18

Mi equipaje estaba junto a la puerta. Llevaba poca cosa: todo cabía en una bandolera y un bolso de tela. La bandolera fue de mi padre, hace ya mucho, cuando esa persona formaba parte de mi vida. Era negra, de plástico imitación de cuero, con una correa fuerte, y constituía el único receptáculo adecuado que poseía. Contenía un mínimo de ropa y artículos de aseo.

Era la última hora del día, en la calle ya casi había oscurecido: una hora extraña para partir.

Me planté delante de Laurie antes de irme, e intenté, de nuevo, explicárselo. Me miró sin pronunciar palabra. Me fastidiaba cuando hacía eso. Al final, me marché. Las gatas y él se cuidarían mutuamente. Dejé un montón de comida para los animales, y llené el frigorífico y los armarios con todo lo que cualquiera de los tres pudiera necesitar.

Si al final permanecía fuera más de lo esperado, les pediría a los vecinos que se acercaran a traer más víveres. Me sentía con derecho a pedirles ese favor, pues me había pasado años dando de comer a la serpiente de su hijo adolescente cuando ellos se iban de vacaciones. Siempre que eso sucedía, me entraban ganas de meter a una de las gatas en el vivero de la serpiente, a ver qué ocurría. Habría apostado por la gata, pero comprobarlo habría sido de mala vecina, aunque estuve a punto de hacerlo cuando la relación se puso tensa.

Estaba haciendo lo correcto, me dije. Llevaba años en Cornualles, y volver a Londres no era un delito. Todo el mundo iba a Londres. Lara hacía dos veces por semana el recorrido que yo me disponía a emprender.

Solo era Londres. Laurie seguiría aquí, y yo regresaría.

La estufa ardía con furia, para cuidar de ellos al comienzo de mi ausencia. Había avisado de que no estaría disponible para ningún encargo de trabajo en un futuro inmediato. Mi bicicleta se encontraba colgada en el recibidor, a resguardo; daba a la casa un toque de piso de estudiantes. En el bolso llevaba el billete, la cartera y el teléfono, además de un libro para leer. Hacía horas que se había puesto el sol, y en un día normal yo estaría tomando té frente al fuego, probablemente con el pantalón del pijama y un jersey, pensando en irme a la cama con un hombre, un libro y una gata.

Intenté irme sin despedirme, pero no pude.

—Te quiero —dije, girando la cabeza—. Te voy a echar de menos. Lo siento. Volveré.

—Claro —respondió él, procurando sonar normal—. No pasa nada. Diviértete. No te preocupes, Iris. Te quiero, siempre te querré. Vuelve.

Caminé en la oscuridad hasta la carretera, para esperar al taxi, conteniendo las lágrimas. El aire nocturno me golpeaba con frialdad el rostro. Lo normal habría sido que hubiera una lágrima congelada en mi mejilla, pero en lugar de eso tenía la nariz llena de mocos, que me limpié elegantemente con la manga.

Brillaban unas pocas estrellas entre las nubes, pero la luna estaba oculta y solo podía distinguir a mi alrededor las siluetas dentadas de árboles desnudos ascendiendo hacia el cielo.

Cuando las luces aparecieron en mitad de la noche, retrocedí para apartarme del resplandor. El taxi se detuvo a mi lado haciendo rechinar la gravilla, y el taxista se bajó a abrir el maletero para guardar mi bolsa. No hacía falta meterla en el maletero, pero le dejé hacerlo.

—No sabía que viviera gente aquí abajo —comentó.

—Pues sí —dije. Ahora me marchaba a la ciudad: iba a tener que mantener conversaciones triviales en tono amistoso—. Está bastante alejado.

—Cierto. ¿Adónde vas, guapa? A Truro, ¿verdad?

—Sí, a la estación de Truro, gracias. Voy a tomar el tren de Londres, el nocturno.

—Ah, sí, el famoso nocturno. Mi hija lo toma a veces. Ofrece un buen servicio, de momento. Pero ten cuidado.

—Ya.

—Mal asunto. Asegúrate de echar el pestillo de la puerta.

Sonreí, haciendo un esfuerzo por no burlarme o soltar un juramento.

—No me pasará nada —dije—, pero gracias.

