13
Era una de mis mañanas lacrimosas. Cada vez me ocurría con más frecuencia, y las odiaba. Estaba furiosa conmigo misma por comportarme de una forma tan ilógica. Se suponía que esto no debía pasar.
Me desperté en la más absoluta oscuridad, llorando, con hipo, y sintiéndome desamparada. Por un segundo me pareció que Laurie no estaba a mi lado, que se había escabullido durante la noche, pero luego vi que seguía ahí, durmiendo, tranquilo, de costado, con la boca ligeramente abierta. Ni siquiera lo había molestado.
Lo único que podía hacer era salir. Me subí a la bici y me puse a pedalear en la negrura.
Al poco rato me sentí mejor. Resulta reconstituyente salir una mañana seca de invierno con las luces de la bicicleta encendidas —tengo dos delante y dos detrás como un guiño a la seguridad—, mi pelo largo aplastado por el casco, mi chaqueta de piel bajo un enorme chaleco reflectante. En cuanto mis pies hicieron crujir la hierba helada, algo se aligeró en mi interior. Yo solo era una parte diminuta de un universo gigantesco, y en realidad nada tenía importancia. Todas las cosas son temporales, y un día todos nos habremos ido, sin dejar rastro. Era un pensamiento sumamente reconfortante.
Había recuperado mi bici del lugar donde recordaba haberla dejado, escondida en el seto. Aprecié que los ruiditos que hacía al pedalear —los tirones y chirridos de una bici cuando arranca, el crujido de una pista de gravilla bajo los neumáticos— fueran el sonido más fuerte en este recóndito rinconcito del universo.
Sabía que eran más de las seis, pero parecía que fueran las dos de la madrugada. Las lechuzas ululaban cuando salí a la carretera, y criaturas nocturnas invisibles huían hacia la maleza al acercarme. De vez en cuando, oía algún coche a lo lejos, y me gustó la sensación de solidaridad, en particular la conciencia cierta de que quien estuviera en ese coche nunca llegaría a preguntarse si había una mujer en bicicleta por ahí cerca, escuchándolo.
Comprendí, mientras pedaleaba hacia la carretera principal, que algún día tendría que dejar de huir. Las cosas no iban bien entre Laurie y yo, y sabía que, de ser más valiente, ya habría afrontado esa realidad. Algún día, él se marcharía. Tendría que hacerlo. Lo mejor sería que yo asumiera el control y provocara su marcha, en vez de seguir así, renqueantes.
A veces estaba a punto de perder por completo los estribos. Podía sentir que estaba muy cerca de gritarle, de decir barbaridades, de pedirle que saliera de mi cama y de mi cabeza. Cuando se marchó, justo antes de Navidad, me invadió el alivio. Estuve bien. Incluso invité a una amiga a casa como hacen las personas normales, y aunque al principio me entró el pánico cuando ella insistió en venir en lugar de quedar en el centro o en la playa, terminó siendo la interacción más satisfactoria con alguien del mundo real que he tenido en años.
Decidí lo que iba a hacer mientras la luz de las farolas en la carretera principal comenzaba a iluminar el mundo a mi alrededor. Allí estaban la iglesia, los árboles, las casas apartadas de la carretera. Me acercaría a su casa a hacerle una visita. Eso me calmaría y me proporcionaría una buena inyección de realidad para mantenerme activa durante un tiempo.
Me había pasado la tarde anterior sentada frente a la estufa, pintándome con mimo, de color lila, las uñas de los pies, e intentando armarme de valor para pedirle que se marchara de nuevo, que se fuera de viaje, que hiciera algo sin mí. Yo era todo su mundo, y él, el mío, y eso —estaba empezando a sospecharlo— no era sano. El resto de la gente no vive así. Nosotros manteníamos lejos a los demás siendo groseros con ellos. Esa no era la educación que recibí, pero resultaba bastante agradable.
«No pienso dejarte», siguió protestando él. «Nunca más volveré a hacerlo.» Y yo estaba tan airada, tan enfadada conmigo misma por sentirme algo agradecida por su insistencia, que rompí a llorar y me fui corriendo a la cama.
Vivíamos en las afueras de un pueblo que, a su vez, estaba en las afueras de Falmouth, que es (supongo) una ciudad en las afueras de Gran Bretaña. Llevábamos años escondidos allí, cerrados a todos, y nos había servido, por un tiempo. Vivíamos con las gatas, Ofelia y Desdémona. Yo trabajaba en casa, corrigiendo inescrutables tratados de Derecho que llegaban por mensajería cada pocas semanas. Nuestra vida era reducida, pero, entonces, un día tuve el capricho de comprar un billete de lotería con el periódico del sábado, y ahora todo era distinto, irreal.
No le conté a Laurie que me había tocado la lotería. Él no entraba en mis planes.
Salí a la carretera principal, que estaba desierta, algo muy placentero. Pensé en ir a Falmouth y dar una vuelta, desayunar en una cafetería ahora que podía hacer algo así sin contar hasta el último penique, y luego iría a visitar a Lara. Me gustaba la idea de crear una rutina de visitas entre las dos, sin que Laurie ni el cascarrabias de su marido estuvieran de por medio.
No conocía bien a Lara, en absoluto. Ella vivía en Londres durante la mayor parte de la semana, convertía hermosos edificios antiguos en horribles pisos de lujo, todos iguales, y su esposo, en las dos ocasiones que lo vi, no se preocupó por ocultar su deseo de que me largara. Me esforcé por rebotar hacia él su hostilidad. De cualquier modo, conocer a Lara era como un primer paso vacilante de regreso al mundo. Era, sin ser consciente de ello, mi amiga de prueba. Me esforcé por no pasar de ella, por no ser brusca ni cortante. Al principio me costó, pero luego me gustaba.
