiene Ellen de «muy barato».

—¿Vosotros hacéis eso? ¿Jeff viene a Londres?

Sacude su mano de perfecta manicura, rechazando de plano la idea.

—Ay, ¡Jesús!, no. Jeff odia Londres. Y, de todos modos, no me apetece hacer esa mierda. Lo tengo ya muy visto. Para mí, una excursión de fin de semana es un paseo hasta el pub en Zennor, no pelearme por cruzar Leicester Square. Estoy hablando de ti, Lara. Tienes que disfrutar de la ciudad. Habéis vivido aquí. Por lo que me has contado de Sam, creo que le gustaría pasar un fin de semana en Londres a todo trapo y con todos sus lujos.

—¿Sabes qué? Que sí.

Pienso en ello. El cumpleaños de Sam es a finales de julio. Queda demasiado lejos; tal vez podría hacerlo para Navidades. Nos imagino mirando las luces de Oxford Street, patinando en Somerset House, refugiándonos del gélido frío en un cine. Podríamos alojarnos en un hotel con encanto. Decido prepararlo cuanto antes.

—Gracias, Ellen, buena idea. En diciembre estaría bien.

Una azafata de la First Great Western entra en la sala de espera y anuncia: «Damas y caballeros, prepárense para subir al tren». Ellen y yo nos levantamos y nos unimos a la masa que avanza lentamente hacia la puerta. Saludamos a algunos hombres mayores trajeados cuyos rostros nos resultan familiares, y sonrío a una mujer que me es desconocida: treinta y muchos, con minifalda, un abrigo de estampado brillante y una horquilla con forma de flor. Seguro que es diseñadora o escritora. Ellen dice que esa es la gente a la que le gusta conocer en la cafetería, los que hacen que el tren sea interesante.

Nos montamos a las diez y media, aunque el tren no sale hasta justo antes de la medianoche. Una revisora a la que nunca había visto, una joven seria con coleta rubia, nos conduce a nuestros compartimentos, en el coche F, separados por cinco puertas. Deshago mi bolsa lo imprescindible, dejo el pijama sobre la cama y mis artículos personales de aseo junto a la tapa que cubre el lavabo. A continuación agarro mi bolso y me voy directamente a la cafetería.

Ellen, no me lo explico, ya está allí, sentada en una de las sillas lujosamente grandes, hojeando la revista gratuita. En la mesa de al lado hay dos hombres trajeados, y va entrando más gente.

—Me he tomado la libertad de pedirte lo de siempre. Todavía no están listos del todo, pero cuando lo estén nos servirán las primeras.

Me siento enfrente de ella.

—Qué detalle —digo—. Gracias, Ellen.

—De nada. La primera copa. El principio del fin de semana. En Londres casi no bebo. El gin tonic del tren es algo especial.

—¿Verdad que sí? Yo ahora en Londres bebo casi todas las noches. Tengo que hacerlo.

Pienso en Olivia, en la maliciosa guerra de palabras y actos en la que nos hemos enzarzado. Estamos constantemente picándonos. Trato de suavizar el ambiente todos los días, y eso la enciende aún más que cualquier otra cosa que pudiese hacer. La próxima semana podría tratar de suavizar el ambiente siendo más beligerante.

—Lo sé, cariño.

—Buenas noches, señoritas.

Se me acelera el corazón e intento que no se me note. Manteniendo un gesto lo más neutro posible, me incorporo ligeramente cuando Guy se sienta a mi lado.

Me crucé con él en el pasillo del tren durante mi primer viaje a Londres, la noche antes de empezar mi trabajo; hablé por primera vez con él cuando Ellen nos presentó en la sala de espera de Paddington el viernes siguiente. Es atractivo, de esos que llaman la atención, al estilo Clooney: uno de esos hombres que llegan bien a la madurez. También es una excelente compañía.

—Llegas tarde, colega —comenta Ellen—. Pensábamos que ibas a dejarnos colgadas.

—Lo siento —se disculpa—. Tuve que resolver un asunto de trabajo. ¿Habéis pedido? Apuesto a que no os habéis acordado de mí. Vengo de una fiesta de despedida. Champán y toda esa mierda en una estúpida vinoteca de London Bridge. Me alegro de haber tenido una excusa para marcharme. —Sonríe a Ellen, y luego a mí—. Prefiero agua y paquetes de galletas en la sala de espera con vosotras dos antes que champán en una vinoteca con mis compañeros de trabajo. Que lo sepáis.

—Espero que así sea. —Ellen se levanta para añadir una tercera copa a la comanda.