Al subir del sombrío andén al tren bien iluminado, me imaginé a Lara haciendo lo mismo. Guy Thomas ya estaría a bordo, esperándola. Me pregunté si él la esperaba asomado a la puerta del vagón, si extendía la mano, le ayudaba a subir, la abrazaba y la besaba antes incluso de que el tren se pusiera en marcha. Igual esperaban hasta estar a cierta distancia del terruño, traqueteando entre campos anónimos y oscuros.

Calculé que se montaron en Truro unas quince personas. Había reservado a propósito un domingo por la noche para seguir los pasos de Lara, de modo que algunas de esas personas, presumiblemente, irían directamente al trabajo al final del viaje, como hacía Lara. Nadie iba trajeado. Algunos llevaban enormes maletas y era evidente que se dirigían a algún aeropuerto. Otros vestían vaqueros y grandes abrigos.

Mi compartimento era pequeño, pero parecía bastante cómodo. Había que tener muchas ganas de vivir una aventura extramarital para consumarla allí dentro, pero para una persona sola estaba bien. De todos modos, esa noche no iba a dormir, por muy lujoso que hubiera sido el lugar.

No me podía imaginar cómo dos personas podían meterse en esa litera, que era más pequeña que la típica cama individual. Tendrían que dormir uno encima del otro, o no dormir. No me extrañaba que su romance no tardara en extenderse a sus vidas en Londres.

Me senté en la camita y sentí las sacudidas del tren cuando empezó a moverse.

Estuve tentada de llamar a Laurie, pero sabía que no iba a contestar.

La gente de mi anterior vida seguiría viviendo en Londres, estaba segura. Cuando llegué a Cornualles me escribieron correos durante un tiempo, preocupados, lamentándolo y todo eso. Los ignoré por completo. No los necesitábamos, Laurie y yo, y al final captaron la indirecta. Cambié mi número de teléfono, cerré mi vieja cuenta de correo y jamás envié una postal de Navidad.

Si me los encontraba en la ciudad, querrían charlar, saber qué había estado haciendo todo este tiempo. Solo me tranquilizaba un poco el hecho de que se trataba de Londres. Podríamos haber pasado todos estos años ocultos en un rincón de la capital, las posibilidades de cruzarnos con alguien habrían sido muy escasas. Este viaje era por Lara, no por mí. Y nada que ver con Laurie.

Y, además de eso, ahora que contaba con unos fondos inverosímiles, tenía pensado hacer todo tipo de cosas. Si iba a viajar y ver mundo, primero tendría que ser capaz de ir a Londres. Esto era una especie de prueba, un test de mi valentía. Era la primera separación.

También era un sitio donde solicitar un nuevo pasaporte. El mío había desaparecido sin dejar rastro. Eso me incomodaba. No se lo había contado a nadie y, por supuesto, tampoco a Laurie. Sin embargo, se me pasó por la cabeza mencionárselo a Alex Zielowski.

Una mujer con uniforme se encontraba en el recibidor del tren. Era bajita, mayor que yo; una agradable figura maternal.

—Muy buenas —dijo—. Tú debes de ser… —Comprobó la lista que tenía en la mano—. Iris Roebuck, ¿verdad? ¿Puedo ver tu billete, querida?

Había gente fornicando en todos los rincones del compartimento. De pie, apretados contra la pared. Ella sentada en el borde del lavabo. Él encima en la cama, pues no era posible tumbarse juntos. Luego, ya no eran Lara y Guy, sino Laurie y yo, y después Guy con Diana, Sam con Lara, Guy con una de sus muchas mujeres, Sam conmigo, Laurie con Lara. Yo con el agente Alex Zielowski. Agarré mi bolso y salí en busca de ese gin tonic, y de Ellen Johnson.

El coche bar estaba casi vacío. Sus asientos de lujo aguardaban expectantes, con los periódicos gratuitos sobre cada mesa sin tentar a nadie más que a dos hombres de mediana edad.

—¿Sí? —preguntó el joven camarero.

Me dio pena porque las cicatrices del acné iban a quedarse con él de por vida, incluso cuando fuera un adulto hecho y derecho.

—Un gin tonic, por favor —dije, echando otro vistazo en busca de la misteriosa mujer que fue amiga de Lara y de Guy y que no estaba por allí.

—Por supuesto. —El muchacho empezó a prepararlo—. ¿Con hielo y limón?

