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Practico la forma de decirlo, encerrada en el cuarto de baño.
—He encontrado trabajo —le digo a mi reflejo. Me gusta la sensación que deja en mi boca. Casi no puedo imaginar el potencial que contienen esas palabras. Detesto cómo va a reaccionar Sam.
Necesito contárselo ya. Él sabe que estoy nerviosa por algo. Lo supo desde el momento en que terminé de hablar con Leon, regresé a la mesa y vacié mi copa de Prosecco de un trago.
«¿Qué pasa, Lara?», no para de preguntarme; y yo le respondo: «Nada», con una de mis enormes y relucientes sonrisas.
—He encontrado trabajo —vuelvo a decir a la chica del reflejo, que parece triste al pronunciar las palabras, pero sus ojos están encendidos por todo ese mundo nuevo que se revela ante ella. La obligo a practicar hasta que lo dice bien. Tener un trabajo es algo bueno. Hago un esfuerzo para añadir la parte importante:
—He encontrado trabajo, y es en Londres.
—¿Lara?
Tiro de la cadena, para disimular, y me recojo con una horquilla un par de mechones sueltos. Iris se ha marchado a su casa. Se fue de repente, cuando le susurré que tenía que contarle algo a Sam. Probablemente haya pensado que estoy embarazada. Ya arreglaré eso más tarde.
—¡Ya voy! —grito.
He encontrado trabajo, y es en Londres. Es una realidad que me resulta fascinante.
Soy londinense y me muero por volver. Nací y me crie allí, y fue donde Sam y yo nos conocimos y donde vivimos tres años, antes de decidir, en un arrebato repentino, que la razón por la que no me quedaba embarazada era porque todos los días nos pasábamos horas en el metro. La culpa era, concluimos, del ambiente, y no nuestra. Era toda esa otra gente, empujándonos, atropellándonos y metiéndonos prisa. Era el pintalabios, las tiendas y la contaminación, los autobuses que pasaban renqueantes frente a nuestro dormitorio en Battersea con toda la gente del piso superior a la altura de nuestra ventana; las carreras al supermercado Sainsbury’s para comprar la cena de vuelta a casa; el hecho de que los paseos por el parque estuvieran bien, pero no fueran más que un sucedáneo de salir de la ciudad.
Y luego, cómo no, estaba el viejo cliché: como londinenses, apenas íbamos al teatro, a las galerías de arte, a los museos.
Ahora que vivimos en Cornualles, un viaje a la capital es algo especial. Hace año y medio que no vamos. Es excitante, está lleno de posibilidades. Hay tantas cosas que hacer allí para mí, ahora. Me superan.
Lo de mudarnos fue, naturalmente, idea de Sam. Un domingo por la mañana bajó las escaleras, en pantalón de pijama y una de sus muchas camisetas blancas, mientras yo estaba concentrada en una tarea del trabajo.
—¿A qué hora te has levantado? —preguntó, avanzando adormilado hacia la cafetera.
—No lo sé. —Recuerdo que tuve que hacer un esfuerzo por prestarle atención, por sonreír—. A las cinco, creo. He currado un montón. Ya casi termino.
—Jolín, Lara.
Me volví a mirarlo. Me daba la espalda mientras se servía una taza de café tibio. A mí me encantaba trabajar por la mañana temprano. Él jamás lo entendió. Se lo dije mil veces, pero siempre me miraba con aire de suficiencia, pensando que quería hacerme la interesante.
—¿Qué?
Hice un esfuerzo y dejé por un momento el trabajo. Se acercó y se sentó a mi lado. Alcancé mi taza de café, aunque estaba frío, y la envolví entre las manos buscando un vestigio de confort.
—Lara —repitió. Su rostro estaba arrugado por el sueño—. Esto no está bien, ¿sabes? Si vamos a formar una familia, si nos va a llegar el día, y sé que va a llegar… Solo han pasado unos meses. Necesitamos llevar unas vidas menos estresantes. Necesitamos salir de Londres. Hay una oferta de trabajo a la que podría presentarme.
Suspiré. Sam siempre tuvo tendencia a proponerme grandes planes, y este, por lo que podía ver, era otro de ellos.
—¿En qué consiste el trabajo? —Me esperaba que fuera algo soso, en Hampshire o Surrey.
Sonrió.
—Es en un armador de yates de lujo, en Falmouth. He estado leyendo sobre la ciudad. Parece un buen sitio para vivir. Perfecto para una familia.
Me reí.
—Vale, nos vamos a vivir a Falmouth. ¡Así de fácil! Por cierto, ¿dónde está Falmouth? ¿En Devon? ¿Qué voy a hacer yo allí?
Se levantó y se colocó detrás de mí. Se inclinó y me rodeó con los brazos.
—En Cornualles —dijo en mi pelo—. Y tú, querida, vas a tener un bebé.
—Claro —dije en voz baja—. Pues consigue el trabajo y lo probamos.
