19
El hotel de Lara y Guy era un establecimiento funcional para gente de negocios, enfrente de la catedral de St Paul. Entendí por qué Lara decidió quedarse allí: no era excesivamente caro —al menos para ser un hotel en el centro de Londres— y podías reservar tu habitación por medio de una máquina sin que nadie te molestara. El pequeño recibidor estaba lleno de hombres y mujeres, principalmente hombres trajeados, moviéndose atareados de acá para allá, cada uno en su propia burbuja de importancia.
Observé a algunos, parecían intercambiables. Me hubiera gustado demostrarles lo fácil que era reventar sus burbujas. Además de la brigada del «viaje de negocios a Londres», estaban los preceptivos turistas entrando y saliendo de los ascensores con sus enormes maletas.
Mi habitación era la 253. Una puerta en un pasillo, igual que todas las demás. Lara y Guy podrían haber usado esta habitación, aunque, estadísticamente, lo más probable era que no.
Hacía años que no me alojaba en un hotel. La habitación insulsa, la cama rigurosamente suave, la pequeña tetera eléctrica y las capsulitas de sucedáneo de leche se unían para crear un ambiente que no se parecía en nada al de la última habitación de hotel en la que estuve, pero de todos modos me dejó fascinada. Superpuesta a esta habitación, se me apareció otra con más personalidad, con suelos de tarima, una colcha de colores y enormes ventanales abiertos por los que entraba la brisa del mar.
Cerré con fuerza los ojos. Si seguía respirando, expiraciones e inspiraciones, no sucedería nada. Esa otra habitación de hotel se encontraba muy lejos de aquí. No estaba en Londres, sino en Italia. No tenía derecho a meterse aquí.
Laurie estaba en casa. El Laurie que me llevó a Italia hacía mucho que ya no existía.
Me temblaron las piernas, pero conseguí llegar hasta la cama. Incluso tumbada, hecha un ovillo, con mis grandes botas transgresoras sobre el edredón, tuvieron que pasar unos cuantos minutos antes de que remitiera. Me lo negaba, pero sabía que esto iba a pasar. En Londres se me aparecerían trocitos de ese otro mundo.
Me concentré y pensé en Lara, y pronto todo aquello se desvaneció y me encontraba de vuelta en la vida londinense de mi amiga. Ella y su amante muerto vivieron entre semana en habitaciones como esta, durante meses. Me imaginé sus maletas una junto a la otra, sus contenidos extendidos y mezclados por el suelo. Sus trajes estarían colgados en un armario como este, en las mismas perchas antirrobo. Luego, un día, tomaron juntos el tren, y cuando llegaron a Cornualles él estaba muerto y ella desaparecida.
Tenía pensado pasar esa tarde encerrada en mi habitación, refugiándome de Londres y su torrente de recuerdos, pero lo cierto es que la ciudad me había resultado extrañamente acogedora. Podía ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa, y estaba segura de que nadie se fijaría en mí. Me fui a un pub, abarrotado a pesar de ser un lunes de enero. Me tomé un zumo de naranja y un plato de fish and chips alegre y típico, mientras intentaba decidir qué demonios debería hacer a partir de ahora. Olivia había accedido a hablar conmigo y, en contra de lo esperado, me cayó bien. Se suponía que debía ponerme a investigar, pero no sabía por dónde empezar.
Alguien había dejado un periódico en la mesa de al lado, y no había nada nuevo en sus páginas, solo especulaciones y algunas observaciones superficiales. Ojeé un artículo sobre personas que trabajan lejos de sus parejas. Aunque decía muy poco sobre Lara y Guy, las palabras «se pasaban las noches en los bares y clubes del centro de Londres, viviendo abiertamente como novios» llamaban la atención en el texto. A continuación venía un reducido listado que habían reunido los periodistas de impresiones poco convincentes sobre la pareja. «Algunos testigos afirman haberlos visto la víspera del asesinato en un sórdido bar-cabaret subterráneo que había sido unos retretes públicos en el centro de Londres», leí. «Es posible que Lara Finch ya supiera lo que iba a hacer la noche siguiente.»
Conocía, vagamente, lo de ese bar subterráneo, pero no le di demasiada importancia. A falta de algo más para seguir tirando, y antes de buscar un modo de hablar con los compañeros de trabajo de Lara, decidí rehacer sus últimos pasos. Si lograba ir sola a unos retretes reconvertidos en un bar sórdido, podría hacer cualquier cosa.
Con cierto alivio, me dije a mí misma que no serviría de nada ir a un bar chungo un lunes. Tendría que esperar al fin de semana para ese reto: de hecho, iría el jueves, igual que hicieron Lara y Guy. Por ahora, eso suponía que podía apartar la idea de mi cabeza.
Advertí que alguien me estaba mirando. La gente abandonaba el pub, y parecía que todo se estaba apagando. Solo quedaba un puñado de personas y, de repente, había un hombre al otro lado del bar, de pie, mirándome sin intentar disimularlo.
Levanté la vista, aparté la mirada, y volví a mirarlo. Por una fracción de segundo, me entraron ganas de salir corriendo. Mi corazón peleó en el pecho, como si a la mínima ocasión pudiera abandonar mi caja torácica y echar a correr. Mis piernas se tensaron, listas para irse.
Pero pronto se me pasó. Solo era un hombre, en un bar, mirando a una mujer porque estaba sola. Eso era todo. Lo había confundido con alguien que era imposible que fuese. Este hombre tenía un espeso pelo negro, más o menos la misma edad y su piel era del mismo tono caramelo que reflejaba una parecida herencia mestiza. Tendría su edad, pero eso era todo.