—Sí, por favor. ¿Siempre trabajas en este servicio?

Suspiró, consciente de lo que se avecinaba.

—Sí, con frecuencia.

—Entonces conociste…

Saltó sin dejarme terminar la frase:

—Sí, la conocía. Debería escribir un cartelito que ponga: «Sí, los conocí porque les servía copas. Pero no sé más que usted sobre lo que pasó». Todo el mundo quiere saber. Yo no trabajaba la noche que…, bueno, ya sabe.

Agarró una rodaja de limón con unas pinzas en miniatura y la dejó caer en mi bebida. Salpicó unas gotitas, como un hada saltando a una piscina.

—Seguro que ves todo tipo de cosas en este trabajo. —Me pareció lo más adecuado que decir.

—Bueno, no te creerías las cosas que pasan. Una historia terrible, lo de ese asesinato. ¡En el tren! ¡Aquí mismo! Esos dos llevaban un montón de tiempo liados. La gente se piensa que somos invisibles o algo así. O simplemente les da igual.

—La verdad es que soy amiga de Lara Finch —le dije.

Me miró entornando los ojos.

—¿En serio? —preguntó—. ¿Una amiga de verdad, o está fingiendo?

—De verdad. Vivo cerca de su casa, en Cornualles. —Comprendí que necesitaba hacer desfilar algunas credenciales, así que seguí—: Estaba con su marido cuando se supo de su desaparición. Espero no tener que ver a nadie pasar por eso nunca más.

El muchacho sirvió la tónica sin mirarme.

—Vaya, lo siento. Espero no haber…

Aguardé con ganas de escuchar lo que el camarero esperaba no haber hecho, pero no tenía intención de terminar la frase.

—Para nada —le aseguré—. Lo cierto es que me dirijo a Londres para ver a su familia.

—¿Sí? ¡Joder! Bueno, si sirve de algo, nos quedamos todos de piedra al enterarnos. Parecía una mujer encantadora, siempre amable, siempre con un «gracias» y un «por favor», y no podían quitarse las manos de encima el uno al otro. Supongo que fue una pelea de amantes. Igual él la amenazó y ella se defendió y fue demasiado lejos. Igual él tenía el cuchillo y ella se lo quitó.

Agarré la copa.

—Podría ser, no se me había ocurrido. Y su amiga, Ellen Johnson, ¿todavía toma este tren?

—Pues sí —dijo, tomando el billete de cinco libras que le ofrecí—. Ahora mismo está en el tren, pero de momento se queda en su compartimento. No ha salido desde que pasó. No la culpo. No quiere tener todas las miradas encima. Calculo que volverá a aparecer por aquí en un par de semanas. Es una mujer simpática.

—Este es…, bueno, ya sabes. ¿El mismo tren?

Por algún motivo, se me acababa de ocurrir. Había una remota posibilidad de que yo estuviera durmiendo en la misma cama en la que sucedió todo.

—No. Era en el otro y, de todos modos, por lo visto han retirado el vagón. Cosas de la Policía. Creo que va a estar una temporada fuera de circulación.

Dudé que fuera cierto. ¿Las compañías ferroviarias tienen un vagón de recambio para sustituir a una escena del crimen? ¿O ahora usaban trenes más cortos? Estaba totalmente convencida de que lo habrían limpiado y lo habrían vuelto a poner en circulación.

Cuando di el primer sorbo a mi gin tonic, la bebida habitual de Lara en el tren y la primera bebida alcohólica que eliges cuando eres joven e intentas dártelas de adulto, me rascó la lengua. El dulzor de la tónica me picó en el paladar, y aunque el limón estaba rancio y llevaba muchas horas o días cortado, sonreí ante el placer olvidado. Llevaba años sin tomarme un gin tonic.

Había un hombre sentado enfrente, bebiéndose una lata de cerveza y leyendo un libro que sostenía tan inclinado que no pude ver la portada. Si lo observaba durante un buen rato, probablemente levantaría la vista. Lo intenté. Al final, por supuesto, funcionó. La gente no puede evitar mirarte si tú no dejas de mirarlos. No están acostumbrados a ser el foco de atención. Y aquel hombre, menos todavía. Tenía el pelo gris, con una enorme superficie calva que amenazaba con extenderse a toda su cabeza, y parecía tremendamente corriente.