Ni por un instante me esperaba que en realidad todo sucedería así, tan sencillo como si hubiera sido preparado. De lo contrario, no me lo habría tomado tan a la ligera. A Sam le dieron el puesto y nos mudamos. Los armadores querían que empezara cuanto antes, y en un abrir y cerrar de ojos vendimos nuestra casa —por suerte para nosotros en el momento álgido del mercado, aunque en aquel entonces parecía que los precios fueran a mantener la tendencia ascendente para siempre—, dejamos nuestros trabajos de Londres y nos fuimos al oeste, y después seguimos hacia el oeste. Al final, a unas veinte millas del punto más occidental posible, aparcamos delante de nuestra nueva casa y comenzamos nuestra nueva vida.
Me gusta la vida en Cornualles, en muchos sentidos. Me gusta Falmouth. Si tuviera una familia y un empleo para mantener mi mente ocupada, sería feliz aquí. Hay playas y campo, bosques y tiendecitas. Es fácil llegar en tren a ciudades más grandes. A veces me resulta agradable la sensación de vivir apartada de casi todo el resto del país. No es Falmouth lo que está lejos, es todo lo demás.
Sin embargo, él y yo solos aquí, sin un bebé, sin ningún amigo cercano, sin trabajo, no es nada bueno. Estamos más cerca de los cuarenta que de los treinta, y no voy a vivir así indefinidamente. Falmouth está bien. Yo estoy bien. Sam y yo, donde quiera que estemos, ya no estaremos bien.
Sam se encuentra arriba, porque nuestra casa está construida al revés, en la ladera de una colina. Lo encuentro en la cocina, fregando las copas de Prosecco y los platos del bizcocho.
—¡Eh! —dice— Estás aquí.
—No hemos terminado la botella. —La saco del frigorífico y la sostengo a la luz—. Vamos a acabarla, venga.
Su risa es ligeramente nerviosa.
—Ni siquiera son las cinco, Lara, y ya has bebido mucho, ¿estás segura?
—Sí, venga. Yo secaré eso. Toma.
—¿Qué pasa?
Iba a pedirle que se sentara y contárselo con tacto, pero al final lo suelto sin más.
—Era Leon el que me ha llamado antes —le digo—. Ya sabes, mientras Iris estaba en casa. Sam, me han ofrecido un trabajo. En Londres, en la empresa de Sally. Para hacer justo lo mismo que antes. Me han pedido que me embarque en un proyecto de desarrollo inmobiliario en Southwark. Transformar viejos almacenes en pisos, tiendas y todas esas cosas que hacía antes. Seré la responsable de desarrollo, básicamente mi antiguo trabajo. Hasta el momento, lo único que han hecho es comprar el terreno. El resto, equipo, diseño, todo el tema político para llevarlo a cabo, será responsabilidad mía. Todas las cosas que se me dan bien. Un contrato de seis meses. A corto plazo.
Me detengo, lo miro y espero.
—Imposible.
Lo sabía.
—Piénsalo, Sam. Está muy bien pagado. Seis meses. No es para siempre.
—Pero es en Londres. Yo no puedo dejar mi trabajo, así que no podemos irnos a vivir medio año a Londres, ¿no?
Engullo un trago burbujeante. El vino está flojo y tiene un regusto metálico.
—No puedes dejar tu trabajo —acepto; por el tono, parezco la mujer más razonable del mundo—. Pero yo puedo ir y venir. Me quedaré en casa de Olivia, o con mis padres. Hay un tren nocturno. Puedo irme el domingo por la noche y volver el viernes por la noche. Nos lo pasaremos genial los fines de semana.
—¡No! —Su voz suena categórica—. Lara, ni lo pienses. Nos mudamos de Londres para escapar de todo aquello. Íbamos a adoptar. No vas a regresar a esa carrera de locos. ¿Por qué demonios quieren que pongas tu vida patas arriba para ese puesto, en vez de emplear a una de las miles de personas cualificadas en Londres que podrían hacer el trabajo? Dices que todas esas cosas se te dan bien, pero en realidad es lo que se te daba bien antes. Hemos dejado atrás esa época, gracias a Dios.
Tengo el presentimiento de que es importante que él no se dé cuenta de cómo me hace sentir esto.
—Quiero hacerlo. —Mantengo la calma en la voz—. Echo de menos usar el cerebro, Sam. He fracasado con lo de ser madre. Esto es algo que sé que puedo hacer. Todavía soy buena en mi trabajo. No puedo traerme el trabajo aquí y quiero trabajar. Y, lo principal: podemos terminar de pagar nuestras deudas en ese medio año.
Voy a aceptar el trabajo, aunque tenga que dejar a Sam. Este secreto me hace arder de culpa. Casi espero que diga que no. Si es así, me marcharé.
—Jolín, Lara. —Cuando dice eso, puedo palpar mi victoria.
Vacío mi copa. Él hace lo mismo. Me mira con ojos tristes. Lo he decepcionado, una vez más. Fuera, el sol se refleja en el agua. Dos pichones se posan en la barandilla del balcón. La grúa gira, sacando un enorme contenedor cuadrado que contiene vete a saber qué de la cubierta de un gigantesco barco que ha llegado de vete a saber dónde.