Cuando ella está lejos, Guy se vuelve hacia mí, yo intento no disfrutar de su atención. Estamos sentados tan cerca que nuestros muslos casi se rozan, y soy muy consciente de la distancia tan pequeña que nos separa. Su cabello es espeso y oscuro, salpicado de gris, y algunas arrugas asoman en las comisuras de sus ojos.

—¿Cómo te ha ido esta semana? —pregunta—. ¿Todavía no te has largado de casa de tu hermana?

—Me lo estoy pensando —le digo—. Jesús, suena patético, pero es un paso adelante, y es lo mejor que puedo hacer por hoy.

Es muy raro, pero con Guy y Ellen, en el tren, puedo ser yo misma de un modo que no consigo con nadie más en ningún otro sitio. Si los conociera en cualquier otro contexto, estaría a la defensiva. Aquí, en este tren, bajo la guardia. Les contaría, y les cuento, cualquier cosa. Pienso en comentarle a Guy la extraña sensación que tuve en la estación, pero me lo pienso mejor.

—Bueno, es un avance. —Asiente.

Se quita la chaqueta, revolviéndose. La cuelga en el asiento vacío junto a Ellen y se sube las mangas.

—Barack Obama hace lo mismo. —Señalo hacia sus brazos.

Me fijo en que son musculosos y peludos en su justa medida. Aparto la mirada rápidamente, sonriendo. Este es un enamoramiento de lo más inofensivo, dado que los dos estamos felizmente casados.

—¿Barack Obama hace qué? —pregunta confundido, y no es para menos.

—Se quita la chaqueta y se remanga la camisa. Queda bien, sin más. Me gusta que los hombres hagan eso.

—¿En serio? —Se mira los brazos, apoyados en el borde de la mesa—. ¿Esto funciona con las mujeres?

—Conmigo sí.

—¡Vaya, Lara! Es bueno saberlo. No es que entre en mis planes, ni que me sienta tentado de aprovecharlo…

Ellen regresa, seguida por una camarera a la que reconozco que trae una bandeja con tres gin tonics.

—Gracias, Sarah —dice Guy, guiñándole el ojo a la camarera—. Te debemos la vida.

—De nada —responde Sarah—. Tengo muchos más.

—Bien. —Tomo uno y lo remuevo con el palito de plástico.

—¡Salud! —dice Ellen.

Brindamos con los vasos de plástico y me relajo. Ha sido una semana frenética. Espero que este fin de semana sea menos difícil que el anterior. La presión, después de que Sam se pase de lunes a viernes esperando sin consuelo mi regreso, puede provocar que discutamos sin parar. El pasado fin de semana acabamos los dos llorando toda la tarde del domingo, mientras se acercaba la hora de la inminente separación, para más inri, empeorando las cosas un millón de veces.

Tres copas más tarde, Guy está reclinado en su asiento, bostezando. Su rodilla se apoya de modo casual sobre la mía.

—¿No os parece…? —dice, mirando primero a Ellen y luego, durante más tiempo, a mí—, ¿A veces no os parece que los fines de semana son más agotadores que la semana? Me explico: llego a mi casa el sábado por la mañana, más cansado que la hostia, y entonces empieza el «Papá, haz esto. Guy, haz lo otro… Sé divertido. Sé simpático… Arregla esto. Ve a comprar aquello… Ayuda con los deberes… No tienes ni idea de lo que es tener que quedarse en casa toda la semana. Tú has estado en Londres… Podrías poner la lavadora por una vez…».

—Pues no —responde Ellen al instante—. Ya sabes que Jeff es agricultor. Nuestros trabajos no podrían ser más distintos. El campo no cierra los fines de semana, aunque él procura escaparse todo lo posible para que podamos pasar más tiempo juntos. Me encantan los fines de semana. Pero claro, estamos solos, así que nunca voy a sentir ese agobio. Si fuera madre, bueno, sería una historia totalmente distinta. A ninguno de los dos nos importa quién pone la lavadora. Se pone, de una forma u otra.

Se vuelven hacia mí.

—Mmm… —La ginebra, seguida por vino, me ha relajado—. A mí me cuesta —admito, esforzándome por dirigir mis palabras a Ellen, porque Guy me desconcentra—. Ya sabéis que Sam y yo estamos empezando en esto. Pero si no estoy animada, cariñosa y afectiva, si no tenemos un fin de semana magnífico y maravilloso, luego me siento fatal. El pasado fin de semana fue un infierno. Seguro que lo notasteis al verme el domingo en el tren. No puedo echarle la culpa a Sam: para él, estoy inmersa en mi exigente trabajo y sufro a mi hermana el resto del tiempo. Pero luego estoy en este tren, y él no tiene ni idea de lo que me divierto, o de que me paso la mayor parte de la noche bebiendo. Piensa que me dedico a aguantar el chaparrón, lo cual es cierto, mientras añoro nuestra tranquila vida en Cornualles, lo cual me temo que, por lo general, no es cierto.