Cuando alzó la vista, su gesto decía: «¿Qué estás mirando, jovencita?».

Le dirigí una sonrisita falsa.

—¿Viaja mucho en este tren? Es mi primera vez en el nocturno.

—Sí, la verdad, pero no tanto como otros. —Lanzó una mirada mordaz al ejemplar del The Times, aunque Lara salía en las páginas interiores, no en la portada—. Solo una o dos veces al mes, cuando tengo que acudir a una reunión.

—¿Sí? ¿Los vio alguna vez?

—No creo. He estado haciendo memoria, como se imaginará, y no he conseguido encontrar ningún recuerdo. A ver, el mundo está lleno de hombres de mediana edad, pero estoy casi seguro de que la chica se me habría quedado grabada.

—Sí.

Volvió a su libro.

—¿Qué lee?

No contestó, sino que se limitó a levantarlo para dejarme ver la portada.

—¿Harry Potter?

—¿Por qué no? —contestó, encogiéndose de hombros.

La ginebra me mantuvo despierta un buen rato mientras el tren traqueteaba y se sacudía en la noche, dejando atrás mi vida tranquila y cómoda con cada chirrido de las ruedas sobre los raíles. Me tumbé en mi camita, con el edredón hasta la barbilla, e intenté no pensar en un hombre apuñalado hasta la muerte en una cama como aquella.

Luego, de repente, alguien llamó a la puerta, y antes de que pudiera sentirme asustada o confusa, una voz femenina anunció: «¡El desayuno!», y me di cuenta de que ya no nos movíamos.

Cuando abrí la puerta y recogí la bandeja, la mujer contestó a mis preguntas antes incluso de que pudiera formularlas en mi cabeza.

—Paddington. Mira a ver si puedes bajar antes de las siete, es todo lo que pedimos, querida. Aquí tienes. ¿Es correcta la bandeja?

—Gracias.

No encontré ni rastro de Ellen Johnson cuando me bajé del tren. No estaba en la sala de espera junto al andén, y me imaginé que se habría zambullido en Londres en cuanto el tren paró, antes de que yo me despertara. No había conseguido dar con su número de teléfono, y el mensaje que le mandé a su cuenta de Facebook no recibió respuesta, como era de suponer. En el viaje de vuelta, me la encontraría en Paddington. Podría pillarla cuando subiera al tren.

Casi me apetecía un gin tonic matutino. Por algo llevaba tantos años sin venir aquí.

Salí de la sala de espera de primera clase. Era un lugar horrible, sin personalidad, un lugar de paso. Sabía que Lara se pasaba horas allí antes y después de los viajes, pero no iba a seguir sus pasos por ese frente.

En el café de arriba, en el vestíbulo de la estación, pedí algo sustancioso, y saqué un cuaderno para elaborar un plan.

La estación era inmensa. Al menos, era enorme en comparación con la de Truro. Se me ocurrió que deberían hacerlo su lema oficial: «Más grande que Truro». De hecho, podría ser el eslogan para toda la ciudad.

Conseguí ubicarme en una mesa que me permitiera ver pasar a la gente. La mayoría venían de los trenes, se iban directamente al metro y desaparecían bajo tierra. Me interesaban más los que deambulaban y se paseaban matando el tiempo. Algunos hacían cola para comprar bagels y donuts. Un hombre se metía con disimulo el dedo en la nariz. Una mujer se tropezó, estuvo a punto de caerse y luego siguió andando, agachando la cabeza, procurando fingir que nada había pasado.

La camarera me trajo un plato de huevos con judías, hashbrowns descongelados y tomates cocidos, a los que pronto se añadió un enorme tazón lleno de café con leche y espuma por encima. No tenía hambre, pero de todos modos pinché unas judías con el tenedor.

Mi corazón latía acelerado e hice un esfuerzo por tranquilizarme. Estaba aquí porque Lara había desaparecido y era muy probable que se hubiera llevado mi pasaporte. Esto sonaba estúpido, pero sabía que estaba en aquel archivador; sabía que nunca lo había sacado de allí. Estaba convencida de que Laurie tampoco, porque se lo notaría y me habría dado cuenta. Lara estuvo en la habitación, sola, cuando fui a contestar aquella falsa llamada telefónica. En parte pensaba que estaba siendo ridícula, pero también me sentía cada vez más incómoda. Primero me haría un pasaporte nuevo, y luego intentaría enterarme de si últimamente había tomado un vuelo a algún sitio.