No podía ser Laurie, porque lo dejé en Cornualles. Laurie no me habría seguido hasta aquí para tenderme una emboscada con acusaciones.
Volví a lanzarle una mirada rápida. El hombre sonrió y comenzó a caminar hacia mí. Me levanté, agarré mi bolso y me marché, sin volver la vista atrás. Confié en que no se lo tomase como una invitación, y eché a correr, por si acaso.
Los pasillos del hotel eran, como era de esperar, idénticos. Podría haberme ido directa a mi habitación, pero en vez de eso comencé por el último piso y fui bajando en círculos. Pasaba delante de las puertas, muchas con cartelitos de «No molestar», otras, con bandejas vacías fuera. Pasé por delante de todas las habitaciones en las que pudieron haber estado Guy y Lara.
Me habría gustado conocerla mejor. Me habría gustado que me hubiese contado sus secretos, aunque solo la vi cuatro veces. Deseaba saber si estaba enamorada de él, si el tiempo que pasó en este hotel fue un torbellino de conversaciones sin fin, sexo y obsesión, o si simplemente se aburría y se sentía triste en casa y buscó consuelo en un comportamiento destructivo. Deseé que fuera lo primero. Me los imaginaba a los dos arrancándose la ropa en cuanto la puerta de la habitación se cerraba tras ellos.
Era un lugar insípido. Todo era uniforme, un sitio para dormir y nada más, de modo que el edificio entero se convertía en un irreal lienzo en blanco en el que dibujar lo que a uno se le ocurriera. Cada pocos pasos pasaba delante de otra habitación, con otra cama. Detrás de esas puertas podría estar sucediendo cualquier cosa.
Aceleré el paso, intentando no pensar en el hombre del bar. El tipo no había hecho nada malo, y acercarse a una mujer desconocida en un pub ni siquiera era algo del todo impropio. Al menos, no era necesariamente impropio en alguien como él, un hombre de verdad. Solo habría resultado extraño en el hombre al que se parecía.
En Laurence sí que habría resultado extraño. Laurie estaba en casa, en Cornualles. Estaba en nuestra casa, donde vivíamos.
Finalmente, en el cuarto piso, encontré un carrito de la limpieza. Me quedé a su lado, descansando el peso en un pie y en otro, retocándome el pelo, tirando de una esquinita suelta de papel de la pared, hasta que apareció una mujer. Era bajita, llevaba el pelo recogido y un uniforme gris y blanco.
—Buenas noches —dijo, bajando la vista.
—Hola. —Intenté pensar cómo conseguir que hablara. Necesitaba hacerlo bien—. Buenas. Esto…, ¿trabaja aquí todos los días?
Se mostró suspicaz.
—Casi. ¿Hay algún problema en su habitación?
—No, no, para nada. En mi habitación está todo bien. Esto… Tengo una amiga que se alojaba aquí. Lara Finch. Con su… —procuré encontrar la palabra adecuada, pero no lo conseguí—. Con un amigo. Su novio, ¿sabe? La están buscando.
—Ah, sí.
Era latinoamericana, y no parecía de esas que tuvieran tiempo para dedicarse a cotillear. Empujó un poco el carrito por el pasillo y caminé con ella.
—Ya sé —añadió.
—¿Alguna vez la vio, cuando estaba aquí? ¿Se acuerda de ella?
Negó con la cabeza.
—Aquí vemos a mucha gente.
—Igual limpió su habitación.
—Puede ser. ¿Cómo voy a saberlo? —Sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta de la habitación 413—. Cuando limpiamos las habitaciones, no hay nadie dentro.
Entró y cerró la puerta.
El empleado de la recepción tampoco resultó de mucha ayuda.
—Aquí vemos a mucha gente —explicó—. Los reconocería, seguro; pero nunca les presté demasiada atención. No es asunto mío si están liados o qué hacen. A ver, esto es un hotel: la gente hace lo que le apetece. Para serle sincero, me alegro de que no se lo cargara aquí.
—¿Piensa que puede haber alguien aquí que hubiera hablado con ellos, o que sepa algo sobre ellos?
—No —dijo—. Créame, la Policía ha venido a inspeccionar todas las habitaciones en las que se quedaron. Han venido tantos periodistas que no se lo creería, y no tenemos nada que decir. Si es su amiga, lo siento, pero el motivo por el que la gente viene a un hotel como este es para no ser molestados. No nos inmiscuimos en las vidas privadas de nuestros clientes, no tenemos tiempo para preocuparnos de esas cosas, no es asunto nuestro.
Puso una sonrisa reluciente que mostraba su blanca dentadura, y comprendí que me estaba despidiendo. Mis vagos sueños de hallar a un miembro del personal del hotel que pudiera confiarme todo tipo de información privilegiada se hicieron añicos. En realidad, no tenía ni idea de lo que me iba a encontrar.
Llamé a Alex, desesperada por oír una voz amiga, por hablar con alguien que no se burlara del hecho de que yo estuviera allí, persiguiendo fantasmas. Ese día había cometido un fraude, escribí por detrás de las fotos de mi pasaporte el nombre y la firma de una profesora que conocí en el pasado. Se lo diría cuando hablase con él.
Sin embargo, no contestó. Le dejé un escueto mensajito, y me sentí estúpida. Le había gustado mi falda y se tomó un vino conmigo. Charlamos, y me dio la sensación de que lo conocía desde hacía mucho. Me sentí a gusto con él, pero eso no significaba nada.
No dormí bien. Sentí el fantasma de Lara, y el de Guy, a mi alrededor. Sentí mi vieja vida, mi vida de Londres, intentando agobiarme, y no quería pensar en eso.