—Probablemente, él vive esperando el momento de tu regreso, Lara —comenta Guy—. ¿A qué se dedica? ¿Va al pub y tiene vida social? ¿O se pasa toda la semana sentado en casa mirando el reloj, suspirando y contando las horas con los dedos?

—Sí —añade Ellen—. Me intriga este Sam tuyo. ¿Por qué no lo traes a la estación el domingo para que podamos verlo?

Esto me hace reír.

—¡Pero si los dos estaréis ya en el tren desde Penzance! Si Sam estuviera conmigo en el andén, tendríais suerte de poder verle un segundo por la ventanilla.

—No —dice Guy—, nos acercaremos a la puerta antes de llegar a Truro, y en cuanto el tren se detenga abriremos la puerta y me bajaré a ayudarte con las maletas. Los dos. Un doble acto caballeresco.

—Lo asustaríais.

Ellen asiente.

—Eso pensaba. Venga, pues. ¿Cómo es? ¿Cómo lo conociste?

—Es adorable —digo con mi voz más firme, pues su divertida curiosidad por mi marido me hace sentir infiel. Aparto mi pierna de la de Guy y él no intenta restablecer el contacto—. ¡Vaya si lo es! Es el hombre más adorable del mundo, y si he dicho cualquier cosa que os haga pensar lo contrario, entonces es culpa mía, que soy estúpida. Lo conocí cuando tenía veinticuatro años; hace ya doce. Estuve viajando por Asia una temporada. Las cosas… —Lo último de lo que me apetece hablar es sobre mi experiencia en Tailandia, así que me muerdo el labio y salto a lo que estaba a punto de contar—: Cuando volví me alejé de un montón de cosas. Estaba lista para sentar la cabeza, como Dios manda. De hecho, me moría de ganas de llevar una vida estable, convencional. Tenía un título en Desarrollo Inmobiliario. Mi padrino y mejor amigo de mi padre, Leon, me ayudó a conseguir un trabajo. Me animó a no quedarme todo el día en casa de mis padres sin hacer nada. Empecé a currar, y trabajé duro. Alquilé un pequeño estudio, luego me compré una casa. Y conocí a Sam.

—¿En aquel entonces tampoco te llevabas bien con tu hermana? —interrumpe Ellen.

—Nunca —reconozco—. Ella ya vivía en el mismo piso, y tenía su primer empleo, de relaciones públicas. Olivia, que siempre me ha parecido la mujer menos adecuada para las relaciones públicas; una tía que haría cualquier cosa para dejarte claro que no le caes bien. Pues resulta que solo es conmigo; con los demás es una brillante profesional de la labia. En fin. Mi padre me animó a comprarme una casa en cuanto pudiera, y encontré una casita adosada en Battersea. De nuevo, ahora, una década después, parece imposible, pero lo hice. Tenía trabajo, una hipoteca, amigos… Solo me faltaba un novio. No lo necesitaba, claro, pero me moría por tener uno.

—¿Y lo conociste…?

—Y lo conocí. En un café de Soho. Fue como uno de esos encuentros de las películas. Llovía a mares, me había refugiado a tomar algo, un café, creo. Era una tarde de sábado, y deseé no haber bajado al centro. Con las bolsas de mis compras a los pies, pensé en ir a ver lo que echaran en el cine Curzon, porque estaba al final de la calle y quería sentarme en algún sitio cálido y seco durante un par de horas sin aburrirme. La cafetería estaba a reventar, las ventanas llenas de vaho. Yo me encontraba junto a una ventana, tan aburrida que me puse a dibujar con el dedo en la condensación del cristal sin darme cuenta.

»De repente, alguien me pregunta con mucha amabilidad si puede sentarse en mi mesa, y esto me fastidia, como es normal. Me apetecería decirle que no, pero sé que tengo que aceptar. Entonces lo miro. Es difícil de explicar… Igual no para vosotros, porque los dos tenéis pareja desde hace mucho. Simplemente, en cuanto lo vi, supe que él era la persona que buscaba.

—¿Amor a primera vista?

Miro a Guy, preguntándome si se burla de mí, pero no me lo parece. Su rodilla choca con mi pierna, y luego se retira.

—Amor, no. Seguridad, certitud, convicción a primera vista de que ese era el hombre con el que iba a pasar el resto de mi vida, la pieza que faltaba en el puzle. Y lo fue. Era alto, fuerte, y ambas cosas me gustan. Rubio, fornido, ojos bonitos. Y un aire de… bueno, corrección. Se sentó conmigo, nos reímos de lo que había dibujado en la ventana.