A pesar del hecho de que su cara aparecía en todos los telediarios, Lara podría fácilmente haberse disfrazado y estar llevando una vida distinta en la ciudad. Solo necesitaría cambiarse de peinado y nadie la reconocería. Londres era lo bastante grande para eso: aunque todo el mundo llevaba diez días buscándola, podría estar oculta aquí.

Intenté concentrarme. Cuando hubiera solicitado mi pasaporte, iría a buscar a su hermana, porque Olivia Wilberforce era un personaje intrigante y Sam la odiaba con una vehemencia desconcertante. Sabía que estaba embarazada, y que eso era algo que había molestado a Lara. Llevaban tiempo sin hablarse, según Sam, y recordaba que Lara, en nuestro viaje a St Mawes y cuando vino a comer los mince pies, mencionó a su hermana con poca alegría.

Sabía dónde vivía Olivia, así que dar con ella resultaría sencillo. No iba a encontrarme con nadie de mi antigua vida en Londres. Eso sería tan improbable como imposible. Como ganar la lotería.

Sin darme cuenta, ya me había comido la mitad de mi desayuno. Me acabé de un trago el café y regresé a la barra para pagar. Olivia vivía en Covent Garden, me había dicho Sam, en Mercer Street, una perpendicular a Long Acre. Trabajaba de relaciones públicas, lo cual probablemente implicaba un horario laboral normal, y sabía que, a pesar de todo, había vuelto al trabajo, porque la había visto en el periódico. Me plantaría en su calle más o menos a la hora adecuada, y antes o después Olivia terminaría por aparecer. Ese era mi plan estratégico, al menos. No implicaba pasar cerca de Putney, ni de Notting Hill.

Cuando me encontraba merodeando cerca del piso de Olivia, casi me sentía a gusto. Era cosa del anonimato. Sería difícil no sentirse a gusto en una ciudad en la que nada de lo que hagas o ninguna ropa que vistas cause otra cosa más allá de una ceja levantada.

Llevaba cinco años sin pisar Londres, pero enseguida me sentí de vuelta en casa. Ahora vivía en un mundo en el que, por lo general, saludas a la gente cuando te los encuentras de paseo, un mundo en el que no solo conoces a tus vecinos, sino los nombres y el carácter de sus perros. No obstante, aquí podría ser cualquiera, podría hacer cualquier cosa. Nadie me miraría por llevar mi minifalda y mis botas de motera, y nadie me miraba, ahora, con mis nuevos vaqueros ajustados negros y una blusa azul brillante que me compré en secreto porque me pareció que sería la ropa que llevaría Lara. Lo siguiente sería hacerme un corte de pelo serio y perder las mechas rubias con las que me entretuve una temporada. Luego, si podía vencer mi desagrado por esas cosas, iría a unos grandes almacenes y dejaría que alguien me hiciera un maquillaje que me quedara bien, y después me compraría todos los productos que hubiera empleado. Mientras tanto, me había puesto una capa del poco maquillaje que todavía me quedaba: rímel negro, lápiz de ojos aplicado con poca precisión y un pintalabios rosa oscuro que estaba segura de que me hacía parecer un vampiro con malos modales a la mesa. Intentaba ser lo más londinense posible.

Ir a la oficina de expedición de pasaportes fue un buen modo de empezar. Todo eran formularios, colas y burocracia. No se podía hacer otra cosa que seguir las normas, marcar las casillas, entregar los documentos y el dinero.

Me sentí tan culpable que me dio asco, pero aparté la idea de mi cabeza. Solo podía pensar en la tarea que tenía entre manos. Ya me encargaría del resto después. Necesitaba llamar a Alex y hablar con él de mi pasaporte perdido, pero sabía que ponerme en contacto con él era una especie de traición.

Pasé un rato frente al escaparate de una tienda vintage, y luego entré y me perdí entre las perchas de vestidos viejos y zapatos maravillosos. Crucé la calle y entré en un centro comercial que, estaba segura, no existía la última vez que estuve en Covent Garden: era nuevo y lujoso, tenía un restaurante Jamie Olivier, una tienda que solo vendía zapatillas bailarinas caras, una floristería elegante y moderna. Sin embargo, me ponía nerviosa no estar en la calle de Olivia, por si no la veía.