A primera hora de la mañana, mientras el mundo exterior empieza a desperezarse, me despierto de golpe. Sam está vuelto hacia mí, roncando suavemente, con su rostro rosa y arrugado por la almohada.
Me voy a Londres. Mi vida estará ocupada. Estaré constantemente en movimiento. No es, en ningún sentido, una decisión fácil. Tendré que trabajar como acostumbraba, y después de mis años fuera del mundo laboral, necesitaré probarme a mí misma. Ir a Londres implicará volver a ser una mujer profesional; me supondrá tener un aspecto inmaculado, mostrarme serena y segura, trabajar con planos y con gente. Mi tarea será hacer que las cosas sucedan. Todo esto me sienta, visto de la distancia, como bucear en una piscina de agua fresca en un día caluroso.
Los pájaros en la calle arman tal alboroto que no entiendo cómo Sam, y todo el mundo, puede dormir con ese jaleo. El sol se arrastra por debajo de la persiana e ilumina perfectamente la habitación.
Nuestro dormitorio es pequeño. Hay que pegarse a la cama para llegar al armario. Íbamos a ampliar toda la planta baja de esta casa hecha al revés cuando tuviéramos una familia. Nuestra habitación sería más grande y estaría bien equipada. Sé perfectamente lo que eso habría supuesto, porque solíamos hablar de ello todo el rato. Leíamos libros y planeábamos qué iba a ir dónde. Habría un moisés, una mesa cambiador con una bandeja en la parte inferior, y en la bandeja, una montañita de bodis doblados y chaquetitas diminutas.
Sam quería un bebé porque es un ser humano normal. Yo quería un bebé porque me parecía la mejor oportunidad que me quedaba de amar a alguien con pasión y entrega.
Lo observo dormido bajo la tenue luz de la mañana. Esto es tan íntimo que siento que no debería hacerlo, pero me incorporo sobre el codo y continúo mirándolo. Es vulnerable, inconsciente, y me recuerdo que debo tener pensamientos cariñosos porque él no es consciente de mí.
Dormirá él solo en esta cama seis días a la semana durante seis meses. Después de eso, seguramente sabremos qué hacer.
Si yo me fuera, le digo sin abrir la boca, encontrarías a alguien enseguida. Conocerías al tipo de mujer que necesitas. Podrías tener un hijo con ella, porque no le pasa nada a tu recuento de espermatozoides. En principio, tampoco hay nada raro en mis datos. Simplemente, no ha llegado el día.
Nunca deberías haberte casado conmigo. Envío esa realidad a su cabeza, por medio de telepatía. Habrías sido feliz con una esposa que te adorase, no con alguien que se aferra a ti como a una balsa en un mar embravecido y luego desea poder dejarte y seguir su camino cuando llegue a tierra. Pero ya es demasiado tarde. Debería, como siempre, haber escuchado los consejos de Leon. Me advirtió que no me casara con Sam.
«Te va genial ahora —dijo tras conocerlo—, pero, por el amor de Dios, Lara, no te cases con él. Te aburrirá hasta la muerte porque es demasiado bueno. Como aquel tipo, Olly, pero este no te puteará. Serás tú quien acabe puteándolo a él.»
Al menos en eso se equivocaba.
Cada día más, me voy imaginando a la mujer con la que debería estar Sam. Intento visualizar a su segunda esposa. Hoy observaba a Iris y me preguntaba si serviría, pero sabía que no. Iris tiene novio, pero también tiene secretos. Oculta mucho de sí misma. Sam necesita una esposa que tenga tan pocos demonios como él.
La señora Finch ideal habría tenido una infancia feliz, y no sería ambiciosa en lo profesional. Desearía dedicarse a su familia y disfrutaría cuidando de la casa. Sería organizada, agradecida, y pensaría que Sam es la persona más sexy y fascinante del universo.
Ella y yo no seríamos amigas.
De un modo intermitente, he intentado y he fingido ser ella. Hoy me encuentro buscándola, como las mujeres de esos artículos de las revistas que saben que van a morir y empiezan a buscar a otra esposa para sus maridos, una nueva madre para sus hijos, antes de irse. Resulta raro que lo hagan, y más extraño todavía en mi caso, por eso de que estamos felizmente casados y tal y también porque nunca ha habido hijos.
Desearía tener un motivo para marcharme. Desearía poder aceptar que tengo un marido guapo, atento y encantador que me adora, y sentar la cabeza. Necesito que una de esas dos cosas ocurra.
Me iré a Londres. De ese modo, las cosas podrían cambiar, asentarse y arreglarse. Por otra parte, también sería factible alejarnos y separarnos de mutuo acuerdo, sin rencores ni culpas. Este es el material del que se componen mis sueños de día.
Salgo de la cama haciendo el menor ruido posible, bajo las escaleras de puntillas para poner la tetera al fuego y contemplar la salida del sol.