Cuando nos vimos la víspera de Navidad, Lara me habló entusiasmada de sus viajes en el tren nocturno. Le encantaba ese tren. Esa misma mañana se bajaba del tren nocturno para tomar, bajo la tenue luz de la mañana gris, el regional de Falmouth. Me presentaría en su casa. A ver qué pasaba: si me decían que me fuese, lo haría; si Lara estaba ocupada, volvería en bici a casa. Solo era una idea.
Encadené la bici a una señal de tráfico enfrente del supermercado Trago’s cuando empezaba a clarear. Las farolas seguían encendidas mientras el cielo se volvía rosa. Sentía calor por dentro debido al paseo en bicicleta, pero tenía frío en las mejillas. Quedaba bastante tiempo hasta que pudiera desayunar, así que decidí buscar la senda de la costa y darme un paseíto.
Caminé una hora por los acantilados, hasta donde la pista desciende a la playa de Maenporth. Ese tramo de la senda de la costa crujía a mi paso, por los charcos cubiertos de hielo y subidas y bajadas de barro solidificado y helado. El mar estaba tan en calma como un estanque, y las ramas desnudas de los árboles no se movían ni un ápice. Me crucé con un corredor, un hombre fibroso con la flacura muscular y las mejillas hundidas de quien hace demasiado ejercicio, y con una mujer de cuarenta y tantos años, con los ojos desquiciados por el insomnio que paseaba un perro.
El aire marino resultaba fastidiosamente fresco y me llenaba de ideas y posibilidades. Me perdí en ensoñaciones sobre viajes y me sorprendí al alcanzar tan rápido mi destino. Crucé la playa hasta el punto donde la marea alta tocaba las rocas y depositaba sus algas, contemplé un petrolero solitario en el horizonte, decidí darme la vuelta y regresar por donde había venido. Llegaría hasta el cabo Pendennis y lo rodearía para llegar a casa de Lara.
Sabía que me hacía falta volver a Londres, aunque fuera solo de visita. A Laurie no le importaría. Recorrí rápido el camino de regreso, haciendo planes. De Londres se podía dar el salto a París en mucho menos tiempo de lo que te costaría llegar a cualquier sitio desde Falmouth. En París se podía tomar un tren a cualquier rincón de Europa. O se podía ir a un aeropuerto y elegir un destino. Este dinero, mi dinero secreto, podría llevarme a cualquier parte del mundo, literalmente. Pero no tenía ni idea de dónde encontrar el coraje para empezar.
Durante mi paseo de vuelta fantaseé con destinos exóticos. Intenté imaginarme mirando por la ventanilla de un tren en la India, aprendiendo a bailar tango en Argentina, o haciendo puenting en Nueva Zelanda. A veces me parecía que podría ser capaz de hacerlo. Luego recordaba que yo era la persona menos aventurera del mundo, que mis grandes planes nunca llegaban más allá de mi cabeza y que mi pasaporte había permanecido inamovible en el armario archivador los últimos cinco años. No podía dejar tirado a Laurie; no sin contárselo. Si me iba, no tenía ni idea de qué sería de él.
La casa de Lara era pequeña, moderna y extraña. De un blanco reluciente y sorprendente, algo a medio camino entre un edificio art decó californiano y un chalé de playa británico. Había un coche en el jardín, el mismo Renault azul que Lara conducía cuando vino a visitarme. Como la casa estaba construida en una pendiente, el verdadero jardín estaba situado más abajo. Me apoyé en una barandilla para descubrir que me encontraba una planta por encima. Era bonito, con césped y con clemátides y camelias esperando con entusiasmo la primavera, y una palmera de hojas marrones irguiéndose sobre lo demás.
Llamé al timbre, con mucha energía después del ejercicio. Estaba muerta de hambre, y de repente recordé por qué: se me había olvidado la parte de mi plan que incluía el desayuno. Al volver a casa me pararía en las tiendas y llenaría la cesta de la bici de comida.
Escuché pisadas fuertes dentro de la casa y la puerta se abrió de golpe.
El marido de Lara era corpulento y rubio, con algunas zonas grises apenas perceptibles en su pelo claro. Llevaba unos vaqueros, un jersey ancho y unas pantuflas de abuelo. Lo observaba mientras advertía que, nada más verme, su gesto se había torcido dramáticamente, y eso que ya de entrada no resultaba demasiado amistoso. Parecía a punto de derrumbarse.
—¡Vaya! —dijo.
Era más bajo de lo que recordaba y tenía un aspecto un millón de veces más descuidado. Incluso estaba menos amable que la última vez. De haber poseído un aura, esta crepitaría y chisporrotearía de hostilidad. Intenté evitar que la mía hiciera lo mismo. Me relajé mentalmente. Permanecí bajo el débil sol de invierno y forcé una sonrisa.
—¡Hola! —Intenté recordar su nombre—. Soy Iris, nos hemos visto antes. Soy amiga de Lara y…
Me interrumpió.
—Ya. Lara, ¿dónde está?
Me quedé mirándolo.
—¿Dónde está?
—¿Está contigo? ¿Me traes un recado suyo? ¿Qué ha pasado? —Alzó la voz—. ¿Dónde está? ¡Dímelo! ¿Dónde está? ¿Qué le ha pasado a mi mujer?