Al final de la calle había un pub con aspecto agradable, una copistería y, con frecuencia, pasaban peatones de camino a los estudios Pineapple, que estaban a la vuelta de la esquina. Algunos eran sin lugar a dudas bailarinas. Avanzaban con garbo, las cabezas erguidas sobre cuellos de cisne. Otros eran mucho más modernos: el tipo de personas que aparecían de fondo en los vídeos musicales, realizando con soltura unos movimientos que yo ni sería capaz de nombrar.

Regresé por la calle a largas zancadas, alzando la vista, de cuando en cuando, a un cielo grisáceo lleno de nubes. Hacía un frío helador y me aburría.

Me dirigí al otro extremo de la calle, para ver qué pasaba por allí. La gente paseaba por Long Acre, eso pasaba. Caminé hasta la mitad. Allí no pasaba nada. Cada vez que alguien llegaba a la calle, lo miraba con atención, pero ninguno de ellos era Olivia Wilberforce; hasta que, de repente, una sí que lo fue.

Caminaba mientras toqueteaba un iPhone, pero aunque llevaba la cabeza agachada y apenas podía ver su rostro, supe que era ella. Estaba visible pero no exageradamente embarazada. Se me aceleró el pulso cuando caminó en mi dirección. Tenía el pelo negro, con un corte geométrico muy chic, cortito por detrás y más largo por delante, con un flequillo que resultaría ridículamente corto en la mayoría de la gente pero que a ella le quedaba bien. Vestía unos vaqueros tan ajustados que seguramente serían mallas, y por encima un abrigo de estilo militar que parecía maravilloso a su manera.

Me estiré la chaqueta de terciopelo, que llevaba sobre la ropa nueva. Estaba andrajosa y era estúpida, claramente un artículo de una tienda de beneficencia a cientos de millas de Londres.

—Hola —dije, cuando pasó a mi lado.

Se detuvo y me lanzó una mirada de un desdén absoluto.

—No, gracias.

Continuó su camino. Sus rasgos eran tan regulares que daban miedo. Parecía una muñequita de porcelana, o una asesina sexy de película. De algún modo, en Olivia Wilberforce convivían esas dos imágenes. El bulto de su fértil tripa le confería un aspecto aún más inquietante.

—No soy periodista.

Olivia siguió andando, y yo me giré y salí trotando tras ella.

—Soy una amiga de Lara.

Eso hizo que se detuviera, pero solo el tiempo que le costó decir:

—Sí, claro.

—Pues sí. Vivo en las afueras de Falmouth. Estuve con Sam cuando nos enteramos de su desaparición. Me quedé con él hasta que la Policía se lo llevó para interrogarlo. Llamé a su hermano.

Entornó los ojos.

—¿Cómo es la familia de Sam?

—Su hermano es detestable y agresivo. Lo cierto es que me sorprendió; Sam es tan…, bueno, tan pacífico, tan amable, que no me lo esperaba. Su madre parece una dulce ancianita, pero es increíblemente dura.

Me miró a la cara durante un momento, y luego de pronto se relajó. Su actitud cambió, aunque seguía a la defensiva.

—Bueno, eso es cierto. En la boda se portaron como unos canallas; fue una jaula de grillos. ¿Cómo te llamas?

—Iris, Iris Roebuck. Lara y yo nos conocimos en el ferry de St Mawes. Nos pusimos a hablar y nos hicimos amigas.

Olivia soltó una risa rara y repentina que se detuvo de una forma tan abrupta como había comenzado.

—Si querías hablar conmigo, ¿no podías haber llamado? Verás, presentarte y pararme en mitad de la calle no es lo más normal. El mundo estará jodido, pero eso no significa que ya no existan los modales.

Me gustó. Era lo que yo hubiera dicho de estar en su lugar.

—Perdona, Olivia, tienes toda la razón. En serio, lo siento. Solo, bueno, es que estaba en Londres. Y pensando en Lara, como imaginarás. Estoy segura de que ella no mató a Guy. Sé que parece que fue ella, pero… —Me miró, sin ayudarme en nada—. Bueno, sabía que cuando vino aquí estuvo viviendo contigo, y sabía dónde vivías, así que…

No estaba acostumbrada a esto. Nadie me había obligado a suplicar por nada.