—¿Qué era? —pregunta Ellen.

—Nada, un dibujito infantil. Una casa con cuatro ventanas, una puerta y un árbol al lado. Creo que también había un monigote muy grande, desproporcionado con respecto a la casa.

—Eso sería cosa de la perspectiva —me asegura Guy—. El monigote estaría más cerca del espectador.

—Exacto. Gracias. Así que lo miramos, me tomé mi café solo, él se tomó la espuma de su capuchino con la cucharilla y nos metimos en el cine Curzon a ver una película genial de Almodóvar. Luego fuimos a cenar. Estuvimos juntos. Eso fue todo.

—¿Él también tenía veinticuatro años?

—Veintiocho. Había tenido una novia, evidentemente. Se habían separado hacía seis meses. Los dos estábamos en el lugar apropiado. Nos casamos un par de años más tarde.

—Vaya —dice Ellen—. Soy muy escéptica con las bodas, la verdad. Me ponen de los nervios más que cualquier otra cosa. Toda esa terrible misoginia subyacente, la entrega de la novia que hace un hombre a otro hombre. Sin embargo, voy a ir contra mis principios, Lara, y decir que apuesto a que fuiste una novia preciosa. ¿A que sí, Guy?

Guy parece extrañamente incómodo.

—Bueno —dice, jugando con su vaso de plástico—. Dado que Lara es una mujer que estaría guapa aun vestida con una bolsa de basura, estoy convencido de que fue una novia preciosa.

Me apresuro a seguir con mi relato:

—Suena a la típica historia de fueron felices y comieron perdices, pero no fue así. Los niños no llegaron. Nos mudamos a Cornualles, y ahora me dedico a esto mientras él está en casa esperándome. Quiere que adoptemos un niño, y yo no. Y respondiendo a la pregunta que me hiciste hace siglos: no, Sam no va al pub. Tiene amigos en el trabajo, pero no son amigos de verdad. Es conmigo con quien quiere estar.

—¿Y con nadie más? —dice Ellen.

—Solo con otra persona, o quizá dos o tres. Pero resulta que no han nacido todavía. Sam vive para los fines de semana, estoy casi convencida de ello. Igual en realidad se dedica a recorrer la ciudad tonteando con una mujer distinta cada noche, o yendo a clubes de bailarinas, o Dios sabe qué. Pero, sinceramente, tengo serias dudas.

—Sí —dice Guy—. Yo también lo dudo. Bueno, espero que pases un buen fin de semana, Lara. Espero que no haya demasiada presión esta vez.

—Eh, señor Thomas —dice Ellen, volviéndose hacia Guy—. ¿Cómo va tu búsqueda de trabajo? ¿No se suponía que andabas buscando algo más cerca de tu pueblo?

Guy se ríe.

—Sí, se suponía. Ahora que lo mencionas, voy a pedir otra ronda. ¿Lo mismo, chicas?

—¿Por qué no? —Me gustaría quedarme despierta toda la noche, bebiendo con mis nuevos amigos. Debería estar durmiendo para asegurarme de estar fresca y con energías para el sábado. Una copa más, sin embargo, no me hará daño, y luego me tocará a mí pedir otra ronda porque es mi turno. Pero después sí que me iré a dormir.

Antes de salir dando tumbos hacia la cama, a las dos de la madrugada, doy las buenas noches a Ellen y a Guy con un beso. Ellen me da un fuerte abrazo, masajea mi espalda y me besa en la mejilla. Guy roza rápidamente sus labios con los míos, y luego me posa las manos en los hombros y me mira a los ojos. Me doy cuenta de que tengo las manos en su cintura, y las dejo ahí, disfrutando mucho del contacto.

Miro sus ojos marrones. Él sostiene mi mirada. Ninguno de los dos dice nada. Tal y como están las cosas, podríamos besarnos de verdad, pero justo cuando pienso que eso podría estar a punto de suceder, me aparto.

—Buenas noches —digo apresurada.

Guy se ríe con calma y retrocede un paso.

—Buenas noches, Lara. Que duermas bien.

Es todo cuestión de química, me digo en la cama mientras siento cómo el tren me conduce entre traqueteos hacia el Oeste. Son las feromonas, nada más. Estoy casada, y él también, y esto pasa a veces. Solo tienes que ser consciente de ello y asegurarte de tenerlo todo bajo control.

Para cuando caigo dormida, ya casi es hora de despertarse de nuevo y fingir que nada ha pasado.