—Puedo irme por donde he venido. A ver, lo último que quiero es molestarte o importunarte.

Olivia me miraba a la cara con sus penetrantes ojos azules.

—El caso es, Iris —dijo—, que ella nunca me habló de ti. Por lo visto, tú lo sabes todo de mí, pero yo no sé nada de ti. Y todo el mundo lo sabe todo sobre mi familia, porque los periódicos están obsesionados con nosotros. Ahora mismo, no es precisamente difícil localizarme. Cualquier chalado podría pararme en la calle. Créeme, no eres la primera.

—Vaya. —Luchaba por presentar mis credenciales—. Pero ¿Lara te habría hablado de mí? No creo, ¿verdad?

—Bueno, a mí no. No, conmigo no lo habría hecho. Pero estoy segura de que tampoco les habló de ti a mis padres. Hemos hablado de sus amigas. Fíjate, el mundo estalla y te pones a repasar todos los detalles. Pensábamos que no tenía amigos de verdad en Cornualles.

Me encogí de hombros.

—Pregúntale a Sam, si quieres.

—Dijo que aquel día estuvo con alguien. Podrías ser tú.

—¿Sabes? Ojalá hubiera aceptado esa entrevista que me han ofrecido millones de veces, así podría mostrarte la prueba.

—Vaya, cuéntame eso.

Sacó las llaves de su bolso, pero después se lo pensó mejor. Yo buscaba en mi teléfono, contenta de habérmelo cambiado hacía poco.

—Te lo mostraré —dije.

Ahí estaba mi nombre, en un artículo de periódico. Me mencionaban como una amiga de la familia que había estado esperando con el desconsolado esposo.

—Mira. Ese es mi nombre. Puedo enseñarte mi carné de identidad.

Observó un buen rato el teléfono y luego a mí. Asintió y su cara cambió. Pasó de gris a un triste verde pálido.

—Mira, esto es horrible. Para todos. Cada vez que suena el teléfono… No puedo creer que Lara hiciese lo que dicen, pero al mismo tiempo no veo qué otra cosa… Nuestro padre se ha dado a la bebida, y mi madre va hasta las cejas de tranquilizantes. Si conoces a Lara, sabrás cómo era mi relación con ella. ¿Lo sabes?

—No os llevabais bien, para nada. Vivió aquí contigo un tiempo y luego se marchó.

—Vamos a tomar algo.

—Claro.

—Te invito a un refresco. Me encantaría una copita de vino, pero no en público, no cuando existe la posibilidad de que haya alguien de la prensa acechando con una cámara. Y no en el pub de aquí cerca; todos estarán escuchando.

Se fue calle arriba sin esperar respuesta, y tuve que andar lo más rápido que pude para alcanzarla.

El bar era grande, ruidoso y completamente anónimo. Comprendí por qué Olivia lo había elegido. Estaba poblado por una mezcla de gente trajeada que engullía bebidas con serios niveles de concentración alcohólica, y turistas felices que se lo tomaban con más calma.

La invité a un zumo de naranja recién exprimido y, casi sin querer, pedí una copa de vino blanco para mí.

—Cabrona con suerte —dijo con una sonrisita, mirando fijamente mi bebida—. ¿Qué es?

—Sauvignon blanc. No suelo beber, la verdad, y cuando lo hago siempre tomo tinto, pero había una mujer en la barra pidiendo esto y me pareció bueno, así que decidí pedirme uno yo también.

—El día que Lara se presentó en mi piso trajo una botella de Sauvignon. No me fijé en lo nerviosa que estaba, pero se la bebió sola. Sería por encontrarse en mi territorio, supongo. Ella también bebía tinto. Iris, vayamos al grano: ¿qué crees que sucedió?

Un hombre pasó pegado a mi silla, tan cerca que pude oler la carne que acababa de comer. Me incliné, acercándome a Olivia.

—Bueno. —Vi a una mujer que se mantenía en pie de milagro—. No creo que ella lo matara. La verdad es que no.

—Pues claro que no fue ella. —Olivia también se inclinó sobre la mesa—. La Policía me interrogó durante horas. Fue horrible, como si de repente estuvieras en una serie de televisión o algo así. Crees que te sabes el guion, pero resulta que trata sobre tu hermana y si ha asesinado o no a su amante. Ni en un millón de años. Se lo repetí mil veces. Lara y yo no nos llevamos muy bien, pero la defenderé a muerte en esto. No fue ella. Engañar a Sam, sí, claro. ¿No lo harías tú? Pero ¿asesinar a alguien? Pues no. Es ridículo. Impensable.

—Estoy de acuerdo.

—Alguien se la ha jugado.

—¿Qué dijo la Policía de eso?

Se encogió de hombros.

—Que Lara quería que Guy dejase a su mujer, que él se negó y entonces a ella se le fue la cabeza y lo apuñaló. Mi hermana nunca tuvo una navaja, ¿de dónde había salido? El problema es que sé que tengo razón, pero cuando me oigo decirlo y miro sus caras escépticas veo que para ellos soy como uno de esos vecinos de un asesino en serie que dice: «Era muy tranquilo y buen chico». Les doy pena y se piensan que no tengo ni idea. —Suspiró—. ¿Puedo darle un trago a tu vino?

Se lo acerqué.

—Gracias. Lara y yo nos odiábamos, y en realidad me quedo corta. Desde que éramos niñas. Ella era perfecta, yo nunca podía estar a su altura. Competíamos sin cesar en todo y ella siempre ganaba. Era la niña buena, así que a mí me tocaba ser la mala. Era complicado, y no me siento orgullosa de algunas cosas. Después de la universidad, se fue de viaje y pasó unos años en Asia, y esa fue la única ocasión en que sentí que tenía espacio para ser yo misma. Pero regresó y se reinventó como la profesional de altos vuelos que es ahora, y volví a pasar a un segundo plano. Se casó, una boda perfecta, mientras que mi vida sentimental era un largo accidente de coche. Pero luego no se quedaba embarazada, y yo sí, sin querer, y hasta mis padres se cabrearon conmigo por eso. No estaban ni remotamente contentos por el bebé, ni siquiera una pizca. Para ellos, era solo otra putada más que yo le hacía a Lara.

»Sabía que estaba liada con Guy, porque me los encontré en un bar esa noche, la noche que desapareció. Estaban tomándose una cerveza en un bar de mi calle. A primera vista, se notaba que Lara lo adoraba, y la conozco lo suficiente como para saber que preferiría dejar a Sam antes que tener un amante a largo plazo. Somos hermanas, no importa los antecedentes que haya, seguimos siendo hermanas. Y Lara nunca, jamás, haría daño a ese hombre, aunque la prensa esté como loca con la historia de «la niña buena que se convierte en un monstruo».

—¿Y dónde crees que está?

Olivia recostó la espalda y acarició el bulto de su bebé.

—Nadie quiere oír esto —dijo—, pero creo que le ha pasado algo terrible. El que mató a Guy le habrá hecho lo mismo. Iris, esté donde esté, estoy totalmente convencida de que está muerta. Pero no tengo ni idea de quién ha podido ser. Un tarado cualquiera es la única posibilidad, pero no tiene sentido. Eso no pasa en la vida real, y si pasa lo atrapan rápidamente. Así que me pregunto: ¿podría ser alguien que conociese? No se me ocurre nadie.

Hizo una pausa.

—Pero mira, sé que algo dramático le ocurrió cuando estuvo en Tailandia. Estaba metida en algo. Tenía un novio, Jake, y luego de repente regresó a casa, hundida, y se pasaba todo el tiempo encerrada en su cuarto. Fue la única ocasión en que Lara se mostró distinta, misteriosa. He estado mirando las cajas con sus cosas que hay en el desván de casa de mis padres, porque nunca se sabe. Doy palos de ciego, pero podría haber algo, ¿no? No se me ocurre qué otra cosa hacer. Un tal Jake, sin apellido, ¿de hace cuánto? Casi quince años.

Asentí.

—Si descubres algo… —dije. Me pareció presuntuoso pedirlo, así que no terminé la frase.

—Es bonito que creas en ella —dijo—, me hace sentir menos sola. Claro, dame tu número, y si encuentro algo te llamo. Y tú haz lo mismo.

Abrí la boca para contarle lo del pasaporte, pero me lo pensé mejor. Parecía demasiado absurdo, y no podía soportar darle esperanzas para luego desbaratárselas. Puse una mano sobre la suya y le pasé mi copa de vino.

—Pues claro —le dije.